viernes, 22 de febrero de 2013

BENEDICTO XVI: Carta (Feb.1°), Homilía (Feb. 13 y 2), Mensaje (Feb. 13 y 8)

CARTA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL NUEVO PATRIARCA DE BABILONIA DE LOS CALDEOS
PARA LA CONCESIÓN DE LA COMUNIÓN ECLESIÁSTICA

A Su Beatitud Louis Raphaël I Sako
Patriarca de Babilonia de los caldeos

Con viva alegría he sabido la noticia de la elección de Vuestra Beatitud a la Sede Patriarcal de Babilonia de los Caldeos.

Doy gracias a Dios Padre y, acogiendo con mucho gusto la petición que usted me ha dirigido según norma de los Sagrados Cánones, concedo la «Ecclesiastica Communio», que se acompaña de mi fraterna caridad en Cristo.

Expresándole mis sinceras felicitaciones, imploro al Señor que le colme de toda gracia y bendición. Que Él le ilumine en la proclamación incansable del Evangelio en la viva tradición que se remonta a santo Tomás Apóstol. Que el Pastor Bueno y Eterno le sostenga en la fe de los padres y le conceda el ardor de los mártires de ayer y de hoy para custodiar el patrimonio espiritual y litúrgico de la venerable Iglesia caldea, como su Pater et Caput. Que su ministerio sea de consuelo para los fieles caldeos en la madre patria y en la diáspora, y también de toda la comunidad católica y de los cristianos que viven en la tierra de Abrahán, como estímulo a la reconciliación, a la acogida recíproca y a la paz para toda la población iraquí.

Mientras encomiendo su persona a la Santísima Madre de Dios, imparto de gran corazón la bendición apostólica sobre usted, extendiéndola a su venerado predecesor, el cardenal Emmanuel III Delly, a los obispos, a los sacerdotes, a los consagrados y a todos los amados hijos de la Iglesia caldea.

Vaticano, 1° de Febrero de 2013
 

BENEDICTO XVI

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SANTA MISA, BENDICIÓN E IMPOSICIÓN DE LA CENIZA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Miércoles de Ceniza, 13 de Febrero de 2013


Venerados Hermanos,
queridos hermanos y hermanas


Hoy, Miércoles de Ceniza, comenzamos un nuevo camino cuaresmal, un camino que se extiende por cuarenta días y nos conduce al gozo de la Pascua del Señor, a la victoria de la vida sobre la muerte. Siguiendo la antiquísima tradición romana de las stationes cuaresmales, nos hemos reunido para la celebración de la Eucaristía. Esta tradición establece que la primera estación tenga lugar en la Basílica de Santa Sabina, sobre la colina del Aventino. Las circunstancias han aconsejado que nos reunamos en la Basílica Vaticana. Somos un gran número en torno a la tumba del apóstol Pedro, para pedirle también su intercesión para el camino de la Iglesia en este momento particular, renovando nuestra fe en el Supremo Pastor, Cristo el Señor. Para mí, es una ocasión propicia para agradecer a todos, especialmente a los fieles de la Diócesis de Roma, al disponerme a concluir el ministerio petrino, y para pedir un recuerdo particular en la oración.
Las lecturas que han sido proclamadas nos ofrecen algunos puntos que, con la gracia de Dios, estamos llamados a convertirlos en actitudes y comportamientos concretos en esta cuaresma. La Iglesia nos propone de nuevo, en primer lugar, la vehemente llamada que el profeta Joel dirige al pueblo de Israel: «Así dice el Señor: convertíos a mí de todo corazón con ayuno, con llanto, con luto» (2,12). Hay que subrayar la expresión «de todo corazón», que significa desde el centro de nuestros pensamientos y sentimientos, desde la raíz de nuestras decisiones, elecciones y acciones, con un gesto de total y radical libertad. ¿Pero, es posible este retorno a Dios? Sí, porque existe una fuerza que no reside en nuestro corazón, sino que brota del mismo corazón de Dios. Es la fuerza de su misericordia. Continúa el profeta: «Convertíos al Señor, Dios vuestro, porque es compasivo y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad; y se arrepiente de las amenazas» (v. 13). El retorno al Señor es posible por la ‘gracia’, porque es obra de Dios y fruto de la fe que ponemos en su misericordia. Este volver a Dios solamente llega a ser una realidad concreta en nuestra vida cuando la gracia del Señor penetra en nuestro interior y lo remueve dándonos la fuerza de «rasgar el corazón». Una vez más, el profeta nos transmite de parte de Dios estas palabras: «Rasgad los corazones y no las vestiduras» (v. 13). En efecto, también hoy muchos están dispuestos a «rasgarse las vestiduras» ante escándalos e injusticias, cometidos naturalmente por otros, pero pocos parecen dispuestos a obrar sobre el propio «corazón», sobre la propia conciencia y las intenciones, dejando que el Señor transforme, renueve y convierta.
Aquel «convertíos a mí de todo corazón», es además una llamada que no solo se dirige al individuo, sino también a la comunidad. Hemos escuchado en la primera lectura: «Tocad la trompeta en Sión, proclamad el ayuno, convocad la reunión. Congregad al pueblo, santificad la asamblea, reunid a los ancianos. Congregad a muchachos y niños de pecho. Salga el esposo de la alcoba, la esposa del tálamo» (vv. 15-16). La dimensión comunitaria es un elemento esencial en la fe y en la vida cristiana. Cristo ha venido «para reunir a los hijos de Dios dispersos» (Jn 11,52). El “nosotros” de la Iglesia es la comunidad en la que Jesús nos reúne (cf. Jn 12,32): la fe es necesariamente eclesial. Y esto es importante recordarlo y vivirlo en este tiempo de cuaresma: que cada uno sea consciente de que el camino penitencial no se afronta en solitario, sino junto a tantos hermanos y hermanas, en la Iglesia.
El profeta, por último, se detiene sobre la oración de los sacerdotes, los cuales, con los ojos llenos de lágrimas, se dirigen a Dios diciendo: «No entregues tu heredad al oprobio, no la dominen los gentiles; no se diga entre las naciones: ¿Dónde está su Dios?» (v.17). Esta oración nos hace reflexionar sobre la importancia del testimonio de fe y vida cristiana de cada uno de nosotros y de nuestras comunidades para mostrar el rostro de la Iglesia y de cómo en ocasiones este rostro es desfigurado. Pienso, en particular, en las culpas contra la unidad de la Iglesia, en las divisiones en el cuerpo eclesial. Vivir la cuaresma en una más intensa y evidente comunión eclesial, superando individualismos y rivalidades, es un signo humilde y precioso para los que están lejos de la fe o son indiferentes.
«Ahora es tiempo favorable, ahora es día de salvación» (2 Cor 6,2). Las palabras del apóstol Pablo a los cristianos de Corinto resuenan también para nosotros con una urgencia que no admite abandonos o apatías. El término «ahora», que se repite varias veces, nos indica que no se puede desperdiciar este momento, que se nos ofrece como una ocasión única e irrepetible. Y la mirada del Apóstol se centra sobre la forma en que Cristo ha querido caracterizar su existencia como un compartir, asumiendo todo lo humano hasta el punto de cargar con el pecado de los hombres. La frase de san Pablo es muy fuerte: «Dios lo hizo expiación por nuestro pecado». Jesús, el inocente, el Santo, «que no había pecado» (2 Cor 5,21), cargó con el peso del pecado compartiendo con la humanidad la consecuencia de la muerte y de una muerte de cruz. La reconciliación que se nos ofrece ha tenido un altísimo precio, el de la cruz levantada en el Gólgota, donde fue colgado el Hijo de Dios hecho hombre. En este descenso de Dios en el sufrimiento humano y en el abismo del mal está la raíz de nuestra justificación. El «retornar a Dios con todo el corazón» de nuestro camino cuaresmal pasa a través de la cruz, del seguir a Cristo por el camino que conduce al Calvario, al don total de sí. Es un camino por el que cada día aprendemos a salir cada vez más de nuestro egoísmo y de nuestra cerrazón, para acoger a Dios que abre y transforma el corazón. Y san Pablo nos recuerda que el anuncio de la Cruz resuena gracias a la predicación de la Palabra, de la que el mismo Apóstol es embajador; un llamamiento a que este camino cuaresmal se caracterice por una escucha más atenta y asidua de la Palabra de Dios, luz que ilumina nuestros pasos.
En el texto del Evangelio de Mateo, que pertenece al denominado Sermón de la Montaña, Jesús se refiere a tres prácticas fundamentales previstas por la ley mosaica: la limosna, la oración y el ayuno; son también indicaciones tradicionales en el camino cuaresmal para responder a la invitación de «retornar a Dios con todo el corazón». Pero lo que Jesús subraya es que lo que caracteriza la autenticidad de todo gesto religioso es la calidad y la verdad de la relación con Dios. Por esto denuncia la hipocresía religiosa, el comportamiento que quiere aparentar, las actitudes que buscan el aplauso y la aprobación. El verdadero discípulo no sirve a sí mismo o al “público”, sino a su Señor, en la sencillez y en la generosidad: «Y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará» (Mt 6, 4.6.18). Nuestro testimonio, entonces, será más eficaz cuanto menos busquemos nuestra propia gloria y seamos conscientes de que la recompensa del justo es Dios mismo, el estar unidos a él, aquí abajo, en el camino de la fe, y al final de la vida, en la paz y en la luz del encuentro cara a cara con él para siempre (cf. 1 Cor 13,12).
Queridos hermanos y hermanas, iniciamos confiados y alegres el itinerario cuaresmal. Escuchemos con atención la invitación a la conversión, a «retornar a Dios con todo el corazón», acogiendo su gracia que nos hace hombres nuevos, con aquella sorprendente novedad que es participación en la vida misma de Jesús. Que ninguno de nosotros sea sordo a esta llamada, que nos viene también del austero rito, tan simple y al mismo tiempo tan sugerente, de la imposición de la ceniza, que dentro de poco realizaremos. Que nos acompañe en este tiempo la Virgen María, Madre de la Iglesia y modelo de todo auténtico discípulo del Señor. Amén.


Saludo al Santo Padre del cardenal Tarcisio Bertone, Secretario de Estado, al término de la celebración

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SANTA MISA CON LOS MIEMBROS DE LOS INSTITUTOS DE VITA CONSAGRADA
Y DE LAS SOCIEDADES DE VIDA APOSTÓLICA
EN LA FIESTA DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR
CON OCASIÓN DE LA XVII JORNADA DE LA VIDA CONSAGRADA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Sábado 2 de Febrero de 2013


Queridos hermanos y hermanas:
 
En su relato de la infancia de Jesús, san Lucas subraya cuán fieles eran María y José a la ley del Señor. Con profunda devoción llevan a cabo todo lo que se prescribe después del parto de un primogénito varón. Se trata de dos prescripciones muy antiguas: una se refiere a la madre y la otra al niño neonato. Para la mujer se prescribe que se abstenga durante cuarenta días de las prácticas rituales, y que después ofrezca un doble sacrificio: un cordero en holocausto y una tórtola o un pichón por el pecado; pero si la mujer es pobre, puede ofrecer dos tórtolas o dos pichones (cf. Lev 12, 1-8). San Lucas precisa que María y José ofrecieron el sacrificio de los pobres (cf. 2, 24), para evidenciar que Jesús nació en una familia de gente sencilla, humilde pero muy creyente: una familia perteneciente a esos pobres de Israel que forman el verdadero pueblo de Dios. Para el primogénito varón, que según la ley de Moisés es propiedad de Dios, se prescribía en cambio el rescate, establecido en la oferta de cinco siclos, que había que pagar a un sacerdote en cualquier lugar. Ello en memoria perenne del hecho de que, en tiempos del Éxodo, Dios rescató a los primogénitos de los hebreos (cf. Ex 13, 11-16).
Es importante observar que para estos dos actos —la purificación de la madre y el rescate del hijo— no era necesario ir al Templo. Sin embargo María y José quieren hacer todo en Jerusalén, y san Lucas muestra cómo toda la escena converge en el Templo, y por lo tanto se focaliza en Jesús, que allí entra. Y he aquí que, justamente a través de las prescripciones de la ley, el acontecimiento principal se vuelve otro: o sea, la «presentación» de Jesús en el Templo de Dios, que significa el acto de ofrecer al Hijo del Altísimo al Padre que le ha enviado (cf. Lc 1, 32.35).
Esta narración del evangelista tiene su correspondencia en la palabra del profeta Malaquías que hemos escuchado al inicio de la primera lectura: «Voy a enviar a mi mensajero para que prepare el camino ante mí. Enseguida llegará a su santuario el Señor a quien vosotros andáis buscando; y el mensajero de la alianza en quien os regocijáis, mirad que está llegando, dice el Señor del universo... Refinará a los levitas... para que puedan ofrecer al Señor ofrenda y oblación justas» (3, 1.3). Claramente aquí no se habla de un niño, y sin embargo esta palabra halla cumplimiento en Jesús, porque «enseguida», gracias a la fe de sus padres, fue llevado al Templo; y en el acto de su «presentación», o de su «ofrenda» personal a Dios Padre, se trasluce claramente el tema del sacrificio y del sacerdocio, como en el pasaje del profeta. El niño Jesús, que enseguida presentan en el Templo, es el mismo que, ya adulto, purificará el Templo (cf. Jn 2, 13-22; Mc 11, 15-19 y paralelos) y sobre todo hará de sí mismo el sacrificio y el sumo sacerdote de la nueva Alianza.
Esta es también la perspectiva de la Carta a los Hebreos, de la que se ha proclamado un pasaje en la segunda lectura, de forma que se refuerza el tema del nuevo sacerdocio: un sacerdocio —el que inaugura Jesús— que es existencial: «Pues, por el hecho de haber padecido sufriendo la tentación, puede auxiliar a los que son tentados» (Hb 2, 18). Y así encontramos también el tema del sufrimiento, muy remarcado en el pasaje evangélico, cuando Simeón pronuncia su profecía acerca del Niño y su Madre: «Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción —y a ti misma [María] una espada te traspasará el alma» (Lc 2, 34-35). La «salvación» que Jesús lleva a su pueblo y que encarna en sí mismo pasa por la cruz, a través de la muerte violenta que Él vencerá y transformará con la oblación de la vida por amor. Esta oblación ya está preanunciada en el gesto de la presentación en el Templo, un gesto ciertamente motivado por las tradiciones de la antigua Alianza, pero íntimamente animado por la plenitud de la fe y del amor que corresponde a la plenitud de los tiempos, a la presencia de Dios y de su Santo Espíritu en Jesús. El Espíritu, en efecto, aletea en toda la escena de la presentación de Jesús en el Templo, en particular en la figura de Simeón, pero también de Ana. Es el Espíritu «Paráclito», que lleva el «consuelo» de Israel y mueve los pasos y el corazón de quienes lo esperan. Es el Espíritu que sugiere las palabras proféticas de Simeón y Ana, palabras de bendición, de alabanza a Dios, de fe en su Consagrado, de agradecimiento porque por fin nuestros ojos pueden ver y nuestros brazos estrechar «su salvación» (cf. 2, 30).
«Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2, 32): así Simeón define al Mesías del Señor, al final de su canto de bendición. El tema de la luz, que resuena en el primer y segundo canto del Siervo del Señor, en el Deutero-Isaías (cf. Is 42, 6; 49, 6), está fuertemente presente en esta liturgia. Que de hecho se ha abierto con una sugestiva procesión en la que han participado los superiores y las superioras generales de los institutos de vida consagrada aquí representados, llevando cirios encendidos. Este signo, específico de la tradición litúrgica de esta fiesta, es muy expresivo. Manifiesta la belleza y el valor de la vida consagrada como reflejo de la luz de Cristo; un signo que recuerda la entrada de María en el Templo: la Virgen María, la Consagrada por excelencia, llevaba en brazos a la Luz misma, al Verbo encarnado, que vino para expulsar las tinieblas del mundo con el amor de Dios.
Queridos hermanos y hermanas consagrados: todos vosotros habéis estado representados en esa peregrinación simbólica, que en el Año de la fe expresa más todavía vuestra concurrencia en la Iglesia, para ser confirmados en la fe y renovar el ofrecimiento de vosotros mismos a Dios. A cada uno, y a vuestros institutos, dirijo con afecto mi más cordial saludo y os agradezco vuestra presencia. En la luz de Cristo, con los múltiples carismas de vida contemplativa y apostólica, vosotros cooperáis a la vida y a la misión de la Iglesia en el mundo. En este espíritu de reconocimiento y de comunión, desearía haceros tres invitaciones, a fin de que podáis entrar plenamente por la «puerta de la fe» que está siempre abierta para nosotros (cf. Carta ap. Porta fidei, 1).
Os invito en primer lugar a alimentar una fe capaz de iluminar vuestra vocación. Os exhorto por esto a hacer memoria, como en una peregrinación interior, del «primer amor» con el que el Señor Jesucristo caldeó vuestro corazón, no por nostalgia, sino para alimentar esa llama. Y para esto es necesario estar con Él, en el silencio de la adoración; y así volver a despertar la voluntad y la alegría de compartir la vida, las elecciones, la obediencia de fe, la bienaventuranza de los pobres, la radicalidad del amor. A partir siempre de nuevo de este encuentro de amor, dejáis cada cosa para estar con Él y poneros como Él al servicio de Dios y de los hermanos (cf. Exhort. ap. Vita consecrata, 1).
En segundo lugar os invito a una fe que sepa reconocer la sabiduría de la debilidad. En las alegrías y en las aflicciones del tiempo presente, cuando la dureza y el peso de la cruz se hacen notar, no dudéis de que la kenosi de Cristo es ya victoria pascual. Precisamente en la limitación y en la debilidad humana estamos llamados a vivir la conformación a Cristo, en una tensión totalizadora que anticipa, en la medida posible en el tiempo, la perfección escatológica (ib., 16). En las sociedades de la eficiencia y del éxito, vuestra vida, caracterizada por la «minoridad» y la debilidad de los pequeños, por la empatía con quienes carecen de voz, se convierte en un evangélico signo de contradicción.
Finalmente os invito a renovar la fe que os hace ser peregrinos hacia el futuro. Por su naturaleza, la vida consagrada es peregrinación del espíritu, en busca de un Rostro, que a veces se manifiesta y a veces se vela: «Faciem tuam, Domine, requiram» (Sal 26, 8). Que éste sea el anhelo constante de vuestro corazón, el criterio fundamental que orienta vuestro camino, tanto en los pequeños pasos cotidianos como en las decisiones más importantes. No os unáis a los profetas de desventuras que proclaman el final o el sinsentido de la vida consagrada en la Iglesia de nuestros días; más bien revestíos de Jesucristo y portad las armas de la luz —como exhorta san Pablo (cf. Rm 13, 11-14)—, permaneciendo despiertos y vigilantes. San Cromacio de Aquileya escribía: «Que el Señor aleje de nosotros tal peligro para que jamás nos dejemos apesadumbrar por el sueño de la infidelidad; que nos conceda su gracia y su misericordia para que podamos velar siempre en la fidelidad a Él. En efecto, nuestra fidelidad puede velar en Cristo» (Sermón 32, 4).
Queridos hermanos y hermanas: la alegría de la vida consagrada pasa necesariamente por la participación en la Cruz de Cristo. Así fue para María Santísima. El suyo es el sufrimiento del corazón que se hace todo uno con el Corazón del Hijo de Dios, traspasado por amor. De aquella herida brota la luz de Dios, y también de los sufrimientos, de los sacrificios, del don de sí mismos que los consagrados viven por amor a Dios y a los demás se irradia la misma luz, que evangeliza a las gentes. En esta fiesta os deseo de modo particular a vosotros, consagrados, que vuestra vida tenga siempre el sabor de la parresia evangélica, para que en vosotros la Buena Nueva se viva, testimonie, anuncie y resplandezca como Palabra de verdad (cf. Carta ap. Porta fidei, 6). Amén.

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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA 36 SESIÓN
DEL CONSEJO DE LOS GOBERNADORES
DEL FONDO INTERNACIONAL PARA EL DESARROLLO
DE LA AGRICULTURA (IFAD)

 
Al señor
Kanayo F. Nwanze
Presidente del Fondo internacional para el desarrollo de la agricultura (IFAD)




Me alegra dirigirle un cordial saludo a usted, señor presidente, a las autoridades, a los representantes de los Estados miembros y a los participantes en la 36a sesión del Consejo de los Gobernadores. Dicha reunión se abre el mismo día en que comienza la Cuaresma, período durante el cual la Iglesia católica —según la enseñanza de Cristo: «todo lo que habéis hecho a uno de estos pequeños, es a mí que lo habéis hecho» (Mt 25, 40)— renueva, entre otras cosas, la invitación a compartir los bienes con las personas más indigentes. En esta perspectiva, vuestra Organización siempre puede contar con el apoyo y el aliento de la Santa Sede.
1. La acción del Fondo testimonia que la cooperación, aunque ligada a diversos contextos sociales y ambientales, así como al respeto de las leyes propias de la técnica y de la economía, es más eficaz si está dirigida por los principios éticos fundantes de la convivencia humana. Se trata de los valores esenciales que por su carácter universal pueden animar todas las actividades políticas, económicas e institucionales, incluidas las formas de colaboración multilateral. Al respecto, me refiero en primer lugar a la metodología seguida por el IFAD, que antepone el desarrollo continuo a la mera asistencia, sostiene la dimensión del grupo en vez de la exclusivamente individual, hasta prever formas de donación y préstamos sin intereses, eligiendo a menudo, como primeros beneficiarios, a «los más pobres entre los pobres». Tal acción muestra que una lógica inspirada por el principio de gratuidad y por la cultura del don puede «tener espacio en la actividad económica ordinaria» (Enc. Caritas in veritate, 36). El enfoque seguido por el Fondo, en efecto, une la eliminación de la pobreza no sólo a la lucha contra el hambre y a la garantía de la seguridad alimentaria, sino también a la creación de oportunidades de trabajo y de estructuras institucionales y decisorias. Es archisabido que, cuando estos factores son carentes, se restringe la participación de los trabajadores rurales en las opciones que les competen y, en consecuencia, se acentúa en ellos la convicción de estar limitados en las propias capacidades y en la propia dignidad.
En este ámbito se pueden apreciar dos específicas orientaciones puestas en práctica por la Organización. La primera es la constante atención dirigida a África, donde, sosteniendo proyectos de «crédito rural», el IFAD mira a dotar de medios financieros, exiguos pero esenciales, a los pequeños agricultores, y a convertirlos en protagonistas también en la fase de decisión y gestión. La segunda orientación es el apoyo a las comunidades indígenas, que tienen un cuidado particular en favor de la conservación de las biodiversidades, reconocidas como bienes valiosos puestos por el Creador a disposición de toda la familia humana. La salvaguardia de la identidad.
Esta particular búsqueda de solidaridad y participación se encuentra también en el tipo de financiamiento que el IFAD garantiza en relación con las necesidades efectivas de los países beneficiarios y en el interés de su economía agrícola, evitando condicionamientos y gravámenes no sostenibles. Este enfoque reconoce el sector agrícola como un componente primario del crecimiento económico y del progreso social, y restituye a la agricultura y a la gente del campo el lugar que les compete. A tal propósito, parece importante que la elección de constituir colaboraciones con las formas de organización de la sociedad civil haga surgir la idea de subsidiariedad, muy útil para individuar las necesidades de las poblaciones y los métodos adecuados para satisfacerlas.
2. La Iglesia católica, en su enseñanza y en sus obras, siempre ha sostenido la centralidad del trabajador de la tierra, deseando concreción en la acción política y económica que le corresponde. Es una posición de la que me complace señalar la sintonía con cuanto ha llevado a cabo el Fondo para cualificar a los agricultores, como individuos o pequeños grupos, convirtiéndoles así en protagonistas del desarrollo de sus comunidades y países. La atención a la persona, en la dimensión individual y social, será más eficaz si se realiza a través de formas de asociación, cooperativas y pequeñas empresas familiares que estén en condiciones de producir un rédito suficiente para un estilo de vida digno.
En este orden de ideas el pensamiento se dirige al próximo Año internacional que las Naciones Unidas han decidido dedicar a la familia rural, con motivo de una arraigada y sana concepción del desarrollo agrícola y de la lucha contra la pobreza, centrados en esta célula fundamental de la sociedad (cf. A/RES/66/222). El IFAD, por experiencia, sabe bien que el corazón del orden social es la familia, cuya vida está regulada, antes que por las leyes de un Estado, o por normas internacionales, por principios morales incluidos en el patrimonio natural de los valores que son inmediatamente reconocibles también en el mundo rural. Tales principios inspiran la conducta de los individuos, la relación entre los esposos y entre generaciones, el sentido de comunión. Desconocer o descuidar esta realidad equivale a minar los fundamentos no sólo de la familia sino también de toda la comunidad rural, con consecuencias cuya gravedad no es difícil de prever.
En el contexto actual, es indispensable ofrecer a los agricultores sólida formación, constante actualización y asistencia técnica en su actividad, así como apoyo a iniciativas asociativas y cooperativistas capaces de proponer modelos de producción eficaces. Ya el Concilio Vaticano II, hace cincuenta años, indicaba cómo «no pocos pueblos podrían mejorar mucho sus condiciones de vida si pasaran, dotados de la debida instrucción, de métodos agrícolas arcaicos al empleo de nuevas técnicas, aplicándolas con la debida prudencia a sus condiciones particulares una vez que se haya establecido un mejor orden social y se haya distribuido más equitativamente la propiedad de las tierras» (Const. Gaudium et spes, 87). No tendríamos así sólo un aumento de la producción —cuyos beneficios corren el riesgo de no ser percibidos por los más pobres, como a menudo sucede hoy—, sino también un eficaz impulso hacia legítimas reformas agrarias para garantizar el cultivo de los terrenos, cuando estos no están adecuadamente utilizados por quienes son sus propietarios y, a veces, impiden el acceso del campesino a la tierra. Además, también la asistencia internacional podría responder más útilmente a las necesidades de los beneficiarios efectivos, de manera que ofrezca ventajas ciertas a cuantos viven en el mundo rural.
En este momento siguen siendo muy modestos los recursos de los que, en cambio, tiene evidente necesidad la cooperación internacional, y los países más avanzados motivan la disminución de su aportación en razón de una reducida disponibilidad. Pero, bien considerado, interrumpir el esfuerzo de solidaridad a causa de la crisis puede esconder cierta cerrazón hacia las necesidades de los demás.
3. La Santa Sede ha contemplado desde el comienzo y sigue contemplando con estima al IFAD, como institución intergubernamental capaz de conjugar los principios de un justo orden internacional con una solidaridad eficaz. Sólo el amor, y no ciertamente el espíritu de antagonismo, puede definir cada vez mejor los métodos por adoptar para el apoyo efectivo de los pobres, despertando en todos un verdadero sentido de fraternidad y de generosidad operativa. Se trata de reconocer la igual dignidad conferida por Dios Creador a cada ser humano.
Por esto expreso el deseo de que el IFAD siga trabajando cada vez más diligentemente por el desarrollo rural y mejore la actuación de las mencionadas expresiones de solidaridad. De este modo podrá demostrar no sólo conocimiento técnico y capacidad profesional, sino también el compromiso de contribuir a dar al mundo una dimensión más humana, la única que consiente mirar al futuro con confianza y esperanza renovadas (cf. Enc. Spe salvi, 35).
Sobre todos vosotros, que de diversas maneras compartís las responsabilidades de orientación y de gestión del Fondo internacional para el desarrollo de la agricultura, invoco del Omnipotente los dones de sabiduría, para que prosigáis por el camino de la solidaridad que habéis emprendido, y de la valentía, para que lo recorráis hasta dejar a vuestras espaldas pobreza y hambre, avanzando siempre hacia nuevos horizontes de justicia y de paz.



aticano, 13 de febrero de 2013


BENEDICTO PP. XVI

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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS FIELES DE BRASIL
CON OCASIÓN DE LA CAMPAÑA DE FRATERNIDAD

 
Queridos hermanos y hermanas:



Ante nosotros se abre el camino de la Cuaresma, impregnado de oración, penitencia y caridad, que nos prepara para vivir y participar más profundamente en la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. En Brasil esta preparación ha encontrado un valioso apoyo y un estímulo en la Campaña de Fraternidad, que este año llega a su quincuagésima edición y ya se reviste de los tonos espirituales de la XXVII Jornada mundial de la juventud, que se celebrará en Río de Janeiro el próximo julio: de ahí su lema «Fraternidad y juventud», propuesto por la Conferencia episcopal nacional, con la esperanza de ver multiplicada en los jóvenes de hoy la misma respuesta que dio a Dios el profeta Isaías: «Aquí estoy, mándame» (6, 8).
De buen grado me asocio a esta iniciativa cuaresmal de la Iglesia en Brasil, enviando a todos y cada uno mi cordial saludo en el Señor, al que confío los esfuerzos de cuantos se comprometen en ayudar a los jóvenes a convertirse —como les pedí en São Paulo— en «protagonistas de una sociedad más justa y fraterna» inspirada en el Evangelio (Discurso a los jóvenes brasileños, 10 de mayo de 2007: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 18 de mayo de 2007, p. 7). De hecho, los «signos de los tiempos», en la sociedad y en la Iglesia, también surgen a través de los jóvenes; subestimar estos signos o no saber discernirlos significa perder ocasiones de renovación. Si son el presente, serán también el futuro. Queremos que los jóvenes sean protagonistas integrados en la comunidad que les acoge, demostrando la confianza que la Iglesia deposita en cada uno de ellos. Esto requiere guías —sacerdotes, consagrados o laicos— que permanezcan jóvenes por dentro, aunque ya no lo sean por la edad, capaces de abrir caminos sin imponer orientaciones, de empatía solidaria, de dar testimonio de la salvación, que la fe y el seguimiento de Jesucristo alimentan cada día.
Invito por tanto a los jóvenes brasileños a buscar cada vez más en el Evangelio de Jesús el sentido de la vida, la certeza de que a través de la amistad con Cristo experimentamos lo que es bello y nos redime: «Al tocar esto tus labios, ha desaparecido tu culpa, está perdonado tu pecado» (Is 6, 7). De este encuentro que transforma, y que deseo a cada joven brasileño, nace la plena disponibilidad de quien se deja invadir por un Dios que salva: «“Aquí estoy, mándame a mis coetáneos”, para ayudarles a descubrir la fuerza y la belleza de la fe en medio de los desiertos (espirituales) del mundo contemporáneo, en los que (se debe) llevar solamente lo que es esencial: (…) el Evangelio y la fe de la Iglesia, de los que los documentos del Concilio ecuménico Vaticano II son una luminosa expresión, como lo es también el Catecismo de la Iglesia católica» (cf. Homilía en la santa misa para la apertura del Año de la fe, 11 de octubre de 2012).
Que el Señor conceda a todos la alegría de creer en Él, de crecer en su amistad, de seguirle por el camino de la vida y de testimoniarle en cada situación, para transmitir a la generación siguiente la inmensa riqueza y la belleza de la fe en Jesucristo. Deseando una Cuaresma fecunda en la vida de cada brasileño, especialmente de las nuevas generaciones, bajo la protección materna de Nossa Senhora Aparecida, imparto a todos una especial bendición apostólica.



Vaticano, 8 de Febrero de 2013


BENEDICTO PP. XVI


 

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