PAPA FRANCISCO
AUDIENCIAS GENERALES
Plaza de San Pedro
Miércoles 30 de Octubre de 2013
Miércoles 30 de Octubre de 2013
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos
días!
Hoy desearía hablar de una realidad muy bella de
nuestra fe, esto es, de la «comunión de los santos». El
Catecismo de la Iglesia católica nos recuerda
que con esta expresión se entienden dos realidades: la
comunión en las cosas santas y la comunión entre las
personas santas (cf. n. 948). Me detengo en el segundo
significado: se trata de una verdad entre las más
consoladoras de nuestra fe, pues nos recuerda que no
estamos solos, sino que existe una comunión de vida
entre todos aquellos que pertenecen a Cristo. Una
comunión que nace de la fe; en efecto, el término
«santos» se refiere a quienes creen en el Señor Jesús y
están incorporados a Él en la Iglesia mediante el
Bautismo. Por esto los primeros cristianos eran llamados
también «los santos» (cf. Hch 9, 13.32.41; Rm
8, 27; 1 Cor 6, 1).
El Evangelio de Juan muestra que, antes de su Pasión,
Jesús rogó al Padre por la comunión entre los
discípulos, con estas palabras: «Para que todos sean
uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos
también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que
tú me has enviado» (17, 21). La Iglesia, en su verdad
más profunda, es comunión con Dios, familiaridad
con Dios, comunión de amor con Cristo y con el Padre en
el Espíritu Santo, que se prolonga en una comunión
fraterna. Esta relación entre Jesús y el Padre es la
«matriz» del vínculo entre nosotros cristianos: si
estamos íntimamente introducidos en esta «matriz», en
este horno ardiente de amor, entonces podemos hacernos
verdaderamente un solo corazón y una sola alma entre
nosotros, porque el amor de Dios quema nuestros
egoísmos, nuestros prejuicios, nuestras divisiones
interiores y exteriores. El amor de Dios quema también
nuestros pecados.
Si existe este enraizamiento en la fuente del Amor,
que es Dios, entonces se verifica también el movimiento
recíproco: de los hermanos a Dios. La experiencia de la
comunión fraterna me conduce a la comunión con Dios.
Estar unidos entre nosotros nos conduce a estar unidos
con Dios, nos conduce a este vínculo con Dios que es
nuestro Padre. Este es el segundo aspecto de la comunión
de los santos que desearía subrayar: nuestra fe tiene
necesidad del apoyo de los demás, especialmente en
los momentos difíciles. Si nosotros estamos unidos la fe
se hace fuerte. ¡Qué bello es sostenernos los unos a los
otros en la aventura maravillosa de la fe! Digo esto
porque la tendencia a cerrarse en lo privado ha
influenciado también el ámbito religioso, de forma que
muchas veces cuesta pedir la ayuda espiritual de cuantos
comparten con nosotros la experiencia cristiana. ¿Quién
de nosotros no ha experimentado inseguridades, extravíos
y hasta dudas en el camino de la fe? Todos hemos
experimentado esto, también yo: forma parte del camino
de la fe, forma parte de nuestra vida. Todo ello no debe
sorprendernos, porque somos seres humanos, marcados por
fragilidades y límites; todos somos frágiles, todos
tenemos límites. Sin embargo, en estos momentos de
dificultad es necesario confiar en la ayuda de Dios,
mediante la oración filial, y, al mismo tiempo, es
importante hallar el valor y la humildad de abrirse a
los demás, para pedir ayuda, para pedir que nos echen
una mano. ¡Cuántas veces hemos hecho esto y después
hemos conseguido salir del problema y encontrar a Dios
otra vez! En esta comunión —comunión quiere decir
común-unión— somos una gran familia, donde todos los
componentes se ayudan y se sostienen entre sí.
Y llegamos a otro aspecto: la comunión de los santos
va más allá de la vida terrena, va más allá de la
muerte y dura para siempre. Esta unión entre
nosotros va más allá y continúa en la otra vida; es una
unión espiritual que nace del Bautismo y no se rompe con
la muerte, sino que, gracias a Cristo resucitado, está
destinada a hallar su plenitud en la vida eterna. Hay un
vínculo profundo e indisoluble entre cuantos son aún
peregrinos en este mundo —entre nosotros— y quienes han
atravesado el umbral de la muerte para entrar en la
eternidad. Todos los bautizados aquí abajo, en la
tierra, las almas del Purgatorio y todos los
bienaventurados que están ya en el Paraíso forman una
sola gran Familia. Esta comunión entre tierra y cielo se
realiza especialmente en la oración de intercesión.
Queridos amigos, ¡tenemos esta belleza! Es una
realidad nuestra, de todos, que nos hace hermanos, que
nos acompaña en el camino de la vida y hace que nos
encontremos otra vez allá arriba, en el cielo. Vayamos
por este camino con confianza, con alegría. Un cristiano
debe ser alegre, con la alegría de tener muchos hermanos
bautizados que caminan con él; sostenido con la ayuda de
los hermanos y de las hermanas que hacen este mismo
camino para ir al cielo; y también con la ayuda de los
hermanos y de las hermanas que están en el cielo y
ruegan a Jesús por nosotros. ¡Adelante por este camino
con alegría!
Saludos
Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos
provenientes de España, Argentina, El Salvador, México y los demás países
latinoamericanos. Invito a todos a redescubrir la belleza de la fe en esta unión
común de todos los santos. Una realidad que nos concierne mientras somos
peregrinos en el tiempo, y en la cual, con la gracia de Dios, vamos a vivir para
siempre en el cielo. Muchas gracias.
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Plaza de San Pedro
Miércoles 23 de Octubre de 2013
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Continuando con las catequesis sobre la Iglesia, hoy
desearía mirar a María como imagen y modelo de la
Iglesia. Lo hago retomando una expresión del Concilio
Vaticano II. Dice la constitución
Lumen gentium: «La madre de Dios es figura de la
Iglesia, como ya enseñaba san Ambrosio: en el orden de
la fe, del amor y de la unión perfecta con Cristo» (n.
63).
1. Partamos del primer aspecto, María como modelo
de fe. ¿En qué sentido María representa un modelo
para la fe de la Iglesia? Pensemos en quién era la
Virgen María: una muchacha judía, que esperaba con todo
el corazón la redención de su pueblo. Pero en aquel
corazón de joven hija de Israel había un secreto que
ella misma todavía no conocía: en el proyecto de amor de
Dios estaba destinada a convertirse en la Madre del
Redentor. En la Anunciación, el Mensajero de Dios la
llama «llena de gracia» y le revela este proyecto.
María
responde «sí» y desde aquel momento la fe de María
recibe una luz nueva: se concentra en Jesús, el Hijo de
Dios que de ella ha tomado carne y en quien se cumplen
las promesas de toda la historia de la salvación. La fe
de María es el cumplimiento de la fe de Israel, en ella
está precisamente concentrado todo el camino, toda la
vía de aquel pueblo que esperaba la redención, y en este
sentido es el modelo de la fe de la Iglesia, que tiene
como centro a Cristo, encarnación del amor infinito de
Dios.
¿Cómo vivió María esta fe? La vivió en la sencillez
de las mil ocupaciones y preocupaciones cotidianas de
cada mamá, como proveer al alimento, al vestido, la
atención de la casa... Precisamente esta existencia
normal de la Virgen fue el terreno donde se desarrolló
una relación singular y un diálogo profundo entre ella y
Dios, entre ella y su Hijo. El «sí» de María, ya
perfecto al inicio, creció hasta la hora de la Cruz.
Allí su maternidad se dilató abrazando a cada uno de
nosotros, nuestra vida, para guiarnos a su Hijo. María
vivió siempre inmersa en el misterio del Dios hecho
hombre, como su primera y perfecta discípula, meditando
cada cosa en su corazón a la luz del Espíritu Santo,
para comprender y poner en práctica toda la voluntad de
Dios.
Podemos hacernos una pregunta: ¿nos dejamos iluminar
por la fe de María, que es nuestra Madre? ¿O bien la
pensamos lejana, demasiado distinta de nosotros? En los
momentos de dificultad, de prueba, de oscuridad, ¿la
miramos a ella como modelo de confianza en Dios, que
quiere siempre y sólo nuestro bien? Pensemos en esto,
tal vez nos hará bien volver a encontrar a María como
modelo y figura de la Iglesia en esta fe que ella tenía.
2. Vamos al segundo aspecto: María modelo de
caridad. ¿En qué modo María es para la Iglesia
ejemplo viviente de amor? Pensemos en su disponibilidad
respecto a su pariente Isabel. Visitándola, la Virgen
María no le llevó sólo una ayuda material; también esto,
pero llevó a Jesús, que ya vivía en su vientre. Llevar a
Jesús a aquella casa quería decir llevar la alegría, la
alegría plena. Isabel y Zacarías estaban felices por el
embarazo que parecía imposible a su edad, pero es la
joven María quien les lleva la alegría plena, la que
viene de Jesús y del Espíritu Santo y se expresa en la
caridad gratuita, en compartir, en ayudarse, en
comprenderse.
La Virgen quiere traernos también a nosotros, a todos
nosotros, el gran don que es Jesús; y con Él nos trae su
amor, su paz, su alegría. Así la Iglesia es como María:
la Iglesia no es un negocio, no es una agencia
humanitaria, la Iglesia no es una ONG, la Iglesia está
enviada a llevar a todos a Cristo y su Evangelio; no se
lleva a sí misma —sea pequeña, grande, fuerte, débil—,
la Iglesia lleva a Jesús y debe ser como María cuando
fue a visitar a Isabel. ¿Qué le llevaba María? Jesús. La
Iglesia lleva a Jesús: esto es el centro de la Iglesia,
¡llevar a Jesús! Si por hipótesis una vez sucediera que
la Iglesia no lleva a Jesús, esa sería una Iglesia
muerta. La Iglesia debe llevar la caridad de Jesús, el
amor de Jesús, la caridad de Jesús.
Hemos hablado de María, de Jesús. ¿Y nosotros?
Nosotros, que somos la Iglesia, ¿cuál es el amor que
llevamos a los demás? ¿Es el amor de Jesús, que
comparte, que perdona, que acompaña, o bien es un amor
aguado, como se hace cundir el vino que parece agua? ¿Es
un amor fuerte o débil, tanto que sigue las simpatías,
que busca la correspondencia, un amor interesado? Otra
pregunta: ¿a Jesús le gusta el amor interesado? No, no
le gusta, porque el amor debe ser gratuito, como el
suyo. ¿Cómo son las relaciones en nuestras parroquias,
en nuestras comunidades? ¿Nos tratamos como hermanos y
hermanas? ¿O nos juzgamos, hablamos mal los unos de los
otros, nos ocupamos cada uno de la propia «huertecita»,
o nos cuidamos el uno al otro? ¡Son preguntas de
caridad!
3. Y brevemente un último aspecto: María modelo de
unión con Cristo. La vida de la Virgen Santa fue la
vida de una mujer de su pueblo: María oraba, trabajaba,
iba a la sinagoga... Pero cada acción se cumplía siempre
en unión perfecta con Jesús. Esta unión alcanza su
culmen en el Calvario: aquí María se une al Hijo en el
martirio del corazón y en el ofrecimiento de la vida al
Padre para la salvación de la humanidad. La Virgen hizo
propio el dolor del Hijo y aceptó con Él la voluntad del
Padre, en aquella obediencia que da fruto, que da la
verdadera victoria sobre el mal y sobre la muerte.
Es muy bella esta realidad que María nos enseña:
estar siempre unidos a Jesús. Podemos preguntarnos: ¿nos
acordamos de Jesús sólo cuando algo no marcha y tenemos
necesidad, o la nuestra es una relación constante, una
amistad profunda, también cuando se trata de seguirle
por el camino de la cruz?
Pidamos al Señor que nos dé su gracia, su fuerza,
para que en nuestra vida y en la vida de cada comunidad
eclesial se refleje el modelo de María, Madre de la
Iglesia. ¡Que así sea!.
Saludos
Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos
provenientes de España, Argentina, Costa Rica, México, Panamá, Venezuela,
Paraguay, Chile y los demás países latinoamericanos. Invito a todos a pedir al
Señor su gracia, de modo que amemos cada vez más a María, Madre de la Iglesia.
Gracias.
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Plaza de San Pedro
Miércoles 16 de Octubre de 2013
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Cuando recitamos el Credo decimos «Creo en la Iglesia
una, santa, católica y apostólica». No sé si habéis
reflexionado alguna vez sobre el significado que tiene
la expresión «la Iglesia es apostólica». Tal vez en
alguna ocasión, viniendo a Roma, habéis pensado en la
importancia de los Apóstoles Pedro y Pablo que aquí
dieron su vida por llevar y testimoniar el Evangelio.
Pero es más. Profesar que la Iglesia es apostólica
significa subrayar el vínculo constitutivo que ella
tiene con los Apóstoles, con aquel pequeño grupo de doce
hombres que Jesús un día llamó a sí, les llamó por su
nombre, para que permanecieran con Él y para enviarles a
predicar (cf. Mc 3, 13-19). «Apóstol», en efecto,
es una palabra griega que quiere decir «mandado»,
«enviado». Un apóstol es una persona que es mandada, es
enviada a hacer algo y los Apóstoles fueron elegidos,
llamados y enviados por Jesús, para continuar su obra, o
sea orar —es la primera labor de un apóstol— y, segundo,
anunciar el Evangelio. Esto es importante, porque cuando
pensamos en los Apóstoles podríamos pensar que fueron
sólo a anunciar el Evangelio, a hacer muchas obras. Pero
en los primeros tiempos de la Iglesia hubo un problema
porque los Apóstoles debían hacer muchas cosas y
entonces constituyeron a los diáconos, para que los
Apóstoles tuvieran más tiempo para orar y anunciar la
Palabra de Dios. Cuando pensemos en los sucesores de los
Apóstoles, los Obispos, incluido el Papa, porque también
él es Obispo, debemos preguntarnos si este sucesor de
los Apóstoles en primer lugar reza y después si anuncia
el Evangelio: esto es ser Apóstol y por esto la Iglesia
es apostólica. Todos nosotros, si queremos ser apóstoles
como explicaré ahora, debemos preguntarnos: ¿yo rezo por
la salvación del mundo? ¿Anuncio el Evangelio? ¡Esta es
la Iglesia apostólica! Es un vínculo constitutivo que
tenemos con los Apóstoles.
Partiendo precisamente de esto desearía subrayar
brevemente tres significados del adjetivo «apostólica»
aplicado a la Iglesia.
1. La Iglesia es apostólica porque está fundada en
la predicación y la oración de los Apóstoles, en la
autoridad que les ha sido dada por Cristo mismo. San
Pablo escribe a los cristianos de Éfeso: «Vosotros sois
conciudadanos de los santos y miembros de la familia de
Dios. Estáis edificados sobre el cimiento de los
apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la
piedra angular» (2, 19-20); o sea, compara a los
cristianos con piedras vivas que forman un edificio que
es la Iglesia, y este edificio está fundado sobre los
Apóstoles, como columnas, y la piedra que sostiene todo
es Jesús mismo. ¡Sin Jesús no puede existir la Iglesia!
¡Jesús es precisamente la base de la Iglesia, el
fundamento! Los Apóstoles vivieron con Jesús, escucharon
sus palabras, compartieron su vida, sobre todo fueron
testigos de su muerte y resurrección. Nuestra fe, la
Iglesia que Cristo quiso, no se funda en una idea, no se
funda en una filosofía, se funda en Cristo mismo. Y la
Iglesia es como una planta que a lo largo de los siglos
ha crecido, se ha desarrollado, ha dado frutos, pero sus
raíces están bien plantadas en Él y la experiencia
fundamental de Cristo que tuvieron los Apóstoles,
elegidos y enviados por Jesús, llega hasta nosotros.
Desde aquella planta pequeñita hasta nuestros días: así
la Iglesia está en todo el mundo.
2. Pero preguntémonos: ¿cómo es posible para nosotros
vincularnos con aquel testimonio, cómo puede llegar
hasta nosotros aquello que vivieron los Apóstoles con
Jesús, aquello que escucharon de Él? He aquí el segundo
significado del término «apostolicidad». El
Catecismo de la Iglesia católica afirma que la
Iglesia es apostólica porque «guarda y transmite,
con la ayuda del Espíritu Santo que habita en ella, la
enseñanza, el buen depósito, las sanas palabras oídas a
los Apóstoles» (n. 857). La Iglesia conserva a lo largo
de los siglos este precioso tesoro, que es la Sagrada
Escritura, la doctrina, los Sacramentos, el ministerio
de los Pastores, de forma que podamos ser fieles a
Cristo y participar en su misma vida. Es como un río que
corre en la historia, se desarrolla, irriga, pero el
agua que corre es siempre la que parte de la fuente, y
la fuente es Cristo mismo: Él es el Resucitado, Él es el
Viviente, y sus palabras no pasan, porque Él no pasa, Él
está vivo, Él hoy está entre nosotros aquí, Él nos
siente y nosotros hablamos con Él y Él nos escucha, está
en nuestro corazón. Jesús está con nosotros, ¡hoy! Esta
es la belleza de la Iglesia: la presencia de Jesucristo
entre nosotros. ¿Pensamos alguna vez en cuán importante
es este don que Cristo nos ha dado, el don de la
Iglesia, dónde lo podemos encontrar? ¿Pensamos alguna
vez en cómo es precisamente la Iglesia en su camino a lo
largo de estos siglos —no obstante las dificultades, los
problemas, las debilidades, nuestros pecados— la que nos
transmite el auténtico mensaje de Cristo? ¿Nos da la
seguridad de que aquello en lo que creemos es realmente
lo que Cristo nos ha comunicado?
3. El último pensamiento: la Iglesia es apostólica
porque es enviada a llevar el Evangelio a todo el
mundo. Continúa en el camino de la historia la
misión misma que Jesús ha encomendado a los Apóstoles: «Id,
pues, y haced discípulos a todos los pueblos,
bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he
mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los
días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28,
19-21). Esto es lo que Jesús nos ha dicho que hagamos.
Insisto en este aspecto de la misionariedad porque
Cristo invita a todos a «ir» al encuentro de los demás,
nos envía, nos pide que nos movamos para llevar la
alegría del Evangelio. Una vez más preguntémonos: ¿somos
misioneros con nuestra palabra, pero sobre todo con
nuestra vida cristiana, con nuestro testimonio? ¿O somos
cristianos encerrados en nuestro corazón y en nuestras
iglesias, cristianos de sacristía? ¿Cristianos sólo de
palabra, pero que viven como paganos? Debemos hacernos
estas preguntas, que no son un reproche. También yo lo
digo a mí mismo: ¿cómo soy cristiano, con el testimonio
realmente?
La Iglesia tiene sus raíces en la enseñanza de los
Apóstoles, testigos auténticos de Cristo, pero mira
hacia el futuro, tiene la firme conciencia de ser
enviada —enviada por Jesús—, de ser misionera, llevando
el nombre de Jesús con la oración, el anuncio y el
testimonio. Una Iglesia que se cierra en sí misma y en
el pasado, una Iglesia que mira sólo las pequeñas reglas
de costumbres, de actitudes, es una Iglesia que
traiciona la propia identidad; ¡una Iglesia cerrada
traiciona la propia identidad! Entonces redescubramos
hoy toda la belleza y la responsabilidad de ser Iglesia
apostólica. Y recordad: Iglesia apostólica porque oramos
—primera tarea— y porque anunciamos el Evangelio con
nuestra vida y con nuestras palabras.
Saludos
Dirijo un cordial saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a
los grupos provenientes de España, Argentina, México y los demás países
latinoamericanos. Invito a todos a ser testigos de Cristo Resucitado y a
anunciar el Evangelio a todas las personas, en comunión con los Obispos,
sucesores de los Apóstoles. Muchas gracias.
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Plaza de San Pedro
Miércoles 9 de Octubre de 2013
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Se ve que hoy, con este mal día, vosotros habéis sido
valientes: ¡felicidades!
«Creo en la Iglesia, una, santa, católica...». Hoy
nos detenemos a reflexionar sobre esta nota de la
Iglesia: decimos católica, es el Año de la catolicidad.
Ante todo: ¿qué significa católico? Deriva del griego «kath'olòn»
que quiere decir «según el todo», la totalidad. ¿En qué
sentido esta totalidad se aplica a la Iglesia? ¿En qué
sentido nosotros decimos que la Iglesia es católica?
Diría en tres significados fundamentales.
1. El primero. La Iglesia es católica porque es el
espacio, la casa en la que se nos anuncia toda
entera la fe, en la que la salvación que nos ha traído
Cristo se ofrece a todos. La Iglesia nos hace encontrar
la misericordia de Dios que nos transforma porque en
ella está presente Jesucristo, que le da la verdadera
confesión de fe, la plenitud de la vida sacramental, la
autenticidad del ministerio ordenado. En la Iglesia cada
uno de nosotros encuentra cuanto es necesario para
creer, para vivir como cristianos, para llegar a ser
santos, para caminar en cada lugar y en cada época.
Por poner un ejemplo, podemos decir que es como en la
vida de familia; en familia a cada uno de nosotros se
nos da todo lo que nos permite crecer, madurar, vivir.
No se puede crecer solos, no se puede caminar solos,
aislándose, sino que se camina y se crece en una
comunidad, en una familia. ¡Y así es en la Iglesia! En
la Iglesia podemos escuchar la Palabra de Dios, seguros
de que es el mensaje que el Señor nos ha dado; en la
Iglesia podemos encontrar al Señor en los Sacramentos,
que son las ventanas abiertas a través de las cuales se
nos da la luz de Dios, los arroyos de los que tomamos la
vida misma de Dios; en la Iglesia aprendemos a vivir la
comunión, el amor que viene de Dios. Cada uno de
nosotros puede preguntarse hoy: ¿cómo vivo yo en la
Iglesia? Cuando voy a la iglesia, ¿es como si fuera al
estadio, a un partido de fútbol? ¿Es como si fuera al
cine? No, es otra cosa.
¿Cómo voy yo a la iglesia? ¿Cómo
acojo los dones que la Iglesia me ofrece, para crecer,
para madurar como cristiano? ¿Participo en la vida de
comunidad o voy a la iglesia y me cierro en mis
problemas aislándome del otro? En este primer sentido la
Iglesia es católica, porque es la casa de todos. Todos
son hijos de la Iglesia y todos están en aquella casa.
2. Un segundo significado: la Iglesia es católica
porque es universal, está difundida en todas las
partes del mundo y anuncia el Evangelio a cada hombre y
a cada mujer. La Iglesia no es un grupo de élite, no se
refiere sólo a algunos. La Iglesia no tiene cierres, es
enviada a la totalidad de las personas, a la totalidad
del género humano. Y la única Iglesia está presente
también en las más pequeñas partes de ella. Cada uno
puede decir: en mi parroquia está presente la Iglesia
católica, porque también ella es parte de la Iglesia
universal, también ella tiene la plenitud de los dones
de Cristo, la fe, los Sacramentos, el ministerio; está
en comunión con el obispo, con el Papa y está abierta a
todos, sin distinciones. La Iglesia no está sólo a la
sombra de nuestro campanario, sino que abraza una
vastedad de gentes, de pueblos que profesan la misma fe,
se alimentan de la misma Eucaristía, son servidos por
los mismos pastores. ¡Sentirnos en comunión con todas
las Iglesias, con todas las comunidades católicas
pequeñas o grandes en el mundo! ¡Es bello esto! Y
después sentir que todos estamos en misión, pequeñas o
grandes comunidades, todos debemos abrir nuestras
puertas y salir por el Evangelio. Preguntémonos
entonces: ¿qué hago yo para comunicar a los demás la
alegría de encontrar al Señor, la alegría de pertenecer
a la Iglesia? ¡Anunciar y testimoniar la fe no es un
asunto de pocos, se refiere también a mí, a ti, a cada
uno de nosotros!
3. Un tercer y último pensamiento: la Iglesia es
católica porque es la «Casa de la armonía» donde
unidad y diversidad saben conjugarse juntas para ser
riqueza. Pensemos en la imagen de la sinfonía, que
quiere decir acorde, y armonía, diversos instrumentos
suenan juntos; cada uno mantiene su timbre inconfundible
y sus características de sonido armonizan sobre algo en
común. Además está quien guía, el director, y en la
sinfonía que se interpreta todos tocan juntos en
«armonía», pero no se suprime el timbre de cada
instrumento; la peculiaridad de cada uno, más todavía,
se valoriza al máximo.
Es una bella imagen que nos dice que la Iglesia es
como una gran orquesta en la que existe variedad. No
somos todos iguales ni debemos ser todos iguales. Todos
somos distintos, diferentes, cada uno con las propias
cualidades. Y esto es lo bello de la Iglesia: cada uno
trae lo suyo, lo que Dios le ha dado, para enriquecer a
los demás. Y entre los componentes existe esta
diversidad, pero es una diversidad que no entra en
conflicto, no se contrapone; es una variedad que se deja
fundir en armonía por el Espíritu Santo; es Él el
verdadero «Maestro», Él mismo es armonía. Y aquí
preguntémonos: ¿en nuestras comunidades vivimos la
armonía o peleamos entre nosotros? En mi comunidad
parroquial, en mi movimiento, donde yo formo parte de la
Iglesia, ¿hay habladurías? Si hay habladurías no existe
armonía, sino lucha. Y ésta no es la Iglesia. La Iglesia
es la armonía de todos: jamás parlotear uno contra otro,
¡jamás pelear! ¿Aceptamos al otro, aceptamos que exista
una justa variedad, que éste sea diferente, que éste
piense de un modo u otro —en la misma fe se puede pensar
de modo diverso— o tendemos a uniformar todo? Pero la
uniformidad mata la vida. La vida de la Iglesia es
variedad, y cuando queremos poner esta uniformidad sobre
todos matamos los dones del Espíritu Santo. Oremos al
Espíritu Santo, que es precisamente el autor de esta
unidad en la variedad, de esta armonía, para que nos
haga cada vez más «católicos», o sea, en esta Iglesia
que es católica y universal. Gracias.
Saludos
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a
las Religiosas capitulares de Jesús María, así como a los grupos venidos de
España, Argentina, México, Panamá, Costa Rica, Uruguay, Ecuador, Perú, Chile, y
otros países latinoamericanos. Que todos nos dejemos guiar por el Espíritu Santo
para que vivamos con verdadero espíritu católico nuestra pertenencia gozosa a la
Iglesia. Muchas gracias.
Queridos fieles en lengua árabe: hace un año, el 10
de Octubre de 2012, el Papa Benedicto, tras su viaje a
Líbano y la entrega de la Exhortación Apostólica
La Iglesia en Oriente Medio: comunión y testimonio,
introdujo la lengua árabe en la audiencia general, como
había sido pedido además por los padres sinodales, para
expresar a todos los cristianos de Oriente Medio la
cercanía de la Iglesia católica a sus hijos orientales
—dijo el Santo Padre—. Y hoy, hablando de la expresión “creo
en la Iglesia católica”, os pido que oréis por la
paz en Oriente Medio: en Siria, en Irak, en Egipto, en
Líbano y en Tierra Santa, donde nació el Príncipe de la
Paz, Jesucristo. Orad para que la luz de Cristo llegue a
cada corazón y a cada lugar, hasta los confines de la
Tierra. ¡Que la bendición del Señor esté siempre con
vosotros!
Con especial afecto, saludo a los obispos de la
Iglesia de tradición alejandrina de Etiopía y Eritrea, a
quienes soy particularmente cercano en la oración y en
el dolor por muchos hijos de su tierra que han perdido
la vida en la tragedia de Lampedusa.
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Plaza de San Pedro
Miércoles 2 de Octubre de 2013
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el «Credo», después de haber profesado: «Creo en la Iglesia una», añadimos el adjetivo «santa»; o sea, afirmamos la santidad de la Iglesia, y ésta es una característica que ha estado presente desde los inicios en la conciencia de los primeros cristianos, quienes se llamaban sencillamente «los santos» (cf. Hch 9, 13.32.41; Rm 8, 27; 1 Co 6, 1), porque tenían la certeza de que es la acción de Dios, el Espíritu Santo quien santifica a la Iglesia.
¿Pero en qué sentido la Iglesia es santa si vemos que la Iglesia histórica, en su camino a lo largo de los siglos, ha tenido tantas dificultades, problemas, momentos oscuros? ¿Cómo puede ser santa una Iglesia formada por seres humanos, por pecadores? ¿Hombres pecadores, mujeres pecadoras, sacerdotes pecadores, religiosas pecadoras, obispos pecadores, cardenales pecadores, Papa pecador? Todos. ¿Cómo puede ser santa una Iglesia así?
Para responder a la pregunta desearía dejarme guiar por un pasaje de la Carta de san Pablo a los cristianos de Éfeso. El Apóstol, tomando como ejemplo las relaciones familiares, afirma que «Cristo amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para hacerla santa» (5, 25-26). Cristo amó a la Iglesia, donándose Él mismo en la cruz. Y esto significa que la Iglesia es santa porque procede de Dios que es santo, le es fiel y no la abandona en poder de la muerte y del mal (cf. Mt 16, 18). Es santa porque Jesucristo, el Santo de Dios (cf. Mc 1, 24), está unido de modo indisoluble a ella (cf. Mt 28, 20); es santa porque está guiada por el Espíritu Santo que purifica, transforma, renueva. No es santa por nuestros méritos, sino porque Dios la hace santa, es fruto del Espíritu Santo y de sus dones. No somos nosotros quienes la hacemos santa. Es Dios, el Espíritu Santo, quien en su amor hace santa a la Iglesia.
Me podréis decir: pero la Iglesia está formada por pecadores, lo vemos cada día. Y esto es verdad: somos una Iglesia de pecadores; y nosotros pecadores estamos llamados a dejarnos transformar, renovar, santificar por Dios. Ha habido en la historia la tentación de algunos que afirmaban: la Iglesia es sólo la Iglesia de los puros, de los que son totalmente coherentes, y a los demás hay que alejarles. ¡Esto no es verdad! ¡Esto es una herejía! La Iglesia, que es santa, no rechaza a los pecadores; no nos rechaza a todos nosotros; no rechaza porque llama a todos, les acoge, está abierta también a los más lejanos, llama a todos a dejarse envolver por la misericordia, por la ternura y por el perdón del Padre, que ofrece a todos la posibilidad de encontrarle, de caminar hacia la santidad. «Padre, yo soy un pecador, tengo grandes pecados, ¿cómo puedo sentirme parte de la Iglesia?». Querido hermano, querida hermana, es precisamente esto lo que desea el Señor; que tú le digas: «Señor, estoy aquí, con mis pecados». ¿Alguno de vosotros está aquí sin sus propios pecados? ¿Alguno de vosotros? Ninguno, ninguno de nosotros. Todos llevamos con nosotros nuestros pecados. Pero el Señor quiere oír que le decimos: «Perdóname, ayúdame a caminar, transforma mi corazón». Y el Señor puede transformar el corazón. En la Iglesia, el Dios que encontramos no es un juez despiadado, sino que es como el Padre de la parábola evangélica. Puedes ser como el hijo que ha dejado la casa, que ha tocado el fondo de la lejanía de Dios. Cuando tienes la fuerza de decir: quiero volver a casa, hallarás la puerta abierta, Dios te sale al encuentro porque te espera siempre, Dios te espera siempre, Dios te abraza, te besa y hace fiesta. Así es el Señor, así es la ternura de nuestro Padre celestial. El Señor nos quiere parte de una Iglesia que sabe abrir los brazos para acoger a todos, que no es la casa de pocos, sino la casa de todos, donde todos pueden ser renovados, transformados, santificados por su amor, los más fuertes y los más débiles, los pecadores, los indiferentes, quienes se sienten desalentados y perdidos. La Iglesia ofrece a todos la posibilidad de recorrer el camino de la santidad, que es el camino del cristiano: nos hace encontrar a Jesucristo en los sacramentos, especialmente en la Confesión y en la Eucaristía; nos comunica la Palabra de Dios, nos hace vivir en la caridad, en el amor de Dios hacia todos. Preguntémonos entonces: ¿nos dejamos santificar? ¿Somos una Iglesia que llama y acoge con los brazos abiertos a los pecadores, que da valentía, esperanza, o somos una Iglesia cerrada en sí misma? ¿Somos una Iglesia en la que se vive el amor de Dios, en la que se presta atención al otro, en la que se reza los unos por los otros?
Una última pregunta: ¿qué puedo hacer yo que me siento débil, frágil, pecador? Dios te dice: no tengas miedo de la santidad, no tengas miedo de apuntar alto, de dejarte amar y purificar por Dios, no tengas miedo de dejarte guiar por el Espíritu Santo. Dejémonos contagiar por la santidad de Dios. Cada cristiano está llamado a la santidad (cf. Const. dogm. Lumen gentium, 39-42); y la santidad no consiste ante todo en hacer cosas extraordinarias, sino en dejar actuar a Dios. Es el encuentro de nuestra debilidad con la fuerza de su gracia, es tener confianza en su acción lo que nos permite vivir en la caridad, hacer todo con alegría y humildad, para la gloria de Dios y en el servicio al prójimo. Hay una frase célebre del escritor francés Léon Bloy; en los últimos momentos de su vida decía: «Existe una sola tristeza en la vida, la de no ser santos». No perdamos la esperanza en la santidad, recorramos todos este camino. ¿Queremos ser santos? El Señor nos espera a todos con los brazos abiertos; nos espera para acompañarnos en este camino de la santidad. Vivamos con alegría nuestra fe, dejémonos amar por el Señor... pidamos este don a Dios en la oración, para nosotros y para los demás.
Saludos
Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, Argentina, México, Panamá, Colombia y los demás países latinoamericanos. Invito a todos a no olvidar la vocación a la santidad. No se dejen robar la esperanza. Ustedes pueden llegar a ser santos. Vayamos todos por este camino. Vivamos con alegría nuestra fe, dejémonos amar por el Señor. Muchas gracias.
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