viernes, 25 de enero de 2013

BENEDICTO XVI: Audiencia General (Enero 23); Ángelus (Enero 20); Carta (Enero 18); Discursos (Enero 19 y 17)

AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA BENEDICTO XVI

Palacio Apostólico Vaticano
Sala Pablo VI
Miércoles 23 de Enero de 2013


«Creo en Dios»

Queridos hermanos y hermanas:

En este Año de la fe quisiera comenzar hoy a reflexionar con vosotros sobre el Credo, es decir, sobre la solemne profesión de fe que acompaña nuestra vida de creyentes. El Credo comienza así: «Creo en Dios». Es una afirmación fundamental, aparentemente sencilla en su esencialidad, pero que abre al mundo infinito de la relación con el Señor y con su misterio. Creer en Dios implica adhesión a Él, acogida de su Palabra y obediencia gozosa a su revelación. Como enseña el Catecismo de la Iglesia católica, «la fe es un acto personal: la respuesta libre del hombre a la iniciativa de Dios que se revela» (n. 166). Poder decir que creo en Dios es, por lo tanto, a la vez un don —Dios se revela, viene a nuestro encuentro— y un compromiso, es gracia divina y responsabilidad humana, en una experiencia de diálogo con Dios que, por amor, «habla a los hombres como amigos» (Dei Verbum, 2), nos habla a fin de que, en la fe y con la fe, podamos entrar en comunión con Él.
¿Dónde podemos escuchar a Dios y su Palabra? Es fundamental la Sagrada Escritura, donde la Palabra de Dios se hace audible para nosotros y alimenta nuestra vida de «amigos» de Dios. Toda la Biblia relata la revelación de Dios a la humanidad; toda la Biblia habla de fe y nos enseña la fe narrando una historia en la que Dios conduce su proyecto de redención y se hace cercano a nosotros, los hombres, a través de numerosas figuras luminosas de personas que creen en Él y a Él se confían, hasta la plenitud de la revelación en el Señor Jesús.
Es muy bello, al respecto, el capítulo 11 de la Carta a los Hebreos, que acabamos de escuchar. Se habla de la fe y se ponen de relieve las grandes figuras bíblicas que la han vivido, convirtiéndose en modelo para todos los creyentes. En el primer versículo, dice el texto: «La fe es fundamento de lo que se espera y garantía de lo que no se ve» (11, 1). Los ojos de la fe son, por lo tanto, capaces de ver lo invisible y el corazón del creyente puede esperar más allá de toda esperanza, precisamente como Abrahán, de quien Pablo dice en la Carta a los Romanos que «creyó contra toda esperanza» (4, 18).
Y es precisamente sobre Abrahán en quien quisiera detenerme y detener nuestra atención, porque él es la primera gran figura de referencia para hablar de fe en Dios: Abrahán el gran patriarca, modelo ejemplar, padre de todos los creyentes (cf. Rm 4, 11-12). La Carta a los Hebreos lo presenta así: «Por la fe obedeció Abrahán a la llamada y salió hacia la tierra que iba a recibir en heredad. Salió sin saber adónde iba. Por fe vivió como extranjero en la tierra prometida, habitando en tiendas, y lo mismo Isaac y Jacob, herederos de la misma promesa, mientras esperaba la ciudad de sólidos cimientos cuyo arquitecto y constructor iba a ser Dios» (11, 8-10).
El autor de la Carta a los Hebreos hace referencia aquí a la llamada de Abrahán, narrada en el Libro del Génesis, el primer libro de la Biblia. ¿Qué pide Dios a este patriarca? Le pide que se ponga en camino abandonando la propia tierra para ir hacia el país que le mostrará: «Sal de tu tierra, de tu patria, y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré» (Gn 12 ,1). ¿Cómo habríamos respondido nosotros a una invitación similar? Se trata, en efecto, de partir en la oscuridad, sin saber adónde le conducirá Dios; es un camino que pide una obediencia y una confianza radical, a lo cual sólo la fe permite acceder. Pero la oscuridad de lo desconocido —adonde Abrahán debe ir— se ilumina con la luz de una promesa; Dios añade al mandato una palabra tranquilizadora que abre ante Abrahán un futuro de vida en plenitud: «Haré de ti una gran nación, te bendeciré, haré famoso tu nombre... y en ti serán benditas todas las familias de la tierra» (Gn 12, 2.3).
La bendición, en la Sagrada Escritura, está relacionada principalmente con el don de la vida que viene de Dios, y se manifiesta ante todo en la fecundidad, en una vida que se multiplica, pasando de generación en generación. Y con la bendición está relacionada también la experiencia de la posesión de una tierra, de un lugar estable donde vivir y crecer en libertad y seguridad, temiendo a Dios y construyendo una sociedad de hombres fieles a la Alianza, «reino de sacerdotes y nación santa» (cf. Ex19, 6).
Por ello Abrahán, en el proyecto divino, está destinado a convertirse en «padre de muchedumbre de pueblos» (Gn 17, 5; cf. Rm 4, 17-18) y a entrar en una tierra nueva donde habitar. Sin embargo Sara, su esposa, es estéril, no puede tener hijos; y el país hacia el cual le conduce Dios está lejos de su tierra de origen, ya está habitado por otras poblaciones, y nunca le pertenecerá verdaderamente. El narrador bíblico lo subraya, si bien con mucha discreción: cuando Abrahán llega al lugar de la promesa de Dios: «en aquel tiempo habitaban allí los cananeos» (Gn 12, 6). La tierra que Dios dona a Abrahán no le pertenece, él es un extranjero y lo será siempre, con todo lo que comporta: no tener miras de posesión, sentir siempre la propia pobreza, ver todo como don. Ésta es también la condición espiritual de quien acepta seguir al Señor, de quien decide partir acogiendo su llamada, bajo el signo de su invisible pero poderosa bendición. Y Abrahán, «padre de los creyentes», acepta esta llamada en la fe. Escribe san Pablo en la Carta a los Romanos: «Apoyado en la esperanza, creyó contra toda esperanza que llegaría a ser padre de muchos pueblos, de acuerdo con lo que se le había dicho: Así será tu descendencia. Y, aunque se daba cuenta de que su cuerpo estaba ya medio muerto —tenía unos cien años— y de que el seno de Sara era estéril, no vaciló en su fe. Todo lo contrario, ante la promesa divina no cedió a la incredulidad, sino que se fortaleció en la fe, dando gloria a Dios, pues estaba persuadido de que Dios es capaz de hacer lo que promete» (Rm 4, 18-21).
La fe lleva a Abrahán a recorrer un camino paradójico. Él será bendecido, pero sin los signos visibles de la bendición: recibe la promesa de llegar a ser un gran pueblo, pero con una vida marcada por la esterilidad de su esposa, Sara; se le conduce a una nueva patria, pero deberá vivir allí como extranjero; y la única posesión de la tierra que se le consentirá será el de un trozo de terreno para sepultar allí a Sara (cf. Gn 23, 1-20). Abrahán recibe la bendición porque, en la fe, sabe discernir la bendición divina yendo más allá de las apariencias, confiando en la presencia de Dios incluso cuando sus caminos se presentan misteriosos.
¿Qué significa esto para nosotros? Cuando afirmamos: «Creo en Dios», decimos como Abrahán: «Me fío de Ti; me entrego a Ti, Señor», pero no como a Alguien a quien recurrir sólo en los momentos de dificultad o a quien dedicar algún momento del día o de la semana. Decir «creo en Dios» significa fundar mi vida en Él, dejar que su Palabra la oriente cada día en las opciones concretas, sin miedo de perder algo de mí mismo. Cuando en el Rito del Bautismo se pregunta tres veces: «¿Creéis?» en Dios, en Jesucristo, en el Espíritu Santo, en la santa Iglesia católica y las demás verdades de fe, la triple respuesta se da en singular: «Creo», porque es mi existencia personal la que debe dar un giro con el don de la fe, es mi existencia la que debe cambiar, convertirse. Cada vez que participamos en un Bautizo deberíamos preguntarnos cómo vivimos cada día el gran don de la fe.
Abrahán, el creyente, nos enseña la fe; y, como extranjero en la tierra, nos indica la verdadera patria. La fe nos hace peregrinos, introducidos en el mundo y en la historia, pero en camino hacia la patria celestial. Creer en Dios nos hace, por lo tanto, portadores de valores que a menudo no coinciden con la moda y la opinión del momento, nos pide adoptar criterios y asumir comportamientos que no pertenecen al modo de pensar común. El cristiano no debe tener miedo a ir «a contracorriente» por vivir la propia fe, resistiendo la tentación de «uniformarse». En muchas de nuestras sociedades Dios se ha convertido en el «gran ausente» y en su lugar hay muchos ídolos, ídolos muy diversos, y, sobre todo, la posesión y el «yo» autónomo. Los notables y positivos progresos de la ciencia y de la técnica también han inducido al hombre a una ilusión de omnipotencia y de autosuficiencia; y un creciente egocentrismo ha creado no pocos desequilibrios en el seno de las relaciones interpersonales y de los comportamientos sociales.
Sin embargo, la sed de Dios (cf. Sal 63, 2) no se ha extinguido y el mensaje evangélico sigue resonando a través de las palabras y la obras de tantos hombres y mujeres de fe. Abrahán, el padre de los creyentes, sigue siendo padre de muchos hijos que aceptan caminar tras sus huellas y se ponen en camino, en obediencia a la vocación divina, confiando en la presencia benévola del Señor y acogiendo su bendición para convertirse en bendición para todos. Es el bendito mundo de la fe al que todos estamos llamados, para caminar sin miedo siguiendo al Señor Jesucristo. Y es un camino algunas veces difícil, que conoce también la prueba y la muerte, pero que abre a la vida, en una transformación radical de la realidad que sólo los ojos de la fe son capaces de ver y gustar en plenitud.
Afirmar «creo en Dios» nos impulsa, entonces, a ponernos en camino, a salir continuamente de nosotros mismos, justamente como Abrahán, para llevar a la realidad cotidiana en la que vivimos la certeza que nos viene de la fe: es decir, la certeza de la presencia de Dios en la historia, también hoy; una presencia que trae vida y salvación, y nos abre a un futuro con Él para una plenitud de vida que jamás conocerá el ocaso.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, México y los demás países latinoamericanos. Invito a todos a no tener miedo de seguir al Señor, olvidándonos de nosotros mismos y confiando en la bendición de Dios. Muchas gracias.

Llamamiento

Sigo con preocupación las noticias llegadas de Indonesia, donde un gran aluvión ha devastado la capital, Yakarta, provocando víctimas, miles de desplazados y daños ingentes. Deseo expresar mi cercanía a las poblaciones golpeadas por esta calamidad natural, asegurando mi oración y alentando a la solidaridad para que a nadie falte la ayuda necesaria.

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ÁNGELUS DE S.S. BENEDICTO XVI

Plaza de San Pedro
Domingo 20 de Enero de 2013


Queridos hermanos y hermanas:

La liturgia de hoy propone el Evangelio de las bodas de Caná, un episodio narrado por Juan, testigo ocular del hecho. Tal relato se ha situado en este domingo que sigue inmediatamente al tiempo de Navidad porque, junto a la visita de los Magos de Oriente y el Bautismo de Jesús, forma la trilogía de la epifanía, es decir de la manifestación de Cristo. El episodio de la bodas de Caná es, en efecto, «el primero de los signos» (Jn 2, 11), es decir, el primer milagro realizado por Jesús, con el cual Él manifestó su gloria en público, suscitando la fe de sus discípulos. Nos remitimos brevemente a lo que ocurre durante aquella fiesta de bodas en Caná de Galilea. Sucede que falta el vino, y María, la Madre de Jesús, lo hace notar a su Hijo. Él le responde que aún no había llegado su hora; pero luego atiende la solicitud de María y tras hacer llenar de agua seis grandes ánforas, convirtió el agua en vino, un vino excelente, mejor que el anterior. Con este «signo», Jesús se revela como el Esposo mesiánico que vino a sellar con su pueblo la nueva y eterna Alianza, según las palabras de los profetas: «Como se regocija el marido con su esposa, se regocija tu Dios contigo» (Is 62, 5). Y el vino es símbolo de esta alegría del amor; pero hace referencia a la sangre, que Jesús derramará al final, para sellar su pacto nupcial con la humanidad.
La Iglesia es la esposa de Cristo, quien la hace santa y bella con su gracia. Sin embargo, esta esposa, formada por seres humanos, siempre necesita purificación. Y una de las culpas más graves que desfiguran el rostro de la Iglesia es aquella contra su unidad visible, en particular las divisiones históricas que han separado a los cristianos y que aún no se han superado. Precisamente en estos días, del 18 al 25 de enero, tiene lugar la Semana de oración por la unidad de los cristianos, un momento siempre grato a los creyentes y a las comunidades, que despierta en todos el deseo y el compromiso espiritual por la comunión plena. En este sentido ha sido muy significativa la vigilia que pude celebrar hace casi un mes, en esta plaza, con miles de jóvenes de toda Europa y con la comunidad ecuménica de Taizé: un momento de gracia donde hemos experimentado la belleza de formar en Cristo una cosa sola. Aliento a todos a rezar juntos a fin de que podamos realizar «lo que el Señor exige de nosotros» (cf. Miq 6, 6-8), como dice este año el tema de la Semana; un tema propuesto por algunas comunidades cristianas de la India, que invitan a comprometerse con decisión hacia la unidad visible entre todos los cristianos y a superar, como hermanos en Cristo, todo tipo de discriminación injusta. El viernes próximo, al final de estas jornadas de oración, presidiré las Vísperas en la basílica de San Pablo Extramuros, con la presencia de los representantes de las demás Iglesias y Comunidades eclesiales.
Queridos amigos, a la oración por la unidad de los cristianos quisiera añadir una vez más la oración por la paz, para que, en los diversos conflictos por desgracia en curso, cesen las viles masacres de civiles indefensos, tenga fin toda violencia y se encuentre la valentía del diálogo y de la negociación. Por ambas intenciones invocamos la intercesión de María santísima, mediadora de gracia.


Después del Ángelus

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular al grupo de la parroquia de la Preciosísima Sangre, de Valencia. Hoy, el Evangelio nos habla de las bodas de Caná, donde Jesús realizó el primer signo de su misión en el mundo. Él viene a colmar con su don la plena salvación del hombre, que por sí solo no puede alcanzar. Aceptar el don que se le ofrece, el don de la fe y la esperanza en Cristo, es lo que llena verdaderamente el corazón humano. Hoy le pedimos también el don de la unidad de los cristianos. Y, como en aquellas bodas, María nos indica el camino para que Dios entre en nuestra vida: «Haced lo que Jesús os diga». Hagamos confiadamente cada día lo que dice nuestra Madre del cielo. Feliz domingo.

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CARTA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL NUEVO PATRIARCA DE ALEJANDRÍA DE LOS COPTOS
CON LA QUE LE COMUNICA LA CONCESIÓN
DE LA COMUNIÓN ECLESIÁSTICA

A Su Beatitud
Ibrahim Isaac Sidrak,
Patriarca de Alejandría de los coptos


La elección de vuestra Beatitud a la Sede patriarcal de Alejandría de los coptos es un acontecimiento importante para toda la Iglesia y acojo con alegría su petición de comunión eclesiástica, dando gracias a Dios, el Omnipotente.
Le expreso mis cordiales felicitaciones, con mi ferviente oración que se eleva a Cristo para que lo acompañe en el desarrollo de esta nueva tarea.
De todo corazón acojo su petición de comunión eclesiástica, que le concedo conforme a la costumbre y el deseo de la Iglesia católica. Estoy seguro, Beatitud, de que con la fuerza de Cristo, que ha derrotado el mal y la muerte mediante su Resurrección, y con la colaboración de los padres del Sínodo patriarcal, en comunión con el Colegio episcopal, tendrá el celo de guiar a la Iglesia copta. Iluminada por la predicación del evangelista san Marcos y acompañada por su ejército de santos, encabezado por san Antonio, ella podrá ir al encuentro de su Esposo, nuestro Salvador.
Que el Señor le asista en su ministerio de «Padre y Jefe» para proclamar la Palabra de Dios, a fin de que se viva y se celebre, con devoción, según las antiguas tradiciones espirituales y litúrgicas de la Iglesia copta. Que todos los fieles encuentren consuelo en la solicitud paterna de su nuevo Patriarca.
Beatitud, le dirijo mis más fraternos saludos a usted y a su venerado predecesor, Su Beatitud el cardenal Antonios Naguib, y también a los miembros del Sínodo, y le imparto mi bendición apostólica que extiendo de buen grado a los obispos, a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas y a los fieles de toda la Iglesia patriarcal.

Vaticano, 18 de Enero de 2013

BENEDICTO XVI

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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA PLENARIA
DEL CONSEJO PONTIFICIO "COR UNUM"


Palacio Apostólico Vaticano
Sala del Consistorio
Sábado 19 de Enero de 2013

Queridos amigos:

Con afecto y alegría os doy mi bienvenida, con ocasión de la asamblea plenaria del Consejo pontificio Cor Unum. Agradezco al presidente, cardenal Robert Sarah, sus palabras y dirijo mi saludo cordial a cada uno de vosotros, extendiéndolo idealmente a todos los que trabajan en el servicio de la caridad de la Iglesia. Con el reciente Motu proprio Intima Ecclesiae natura quise reafirmar el sentido eclesial de vuestra actividad. Vuestro testimonio puede abrir la puerta de la fe a muchas personas que buscan el amor de Cristo. Así, en este Año de la fe el tema «Caridad, nueva ética y antropología cristiana», que afrontáis, refleja el apremiante nexo entre amor y verdad, o, si se prefiere, entre fe y caridad. Todo el ethoscristiano recibe en efecto su sentido de la fe como «encuentro» con el amor de Cristo, que ofrece un nuevo horizonte e imprime a la vida la dirección decisiva (cf. Enc. Deus caritas est, 1). El amor cristiano encuentra fundamento y forma en la fe. Encontrando a Dios y experimentando su amor, aprendemos «a vivir no ya para nosotros mismos, sino para Él y, con Él, para los demás» (ibídem., n. 33).
A partir de esta relación dinámica entre fe y caridad, querría reflexionar sobre un punto, que llamaría la dimensión profética que la fe infunde en la caridad. La adhesión creyente al Evangelio imprime en efecto a la caridad su forma típicamente cristiana y constituye su principio de discernimiento. El cristiano, en particular, quien trabaja en los organismos de caridad, debe dejarse orientar por los principios de la fe, mediante la cual nos adherimos al «punto de vista de Dios», a su proyecto sobre nosotros (cf. Enc. Caritas in veritate, 1). Esta nueva mirada sobre el mundo y sobre el hombre ofrecido por la fe proporciona también el criterio correcto de valoración, en el contexto actual, de las expresiones de caridad.
En todas las épocas, cuando el hombre no ha buscado dicho proyecto, ha sido víctima de tentaciones culturales que han terminado por convertirlo en esclavo. En los últimos siglos, las ideologías que ensalzaban el culto de la nación, de la raza, de la clase social se han revelado verdaderas idolatrías; y lo mismo se puede decir del capitalismo salvaje con su culto de la ganancia, del cual han derivado crisis, desigualdades y miseria. Hoy se comparte cada vez más un sentir común sobre la dignidad inalienable de todo ser humano y la responsabilidad recíproca e interdependiente hacia él; y esto en beneficio de la verdadera civilización, la civilización del amor. Por otra parte, por desgracia, también nuestro tiempo conoce sombras que oscurecen el proyecto de Dios. Me refiero sobre todo a una trágica reducción antropológica que vuelve a proponer el antiguo materialismo hedonista, al cual se añade un «prometeísmo tecnológico». De la unión entre una visión materialista del hombre y el gran desarrollo de la tecnología emerge una antropología en su fondo atea. Presupone que el hombre se reduce a funciones autónomas, la mente al cerebro, la historia humana a un destino de autorrealización. Todo esto prescindiendo de Dios, de la dimensión propiamente espiritual y del horizonte ultraterreno. En la perspectiva de un hombre privado de su alma y por tanto de una relación personal con el Creador, lo que es técnicamente posible se convierte en moralmente lícito, todo experimento resulta aceptable, toda política demográfica consentida, toda manipulación legitimada. La insidia más temible de esta corriente de pensamiento es de hecho la absolutización del hombre: el hombre quiere ser ab-solutus, libre de todo vínculo y de toda constitución natural. Pretende ser independiente y piensa que sólo en la afirmación de sí está su felicidad. «El hombre niega su propia naturaleza… Existe sólo el hombre en abstracto, que después elige para sí mismo, autónomamente, una u otra cosa como naturaleza suya» (Discurso a la Curia romana, 21 de diciembre de 2012: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 23-30 de diciembre de 2012, p. 3). Se trata de una negación radical de la creaturalidad y la filialidad del hombre, que acaba en una soledad dramática.
La fe y el sano discernimiento cristiano nos inducen por eso a prestar una atención profética a esta problemática ética y a la mentalidad que subyace a ella. La justa colaboración con instancias internacionales en el campo del desarrollo y de la promoción humana no debe hacernos cerrar los ojos ante estas graves ideologías, y los pastores de la Iglesia —la cual es «columna y fundamento de la verdad» (1 Tm 3, 15)— tienen el deber de poner en guardia contra estas corrientes tanto a los fieles católicos como a toda persona de buena voluntad y de recta razón. Se trata en efecto de una corriente negativa para el hombre, aunque se enmascare de buenos sentimientos con vistas a un presunto progreso o a presuntos derechos, o a un presunto humanismo. Frente a esta reducción antropológica, ¿qué tarea le corresponde a cada cristiano y, en particular, a vosotros, comprometidos en actividades caritativas, y por tanto en relación directa con muchos otros protagonistas sociales? Ciertamente debemos ejercer una vigilancia crítica y, a veces, rechazar financiamientos y colaboraciones que, directa o indirectamente, favorezcan acciones o proyectos en contraste con la antropología cristiana. Pero positivamente la Iglesia siempre está comprometida en promover al hombre según el designio de Dios, en su dignidad integral, en el respeto de su doble dimensión vertical y horizontal. A esto tiende también la acción de desarrollo de los organismos eclesiales. La visión cristiana del hombre en efecto es un grande sí a la dignidad de la persona llamada a la comunión íntima con Dios, una comunión filial, humilde y confiada. El ser humano no es ni individuo independiente ni elemento anónimo en la colectividad, sino más bien persona singular e irrepetible, intrínsecamente ordenada a la relación y la socialización. Por eso la Iglesia reafirma su gran sí a la dignidad y a la belleza del matrimonio como expresión de alianza fiel y fecunda entre un hombre y una mujer, y el no a filosofías como la del gender se motiva en que la reciprocidad entre lo masculino y lo femenino es expresión de la belleza de la naturaleza querida por el Creador.
Queridos amigos, os agradezco vuestro compromiso en favor del hombre, en la fidelidad a su verdadera dignidad. Frente a estos desafíos históricos, sabemos que la respuesta es el encuentro con Cristo. En Él el hombre puede realizar plenamente su bien personal y el bien común. Os aliento a proseguir con ánimo alegre y generoso, mientras de corazón os imparto mi bendición apostólica.



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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA DELEGACIÓN ECUMÉNICA DE FINLANDIA,
CON OCASIÓN DE LA FIESTA DE SAN ENRIQUE


Jueves 17 de Enero de 2013

Eminencia,
excelencia,
queridos amigos:


Una vez más me alegra acoger a vuestra delegación ecuménica con ocasión de su visita anual a Roma para la fiesta de san Enrique, patrono de Finlandia. Es apropiado que nuestro encuentro tenga lugar la víspera de la Semana de oración por la unidad de los cristianos, cuyo tema, este año, está tomado del libro del profeta Miqueas: «¿Qué exige el Señor de nosotros?» (cf. 6, 6-8).
El profeta, naturalmente, explica lo que el Señor exige de nosotros: «practicar la justicia, amar la piedad, caminar humildemente con nuestro Dios» (cf. 6, 8). El tiempo de Navidad, apenas celebrado, nos recuerda que es Dios quien, desde el inicio, ha caminado con nosotros y que, en la plenitud de los tiempos, se ha hecho carne para salvarnos de nuestros pecados y para guiar nuestros pasos por el camino de la santidad, de la justicia y de la paz. Caminar humildemente en presencia del Señor, en obediencia a su palabra salvífica y con confianza en su designio generoso, es una imagen elocuente no sólo de la vida de fe sino también de nuestro itinerario ecuménico por el camino hacia la unidad plena y visible de todos los cristianos. En este camino de discipulado, estamos llamados a avanzar juntos por el sendero estrecho de la fidelidad a la voluntad soberana de Dios, afrontando todo tipo de dificultades u obstáculos que podamos encontrar.
Para avanzar por los caminos de la comunión ecuménica es, pues, necesario que estemos cada vez más unidos en la oración, cada vez más comprometidos en la búsqueda de la santidad y cada vez más implicados en los campos de la investigación teológica y de la cooperación al servicio de una sociedad justa y fraterna. Por este camino de ecumenismo espiritual en verdad avanzamos con Dios y unos con otros en la justicia y en el amor (cf. Mi 6, 8), puesto que, como afirma la Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación, «somos aceptados por Dios y recibimos el Espíritu Santo que renueva nuestros corazones, capacitándonos y llamándonos a buenas obras» (n. 15).
Queridos amigos, es mi deseo que vuestra visita a Roma ayude a reforzar las relaciones ecuménicas entre todos los cristianos en Finlandia. Demos gracias a Dios por todo lo que se ha realizado hasta ahora, y recemos para que el Espíritu de verdad guíe a los discípulos de Cristo en vuestro país hacia un amor y una unidad cada vez más grandes, mientras tratan de vivir a la luz del Evangelio y llevar dicha luz a las grandes cuestiones morales que nuestras sociedades deben afrontar hoy.
Caminando juntos con humildad por el sendero de la justicia, de la misericordia y de la rectitud que el Señor nos ha indicado, los cristianos no sólo permanecerán en la verdad, sino también serán faros de alegría y de esperanza para todos los que están buscando un punto de referencia seguro en nuestro mundo en rápida mutación. Al inicio de este nuevo año, os aseguro mi cercanía en la oración. Sobre todos vosotros invoco de corazón la sabiduría, la gracia y la paz de Jesucristo nuestro Redentor.

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