AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA BENEDICTO XVI
Palacio Apostólico Vaticano
Sala Pablo VI
Miércoles 30 de Enero de 2013
Miércoles 30 de Enero de 2013
Yo creo en Dios: el Padre todopoderoso
Queridos hermanos y hermanas:
En la catequesis del miércoles pasado nos detuvimos en las palabras iniciales del Credo: «Creo en Dios». Pero la profesión de fe especifica esta afirmación: Dios es el Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. Así que desearía reflexionar ahora con vosotros sobre la primera, fundamental, definición de Dios que el Credo nos presenta: Él es Padre.
No es siempre fácil hablar hoy de paternidad. Sobre todo en el mundo occidental, las familias disgregadas, los compromisos de trabajo cada vez más absorbentes, las preocupaciones y a menudo el esfuerzo de hacer cuadrar el balance familiar, la invasión disuasoria de los mass media en el interior de la vivencia cotidiana: son algunos de los muchos factores que pueden impedir una serena y constructiva relación entre padres e hijos. La comunicación es a veces difícil, la confianza disminuye y la relación con la figura paterna puede volverse problemática; y entonces también se hace problemático imaginar a Dios como un padre, al no tener modelos adecuados de referencia. Para quien ha tenido la experiencia de un padre demasiado autoritario e inflexible, o indiferente y poco afectuoso, o incluso ausente, no es fácil pensar con serenidad en Dios como Padre y abandonarse a Él con confianza.
Pero la revelación bíblica ayuda a superar estas dificultades hablándonos de un Dios que nos muestra qué significa verdaderamente ser «padre»; y es sobre todo el Evangelio lo que nos revela este rostro de Dios como Padre que ama hasta el don del propio Hijo para la salvación de la humanidad. La referencia a la figura paterna ayuda por lo tanto a comprender algo del amor de Dios, que sin embargo sigue siendo infinitamente más grande, más fiel, más total que el de cualquier hombre. «Si a alguno de vosotros le pide su hijo pan, ¿le dará una piedra? —dice Jesús para mostrar a los discípulos el rostro del Padre—; y si le pide pescado, ¿le dará una serpiente? Pues si vosotros, aun siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que le piden!» (Mt 7, 9-11; cf. Lc 11, 11-13). Dios nos es Padre porque nos ha bendecido y elegido antes de la creación del mundo (cf. Ef 1, 3-6), nos ha hecho realmente sus hijos en Jesús (cf. 1 Jn 3, 1). Y, como Padre, Dios acompaña con amor nuestra existencia, dándonos su Palabra, su enseñanza, su gracia, su Espíritu.
Él —como revela Jesús— es el Padre que alimenta a los pájaros del cielo sin que estos tengan que sembrar y cosechar, y cubre de colores maravillosos las flores del campo, con vestidos más bellos que los del rey Salomón (cf. Mt 6, 26-32; Lc 12, 24-28); y nosotros —añade Jesús— valemos mucho más que las flores y los pájaros del cielo. Y si Él es tan bueno que hace «salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos» (Mt 5, 45), podremos siempre, sin miedo y con total confianza, entregarnos a su perdón de Padre cuando erramos el camino. Dios es un Padre bueno que acoge y abraza al hijo perdido y arrepentido (cf. Lc 15, 11 ss), da gratuitamente a quienes piden (cf. Mt 18, 19; Mc 11, 24; Jn 16, 23) y ofrece el pan del cielo y el agua viva que hace vivir eternamente (cf. Jn 6, 32.51.58).
Por ello el orante del Salmo 27, rodeado de enemigos, asediado de malvados y calumniadores, mientras busca ayuda en el Señor y le invoca, puede dar su testimonio lleno de fe afirmando: «Si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me recogerá» (v. 10). Dios es un Padre que no abandona jamás a sus hijos, un Padre amoroso que sostiene, ayuda, acoge, perdona, salva, con una fidelidad que sobrepasa inmensamente la de los hombres, para abrirse a dimensiones de eternidad. «Porque su amor es para siempre», como sigue repitiendo de modo letánico, en cada versículo, elSalmo 136, recorriendo toda la historia de la salvación. El amor de Dios Padre no desfallece nunca, no se cansa de nosotros; es amor que da hasta el extremo, hasta el sacrificio del Hijo. La fe nos da esta certeza, que se convierte en una roca segura en la construcción de nuestra vida: podemos afrontar todos los momentos de dificultad y de peligro, la experiencia de la oscuridad de la crisis y del tiempo de dolor, sostenidos por la confianza en que Dios no nos deja solos y está siempre cerca, para salvarnos y llevarnos a la vida eterna.
Es en el Señor Jesús donde se muestra en plenitud el rostro benévolo del Padre que está en los cielos. Es conociéndole a Él como podemos conocer también al Padre (cf. Jn 8, 19; 14, 7), y viéndole a Él podemos ver al Padre, porque Él está en el Padre y el Padre en Él (cf. Jn 14, 9.11). Él es «imagen del Dios invisible», como le define el himno de la Carta a los Colosenses, «primogénito de toda criatura... primogénito de los que resucitan entre los muertos», por medio del cual «hemos recibido la redención, el perdón de los pecados» y la reconciliación de todas las cosas, «las del cielo y las de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz» (cf. Col 1, 13-20).
La fe en Dios Padre pide creer en el Hijo, bajo la acción del Espíritu, reconociendo en la Cruz que salva el desvelamiento definitivo del amor divino. Dios nos es Padre dándonos a su Hijo; Dios nos es Padre perdonando nuestro pecado y llevándonos al gozo de la vida resucitada; Dios nos es Padre dándonos el Espíritu que nos hace hijos y nos permite llamarle, de verdad, «Abba, Padre» (cf. Rm 8, 15). Por ello Jesús, enseñándonos a orar, nos invita a decir «Padre Nuestro» (Mt 6, 9-13; cf. Lc11, 2-4).
Entonces la paternidad de Dios es amor infinito, ternura que se inclina hacia nosotros, hijos débiles, necesitados de todo. El Salmo 103, el gran canto de la misericordia divina, proclama: «Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por los que lo temen; porque Él conoce nuestra masa, se acuerda de que somos barro» (vv. 13-14). Es precisamente nuestra pequeñez, nuestra débil naturaleza humana, nuestra fragilidad lo que se convierte en llamamiento a la misericordia del Señor para que manifieste su grandeza y ternura de Padre ayudándonos, perdonándonos y salvándonos.
Y Dios responde a nuestro llamamiento enviando a su Hijo, que muere y resucita por nosotros; entra en nuestra fragilidad y obra lo que el hombre, solo, jamás habría podido hacer: toma sobre Sí el pecado del mundo, como cordero inocente, y vuelve a abrirnos el camino hacia la comunión con Dios, nos hace verdaderos hijos de Dios. Es ahí, en el Misterio pascual, donde se revela con toda su luminosidad el rostro definitivo del Padre. Y es ahí, en la Cruz gloriosa, donde acontece la manifestación plena de la grandeza de Dios como «Padre todopoderoso».
Pero podríamos preguntarnos: ¿cómo es posible pensar en un Dios omnipotente mirando hacia la Cruz de Cristo? ¿Hacia este poder del mal que llega hasta el punto de matar al Hijo de Dios? Nosotros querríamos ciertamente una omnipotencia divina según nuestros esquemas mentales y nuestros deseos: un Dios «omnipotente» que resuelva los problemas, que intervenga para evitarnos las dificultades, que venza los poderes adversos, que cambie el curso de los acontecimientos y anule el dolor.
Así, diversos teólogos dicen hoy que Dios no puede ser omnipotente; de otro modo no habría tanto sufrimiento, tanto mal en el mundo. En realidad, ante el mal y el sufrimiento, para muchos, para nosotros, se hace problemático, difícil, creer en un Dios Padre y creerle omnipotente; algunos buscan refugio en ídolos, cediendo a la tentación de encontrar respuesta en una presunta omnipotencia «mágica» y en sus ilusorias promesas.
Pero la fe en Dios omnipotente nos impulsa a recorrer senderos bien distintos: aprender a conocer que el pensamiento de Dios es diferente del nuestro, que los caminos de Dios son otros respecto a los nuestros (cf. Is55, 8) y también su omnipotencia es distinta: no se expresa como fuerza automática o arbitraria, sino que se caracteriza por una libertad amorosa y paterna. En realidad, Dios, creando criaturas libres, dando libertad, renunció a una parte de su poder, dejando el poder de nuestra libertad. De esta forma Él ama y respeta la respuesta libre de amor a su llamada. Como Padre, Dios desea que nos convirtamos en sus hijos y vivamos como tales en su Hijo, en comunión, en plena familiaridad con Él. Su omnipotencia no se expresa en la violencia, no se expresa en la destrucción de cada poder adverso, como nosotros deseamos, sino que se expresa en el amor, en la misericordia, en el perdón, en la aceptación de nuestra libertad y en el incansable llamamiento a la conversión del corazón, en una actitud sólo aparentemente débil —Dios parece débil, si pensamos en Jesucristo que ora, que se deja matar. Una actitud aparentemente débil, hecha de paciencia, de mansedumbre y de amor, demuestra que éste es el verdadero modo de ser poderoso. ¡Este es el poder de Dios! ¡Y este poder vencerá! El sabio del Libro de la Sabiduría se dirige así a Dios: «Te compadeces de todos, porque todo lo puedes y pasas por alto los pecados de los hombres para que se arrepientan. Amas a todos los seres... Tú eres indulgente con todas las cosas, porque son tuyas, Señor, amigo de la vida» (11, 23-24a.26).
Sólo quien es verdaderamente poderoso puede soportar el mal y mostrarse compasivo; sólo quien es verdaderamente poderoso puede ejercer plenamente la fuerza del amor. Y Dios, a quien pertenecen todas las cosas porque todo ha sido hecho por Él, revela su fuerza amando todo y a todos, en una paciente espera de la conversión de nosotros, los hombres, a quienes desea tener como hijos. Dios espera nuestra conversión. El amor omnipotente de Dios no conoce límites; tanto que «no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros» (Rm 8, 32). La omnipotencia del amor no es la del poder del mundo, sino la del don total, y Jesús, el Hijo de Dios, revela al mundo la verdadera omnipotencia del Padre dando la vida por nosotros, pecadores. He aquí el verdadero, auténtico y perfecto poder divino: responder al mal no con el mal, sino con el bien; a los insultos con el perdón; al odio homicida con el amor que hace vivir. Entonces el mal verdaderamente está vencido, porque lo ha lavado el amor de Dios; entonces la muerte ha sido derrotada definitivamente, porque se ha transformado en don de la vida. Dios Padre resucita al Hijo: la muerte, la gran enemiga (cf. 1 Co 15, 26), es engullida y privada de su veneno (cf. 1 Co 15, 54-55), y nosotros, liberados del pecado, podemos acceder a nuestra realidad de hijos de Dios.
Por lo tanto cuando decimos «Creo en Dios Padre todopoderoso», expresamos nuestra fe en el poder del amor de Dios que en su Hijo muerto y resucitado derrota el odio, el mal, el pecado y nos abre a la vida eterna, la de los hijos que desean estar para siempre en la «Casa del Padre». Decir «Creo en Dios Padre todopoderoso», en su poder, en su modo de ser Padre, es siempre un acto de fe, de conversión, de transformación de nuestro pensamiento, de todo nuestro afecto, de todo nuestro modo de vivir.
Queridos hermanos y hermanas, pidamos al Señor que sostenga nuestra fe, que nos ayude a encontrar verdaderamente la fe y nos dé la fuerza de anunciar a Cristo crucificado y resucitado, y de testimoniarlo en el amor a Dios y al prójimo. Y que Dios nos conceda acoger el don de nuestra filiación, para vivir en plenitud las realidades del Credo, en el abandono confiado al amor del Padre y a su misericordiosa omnipotencia, que es la verdadera omnipotencia y salva.
Saludos
Saludo a los fieles de lengua española provenientes de España, México, Chile y demás países latinoamericanos. Invito a todos a ser constantes en la fe, dando testimonio de Cristo, y a vivir en plenitud el Credo,abandonándonos confiadamente a Dios Padre y a su misericordia omnipotente, que salva. Muchas gracias.
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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
EN LA INAUGURACIÓN DEL AÑO JUDICIAL
DEL TRIBUNAL DE LA ROTA ROMANA
EN LA INAUGURACIÓN DEL AÑO JUDICIAL
DEL TRIBUNAL DE LA ROTA ROMANA
Palacio Apostólico Vaticano
Sala Clementina
Sábado 26 de Enero de 2013
Sábado 26 de Enero de 2013
Queridos miembros del Tribunal de la Rota Romana:
Es para mí motivo de alegría encontraros con ocasión de la inauguración del año judicial. Agradezco a vuestro decano, monseñor Pio Vito Pinto, los sentimientos expresados en nombre de todos vosotros y que correspondo de corazón. Este encuentro me ofrece la oportunidad de reafirmar mi estima y consideración por el alto servicio que prestáis al Sucesor de Pedro y a toda la Iglesia, así como de animaros a un compromiso cada vez mayor en un ámbito ciertamente arduo, pero precioso para la salvación de las almas. El principio de que la salus animarum es la suprema ley en la Iglesia (cf. CDC, can. 1752) debe tenerse siempre bien presente y hallar, cada día, en vuestro trabajo, la debida y rigurosa respuesta.
1. En el contexto del Año de la fe querría detenerme, de modo particular, en algunos aspectos de la relación entre fe y matrimonio, observando cómo la actual crisis de fe, que afecta en diversos lugares del mundo, lleva consigo una crisis de la sociedad conyugal, con toda la carga de sufrimiento y de malestar que ello implica también para los hijos. Podemos tomar como punto de partida la raíz lingüística común que tienen, en latín, los términosfides y foedus, vocablo éste con el que el Código de derecho canónicodesigna la realidad natural del matrimonio como alianza irrevocable entre hombre y mujer (cf. can. 1055 § 1). La confianza recíproca, de hecho, es la base irrenunciable de cualquier pacto o alianza.
En el plano teológico, la relación entre fe y matrimonio asume un significado aún más profundo. El vínculo esponsal, de hecho, aun siendo realidad natural, entre bautizados ha sido elevado por Cristo a la dignidad de sacramento (cf. ib.).
El pacto indisoluble entre hombre y mujer no requiere, para los fines de la sacramentalidad, la fe personal de los nubendi; lo que se requiere, como condición mínima necesaria, es la intención de hacer lo que hace la Iglesia. Pero si es importante no confundir el problema de la intención con el de la fe personal de los contrayentes, sin embargo no es posible separarlos totalmente. Como hacía notar la Comisión teológica internacional en un Documento de 1977, «en caso de que no se advierta ninguna huella de la fe en cuanto tal (en el sentido del término «creencia», disposición a creer) ni deseo alguno de la gracia y de la salvación, se plantea el problema de saber, en realidad, si la intención general y verdaderamente sacramental de la que hemos hablado está presente o no, y si el matrimonio se contrae válidamente o no» (La doctrina católica sobre el sacramento del matrimonio [1977], 2.3: Documentos 1969-2004, vol. 13, Bolonia 2006, p. 145). El beato Juan Pablo II, dirigiéndose a este Tribunal, hace diez años, precisó en cambio que «una actitud de los contrayentes que no tenga en cuenta la dimensión sobrenatural en el matrimonio puede anularlo sólo si niega su validez en el plano natural, en el que se sitúa el mismo signo sacramental». Sobre tal problemática, sobre todo en el contexto actual, habrá que promover ulteriores reflexiones.
2. La cultura contemporánea, marcada por un acentuado subjetivismo y relativismo ético y religioso, pone a la persona y a la familia frente a urgentes desafíos. En primer lugar, ante la cuestión sobre la capacidad misma del ser humano de vincularse, y si un vínculo que dure para toda la vida es verdaderamente posible y corresponde a la naturaleza del hombre, o, más bien, no es en cambio contrario a su libertad y autorrealización. Forma parte de una mentalidad difundida, en efecto, pensar que la persona llega a ser tal permaneciendo «autónoma» y entrando en contacto con el otro sólo mediante relaciones que se pueden interrumpir en cualquier momento (cf. Discurso a la Curia romana, 21 de diciembre de 2012). A nadie se le escapa cómo, en la elección del ser humano de ligarse con un vínculo que dure toda la vida, influye la perspectiva de base de cada uno, dependiendo de que esté anclada a un plano meramente humano o de que se entreabra a la luz de la fe en el Señor. Sólo abriéndose a la verdad de Dios, de hecho, es posible comprender, y realizar en la concreción de la vida también conyugal y familiar, la verdad del hombre como su hijo, regenerado por el Bautismo. «El que permanece en mí y yo en él, da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5): así enseñaba Jesús a sus discípulos, recordándoles la sustancial incapacidad del ser humano de llevar a cabo por sí solo lo que es necesario para la consecución del verdadero bien. El rechazo de la propuesta divina, en efecto, conduce a un desequilibrio profundo en todas las relaciones humanas (cf. Discurso a la Comisión teológica internacional, 7 de diciembre de 2012), incluida la matrimonial, y facilita una comprensión errada de la libertad y de la autorrealización, que, unida a la fuga ante la paciente tolerancia del sufrimiento, condena al hombre a encerrarse en su egoísmo y egocentrismo. Al contrario, la acogida de la fe hace al hombre capaz del don de sí, y sólo «abriéndose al otro, a los otros, a los hijos, a la familia; sólo dejándose plasmar en el sufrimiento, descubre la amplitud de ser persona humana» (cf. Discurso a la Curia romana, 21 de diciembre de 2012). La fe en Dios, sostenida por la gracia divina, es por lo tanto un elemento muy importante para vivir la entrega mutua y la fidelidad conyugal (cf. Catequesis en la audiencia general [8 de junio de 2011]: Insegnamenti VII/I [2011], p. 792-793). No se pretende afirmar con ello que la fidelidad, como las otras propiedades, no sean posibles en el matrimonio natural, contraído entre no bautizados.
Éste, en efecto, no está privado de los bienes «que provienen de Dios Creador y se introducen de modo incoativo en el amor esponsal que une a Cristo y a la Iglesia» (Comisión teológica internacional, La doctrina católica sobre el sacramento del matrimonio [1977], 3.4: Documentos 1969-2004, vol. 13, Bolonia 2006, p. 147). Pero ciertamente, cerrarse a Dios o rechazar la dimensión sagrada de la unión conyugal y de su valor en el orden de la gracia hace ardua la encarnación concreta del modelo altísimo de matrimonio concebido por la Iglesia según el plan de Dios, pudiendo llegar a minar la validez misma del pacto en caso de que, como asume la consolidada jurisprudencia de este Tribunal, se traduzca en un rechazo de principio de la propia obligación conyugal de fidelidad o de los otros elementos o propiedades esenciales del matrimonio.
Tertuliano, en la célebre Carta a la esposa, hablando de la vida conyugal caracterizada por la fe, escribe que los cónyuges cristianos «son verdaderamente dos en una sola carne, y donde la carne es única, único es el espíritu. Juntos oran, juntos se postran y juntos ayunan; el uno instruye al otro, el uno honra al otro, el uno sostiene al otro» (Ad uxorem libri duo, ii, ix: pl 1, 1415b-1417a). En términos similares se expresa san Clemente Alejandrino: «Si para ambos uno solo es Dios, entonces para ambos uno solo es el Pedagogo —Cristo—, una es la Iglesia, una la sabiduría, uno el pudor, en común tenemos el alimento, el matrimonio nos une... Y si común es la vida, común es también la gracia, la salvación, la virtud, la moral» (Pædagogus, I, IV, 10.1: pg 8, 259b). Los santos que vivieron la unión matrimonial y familiar en la perspectiva cristiana, consiguieron superar hasta las situaciones más adversas, logrando entonces la santificación del cónyuge y de los hijos con un amor fortalecido siempre por una sólida confianza en Dios, por una sincera piedad religiosa y por una intensa vida sacramental.
Justamente estas experiencias, caracterizadas por la fe, permiten comprender cómo, todavía hoy, es precioso el sacrificio ofrecido por el cónyuge abandonado o que haya sufrido el divorcio, si —reconociendo la indisolubilidad del vínculo matrimonial válido— consigue no dejarse «involucrar en una nueva unión... En tal caso su ejemplo de fidelidad y de coherencia cristiana asume un particular valor de testimonio ante el mundo y la Iglesia» (Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio [22 de noviembre de 1981], 83: AAS 74 [1982], p. 184).
3. Finalmente desearía detenerme, brevemente, en el bonum coniugum. La fe es importante en la realización del auténtico bien conyugal, que consiste sencillamente en querer siempre y en todo modo el bien del otro, en función de un verdadero e indisoluble consortium vitae. En verdad, en el propósito de los esposos cristianos de vivir una communio coniugalis auténtica hay un dinamismo propio de la fe, de manera que la confessio, la respuesta personal sincera al anuncio salvífico, involucra al creyente en el movimiento de amor de Dios. «Confessio» y «caritas» son «los dos modos con los que Dio nos involucra, nos permite actuar con Él, en Él y por la humanidad, por su creatura... La “confessio” no es algo abstracto, es “caritas”, es amor. Sólo así es realmente el reflejo de la verdad divina, que como verdad es inseparablemente también amor» (Meditación en la primera Congregación general de la XIII Asamblea general ordinaria del Sínodo de los obispos [8 de octubre de 2012]: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de octubre de 2012, p. 10). Sólo a través de la llama de la caridad, la presencia del Evangelio ya no es sólo palabra, sino realidad vivida. En otros términos, si es verdad que «la fe sin la caridad no da fruto y la caridad sin la fe sería un sentimiento a merced constante de la duda», se debe concluir que «fe y caridad se exigen recíprocamente, de forma que la una permite a la otra realizar su camino» (Carta ap. Porta fidei [11 de octubre de 2012], 14: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 23 de octubre de 2011, p. 5). Si ello vale en el amplio contexto de la vida comunitaria, debe valer más aún en la unión matrimonial. Es en ella, de hecho, donde la fe hace crecer y fructificar el amor de los esposos, dando espacio a la presencia de Dios Trinidad y haciendo la vida conyugal misma, así vivida, «alegre noticia» ante el mundo.
Reconozco las dificultades, desde un punto de vista jurídico y práctico, de enuclear el elemento esencial del bonum coniugum, entendido hasta ahora prioritariamente en relación con las hipótesis de incapacidad (cf. cdc, can. 1095). El bonum coniugum asume relevancia también en el ámbito de la simulación del consentimiento. Ciertamente, en los casos sometidos a vuestro juicio, será la investigación in facto la que se cerciore del eventual fundamento de este capítulo de nulidad, prevalente o coexistente con otro capítulo de los tres «bienes» agustinianos, la procreación, la exclusividad y la perpetuidad. No se debe, por lo tanto, prescindir de la consideración de que puedan darse casos en los que, precisamente por la ausencia de fe, el bien de los cónyuges resulte comprometido y excluido del consentimiento mismo; por ejemplo, en la hipótesis de subversión por parte de uno de ellos, a causa de una errada concepción del vínculo nupcial, del principio de paridad, o bien en la hipótesis de rechazo de la unión dual que caracteriza el vínculo matrimonial, en relación con la posible exclusión coexistente de la fidelidad y del uso de la copula adempiuta humano modo.
Con las presentes consideraciones no pretendo ciertamente sugerir ningún automatismo fácil entre carencia de fe e invalidez de la unión matrimonial, sino más bien evidenciar cómo tal carencia puede, si bien no necesariamente, herir también los bienes del matrimonio, dado que la referencia al orden natural querido por Dios es inherente al pacto conyugal (cf. Gn 2, 24).
Queridos hermanos, invoco la ayuda de Dios sobre vosotros y sobre cuantos, en la Iglesia, se emplean en la salvaguarda de la verdad y de la justicia respecto al vínculo sagrado del matrimonio y, por ello mismo, de la familia cristiana. Os encomiendo a la protección de María Santísima, Madre de Cristo, y de san José, custodio de la Familia de Nazaret, silencioso y obediente ejecutor del plan divino de la salvación, mientras os imparto gustosamente a vosotros y a vuestros seres queridos la bendición apostólica.
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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA COMISIÓN MIXTA PARA EL DIÁLOGO TEOLÓGICO ENTRE
LA IGLESIA CATÓLICA Y LAS IGLESIAS ORTODOXAS ORIENTALES
A LA COMISIÓN MIXTA PARA EL DIÁLOGO TEOLÓGICO ENTRE
LA IGLESIA CATÓLICA Y LAS IGLESIAS ORTODOXAS ORIENTALES
Palacio Apostólico Vaticano
Sala de los Papas
Viernes 25 de Enero de 2013
Viernes 25 de Enero de 2013
Eminencias,
excelencias,
queridos hermanos en Cristo:
excelencias,
queridos hermanos en Cristo:
Con alegría en el Señor os doy la bienvenida, miembros de la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas orientales. Por medio de vosotros, extiendo mis saludos fraternos a los jefes de todas las Iglesias ortodoxas orientales. De modo particular, saludo a su eminencia Anba Bishoy, copresidente de la Comisión, dándole las gracias por sus cordiales palabras.
Antes que nada deseo recordar con estima a Su Santidad Shenouda III, Papa de Alejandría y Patriarca de la Sede de San Marcos, recientemente fallecido. Recuerdo con gratitud también a Su Santidad Abuna Paulos, Patriarca de la Iglesia ortodoxa etíope Tewahedo, que el año pasado acogió el noveno encuentro de la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico en Addis Abeba, Etiopía. Me entristeció también saber de la muerte de su excelencia reverendísima Jules Mikhael Al-Jamil, arzobispo titular de Takrit y procurador del Patriarcado siro-católico en Roma, así como miembro de vuestra Comisión. Me uno a vosotros en la oración por el eterno descanso de estos devotos servidores del Señor.
El encuentro de hoy nos ofrece la ocasión de reflexionar juntos con gratitud sobre el trabajo de la Comisión mixta internacional, emprendido hace diez años, en enero de 2003, por iniciativa de las autoridades eclesiales de la familia de las Iglesias orientales ortodoxas y del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos. En la última década la Comisión ha analizado, desde una perspectiva histórica, los diversos modos en que las Iglesias han expresado su comunión en los primeros siglos. Durante esta semana, dedicada a la oración por la unidad de todos los seguidores de Cristo, os habéis reunido para examinar con mayor profundidad la comunión y la comunicación existente entre las Iglesias en los primeros cinco siglos de la historia cristiana. Reconociendo los progresos realizados, expreso mi esperanza de que las relaciones entre la Iglesia católica y las Iglesias orientales ortodoxas continúen desarrollándose en espíritu fraterno de cooperación, en particular a través de la profundización de un diálogo teológico capaz de ayudar a todos los seguidores del Señor a creer en la comunión y a dar al mundo testimonio de la verdad salvífica del Evangelio.
Muchos de vosotros procedéis de regiones donde los cristianos, individualmente o como comunidades, afrontan pruebas dolorosas y dificultades que son fuente de profunda preocupación para todos nosotros. A través de vosotros, deseo asegurar a todos los fieles de Oriente Medio mi cercanía espiritual y mi oración para que aquella tierra tan importante en el plan de salvación de Dios, se guíe a través de un diálogo constructivo y de la cooperación hacia un futuro de justicia y de paz duradera. Todos los cristianos deben trabajar juntos, con aceptación y con confianza recíproca, para servir a la causa de la paz y de la justicia en fidelidad a la voluntad del Señor. Que el ejemplo y la intercesión de los innumerables mártires y santos, que durante los siglos han dado un valiente testimonio de Cristo en todas nuestras Iglesias, nos sostengan y fortalezcan a todos, mientras afrontamos los desafíos del presente con confianza y esperanza en el futuro que el Señor abre ante nosotros. Sobre vosotros y todas las personas vinculadas al trabajo de la Comisión, invoco una nueva efusión de los dones del Espíritu Santo, de la sabiduría, del gozo y de la paz.
Gracias por vuestra atención.
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HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Fiesta de la conversión de san Pablo
Basílica de San Pablo Extramuros
Viernes 25 de Enero de 2013
Fiesta de la conversión de san Pablo
Basílica de San Pablo Extramuros
Viernes 25 de Enero de 2013
Queridos hermanos y hermanas:
Es siempre una alegría y una gracia especial reencontrarnos juntos, en torno a la tumba del apóstol Pablo, para concluir la Semana de oración por la unidad de los cristianos. Saludo con afecto a los cardenales presentes, en primer lugar al cardenal Harvey, arcipreste de esta basílica, y con él al abad de la comunidad de los monjes que nos acogen. Saludo al cardenal Koch, presidente del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, y a todos los colaboradores del dicasterio. Dirijo mis cordiales y fraternos saludos a su eminencia el metropolita Gennadios, representante del patriarca ecuménico, al reverendo canónigo Richardson, representante personal en Roma del arzobispo de Canterbury, y a todos los representantes de las distintas Iglesias y Comunidades eclesiales, llegados aquí esta tarde. Además, me es particularmente grato saludar a los miembros de la Comisión mixta para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas orientales, a quienes deseo un fructífero trabajo en la sesión plenaria que se está celebrando estos días en Roma, así como a los estudiantes del Ecumenical Institute of Bossey, de visita en Roma para profundizar en su conocimiento de la Iglesia católica, y a los jóvenes ortodoxos y ortodoxos orientales que estudian aquí. Saludo finalmente a todos los presentes, reunidos para orar por la unidad de todos los discípulos de Cristo.
Esta celebración se enmarca en el contexto del Año de la fe, iniciado el pasado 11 de octubre, cincuentenario de la apertura del Concilio Vaticano II. La comunión en la misma fe es la base para el ecumenismo. La unidad, de hecho, la dona Dios como inseparable de la fe; lo expresa de manera eficaz san Pablo: «Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es la esperanza de la vocación a la que habéis sido convocados. Un Señor, una fe, un bautismo. Un Dios, Padre de todos, que está sobre todos, actúa por medio de todos y está en todos» (Ef 4, 4-6). La profesión de la fe bautismal en Dios, Padre y Creador, que se ha revelado en el Hijo Jesucristo, infundiendo el Espíritu que vivifica y santifica, ya une a los cristianos. Sin la fe —que es primariamente don de Dios, pero también respuesta del hombre— todo el movimiento ecuménico se reduciría a una forma de «contrato» al que adherirse por un interés común. El Concilio Vaticano IIrecuerda que los cristianos, «cuanto más estrecha sea su comunión con el Padre, el Verbo y el Espíritu, más íntima y fácilmente podrán aumentar la fraternidad mutua» (Decr. Unitatis redintegratio, 7). Las cuestiones doctrinales que aún nos dividen no deben descuidarse o minimizarse. Antes bien hay que afrontarlas con valentía, en un espíritu de fraternidad y de respeto recíproco. El diálogo, cuando refleja la prioridad de la fe, permite abrirse a la acción de Dios con la firme confianza de que solos no podemos construir la unidad, sino que es el Espíritu Santo quien nos guía hacia la plena comunión, y permite percibir la riqueza espiritual presente en las diversas Iglesias y Comunidades eclesiales.
En la sociedad actual parece que el mensaje cristiano incide cada vez menos en la vida personal y comunitaria; y esto representa un desafío para todas las Iglesias y las Comunidades eclesiales. La unidad es en sí misma un medio privilegiado, casi un presupuesto para anunciar de manera cada vez más creíble la fe a quienes no conocen aún al Salvador, o que, incluso habiendo recibido el anuncio del Evangelio, casi han olvidado este don precioso. El escándalo de la división que mellaba la actividad misionera fue el impulso que dio inicio al movimiento ecuménico como hoy lo conocemos. La comunión plena y visible entre los cristianos se debe entender, de hecho, como una característica fundamental para un testimonio más claro todavía. Mientras estamos en camino hacia la unidad plena, es necesario entonces perseguir una colaboración concreta entre los discípulos de Cristo por la causa de la transmisión de la fe al mundo contemporáneo. Hoy existe gran necesidad de reconciliación, de diálogo y de comprensión recíproca, en una perspectiva no moralista, sino precisamente en nombre de la autenticidad cristiana por una presencia más incisiva en la realidad de nuestro tiempo.
La verdadera fe en Dios además es inseparable de la santidad persona, igual que de la búsqueda de la justicia. En la Semana de oración por la unidad de los cristianos, que hoy concluye, el tema ofrecido a nuestra meditación era: «¿Qué exige el Señor de nosotros?», inspirado en las palabras del profeta Miqueas que hemos escuchado (cf. 6, 6-8). Lo propuso el Student Christian Movement in India, en colaboración con la All India Catholic University Federation y el National Council of Churches in India, que han preparado también los materiales para la reflexión y la oración. A cuantos han colaborado deseo expresar mi viva gratitud y, con gran afecto, aseguro mi oración a todos los cristianos de la India, que a veces están llamados a dar testimonio de su fe en condiciones difíciles.
«Caminar humildemente con Dios» (cf. Miq 6, 8) significa ante todo caminar en la radicalidad de la fe, como Abrahán, fiándose de Dios, más aún, poniendo en Él toda nuestra esperanza y aspiración; pero significa también caminar más allá de las barreras, más allá del odio, del racismo y de la discriminación social y religiosa que dividen y perjudican a toda la sociedad. Como afirma san Pablo, los cristianos deben ofrecer los primeros un luminoso ejemplo en la búsqueda de la reconciliación y de la comunión en Cristo, que supere todo tipo de división. En la Carta a los Gálatas, el apóstol de los gentiles afirma: «Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. Cuantos habéis sido bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo. No hay judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (3, 26-28).
Nuestra búsqueda de unidad en la verdad y en el amor, finalmente, jamás debe perder de vista la percepción de que la unidad de los cristianos es obra y don del Espíritu Santo y va mucho más allá de nuestros esfuerzos. Por lo tanto, el ecumenismo espiritual, especialmente la oración, es el corazón del compromiso ecuménico (cf. decr. Unitatis redintegratio, 8). Sin embargo, el ecumenismo no dará frutos duraderos si no se acompaña de gestos concretos de conversión que muevan a las conciencias y favorezcan la sanación de los recuerdos y de las relaciones. Como afirma el Decreto sobre el ecumenismo, del Concilio Vaticano II, «el auténtico ecumenismo no se da sin la conversión interior» (n. 7). Una auténtica conversión, como la que sugiere el profeta Miqueas y de la que el apóstol Pablo es un ejemplo significativo, nos acercará más a Dios, al centro de nuestra vida, de manera que nos acerquemos más también los unos a los otros. Es este un elemento fundamental de nuestro compromiso ecuménico. La renovación de la vida interior de nuestro corazón y de nuestra mente, que se refleja en la vida cotidiana, es crucial en todo diálogo y camino de reconciliación, haciendo del ecumenismo un compromiso recíproco de comprensión, respeto y amor, «para que el mundo crea» (Jn 17, 21).
Queridos hermanos y hermanas, invoquemos con confianza a la Virgen María, modelo incomparable de evangelización, para que la Iglesia, «signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (const. Lumen gentium, 1), anuncie con franqueza, también en nuestro tiempo, a Cristo Salvador. Amén.
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ÁNGELUS DE BENEDICTO XVI
Plaza de San Pedro
Domingo 20 de Enero de 2013
Plaza de San Pedro
Domingo 20 de Enero de 2013
Queridos hermanos y hermanas:
La liturgia de hoy propone el Evangelio de las bodas de Caná, un episodio narrado por Juan, testigo ocular del hecho. Tal relato se ha situado en este domingo que sigue inmediatamente al tiempo de Navidad porque, junto a la visita de los Magos de Oriente y el Bautismo de Jesús, forma la trilogía de la epifanía, es decir de la manifestación de Cristo. El episodio de la bodas de Caná es, en efecto, «el primero de los signos» (Jn 2, 11), es decir, el primer milagro realizado por Jesús, con el cual Él manifestó su gloria en público, suscitando la fe de sus discípulos. Nos remitimos brevemente a lo que ocurre durante aquella fiesta de bodas en Caná de Galilea. Sucede que falta el vino, y María, la Madre de Jesús, lo hace notar a su Hijo. Él le responde que aún no había llegado su hora; pero luego atiende la solicitud de María y tras hacer llenar de agua seis grandes ánforas, convirtió el agua en vino, un vino excelente, mejor que el anterior. Con este «signo», Jesús se revela como el Esposo mesiánico que vino a sellar con su pueblo la nueva y eterna Alianza, según las palabras de los profetas: «Como se regocija el marido con su esposa, se regocija tu Dios contigo» (Is 62, 5). Y el vino es símbolo de esta alegría del amor; pero hace referencia a la sangre, que Jesús derramará al final, para sellar su pacto nupcial con la humanidad.
La Iglesia es la esposa de Cristo, quien la hace santa y bella con su gracia. Sin embargo, esta esposa, formada por seres humanos, siempre necesita purificación. Y una de las culpas más graves que desfiguran el rostro de la Iglesia es aquella contra su unidad visible, en particular las divisiones históricas que han separado a los cristianos y que aún no se han superado. Precisamente en estos días, del 18 al 25 de enero, tiene lugar la Semana de oración por la unidad de los cristianos, un momento siempre grato a los creyentes y a las comunidades, que despierta en todos el deseo y el compromiso espiritual por la comunión plena. En este sentido ha sido muy significativa la vigilia que pude celebrar hace casi un mes, en esta plaza, con miles de jóvenes de toda Europa y con la comunidad ecuménica de Taizé: un momento de gracia donde hemos experimentado la belleza de formar en Cristo una cosa sola. Aliento a todos a rezar juntos a fin de que podamos realizar «lo que el Señor exige de nosotros» (cf. Miq 6, 6-8), como dice este año el tema de la Semana; un tema propuesto por algunas comunidades cristianas de la India, que invitan a comprometerse con decisión hacia la unidad visible entre todos los cristianos y a superar, como hermanos en Cristo, todo tipo de discriminación injusta. El viernes próximo, al final de estas jornadas de oración, presidiré las Vísperas en la basílica de San Pablo Extramuros, con la presencia de los representantes de las demás Iglesias y Comunidades eclesiales.
Queridos amigos, a la oración por la unidad de los cristianos quisiera añadir una vez más la oración por la paz, para que, en los diversos conflictos por desgracia en curso, cesen las viles masacres de civiles indefensos, tenga fin toda violencia y se encuentre la valentía del diálogo y de la negociación. Por ambas intenciones invocamos la intercesión de María santísima, mediadora de gracia.
Después del Ángelus
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular al grupo de la parroquia de la Preciosísima Sangre, de Valencia. Hoy, el Evangelio nos habla de las bodas de Caná, donde Jesús realizó el primer signo de su misión en el mundo. Él viene a colmar con su don la plena salvación del hombre, que por sí solo no puede alcanzar. Aceptar el don que se le ofrece, el don de la fe y la esperanza en Cristo, es lo que llena verdaderamente el corazón humano. Hoy le pedimos también el don de la unidad de los cristianos. Y, como en aquellas bodas, María nos indica el camino para que Dios entre en nuestra vida: «Haced lo que Jesús os diga». Hagamos confiadamente cada día lo que dice nuestra Madre del cielo. Feliz domingo.
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