martes, 22 de enero de 2013

BENEDICTO XVI: Audiencias Generales (Enero 16, 9 y 2)

AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA BENEDICTO XVI

Palacio Apostólico Vaticano
Sala Pablo VI
Miércoles 16 de Enero de 2013

Jesucristo, "mediador y plenitud de toda la revelación"

Queridos hermanos y hermanas:

El Concilio Vaticano II, en la constitución sobre la divina Revelación Dei Verbum, afirma que la íntima verdad de toda la Revelación de Dios resplandece para nosotros «en Cristo, mediador y plenitud de toda la revelación» (n. 2). El Antiguo Testamento nos narra cómo Dios, después de la creación, a pesar del pecado original, a pesar de la arrogancia del hombre de querer ocupar el lugar de su Creador, ofrece de nuevo la posibilidad de su amistad, sobre todo a través de la alianza con Abrahán y el camino de un pequeño pueblo, el pueblo de Israel, que Él eligió no con criterios de poder terreno, sino sencillamente por amor. Es una elección que sigue siendo un misterio y revela el estilo de Dios, que llama a algunos no para excluir a otros, sino para que hagan de puente para conducir a Él: elección es siempre elección para el otro. En la historia del pueblo de Israel podemos volver a recorrer las etapas de un largo camino en el que Dios se da a conocer, se revela, entra en la historia con palabras y con acciones. Para esta obra Él se sirve de mediadores —como Moisés, los Profetas, los Jueces— que comunican al pueblo su voluntad, recuerdan la exigencia de fidelidad a la alianza y mantienen viva la esperanza de la realización plena y definitiva de las promesas divinas.
Y es precisamente la realización de estas promesas lo que hemos contemplado en la Santa Navidad: la Revelación de Dios alcanza su cumbre, su plenitud. En Jesús de Nazaret, Dios visita realmente a su pueblo, visita a la humanidad de un modo que va más allá de toda espera: envía a su Hijo Unigénito; Dios mismo se hace hombre. Jesús no nos dice algo sobre Dios, no habla simplemente del Padre, sino que es revelación de Dios, porque es Dios, y nos revela de este modo el rostro de Dios. San Juan, en el Prólogo de su Evangelio, escribe: «A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha revelado» (Jn 1, 18).
Quisiera detenerme en este «revelar el rostro de Dios». Al respecto, san Juan, en su Evangelio, nos relata un hecho significativo que acabamos de escuchar. Acercándose la Pasión, Jesús tranquiliza a sus discípulos invitándoles a no temer y a tener fe; luego entabla un diálogo con ellos, donde habla de Dios Padre (cf. Jn 14, 2-9). En cierto momento, el apóstol Felipe pide a Jesús: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta» (Jn 14, 8). Felipe es muy práctico y concreto, dice también lo que nosotros queremos decir: «queremos ver, muéstranos al Padre», pide «ver» al Padre, ver su rostro. La respuesta de Jesús es respuesta no sólo para Felipe, sino también para nosotros, y nos introduce en el corazón de la fe cristológica. El Señor afirma: «Quien me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14, 9). En esta expresión se encierra sintéticamente la novedad del Nuevo Testamento, la novedad que apareció en la gruta de Belén: Dios se puede ver, Dios manifestó su rostro, es visible en Jesucristo.
En todo el Antiguo Testamento está muy presente el tema de la «búsqueda del rostro de Dios», el deseo de conocer este rostro, el deseo de ver a Dios como es; tanto que el término hebreo pānîm, que significa «rostro», se encuentra 400 veces, y 100 de ellas se refieren a Dios: 100 veces existe la referencia a Dios, se quiere ver el rostro de Dios. Sin embargo la religión judía prohíbe totalmente las imágenes porque a Dios no se le puede representar, como hacían en cambio los pueblos vecinos con la adoración de los ídolos. Por lo tanto, con esta prohibición de imágenes, el Antiguo Testamento parece excluir totalmente el «ver» del culto y de la piedad. ¿Qué significa, entonces, para el israelita piadoso, buscar el rostro de Dios, sabiendo que no puede existir ninguna imagen? La pregunta es importante: por una parte se quiere decir que Dios no se puede reducir a un objeto, como una imagen que se toma en la mano, pero tampoco se puede poner una cosa en el lugar de Dios. Por otra parte, sin embargo, se afirma que Dios tiene un rostro, es decir, que es un «Tú» que puede entrar en relación, que no está cerrado en su Cielo mirando desde lo alto a la humanidad. Dios está, ciertamente, sobre todas las cosas, pero se dirige a nosotros, nos escucha, nos ve, habla, estipula alianza, es capaz de amar. La historia de la salvación es la historia de Dios con la humanidad, es la historia de esta relación con Dios que se revela progresivamente al hombre, que se da conocer a sí mismo, su rostro.
Precisamente al comienzo del año, el 1 de enero, hemos escuchado en la liturgia la bellísima oración de bendición sobre el pueblo: «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor te muestre su rostro y te conceda la paz» (Nm 6, 24-26). El esplendor del rostro divino es la fuente de la vida, es lo que permite ver la realidad; la luz de su rostro es la guía de la vida. En el Antiguo Testamento hay una figura a la que está vinculada de modo especial el tema del «rostro de Dios»: se trata de Moisés, a quien Dios elige para liberar al pueblo de la esclavitud de Egipto, donarle la Ley de la alianza y guiarle a la Tierra prometida. Pues bien, el capítulo 33 del Libro del Éxodo dice que Moisés tenía una relación estrecha y confidencial con Dios: «El Señor hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con un amigo» (v. 11). Dada esta confianza, Moisés pide a Dios: «¡Muéstrame tu gloria!», y la respuesta de Dios es clara: «Yo haré pasar ante ti toda mi bondad y pronunciaré ante ti el nombre del Señor... Pero mi rostro no lo puedes ver, porque no puede verlo nadie y quedar con vida... Aquí hay un sitio junto a mí... podrás ver mi espalda, pero mi rostro no lo verás» (vv. 18-23). Por un lado, entonces, tiene lugar el diálogo cara a cara como entre amigos, pero por otro lado existe la imposibilidad, en esta vida, de ver el rostro de Dios, que permanece oculto; la visión es limitada. Los Padres dicen que estas palabras, «tú puedes ver sólo mi espalda», quieren decir: tú sólo puedes seguir a Cristo y siguiéndole ves desde la espalda el misterio de Dios. Se puede seguir a Dios viendo su espalda.
Algo completamente nuevo tiene lugar, sin embargo, con la Encarnación. La búsqueda del rostro de Dios recibe un viraje inimaginable, porque este rostro ahora se puede ver: es el rostro de Jesús, del Hijo de Dios que se hace hombre. En Él halla cumplimiento el camino de revelación de Dios iniciado con la llamada de Abrahán, Él es la plenitud de esta revelación porque es el Hijo de Dios, es a la vez «mediador y plenitud de toda la Revelación» (const. dogm. Dei Verbum, 2), en Él el contenido de la Revelación y el Revelador coinciden. Jesús nos muestra el rostro de Dios y nos da a conocer el nombre de Dios. En la Oración sacerdotal, en la Última Cena, Él dice al Padre: «He manifestado tu nombre a los hombres... Les he dado a conocer tu nombre» (cf. Jn 17, 6.26). La expresión «nombre de Dios» significa Dios como Aquel que está presente entre los hombres. A Moisés, junto a la zarza ardiente, Dios le había revelado su nombre, es decir, hizo posible que se le invocara, había dado un signo concreto de su «estar» entre los hombres. Todo esto encuentra en Jesús cumplimiento y plenitud: Él inaugura de un modo nuevo la presencia de Dios en la historia, porque quien lo ve a Él ve al Padre, como dice a Felipe (cf. Jn 14, 9). El cristianismo —afirma san Bernardo— es la «religión de la Palabra de Dios»; no, sin embargo, de «una palabra escrita y muda, sino del Verbo encarnado y viviente» (Hom. super missus est, IV, 11: pl 183, 86 b). En la tradición patrística y medieval se usa una fórmula especial para expresar esta realidad: se dice que Jesús es el Verbum abbreviatum (cf. Rm 9, 28, referido a Is 10, 23), el Verbo abreviado, la Palabra breve, abreviada y sustancial del Padre, que nos ha dicho todo de Él. En Jesús está presente toda la Palabra.
En Jesús también la mediación entre Dios y el hombre encuentra su plenitud. En el Antiguo Testamento hay una multitud de figuras que desempeñaron esta función, en especial Moisés, el liberador, el guía, el «mediador» de la alianza, como lo define también el Nuevo Testamento (cf.Gal 3, 19; Hch 7, 35; Jn 1, 17). Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, no es simplemente uno de los mediadores entre Dios y el hombre, sino que es «el mediador» de la nueva y eterna alianza (cf. Hb 8, 6; 9, 15; 12, 24); «Dios es uno —dice Pablo—, y único también el mediador entre Dios y los hombres: el hombre Cristo Jesús» (1 Tm 2, 5; cf. Gal 3, 19-20). En Él vemos y encontramos al Padre; en Él podemos invocar a Dios con el nombre de «Abbà, Padre»; en Él se nos dona la salvación.
El deseo de conocer realmente a Dios, es decir, de ver el rostro de Dios es innato en cada hombre, también en los ateos. Y nosotros tenemos, tal vez inconscientemente, este deseo de ver sencillamente quién es Él, qué cosa es, quién es para nosotros. Pero este deseo se realiza siguiendo a Cristo; así vemos su espalda y vemos en definitiva también a Dios como amigo, su rostro en el rostro de Cristo. Lo importante es que sigamos a Cristo no sólo en el momento en que tenemos necesidad y cuando encontramos un espacio en nuestras ocupaciones cotidianas, sino con nuestra vida en cuanto tal. Toda nuestra existencia debe estar orientada hacia el encuentro con Jesucristo, al amor hacia Él; y, en ella, debe tener también un lugar central el amor al prójimo, ese amor que, a la luz del Crucificado, nos hace reconocer el rostro de Jesús en el pobre, en el débil, en el que sufre. Esto sólo es posible si el rostro auténtico de Jesús ha llegado a ser familiar para nosotros en la escucha de su Palabra, al dialogar interiormente, al entrar en esta Palabra de tal manera que realmente lo encontremos, y, naturalmente, en el Misterio de la Eucaristía. En el Evangelio de san Lucas es significativo el pasaje de los dos discípulos de Emaús, que reconocen a Jesús al partir el pan, pero preparados por el camino hecho con Él, preparados por la invitación que le hicieron de permanecer con ellos, preparados por el diálogo que hizo arder su corazón; así, al final, ven a Jesús. También para nosotros la Eucaristía es la gran escuela en la que aprendemos a ver el rostro de Dios, entramos en relación íntima con Él; y aprendemos, al mismo tiempo, a dirigir la mirada hacia el momento final de la historia, cuando Él nos saciará con la luz de su rostro. Sobre la tierra caminamos hacia esta plenitud, en la espera gozosa de que se realice realmente el reino de Dios. Gracias.

Saludos

Saludo a los fieles de lengua española provenientes de España y Latinoamérica. Invito a todos a escuchar la Palabra y a participar en la Eucaristía, en donde se manifiesta especialmente el rostro de Cristo. Así crecerá nuestro amor y podremos también reconocer al Señor en el que sufre y en el pobre. Muchas gracias.
LLAMAMIENTO

Pasado mañana, viernes 18 de enero, comienza la Semana de oración por la unidad de los cristianos, que este año tiene por tema: “¿Qué exige el Señor de nosotros”, inspirado en un pasaje del profeta Miqueas (cf. Mi 6 6-8).  Invito a todos a orar, pidiendo con insistencia a Dios el gran don de la unidad entre todos los discípulos del Señor. Que la fuerza inagotable del Espíritu Santo nos estimule a un empeño sincero de búsqueda de la unidad a fin de que podamos profesar todos juntos que Jesús es el Salvador del mundo.

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AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA BENEDICTO XVI

Palacio Apostólico Vaticano
Sala Pablo VI
Miércoles 9 de Enero de 2013

Se hizo hombre.

Queridos hermanos y hermanas:

En este tiempo navideño nos detenemos una vez más en el gran misterio de Dios que descendió de su Cielo para entrar en nuestra carne. En Jesús, Dios se encarnó; se hizo hombre como nosotros, y así nos abrió el camino hacia su Cielo, hacia la comunión plena con Él.
En estos días ha resonado repetidas veces en nuestras iglesias el término «Encarnación» de Dios, para expresar la realidad que celebramos en la Santa Navidad: el Hijo de Dios se hizo hombre, como recitamos en elCredo. Pero, ¿qué significa esta palabra central para la fe cristiana? Encarnación deriva del latín «incarnatio». San Ignacio de Antioquía —finales del siglo I— y, sobre todo, san Ireneo usaron este término reflexionando sobre el Prólogo del Evangelio de san Juan, en especial sobre la expresión: «El Verbo se hizo carne» (Jn 1, 14). Aquí, la palabra «carne», según el uso hebreo, indica el hombre en su integridad, todo el hombre, pero precisamente bajo el aspecto de su caducidad y temporalidad, de su pobreza y contingencia. Esto para decirnos que la salvación traída por el Dios que se hizo carne en Jesús de Nazaret toca al hombre en su realidad concreta y en cualquier situación en que se encuentre. Dios asumió la condición humana para sanarla de todo lo que la separa de Él, para permitirnos llamarle, en su Hijo unigénito, con el nombre de «Abbá, Padre» y ser verdaderamente hijos de Dios. San Ireneo afirma: «Este es el motivo por el cual el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre, entrando en comunión con el Verbo y recibiendo de este modo la filiación divina, llegara a ser hijo de Dios» (Adversus haereses, 3, 19, 1: PG 7, 939; cf. Catecismo de la Iglesia católica, 460).
«El Verbo se hizo carne» es una de esas verdades a las que estamos tan acostumbrados que casi ya no nos asombra la grandeza del acontecimiento que expresa. Y efectivamente en este período navideño, en el que tal expresión se repite a menudo en la liturgia, a veces se está más atento a los aspectos exteriores, a los «colores» de la fiesta, que al corazón de la gran novedad cristiana que celebramos: algo absolutamente impensable, que sólo Dios podía obrar y donde podemos entrar solamente con la fe. ElLogos, que está junto a Dios, el Logos que es Dios, el Creador del mundo (cf. Jn 1, 1), por quien fueron creadas todas las cosas (cf. 1, 3), que ha acompañado y acompaña a los hombres en la historia con su luz (cf. 1, 4-5; 1, 9), se hace uno entre los demás, establece su morada en medio de nosotros, se hace uno de nosotros (cf. 1, 14). El Concilio Ecuménico Vaticano II afirma: «El Hijo de Dios... trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros excepto en el pecado» (const.Gaudium et spes, 22). Es importante entonces recuperar el asombro ante este misterio, dejarnos envolver por la grandeza de este acontecimiento: Dios, el verdadero Dios, Creador de todo, recorrió como hombre nuestros caminos, entrando en el tiempo del hombre, para comunicarnos su misma vida (cf. 1 Jn 1, 1-4). Y no lo hizo con el esplendor de un soberano, que somete con su poder el mundo, sino con la humildad de un niño.
Desearía poner de relieve un segundo elemento. En la Santa Navidad, a menudo, se intercambia algún regalo con las personas más cercanas. Tal vez puede ser un gesto realizado por costumbre, pero generalmente expresa afecto, es un signo de amor y de estima. En la oración sobre las ofrendas de la Misa de medianoche de la solemnidad de Navidad la Iglesia reza así: «Acepta, Señor, nuestras ofrendas en esta noche santa, y por este intercambio de dones en el que nos muestras tu divina largueza, haznos partícipes de la divinidad de tu Hijo que, al asumir la naturaleza humana, nos ha unido a la tuya de modo admirable». El pensamiento de la donación, por lo tanto, está en el centro de la liturgia y recuerda a nuestra conciencia el don originario de la Navidad: Dios, en aquella noche santa, haciéndose carne, quiso hacerse don para los hombres, se dio a sí mismo por nosotros; Dios hizo de su Hijo único un don para nosotros, asumió nuestra humanidad para donarnos su divinidad. Este es el gran don. También en nuestro donar no es importante que un regalo sea más o menos costoso; quien no logra donar un poco de sí mismo, dona siempre demasiado poco. Es más, a veces se busca precisamente sustituir el corazón y el compromiso de donación de sí mismo con el dinero, con cosas materiales. El misterio de la Encarnación indica que Dios no ha hecho así: no ha donado algo, sino que se ha donado a sí mismo en su Hijo unigénito. Encontramos aquí el modelo de nuestro donar, para que nuestras relaciones, especialmente aquellas más importantes, estén guiadas por la gratuidad del amor.
Quisiera ofrecer una tercera reflexión: el hecho de la Encarnación, de Dios que se hace hombre como nosotros, nos muestra el inaudito realismo del amor divino. El obrar de Dios, en efecto, no se limita a las palabras, es más, podríamos decir que Él no se conforma con hablar, sino que se sumerge en nuestra historia y asume sobre sí el cansancio y el peso de la vida humana. El Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre, nació de la Virgen María, en un tiempo y en un lugar determinados, en Belén durante el reinado del emperador Augusto, bajo el gobernador Quirino (cf. Lc 2, 1-2); creció en una familia, tuvo amigos, formó un grupo de discípulos, instruyó a los Apóstoles para continuar su misión, y terminó el curso de su vida terrena en la cruz. Este modo de obrar de Dios es un fuerte estímulo para interrogarnos sobre el realismo de nuestra fe, que no debe limitarse al ámbito del sentimiento, de las emociones, sino que debe entrar en lo concreto de nuestra existencia, debe tocar nuestra vida de cada día y orientarla también de modo práctico. Dios no se quedó en las palabras, sino que nos indicó cómo vivir, compartiendo nuestra misma experiencia, menos en el pecado. El Catecismo de san Pío X, que algunos de nosotros estudiamos cuando éramos jóvenes, con su esencialidad, ante la pregunta: «¿Qué debemos hacer para vivir según Dios?», da esta respuesta: «Para vivir según Dios debemos creer las verdades por Él reveladas y observar sus mandamientos con la ayuda de su gracia, que se obtiene mediante los sacramentos y la oración». La fe tiene un aspecto fundamental que afecta no sólo la mente y el corazón, sino toda nuestra vida.
Propongo un último elemento para vuestra reflexión. San Juan afirma que el Verbo, el Logos estaba desde el principio junto a Dios, y que todo ha sido hecho por medio del Verbo y nada de lo que existe se ha hecho sin Él (cf.Jn 1, 1-3). El evangelista hace una clara alusión al relato de la creación que se encuentra en los primeros capítulos del libro del Génesis, y lo relee a la luz de Cristo. Este es un criterio fundamental en la lectura cristiana de la Biblia: el Antiguo y el Nuevo Testamento se han de leer siempre juntos, y a partir del Nuevo se abre el sentido más profundo también del Antiguo. Aquel mismo Verbo, que existe desde siempre junto a Dios, que Él mismo es Dios y por medio del cual y en vista del cual todo ha sido creado (cf.Col 1, 16-17), se hizo hombre: el Dios eterno e infinito se ha sumergido en la finitud humana, en su criatura, para reconducir al hombre y a toda la creación hacia Él. El Catecismo de la Iglesia católica afirma: «La primera creación encuentra su sentido y su cumbre en la nueva creación en Cristo, cuyo esplendor sobrepasa el de la primera» (n. 349). Los Padres de la Iglesia han comparado a Jesús con Adán, hasta definirle «segundo Adán» o el Adán definitivo, la imagen perfecta de Dios. Con la Encarnación del Hijo de Dios tiene lugar una nueva creación, que dona la respuesta completa a la pregunta: «¿Quién es el hombre?». Sólo en Jesús se manifiesta completamente el proyecto de Dios sobre el ser humano: Él es el hombre definitivo según Dios. El Concilio Vaticano II lo reafirma con fuerza: «Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado... Cristo, el nuevo Adán, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación» (const.Gaudium et spes, 22; cf. Catecismo de la Iglesia católica, 359). En aquel niño, el Hijo de Dios que contemplamos en Navidad, podemos reconocer el rostro auténtico, no sólo de Dios, sino el auténtico rostro del ser humano. Sólo abriéndonos a la acción de su gracia y buscando seguirle cada día, realizamos el proyecto de Dios sobre nosotros, sobre cada uno de nosotros.
Queridos amigos, en este período meditemos la grande y maravillosa riqueza del misterio de la Encarnación, para dejar que el Señor nos ilumine y nos transforme cada vez más a imagen de su Hijo hecho hombre por nosotros.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, México y otros países latinoamericanos. Exhorto a todos a meditar el misterio de la encarnación para que el Señor os ilumine y os transforme cada vez más en imagen de su Hijo hecho hombre por nosotros. Que Dios os bendiga.

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AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA BENEDICTO XVI

Palacio Apostólico Vaticano
Sala Pablo VI
Miércoles 2 de Enero de 2013


Fue concebido por obra del Espíritu Santo

Queridos hermanos y hermanas:

La Natividad del Señor ilumina una vez más con su luz las tinieblas que con frecuencia envuelven nuestro mundo y nuestro corazón, y trae esperanza y alegría. ¿De dónde viene esta luz? De la gruta de Belén, donde los pastores encontraron a «María y a José, y al niño acostado en el pesebre» (Lc 2, 16). Ante esta Sagrada Familia surge otra pregunta más profunda: ¿cómo pudo aquel pequeño y débil Niño traer al mundo una novedad tan radical como para cambiar el curso de la historia? ¿No hay, tal vez, algo de misterioso en su origen que va más allá de aquella gruta?
Surge siempre de nuevo, de este modo, la pregunta sobre el origen de Jesús, la misma que plantea el procurador Poncio Pilato durante el proceso: «¿De dónde eres tú?» (Jn 19, 9). Sin embargo, se trata de un origen bien claro. En el Evangelio de Juan, cuando el Señor afirma: «Yo soy el pan bajado del cielo», los judíos reaccionan murmurando: «¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?» (Jn 6, 41-42). Y, poco más tarde, los habitantes de Jerusalén se opusieron con fuerza ante la pretensión mesiánica de Jesús, afirmando que se conoce bien «de dónde viene; mientras que el Mesías, cuando llegue, nadie sabrá de dónde viene» (Jn 7, 27). Jesús mismo hace notar cuán inadecuada es su pretensión de conocer su origen, y con esto ya ofrece una orientación para saber de dónde viene: «No vengo por mi cuenta, sino que el Verdadero es el que me envía; a ese vosotros no lo conocéis» (Jn 7, 28). Cierto, Jesús es originario de Nazaret, nació en Belén, pero ¿qué se sabe de su verdadero origen?
En los cuatro Evangelios emerge con claridad la respuesta a la pregunta «de dónde» viene Jesús: su verdadero origen es el Padre, Dios; Él proviene totalmente de Él, pero de un modo distinto al de todo profeta o enviado por Dios que lo han precedido. Este origen en el misterio de Dios, «que nadie conoce», ya está contenido en los relatos de la infancia de los Evangelios de Mateo y de Lucas, que estamos leyendo en este tiempo navideño. El ángel Gabriel anuncia: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios» (Lc 1, 35). Repetimos estas palabras cada vez que rezamos el Credo, la profesión de fe: «Et incarnatus est de Spiritu Sancto, ex Maria Virgine», «por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen». En esta frase nos arrodillamos porque el velo que escondía a Dios, por decirlo así, se abre y su misterio insondable e inaccesible nos toca: Dios se convierte en el Emmanuel, «Dios con nosotros». Cuando escuchamos las Misas compuestas por los grandes maestros de música sacra —pienso por ejemplo en la Misa de la Coronación, de Mozart— notamos inmediatamente cómo se detienen de modo especial en esta frase, casi queriendo expresar con el lenguaje universal de la música aquello que las palabras no pueden manifestar: el misterio grande de Dios que se encarna, que se hace hombre.
Si consideramos atentamente la expresión «por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen», encontramos que la misma incluye cuatro sujetos que actúan. En modo explícito se menciona al Espíritu Santo y a María, pero está sobreentendido «Él», es decir el Hijo, que se hizo carne en el seno de la Virgen. En la Profesión de fe, el Credo, se define a Jesús con diversos apelativos: «Señor, ... Cristo, unigénito Hijo de Dios... Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero... de la misma sustancia del Padre» (Credo niceno-constantinopolitano). Vemos entonces que «Él» remite a otra persona, al Padre. El primer sujeto de esta frase es, por lo tanto, el Padre que, con el Hijo y el Espíritu Santo, es el único Dios.
Esta afirmación del Credo no se refiere al ser eterno de Dios, sino más bien nos habla de una acción en la que toman parte las tres Personas divinas y que se realiza «ex Maria Virgine». Sin ella el ingreso de Dios en la historia de la humanidad no habría llegado a su fin ni habría tenido lugar aquello que es central en nuestra Profesión de fe: Dios es un Dios con nosotros. Así, María pertenece en modo irrenunciable a nuestra fe en el Dios que obra, que entra en la historia. Ella pone a disposición toda su persona, «acepta» convertirse en lugar en el que habita Dios.
A veces también en el camino y en la vida de fe podemos advertir nuestra pobreza, nuestra inadecuación ante el testimonio que se ha de ofrecer al mundo. Pero Dios ha elegido precisamente a una humilde mujer, en una aldea desconocida, en una de las provincias más lejanas del gran Imperio romano. Siempre, incluso en medio de las dificultades más arduas de afrontar, debemos tener confianza en Dios, renovando la fe en su presencia y acción en nuestra historia, como en la de María. ¡Nada es imposible para Dios! Con Él nuestra existencia camina siempre sobre un terreno seguro y está abierta a un futuro de esperanza firme.
Profesando en el Credo: «Por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen», afirmamos que el Espíritu Santo, como fuerza del Dios Altísimo, ha obrado de modo misterioso en la Virgen María la concepción del Hijo de Dios. El evangelista Lucas retoma las palabras del arcángel Gabriel: «El Espíritu vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra» (1, 35). Son evidentes dos remisiones: la primera es al momento de la creación. Al comienzo del Libro del Génesis leemos que «el espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas» (1, 2); es el Espíritu creador que ha dado vida a todas las cosas y al ser humano. Lo que acontece en María, a través de la acción del mismo Espíritu divino, es una nueva creación: Dios, que ha llamado al ser de la nada, con la Encarnación da vida a un nuevo inicio de la humanidad. Los Padres de la Iglesia en más de una ocasión hablan de Cristo como el nuevo Adán para poner de relieve el inicio de la nueva creación por el nacimiento del Hijo de Dios en el seno de la Virgen María. Esto nos hace reflexionar sobre cómo la fe trae también a nosotros una novedad tan fuerte capaz de producir un segundo nacimiento. En efecto, en el comienzo del ser cristianos está el Bautismo que nos hace renacer como hijos de Dios, nos hace participar en la relación filial que Jesús tiene con el Padre. Y quisiera hacer notar cómo el Bautismo serecibe, nosotros «somos bautizados» —es una voz pasiva— porque nadie es capaz de hacerse hijo de Dios por sí mimo: es un don que se confiere gratuitamente. San Pablo se refiere a esta filiación adoptiva de los cristianos en un pasaje central de su Carta a los Romanos, donde escribe: «Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Pues no habéis recibido un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino que habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: “¡Abba, Padre!”. Ese mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios» (8, 14-16), no siervos. Sólo si nos abrimos a la acción de Dios, como María, sólo si confiamos nuestra vida al Señor como a un amigo de quien nos fiamos totalmente, todo cambia, nuestra vida adquiere un sentido nuevo y un rostro nuevo: el de hijos de un Padre que nos ama y nunca nos abandona.
Hemos hablado de dos elementos: el primer elemento el Espíritu sobre las aguas, el Espíritu Creador. Hay otro elemento en las palabras de la Anunciación. El ángel dice a María: «La fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra». Es una referencia a la nube santa que, durante el camino del éxodo, se detenía sobre la tienda del encuentro, sobre el arca de la Alianza, que el pueblo de Israel llevaba consigo, y que indicaba la presencia de Dios (cf. Ex 40, 34-38). María, por lo tanto, es la nueva tienda santa, la nueva arca de la alianza: con su «sí» a las palabras del arcángel, Dios recibe una morada en este mundo, Aquel que el universo no puede contener establece su morada en el seno de una virgen.
Volvamos, entonces, a la cuestión de la que hemos partido, la cuestión sobre el origen de Jesús, sintetizada por la pregunta de Pilato: «¿De dónde eres tú?». En nuestras reflexiones se ve claro, desde el inicio de los Evangelios, cuál es el verdadero origen de Jesús: Él es el Hijo unigénito del Padre, viene de Dios. Nos encontramos ante el gran e impresionante misterio que celebramos en este tiempo de Navidad: el Hijo de Dios, por obra del Espíritu Santo, se ha encarnado en el seno de la Virgen María. Este es un anuncio que resuena siempre nuevo y que en sí trae esperanza y alegría a nuestro corazón, porque cada vez nos dona la certeza de que, aunque a menudo nos sintamos débiles, pobres, incapaces ante las dificultades y el mal del mundo, el poder de Dios actúa siempre y obra maravillas precisamente en la debilidad. Su gracia es nuestra fuerza (cf. 2 Co 12, 9-10). Gracias.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, México y los demás países latinoamericanos. Invito a todos a anunciar la alegría y la esperanza que nos trae la Navidad, la certeza de que la potencia del Señor se hace presente en nuestra historia. Feliz Año nuevo. Que Dios os bendiga.

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