lunes, 4 de noviembre de 2013

FRANCISCO: Audiencias Generales del mes de Octubre (30, 23, 16, 9, 2)

PAPA FRANCISCO


AUDIENCIAS GENERALES



Plaza de San Pedro 
 Miércoles 30 de Octubre de 2013



Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Hoy desearía hablar de una realidad muy bella de nuestra fe, esto es, de la «comunión de los santos». El Catecismo de la Iglesia católica nos recuerda que con esta expresión se entienden dos realidades: la comunión en las cosas santas y la comunión entre las personas santas (cf. n. 948). Me detengo en el segundo significado: se trata de una verdad entre las más consoladoras de nuestra fe, pues nos recuerda que no estamos solos, sino que existe una comunión de vida entre todos aquellos que pertenecen a Cristo. Una comunión que nace de la fe; en efecto, el término «santos» se refiere a quienes creen en el Señor Jesús y están incorporados a Él en la Iglesia mediante el Bautismo. Por esto los primeros cristianos eran llamados también «los santos» (cf. Hch 9, 13.32.41; Rm 8, 27; 1 Cor 6, 1).


El Evangelio de Juan muestra que, antes de su Pasión, Jesús rogó al Padre por la comunión entre los discípulos, con estas palabras: «Para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (17, 21). La Iglesia, en su verdad más profunda, es comunión con Dios, familiaridad con Dios, comunión de amor con Cristo y con el Padre en el Espíritu Santo, que se prolonga en una comunión fraterna. Esta relación entre Jesús y el Padre es la «matriz» del vínculo entre nosotros cristianos: si estamos íntimamente introducidos en esta «matriz», en este horno ardiente de amor, entonces podemos hacernos verdaderamente un solo corazón y una sola alma entre nosotros, porque el amor de Dios quema nuestros egoísmos, nuestros prejuicios, nuestras divisiones interiores y exteriores. El amor de Dios quema también nuestros pecados.


Si existe este enraizamiento en la fuente del Amor, que es Dios, entonces se verifica también el movimiento recíproco: de los hermanos a Dios. La experiencia de la comunión fraterna me conduce a la comunión con Dios. Estar unidos entre nosotros nos conduce a estar unidos con Dios, nos conduce a este vínculo con Dios que es nuestro Padre. Este es el segundo aspecto de la comunión de los santos que desearía subrayar: nuestra fe tiene necesidad del apoyo de los demás, especialmente en los momentos difíciles. Si nosotros estamos unidos la fe se hace fuerte. ¡Qué bello es sostenernos los unos a los otros en la aventura maravillosa de la fe! Digo esto porque la tendencia a cerrarse en lo privado ha influenciado también el ámbito religioso, de forma que muchas veces cuesta pedir la ayuda espiritual de cuantos comparten con nosotros la experiencia cristiana. ¿Quién de nosotros no ha experimentado inseguridades, extravíos y hasta dudas en el camino de la fe? Todos hemos experimentado esto, también yo: forma parte del camino de la fe, forma parte de nuestra vida. Todo ello no debe sorprendernos, porque somos seres humanos, marcados por fragilidades y límites; todos somos frágiles, todos tenemos límites. Sin embargo, en estos momentos de dificultad es necesario confiar en la ayuda de Dios, mediante la oración filial, y, al mismo tiempo, es importante hallar el valor y la humildad de abrirse a los demás, para pedir ayuda, para pedir que nos echen una mano. ¡Cuántas veces hemos hecho esto y después hemos conseguido salir del problema y encontrar a Dios otra vez! En esta comunión —comunión quiere decir común-unión— somos una gran familia, donde todos los componentes se ayudan y se sostienen entre sí.


Y llegamos a otro aspecto: la comunión de los santos va más allá de la vida terrena, va más allá de la muerte y dura para siempre. Esta unión entre nosotros va más allá y continúa en la otra vida; es una unión espiritual que nace del Bautismo y no se rompe con la muerte, sino que, gracias a Cristo resucitado, está destinada a hallar su plenitud en la vida eterna. Hay un vínculo profundo e indisoluble entre cuantos son aún peregrinos en este mundo —entre nosotros— y quienes han atravesado el umbral de la muerte para entrar en la eternidad. Todos los bautizados aquí abajo, en la tierra, las almas del Purgatorio y todos los bienaventurados que están ya en el Paraíso forman una sola gran Familia. Esta comunión entre tierra y cielo se realiza especialmente en la oración de intercesión.


Queridos amigos, ¡tenemos esta belleza! Es una realidad nuestra, de todos, que nos hace hermanos, que nos acompaña en el camino de la vida y hace que nos encontremos otra vez allá arriba, en el cielo. Vayamos por este camino con confianza, con alegría. Un cristiano debe ser alegre, con la alegría de tener muchos hermanos bautizados que caminan con él; sostenido con la ayuda de los hermanos y de las hermanas que hacen este mismo camino para ir al cielo; y también con la ayuda de los hermanos y de las hermanas que están en el cielo y ruegan a Jesús por nosotros. ¡Adelante por este camino con alegría!


Saludos


Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, Argentina, El Salvador, México y los demás países latinoamericanos. Invito a todos a redescubrir la belleza de la fe en esta unión común de todos los santos. Una realidad que nos concierne mientras somos peregrinos en el tiempo, y en la cual, con la gracia de Dios, vamos a vivir para siempre en el cielo. Muchas gracias.


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Plaza de San Pedro
Miércoles 23 de Octubre de 2013


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Continuando con las catequesis sobre la Iglesia, hoy desearía mirar a María como imagen y modelo de la Iglesia. Lo hago retomando una expresión del Concilio Vaticano II. Dice la constitución Lumen gentium: «La madre de Dios es figura de la Iglesia, como ya enseñaba san Ambrosio: en el orden de la fe, del amor y de la unión perfecta con Cristo» (n. 63).


1. Partamos del primer aspecto, María como modelo de fe. ¿En qué sentido María representa un modelo para la fe de la Iglesia? Pensemos en quién era la Virgen María: una muchacha judía, que esperaba con todo el corazón la redención de su pueblo. Pero en aquel corazón de joven hija de Israel había un secreto que ella misma todavía no conocía: en el proyecto de amor de Dios estaba destinada a convertirse en la Madre del Redentor. En la Anunciación, el Mensajero de Dios la llama «llena de gracia» y le revela este proyecto. 
María responde «sí» y desde aquel momento la fe de María recibe una luz nueva: se concentra en Jesús, el Hijo de Dios que de ella ha tomado carne y en quien se cumplen las promesas de toda la historia de la salvación. La fe de María es el cumplimiento de la fe de Israel, en ella está precisamente concentrado todo el camino, toda la vía de aquel pueblo que esperaba la redención, y en este sentido es el modelo de la fe de la Iglesia, que tiene como centro a Cristo, encarnación del amor infinito de Dios.


¿Cómo vivió María esta fe? La vivió en la sencillez de las mil ocupaciones y preocupaciones cotidianas de cada mamá, como proveer al alimento, al vestido, la atención de la casa... Precisamente esta existencia normal de la Virgen fue el terreno donde se desarrolló una relación singular y un diálogo profundo entre ella y Dios, entre ella y su Hijo. El «sí» de María, ya perfecto al inicio, creció hasta la hora de la Cruz. Allí su maternidad se dilató abrazando a cada uno de nosotros, nuestra vida, para guiarnos a su Hijo. María vivió siempre inmersa en el misterio del Dios hecho hombre, como su primera y perfecta discípula, meditando cada cosa en su corazón a la luz del Espíritu Santo, para comprender y poner en práctica toda la voluntad de Dios.


Podemos hacernos una pregunta: ¿nos dejamos iluminar por la fe de María, que es nuestra Madre? ¿O bien la pensamos lejana, demasiado distinta de nosotros? En los momentos de dificultad, de prueba, de oscuridad, ¿la miramos a ella como modelo de confianza en Dios, que quiere siempre y sólo nuestro bien? Pensemos en esto, tal vez nos hará bien volver a encontrar a María como modelo y figura de la Iglesia en esta fe que ella tenía.


2. Vamos al segundo aspecto: María modelo de caridad. ¿En qué modo María es para la Iglesia ejemplo viviente de amor? Pensemos en su disponibilidad respecto a su pariente Isabel. Visitándola, la Virgen María no le llevó sólo una ayuda material; también esto, pero llevó a Jesús, que ya vivía en su vientre. Llevar a Jesús a aquella casa quería decir llevar la alegría, la alegría plena. Isabel y Zacarías estaban felices por el embarazo que parecía imposible a su edad, pero es la joven María quien les lleva la alegría plena, la que viene de Jesús y del Espíritu Santo y se expresa en la caridad gratuita, en compartir, en ayudarse, en comprenderse.


La Virgen quiere traernos también a nosotros, a todos nosotros, el gran don que es Jesús; y con Él nos trae su amor, su paz, su alegría. Así la Iglesia es como María: la Iglesia no es un negocio, no es una agencia humanitaria, la Iglesia no es una ONG, la Iglesia está enviada a llevar a todos a Cristo y su Evangelio; no se lleva a sí misma —sea pequeña, grande, fuerte, débil—, la Iglesia lleva a Jesús y debe ser como María cuando fue a visitar a Isabel. ¿Qué le llevaba María? Jesús. La Iglesia lleva a Jesús: esto es el centro de la Iglesia, ¡llevar a Jesús! Si por hipótesis una vez sucediera que la Iglesia no lleva a Jesús, esa sería una Iglesia muerta. La Iglesia debe llevar la caridad de Jesús, el amor de Jesús, la caridad de Jesús.


Hemos hablado de María, de Jesús. ¿Y nosotros? Nosotros, que somos la Iglesia, ¿cuál es el amor que llevamos a los demás? ¿Es el amor de Jesús, que comparte, que perdona, que acompaña, o bien es un amor aguado, como se hace cundir el vino que parece agua? ¿Es un amor fuerte o débil, tanto que sigue las simpatías, que busca la correspondencia, un amor interesado? Otra pregunta: ¿a Jesús le gusta el amor interesado? No, no le gusta, porque el amor debe ser gratuito, como el suyo. ¿Cómo son las relaciones en nuestras parroquias, en nuestras comunidades? ¿Nos tratamos como hermanos y hermanas? ¿O nos juzgamos, hablamos mal los unos de los otros, nos ocupamos cada uno de la propia «huertecita», o nos cuidamos el uno al otro? ¡Son preguntas de caridad!


3. Y brevemente un último aspecto: María modelo de unión con Cristo. La vida de la Virgen Santa fue la vida de una mujer de su pueblo: María oraba, trabajaba, iba a la sinagoga... Pero cada acción se cumplía siempre en unión perfecta con Jesús. Esta unión alcanza su culmen en el Calvario: aquí María se une al Hijo en el martirio del corazón y en el ofrecimiento de la vida al Padre para la salvación de la humanidad. La Virgen hizo propio el dolor del Hijo y aceptó con Él la voluntad del Padre, en aquella obediencia que da fruto, que da la verdadera victoria sobre el mal y sobre la muerte.


Es muy bella esta realidad que María nos enseña: estar siempre unidos a Jesús. Podemos preguntarnos: ¿nos acordamos de Jesús sólo cuando algo no marcha y tenemos necesidad, o la nuestra es una relación constante, una amistad profunda, también cuando se trata de seguirle por el camino de la cruz?


Pidamos al Señor que nos dé su gracia, su fuerza, para que en nuestra vida y en la vida de cada comunidad eclesial se refleje el modelo de María, Madre de la Iglesia. ¡Que así sea!.


Saludos


Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, Argentina, Costa Rica, México, Panamá, Venezuela, Paraguay, Chile y los demás países latinoamericanos. Invito a todos a pedir al Señor su gracia, de modo que amemos cada vez más a María, Madre de la Iglesia. Gracias.


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Plaza de San Pedro 
 Miércoles 16 de Octubre de 2013


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Cuando recitamos el Credo decimos «Creo en la Iglesia una, santa, católica y apostólica». No sé si habéis reflexionado alguna vez sobre el significado que tiene la expresión «la Iglesia es apostólica». Tal vez en alguna ocasión, viniendo a Roma, habéis pensado en la importancia de los Apóstoles Pedro y Pablo que aquí dieron su vida por llevar y testimoniar el Evangelio.


Pero es más. Profesar que la Iglesia es apostólica significa subrayar el vínculo constitutivo que ella tiene con los Apóstoles, con aquel pequeño grupo de doce hombres que Jesús un día llamó a sí, les llamó por su nombre, para que permanecieran con Él y para enviarles a predicar (cf. Mc 3, 13-19). «Apóstol», en efecto, es una palabra griega que quiere decir «mandado», «enviado». Un apóstol es una persona que es mandada, es enviada a hacer algo y los Apóstoles fueron elegidos, llamados y enviados por Jesús, para continuar su obra, o sea orar —es la primera labor de un apóstol— y, segundo, anunciar el Evangelio. Esto es importante, porque cuando pensamos en los Apóstoles podríamos pensar que fueron sólo a anunciar el Evangelio, a hacer muchas obras. Pero en los primeros tiempos de la Iglesia hubo un problema porque los Apóstoles debían hacer muchas cosas y entonces constituyeron a los diáconos, para que los Apóstoles tuvieran más tiempo para orar y anunciar la Palabra de Dios. Cuando pensemos en los sucesores de los Apóstoles, los Obispos, incluido el Papa, porque también él es Obispo, debemos preguntarnos si este sucesor de los Apóstoles en primer lugar reza y después si anuncia el Evangelio: esto es ser Apóstol y por esto la Iglesia es apostólica. Todos nosotros, si queremos ser apóstoles como explicaré ahora, debemos preguntarnos: ¿yo rezo por la salvación del mundo? ¿Anuncio el Evangelio? ¡Esta es la Iglesia apostólica! Es un vínculo constitutivo que tenemos con los Apóstoles.


Partiendo precisamente de esto desearía subrayar brevemente tres significados del adjetivo «apostólica» aplicado a la Iglesia.


1. La Iglesia es apostólica porque está fundada en la predicación y la oración de los Apóstoles, en la autoridad que les ha sido dada por Cristo mismo. San Pablo escribe a los cristianos de Éfeso: «Vosotros sois conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios. Estáis edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular» (2, 19-20); o sea, compara a los cristianos con piedras vivas que forman un edificio que es la Iglesia, y este edificio está fundado sobre los Apóstoles, como columnas, y la piedra que sostiene todo es Jesús mismo. ¡Sin Jesús no puede existir la Iglesia! ¡Jesús es precisamente la base de la Iglesia, el fundamento! Los Apóstoles vivieron con Jesús, escucharon sus palabras, compartieron su vida, sobre todo fueron testigos de su muerte y resurrección. Nuestra fe, la Iglesia que Cristo quiso, no se funda en una idea, no se funda en una filosofía, se funda en Cristo mismo. Y la Iglesia es como una planta que a lo largo de los siglos ha crecido, se ha desarrollado, ha dado frutos, pero sus raíces están bien plantadas en Él y la experiencia fundamental de Cristo que tuvieron los Apóstoles, elegidos y enviados por Jesús, llega hasta nosotros. Desde aquella planta pequeñita hasta nuestros días: así la Iglesia está en todo el mundo.


2. Pero preguntémonos: ¿cómo es posible para nosotros vincularnos con aquel testimonio, cómo puede llegar hasta nosotros aquello que vivieron los Apóstoles con Jesús, aquello que escucharon de Él? He aquí el segundo significado del término «apostolicidad». El Catecismo de la Iglesia católica afirma que la Iglesia es apostólica porque «guarda y transmite, con la ayuda del Espíritu Santo que habita en ella, la enseñanza, el buen depósito, las sanas palabras oídas a los Apóstoles» (n. 857). La Iglesia conserva a lo largo de los siglos este precioso tesoro, que es la Sagrada Escritura, la doctrina, los Sacramentos, el ministerio de los Pastores, de forma que podamos ser fieles a Cristo y participar en su misma vida. Es como un río que corre en la historia, se desarrolla, irriga, pero el agua que corre es siempre la que parte de la fuente, y la fuente es Cristo mismo: Él es el Resucitado, Él es el Viviente, y sus palabras no pasan, porque Él no pasa, Él está vivo, Él hoy está entre nosotros aquí, Él nos siente y nosotros hablamos con Él y Él nos escucha, está en nuestro corazón. Jesús está con nosotros, ¡hoy! Esta es la belleza de la Iglesia: la presencia de Jesucristo entre nosotros. ¿Pensamos alguna vez en cuán importante es este don que Cristo nos ha dado, el don de la Iglesia, dónde lo podemos encontrar? ¿Pensamos alguna vez en cómo es precisamente la Iglesia en su camino a lo largo de estos siglos —no obstante las dificultades, los problemas, las debilidades, nuestros pecados— la que nos transmite el auténtico mensaje de Cristo? ¿Nos da la seguridad de que aquello en lo que creemos es realmente lo que Cristo nos ha comunicado?


3. El último pensamiento: la Iglesia es apostólica porque es enviada a llevar el Evangelio a todo el mundo. Continúa en el camino de la historia la misión misma que Jesús ha encomendado a los Apóstoles: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28, 19-21). Esto es lo que Jesús nos ha dicho que hagamos. Insisto en este aspecto de la misionariedad porque Cristo invita a todos a «ir» al encuentro de los demás, nos envía, nos pide que nos movamos para llevar la alegría del Evangelio. Una vez más preguntémonos: ¿somos misioneros con nuestra palabra, pero sobre todo con nuestra vida cristiana, con nuestro testimonio? ¿O somos cristianos encerrados en nuestro corazón y en nuestras iglesias, cristianos de sacristía? ¿Cristianos sólo de palabra, pero que viven como paganos? Debemos hacernos estas preguntas, que no son un reproche. También yo lo digo a mí mismo: ¿cómo soy cristiano, con el testimonio realmente?


La Iglesia tiene sus raíces en la enseñanza de los Apóstoles, testigos auténticos de Cristo, pero mira hacia el futuro, tiene la firme conciencia de ser enviada —enviada por Jesús—, de ser misionera, llevando el nombre de Jesús con la oración, el anuncio y el testimonio. Una Iglesia que se cierra en sí misma y en el pasado, una Iglesia que mira sólo las pequeñas reglas de costumbres, de actitudes, es una Iglesia que traiciona la propia identidad; ¡una Iglesia cerrada traiciona la propia identidad! Entonces redescubramos hoy toda la belleza y la responsabilidad de ser Iglesia apostólica. Y recordad: Iglesia apostólica porque oramos —primera tarea— y porque anunciamos el Evangelio con nuestra vida y con nuestras palabras.


Saludos


Dirijo un cordial saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, Argentina, México y los demás países latinoamericanos. Invito a todos a ser testigos de Cristo Resucitado y a anunciar el Evangelio a todas las personas, en comunión con los Obispos, sucesores de los Apóstoles. Muchas gracias.



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Plaza de San Pedro  
Miércoles 9 de Octubre de 2013



Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Se ve que hoy, con este mal día, vosotros habéis sido valientes: ¡felicidades!
«Creo en la Iglesia, una, santa, católica...». Hoy nos detenemos a reflexionar sobre esta nota de la Iglesia: decimos católica, es el Año de la catolicidad. Ante todo: ¿qué significa católico? Deriva del griego «kath'olòn» que quiere decir «según el todo», la totalidad. ¿En qué sentido esta totalidad se aplica a la Iglesia? ¿En qué sentido nosotros decimos que la Iglesia es católica? Diría en tres significados fundamentales.


1. El primero. La Iglesia es católica porque es el espacio, la casa en la que se nos anuncia toda entera la fe, en la que la salvación que nos ha traído Cristo se ofrece a todos. La Iglesia nos hace encontrar la misericordia de Dios que nos transforma porque en ella está presente Jesucristo, que le da la verdadera confesión de fe, la plenitud de la vida sacramental, la autenticidad del ministerio ordenado. En la Iglesia cada uno de nosotros encuentra cuanto es necesario para creer, para vivir como cristianos, para llegar a ser santos, para caminar en cada lugar y en cada época.


Por poner un ejemplo, podemos decir que es como en la vida de familia; en familia a cada uno de nosotros se nos da todo lo que nos permite crecer, madurar, vivir. No se puede crecer solos, no se puede caminar solos, aislándose, sino que se camina y se crece en una comunidad, en una familia. ¡Y así es en la Iglesia! En la Iglesia podemos escuchar la Palabra de Dios, seguros de que es el mensaje que el Señor nos ha dado; en la Iglesia podemos encontrar al Señor en los Sacramentos, que son las ventanas abiertas a través de las cuales se nos da la luz de Dios, los arroyos de los que tomamos la vida misma de Dios; en la Iglesia aprendemos a vivir la comunión, el amor que viene de Dios. Cada uno de nosotros puede preguntarse hoy: ¿cómo vivo yo en la Iglesia? Cuando voy a la iglesia, ¿es como si fuera al estadio, a un partido de fútbol? ¿Es como si fuera al cine? No, es otra cosa. 
¿Cómo voy yo a la iglesia? ¿Cómo acojo los dones que la Iglesia me ofrece, para crecer, para madurar como cristiano? ¿Participo en la vida de comunidad o voy a la iglesia y me cierro en mis problemas aislándome del otro? En este primer sentido la Iglesia es católica, porque es la casa de todos. Todos son hijos de la Iglesia y todos están en aquella casa.
2. Un segundo significado: la Iglesia es católica porque es universal, está difundida en todas las partes del mundo y anuncia el Evangelio a cada hombre y a cada mujer. La Iglesia no es un grupo de élite, no se refiere sólo a algunos. La Iglesia no tiene cierres, es enviada a la totalidad de las personas, a la totalidad del género humano. Y la única Iglesia está presente también en las más pequeñas partes de ella. Cada uno puede decir: en mi parroquia está presente la Iglesia católica, porque también ella es parte de la Iglesia universal, también ella tiene la plenitud de los dones de Cristo, la fe, los Sacramentos, el ministerio; está en comunión con el obispo, con el Papa y está abierta a todos, sin distinciones. La Iglesia no está sólo a la sombra de nuestro campanario, sino que abraza una vastedad de gentes, de pueblos que profesan la misma fe, se alimentan de la misma Eucaristía, son servidos por los mismos pastores. ¡Sentirnos en comunión con todas las Iglesias, con todas las comunidades católicas pequeñas o grandes en el mundo! ¡Es bello esto! Y después sentir que todos estamos en misión, pequeñas o grandes comunidades, todos debemos abrir nuestras puertas y salir por el Evangelio. Preguntémonos entonces: ¿qué hago yo para comunicar a los demás la alegría de encontrar al Señor, la alegría de pertenecer a la Iglesia? ¡Anunciar y testimoniar la fe no es un asunto de pocos, se refiere también a mí, a ti, a cada uno de nosotros!


3. Un tercer y último pensamiento: la Iglesia es católica porque es la «Casa de la armonía» donde unidad y diversidad saben conjugarse juntas para ser riqueza. Pensemos en la imagen de la sinfonía, que quiere decir acorde, y armonía, diversos instrumentos suenan juntos; cada uno mantiene su timbre inconfundible y sus características de sonido armonizan sobre algo en común. Además está quien guía, el director, y en la sinfonía que se interpreta todos tocan juntos en «armonía», pero no se suprime el timbre de cada instrumento; la peculiaridad de cada uno, más todavía, se valoriza al máximo.


Es una bella imagen que nos dice que la Iglesia es como una gran orquesta en la que existe variedad. No somos todos iguales ni debemos ser todos iguales. Todos somos distintos, diferentes, cada uno con las propias cualidades. Y esto es lo bello de la Iglesia: cada uno trae lo suyo, lo que Dios le ha dado, para enriquecer a los demás. Y entre los componentes existe esta diversidad, pero es una diversidad que no entra en conflicto, no se contrapone; es una variedad que se deja fundir en armonía por el Espíritu Santo; es Él el verdadero «Maestro», Él mismo es armonía. Y aquí preguntémonos: ¿en nuestras comunidades vivimos la armonía o peleamos entre nosotros? En mi comunidad parroquial, en mi movimiento, donde yo formo parte de la Iglesia, ¿hay habladurías? Si hay habladurías no existe armonía, sino lucha. Y ésta no es la Iglesia. La Iglesia es la armonía de todos: jamás parlotear uno contra otro, ¡jamás pelear! ¿Aceptamos al otro, aceptamos que exista una justa variedad, que éste sea diferente, que éste piense de un modo u otro —en la misma fe se puede pensar de modo diverso— o tendemos a uniformar todo? Pero la uniformidad mata la vida. La vida de la Iglesia es variedad, y cuando queremos poner esta uniformidad sobre todos matamos los dones del Espíritu Santo. Oremos al Espíritu Santo, que es precisamente el autor de esta unidad en la variedad, de esta armonía, para que nos haga cada vez más «católicos», o sea, en esta Iglesia que es católica y universal. Gracias.


Saludos


Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a las Religiosas capitulares de Jesús María, así como a los grupos venidos de España, Argentina, México, Panamá, Costa Rica, Uruguay, Ecuador, Perú, Chile, y otros países latinoamericanos. Que todos nos dejemos guiar por el Espíritu Santo para que vivamos con verdadero espíritu católico nuestra pertenencia gozosa a la Iglesia. Muchas gracias.


Queridos fieles en lengua árabe: hace un año, el 10 de Octubre de 2012, el Papa Benedicto, tras su viaje a Líbano y la entrega de la Exhortación Apostólica La Iglesia en Oriente Medio: comunión y testimonio, introdujo la lengua árabe en la audiencia general, como había sido pedido además por los padres sinodales, para expresar a todos los cristianos de Oriente Medio la cercanía de la Iglesia católica a sus hijos orientales —dijo el Santo Padre—. Y hoy, hablando de la expresión “creo en la Iglesia católica”, os pido que oréis por la paz en Oriente Medio: en Siria, en Irak, en Egipto, en Líbano y en Tierra Santa, donde nació el Príncipe de la Paz, Jesucristo. Orad para que la luz de Cristo llegue a cada corazón y a cada lugar, hasta los confines de la Tierra. ¡Que la bendición del Señor esté siempre con vosotros!


Con especial afecto, saludo a los obispos de la Iglesia de tradición alejandrina de Etiopía y Eritrea, a quienes soy particularmente cercano en la oración y en el dolor por muchos hijos de su tierra que han perdido la vida en la tragedia de Lampedusa.


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Plaza de San Pedro  
Miércoles 2 de Octubre de 2013



 
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


En el «Credo», después de haber profesado: «Creo en la Iglesia una», añadimos el adjetivo «santa»; o sea, afirmamos la santidad de la Iglesia, y ésta es una característica que ha estado presente desde los inicios en la conciencia de los primeros cristianos, quienes se llamaban sencillamente «los santos» (cf. Hch 9, 13.32.41; Rm 8, 27; 1 Co 6, 1), porque tenían la certeza de que es la acción de Dios, el Espíritu Santo quien santifica a la Iglesia.
¿Pero en qué sentido la Iglesia es santa si vemos que la Iglesia histórica, en su camino a lo largo de los siglos, ha tenido tantas dificultades, problemas, momentos oscuros? ¿Cómo puede ser santa una Iglesia formada por seres humanos, por pecadores? ¿Hombres pecadores, mujeres pecadoras, sacerdotes pecadores, religiosas pecadoras, obispos pecadores, cardenales pecadores, Papa pecador? Todos. ¿Cómo puede ser santa una Iglesia así?


Para responder a la pregunta desearía dejarme guiar por un pasaje de la Carta de san Pablo a los cristianos de Éfeso. El Apóstol, tomando como ejemplo las relaciones familiares, afirma que «Cristo amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para hacerla santa» (5, 25-26). Cristo amó a la Iglesia, donándose Él mismo en la cruz. Y esto significa que la Iglesia es santa porque procede de Dios que es santo, le es fiel y no la abandona en poder de la muerte y del mal (cf. Mt 16, 18). Es santa porque Jesucristo, el Santo de Dios (cf. Mc 1, 24), está unido de modo indisoluble a ella (cf. Mt 28, 20); es santa porque está guiada por el Espíritu Santo que purifica, transforma, renueva. No es santa por nuestros méritos, sino porque Dios la hace santa, es fruto del Espíritu Santo y de sus dones. No somos nosotros quienes la hacemos santa. Es Dios, el Espíritu Santo, quien en su amor hace santa a la Iglesia.


Me podréis decir: pero la Iglesia está formada por pecadores, lo vemos cada día. Y esto es verdad: somos una Iglesia de pecadores; y nosotros pecadores estamos llamados a dejarnos transformar, renovar, santificar por Dios. Ha habido en la historia la tentación de algunos que afirmaban: la Iglesia es sólo la Iglesia de los puros, de los que son totalmente coherentes, y a los demás hay que alejarles. ¡Esto no es verdad! ¡Esto es una herejía! La Iglesia, que es santa, no rechaza a los pecadores; no nos rechaza a todos nosotros; no rechaza porque llama a todos, les acoge, está abierta también a los más lejanos, llama a todos a dejarse envolver por la misericordia, por la ternura y por el perdón del Padre, que ofrece a todos la posibilidad de encontrarle, de caminar hacia la santidad. «Padre, yo soy un pecador, tengo grandes pecados, ¿cómo puedo sentirme parte de la Iglesia?». Querido hermano, querida hermana, es precisamente esto lo que desea el Señor; que tú le digas: «Señor, estoy aquí, con mis pecados». ¿Alguno de vosotros está aquí sin sus propios pecados? ¿Alguno de vosotros? Ninguno, ninguno de nosotros. Todos llevamos con nosotros nuestros pecados. Pero el Señor quiere oír que le decimos: «Perdóname, ayúdame a caminar, transforma mi corazón». Y el Señor puede transformar el corazón. En la Iglesia, el Dios que encontramos no es un juez despiadado, sino que es como el Padre de la parábola evangélica. Puedes ser como el hijo que ha dejado la casa, que ha tocado el fondo de la lejanía de Dios. Cuando tienes la fuerza de decir: quiero volver a casa, hallarás la puerta abierta, Dios te sale al encuentro porque te espera siempre, Dios te espera siempre, Dios te abraza, te besa y hace fiesta. Así es el Señor, así es la ternura de nuestro Padre celestial. El Señor nos quiere parte de una Iglesia que sabe abrir los brazos para acoger a todos, que no es la casa de pocos, sino la casa de todos, donde todos pueden ser renovados, transformados, santificados por su amor, los más fuertes y los más débiles, los pecadores, los indiferentes, quienes se sienten desalentados y perdidos. La Iglesia ofrece a todos la posibilidad de recorrer el camino de la santidad, que es el camino del cristiano: nos hace encontrar a Jesucristo en los sacramentos, especialmente en la Confesión y en la Eucaristía; nos comunica la Palabra de Dios, nos hace vivir en la caridad, en el amor de Dios hacia todos. Preguntémonos entonces: ¿nos dejamos santificar? ¿Somos una Iglesia que llama y acoge con los brazos abiertos a los pecadores, que da valentía, esperanza, o somos una Iglesia cerrada en sí misma? ¿Somos una Iglesia en la que se vive el amor de Dios, en la que se presta atención al otro, en la que se reza los unos por los otros?


Una última pregunta: ¿qué puedo hacer yo que me siento débil, frágil, pecador? Dios te dice: no tengas miedo de la santidad, no tengas miedo de apuntar alto, de dejarte amar y purificar por Dios, no tengas miedo de dejarte guiar por el Espíritu Santo. Dejémonos contagiar por la santidad de Dios. Cada cristiano está llamado a la santidad (cf. Const. dogm. Lumen gentium, 39-42); y la santidad no consiste ante todo en hacer cosas extraordinarias, sino en dejar actuar a Dios. Es el encuentro de nuestra debilidad con la fuerza de su gracia, es tener confianza en su acción lo que nos permite vivir en la caridad, hacer todo con alegría y humildad, para la gloria de Dios y en el servicio al prójimo. Hay una frase célebre del escritor francés Léon Bloy; en los últimos momentos de su vida decía: «Existe una sola tristeza en la vida, la de no ser santos». No perdamos la esperanza en la santidad, recorramos todos este camino. ¿Queremos ser santos? El Señor nos espera a todos con los brazos abiertos; nos espera para acompañarnos en este camino de la santidad. Vivamos con alegría nuestra fe, dejémonos amar por el Señor... pidamos este don a Dios en la oración, para nosotros y para los demás.



Saludos


Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, Argentina, México, Panamá, Colombia y los demás países latinoamericanos. Invito a todos a no olvidar la vocación a la santidad. No se dejen robar la esperanza. Ustedes pueden llegar a ser santos. Vayamos todos por este camino. Vivamos con alegría nuestra fe, dejémonos amar por el Señor. Muchas gracias.


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