martes, 30 de octubre de 2012

BENEDICTO XVI: Homilía (Oct. 28), Audiencia (Oct. 24), Ángelus (Oct. 21) y Discurso (Oct. 20)



HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Basílica Vaticana
Domingo 28 de Octubre de 2012


Venerables hermanos,
ilustres señores y señoras,
queridos hermanos y hermanas


El milagro de la curación del ciego Bartimeo ocupa un lugar relevante en la estructura del Evangelio de Marcos. En efecto, está colocado al final de la sección llamada «viaje a Jerusalén», es decir, la última peregrinación de Jesús a la Ciudad Santa para la Pascua, en donde él sabe que lo espera la pasión, la muerte y la resurrección. Para subir a Jerusalén, desde el valle del Jordán, Jesús pasó por Jericó, y el encuentro con Bartimeo tuvo lugar a las afueras de la ciudad, mientras Jesús, como anota el evangelista, salía «de Jericó con sus discípulos y bastante gente» (10, 46); gente que, poco después, aclamará a Jesús como Mesías en su entrada a Jerusalén. Bartimeo, cuyo nombre, como dice el mismo evangelista, significa «hijo de Timeo», estaba precisamente sentado al borde del camino pidiendo limosna. Todo el Evangelio de Marcos es un itinerario de fe, que se desarrolla gradualmente en el seguimiento de Jesús. Los discípulos son los primeros protagonistas de este paulatino descubrimiento, pero hay también otros personajes que desempeñan  un papel importante, y Bartimeo es uno de éstos. La suya es la última curación prodigiosa que Jesús realiza antes de su pasión, y no es casual que sea la de un ciego, es decir una persona que ha perdido la luz de sus ojos. Sabemos también por otros textos que en los evangelios la ceguera tiene un importante significado. Representa al hombre que tiene necesidad de la luz de Dios, la luz de la fe, para conocer verdaderamente la realidad y recorrer el camino de la vida. Es esencial reconocerse ciegos, necesitados de esta luz, de lo contrario se es ciego para siempre (cf. Jn 9,39-41).
Bartimeo, pues, en este punto estratégico del relato de Marcos, está puesto como modelo. Él no es ciego de nacimiento, sino que ha perdido la vista: es el hombre que ha perdido la luz y es consciente de ello, pero no ha perdido la esperanza, sabe percibir la posibilidad de un encuentro con Jesús y confía en él para ser curado. En efecto, cuando siente que el Maestro pasa por el camino, grita: «Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí» (Mc 10,47), y lo repite con fuerza (v. 48). Y cuando Jesús lo llama y le pregunta qué quiere de él, responde: «Maestro, que pueda ver» (v. 51). Bartimeo representa al hombre que reconoce el propio mal y grita al Señor, con la confianza de ser curado. Su invocación, simple y sincera, es ejemplar, y de hecho –al igual que la del publicano en el templo: «Oh Dios, ten compasión de este pecador» (Lc 18,13)– ha entrado en la tradición de la oración cristiana. En el encuentro con Cristo, realizado con fe, Bartimeo recupera la luz que había perdido, y con ella la plenitud de la propia dignidad: se pone de pie y retoma el camino, que desde aquel momento tiene un guía, Jesús, y una ruta, la misma que Jesús recorre. El evangelista no nos dice nada más de Bartimeo, pero en él nos muestra quién es el discípulo: aquel que, con la luz de la fe, sigue a Jesús «por el camino» (v. 52).
San Agustín, en uno de sus escritos, hace una observación muy particular sobre la figura de Bartimeo, que puede resultar también interesante y significativa para nosotros. El Santo Obispo de Hipona reflexiona sobre el hecho de que Marcos, en este caso, indica el nombre no sólo de la persona que ha sido curada, sino también del padre, y concluye que «Bartimeo, hijo de Timeo, era un personaje que de una gran prosperidad cayó en la miseria, y que ésta condición suya de miseria debía ser conocida por todos y de dominio público, puesto que no era solamente un ciego, sino un mendigo sentado al borde del camino. Por esta razón Marcos lo recuerda solamente a él, porque la recuperación de su vista hizo que ese milagro tuviera una resonancia tan grande como la fama de la desventura que le sucedió» (Concordancia de los evangelios, 2, 65, 125: PL 34, 1138). Hasta aquí san Agustín.
Esta interpretación, que ve a Bartimeo como una persona caída en la miseria desde una condición de «gran prosperidad», nos hace pensar; nos invita a reflexionar sobre el hecho de que hay riquezas preciosas para nuestra vida, y que no son materiales, que podemos perder. En esta perspectiva, Bartimeo podría ser la representación de cuantos viven en regiones de antigua evangelización, donde la luz de la fe se ha debilitado, y se han alejado de Dios, ya no lo consideran importante para la vida: personas que por eso han perdido una gran riqueza, han «caído en la miseria» desde una alta dignidad –no económica o de poder terreno, sino cristiana –, han perdido la orientación segura y sólida de la vida y se han convertido, con frecuencia inconscientemente, en mendigos del sentido de la existencia. Son las numerosas personas que tienen necesidad de una nueva evangelización, es decir de un nuevo encuentro con Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios (cf. Mc 1,1), que puede abrir nuevamente sus ojos y mostrarles el camino. Es significativo que, mientras concluimos la Asamblea sinodal sobre la nueva evangelización, la liturgia nos proponga el Evangelio de Bartimeo. Esta Palabra de Dios tiene algo que decirnos de modo particular a nosotros, que en estos días hemos reflexionado sobre la urgencia de anunciar nuevamente a Cristo allá donde la luz de la fe se ha debilitado, allá donde el fuego de Dios es como un rescoldo, que pide ser reavivado, para que sea llama viva que da luz y calor a toda la casa.
La nueva evangelización concierne toda la vida de la Iglesia. Ella se refiere, en primer lugar, a la pastoral ordinaria que debe estar más animada por el fuego del Espíritu, para encender los corazones de los fieles que regularmente frecuentan la comunidad y que se reúnen en el día del Señor para nutrirse de su Palabra y del Pan de vida eterna. Deseo subrayar tres líneas pastorales que han surgido del Sínodo. La primera corresponde a los sacramentos de la iniciación cristiana. Se ha reafirmado la necesidad de acompañar con una catequesis adecuada la preparación al bautismo, a la confirmación y a la Eucaristía. También se ha reiterado la importancia de la penitencia, sacramento de la misericordia de Dios. La llamada del Señor a la santidad, dirigida a todos los cristianos, pasa a través de este itinerario sacramental. En efecto, se ha repetido muchas veces que los verdaderos protagonistas de la nueva evangelización son los santos: ellos hablan un lenguaje comprensible para todos, con el ejemplo de la vida y con las obras de caridad.
En segundo lugar, la nueva evangelización está esencialmente conectada con la misión ad gentes. La Iglesia tiene la tarea de evangelizar, de anunciar el Mensaje de salvación a los hombres que aún no conocen a Jesucristo. En el transcurso de las reflexiones sinodales, se ha  subrayado también que existen muchos lugares en África, Asía y Oceanía en donde los habitantes, muchas veces sin ser plenamente conscientes, esperan con gran expectativa el primer anuncio del Evangelio. Por tanto es necesario rezar al Espíritu Santo para que suscite en la Iglesia un renovado dinamismo misionero, cuyos protagonistas sean de modo especial los agentes pastorales y los fieles laicos. La globalización ha causado un notable desplazamiento de poblaciones; por tanto el primer anuncio se impone también en los países de antigua evangelización. Todos los hombres tienen el derecho de conocer a Jesucristo y su Evangelio; y a esto corresponde el deber de los cristianos, de todos los cristianos –sacerdotes, religiosos y laicos–, de anunciar la Buena Noticia.
Un tercer aspecto tiene que ver con las personas bautizadas pero que no viven las exigencias del bautismo. Durante los trabajos sinodales se ha puesto de manifiesto que estas personas se encuentran en todos los continentes, especialmente en los países más secularizados. La Iglesia les dedica una atención particular, para que encuentren nuevamente a Jesucristo, vuelvan a descubrir el gozo de la fe y regresen a las prácticas religiosas en la comunidad de los fieles. Además de los métodos pastorales tradicionales, siempre válidos, la Iglesia intenta utilizar también métodos nuevos, usando asimismo nuevos lenguajes, apropiados a las diferentes culturas del mundo, proponiendo la verdad de Cristo con una actitud de diálogo y de amistad que tiene como fundamento a Dios que es Amor. En varias partes del mundo, la Iglesia ya ha emprendido dicho camino de creatividad pastoral, para acercarse a las personas alejadas y en busca del sentido de la vida, de la felicidad y, en definitiva, de Dios. Recordamos algunas importantes misiones ciudadanas, el «Atrio de los gentiles», la Misión Continental, etcétera. Sin duda el Señor, Buen Pastor, bendecirá abundantemente dichos esfuerzos que provienen del celo por su Persona y su Evangelio.
Queridos hermanos y hermanas, Bartimeo, una vez recuperada la vista gracias a Jesús, se unió al grupo de los discípulos, entre los cuales seguramente había otros que, como él, habían sido curados por el Maestro. Así son los nuevos evangelizadores: personas que han tenido la experiencia de ser curados por Dios, mediante Jesucristo. Y su característica es una alegría de corazón, que dice con el salmista: «El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres» (Sal 125,3). También nosotros hoy, nos dirigimos al Señor, Redemptor hominis y Lumen gentium, con gozoso agradecimiento, haciendo nuestra una oración de san Clemente de Alejandría: «Hasta ahora me he equivocado en la esperanza de encontrar a Dios, pero puesto que tú me iluminas, oh Señor, encuentro a Dios por medio de ti, y recibo al Padre de ti, me hago tu coheredero, porque no te has avergonzado de tenerme por hermano. Cancelemos, pues, cancelemos el olvido de la verdad, la ignorancia; y removiendo las tinieblas que nos impiden la vista como niebla en los ojos, contemplemos al verdadero Dios…; ya que una luz del cielo brilló sobre nosotros sepultados en las tinieblas y prisioneros de la sombra de muerte, [una luz] más pura que el sol, más dulce que la vida de aquí abajo» (Protrettico, 113, 2- 114,1). Amén.                                                           

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AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA BENEDICTO XVI
Plaza de San Pedro
Miércoles 24 de Octubre de 2012

 El Año de la fe. ¿Qué es la fe?

Queridos hermanos y hermanas:

El miércoles pasado, con el inicio del Año de la fe, empecé una nueva serie de catequesis sobre la fe. Y hoy desearía reflexionar con vosotros sobre una cuestión fundamental: ¿qué es la fe? ¿Tiene aún sentido la fe en un mundo donde ciencia y técnica han abierto horizontes hasta hace poco impensables? ¿Qué significa creer hoy? De hecho en nuestro tiempo es necesaria una renovada educación en la fe, que comprenda ciertamente un conocimiento de sus verdades y de los acontecimientos de la salvación, pero que sobre todo nazca de un verdadero encuentro con Dios en Jesucristo, de amarle, de confiar en Él, de forma que toda la vida esté involucrada en ello.
Hoy, junto a tantos signos de bien, crece a nuestro alrededor también cierto desierto espiritual. A veces se tiene la sensación, por determinados sucesos de los que tenemos noticia todos los días, de que el mundo no se encamina hacia la construcción de una comunidad más fraterna y más pacífica; las ideas mismas de progreso y bienestar muestran igualmente sus sombras. A pesar de la grandeza de los descubrimientos de la ciencia y de los éxitos de la técnica, hoy el hombre no parece que sea verdaderamente más libre, más humano; persisten muchas formas de explotación, manipulación, violencia, vejación, injusticia... Cierto tipo de cultura, además, ha educado a moverse sólo en el horizonte de las cosas, de lo factible; a creer sólo en lo que se ve y se toca con las propias manos. Por otro lado crece también el número de cuantos se sienten desorientados y, buscando ir más allá de una visión sólo horizontal de la realidad, están disponibles para creer en cualquier cosa. En este contexto vuelven a emerger algunas preguntas fundamentales, que son mucho más concretas de lo que parecen a primera vista: ¿qué sentido tiene vivir? ¿Hay un futuro para el hombre, para nosotros y para las nuevas generaciones? ¿En qué dirección orientar las elecciones de nuestra libertad para un resultado bueno y feliz de la vida? ¿Qué nos espera tras el umbral de la muerte?
De estas preguntas insuprimibles surge como el mundo de la planificación, del cálculo exacto y de la experimentación; en una palabra, el saber de la ciencia, por importante que sea para la vida del hombre, por sí sólo no basta. El pan material no es lo único que necesitamos; tenemos necesidad de amor, de significado y de esperanza, de un fundamento seguro, de un terreno sólido que nos ayude a vivir con un sentido auténtico también en la crisis, las oscuridades, las dificultades y los problemas cotidianos. La fe nos dona precisamente esto: es un confiado entregarse a un «Tú» que es Dios, quien me da una certeza distinta, pero no menos sólida que la que me llega del cálculo exacto o de la ciencia. La fe no es un simple asentimiento intelectual del hombre a las verdades particulares sobre Dios; es un acto con el que me confío libremente a un Dios que es Padre y me ama; es adhesión a un «Tú» que me dona esperanza y confianza. Cierto, esta adhesión a Dios no carece de contenidos: con ella somos conscientes de que Dios mismo se ha mostrado a nosotros en Cristo; ha dado a ver su rostro y se ha hecho realmente cercano a cada uno de nosotros.
Es más, Dios ha revelado que su amor hacia el hombre, hacia cada uno de nosotros, es sin medida: en la Cruz, Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios hecho hombre, nos muestra en el modo más luminoso hasta qué punto llega este amor, hasta el don de sí mismo, hasta el sacrificio total. Con el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, Dios desciende hasta el fondo de nuestra humanidad para volver a llevarla a Él, para elevarla a su alteza. La fe es creer en este amor de Dios que no decae frente a la maldad del hombre, frente al mal y la muerte, sino que es capaz de transformar toda forma de esclavitud, donando la posibilidad de la salvación. Tener fe, entonces, es encontrar a este «Tú», Dios, que me sostiene y me concede la promesa de un amor indestructible que no sólo aspira a la eternidad, sino que la dona; es confiarme a Dios con la actitud del niño, quien sabe bien que todas sus dificultades, todos sus problemas están asegurados en el «tú» de la madre. Y esta posibilidad de salvación a través de la fe es un don que Dios ofrece a todos los hombres. Pienso que deberíamos meditar con mayor frecuencia —en nuestra vida cotidiana, caracterizada por problemas y situaciones a veces dramáticas— en el hecho de que creer cristianamente significa este abandonarme con confianza en el sentido profundo que me sostiene a mí y al mundo, ese sentido que nosotros no tenemos capacidad de darnos, sino sólo de recibir como don, y que es el fundamento sobre el que podemos vivir sin miedo. Y esta certeza liberadora y tranquilizadora de la fe debemos ser capaces de anunciarla con la palabra y mostrarla con nuestra vida de cristianos.
Con todo, a nuestro alrededor vemos cada día que muchos permanecen indiferentes o rechazan acoger este anuncio. Al final del Evangelio de Marcos, hoy tenemos palabras duras del Resucitado, que dice: «El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado» (Mc 16, 16), se pierde él mismo. Desearía invitaros a reflexionar sobre esto. La confianza en la acción del Espíritu Santo nos debe impulsar siempre a ir y predicar el Evangelio, al valiente testimonio de la fe; pero, además de la posibilidad de una respuesta positiva al don de la fe, existe también el riesgo del rechazo del Evangelio, de la no acogida del encuentro vital con Cristo. Ya san Agustín planteaba este problema en un comentario suyo a la parábola del sembrador: «Nosotros hablamos —decía—, echamos la semilla, esparcimos la semilla. Hay quienes desprecian, quienes reprochan, quienes ridiculizan. Si tememos a estos, ya no tenemos nada que sembrar y el día de la siega nos quedaremos sin cosecha. Por ello venga la semilla de la tierra buena» (Discursos sobre la disciplina cristiana, 13,14: PL 40, 677-678). El rechazo, por lo tanto, no puede desalentarnos. Como cristianos somos testigos de este terreno fértil: nuestra fe, aún con nuestras limitaciones, muestra que existe la tierra buena, donde la semilla de la Palabra de Dios produce frutos abundantes de justicia, de paz y de amor, de nueva humanidad, de salvación. Y toda la historia de la Iglesia con todos los problemas demuestra también que existe la tierra buena, existe la semilla buena, y da fruto.
Pero preguntémonos: ¿de dónde obtiene el hombre esa apertura del corazón y de la mente para creer en el Dios que se ha hecho visible en Jesucristo muerto y resucitado, para acoger su salvación, de forma que Él y su Evangelio sean la guía y la luz de la existencia? Respuesta: nosotros podemos creer en Dios porque Él se acerca a nosotros y nos toca, porque el Espíritu Santo, don del Resucitado, nos hace capaces de acoger al Dios viviente. Así pues la fe es ante todo un don sobrenatural, un don de Dios. El concilio Vaticano II afirma: «Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede “a todos gusto en aceptar y creer la verdad”» (Const. dogm. Dei Verbum, 5). En la base de nuestro camino de fe está el bautismo, el sacramento que nos dona el Espíritu Santo, convirtiéndonos en hijos de Dios en Cristo, y marca la entrada en la comunidad de fe, en la Iglesia: no se cree por uno mismo, sin el prevenir de la gracia del Espíritu; y no se cree solos, sino junto a los hermanos. Del bautismo en adelante cada creyente está llamado a revivir y hacer propia esta confesión de fe junto a los hermanos.
La fe es don de Dios, pero es también acto profundamente libre y humano. El Catecismo de la Iglesia católica lo dice con claridad: «Sólo es posible creer por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu Santo. Pero no es menos cierto que creer es un acto auténticamente humano. No es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre» (n. 154). Es más, las implica y exalta en una apuesta de vida que es como un éxodo, salir de uno mismo, de las propias seguridades, de los propios esquemas mentales, para confiarse a la acción de Dios que nos indica su camino para conseguir la verdadera libertad, nuestra identidad humana, la alegría verdadera del corazón, la paz con todos. Creer es fiarse con toda libertad y con alegría del proyecto providencial de Dios sobre la historia, como hizo el patriarca Abrahán, como hizo María de Nazaret. Así pues la fe es un asentimiento con el que nuestra mente y nuestro corazón dicen su «sí» a Dios, confesando que Jesús es el Señor. Y este «sí» transforma la vida, le abre el camino hacia una plenitud de significado, la hace nueva, rica de alegría y de esperanza fiable.
Queridos amigos: nuestro tiempo requiere cristianos que hayan sido aferrados por Cristo, que crezcan en la fe gracias a la familiaridad con la Sagrada Escritura y los sacramentos. Personas que sean casi un libro abierto que narra la experiencia de la vida nueva en el Espíritu, la presencia de ese Dios que nos sostiene en el camino y nos abre hacia la vida que jamás tendrá fin. Gracias.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los queridos hijos de Panamá, a quienes encomiendo a la amorosa protección de Santa María La Antigua, para que sean valientes misioneros del Evangelio de su Hijo, de palabra y con el propio ejemplo de vida. Dirijo también un afectuoso saludo a los grupos provenientes de España, México, Argentina y otros países latinoamericanos. Invito a todos a pedir que el Espíritu Santo mueva los corazones y los dirija a Dios, para que juntos podamos con alegría proclamar nuestra fe. Muchas gracias.

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ÁNGELUS DEL PAPA BENEDICTO XVI

Plaza de San Pedro
Domingo 21 de Octubre de 2012

 Queridos hermanos y hermanas:

Antes de concluir esta celebración dirijámonos a quien es la Reina de todos los santos, la Virgen María, con un pensamiento en Lourdes, golpeada por un grave desbordamiento del Gave, que ha inundado también la Gruta de las Apariciones de la Señora.

En particular deseamos hoy encomendar a la materna protección de la Virgen María a los misioneros y a las misioneras —sacerdotes, religiosos y laicos— que en cada lugar del mundo esparcen la buena semilla del Evangelio.

Oremos también por el Sínodo de los obispos, que en estas semanas está afrontando el desafío de la nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana.

Je salue cordialement les pèlerins francophones, notamment les délégations officielles du Canada, de Madagascar et de France venues à Rome pour la canonisation du Père Jacques Berthieu et de Kateri Tekakwitha. Puisse l’exemple de ces nouveaux saints vous encourager à accueillir l’amour du Christ dans votre vie et à en témoigner autour de vous ! Qu’à leur prière de nombreux jeunes répondent à l’appel du Seigneur pour vivre et annoncer l’Évangile ! Confiant l’Église qui est dans vos pays à leur protection, je vous bénis tous de grand cœur ainsi que vos familles ! Bon pèlerinage à tous !

On the happy occasion of the canonizations today, I greet the official delegations and all the English-speaking pilgrims and visitors, especially those from the Philippines, Canada and the United States of America.  May the holiness and witness of these saints inspire us to draw closer to the Son of God who, for such great love, came to serve and offer his life for our salvation. God bless you all!

Ein herzliches Grüß Gott sage ich allen deutschsprachigen Gästen, besonders der offiziellen Delegation aus Bayern und den vielen Pilgern aus dem Bistum Regensburg. In das Herz Gottes hinein­schauen, das hat die heilige Anna Schäffer in ihrer „Leidenswerkstatt“ gelernt. Dabei durfte sie erkennen, daß die Liebe Gottes einen Trost gibt, der noch größer wird, wenn man ihn auch anderen schenkt. Die neuen Heiligen mögen uns durch ihr Vorbild und ihre Fürsprache im Glauben stärken und helfen, daß auch wir Zeugen und Verkünder des Evangeliums sind.

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a la delegación oficial de España, así como a los pastores y fieles aquí presentes para la canonización de la Madre Carmen Sallés y Barangueras. Desde el cielo, ella sigue exhortando a todos, pero especialmente a sus hijas, las Religiosas Concepcionistas Misioneras de la Enseñanza, a acoger y meditar fielmente en su corazón la palabra de Dios, llevándola a la práctica con espíritu de servicio, confianza y humildad, a ejemplo de la Inmaculada Virgen María. Que, ayudados con la intercesión de la nueva Santa, sean cada vez más quienes anuncien y den testimonio con valentía del Evangelio de Jesucristo, sobre todo entre los jóvenes. Feliz domingo.


Pozdrawiam serdecznie Polaków. Nowi Święci wprowadzają nas dzisiaj w Tydzień Misyjny. W sposób szczególny duchowo i materialnie będziemy wspierać tych, którzy głoszą Chrystusa na różnych kontynentach. Bardzo dziękuję wszystkim, którzy przez Papieskie Dzieła Misyjne otaczają opieką misje na całym świecie. Niech Rok Wiary rozpali na nowo w Polsce misyjny zapał duchowieństwa i wiernych świeckich! Z serca wszystkim błogosławię.

Rivolgo il mio cordiale saluto alla delegazione ufficiale italiana e a tutti i pellegrini venuti per festeggiare la canonizzazione di Giovanni Battista Piamarta, in particolare ai membri degli Istituti da lui fondati. Possiate, come lui, unire sempre la preghiera intensa e il servizio generoso del prossimo.
Angelus Domini…


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CEREMONIA DE ENTREGA DEL "PREMIO RATZINGER" 2012

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Palacio Apostólico Vaticano
Sala Clementina
Sábado de 20 de Octubre de 2012


Venerados hermanos,
ilustres señores y señoras,
queridos hermanos y hermanas:


Me alegra dirigiros mi saludo a todos vosotros, reunidos en esta ceremonia. Agradezco al cardenal Ruini su intervención, así como a monseñor Scotti, que ha introducido el encuentro. Me congratulo vivamente con el profesor Daley y con el profesor Brague, quienes, con su personalidad, ilustran esta iniciativa en su segunda edición. Y entiendo «personalidad» en sentido pleno: el perfil de la investigación y de todo el trabajo científico; el precioso servicio de la enseñanza, que ambos desarrollan desde hace largos años; pero también su ser, naturalmente en modos diversos —uno es jesuita; el otro laico casado—, comprometidos en la Iglesia, activos para ofrecer su contribución cualificada a la presencia de la Iglesia en el mundo de hoy.
Al respecto he observado algo que me ha hecho reflexionar, esto es, que los dos premiados de este año son competentes y están comprometidos en dos aspectos decisivos para la Iglesia en nuestro tiempo: me refiero al ecumenismo y al cara a cara con las demás religiones. El padre Daley, estudiando a fondo a los Padres de la Iglesia, se ha situado en la mejor escuela para conocer y amar a la Iglesia una e indivisa, pero en la riqueza de sus diversas tradiciones; por esto lleva a cabo también un servicio de responsabilidad en las relaciones con las Iglesias ortodoxas. Y el profesor Brague es un gran estudioso de la filosofía de las religiones, en particular de la judía e islámica en el medioevo. Pues bien, a los 50 años del inicio del concilio Vaticano II me gustaría releer junto a ellos dos documentos conciliares: la declaración Nostra aetate sobre las religiones no cristianas y el decreto Unitatis redintegratio sobre el ecumenismo, a los que añadiría otro documento que se ha revelado de extraordinaria importancia: la declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa. Con seguridad sería muy interesante, querido padre y querido profesor, escuchar vuestras reflexiones y también vuestras experiencias en estos campos, donde se juega una parte relevante del diálogo de la Iglesia con el mundo contemporáneo.
En realidad, este ideal encuentro y confrontación ya sucede leyendo sus publicaciones, que en parte están disponibles en distintos idiomas. Siento que debo expresar particular aprecio y gratitud por este esfuerzo de comunicar los frutos de tales investigaciones. Un compromiso que es arduo, pero precioso para la Iglesia y para cuantos trabajan en ámbito académico y cultural. Al respecto desearía sencillamente subrayar el hecho de que los dos premiados son profesores universitarios, muy comprometidos en la enseñanza. Este elemento merece que se ponga de relieve, pues muestra un aspecto de coherencia en la actividad de la Fundación, que, además del Premio, promueve becas de estudio para doctorandos en Teología y también congresos de estudio a nivel universitario, como el que se ha celebrado este año en Polonia y el que tendrá lugar dentro de tres semanas en Río de Janeiro. Personalidades como el padre Daley y el profesor Brague son ejemplares para la transmisión de un saber que une ciencia y sabiduría, rigor científico y pasión por el hombre, a fin de que descubra el «arte de vivir». Y es precisamente de personas que, a través de una fe iluminada y vivida, hagan a Dios cercano y creíble para el hombre de hoy, de lo que tenemos necesidad; hombres que mantengan la mirada fija en Dios sacando de esta fuente la verdadera humanidad para ayudar a quien el Señor pone en nuestro camino a fin de que comprenda que es Cristo el camino de la vida; hombres cuyo intelecto sea iluminado por la luz de Dios, para que puedan hablar también a la mente y al corazón de los demás. Trabajar en al viña del Señor, donde nos llama, para que los hombres y las mujeres de nuestro tiempo puedan descubrir y redescubrir el verdadero «arte de vivir»: esta fue también una gran pasión del concilio Vaticano II, más actual que nunca en el compromiso de la nueva evangelización.
Renuevo de corazón mis felicitaciones a los premiados, así como al Comité científico de la Fundación y a todos los colaboradores. Gracias.

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