sábado, 1 de febrero de 2014

FRANCISCO: Homilías de Enero 2014 (25, 19, 12, 6, 3 y 1°)

HOMILÍAS DEL SANTO PADRE FRANCISCO


CELEBRACIÓN DE LAS VÍSPERAS EN LA SOLEMNIDAD
DE LA CONVERSIÓN DEL APÓSTOL SAN PABLO




Basílica de San Pablo extramuros
Sábado de 25 enero de 2014




«¿Está dividido Cristo?» (1 Co 1,13). La enérgica llamada de atención de san Pablo al comienzo de su Primera carta a los Corintios, que resuena en la liturgia de esta tarde, ha sido elegida por un grupo de hermanos cristianos de Canadá como guión para nuestra meditación durante la Semana de Oración de este año.


El Apóstol ha recibido con gran tristeza la noticia de que los cristianos de Corinto están divididos en varias facciones. Hay quien afirma: «Yo soy de Pablo»; otros, sin embargo, declaran: « Yo soy de Apolo»; y otros añaden: «Yo soy de Cefas». Finalmente, están también los que proclaman: «Yo soy de Cristo» (cf. v. 12). Pero ni siquiera los que se remiten a Cristo merecen el elogio de Pablo, pues usan el nombre del único Salvador para distanciarse de otros hermanos en la comunidad. En otras palabras, la experiencia particular de cada uno, la referencia a algunas personas importantes de la comunidad, se convierten en el criterio para juzgar la fe de los otros.


En esta situación de división, Pablo exhorta a los cristianos de Corinto, «en nombre de nuestro Señor Jesucristo», a ser unánimes en el hablar, para que no haya divisiones entre ellos, sino que estén perfectamente unidos en un mismo pensar y un mismo sentir (cf. v. 10). Pero la comunión que el Apóstol reclama no puede ser fruto de estrategias humanas. En efecto, la perfecta unión entre los hermanos sólo es posible cuando se remiten al pensar y al sentir de Cristo (cf. Flp 2,5). Esta tarde, mientras estamos aquí reunidos en oración, nos damos cuenta de que Cristo, que no puede estar dividido, quiere atraernos hacia sí, hacia los sentimientos de su corazón, hacia su abandono total y confiado en las manos del Padre, hacia su despojo radical por amor a la humanidad. Sólo él puede ser el principio, la causa, el motor de nuestra unidad.


Cuando estamos en su presencia, nos hacemos aún más conscientes de que no podemos considerar las divisiones en la Iglesia como un fenómeno en cierto modo natural, inevitable en cualquier forma de vida asociativa. Nuestras divisiones hieren su cuerpo, dañan el testimonio que estamos llamados a dar en el mundo. El Decreto sobre el ecumenismo del Vaticano II, refiriéndose al texto de san Pablo que hemos meditado, afirma de manera significativa: «Con ser una y única la Iglesia fundada por Cristo Señor, son muchas, sin embargo, las Comuniones cristianas que se presentan a los hombres como la verdadera herencia de Jesucristo; ciertamente, todos se confiesan discípulos del Señor, pero sienten de modo distinto y marchan por caminos diferentes, como si Cristo mismo estuviera dividido». Y, por tanto, añade: «Esta división contradice clara y abiertamente la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y perjudica a la causa santísima de predicar el Evangelio a toda criatura» (Unitatis redintegratio, 1). Las divisiones nos han hecho daño a todos. Ninguno de nosotros desea ser causa de escándalo. Por eso, todos caminamos juntos, fraternalmente, por el camino de la unidad, construyendo la unidad al caminar, esa unidad que viene del Espíritu Santo y que se caracteriza por una singularidad especial, que sólo el Espíritu santo puede lograr: la diversidad reconciliada. El Señor nos espera a todos, nos acompaña a todos, está con todos nosotros en este camino de la unidad.


Queridos amigos, Cristo no puede estar dividido. Esta certeza debe animarnos y sostenernos para continuar con humildad y confianza en el camino hacia el restablecimiento de la plena unidad visible de todos los creyentes en Cristo. Me es grato recordar en este momento la obra del beato Juan XXIII y del beato Juan Pablo II. Tanto uno como otro fueron madurando durante su vida la conciencia de la urgencia de la causa de la unidad y, una vez elegidos Obispos de Roma, han guiado con determinación a la grey católica por el camino ecuménico. El papa Juan, abriendo nuevas vías, antes casi impensables. El papa Juan Pablo, proponiendo el diálogo ecuménico como dimensión ordinaria e imprescindible de la vida de cada Iglesia particular. Junto a ellos, menciono también al papa Pablo VI, otro gran protagonista del diálogo, del que recordamos precisamente en estos días el quincuagésimo aniversario del histórico abrazo en Jerusalén con el Patriarca de Constantinopla, Atenágoras.


La obra de estos Pontífices ha conseguido que el aspecto del diálogo ecuménico se haya convertido en una dimensión esencial del ministerio del Obispo de Roma, hasta el punto de que hoy no se entendería plenamente el servicio petrino sin incluir en él esta apertura al diálogo con todos los creyentes en Cristo. También podemos decir que el camino ecuménico ha permitido profundizar la comprensión del ministerio del Sucesor de Pedro, y debemos confiar en que seguirá actuando en este sentido en el futuro. Mientras consideramos con gratitud los avances que el Señor nos ha permitido hacer, y sin ocultar las dificultades por las que hoy atraviesa el diálogo ecuménico, pidamos que todos seamos impregnados de los sentimientos de Cristo, para poder caminar hacia la unidad que él quiere. Y caminar juntos es ya construir la unidad.


En este ambiente de oración por el don de la unidad, quisiera saludar cordial y fraternalmente a Su Eminencia el Metropolita Gennadios, representante del Patriarcado Ecuménico, a Su Gracia David Moxon, representante del arzobispo de Canterbury en Roma, y a todos los representantes de las diversas Iglesias y Comunidades Eclesiales que esta tarde han venido aquí. Con estos dos hermanos, en representación de todos, hemos rezado ante el Sepulcro de Pablo y hemos dicho entre nosotros: “Pidamos para que él nos ayude en este camino, en este camino de la unidad, del amor, haciendo camino de unidad”. La unidad no vendrá como un milagro al final: la unidad viene en el camino, la construye el Espíritu Santo en el camino. Si no caminamos juntos, si no rezamos los unos por los otros, si no colaboramos en tantas cosas como podemos hacer en este mundo por el Pueblo de Dios, la unidad no se dará. Se construye en este camino, a cada paso, y no la hacemos nosotros: la hace el Espíritu Santo, que ve nuestra buena voluntad.
Queridos hermanos y hermanas, oremos al Señor Jesús, que nos ha hecho miembros vivos de su Cuerpo, para que nos mantenga profundamente unidos a él, nos ayude a superar nuestros conflictos, nuestras divisiones, nuestros egoísmos; y recordemos que la unidad es siempre superior al conflicto. Y nos ayude a estar unidos unos a otros por una sola fuerza, la del amor, que el Espíritu Santo derrama en nuestros corazones (cf. Rm 5,5 ). Amén.


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VISITA PASTORAL A LA PARROQUIA ROMANA
"SACRO CUORE DI GESÙ A CASTRO PRETORIO"



Domingo 19 de enero de 2014




Es hermoso este pasaje del Evangelio. Juan que bautizaba; y Jesús, que había sido bautizado antes —algunos días antes—, se acercaba, y pasó delante de Juan. Y Juan sintió dentro de sí la fuerza del Espíritu Santo para dar testimonio de Jesús. Mirándole, y mirando a la gente que estaba a su alrededor, dijo: «Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo». Y da testimonio de Jesús: éste es Jesús, éste es Aquél que viene a salvarnos; éste es Aquél que nos dará la fuerza de la esperanza.


Jesús es llamado el Cordero: es el Cordero que quita el pecado del mundo. Uno puede pensar: ¿pero cómo, un cordero, tan débil, un corderito débil, cómo puede quitar tantos pecados, tantas maldades? Con el Amor, con su mansedumbre. Jesús no dejó nunca de ser cordero: manso, bueno, lleno de amor, cercano a los pequeños, cercano a los pobres. Estaba allí, entre la gente, curaba a todos, enseñaba, oraba. Tan débil Jesús, como un cordero. Pero tuvo la fuerza de cargar sobre sí todos nuestros pecados, todos. «Pero, padre, usted no conoce mi vida: yo tengo un pecado que..., no puedo cargarlo ni siquiera con un camión...». Muchas veces, cuando miramos nuestra conciencia, encontramos en ella algunos que son grandes. Pero Él los carga. Él vino para esto: para perdonar, para traer la paz al mundo, pero antes al corazón. Tal vez cada uno de nosotros tiene un tormento en el corazón, tal vez tiene oscuridad en el corazón, tal vez se siente un poco triste por una culpa... Él vino a quitar todo esto, Él nos da la paz, Él perdona todo. «Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado»: quita el pecado con la raíz y todo. Ésta es la salvación de Jesús, con su amor y con su mansedumbre. Y escuchando lo que dice Juan Bautista, quien da testimonio de Jesús como Salvador, debemos crecer en la confianza en Jesús.


Muchas veces tenemos confianza en un médico: está bien, porque el médico está para curarnos; tenemos confianza en una persona: los hermanos, las hermanas, nos pueden ayudar. Está bien tener esta confianza humana, entre nosotros. Pero olvidamos la confianza en el Señor: ésta es la clave del éxito en la vida. La confianza en el Señor, confiémonos al Señor. «Señor, mira mi vida: estoy en la oscuridad, tengo esta dificultad, tengo este pecado...»; todo lo que tenemos: «Mira esto: yo me confío a ti». Y ésta es una apuesta que debemos hacer: confiarnos a Él, y nunca decepciona. ¡Nunca, nunca! Oíd bien vosotros muchachos y muchachas que comenzáis ahora la vida: Jesús no decepciona nunca. Jamás. Éste es el testimonio de Juan: Jesús, el bueno, el manso, que terminará como un cordero, muerto. Sin gritar. Él vino para salvarnos, para quitar el pecado. El mío, el tuyo y el del mundo: todo, todo.


Y ahora os invito a hacer una cosa: cerremos los ojos, imaginemos esa escena, a la orilla del río, Juan mientras bautiza y Jesús que pasa. Y escuchemos la voz de Juan: «Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo». Miremos a Jesús en silencio, que cada uno de nosotros le diga algo a Jesús desde su corazón. En silencio. (Pausa de silencio).
Que el Señor Jesús, que es manso, es bueno —es un cordero—, y vino para quitar los pecados, nos acompañe por el camino de nuestra vida. Así sea.


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FIESTA DEL BAUTISMO DEL SEÑOR
CELEBRACIÓN DE LA SANTA MISA
Y BAUTISMO DE ALGUNOS NIÑOS


 

Capilla Sixtina
Domingo 12 de enero de 2014



Jesús no tenía necesidad de ser bautizado, pero los primeros teólogos dicen que, con su cuerpo, con su divinidad, en su bautismo bendijo todas las aguas, para que las aguas tuvieran el poder de dar el Bautismo. Y luego, antes de subir al Cielo, Jesús nos pidió ir por todo el mundo a bautizar. Y desde aquel día hasta el día de hoy, esto ha sido una cadena ininterumpida: se bautizan a los hijos, y los hijos después a los hijos, y los hijos… Y hoy también esta cadena prosigue.


Estos niños son el eslabón de una cadena. Vosotros padres traéis a bautizar al niño o la niña, pero en algunos años serán ellos los que traerán a bautizar a un niño, o un nietecito... Así es la cadena de la fe. ¿Qué quiere decir esto? Desearía solamente deciros esto: vosotros sois los que transmitís la fe, los transmisores; vosotros tenéis el deber de transmitir la fe a estos niños. Es la más hermosa herencia que vosotros les dejaréis: la fe. Sólo esto. Llevad hoy a casa este pensamiento. Debemos ser transmisores de la fe. Pensad en esto, pensad siempre cómo transmitir la fe a los niños.


Hoy canta el coro, pero el coro más bello es este de los niños, que hacen ruido... Algunos llorarán, porque no están cómodos o porque tienen hambre: si tienen hambre, mamás, dadles de comer, tranquilas, porque ellos son aquí los protagonistas. Y ahora, con esta conciencia de ser transmisores de la fe, continuemos la ceremonia del Bautismo.


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Basílica de San Pedro 
Lunes 6 de enero de 2014




«Lumen requirunt lumine». Esta sugerente expresión de un himno litúrgico de la Epifanía se refiere a la experiencia de los Magos: siguiendo una luz, buscan la Luz. La estrella que aparece en el cielo enciende en su mente y en su corazón una luz que los lleva a buscar la gran Luz de Cristo. Los Magos siguen fielmente aquella luz que los ilumina interiormente y encuentran al Señor.


En este recorrido que hacen los Magos de Oriente está simbolizado el destino de todo hombre: nuestra vida es un camino, iluminados por luces que nos permiten entrever el sendero, hasta encontrar la plenitud de la verdad y del amor, que nosotros cristianos reconocemos en Jesús, Luz del mundo. Y todo hombre, como los Magos, tiene a disposición dos grandes “libros” de los que sacar los signos para orientarse en su peregrinación: el libro de la creación y el libro de las Sagradas Escrituras. Lo importante es estar atentos, vigilantes, escuchar a Dios que nos habla, siempre nos habla. Como dice el Salmo, refiriéndose a la Ley del Señor: «Lámpara es tu palabra para mis pasos, / luz en mi sendero» (Sal 119,105). Sobre todo, escuchar el Evangelio, leerlo, meditarlo y convertirlo en alimento espiritual nos permite encontrar a Jesús vivo, hacer experiencia de Él y de su amor.


En la primera Lectura resuena, por boca del profeta Isaías, el llamado de Dios a Jerusalén: «¡Levántate, brilla!» (60,1). Jerusalén está llamada a ser la ciudad de la luz, que refleja en el mundo la luz de Dios y ayuda a los hombres a seguir sus caminos. Ésta es la vocación y la misión del Pueblo de Dios en el mundo. Pero Jerusalén puede desatender esta llamada del Señor. Nos dice el Evangelio que los Magos, cuando llegaron a Jerusalén, de momento perdieron de vista la estrella. No la veían. En especial, su luz falta en el palacio del rey Herodes: aquella mansión es tenebrosa, en ella reinan la oscuridad, la desconfianza, el miedo, la envidia. De hecho, Herodes se muestra receloso e inquieto por el nacimiento de un frágil Niño, al que ve como un rival. En realidad, Jesús no ha venido a derrocarlo a él, ridículo fantoche, sino al Príncipe de este mundo. Sin embargo, el rey y sus consejeros sienten que el entramado de su poder se resquebraja, temen que cambien las reglas de juego, que las apariencias queden desenmascaradas. Todo un mundo edificado sobre el poder, el prestigio, el tener, la corrupción, entra en crisis por un Niño. Y Herodes llega incluso a matar a los niños: «Tú matas el cuerpo de los niños, porque el temor te ha matado a ti el corazón» - escribe san Quodvultdeus (Sermón 2 sobre el Símbolo: PL 40, 655). Es así: tenía temor, y por este temor pierde el juicio.


Los Magos consiguieron superar aquel momento crítico de oscuridad en el palacio de Herodes, porque creyeron en las Escrituras, en la palabra de los profetas que señalaba Belén como el lugar donde había de nacer el Mesías. Así escaparon al letargo de la noche del mundo, reemprendieron su camino y de pronto vieron nuevamente la estrella, y el Evangelio dice que se llenaron de «inmensa alegría» (Mt 2,10). Esa estrella que no se veía en la oscuridad de la mundanidad de aquel palacio.


Un aspecto de la luz que nos guía en el camino de la fe es también la santa “astucia”. Es también una virtud, la santa “astucia”. Se trata de esa sagacidad espiritual que nos permite reconocer los peligros y evitarlos. Los Magos supieron usar esta luz de “astucia” cuando, de regreso a su tierra, decidieron no pasar por el palacio tenebroso de Herodes, sino marchar por otro camino. Estos sabios venidos de Oriente nos enseñan a no caer en las asechanzas de las tinieblas y a defendernos de la oscuridad que pretende cubrir nuestra vida. Ellos, con esta santa “astucia”, han protegido la fe. Y también nosotros debemos proteger la fe. Protegerla de esa oscuridad. Esa oscuridad que a menudo se disfraza incluso de luz. Porque el demonio, dice san Pablo, muchas veces se viste de ángel de luz. Y entonces es necesaria la santa “astucia”, para proteger la fe, protegerla de los cantos de las sirenas, que te dicen: «Mira, hoy debemos hacer esto, aquello…» Pero la fe es una gracia, es un don. Y a nosotros nos corresponde protegerla con la santa “astucia”, con la oración, con el amor, con la caridad. Es necesario acoger en nuestro corazón la luz de Dios y, al mismo tiempo, practicar aquella astucia espiritual que sabe armonizar la sencillez con la sagacidad, como Jesús pide a sus discípulos: «Sean sagaces como serpientes y simples como palomas» (Mt 10,16).


En esta fiesta de la Epifanía, que nos recuerda la manifestación de Jesús a la humanidad en el rostro de un Niño, sintamos cerca a los Magos, como sabios compañeros de camino. Su ejemplo nos anima a levantar los ojos a la estrella y a seguir los grandes deseos de nuestro corazón. Nos enseñan a no contentarnos con una vida mediocre, de “poco calado”, sino a dejarnos fascinar siempre por la bondad, la verdad, la belleza… por Dios, que es todo eso en modo siempre mayor. Y nos enseñan a no dejarnos engañar por las apariencias, por aquello que para el mundo es grande, sabio, poderoso. No nos podemos quedar ahí. Es necesario proteger la fe. Es muy importante en este tiempo: proteger la fe. 
Tenemos que ir más allá, más allá de la oscuridad, más allá de la atracción de las sirenas, más allá de la mundanidad, más allá de tantas modernidades que existen hoy, ir hacia Belén, allí donde en la sencillez de una casa de la periferia, entre una mamá y un papá llenos de amor y de fe, resplandece el Sol que nace de lo alto, el Rey del universo. A ejemplo de los Magos, con nuestras pequeñas luces busquemos la Luz y protejamos la fe. Así sea.


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SANTA MISA EN EL DÍA DEL SANTÍSIMO NOMBRE DE JESÚS


Iglesia del Gesù, Roma
Viernes 3 de enero de 2014
 
San Pablo nos dice, lo hemos escuchado: «Tened entre vosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús. El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo» (Flp 2, 5-7). Nosotros, jesuitas, queremos ser galardonados en el nombre de Jesús, militar bajo el estandarte de su Cruz, y esto significa: tener los mismos sentimientos de Cristo. Significa pensar como Él, querer como Él, mirar como Él, caminar como Él. Significa hacer lo que hizo Él y con sus mismos sentimientos, con los sentimientos de su Corazón.

 
El corazón de Cristo es el corazón de un Dios que, por amor, se «vació». Cada uno de nosotros, jesuitas, que sigue a Jesús debería estar dispuesto a vaciarse de sí mismo. Estamos llamados a este abajamiento: ser de los «despojados». Ser hombres que no deben vivir centrados en sí mismos porque el centro de la Compañía es Cristo y su Iglesia. Y Dios es el Deus semper maior, el Dios que nos sorprende siempre. Y si el Dios de las sorpresas no está en el centro, la Compañía se desorienta. Por ello, ser jesuita significa ser una persona de pensamiento incompleto, de pensamiento abierto: porque piensa siempre mirando al horizonte que es la gloria de Dios siempre mayor, que nos sorprende sin pausa. Y ésta es la inquietud de nuestro abismo. ¡Esta santa y bella inquietud!


Pero, porque somos pecadores, podemos preguntarnos si nuestro corazón ha conservado la inquietud de la búsqueda o si, en cambio, se ha atrofiado; si nuestro corazón está siempre en tensión: un corazón que no se acomoda, no se cierra en sí mismo, sino que late al ritmo de un camino que se realiza junto a todo el pueblo fiel de Dios. Es necesario buscar a Dios para encontrarlo, y encontrarlo para buscarlo aún y siempre. Sólo esta inquietud da paz al corazón de un jesuita, una inquietud también apostólica, no nos debe provocar cansancio de anunciar el kerygma, de evangelizar con valentía. Es la inquietud que nos prepara para recibir el don de la fecundidad apostólica. Sin inquietud somos estériles.


Ésta es la inquietud que tenía Pedro Fabro, hombre de grandes deseos, otro Daniel. Fabro era un «hombre modesto, sensible, de profunda vida interior y dotado del don de entablar relaciones de amistad con personas de todo tipo» (Benedicto XVI, Discurso a los jesuitas, 22 de abril de 2006). Pero era también un espíritu inquieto, indeciso, jamás satisfecho. Bajo la guía de san Ignacio aprendió a unir su sensibilidad inquieta pero también dulce, diría exquisita, con la capacidad de tomar decisiones. Era un hombre de grandes aspiraciones; se hizo cargo de sus deseos, los reconoció. Es más, para Fabro es precisamente cuando se proponen cosas difíciles cuando se manifiesta el auténtico espíritu que mueve a la acción (cf. Memorial, 301). Una fe auténtica implica siempre un profundo deseo de cambiar el mundo. He aquí la pregunta que debemos plantearnos: ¿también nosotros tenemos grandes visiones e impulsos? ¿También nosotros somos audaces? ¿Vuela alto nuestro sueño? ¿Nos devora el celo? (cf. Sal 69, 10) ¿O, en cambio, somos mediocres y nos conformamos con nuestras programaciones apostólicas de laboratorio? Recordémoslo siempre: la fuerza de la Iglesia no está en ella misma y en su capacidad de organización, sino que se oculta en la aguas profundas de Dios. Y estas aguas agitan nuestros deseos y los deseos ensanchan el corazón. Es lo que dice san Agustín: orar para desear y desear para ensanchar el corazón. Precisamente en los deseos Fabro podía discernir la voz de Dios. Sin deseos no se va a ninguna parte y es por ello que es necesario ofrecer los propios deseos al Señor. En las Constituciones dice que «se ayuda al prójimo con los deseos presentados a Dios, nuestro Señor» (Constituciones, 638).


Fabro tenía el auténtico y profundo deseo de «estar dilatado en Dios»: estaba completamente centrado en Dios, y por ello podía ir, en espíritu de obediencia, a menudo también a pie, por todos los lugares de Europa, a dialogar con todos con dulzura, y a anunciar el Evangelio. Me surge pensar en la tentación, que tal vez podemos tener nosotros y que muchos tienen, de relacionar el anuncio del Evangelio con bastonazos inquisidores, de condena. No, el Evangelio se anuncia con dulzura, con fraternidad, con amor. Su familiaridad con Dios le llevaba a comprender que la experiencia interior y la vida apostólica van siempre juntas. Escribe en su Memorial que el primer movimiento del corazón debe ser el de «desear lo que es esencial y originario, es decir, que el primer lugar se deje a la solicitud perfecta de encontrar a Dios nuestro Señor» (Memorial, 63). Fabro experimenta el deseo de «dejar que Cristo ocupe el centro del corazón» (Memorial, 68). Sólo si se está centrado en Dios es posible ir hacia las periferias del mundo. Y Fabro viajó sin descanso incluso a las fronteras geográficas, que se decía de él: «Parece que nació para no estar quieto en ninguna parte» (mi, Epistolae i, 362). A Fabro le devoraba el intenso deseo de comunicar al Señor. Si nosotros no tenemos su mismo deseo entonces necesitamos detenernos en oración y, con fervor silencioso, pedir al Señor, por intercesión de nuestro hermano Pedro, que vuelva a fascinarnos: esa fascinación por el Señor que llevaba a Pedro a todas estas «locuras» apostólicas.


Nosotros somos hombres en tensión, somos también hombres contradictorios e incoherentes, pecadores, todos. Pero hombres que quieren caminar bajo la mirada de Jesús. Somos pequeños, somos pecadores, pero queremos militar bajo el estandarte de la Cruz en la Compañía galardonada con el nombre de Jesús. Nosotros, que somos egoístas, queremos también vivir una vida agitada por grandes deseos. Renovemos así nuestra oblación al Eterno Señor del universo para que con la ayuda de su Madre gloriosa podamos querer, desear y vivir los sentimientos de Cristo que se despojó de sí mismo. Como escribía Pedro Fabro, «no busquemos nunca en esta vida un nombre que no se relacione con el de Jesús» (Memorial, 205). Y pidamos a la Virgen ser puestos con su Hijo.


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Basílica Vaticana
Miércoles 1° de enero de 2014


 

La primera lectura que hemos escuchado nos propone una vez más las antiguas palabras de bendición que Dios sugirió a Moisés para que las enseñara a Aarón y a sus hijos: «Que el Señor te bendiga y te proteja. Que el Señor haga brillar su rostro sobre ti y te muestre su gracia. Que el Señor te descubra su rostro y te conceda la paz» (Nm 6,24-25). Es muy significativo escuchar de nuevo esta bendición precisamente al comienzo del nuevo año: ella acompañará nuestro camino durante el tiempo que ahora nos espera. Son palabras de fuerza, de valor, de esperanza. No de una esperanza ilusoria, basada en frágiles promesas humanas; ni tampoco de una esperanza ingenua, que imagina un futuro mejor sólo porque es futuro. Esta esperanza tiene su razón de ser precisamente en la bendición de Dios, una bendición que contiene el mejor de los deseos, el deseo de la Iglesia para todos nosotros, impregnado de la protección amorosa del Señor, de su ayuda providente.


El deseo contenido en esta bendición se ha realizado plenamente en una mujer, María, por haber sido destinada a ser la Madre de Dios, y se ha cumplido en ella antes que en ninguna otra criatura.


Madre de Dios. Este es el título principal y esencial de la Virgen María. Es una cualidad, un cometido, que la fe del pueblo cristiano siempre ha experimentado, en su tierna y genuina devoción por nuestra madre celestial.


Recordemos aquel gran momento de la historia de la Iglesia antigua, el Concilio de Éfeso, en el que fue definida con autoridad la divina maternidad de la Virgen. La verdad sobre la divina maternidad de María encontró eco en Roma, donde poco después se construyó la Basílica de Santa María «la Mayor», primer santuario mariano de Roma y de todo occidente, y en el cual se venera la imagen de la Madre de Dios —la Theotokos— con el título de Salus populi romani. Se dice que, durante el Concilio, los habitantes de Éfeso se congregaban a ambos lados de la puerta de la basílica donde se reunían los Obispos, gritando: «¡Madre de Dios!». Los fieles, al pedir que se definiera oficialmente este título mariano, demostraban reconocer ya la divina maternidad. Es la actitud espontánea y sincera de los hijos, que conocen bien a su madre, porque la aman con inmensa ternura. Pero es algo más: es el sensus fidei del santo pueblo fiel de Dios, que nunca, en su unidad, nunca se equivoca.


María está desde siempre presente en el corazón, en la devoción y, sobre todo, en el camino de fe del pueblo cristiano. «La Iglesia… camina en el tiempo… Pero en este camino —deseo destacarlo enseguida— procede recorriendo de nuevo el itinerario realizado por la Virgen María» (Juan Pablo II, Enc. Redemptoris Mater, 2). Nuestro itinerario de fe es igual al de María, y por eso la sentimos particularmente cercana a nosotros. Por lo que respecta a la fe, que es el quicio de la vida cristiana, la Madre de Dios ha compartido nuestra condición, ha debido caminar por los mismos caminos que recorremos nosotros, a veces difíciles y oscuros, ha debido avanzar en «la peregrinación de la fe» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. Lumen gentium, 58).


Nuestro camino de fe está unido de manera indisoluble a María desde el momento en que Jesús, muriendo en la cruz, nos la ha dado como Madre diciendo: «He ahí a tu madre» (Jn 19,27). Estas palabras tienen un valor de testamento y dan al mundo una Madre. Desde ese momento, la Madre de Dios se ha convertido también en nuestra Madre. En aquella hora en la que la fe de los discípulos se agrietaba por tantas dificultades e incertidumbres, Jesús les confió a aquella que fue la primera en creer, y cuya fe no decaería jamás. Y la «mujer» se convierte en nuestra Madre en el momento en el que pierde al Hijo divino. Y su corazón herido se ensancha para acoger a todos los hombres, buenos y malos, a todos, y los ama como los amaba Jesús. La mujer que en las bodas de Caná de Galilea había cooperado con su fe a la manifestación de las maravillas de Dios en el mundo, en el Calvario mantiene encendida la llama de la fe en la resurrección de su Hijo, y la comunica con afecto materno a los demás. María se convierte así en fuente de esperanza y de verdadera alegría.


La Madre del Redentor nos precede y continuamente nos confirma en la fe, en la vocación y en la misión. Con su ejemplo de humildad y de disponibilidad a la voluntad de Dios nos ayuda a traducir nuestra fe en un anuncio del Evangelio alegre y sin fronteras. De este modo nuestra misión será fecunda, porque está modelada sobre la maternidad de María. A ella confiamos nuestro itinerario de fe, los deseos de nuestro corazón, nuestras necesidades, las del mundo entero, especialmente el hambre y la sed de justicia y de paz y de Dios; y la invocamos todos juntos:, y os invito a invocarla tres veces, imitando a aquellos hermanos de Éfeso, diciéndole: ¡Madre de Dios! ¡Madre de Dios! ¡Madre de Dios! ¡Madre de Dios! Amén. 


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