viernes, 4 de noviembre de 2011

BENEDICTO XVI: Ángelus (Oct.30), Audiencia (Nov.2), Discurso (Oct.31), Misa (Nov.3)

ÁNGELUS DEL PAPA BENEDICTO XVI

Plaza de San Pedro
Domingo 30 de Octubre de 2011

Queridos hermanos y hermanas:
En la liturgia de este domingo, el apóstol San Pablo nos invita a considerar el Evangelio «no como palabra humana, sino, cual es en verdad, como Palabra de Dios» (1 Ts 2, 13). De este modo podemos acoger con fe las advertencias que Jesús dirige a nuestra conciencia, para asumir un comportamiento acorde con ellas. En el pasaje de hoy, amonesta a los escribas y fariseos, que en la comunidad desempeñaban el papel de maestros, porque su conducta estaba abiertamente en contraste con la enseñanza que proponían a los demás con rigor. Jesús subraya que ellos «dicen, pero no hacen» (Mt 23, 3); más aún, «lían fardos pesados y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar» (Mt 23, 4). Es necesario acoger la buena doctrina, pero se corre el riesgo de desmentirla con una conducta incoherente. Por esto Jesús dice: «Haced y cumplid todo lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen» (Mt 23, 3). La actitud de Jesús es exactamente la opuesta: él es el primero en practicar el mandamiento del amor, que enseña a todos, y puede decir que es un peso ligero y suave precisamente porque nos ayuda a llevarlo juntamente con él (cf. Mt 11, 29-30).
Pensando en los maestros que oprimen la libertad de los demás en nombre de su propia autoridad, san Buenaventura indica quién es el auténtico Maestro, afirmando: «Nadie puede enseñar, ni obrar, ni alcanzar las verdades conocibles sin que esté presente el Hijo de Dios» (Sermo I de Tempore, Dom. XXII post Pentecosten, Opera omnia, IX, Quaracchi, 1901, p. 442). «Jesús se sienta en la “cátedra” como el Moisés más grande, que extiende la Alianza a todos los pueblos» (Jesús de Nazaret, Madrid 2007, p. 93). ¡Él es nuestro verdadero y único Maestro! Por ello, estamos llamados a seguir al Hijo de Dios, al Verbo encarnado, que manifiesta la verdad de su enseñanza a través de la fidelidad a la voluntad del Padre, a través del don de sí mismo. Escribe el beato Antonio Rosmini: «El primer maestro forma a todos los demás maestros, del mismo modo que forma a los discípulos, porque [tanto unos como otros] existen sólo en virtud de ese tácito pero poderosísimo magisterio» (Idea della Sapienza, 82, en: Introduzione alla filosofia, vol. II, Roma 1934, p. 143). Jesús condena enérgicamente también la vanagloria y asegura que obrar «para que los vea la gente» (Mt 23, 5) pone a merced de la aprobación humana, amenazando los valores que fundan la autenticidad de la persona.
Queridos amigos, el Señor Jesús se presentó al mundo como siervo, se despojó totalmente de sí mismo y se rebajó hasta dar en la cruz la más elocuente lección de humildad y de amor. De su ejemplo brota la propuesta de vida: «El primero entre vosotros será vuestro servidor» (Mt 23, 11). Invoquemos la intercesión de María santísima y pidamos, de modo especial, por aquellos que en la comunidad cristiana están llamados al ministerio de la doctrina, para que testimonien siempre con obras las verdades que transmiten con la palabra.
 

Después del Ángelus

Quiero expresar mi cercanía a las poblaciones de Tailandia afectadas por graves inundaciones, así como, en Italia, a las de Liguria y Toscana, recientemente damnificadas por las consecuencias de fuertes lluvias. Aseguro mi oración por ellas.
 
Saludo en Español:

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a los fieles de la parroquia de Santa María Magdalena, de La Nou de Gaià. En el Evangelio de este domingo, el Señor nos exhorta a comportarnos siempre con rectitud de espíritu, entregándonos de corazón al servicio de nuestros hermanos como verdaderos hijos de Dios. Pidamos a la Virgen María, nuestra Madre celestial, que interceda por nosotros para que, cada vez más unidos interiormente a Cristo, sepamos dar un testimonio eficaz de su amor. ¡Feliz domingo!.

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AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA BENEDICTO XVI
Sala Pablo VI
Miércoles 2 de noviembre de 2011

Conmemoración de todos los fieles difuntos

Queridos hermanos y hermanas:
Después de celebrar la solemnidad de Todos los Santos, la Iglesia nos invita hoy a conmemorar a todos los fieles difuntos, a dirigir nuestra mirada a los numerosos rostros que nos han precedido y que han finalizado el camino terreno. En la audiencia de hoy, por eso, quiero proponeros algunos sencillos pensamientos sobre la realidad de la muerte, que para nosotros, los cristianos, está iluminada por la Resurrección de Cristo, y para renovar nuestra fe en la vida eterna.
Como ya dije ayer en el Ángelus, en estos días se visita el cementerio para rezar por los seres queridos que nos han dejado; es como ir a visitarlos para expresarles, una vez más, nuestro afecto, para sentirlos todavía cercanos, recordando también, de este modo, un artículo del Credo: en la comunión de los santos hay un estrecho vínculo entre nosotros, que aún caminamos en esta tierra, y los numerosos hermanos y hermanas que ya han alcanzado la eternidad.
El hombre desde siempre se ha preocupado de sus muertos y ha tratado de darles una especie de segunda vida a través de la atención, el cuidado y el afecto. En cierto sentido, se quiere conservar su experiencia de vida; y, de modo paradójico, precisamente desde las tumbas, ante las cuales se agolpan los recuerdos, descubrimos cómo vivieron, qué amaron, qué temieron, qué esperaron y qué detestaron. Las tumbas son casi un espejo de su mundo.
¿Por qué es así? Porque, aunque la muerte sea con frecuencia un tema casi prohibido en nuestra sociedad, y continuamente se intenta quitar de nuestra mente el solo pensamiento de la muerte, esta nos concierne a cada uno de nosotros, concierne al hombre de toda época y de todo lugar. Ante este misterio todos, incluso inconscientemente, buscamos algo que nos invite a esperar, un signo que nos proporcione consolación, que abra algún horizonte, que ofrezca también un futuro. El camino de la muerte, en realidad, es una senda de esperanza; y recorrer nuestros cementerios, así como leer las inscripciones sobre las tumbas, es realizar un camino marcado por la esperanza de eternidad.
Pero nos preguntamos: ¿Por qué experimentamos temor ante la muerte? ¿Por qué una gran parte de la humanidad nunca se ha resignado a creer que más allá de la muerte no existe simplemente la nada? Diría que las respuestas son múltiples: tenemos miedo ante la muerte porque tenemos miedo a la nada, a este partir hacia algo que no conocemos, que ignoramos. Y entonces hay en nosotros un sentido de rechazo pues no podemos aceptar que todo lo bello y grande realizado durante toda una vida se borre improvisamente, que caiga en el abismo de la nada. Sobre todo sentimos que el amor requiere y pide eternidad, y no se puede aceptar que la muerte lo destruya en un momento.
También sentimos temor ante la muerte porque, cuando nos encontramos hacia el final de la existencia, existe la percepción de que hay un juicio sobre nuestras acciones, sobre cómo hemos gestionado nuestra vida, especialmente sobre aquellos puntos de sombra que, con habilidad, frecuentemente sabemos remover o tratamos de remover de nuestra conciencia. Diría que precisamente la cuestión del juicio, a menudo, está implicada en el interés del hombre de todos los tiempos por los difuntos, en la atención hacia las personas que han sido importantes para él y que ya no están a su lado en el camino de la vida terrena. En cierto sentido, los gestos de afecto, de amor, que rodean al difunto, son un modo de protegerlo basados en la convicción de que esos gestos no quedan sin efecto sobre el juicio. Esto lo podemos percibir en la mayor parte de las culturas que caracterizan la historia del hombre.
Hoy el mundo se ha vuelto, al menos aparentemente, mucho más racional; o mejor, se ha difundido la tendencia a pensar que toda realidad se deba afrontar con los criterios de la ciencia experimental, y que incluso a la gran cuestión de la muerte se deba responder no tanto con la fe, cuanto partiendo de conocimientos experimentales, empíricos. Sin embargo, no se llega a dar cuenta suficientemente de que precisamente de este modo se acaba por caer en formas de espiritismo, intentando tener algún contacto con el mundo más allá de la muerte, casi imaginando que exista una realidad que, al final, sería una copia de la presente.
Queridos amigos, la solemnidad de Todos los Santos y la Conmemoración de todos los fieles difuntos nos dicen que solamente quien puede reconocer una gran esperanza en la muerte, puede también vivir una vida a partir de la esperanza. Si reducimos al hombre exclusivamente a su dimensión horizontal, a lo que se puede percibir empíricamente, la vida misma pierde su sentido profundo. El hombre necesita eternidad, y para él cualquier otra esperanza es demasiado breve, es demasiado limitada. El hombre se explica sólo si existe un Amor que supera todo aislamiento, incluso el de la muerte, en una totalidad que trascienda también el espacio y el tiempo. El hombre se explica, encuentra su sentido más profundo, solamente si existe Dios. Y nosotros sabemos que Dios salió de su lejanía y se hizo cercano, entró en nuestra vida y nos dice: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí no morirá para siempre» (Jn 11, 25-26).
Pensemos un momento en la escena del Calvario y volvamos a escuchar las palabras que Jesús, desde lo alto de la cruz, dirige al malhechor crucificado a su derecha: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 43). Pensemos en los dos discípulos que van hacia Emaús, cuando, después de recorrer un tramo de camino con Jesús resucitado, lo reconocen y parten sin demora hacia Jerusalén para anunciar la Resurrección del Señor (cf. Lc 24, 13-35). Con renovada claridad vuelven a la mente las palabras del Maestro: «No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar» (Jn 14, 1-2). Dios se manifestó verdaderamente, se hizo accesible, amó tanto al mundo «que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16), y en el supremo acto de amor de la cruz, sumergiéndose en el abismo de la muerte, la venció, resucitó y nos abrió también a nosotros las puertas de la eternidad. Cristo nos sostiene a través de la noche de la muerte que él mismo cruzó; él es el Buen Pastor, a cuya guía nos podemos confiar sin ningún miedo, porque él conoce bien el camino, incluso a través de la oscuridad.
Cada domingo reafirmamos esta verdad al recitar el Credo. Y al ir a los cementerios y rezar con afecto y amor por nuestros difuntos, se nos invita, una vez más, a renovar con valentía y con fuerza nuestra fe en la vida eterna, más aún, a vivir con esta gran esperanza y testimoniarla al mundo: tras el presente no se encuentra la nada. Y precisamente la fe en la vida eterna da al cristiano la valentía de amar aún más intensamente nuestra tierra y de trabajar por construirle un futuro, por darle una esperanza verdadera y firme. Gracias.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, México, República Dominicana, Colombia, Argentina y otros países latinoamericanos. Invito a todos a que al recitar el Credo proclaméis al mundo la fe en la vida eterna, pues si el Buen Pastor nos guía en la noche de la muerte, seremos capaces de trabajar con denuedo en este mundo, con la esperanza del futuro que nos promete. Muchas gracias.

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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL SR. ALMIR FRANCO DE SÁ BARBUDA,
NUEVO EMBAJADOR DE BRASIL ANTE LA SANTA SEDE

Lunes 31 de Octubre de 2011 
 
Señor embajador:
Al recibir las cartas que lo acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario de la República federativa de Brasil ante la Santa Sede, le expreso mis respetuosos votos de bienvenida y le agradezco las significativas palabras que me ha dirigido, manifestando en ellas los sentimientos que alberga en su alma al iniciar esta nueva misión. He visto con gran satisfacción los saludos que me ha transmitido de parte de su excelencia la señora presidenta de la República, Dilma Rousseff, y le pido, señor embajador, que tenga la amabilidad de hacerle llegar mi gratitud por ellos y que le asegure mis mejores deseos de éxito en el desempeño de su alta misión, así como mis oraciones por la prosperidad y el bienestar de todos los brasileños, cuyo cariño, experimentado en mi visita pastoral de 2007 permanece indeleble en mis recuerdos. Constato con vivo aprecio y profunda gratitud la disponibilidad manifestada por las diversas esferas gubernativas de la nación, así como de su representación diplomática ante la Santa Sede, para apoyar la XXVIII Jornada mundial de la juventud, que se celebrará, Dios mediante, en 2013 en Río de Janeiro.
Como usted, señor embajador, ha recordado, Brasil, poco después de obtener su independencia como nación, estableció relaciones diplomáticas con la Santa Sede. Eso no fue más que el culmen de la fecunda historia común de Brasil con la Iglesia católica, que comenzó con aquella primera misa celebrada el 26 de abril de 1500 y que ha dejado testimonios en numerosas ciudades bautizadas con el nombre de santos de la tradición cristiana y en innumerables monumentos religiosos, algunos de ellos elevados a símbolo de identificación mundial del país, como la estatua del Cristo Redentor con sus brazos abiertos, en un gesto de bendición a toda la nación. Sin embargo, más allá de los edificios materiales, la Iglesia ha contribuido a forjar el espíritu brasileño caracterizado por la generosidad, la laboriosidad, el aprecio por los valores familiares y la defensa de la vida humana en todas sus fases.
Un capítulo importante en esta fecunda historia común se escribió con el Acuerdo firmado entre la Santa Sede y el Gobierno brasileño en 2008. Ese Acuerdo, lejos de ser una fuente de privilegios para la Iglesia o suponer una afrenta a la laicidad del Estado, quiere sólo dar un carácter oficial y jurídicamente reconocido a la independencia y a la colaboración entre estas dos realidades. Inspirándose en las palabras de su divino Fundador, que ordenó dar «al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22, 21), la Iglesia expresó así su posición en el concilio Vaticano II: «La comunidad política y la Iglesia son entre sí independientes y autónomas en su propio campo. Sin embargo, ambas, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social de los mismos hombres» (Gaudium et spes, 76). La Iglesia espera que el Estado, a su vez, reconozca que una sana laicidad no debe considerar la religión como un simple sentimiento individual que se puede relegar al ámbito privado, sino como una realidad que, al estar también organizada en estructuras visibles, necesita que se reconozca su presencia comunitaria pública.
Por eso, corresponde al Estado garantizar la posibilidad del libre ejercicio de culto de cada confesión religiosa, así como sus actividades culturales, educativas y caritativas, siempre que ello no esté en contraste con el orden moral y público. Ahora bien, la contribución de la Iglesia no se limita a iniciativas asistenciales, humanitarias y educativas concretas, sino que incluye, sobre todo, el crecimiento ético de la sociedad, impulsado por las múltiples manifestaciones de apertura a lo trascendente y por medio de la formación de conciencias sensibles al cumplimiento de los deberes de solidaridad. Por lo tanto, el Acuerdo firmado entre Brasil y la Santa Sede es la garantía que permite a la comunidad eclesial desarrollar todas sus potencialidades en beneficio de cada persona humana y de toda la sociedad brasileña.
Entre estos campos de colaboración recíproca, me complace subrayar aquí, señor embajador, el de la educación, al que la Iglesia ha contribuido con innumerables instituciones educativas, cuyo prestigio es reconocido por toda la sociedad. De hecho, el papel de la educación no se puede reducir a una mera transmisión de conocimientos y habilidades que miran a la formación de un profesional, sino que debe abarcar todos los aspectos de la persona, desde su faceta social hasta su anhelo de trascendencia. Por este motivo, es conveniente reafirmar que la enseñanza religiosa confesional en las escuelas públicas, tal como quedó confirmada en el citado Acuerdo de 2008, lejos de significar que el Estado asume o impone un credo religioso determinado, indica el reconocimiento de la religión como un valor necesario para la formación integral de la persona. Y esa enseñanza no se puede reducir a una genérica sociología de las religiones, pues no existe una religión genérica, aconfesional. Así, la enseñanza religiosa confesional en las escuelas públicas, además de no herir la laicidad del Estado, garantiza el derecho de los padres a escoger la educación de sus hijos, contribuyendo de ese modo a la promoción del bien común.
Por último, en el campo de la justicia social, el Gobierno brasileño sabe que puede contar con la Iglesia como una colaboradora privilegiada en todas sus iniciativas orientadas a erradicar el hambre y la miseria. La Iglesia «no puede ni debe sustituir al Estado. Pero tampoco puede ni debe quedarse al margen en la lucha por la justicia» (Deus caritas est, 28), por lo cual siempre se mostrará feliz de contribuir a la asistencia a los más necesitados, ayudándoles a librarse de su situación de indigencia, pobreza y exclusión.
Señor embajador, al concluir este encuentro, le renuevo mis votos de éxito en su misión. En el desempeño de la misma, estarán siempre a su disposición los diversos dicasterios que forman la Curia romana. De Dios omnipotente, por intercesión de Nuestra Señora Aparecida, invoco las mayores bendiciones para usted, para sus seres queridos y para la República federativa de Brasil, que usted, excelencia, a partir de ahora tiene el honor de representar ante la Santa Sede.

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MISA EN SUFRAGIO DE LOS CARDENALES
Y OBISPOS FALLECIDOS DURANTE EL AÑO
HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Altar de la Cátedra, Basílica Vaticana
Jueves 3 de Noviembre de 2011

Venerados hermanos,
queridos hermanos y hermanas:
Al día siguiente de la conmemoración litúrgica de todos los fieles difuntos, nos reunimos en torno al altar del Señor para ofrecer su Sacrificio en sufragio de los cardenales y de los obispos que, en el curso del último año, han concluido su peregrinación terrena. Con gran afecto recordamos a los venerados miembros del Colegio cardenalicio que nos han dejado: Urbano Navarrete, s.j., Michele Giordano, Varkey Vithayathil, c.ss.r., Giovanni Saldarini, Agustín García-Gasco Vicente, Georg Maximilian Sterzinsky, Kazimierz Świątek, Virgilio Noè, Aloysius Matthew Ambrozic y Andrzej Maria Deskur. Juntamente con ellos presentamos al trono del Altísimo las almas de los hermanos en el episcopado fallecidos. Por todos y por cada uno elevamos nuestra oración, animados por la fe en la vida eterna y en el misterio de la comunión de los santos. Una fe llena de esperanza, iluminada también por la Palabra de Dios que hemos escuchado.
El texto, tomado del Libro del profeta Oseas, nos hace pensar inmediatamente en la resurrección de Jesús, en el misterio de su muerte y de su despertar a la vida inmortal. Este pasaje de Oseas —la primera mitad del capítulo VI— estaba profundamente grabado en el corazón y en la mente de Jesús. En efecto, —en los Evangelios— retoma más de una vez el versículo 6: «Quiero misericordia y no sacrificio, conocimiento de Dios, más que holocaustos». En cambio, Jesús no cita el versículo 2, pero lo hace suyo y lo realiza en el misterio pascual: «En dos días nos volverá la vida y al tercero nos hará resurgir; viviremos en su presencia». El Señor Jesús, a la luz de esta palabra, afrontó la pasión, emprendió con decisión el camino de la cruz. Hablaba abiertamente a sus discípulos de lo que debía sucederle en Jerusalén, y el oráculo del profeta Oseas resonaba en sus mismas palabras: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará» (Mc 9, 31).
El evangelista anota que los discípulos «no entendían lo que decía, y les daba miedo preguntarle» (v. 32). También nosotros, ante la muerte, no podemos menos de experimentar los sentimientos y los pensamientos que brotan de nuestra condición humana. Y siempre nos sorprende y nos supera un Dios que se hace tan cercano a nosotros que no se detiene ni siquiera ante el abismo de la muerte, más aún, que lo atraviesa, permaneciendo durante dos días en el sepulcro. Pero precisamente aquí se realiza el misterio del «tercer día». Cristo asume hasta las últimas consecuencias nuestra carne mortal a fin de que sea revestida del poder glorioso de Dios, por el viento del Espíritu vivificante, que la transforma y la regenera. Es el bautismo de la pasión (cf. Lc 12, 50), que Jesús recibió por nosotros y del que san Pablo escribe en la Carta a los Romanos. La expresión que el Apóstol utiliza —«bautizados en su muerte» (Rm 6, 3)— nunca deja de asombrarnos, tal es la concisión con la que resume el vertiginoso misterio. La muerte de Cristo es fuente de vida, porque en ella Dios ha volcado todo su amor, como en una inmensa cascada, que hace pensar en la imagen contenida en el Salmo 41: «Una sima grita a otra sima, con voz de cascadas; tus torrentes y tus olas me han arrollado» (v. 8). El abismo de la muerte es colmado por otro abismo, aún más grande, el abismo del amor de Dios, de modo que la muerte ya no tiene ningún poder sobre Jesucristo (cf. Rm 8, 9), ni sobre aquellos que, por la fe y el Bautismo, son asociados a él: «Si hemos muerto con Cristo —dice san Pablo— creemos que también viviremos con él» (Rm 6, 8). Este «vivir con Jesús» es la realización de la esperanza profetizada por Oseas: «Viviremos en su presencia» (6, 2).
En realidad, sólo en Cristo esa esperanza encuentra su fundamento real. Antes corría el peligro de reducirse a una ilusión, a un símbolo tomado del ritmo de las estaciones: «como la lluvia de otoño, como la lluvia de primavera» (cf. Os 6, 3). En tiempos del profeta Oseas, la fe de los israelitas amenazaba contaminarse con las religiones naturalistas de la tierra de Canaán, pero esta fe no era capaz de salvar a nadie de la muerte. En cambio, la intervención de Dios en el drama de la historia humana no obedece a ningún ciclo natural, obedece solamente a su gracia y a su fidelidad. La vida nueva y eterna es fruto del árbol de la cruz, un árbol que florece y fructifica por la luz y la fuerza que provienen del sol de Dios. Sin la cruz de Cristo toda la energía de la naturaleza permanece impotente ante la fuerza negativa del pecado. Era necesaria una fuerza benéfica más grande que la que impulsa los ciclos de la naturaleza, un Bien más grande que la creación misma: un Amor que procede del «corazón» mismo de Dios y que, mientras revela el sentido último de la creación, la renueva y la orienta a su meta originaria y última.
Todo esto sucede en aquellos «tres días», cuando el «grano de trigo» cayó en la tierra, permaneció allí el tiempo necesario para colmar la medida de la justicia y de la misericordia de Dios, y finalmente produjo «mucho fruto», no quedando solo, sino como primicia de una multitud de hermanos (cf. Jn 12, 24; Rm 8, 29). Ahora sí, gracias a Cristo, gracias a la obra realizada en él por la Santísima Trinidad, las imágenes tomadas de la naturaleza ya no son sólo símbolos, mitos ilusorios, sino que nos hablan de una realidad. Como fundamento de la esperanza está la voluntad del Padre y del Hijo, que hemos escuchado en el evangelio de esta liturgia: «Padre, este es mi deseo: que los que me has dado estén conmigo donde yo estoy» (Jn 17, 24). Y entre estos que el Padre ha dado a Jesús están también los venerados hermanos por los cuales ofrecemos esta Eucaristía: ellos «han conocido» a Dios mediante Jesús, han conocido su nombre, y el amor del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo, ha vivido en ellos (cf. Jn 12, 25-26), abriendo su vida al cielo, a la eternidad. Demos gracias a Dios por este don inestimable. Y, por intercesión de María santísima, recemos para que este misterio de comunión, que ha colmado toda su existencia, se realice plenamente en cada uno de ellos.
 
 
 

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