viernes, 26 de octubre de 2012

BENEDICTO XVI: Discursos (Oct. 12 y 11)


PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
EN  EL TRADICIONAL ALMUERZO
CON LOS PADRES SINODALES

Palacio Apostólico Vaticano
Sala Pablo VI
Viernes 12 de Octubre de 2012

Santidad,
Su Gracia,
queridos hermanos:


Para empezar desearía anunciar un poco de gracia; o sea, esta tarde comenzaremos no a las cuatro y media —me parece inhumano—, sino a las seis menos cuarto.
Es una bella tradición creada por el beato Papa Juan Pablo II la de coronar el Sínodo con un almuerzo en común. Para mí es una gran alegría que a mi derecha esté Su Santidad Bartolomé, patriarca ecuménico de Constantinopla, y al otro lado el arzobispo Rowan Williams, de la Comunión anglicana.
Para mí esta comunión es un signo de que estamos en camino hacia la unidad y de que en el corazón vamos adelante. El Señor nos ayudará a ir adelante también exteriormente. Esta alegría, creo, nos da fuerza igualmente en el mandato de la evangelización. Synodos quiere decir «camino común», «estar en camino común», y así la palabra synodos me hace pensar en el famoso camino del Señor con los dos discípulos de Emaús, que son un poco la imagen del mundo agnóstico de hoy. Jesús, su esperanza, había muerto; el mundo, vacío; parecía que Dios realmente o no estuviera o no se interesara por nosotros. Con esta desesperación en el corazón, y sin embargo con una pequeña llama de fe, siguen adelante. El Señor camina misteriosamente con ellos y les ayuda a entender mejor el misterio de Dios, su presencia en la historia, su caminar silenciosamente con nosotros. Al final, en la cena, cuando las palabras del Señor y su escucha ya habían encendido el corazón e iluminado la mente, le reconocieron y, por fin, el corazón empieza a ver. Así, en el Sínodo, estamos junto a nuestros contemporáneos en camino. Roguemos al Señor para que nos ilumine, nos encienda el corazón para que sea clarividente, nos ilumine la mente; y roguemos para que en la cena, en la comunión eucarística, podamos realmente estar abiertos, verle, y así encender también el mundo y darle a éste su luz.
En este sentido la cena —como el Señor utilizó frecuentemente el almuerzo y la cena como símbolo del reino de Dios— podría ser también para nosotros un símbolo del camino común y una ocasión de orar al Señor para que nos acompañe, nos ayude. En este sentido decimos ahora la plegaria de acción de gracias.
Buen descanso; nos vemos en el aula del Sínodo. ¡Gracias!.

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ENCUENTRO CON LOS OBISPOS QUE PARTICIPARON
EN EL CONCILIO VATICANO II
Y  UN GRUPO DE PRESIDENTES DE CONFERENCIAS EPISCOPALES

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Palacio Apostólico Vaticano
Sala Clementina
Viernes 12 de Octubre de 2012

Venerados y queridos hermanos:

Nos encontramos reunidos hoy, después de la solemne celebración que ayer nos congregó en la plaza de San Pedro. El saludo cordial y fraterno que deseo ahora dirigiros nace de la comunión profunda que sólo la celebración eucarística es capaz de crear. En ella, se hacen visibles, casi tangibles, los vínculos que nos unen como miembros del Colegio episcopal, reunidos con el Sucesor de Pedro.
En vuestros rostros, queridos patriarcas y arzobispos de las Iglesias orientales católicas, queridos presidentes de las Conferencias episcopales del mundo, veo también a los cientos de obispos que en todas las regiones de la tierra están comprometidos en el anuncio del Evangelio y en el servicio a la Iglesia y al hombre, en obediencia al mandato recibido de Cristo. Pero un saludo especial quiero dirigiros a vosotros hoy, queridos hermanos que habéis tenido la gracia de participar en calidad de padres en el concilio ecuménico Vaticano II. Agradezco al cardenal Arinze, quien se ha hecho intérprete de vuestros sentimientos, y en este momento, tengo presente en la oración y en el afecto a todo el grupo —casi setenta— de obispos todavía vivos, que participaron en los trabajos conciliares. Al responder a la invitación para esta conmemoración, en la cual no han podido estar presentes por causa de avanzada edad y de salud, muchos de ellos han recordado con palabras conmovedoras aquellos días, asegurando la unión espiritual en este momento, también con la ofrenda del propio sufrimiento.
Son muchos los recuerdos que surgen en nuestra mente, y que cada uno tiene bien impresos en el corazón, respecto a aquel período tan vivaz, rico y fecundo que fue el Concilio. No quiero, sin embargo, extenderme demasiado, pero retomando algunos elementos de mi homilía de ayerquisiera recordar solamente cómo una palabra, lanzada por el beato Juan XXIII casi de modo programático, regresaba continuamente en los trabajos conciliares: la palabra «aggiornamento» (actualización).
A cincuenta años de distancia de la apertura de aquella solemne Asamblea de la Iglesia, alguno se preguntará si esa expresión no haya sido tal vez desde el principio en absoluto feliz. Creo que la elección de las palabras podría ser discutida por horas y se encontrarían opiniones continuamente discordantes, pero estoy convencido de que la intuición que tenía el beato Juan XXIII, que resumió con esta palabra, ha sido y sigue siendo todavía exacta. El cristianismo no debe considerarse como «una cosa del pasado», ni debe vivirse con la mirada puesta constantemente «en el pasado», porque Jesucristo es ayer, hoy y para la eternidad (cf. Hb 13, 8). El cristianismo está marcado por la presencia del Dios eterno, que entró en el tiempo y está presente en cada momento, porque cada momento fluye de su poder creador, de su eterno «hoy».
Por ello el cristianismo es siempre nuevo. No debemos nunca verlo como un árbol plenamente desarrollado a partir de la semilla de mostaza del Evangelio, que creció, que dio sus frutos y un buen día envejeció llegando al ocaso de su energía vital. El cristianismo es un árbol que, por decirlo así, está en perenne «aurora», es siempre joven. Y esta actualidad, este «aggiornamento», no significa ruptura con la tradición, sino que expresa la continua vitalidad. No significa reducir la fe rebajándola a la moda de los tiempos, al modelo de lo que nos gusta, a aquello que agrada la opinión pública, sino todo lo contrario: precisamente como hicieron los padres conciliares, debemos llevar el «hoy» que vivimos a la medida del acontecimiento cristiano, debemos llevar el «hoy» de nuestro tiempo al «hoy» de Dios.
El Concilio fue un tiempo de gracia en que el Espíritu Santo nos enseñó que la Iglesia, en su camino en la historia, debe siempre hablar al hombre contemporáneo, pero esto sólo puede ocurrir por la fuerza de aquellos que tienen raíces profundas en Dios, se dejan guiar por Él y viven con pureza la propia fe; no viene de quien se adapta al momento que pasa, de quien escoge el camino más cómodo. El Concilio lo tenía bien claro, cuando en la constitución dogmática sobre la IglesiaLumen Gentium, en el número 49, afirmó que todos en la Iglesia están llamados a la santidad según las palabras del Apóstol Pablo: «Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1 Tes 4, 3). La santidad muestra el verdadero rostro de la Iglesia, hace entrar el «hoy» eterno de Dios en el «hoy» de nuestra vida, en el «hoy» del hombre de nuestra época.
Queridos hermanos en el episcopado, la memoria del pasado es preciosa, pero nunca es un fin en sí misma. El Año de la fe que hemos comenzado ayer nos sugiere el modo mejor de recordar y conmemorar el Concilio: concentrarnos en el corazón de su mensaje, que por lo demás no es otro que el mensaje de la fe en Jesucristo, único Salvador del mundo, proclamado al hombre de nuestro tiempo.
También hoy lo importante y esencial es llevar el rayo del amor de Dios al corazón y a la vida de cada hombre y de cada mujer, y conducir a los hombres y mujeres de toda época hacia Dios.
Deseo vivamente que todas las Iglesias particulares encuentren en la celebración de este Año la ocasión para el siempre necesario retorno a la fuente viva del Evangelio, al encuentro transformador con la persona de Jesucristo. Gracias.

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BENDICIÓN DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA PROCESIÓN DE ANTORCHAS
ORGANIZADA POR LA ACCIÓN CATÓLICA ITALIANA


Desde la ventana de su apartamento - Palacio Apostólico
Jueves 11 de Octubre de 2012


Queridos hermanos y hermanas:

Buenas tardes a todos y gracias por haber venido. Gracias también a la Acción Católica italiana que ha organizado esta procesión de antorchas.
Hace cincuenta años, en este día, yo también estuve aquí en esta plaza, mirando a esta ventana, donde apareció el buen Papa, el beato Papa Juan XXIII; y nos habló con palabras inolvidables, palabras llenas de poesía, de bondad, palabras del corazón.
Estábamos felices —diría— y llenos de entusiasmo. El gran concilio ecuménico se inauguraba; estábamos seguros de que debía llegar una nueva primavera para la Iglesia, un nuevo Pentecostés, con una nueva presencia fuerte de la gracia liberadora del Evangelio.
También hoy estamos felices, traemos la alegría en nuestro corazón, pero diría una alegría tal vez más sobria, una alegría humilde. En estos cincuenta años hemos aprendido y experimentado que el pecado original existe y se traduce, siempre de nuevo, en pecados personales, que pueden también convertirse en estructuras de pecado. Hemos visto que en el campo del Señor está siempre también la cizaña. Hemos visto que en las redes de Pedro se encuentran también peces malos. Hemos visto que la fragilidad humana está presente igualmente en la Iglesia, que la barca de la Iglesia navega también con viento contrario, con tempestades que amenazan la nave, y que algunas veces hemos pensado: «El Señor duerme y se ha olvidado de nosotros».
Esta es una parte de las experiencias vividas en estos cincuenta años, pero hemos tenido también, una nueva experiencia de la presencia del Señor, de su bondad, de su fuerza. El fuego del Espíritu Santo, el fuego de Cristo no es un fuego devorador, destructivo; es un fuego silencioso, es una pequeña llama de bondad, de bondad y de verdad, que transforma, da luz y calor. Hemos visto que el Señor no nos olvida. También hoy con su modo humilde, el Señor está presente y da calor a los corazones, da vida, crea carismas de bondad y de caridad que iluminan el mundo y son para nosotros garantía de la bondad de Dios. Sí, Cristo vive, también hoy está con nosotros, y podemos ser felices también hoy, porque su bondad no se apaga; es fuerte también hoy.
Para terminar, me atrevo a hacer mías las palabras inolvidables del Papa Juan XXIII: «Id a vuestras casas, dad un beso a los niños y decidles que es un beso del Papa».
En este sentido, de todo corazón os imparto mi bendición: «Bendito sea el nombre del Señor...».

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