PANAMÁ (http://press.vatican.va
- 24 de enero de 2019).- A las 11.15 hora local (17.15 horas en Roma), el Papa FRANCISCO se encontró con los Obispos de América Central en la iglesia
de San Francisco de Asís.
A su llegada fue recibido en la entrada de la iglesia por S.E. Mons. José Domingo Ulloa Mendieta, O.S.A., Arzobispo de Panamá, y por S.E. Mons. José Luis Escobar Alas, Arzobispo de San Salvador y Presidente de la Secretaría Episcopal de América Central (SEDAC), que reúne a los Obispos de las Conferencias Episcopales de Panamá, El Salvador, Costa Rica, Guatemala, Honduras y Nicaragua.
Después del discurso de bienvenida del presidente de SEDAC, el Santo Padre FRANCISCO pronunció su discurso.
Al final del encuentro después de saludar a los Cardenales y a los cinco Arzobispos de SEDAC y tras la foto de grupo, el Papa regresó a la Nunciatura Apostólica.
A su llegada fue recibido en la entrada de la iglesia por S.E. Mons. José Domingo Ulloa Mendieta, O.S.A., Arzobispo de Panamá, y por S.E. Mons. José Luis Escobar Alas, Arzobispo de San Salvador y Presidente de la Secretaría Episcopal de América Central (SEDAC), que reúne a los Obispos de las Conferencias Episcopales de Panamá, El Salvador, Costa Rica, Guatemala, Honduras y Nicaragua.
Después del discurso de bienvenida del presidente de SEDAC, el Santo Padre FRANCISCO pronunció su discurso.
Al final del encuentro después de saludar a los Cardenales y a los cinco Arzobispos de SEDAC y tras la foto de grupo, el Papa regresó a la Nunciatura Apostólica.
Texto del discurso pronunciado por el Pontífice durante el encuentro con los Obispos de América Central:
(23-28 ENERO 2019)
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Jueves, 24 de enero de 2019
ENCUENTRO CON LOS OBISPOS CENTROAMERICANOS (SEDAC)
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Iglesia de San Francisco de Asís
Jueves, 24 de enero de 2019
Jueves, 24 de enero de 2019
Queridos hermanos:
Gracias Mons. José Luis Escobar Alas, arzobispo de San Salvador, por
las palabras de bienvenida que me dirigió en nombre de todos, entre los
cuales aquí presentes encuentroun amigo de travesuras juveniles, es muy
lindo eso. Me alegra poder encontrarlos y compartir de manera más
familiar y directa sus anhelos, proyectos e ilusiones de pastores a
quienes el Señor confió el cuidado del pueblo santo. Gracias por la
fraterna acogida.
Poder encontrarme con ustedes es también “regalarme” la oportunidad
de poder abrazar y sentirme más cerca de vuestros pueblos, poder hacer
míos sus anhelos, también sus desánimos y, sobre todo, esa fe “corajuda”
que sabe alentar la esperanza y agilizar la caridad. Gracias por
permitirme acercarme a esa fe probada pero sencilla del rostro pobre de
vuestra gente que sabe que «Dios está presente, no duerme, está activo,
observa y ayuda» (S. Óscar Romero, Homilía, 16 diciembre 1979).
Este encuentro nos recuerda un evento eclesial de gran relevancia.
Los pastores de esta región fueron los primeros que crearon en América
un organismo de comunión y participación que ha dado —y sigue dando
todavía— abundantes frutos. Me refiero al Secretariado Episcopal de
América Central, el SEDAC. Un espacio de comunión, de discernimiento y
de compromiso que nutre, revitaliza y enriquece vuestras Iglesias.
Pastores que supieron adelantarse y dar un signo que, lejos de ser un
elemento solamente programático, indicó cómo el futuro de América
Central —y de cualquier región en el mundo— pasa necesariamente por la
lucidez y capacidad que se tenga para ampliar la mirada, unir esfuerzos
en un trabajo paciente y generoso de escucha, comprensión, dedicación y
entrega, y poder así discernir los horizontes nuevos a los que el
Espíritu nos está llevando[1] (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 235).
En estos 75 años desde su fundación, el SEDAC se ha esforzado por
compartir las alegrías, las tristezas, las luchas y las esperanzas de
los pueblos de Centroamérica, cuya historia se entrelazó y forjó con la
historia de vuestra gente. Muchos hombres y mujeres, sacerdotes,
consagrados, consagradas y laicos, han ofrecido su vida hasta derramar
su sangre por mantener viva la voz profética de la Iglesia frente a la
injusticia, el empobrecimiento de tantas personas y el abuso de poder.
Recuerdo que, siendo un cura joven, el apellido de algunos de ustedes
era mala palabra, y la constancia de ustedes mostró el camino,
gracias. Ellos nos recuerdan que «quien de verdad quiera dar gloria a
Dios con su vida, quien realmente anhele santificarse para que su
existencia glorifique al Santo, está llamado a obsesionarse, desgastarse
y cansarse intentando vivir las obras de misericordia» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 107). Y esto, no como limosna sino como vocación.
Entre
esos frutos proféticos de la Iglesia en Centroamérica me alegra
destacar la figura de san Óscar Romero, a quien tuve el privilegio de
canonizar recientemente en el contexto del Sínodo de los Obispos sobre
los jóvenes. Su vida y enseñanza son fuente de inspiración para nuestras
Iglesias y, de modo particular, para nosotros obispos, él también fue
mala palabra, sospechado, excomulgado en los cuchicheos privados de
tantos obispos.
El lema que escogió para su escudo episcopal y que preside su lápida
expresa de manera clara su principio inspirador y lo que fue su vida de
pastor: “Sentir con la Iglesia”. Brújula que marcó su vida en fidelidad,
incluso en los momentos más turbulentos.
Este es un legado que puede transformarse en testimonio activo y
vivificante para nosotros, también llamados a la entrega martirial en el
servicio cotidiano de nuestros pueblos, y en este legado me gustaría
basarme para esta reflexión, sentir con la Iglesia. La reflexión que
quiero compartir con ustedes bajo la figura de Romero. Sé que entre
nosotros hay personas que lo conocieron de primera mano —como el
cardenal Rosa Chávez, de quien el cardenal Quarracino me dijo que era
candidato al premio Nobel de fidelidad— así que, Eminencia, si considera
que me equivoco con alguna apreciación me puede corregir, no hay
problema. Apelar a la figura de Romero es apelar a la santidad y al
carácter profético que vive en el ADN de vuestras Iglesias particulares.
Sentir con la Iglesia
1. Reconocimiento y gratitud
Cuando san Ignacio propone las reglas para sentir con la Iglesia
—perdonen la publicidad— busca ayudar al ejercitante a superar cualquier
tipo de falsas dicotomías o antagonismos que reduzcan la vida del
Espíritu a la habitual tentación de acomodar la Palabra de Dios al
propio interés. Así posibilita al ejercitante la gracia de sentirse y
saberse parte de un cuerpo apostólico más grande que él mismo y, a la
vez, con la consciencia real de sus fuerzas y posibilidades: ni débil,
ni selectivo o temerario. Sentirse parte de un todo, que será siempre
más que la suma de las partes (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 235) y que está hermanado por una Presencia que siempre lo va a superar (cf. Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 8).
De ahí que me gustaría centrar este primer Sentir con la Iglesia,
de la mano de san Óscar, como acción de gracias, o sea gratitud por
tanto bien recibido, no merecido. Romero pudo sintonizar y aprender a
vivir la Iglesia porque amaba entrañablemente a quien lo había
engendrado en la fe. Sin este amor de entrañas será muy difícil
comprender su historia y su conversión, ya que fue este único amor el
que lo guio hasta la entrega martirial; ese amor que nace de acoger un
don totalmente gratuito, que no nos pertenece y que nos libera de toda
pretensión y tentación de creernos sus propietarios o únicos
intérpretes. No hemos inventado la Iglesia, ella no nace con nosotros y
seguirá sin nosotros. Tal actitud, lejos de abandonarnos a la desidia,
despierta una insondable e inimaginable gratitud que lo nutre todo. El
martirio no es sinónimo de pusilanimidad o de la actitud de alguien que
no ama la vida y no sabe reconocer el valor que tiene. Al contrario, el
mártir es aquel que es capaz de darle carne y hacer vida esta acción de
gracias.
Romero sintió con la Iglesia porque, en primer lugar, amó a la
Iglesia y como madre que lo engendró en la fe y se sintió miembro y
parte de ella.
2. Un amor con sabor a pueblo
Este amor, adhesión y gratitud, lo llevó a abrazar con pasión, pero
también con dedicación y estudio, todo el aporte y renovación
magisterial que el Concilio Vaticano II
proponía. Allí encontraba la mano segura en el seguimiento de Cristo.
No fue ideólogo ni ideológico; su actuar nació de una compenetración con
los documentos conciliares. Iluminado desde este horizonte eclesial,
sentir con la Iglesia es para Romero contemplarla como Pueblo de Dios.
Porque el Señor no quiso salvarnos aisladamente sin conexión, sino que
quiso constituir un pueblo que lo confesara en la verdad y lo sirviera
santamente (cf. Const. dogm. Lumen gentium, 9). Todo un Pueblo que posee, custodia y celebra la «unción del Santo» (ibíd., 12) y ante el cual Romero se ponía a la escucha para no rechazar la inspiración (cf. S. Óscar Romero, Homilía,
16 julio 1978). Así nos muestra que el pastor, para buscar y
encontrarse con el Señor, debe aprender y escuchar los latidos de su
pueblo, percibir “el olor” de los hombres y mujeres de hoy hasta quedar
impregnado de sus alegrías y esperanzas, de sus tristezas y angustias
(cf. Const. past. Gaudium et spes, 1) y así escudriñar la Palabra de Dios (cf. Const. dogm. Dei Verbum, 13). Escucha del pueblo que le fue confiado, hasta respirar y descubrir a través de él la voluntad de Dios que nos llama (cf. Discurso durante el encuentro para la familia,
4 octubre 2014). Sin dicotomías o falsos antagonismos, porque solo el
amor de Dios es capaz de integrar todos nuestros amores en un mismo
sentir y mirar.
Para él, en definitiva, sentir con la Iglesia es tomar parte en la
gloria de la Iglesia, que es llevar en sus entrañas toda la kénosis de
Cristo. En la Iglesia Cristo vive entre nosotros y por eso tiene que ser
humilde y pobre, ya que una Iglesia altanera, una Iglesia llena de
orgullo, una Iglesia autosuficiente, no es la Iglesia de la kénosis, nos
decía él en una homilía del 1 de octubre del 78.
3. Llevar en sus entrañas la kénosis de Cristo
Esta no es solo la gloria de la Iglesia, sino también una vocación,
una invitación para que sea nuestra gloria personal y camino de
santidad. La kénosis de Cristo no es cosa del pasado sino garantía
presente para sentir y descubrir su presencia actuante en la historia.
Presencia que no podemos ni queremos callar porque sabemos y hemos
experimentado que solo Él es “Camino, Verdad y Vida”. La kénosis de
Cristo nos recuerda que Dios salva en la historia, en la vida de cada
hombre, que esta es también su propia historia y allí nos sale al
encuentro (cf. S. Óscar Romero, Homilía, 7 diciembre 1978). Es
importante, hermanos, que no tengamos miedo de acercarnos y tocar las
heridas de nuestra gente, que también son heridas nuestras y esto
hacerlo al estilo del Señor. El pastor no puede estar lejos del
sufrimiento de su pueblo; es más, podríamos decir que el corazón del
pastor se mide por su capacidad de dejarse conmover frente a tantas
vidas dolidas y amenazadas. Hacerlo al estilo del Señor significa dejar
que ese sufrimiento golpee, marque nuestras prioridades y nuestros
gustos, golpee y marque el uso del tiempo y del dinero e incluso la
forma de rezar, para poder ungirlo todo y a todos con el consuelo de la
amistad de Jesucristo en una comunidad de fe que contenga y abra un
horizonte siempre nuevo que dé sentido y esperanza a la vida (cf.
Exhort. ap. Evangelii gaudium,
49). La kénosis de Cristo implica abandonar la virtualidad de la
existencia y de los discursos para escuchar el ruido y la cantinela de
gente real que nos desafía a crear lazos. Permítanme decirlo: las redes
sirven para crear vínculos, pero no raíces, son incapaces de darnos
pertenencia, de hacernos sentir parte de un mismo pueblo. Sin este
sentir, todas nuestras palabras, reuniones, encuentros, escritos serán
signo de una fe que no ha sabido acompañar la kénosis del Señor, una fe
que se quedó a mitad camino, cuando, peor [aún] —me recuerdo un pensador
latinoamericano— no termina siendo una religión de un Dios sin Cristo,
de un Cristo sin Iglesia y de una Iglesia sin pueblo.
La kénosis de Cristo es joven
Esta Jornada Mundial de la Juventud es una oportunidad única para
salir al encuentro y acercarse aún más a la realidad de nuestros
jóvenes. Realidad llena de esperanzas y deseos, pero también hondamente
marcada por tantas heridas. Con ellos podremos leer de modo renovado
nuestra época y reconocer los signos de los tiempos porque, como
afirmaron los padres sinodales, los jóvenes son uno de los “lugares
teológicos” en los que el Señor nos da a conocer algunas de sus
expectativas y desafíos para construir el mañana (cf. Sínodo sobre los
Jóvenes, Doc. final,
64). Con ellos podemos visualizar cómo hacer más visible y creíble el
Evangelio en el mundo que nos toca vivir; ellos son como termómetro para
saber dónde estamos como comunidad y sociedad.
Ellos portan consigo una inquietud que debemos valorar, respetar,
acompañar, y que tanto bien nos hace a todos porque desinstala y nos
recuerda que el pastor nunca deja de ser discípulo y siempre está en
camino. Esa sana inquietud nos pone en movimiento y nos primerea. Así lo
recordaron los padres sinodales al decir: «los jóvenes, en ciertos
aspectos, van por delante de los pastores» (ibíd.,
66). El pastor en relación a su rebaño no siempre va adelante; por
momentos tiene que ir adelante para indicar el camino; por momentos
tiene que estar en el medio para olfatear lo que pasa, para entender el
rebaño; por momentos tiene que estar detrás para custodiar a los
últimos, que no quede ningún rezagado y sea material descartable. Nos
tiene que llenar de alegría comprobar cómo la siembra no ha caído en
saco roto. Muchas de esas inquietudes e intuiciones de los jóvenes han
crecido en el seno familiar alimentadas por alguna abuela o catequista.
Hablando de las abuelas, ya es la segunda vez que la veo, la vi ayer y
la vi hoy, una viejita así, flacucha, de mi edad o más todavía, con una
mitra, se había puesto una mitra que había hecho con cartón y un cartel
que decía: “Santidad, las abuelas también hacemos lío”. ¡Una maravilla
de pueblo! Y, los jóvenes aprendieron las cosas con la familia o en la
parroquia o en la pastoral educativa o juvenil. Esas inquietudes que
crecieron en una escucha del Evangelio y en comunidades con fe viva,
ferviente que encuentra tierra donde germinar. ¡Cómo no agradecer tener
jóvenes inquietos por el Evangelio! Por supuesto que cansa, por supuesto
que a veces molesta. Me viene al pensamiento esa frase que decía un
filósofo griego, de sí mismo la decía, yo la digo de los jóvenes: Son
como un tábano sobre el lomo de un noble caballo, para que no se duerma
(cf. Platón, Apología de Sócrates]. El caballo somos nosotros,
¿no? Esta realidad nos estimula a un mayor compromiso para ayudarlos a
crecer ofreciéndoles más y mejores espacios que los engendren al sueño
de Dios. La Iglesia por naturaleza es Madre y como tal engendra e incuba
vida protegiéndola de todo aquello que amenace su desarrollo. Gestación
en libertad y para la libertad. Los exhorto pues, a promover programas y
centros educativos que sepan acompañar, sostener y potenciar a sus
jóvenes; por favor, “róbenselos” a la calle antes de que sea la cultura
de muerte la que, “vendiéndoles humo” y mágicas soluciones se apodere y
aproveche de su inquietud y de su imaginación. Y háganlo no con
paternalismo, que no lo toleran, no de arriba hacia abajo, porque eso no
es tampoco lo que el Señor nos pide, sino como padres, como hermanos a
hermanos. Ellos son rostro de Cristo para nosotros y a Cristo no podemos
llegar de arriba a abajo, sino de abajo a arriba, nos decía Romero el 2
de septiembre del 79 (cf. S. Óscar Romero, Homilía, 2 septiembre 1979).
Son muchos los jóvenes que dolorosamente han sido seducidos con
respuestas inmediatas que hipotecan la vida. Y tantos otros a quienes se
les ha dado una ilusión cortoplacista en algunos movimientos y que
después, sí, los hacen o pelagianos o suficientes de sí mismos y quedan
abandonados a mitad de camino. Nos decían los padres sinodales: por
constricción o falta de alternativas los jóvenes se encuentran
sumergidos en situaciones altamente conflictivas y de no rápida
solución: violencia doméstica, feminicidios —qué plaga que vive nuestro
continente en esto —, bandas armadas, criminales, tráfico de droga,
explotación sexual de menores y de no tan menores, etc., y duele
constatar que en la raíz de muchas de estas situaciones se encuentran
experiencias de orfandad fruto de una cultura y una sociedad que se fue
“desmadrando”, sin madre, los dejó huérfanos. Hogares resquebrajados
tantas veces por un sistema económico que no tiene como prioridad las
personas y el bien común y que hizo de la especulación “su paraíso”
desde donde seguir “engordando” sin importar a costa de quién. Así
nuestros jóvenes sin hogar, sin familia, sin comunidad, sin pertenencia,
quedan a la intemperie del primer estafador.
No
nos olvidemos que «el verdadero dolor que sale del hombre, pertenece en
primer lugar a Dios» (Georges Bernanos, Diario de un cura rural, 74).
No separemos lo que Él ha querido unir en su Hijo.
El mañana exige respetar el presente dignificando y empeñándose en
valorar las culturas de vuestros pueblos. En esto también se juega la
dignidad: en la autoestima cultural. Vuestros pueblos no son el “patio
trasero” de la sociedad ni de nadie. Tienen una historia rica que ha de
ser asumida, valorada y alentada. Las semillas del Reino fueron
plantadas en estas tierras. Estamos obligados a reconocerlas, cuidarlas y
custodiarlas para que nada de lo bueno que Dios plantó se seque por
intereses espurios que por doquier siembran corrupción y crecen con la
expoliación de los más pobres. Cuidar las raíces es cuidar el rico
patrimonio histórico, cultural y espiritual que esta tierra durante
siglos ha sabido “mestizar”. Empéñense y levanten la voz contra la
desertificación cultural y contra la desertificación espiritual de
vuestros pueblos, que provoca una indigencia radical ya que deja sin esa
indispensable inmunidad vital que sostiene la dignidad en los momentos
de mayor dificultad. Y los felicito por la iniciativa de que esta
Jornada Mundial de la Juventud se haya comenzado con la Jornada de la
Juventud Indígena, creo que en la diócesis de David y con la Jornada de
la Juventud de origen africana, ese fue un buen paso para hacer ver este
plurifacetismo de nuestro pueblo.
En la última carta pastoral, ustedes afirmaban: «Últimamente nuestra
región ha sido impactada por la migración hecha de manera nueva, por ser
masiva y organizada, y que ha puesto en evidencia los motivos que hacen
una migración forzada y los peligros que conlleva para la dignidad de
la persona humana» (SEDAC, Mensaje al Pueblo de Dios y a todas las personas de buena voluntad, 30 noviembre 2018).
Muchos de los migrantes tienen rostro joven, buscan un bien mayor
para sus familias, no temen arriesgar y dejar todo con tal de ofrecer el
mínimo de condiciones que garanticen un futuro mejor. En esto no basta
solo la denuncia, sino que debemos también anunciar concretamente una
“buena noticia”. La Iglesia, gracias a su universalidad, puede ofrecer
esa hospitalidad fraterna y acogedora para que las comunidades de origen
y las de destino dialoguen, contribuyan a superar miedos y recelos, y
consoliden los lazos que las migraciones, en el imaginario colectivo,
amenazan con romper. “Acoger, proteger, promover e integrar” pueblos
pueden ser los cuatro verbos con los que la Iglesia, en esta situación
migratoria, conjugue su maternidad en el hoy de la historia (cf. Sínodo
sobre los Jóvenes, Doc. final,
147). El Vicario general de París, Mons. Benoist de Sinety acaba de
sacar un libro que tiene como subtítulo: “Acoger [a] los migrantes, un
llamado al coraje” (cf. Il faut que des voix s'élèvent. Accueil des migrants, un appel au courage, París 2018). Una joya ese libro, él está aquí en la Jornada.
Todos los esfuerzos que puedan realizar tendiendo puentes entre
comunidades eclesiales, parroquiales, diocesanas, así como por medio de
las Conferencias Episcopales serán un gesto profético de la Iglesia que
en Cristo es «signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la
unidad de todo el género humano» (Const. dogm. Lumen gentium, 1). Y así la tentación de quedarnos en la sola denuncia se disipa y se hace anuncio de la Vida nueva que el Señor nos regala.
Recordemos la exhortación de san Juan: «Si alguien vive en la
abundancia, y viendo a su hermano en la necesidad, le cierra su corazón,
¿cómo permanecerá en él el amor de Dios? Hijitos míos, no amemos
solamente con la lengua y de palabra, sino con obras y de verdad» (1 Jn 3,17-18).
Todas estas situaciones plantean preguntas, son situaciones que nos
llaman a la conversión, a la solidaridad y a una acción educativa
incisiva en nuestras comunidades. No podemos quedar indiferentes (cf.
Sínodo sobre los Jóvenes, Doc. final, 41-44). El mundo descarta,
el espíritu del mundo descarta, lo sabemos y padecemos; la kénosis de
Cristo no, la hemos experimentado y la seguimos experimentando en propia
carne por el perdón y la conversión. Esta tensión nos obliga a
preguntarnos continuamente: ¿dónde queremos pararnos?
La kénosis de Cristo es sacerdotal
Es conocida la amistad y el impacto que generó el asesinato del P.
Rutilio Grande en la vida de Mons. Romero. Fue un acontecimiento que
marcó a fuego su corazón de hombre, sacerdote y pastor. Romero no era un
administrador de recursos humanos, no gestionaba personas ni
organizaciones, Romero sentía, sentía con amor de padre, amigo y
hermano. Una vara un poco alta, pero vara al fin para evaluar nuestro
corazón episcopal, una vara ante la cual podemos preguntarnos: ¿Cuánto
me afecta la vida de mis curas? ¿Cuánto soy capaz de dejarme impactar
por lo que viven, por llorar sus dolores, así como festejar y alegrarme
con sus alegrías? El funcionalismo y clericalismo eclesial —tan
tristemente extendido, que representa una caricatura y una perversión
del ministerio— empieza a medirse por estas preguntas. No es cuestión de
cambios de estilos, maneras o lenguajes —importantes ciertamente— sino
sobre todo es cuestión de impacto y capacidad de que nuestras agendas
episcopales tengan espacio para recibir, acompañar y sostener a nuestros
curas, tengan “espacio real” para ocuparnos de ellos. Y eso hace de
nosotros padres fecundos.
En ellos normalmente recae de modo especial la responsabilidad de que
este pueblo sea el pueblo de Dios. Ellos están en la línea de fuego.
Ellos llevan sobre sus espaldas el peso del día y del calor (cf. Mt 20,12),
están expuestos a un sinfín de situaciones diarias que los pueden dejar
más vulnerables y, por tanto, necesitan también de nuestra cercanía, de
nuestra comprensión y aliento, ellos necesitan de nuestra paternidad.
El resultado del trabajo pastoral, la evangelización en la Iglesia y la
misión no se basa en la riqueza de los medios y recursos materiales, ni
en la cantidad de eventos o actividades que realicemos sino en la centralidad de la compasión:
uno de los grandes distintivos que como Iglesia podemos ofrecer a
nuestros hermanos. Me preocupa cómo la compasión ha perdido centralidad
en la Iglesia, incluso en grupos católicos, o está perdiendo, para no
ser tan pesimistas. Incluso en medios de comunicación católicos la
compasión no está, el cisma, la condena, el ensañamiento, la valoración
de sí mismo, la denuncia de la herejía... No se pierda en nuestra
Iglesia la compasión y que no se pierda en el obispo la centralidad de
la compasión. La kénosis de Cristo es la expresión máxima de la
compasión del Padre. La Iglesia de Cristo es la Iglesia de la compasión,
y eso empieza por casa. Siempre es bueno preguntarnos como pastores:
¿Cuánto impacta en mí la vida de mis sacerdotes? ¿Soy capaz de ser padre
o me consuelo con ser mero ejecutor? ¿Me dejo incomodar? Recuerdo las
palabras de Benedicto XVI
al inicio de su pontificado hablándole a sus compatriotas: «Cristo no
nos ha prometido una vida cómoda. Quien busca la comodidad con Él se ha
equivocado de camino. Él nos muestra la senda que lleva hacia las cosas
grandes, hacia el bien, hacia una vida humana auténtica» (Benedicto XVI,
Discurso a los peregrinos alemanes,
25 abril 2005). El obispo tiene que crecer todos los días en la
capacidad de dejarse incomodar, de ser vulnerable a sus curas. Estoy
pensado en uno, ex obispo de una diócesis grande, muy trabajador, tenía
las audiencias en la mañana y era bastante, bastante frecuente que
cuando terminaba las audiencias en la mañana y ya no veía la hora de ir a
comer, había dos curas ahí que no estaban en la agenda esperándolo, y
este volvía atrás y los atendía como si tuviera toda la mañana por
delante. Dejarse incomodar y dejar que los fideos se pasen y que la
chuleta se enfríe. Dejarse incomodar por los curas.
Sabemos que nuestra labor, en las visitas y encuentros que realizamos
―sobre todo en las parroquias― tiene una dimensión y componente
administrativo que es necesario desarrollar. Asegurar que se haga sí,
pero eso no es ni sería sinónimo de que seamos nosotros los que lo
tenemos que hacer y utilizar el escaso tiempo en tareas administrativas.
En las visitas, lo fundamental y lo que no podemos delegar es “el
oído”. Hay muchas cosas que hacemos a diario que deberíamos confiarlas a
otros. Lo que no podemos encomendar, en cambio, es la capacidad de
escuchar, la capacidad de seguir la salud y vida de nuestros sacerdotes.
No podemos delegar en otros la puerta abierta para ellos. Puerta
abierta que cree condiciones que posibiliten la confianza más que el
miedo, la sinceridad más que la hipocresía, el intercambio franco y
respetuoso más que el monólogo disciplinador.
Recuerdo esas palabras de beato Rosmini—acusado de hereje y hoy
beato—: «No hay duda de que solo los grandes hombres pueden formar a
otros grandes hombres […]. En los primeros siglos, la casa del obispo
era el seminario de los sacerdotes y diáconos. La presencia y la vida
santa de su prelado, resultaba ser una lección candente, continua,
sublime, en la que se aprendía conjuntamente la teoría en sus doctas
palabras y la práctica en asiduas ocupaciones pastorales. Y así se veía
crecer a los jóvenes Atanasios junto a los Alejandros» (Antonio Rosmini,
Las cinco llagas de la santa Iglesia, 63).
Es importante que el cura encuentre al padre, al pastor en el que
“mirarse”, no al administrador que quiere “pasar revista de las tropas”.
Es fundamental que, con todas las cosas en las que discrepamos e
inclusive los desacuerdos y discusiones que puedan existir (y es normal y
esperable que existan), los curas perciban en el obispo a un hombre
capaz de jugarse, dar la cara por ellos, de sacarlos adelante y ser mano
tendida cuando están empantanados. Un hombre de discernimiento que sepa orientar
y encontrar caminos concretos y transitables en las distintas
encrucijadas de cada historia personal. Cuando estaba en Argentina a
veces escuchaba gente que decía: “Llamé al obispo —curas, ¿no?—, y la
secretaria me dijo que tenía la agenda llena y que llamara dentro de
veinte días, y no me preguntó qué quería, nada” —“Quiero ver al obispo.
No puede, así que yo lo anoto en la lista”—. Claro, después ya no llamó
más el cura y siguió con lo que quería consultarle —bueno o malo— dentro
de sí. Esto es, no un consejo sino una cosa que digo del corazón, que
tengan la agenda llena, bendito sea Dios, así van a comer tranquilos
porque se ganaron el pan, pero si ustedes ven un llamado de un cura hoy,
a más tardar mañana llámenlo: “Che, vos me llamaste, qué pasa, ¿podés
esperar hasta tal día o no?”. Ese cura desde ese momento sabe que tiene
padre.
La palabra autoridad etimológicamente viene de la raíz latina augere
que significa aumentar, promover, hacer progresar. La autoridad en el
pastor radica especialmente en ayudar a crecer, en promover a sus
presbíteros, más que en promoverse a sí mismo —eso lo hace un solterón
no un padre—. La alegría del padre/pastor es ver que sus hijos crecieron
y que fueron fecundos. Hermanos, que esa sea nuestra autoridad y el
signo de nuestra fecundidad.
Y el último punto: La kénosis de Cristo es pobre
Sentir con la Iglesia es sentir con el pueblo fiel, el pueblo
sufriente y esperanzador de Dios. Es saber que nuestra identidad
ministerial nace y se entiende a la luz de esta pertenencia única y
constituyente de nuestro ser. En este sentido quisiera recordar con
ustedes lo que san Ignacio nos escribía a los jesuitas: «la pobreza es
madre y muro», engendra y contiene. Madre porque nos invita a la
fecundidad, a la generatividad, a la capacidad de donación que sería
imposible en un corazón avaro o que busca acumular. Y muro porque nos
protege de una de las tentaciones más sutiles que enfrentamos los
consagrados, la mundanidad espiritual: ese revestir de valores
religiosos y “piadosos” el afán de poder y protagonismo, la vanidad e
incluso el orgullo y la soberbia. Muro y madre que nos ayuden a ser una
Iglesia que sea cada vez más libre porque está centrada en la kénosis de
su Señor. Una Iglesia que no quiere que su fuerza esté —como decía
Mons. Romero— en el apoyo de los poderosos o de la política, sino que se
desprende con nobleza para caminar únicamente tomada de los brazos del
crucificado, que es su verdadera fortaleza. Y esto se traduce en signos
concretos, en signos evidentes, y esto nos cuestiona e nos impulsa a un
examen de conciencia sobre nuestras opciones y prioridades en el uso de
los recursos, en el uso de las influencias y posicionamientos. La
pobreza es madre y muro porque custodia sobre todo nuestro corazón para
que no se deslice en concesiones y compromisos que debilitan la libertad
y parresía a la que el Señor nos llama.
Hermanos, antes de terminar pongámonos bajo el manto de la Virgen,
recemos juntos para que ella custodie nuestro corazón de pastores y nos
ayude a servir mejor al Cuerpo de su Hijo, el santo Pueblo fiel de Dios
que camina, vive y reza aquí en Centroamérica. Recémosle a la Madre.
(ORACIÓN)
Que Jesús los bendiga, la Virgen los cuide. Y, por favor, no se olviden de rezar por mí para que cumpla todo lo que dije.
Muchas gracias.
[1]
Quiero hacer presente la memoria de pastores que, movidos por su celo
pastoral y su amor a la Iglesia, dieron vida a este organismo eclesial,
como Monseñor Luis Chávez y González, Arzobispo de San Salvador, y
Monseñor Víctor Sanabria, Arzobispo de San José de Costa Rica, entre
otros.




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