viernes, 19 de octubre de 2012

BENEDICTO XVI: Ángelus (Oct. 14 y 7); Discursos (Oct. 15 y 8) y Audiencias Generales (Oct. 17 y 10)


ÁNGELUS DEL PAPA BENEDICTO XVI

Plaza de San Pedro
Domingo 14 de Octubre de 2012


Queridos hermanos y hermanas:

El Evangelio de este domingo (Mc 10, 17-30) tiene como tema principal el de la riqueza. Jesús enseña que para un rico es muy difícil entrar en el Reino de Dios, pero no imposible; en efecto, Dios puede conquistar el corazón de una persona que posee muchos bienes e impulsarla a la solidaridad y a compartir con quien está necesitado, con los pobres, para entrar en la lógica del don. De este modo aquella se sitúa en el camino de Jesús, quien —como escribe el apóstol Pablo— «siendo rico se hizo pobre por vosotros, para enriqueceros con su pobreza» (2 Co 8, 9). Como sucede a menudo en los evangelios, todo empieza con un encuentro: el de Jesús con uno que «era muy rico» (Mc 10, 22). Se trataba de una persona que desde su juventud observaba fielmente todos los mandamientos de la Ley de Dios, pero todavía no había encontrado la verdadera felicidad; y por ello pregunta a Jesús qué hacer para «heredar la vida eterna» (v. 17). Por un lado es atraído, como todos, por la plenitud de la vida; por otro, estando acostumbrado a contar con las propias riquezas, piensa que también la vida eterna se puede «comprar» de algún modo, tal vez observando un mandamiento especial. Jesús percibe el deseo profundo que hay en esa persona y —apunta el evangelista— fija en él una mirada llena de amor: la mirada de Dios (cfr. v. 21). Pero Jesús comprende igualmente cuál es el punto débil de aquel hombre: es precisamente su apego a sus muchos bienes; y por ello le propone que dé todo a los pobres, de forma que su tesoro —y por lo tanto su corazón— ya no esté en la tierra, sino en el cielo, y añade: «¡Ven! ¡Sígueme!» (v. 22). Y aquél, sin embargo, en lugar de acoger con alegría la invitación de Jesús, se marchó triste (cf. v. 23) porque no consigue desprenderse de sus riquezas, que jamás podrán darle la felicidad ni la vida eterna.
Es en este momento cuando Jesús da a sus discípulos —y también a nosotros hoy— su enseñanza: «¡Qué difícil les será entrar en el reino de Dios a los que tienen riquezas!» (v. 23). Ante estas palabras, los discípulos quedaron desconcertados; y más aún cuando Jesús añadió: «Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el reino de Dios». Pero al verlos atónitos, dijo: «Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo» (cf. vv. 24-27). Comenta san Clemente de Alejandría: «La parábola enseña a los ricos que no deben descuidar la salvación como si estuvieran ya condenados, ni deben arrojar al mar la riqueza ni condenarla como insidiosa y hostil a la vida, sino que deben aprender cómo utilizarla y obtener la vida» (¿Qué rico se salvará? 27, 1-2). La historia de la Iglesia está llena de ejemplos de personas ricas que utilizaron sus propios bienes de modo evangélico, alcanzando también la santidad. Pensemos en san Francisco, santa Isabel de Hungría o san Carlos Borromeo. Que la Virgen María, Trono de la Sabiduría, nos ayude a acoger con alegría la invitación de Jesús para entrar en la plenitud de la vida.

 Después del Ángelus

Ayer, en Praga, fueron proclamados beatos Federico Bachstein y trece hermanos de la Orden de los Frailes Menores, asesinados en 1611 a causa de su fe. Son los primeros beatos del Año de la fe, y son mártires: nos recuerdan que creer en Cristo significa estar dispuestos también a sufrir con Él y por Él.

(En español)

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española presentes en esta oración mariana. La liturgia de la Palabra de este domingo nos pide una adhesión incondicional a la persona de Jesucristo, de modo que, superando el mero cumplimiento externo y formal del precepto divino, seamos capaces de poner nuestro corazón en el Único que da la vida. Que la Santísima Virgen, Sede de la Sabiduría, nos ayude a acoger el don de la fe, para que, abandonados en el amor de Dios, respondamos con generosidad a su llamada. Feliz domingo.

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ÁNGELUS DEL PAPA BENEDICTO XVI

Plaza de San Pedro
Domingo 7 de Octubre de 2012


Queridos hermanos y hermanas:

Nos dirigimos ahora en oración a María Santísima, a quien veneramos hoy como Reina del Santo Rosario. En este momento, en el Santuario de Pompeya, se eleva la tradicional «súplica» a la que se unen personas en todo el mundo. Mientras también nosotros nos asociamos espiritualmente a esta invocación coral, desearía proponeros a todos que valoréis la oración del Rosario en el próximo Año de la fe. Con el Rosario, de hecho, nos dejamos guiar por María, modelo de fe, en la meditación de los misterios de Cristo, y día tras día se nos ayuda a asimilar el Evangelio, de manera que dé forma a toda nuestra vida. Así pues, en la estela de mis predecesores, en particular del beato Juan Pablo II, que hace diez años nos dio la Carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, invito a rezar el Rosario personalmente, en familia y en comunidad, situándonos en la escuela de María, que nos conduce a Cristo, centro vivo de nuestra fe.


Saludos

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española. Invito a todos a orar por los trabajos del Sínodo de los Obispos, que en los próximos días reflexionará sobre “La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana”. Hoy he declarado Doctores de la Iglesia al sacerdote español san Juan de Ávila y a la religiosa alemana santa Hildegarda de Bingen. Que sus figuras y obras sigan siendo faros luminosos y seguros en el anuncio del Reino de Dios, y nos ayuden a todos a crecer cada día en la auténtica vida de fe. Que la Santísima Virgen María nos acompañe en estos propósitos.

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DE LA PELÍCULA "BELLS OF EUROPE - CAMPANAS DE EUROPA:
UN VIAJE EN LA FE A TRAVÉS DE EUROPA"

ENTREVISTA AL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Pregunta. ― Santidad, en sus Encíclicas propone una antropología fuerte, un hombre habitado por el amor de Dios, un hombre de racionalidad ampliada por la fe, un hombre que tiene una responsabilidad social gracias a la dinámica de caridad recibida y dada en la verdad. Santidad, en este horizonte antropológico en que el mensaje evangélico exalta todos los elementos dignos de la persona humana, purificando las escorias que oscurecen el verdadero rostro del hombre creado a imagen y semejanza de Dios, usted ha reafirmado en repetidas ocasiones que este redescubrimiento de rostro humano, de los valores evangélicos, de las raíces profundas de Europa es una fuente de gran esperanza para el continente europeo, y no sólo ... ¿Puede explicar las razones de su esperanza?

Santo Padre ― La primera razón de mi esperanza consiste en que el deseo de Dios, la búsqueda de Dios está profundamente grabada en cada alma humana y no puede desaparecer. Ciertamente, durante algún tiempo, Dios puede olvidarse o dejarse de lado, se pueden hacer otras cosas, pero Dios nunca desaparece. Simplemente, es cierto, como dice san Agustín, que nosotros, los hombres, estamos inquietos hasta que encontramos a Dios. Esta preocupación también existe en la actualidad. Es la esperanza de que el hombre, siempre de nuevo, también hoy, se encamine hacia este Dios.
La segunda razón de mi esperanza consiste en el hecho de que el Evangelio de Jesucristo, la fe en Cristo, es simplemente verdad. Y la verdad no envejece. También se puede olvidar durante algún tiempo, es posible encontrar otras cosas, se puede dejar de lado; pero la verdad como tal no desaparece. Las ideologías tienen un tiempo determinado. Parecen fuertes, irresistibles, pero después de un determinado período se consumen; pierden su fuerza porque carecen de una verdad profunda. Son partículas de verdad, pero al final se consumen. En cambio, el evangelio es verdadero, y por lo tanto nunca se consume. En todos los períodos de la historia aparecen sus nuevas dimensiones, aparece en toda su novedad, para responder a las necesidades del corazón y de la razón humana que puede caminar en esta verdad y encontrarse en ella. Y así, por esta razón, estoy convencido de que también hay una nueva primavera del cristianismo.
Un tercer motivo empírico lo vemos en que esta inquietud se manifiesta en la juventud de hoy. Los jóvenes han visto tantas cosas ―las ofertas de las ideologías y del consumismo― pero perciben el vacío de todo esto, su insuficiencia. El hombre ha sido creado para el infinito. Todo lo finito es demasiado poco. Y por eso vemos cómo, en las generaciones más jóvenes, esta inquietud se despierta de nuevo y cómo se ponen en camino; así hay nuevos descubrimientos de la belleza del cristianismo; un cristianismo que no es barato, ni reducido, sino radical y profundo . Por lo tanto, me parece que la antropología, como tal, nos indica que siempre habrá nuevos despertares del cristianismo y los hechos lo confirman con una palabra: cimiento profundo. Es el cristianismo. Es verdadero, y la verdad siempre tiene un futuro.

Pregunta.― Santidad, usted ha dicho muchas veces que Europa ha tenido y tiene todavía una influencia cultural sobre toda la humanidad y tiene que sentirse especialmente responsable, no sólo del propio futuro, sino también del de todo el género humano. Mirando hacia adelante, ¿es posible trazar los límites del testimonio visible de los católicos y de los cristianos pertenecientes a las Iglesias ortodoxas y protestantes, en Europa del Atlántico a los Urales que, viviendo los valores evangélicos en los que creen, contribuyan a la construcción de una Europa más fiel a Cristo, más acogedora, solidaria, no sólo custodiando la herencia cultural y espiritual que los caracteriza, sino también en el compromiso de buscar nuevas vías para afrontar los grandes desafíos comunes que marcan la época post-moderna y multicultural?

Santo Padre ― Se trata de la gran cuestión. Es evidente que Europa tiene también hoy en el mundo un gran peso tanto económico como cultural e intelectual. Y, de acuerdo con este peso, tiene una gran responsabilidad. Pero como ha dicho usted, Europa tiene que encontrar todavía su plena identidad para poder hablar y actuar según su responsabilidad. El problema hoy no son ya, en mi opinión, las diferencias nacionales. Se trata de diversidades que, gracias a Dios, ya no constituyen divisiones. Las naciones permanecen, y en sus diversidades culturales, humanas, temperamentales, son una riqueza que se completa y da lugar a una gran sinfonía de culturas. Son, fundamentalmente, una cultura común. El problema de Europa para encontrar su identidad creo que consiste en el hecho de que hoy en Europa tenemos dos almas: una de ellas es una razón abstracta, anti-histórica, que pretende dominar todo porque se siente por encima de todas las culturas. Una razón que al fin ha llegado a sí misma, que pretende emanciparse de todas las tradiciones y valores culturales en favor de una racionalidad abstracta. La primera sentencia de Estrasburgo sobre el Crucifijo era un ejemplo de esta razón abstracta que quiere emanciparse de todas las tradiciones, de la misma historia. Pero así no se puede vivir. Además, también la "razón pura" está condicionada por una determinada situación histórica, y solo en este sentido puede existir. La otra alma es la que podemos llamar cristiana, que se abre a todo lo que es razonable, que ha creado ella misma la audacia de la razón y la libertad de una razón crítica, pero sigue anclada en las raíces que han dado origen a esta Europa, que la han construido sobre los grandes valores, las grandes intuiciones, la visión de la fe cristiana. Como decía usted, sobre todo en el diálogo ecuménico entre Iglesia católica, ortodoxa, protestante, este alma tiene que encontrar una común expresión y después tiene que confrontarse con esa razón abstracta, es decir, aceptar y conservar la libertad crítica de la razón con respecto a todo lo que puede hacer y ha hecho, pero practicarla, concretarla en el fundamento, en la cohesión con los grandes valores que nos ha dado el cristianismo. Sólo en esta síntesis Europa puede tener peso en el diálogo intercultural de la humanidad de hoy y de mañana, porque una razón que se ha emancipado de todas las culturas no puede entrar en un diálogo intercultural. Sólo una razón que tiene una identidad histórica y moral puede también hablar con los demás, buscar una interculturalidad en la que todos pueden entrar y encontrar una unidad fundamental de los valores que pueden abrir las vías al futuro, a un nuevo humanismo, que tiene que ser nuestro objetivo. Y para nosotros este humanismo crece precisamente a partir de la gran idea del hombre a imagen y semejanza de Dios.

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MEDITACIÓN DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
DURANTE LA PRIMERA CONGREGACIÓN GENERAL


Aula del Sínodo
Lunes 8 de Octubre de 2012

Queridos hermanos:

Mi meditación trata sobre la palabra «evangelium» «euangelisasthai» (cf. Lc 4, 18). En este Sínodo queremos conocer mejor lo que nos dice el Señor y qué podemos o debemos hacer nosotros. Se divide en dos partes: la primera reflexión sobre el significado de estas palabras, y luego deseo intentar interpretar el himno de la hora Tercia «Nunc, Sancte, nobis Spìritus», en la página 5 del Libro de oración.
La palabra «evangelium» «euangelisasthai» tiene una larga historia. Aparece en Homero: es anuncio de una victoria, y, por lo tanto, anuncio de un bien, de alegría, de felicidad. Aparece luego en el Segundo Isaías (cf. Is 40, 9) como voz que anuncia la alegría de Dios, como voz que hace comprender que Dios no ha olvidado a su pueblo, que Dios, quien aparentemente se había retirado de la historia, está presente. Y Dios tiene poder, Dios da alegría, abre las puertas del exilio; después de la larga noche el exilio, aparece su luz y da al pueblo la posibilidad de regresar, renueva la historia del bien, la historia de su amor. En este contexto de la evangelización, aparecen sobre todo tres palabras: dikaiosyne, eirene, soteria —justicia, paz, salvación—. Jesús mismo retomó las palabras de Isaías en Nazaret, al hablar de este «Evangelio» que lleva precisamente ahora a los excluidos, a los encarcelados, a los que sufren y a los pobres.
Pero para el significado de la palabra «evangelium» en el Nuevo Testamento, además de esto —el Deutero Isaías que abre la puerta—, es importante también el uso que hizo de la palabra el Imperio romano, empezando por el emperador Augusto. Aquí el término «evangelium» indica una palabra, un mensaje que viene del Emperador. El mensaje del emperador —como tal— es positivo: es renovación del mundo, es salvación. El mensaje imperial es, como tal, un mensaje de potencia y de poder; es un mensaje de salvación, de renovación y de salud. El Nuevo Testamento acepta esta situación. San Lucas compara explícitamente al Emperador Augusto con el Niño nacido en Belén: «evangelium» —dice— sí, es una palabra del Emperador, del verdadero Emperador del mundo. El verdadero Emperador del mundo se ha hecho oír, habla con nosotros. Este hecho, como tal, es redención, porque el gran sufrimiento del hombre —entonces como ahora— es precisamente este: Detrás del silencio del universo, detrás de las nubes de la historia ¿existe un Dios o no existe? Y, si existe este Dios, ¿nos conoce, tiene algo que ver con nosotros? Este Dios es bueno, y la realidad del bien ¿tiene poder en el mundo o no? Esta pregunta es hoy tan actual como lo era en aquel tiempo. Mucha gente se pregunta: ¿Dios es una hipótesis o no? ¿Es una realidad o no? ¿Por qué no se hace oír? «Evangelio» quiere decir: Dios ha roto su silencio, Dios ha hablado, Dios existe. Este hecho, como tal, es salvación: Dios nos conoce, Dios nos ama, ha entrado en la historia. Jesús es su Palabra, el Dios con nosotros, el Dios que nos muestra que nos ama, que sufre con nosotros hasta la muerte y resucita. Este es el Evangelio mismo. Dios ha hablado, ya no es el gran desconocido, sino que se ha mostrado y esta es la salvación.
La cuestión para nosotros es: Dios ha hablado, ha roto verdaderamente el gran silencio, se ha mostrado, pero ¿cómo podemos hacer llegar esta realidad al hombre de hoy, para que se convierta en salvación? El hecho de que Dios haya hablado, de por sí, es la salvación, es la redención. ¿Pero cómo puede saberlo el hombre? Me parece que este punto es un interrogante, pero también una pregunta, un mandato para nosotros: podemos encontrar respuesta meditando el himno de la hora Tercia «Nunc, Sancte, nobis Spiritus». La primera estrofa dice: «Dignàre promptus ingeri nostro refusus, péctori», es decir, rezamos para que venga el Espíritu Santo, para que esté en nosotros y con nosotros. Con otras palabras: nosotros no podemos hacer la Iglesia, sólo podemos dar a conocer lo que ha hecho él. La Iglesia no comienza con nuestro «hacer», sino con el «hacer» y el «hablar» de Dios. De este modo, después de algunas asambleas, los Apóstoles no dijeron: ahora queremos crear una Iglesia, y con la forma de una asamblea constituyente habrían elaborado una constitución. No, ellos rezaron y en oración esperaron, porque sabían que sólo Dios mismo puede crear su Iglesia, de la que Dios es el primer agente: si Dios no actúa, nuestras cosas son sólo nuestras cosas y son insuficientes; sólo Dios puede testimoniar que es Él quien habla y quien ha hablado. Pentecostés es la condición del nacimiento de la Iglesia: sólo porque Dios había actuado antes, los Apóstoles pueden obrar con Él y con su presencia, y hacer presente lo que Él hace. Dios ha hablado y este «ha hablado» es el perfecto de la fe, pero también es siempre un presente: lo perfecto de Dios no es sólo un pasado, porque es un pasado verdadero que lleva siempre en sí el presente y el futuro. Dios ha hablado quiere decir: «habla». Y, como en aquel tiempo, sólo con la iniciativa de Dios podía nacer la Iglesia, podía ser conocido el Evangelio, el hecho de que Dios ha hablado y habla, así también hoy sólo Dios puede comenzar, nosotros podemos sólo cooperar, pero el inicio debe venir de Dios. Por ello, no es una mera formalidad si comenzamos cada día nuestra Asamblea con la oración: esto responde a la realidad misma. Sólo el proceder de Dios hace posible nuestro caminar, nuestro cooperar, que es siempre un cooperar, no una pura decisión nuestra. Por ello es siempre importante saber que la primera palabra, la iniciativa auténtica, la actividad verdadera viene de Dios y sólo si entramos en esta iniciativa divina, sólo si imploramos esta iniciativa divina, podremos también nosotros llegar a ser —con Él y en Él— evangelizadores. Dios siempre es el comienzo, y siempre sólo él puede hacer Pentecostés, puede crear la Iglesia, puede mostrar la realidad de su estar con nosotros. Pero, por otra parte, este Dios, que es siempre el principio, quiere también nuestra participación, quiere que participemos con nuestra actividad, de modo que nuestras actividades sean teándricas, es decir, hechas por Dios, pero con nuestra participación e implicando nuestro ser, toda nuestra actividad.
Por lo tanto, cuando hagamos nosotros la nueva evangelización es siempre cooperación con Dios, está en el conjunto con Dios, está fundada en la oración y en su presencia real.
Ahora, este obrar nuestro, que sigue la iniciativa de Dios, lo encontramos descrito en la segunda estrofa de este himno: «Os, lingua, mens, sensus, vigor, confessionem personent, flammescat igne caritas, accendat ardor proximos». Aquí tenemos, en dos líneas, dos sustantivos determinantes: «confessio» en las primeras líneas, y «caritas» en las segundas dos líneas. «Confessio» y «caritas», como los dos modos con los cuales Dios nos implica, nos hace obrar con Él, en Él y para la humanidad, para su criatura: «confessio» y «caritas». Y se agregan los verbos: en el primer caso «personent» y en el segundo «caritas» interpretado con la palabra fuego, ardor, encender, echar llamas.
Veamos el primero: «confessionem personent». La fe tiene un contenido: Dios se comunica, pero este Yo de Dios se muestra realmente en la figura de Jesús y se interpreta en la «confesión» que nos habla de su concepción virginal del Nacimiento, de la Pasión, de la Cruz, de la Resurrección. Este mostrarse de Dios es toda una Persona: Jesús como el Verbo, con un contenido muy concreto que se expresa en la «confessio». Por lo tanto, el primer punto es que nosotros debemos entrar en esta «confesión», compenetrarnos, de tal modo que «personent» —como dice el himno— en nosotros y a través de nosotros. Aquí es importante observar también un pequeña realidad filológica: «confessio» en el latín precristiano no se diría «confessio» sino «professio» (profiteri): esto es el presentar positivamente una realidad. En cambio la palabra «confessio» se refiere a la situación en un tribunal, en un proceso donde uno abre su mente y confiesa. En otras palabras, esta palabra «confessio», que en el latín cristiano sustituyó a la palabra «professio», lleva en sí el elemento martirológico, el elemento de dar testimonio ante instancias enemigas a la fe, dar testimonio incluso en situaciones de pasión y de peligro de muerte. A la confesión cristiana pertenece esencialmente la disponibilidad a sufrir: esto me parece muy importante. En la esencia de la «confessio» de nuestro Credo, está siempre incluida también la disponibilidad a la pasión, al sufrimiento, es más, a la entrega de la vida. Precisamente esto garantiza la credibilidad: la «confessio» no es una cosa que incluso se pueda dejar pasar; la «confessio» implica la disponibilidad a dar mi vida, aceptar la pasión. Esto es precisamente también la verificación de la «confessio». Se ve que para nosotros la «confessio» no es una palabra, es más que el dolor, es más que la muerte. Por la «confessio» realmente vale la pena sufrir, vale la pena sufrir hasta la muerte. Quien hace esta «confessio» verdaderamente demuestra de este modo que cuanto confiesa es más que vida: es la vida misma, el tesoro, la perla preciosa e infinita. Precisamente en la dimensión martirológica de la palabra «confessio» aparece la verdad: se verifica solamente para una realidad por la cual vale la pena sufrir, que es más fuerte incluso que la muerte, y demuestra que es la verdad que tengo en la mano, que estoy más seguro, que «guío» mi vida porque encuentro la vida en esta confesión.
Veamos ahora dónde debería penetrar esta «confesión»: «Os, lingua, mens, sensus, vigor». Por san Pablo, Carta a los Romanos 10, sabemos que la ubicación de la «confesión» está en el corazón y en la boca: debe estar en lo profundo del corazón, pero también debe ser pública; la fe que se lleva en el corazón debe ser anunciada: nunca es sólo una realidad en el corazón, sino que tiende a ser comunicada, a ser realmente confesada ante los ojos del mundo. De este modo, debemos aprender, por una parte, a ser realmente —digamos— penetrados en el corazón por la «confesión», así se forma nuestro corazón, y desde el corazón encontrar también, junto con la gran historia de la Iglesia, la palabra y la valentía de la palabra, y la palabra que indica nuestro presente, esta «confesión» que sin embargo es siempre una. «Mens»: la «confesión» no es sólo cuestión del corazón y de la boca, sino también de la inteligencia; debe ser pensada y así, pensada e inteligentemente concebida, llega al otro y significa que mi pensamiento está situado realmente en la «confesión». «Sensus»: no es algo puramente abstracto e intelectual, la «confessio» debe penetrar incluso los sentidos de nuestra vida. San Bernardo de Claraval nos dijo que Dios, en su revelación, en la historia de salvación, dio a nuestros sentidos la posibilidad de ver, de tocar, de gustar la revelación. Dios ya no es algo sólo espiritual: ha entrado en el mundo de los sentidos y nuestros sentidos deben estar llenos de este gusto, de esta belleza de la Palabra de Dios, que es realidad. «Vigor»: es la fuerza vital de nuestro ser y también el vigor jurídico de una realidad. Con toda nuestra vitalidad y fuerza, debemos ser penetrados por la «confessio», que debe realmente «personare»; la melodía de Dios debe entonar nuestro ser en su totalidad.
«Confessio» es la primera columna —por decirlo así— de la evangelización, y la segunda es «caritas». La «confessio» no es algo abstracto, es «caritas», es amor. Sólo así es verdaderamente reflejo de la verdad divina, que como verdad es inseparablemente también amor. El texto describe, con palabras muy fuertes, este amor: es ardor, es llama, enciende a los demás. Hay una pasión en nosotros que debe crecer desde la fe, que debe transformarse en el fuego de la caridad. Jesús nos dijo: He venido a traer fuego a la tierra y cómo deseo que ya arda. Orígenes nos transmitió una palabra del Señor: «Quien está cerca de mí, está cerca del fuego». El cristiano no debe ser tibio. El Apocalipsis nos dice que este es el mayor peligro del cristiano: que no diga no, sino un sí muy tibio. Precisamente esta tibieza desacredita al cristianismo. La fe debe convertirse en llama del amor, llama que encienda realmente mi ser, se convierta en la gran pasión de mi ser, y así encienda al prójimo. Este es el modo de la evangelización: «Accéndat ardor proximos», que la verdad se convierta en mí en caridad y la caridad encienda como fuego también al otro. Sólo en este encender al otro a través de la llama de nuestra caridad, crece realmente la evangelización, la presencia del Evangelio, que ya no es sólo una palabra, sino realidad vivida.
San Lucas nos relata que en Pentecostés, en esta fundación de la Iglesia de Dios, el Espíritu Santo era fuego que transformó el mundo, pero fuego en forma de lengua, es decir fuego que sin embargo también es razonable, que es espíritu, que es también comprensión; fuego que está unido al pensamiento, a la «mens». Y precisamente este fuego inteligente, esta «sobria ebrietas», es característico del cristianismo. Sabemos que el fuego está en el inicio de la cultura humana; el fuego es luz, es calor, es fuerza de transformación. La cultura humana comienza en el momento en que el hombre tiene el poder de crear el fuego: con el fuego puede destruir, pero con el fuego puede también transformar, renovar. El fuego de Dios es fuego transformador, fuego de pasión —ciertamente— que también destruye muchas cosas en nosotros, que lleva a Dios, pero sobre todo fuego que transforma, renueva y crea una novedad en el hombre, que en Dios se convierte en luz.
De este modo, al final sólo podemos pedir al Señor que la «confessio» esté en nosotros profundamente arraigada y que se convierta en fuego que encienda a los demás; así el fuego de su presencia, la novedad de su estar con nosotros, se hace realmente visible y fuerza del presente y del futuro.

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AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA BENEDICTO XVI
Plaza de San Pedro
Miércoles 17 de Octubre de 2012


Queridos hermanos y hermanas:

Hoy desearía introducir el nuevo ciclo de catequesis que se desarrolla a lo largo de todo el Año de la fe recién comenzado y que interrumpe —durante este período— el ciclo dedicado a la escuela de la oración. Con la carta apostólica Porta Fidei convoqué este Año especial precisamente para que la Iglesia renueve el entusiasmo de creer en Jesucristo, único salvador del mundo; reavive la alegría de caminar por el camino que nos ha indicado; y testimonie de modo concreto la fuerza transformadora de la fe.
La celebración de los cincuenta años de la apertura del concilio Vaticano II es una ocasión importante para volver a Dios, para profundizar y vivir con mayor valentía la propia fe, para reforzar la pertenencia a la Iglesia, «maestra de humanidad», que, a través del anuncio de la Palabra, la celebración de los sacramentos y las obras de caridad, nos guía a encontrar y conocer a Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Se trata del encuentro no con una idea o con un proyecto de vida, sino con una Persona viva que nos transforma en profundidad a nosotros mismos, revelándonos nuestra verdadera identidad de hijos de Dios. El encuentro con Cristo renueva nuestras relaciones humanas, orientándolas, de día en día, a mayor solidaridad y fraternidad, en la lógica del amor. Tener fe en el Señor no es un hecho que interesa sólo a nuestra inteligencia, el área del saber intelectual, sino que es un cambio que involucra la vida, la totalidad de nosotros mismos: sentimiento, corazón, inteligencia, voluntad, corporeidad, emociones, relaciones humanas. Con la fe cambia verdaderamente todo en nosotros y para nosotros, y se revela con claridad nuestro destino futuro, la verdad de nuestra vocación en la historia, el sentido de la vida, el gusto de ser peregrinos hacia la Patria celestial.
Pero —nos preguntamos— ¿la fe es verdaderamente la fuerza transformadora en nuestra vida, en mi vida? ¿O es sólo uno de los elementos que forman parte de la existencia, sin ser el determinante que la involucra totalmente? Con las catequesis de este Año de la fe querríamos hacer un camino para reforzar o reencontrar la alegría de la fe, comprendiendo que ésta no es algo ajeno, separado de la vida concreta, sino que es su alma. La fe en un Dios que es amor, y que se ha hecho cercano al hombre encarnándose y donándose Él mismo en la cruz para salvarnos y volver a abrirnos las puertas del Cielo, indica de manera luminosa que sólo en el amor consiste la plenitud del hombre. Hoy es necesario subrayarlo con claridad —mientras las transformaciones culturales en curso muestran con frecuencia tantas formas de barbarie que llegan bajo el signo de «conquistas de civilización»—: la fe afirma que no existe verdadera humanidad más que en los lugares, gestos, tiempos y formas donde el hombre está animado por el amor que viene de Dios, se expresa como don, se manifiesta en relaciones ricas de amor, de compasión, de atención y de servicio desinteresado hacia el otro. Donde existe dominio, posesión, explotación, mercantilización del otro para el propio egoísmo, donde existe la arrogancia del yo cerrado en sí mismo, el hombre resulta empobrecido, degradado, desfigurado. La fe cristiana, operosa en la caridad y fuerte en la esperanza, no limita, sino que humaniza la vida; más aún, la hace plenamente humana.
La fe es acoger este mensaje transformador en nuestra vida, es acoger la revelación de Dios, que nos hace conocer quién es Él, cómo actúa, cuáles son sus proyectos para nosotros. Cierto: el misterio de Dios sigue siempre más allá de nuestros conceptos y de nuestra razón, de nuestros ritos y de nuestras oraciones. Con todo, con la revelación es Dios mismo quien se auto-comunica, se relata, se hace accesible. Y a nosotros se nos hace capaces de escuchar su Palabra y de recibir su verdad. He aquí entonces la maravilla de la fe: Dios, en su amor, crea en nosotros —a través de la obra del Espíritu Santo— las condiciones adecuadas para que podamos reconocer su Palabra. Dios mismo, en su voluntad de manifestarse, de entrar en contacto con nosotros, de hacerse presente en nuestra historia, nos hace capaces de escucharle y de acogerle. San Pablo lo expresa con alegría y reconocimiento así: «Damos gracias a Dios sin cesar, porque, al recibir la Palabra de Dios, que os predicamos, la acogisteis no como palabra humana, sino, cual es en verdad, como Palabra de Dios que permanece operante en vosotros los creyentes» (1 Ts 2, 13).
Dios se ha revelado con palabras y obras en toda una larga historia de amistad con el hombre, que culmina en la encarnación del Hijo de Dios y en su misterio de muerte y resurrección. Dios no sólo se ha revelado en la historia de un pueblo, no sólo ha hablado por medio de los profetas, sino que ha traspasado su Cielo para entrar en la tierra de los hombres como hombre, a fin de que pudiéramos encontrarle y escucharle. Y el anuncio del Evangelio de la salvación se difundió desde Jerusalén hasta los confines de la tierra. La Iglesia, nacida del costado de Cristo, se ha hecho portadora de una nueva esperanza sólida: Jesús de Nazaret, crucificado y resucitado, salvador del mundo, que está sentado a la derecha del Padre y es el juez de vivos y muertos. Este es elkerigma, el anuncio central y rompedor de la fe. Pero desde los inicios se planteó el problema de la «regla de la fe», o sea, de la fidelidad de los creyentes a la verdad del Evangelio, en la que permanecer firmes; a la verdad salvífica sobre Dios y sobre el hombre que hay que custodiar y transmitir. San Pablo escribe: «Os está salvando [el Evangelio] si os mantenéis en la palabra que os anunciamos; de lo contrario, creísteis en vano» (1 Co 15, 1.2).
Pero ¿dónde hallamos la fórmula esencial de la fe? ¿Dónde encontramos las verdades que nos han sido fielmente transmitidas y que constituyen la luz para nuestra vida cotidiana? La respuesta es sencilla: en el Credo, en la Profesión de fe o Símbolo de la fe nos enlazamos al acontecimiento originario de la Persona y de la historia de Jesús de Nazaret; se hace concreto lo que el Apóstol de los gentiles decía a los cristianos de Corinto: «Os transmití en primer lugar lo que también yo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras; y que fue sepultado y que resucitó al tercer día» (1 Co 15, 3.4).
También hoy necesitamos que el Credo sea mejor conocido, comprendido y orado. Sobre todo es importante que el Credo sea, por así decirlo, «reconocido». Conocer, de hecho, podría ser una operación solamente intelectual, mientras que «reconocer» quiere significar la necesidad de descubrir el vínculo profundo entre las verdades que profesamos en el Credo y nuestra existencia cotidiana a fin de que estas verdades sean verdadera y concretamente —como siempre lo han sido— luz para los pasos de nuestro vivir, agua que rocía las sequedades de nuestro camino, vida que vence ciertos desiertos de la vida contemporánea. En el Credo se injerta la vida moral del cristiano, que en él encuentra su fundamento y su justificación.
No es casualidad que el beato Juan Pablo II quisiera que el Catecismo de la Iglesia católica, norma segura para la enseñanza de la fe y fuente cierta para una catequesis renovada, se asentara sobre el Credo. Se trató de confirmar y custodiar este núcleo central de las verdades de la fe, expresándolo en un lenguaje más inteligible a los hombres de nuestro tiempo, a nosotros. Es un deber de la Iglesia transmitir la fe, comunicar el Evangelio, para que las verdades cristianas sean luz en las nuevas transformaciones culturales, y los cristianos sean capaces de dar razón de la esperanza que tienen (cf. 1 P 3, 15). Vivimos hoy en una sociedad profundamente cambiada, también respecto a un pasado reciente, y en continuo movimiento. Los procesos de la secularización y de una difundida mentalidad nihilista, en la que todo es relativo, han marcado fuertemente la mentalidad común. Así, a menudo la vida se vive con ligereza, sin ideales claros y esperanzas sólidas, dentro de vínculos sociales y familiares líquidos, provisionales. Sobre todo no se educa a las nuevas generaciones en la búsqueda de la verdad y del sentido profundo de la existencia que supere lo contingente, en la estabilidad de los afectos, en la confianza. Al contrario: el relativismo lleva a no tener puntos firmes; sospecha y volubilidad provocan rupturas en las relaciones humanas, mientras que la vida se vive en el marco de experimentos que duran poco, sin asunción de responsabilidades. Así como el individualismo y el relativismo parecen dominar el ánimo de muchos contemporáneos, no se puede decir que los creyentes permanezcan del todo inmunes a estos peligros que afrontamos en la transmisión de la fe. Algunos de estos ha evidenciado la indagación promovida en todos los continentes para la celebración del Sínodo de los obispos sobre la nueva evangelización: una fe vivida de modo pasivo y privado, el rechazo de la educación en la fe, la fractura entre vida y fe.
Frecuentemente el cristiano ni siquiera conoce el núcleo central de la propia fe católica, del Credo, de forma que deja espacio a un cierto sincretismo y relativismo religioso, sin claridad sobre las verdades que creer y sobre la singularidad salvífica del cristianismo. Actualmente no es tan remoto el peligro de construirse, por así decirlo, una religión auto-fabricada. En cambio debemos volver a Dios, al Dios de Jesucristo; debemos redescubrir el mensaje del Evangelio, hacerlo entrar de forma más profunda en nuestras conciencias y en la vida cotidiana.
En las catequesis de este Año de la fe desearía ofrecer una ayuda para realizar este camino, para retomar y profundizar en las verdades centrales de la fe acerca de Dios, del hombre, de la Iglesia, de toda la realidad social y cósmica, meditando y reflexionando en las afirmaciones del Credo. Y desearía que quedara claro que estos contenidos o verdades de la fe (fides quae) se vinculan directamente a nuestra cotidianeidad; piden una conversión de la existencia, que da vida a un nuevo modo de creer en Dios (fides qua). Conocer a Dios, encontrarle, profundizar en los rasgos de su rostro, pone en juego nuestra vida porque Él entra en los dinamismos profundos del ser humano.
Que el camino que realizaremos este año pueda hacernos crecer a todos en la fe y en el amor a Cristo a fin de que aprendamos a vivir, en las elecciones y en las acciones cotidianas, la vida buena y bella del Evangelio. Gracias.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, México, Panamá, Perú, Argentina y otros países latinoamericanos. Invito a todos a meditar el Credo para que, al vivir con entusiasmo sus exigencias, proclaméis que la fe transforma el corazón. Muchas gracias.

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AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA BENEDICTO XVI
Plaza de San Pedro
Miércoles 10 de Octubre de 2012


Queridos hermanos y hermanas:

Estamos en la víspera del día en que celebraremos los cincuenta años de la apertura del concilio ecuménico Vaticano II y el inicio del Año de la fe. Con esta Catequesis quiero comenzar a reflexionar —con algunos pensamientos breves— sobre el gran acontecimiento de Iglesia que fue el Concilio, acontecimiento del que fui testigo directo. El Concilio, por decirlo así, se nos presenta como un gran fresco, pintado en la gran multiplicidad y variedad de elementos, bajo la guía del Espíritu Santo. Y como ante un gran cuadro, de ese momento de gracia incluso hoy seguimos captando su extraordinaria riqueza, redescubriendo en él pasajes, fragmentos y teselas especiales.
El beato Juan Pablo II, en el umbral del tercer milenio, escribió: «Siento más que nunca el deber de indicar el Concilio como la gran gracia que la Iglesia ha recibido en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza» (Novo millennio ineunte, 57). Pienso que esta imagen es elocuente. Los documentos del concilio Vaticano II, a los que es necesario volver, liberándolos de una masa de publicaciones que a menudo en lugar de darlos a conocer los han ocultado, son, incluso para nuestro tiempo, una brújula que permite a la barca de la Iglesia avanzar mar adentro, en medio de tempestades o de ondas serenas y tranquilas, para navegar segura y llegar a la meta.
Recuerdo bien aquel periodo: era un joven profesor de teología fundamental en la Universidad de Bonn, y fue el arzobispo de Colonia, el cardenal Frings, para mí un punto de referencia humano y sacerdotal, quien me trajo a Roma con él como su teólogo consultor; luego fui nombrado también perito conciliar. Para mí fue una experiencia única: después de todo el fervor y el entusiasmo de la preparación, pude ver una Iglesia viva —casi tres mil padres conciliares de todas partes del mundo reunidos bajo la guía del Sucesor del Apóstol Pedro— que asiste a la escuela del Espíritu Santo, el verdadero motor del Concilio. Raras veces en la historia se pudo casi «tocar» concretamente, como entonces, la universalidad de la Iglesia en un momento de la gran realización de su misión de llevar el Evangelio a todos los tiempos y hasta los confines de la tierra. En estos días, si volvéis a ver las imágenes de la apertura de esta gran Asamblea, a través de la televisión y otros medios de comunicación, podréis percibir también vosotros la alegría, la esperanza y el aliento que nos ha dado a todos nosotros tomar parte en ese evento de luz, que se irradia hasta hoy.
En la historia de la Iglesia, como pienso que sabéis, varios concilios precedieron al Vaticano II. Por lo general, estas grandes Asambleas eclesiales fueron convocadas para definir elementos fundamentales de la fe, sobre todo corrigiendo errores que la ponían en peligro. Pensemos en el concilio de Nicea en el año 325, para combatir la herejía arriana y reafirmar con claridad la divinidad de Jesús Hijo unigénito de Dios Padre; o en el de Éfeso, del año 431, que definió a María como Madre de Dios; en el de Calcedonia, del año 451, que afirmó la única persona de Cristo en dos naturalezas, la naturaleza divina y la humana. Para acercarnos más a nosotros, tenemos que mencionar el concilio de Trento, en el siglo XVI, que clarificó puntos esenciales de la doctrina católica ante la Reforma protestante; o bien el Vaticano i, que comenzó a reflexionar sobre varias temáticas, pero que sólo tuvo tiempo de emanar dos documentos, uno sobre el conocimiento de Dios, la revelación, la fe y las relaciones con la razón, y el otro sobre el primado del Papa y la infalibilidad, porque fue interrumpido por la ocupación de Roma en septiembre de 1870.
Si miramos al concilio ecuménico Vaticano II, vemos que en aquel momento del camino de la Iglesia no existían errores particulares de fe que se debían corregir o condenar, ni había cuestiones específicas de doctrina o de disciplina por clarificar. Se puede comprender entonces la sorpresa del pequeño grupo de cardenales presentes en la sala capitular del monasterio benedictino de San Pablo Extramuros, cuando, el 25 de enero de 1959, el beato Juan XXIII anunció el Sínodo diocesano para Roma y el Concilio para la Iglesia universal. La primera cuestión que se planteó en la preparación de este gran acontecimiento fue precisamente cómo comenzarlo, qué cometido preciso atribuirle. El beato Juan XXIII, en el discurso de apertura, el 11 de octubre de hace cincuenta años, dio una indicación general: la fe debía hablar de un modo «renovado», más incisivo —porque el mundo estaba cambiando rápidamente— manteniendo intactos sin embargo sus contenidos perennes, sin renuncias o componendas. El Papa deseaba que la Iglesia reflexionara sobre su fe, sobre las verdades que la guían. Pero de esta reflexión seria y profunda sobre la fe, debía delinearse de modo nuevo la relación entre la Iglesia y la edad moderna, entre el cristianismo y ciertos elementos esenciales del pensamiento moderno, no para someterse a él, sino para presentar a nuestro mundo, que tiende a alejarse de Dios, la exigencia del Evangelio en toda su grandeza y en toda su pureza (cf. Discurso a la Curia romana con ocasión de la felicitación navideña, 22 de diciembre de 2005). Lo indica muy bien el siervo de Dios Pablo VI en la homilía al final de la última sesión del Concilio —el 7 de diciembre de 1965— con palabras extraordinariamente actuales, cuando afirma que, para valorar bien este acontecimiento, «se lo debe mirar en el tiempo en cual se ha verificado. En efecto, tuvo lugar —dice el Papa— en un tiempo en el cual, como todos reconocen, los hombres tienden al reino de la tierra más bien que al reino de los cielos; un tiempo, agregamos, en el cual el olvido de Dios se hace habitual, casi lo sugiere el progreso científico; un tiempo en el cual el acto fundamental de la persona humana, siendo más consciente de sí y de la propia libertad, tiende a reclamar la propia autonomía absoluta, emancipándose de toda ley trascendente; un tiempo en el cual el “laicismo” se considera la consecuencia legítima del pensamiento moderno y la norma más sabia para el ordenamiento temporal de la sociedad... En este tiempo se ha celebrado nuestro Concilio para gloria de Dios, en el nombre de Cristo, inspirador el Espíritu Santo». Hasta aquí, Pablo VI. Y concluía indicando en la cuestión sobre Dios el punto central del Concilio, aquel Dios que «existe realmente, vive, es una persona, es providente, es infinitamente bueno; es más, no sólo bueno en sí, sino inmensamente bueno también para con nosotros, es nuestro Creador, nuestra verdad, nuestra felicidad, a tal punto que el hombre, cuando en la contemplación se esfuerza por fijar la mente y el corazón en Dios, realiza el acto más elevado y más pleno de su alma, el acto que incluso hoy puede y debe ser la cima de los innumerables campos de la actividad humana, de la cual estos reciben su dignidad» (AAS 58 [1966], 52-53).
Vemos cómo el tiempo en el que vivimos sigue estando marcado por un olvido y sordera con respecto a Dios. Pienso, entonces, que debemos aprender la lección más sencilla y fundamental del Concilio, es decir, que el cristianismo en su esencia consiste en la fe en Dios, que es Amor trinitario, y en el encuentro, personal y comunitario, con Cristo que orienta y guía la vida: todo lo demás se deduce de ello. Lo importante hoy, precisamente como era el deseo de los padres conciliares, es que se vea —de nuevo, con claridad— que Dios está presente, nos cuida, nos responde. Y que, en cambio, cuando falta la fe en Dios, se derrumba lo que es esencial, porque el hombre pierde su dignidad profunda y lo que hace grande su humanidad, contra todo reduccionismo. El Concilio nos recuerda que la Iglesia, en todos sus componentes, tiene la tarea, el mandato, de transmitir la palabra del amor de Dios que salva, para que sea escuchada y acogida la llamada divina que contiene en sí nuestra bienaventuranza eterna.
Mirando de este modo la riqueza contenida en los documentos del Vaticano II, quiero sólo nombrar las cuatro constituciones, casi los cuatro puntos cardinales de la brújula capaz de orientarnos. La constitución sobre la sagrada Liturgia Sacrosanctum Concilium nos indica cómo en la Iglesia al inicio está la adoración, está Dios, está la centralidad del misterio de la presencia de Cristo. Y la Iglesia, cuerpo de Cristo y pueblo peregrino en el tiempo, tiene como tarea fundamental glorificar a Dios, como lo expresa la constitución dogmática Lumen gentium. El tercer documento que quiero citar es la constitución sobre la divina Revelación Dei Verbum: la Palabra viva de Dios convoca a la Iglesia y la vivifica a lo largo de todo su camino en la historia. Y el modo como la Iglesia lleva a todo el mundo la luz que ha recibido de Dios para que sea glorificado, es el tema de fondo de la constitución pastoral Gaudium et spes.
El concilio Vaticano II es para nosotros un fuerte llamamiento a redescubrir cada día la belleza de nuestra fe, a conocerla de modo profundo para alcanzar una relación más intensa con el Señor, a vivir hasta la últimas consecuencias nuestra vocación cristiana. La Virgen María, Madre de Cristo y de toda la Iglesia, nos ayude a realizar y a llevar a término lo que los padres conciliares, animados por el Espíritu Santo, custodiaban en el corazón: el deseo de que todos puedan conocer el Evangelio y encontrar al Señor Jesús como camino, verdad y vida. Gracias.


Saludos

Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los fieles provenientes de España, México, Costa Rica, Argentina, Paraguay, Perú, Guatemala, Colombia, Chile y otros países latinoamericanos. Que la Virgen María, Madre de Cristo y de toda la Iglesia, nos ayude a llevar a plenitud el deseo de los Padres conciliares: que todos puedan conocer el Evangelio y encontrar al Señor Jesús como Camino, Verdad y Vida. Muchas gracias.


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