miércoles, 5 de noviembre de 2014

FRANCISCO: Audiencias Generales de Octubre (29, 22, 15, 8 y 1°)

AUDIENCIAS GENERALES DEL PAPA FRANCISCO
OCTUBRE 2014


Plaza de San Pedro
Miércoles 29 de octubre de 2014



Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


En las catequesis anteriores tuvimos ocasión de destacar cómo la Iglesia tiene una naturaleza espiritual: es el cuerpo de Cristo, edificado en el Espíritu Santo. Cuando nos referimos a la Iglesia, sin embargo, inmediatamente el pensamiento se dirige a nuestras comunidades, nuestras parroquias, nuestras diócesis, a las estructuras en las que a menudo nos reunimos y, obviamente, también a los miembros y a las figuras más institucionales que la dirigen, que la gobiernan. Es esta la realidad visible de la Iglesia. Entonces, debemos preguntarnos: ¿se trata de dos cosas distintas o de la única Iglesia? Y, si es siempre la única Iglesia, ¿cómo podemos entender la relación entre su realidad visible y su realidad espiritual?


Ante todo, cuando hablamos de la realidad visible de la Iglesia, no debemos pensar sólo en el Papa, los obispos, los sacerdotes, las religiosas y todas las personas consagradas. La realidad visible de la Iglesia está constituida por muchos hermanos y hermanas bautizados que en el mundo creen, esperan y aman. Pero muchas veces escuchamos que se dice: «La Iglesia no hace esto, la Iglesia no hace esto otro...» – «Pero, dime, ¿quién es la Iglesia?» – «Son los sacerdotes, los obispos, el Papa...» – La Iglesia somos todos, nosotros. Todos los bautizados somos la Iglesia, la Iglesia de Jesús. Todos aquellos que siguen al Señor Jesús y que, en su nombre, se hacen cercanos a los últimos y a los que sufren, tratando de ofrecer un poco de alivio, de consuelo y de paz. Todos los que hacen lo que el Señor nos ha mandado son la Iglesia. Comprendemos, entonces, que incluso la realidad visible de la Iglesia no es mensurable, no es posible conocer en toda su amplitud: ¿cómo se hace para conocer todo el bien que se hace? Muchas obras de amor, numerosas fidelidades en las familias, tanto trabajo para educar a los hijos, para transmitir la fe, tanto sufrimiento en los enfermos que ofrecen sus sufrimientos al Señor... Esto no se puede medir y es muy grande. ¿Cómo se hace para conocer todas las maravillas que, a través de nosotros, Cristo logra obrar en el corazón y en la vida de cada persona? Mirad: también la realidad visible de la Iglesia va más allá de nuestro control, va más allá de nuestras fuerzas, y es una realidad misteriosa, porque viene de Dios.


Para comprender la relación, en la Iglesia, la relación entre su realidad visible y su realidad espiritual, no hay otro camino más que mirar a Cristo, de quien la Iglesia constituye el cuerpo y de quien ella nace, en un acto de infinito amor. También en Cristo, en efecto, en virtud del misterio de la Encarnación, reconocemos una naturaleza humana y una naturaleza divina, unidas en la misma persona de modo admirable e indisoluble. Esto vale de modo análogo también para la Iglesia. Y como en Cristo la naturaleza humana secunda plenamente la naturaleza divina y se pone a su servicio, en función de la realización de la salvación, así sucede, en la Iglesia, por su realidad visible, respecto a la naturaleza espiritual. También la Iglesia, por lo tanto, es un misterio, en el cual lo que no se ve es más importante que aquello que se ve, y sólo se puede reconocer con los ojos de la fe (cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 8).


Así, pues, en el caso de la Iglesia, debemos preguntarnos: ¿cómo es que la realidad visible puede ponerse al servicio de la realidad espiritual? Una vez más, podemos comprenderlo mirando a Cristo. Cristo es el modelo de la Iglesia, porque la Iglesia es su cuerpo. Es el modelo de todos los cristianos, de todos nosotros. Cuando se mira a Cristo no hay lugar a error. En el Evangelio de san Lucas se relata cómo Jesús, al volver a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga y leyó, refiriéndolo a sí mismo, el pasaje del profeta Isaías donde está escrito: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque Él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor» (4, 18-19). He aquí: como Cristo se valió de su humanidad —porque también era hombre— para anunciar y realizar el designio divino de redención y de salvación —porque era Dios—, así debe ser también para la Iglesia. A través de su realidad visible, de todo lo que se ve, los sacramentos y el testimonio de todos nosotros cristianos, la Iglesia está llamada cada día a hacerse cercana a cada hombre, comenzando por quien es pobre, por quien sufre y está marginado, de modo que siga haciendo sentir en todos la mirada compasiva y misericordiosa de Jesús.


Queridos hermanos y hermanas, a menudo como Iglesia experimentamos nuestra fragilidad y nuestros límites. Todos los tenemos. Todos somos pecadores. Nadie de nosotros puede decir: «Yo no soy pecador». Pero si alguno de nosotros siente que no es pecador, que levante la mano. Veamos cuántos... ¡No se puede! Todos lo somos. Y esta fragilidad, estos límites, estos pecados nuestros, es justo que nos causen un profundo dolor, sobre todo cuando damos mal ejemplo y nos damos cuenta de que nos convertimos en motivo de escándalo. Cuántas veces, en el barrio, hemos escuchado: «Pero, esa persona que está allá, va siempre a la iglesia pero habla mal de todos, critica a todos...». Esto no es cristiano, es un mal ejemplo: es un pecado. De este modo damos un mal ejemplo: «Y, en definitiva, si este o esta es cristiano, yo me hago ateo». Nuestro testimonio es hacer comprender lo que significa ser cristiano. Pidamos no ser motivo de escándalo. Pidamos el don de la fe, para que podamos comprender cómo, a pesar de nuestra miseria y nuestra pobreza, el Señor nos hizo verdaderamente instrumento de gracia y signo visible de su amor para toda la humanidad. Podemos convertirnos en motivo de escándalo, sí. Pero podemos llegar a ser también motivo de testimonio, diciendo con nuestra vida lo que Jesús quiere de nosotros.


En el momento de los saludos en lengua española, el Pontífice se dirigió con estas palabras al pueblo mexicano.


Quisiera hoy elevar una oración y traer cerca de nuestro corazón al pueblo mexicano, que sufre por la desaparición de sus estudiantes, y por tantos problemas parecidos. Que nuestro corazón de hermanos esté cerca de ellos orando en este momento.
 



Saludos


Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a los venidos de España, México, Argentina y otros países latinoamericanos. Pidamos, por intercesión de la Virgen María, que comprendamos cómo, a pesar de nuestras debilidades, el Señor nos ha hecho instrumentos de su gracia y signo visible de su amor para toda la humanidad. Muchas gracias.


(A los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados)


Nos acercamos a la solemnidad de Todos los santos. Queridos jóvenes, mirad a los santos como modelos de vida; queridos enfermos, ofreced vuestro sufrimiento por quienes tienen necesidad de conversión; y vosotros, queridos recién casados, cuidad el crecimiento en la fe de vuestra casa matrimonial




LLAMAMIENTO


Ante el avance de la epidemia del ébola, deseo expresar mi viva preocupación por esta implacable enfermedad que se está extendiendo especialmente en el continente africano, sobre todo entre las poblaciones más desfavorecidas. Estoy cercano con el afecto y la oración a las personas afectadas, así como a los médicos, a los enfermeros, a los voluntarios, a los institutos religiosos y a las asociaciones que trabajan heroicamente para socorrer a estos hermanos y hermanas nuestros enfermos. Renuevo mi llamamiento, a fin de que la comunidad internacional ponga en acción todo el esfuerzo necesario para derrotar este virus, aliviando concretamente las dificultades y los sufrimientos de quienes son tan duramente probados. Os invito a rezar por ellos y por quienes han perdido la vida.


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Plaza de San Pedro
Miércoles 22 de octubre de 2014
 


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Cuando se quiere poner de relieve cómo los elementos que componen una realidad están estrechamente unidos unos con otros y forman juntos una sola cosa, se usa a menudo la imagen del cuerpo. A partir del apóstol Pablo, esta expresión se aplicó a la Iglesia y se reconoció como su rasgo distintivo más profundo y más hermoso. Hoy, entonces, queremos preguntarnos: ¿en qué sentido la Iglesia forma un cuerpo? ¿Y por qué se define «cuerpo de Cristo»?


En el libro de Ezequiel se describe una visión un poco particular, impresionante, pero capaz de infundir confianza y esperanza en nuestro corazón. Dios muestra al profeta un montón de huesos, separados unos de otros y secos. Un escenario desolador... Imaginaos toda una llanura llena de huesos. Dios le pide, entonces, que invoque sobre ellos al Espíritu. En ese momento, los huesos se mueven, comienzan a acercarse y a unirse, sobre ellos crecen primero los nervios y luego la carne y se forma así un cuerpo, completo y lleno de vida (cf. Ez 37, 1-14). He aquí, esta es la Iglesia. Por favor, hoy, en casa, tomad la Biblia, en el capítulo 37 del profeta Ezequiel, no lo olvidéis, y leed esto, es hermoso. Esta es la Iglesia, es una obra maestra, la obra maestra del Espíritu, quien infunde en cada uno la vida nueva del Resucitado y nos coloca uno al lado del otro, uno al servicio y en apoyo del otro, haciendo así de todos nosotros un cuerpo, edificado en la comunión y en el amor.


La Iglesia, sin embargo, no es solamente un cuerpo edificado en el Espíritu: la Iglesia es el cuerpo de Cristo. Y no se trata sencillamente de un modo de decir: ¡ lo somos de verdad! Es el gran don que recibimos el día de nuestro Bautismo. En el sacramento del Bautismo, en efecto, Cristo nos hace suyos, acogiéndonos en el corazón del misterio de la cruz, el misterio supremo de su amor por nosotros, para hacernos luego resucitar con Él, como nuevas criaturas. Esto es, así nace la Iglesia, y así la Iglesia se reconoce cuerpo de Cristo. El Bautismo constituye un verdadero renacimiento, que nos regenera en Cristo, nos hace parte de Él, y nos une íntimamente entre nosotros, como miembros del mismo cuerpo, del cual Él es la cabeza (cf. Rm 12, 5; 1 Cor 12, 12-13).


Lo que brota de ello, entonces, es una profunda comunión de amor. En este sentido, es iluminador cómo Pablo, exhortando a los maridos a «amar a las esposas como al propio cuerpo», afirma: «Como Cristo hace con la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo» (Ef 5, 28-30). Qué hermoso sería si nos acordásemos más a menudo de lo que somos, de lo que hizo con nosotros el Señor Jesús: somos su cuerpo, ese cuerpo que nada ni nadie puede ya arrancar de Él y que Él recubre con toda su pasión y todo su amor, precisamente como un esposo con su esposa. Este pensamiento, sin embargo, debe hacer brotar en nosotros el deseo de corresponder al Señor Jesús y compartir su amor entre nosotros, como miembros vivos de su mismo cuerpo. En la época de Pablo, la comunidad de Corinto encontraba muchas dificultades en ese sentido, viviendo, como a menudo también nosotros, la experiencia de las divisiones, las envidias, las incomprensiones y la marginación. Todas estas cosas no están bien, porque, en lugar de edificar y hacer crecer a la Iglesia como cuerpo de Cristo, la dividen en muchas partes, la desunen. Y esto sucede también en nuestros días. Pensemos en las comunidades cristianas, en algunas parroquias, pensemos en nuestros barrios, cuántas divisiones, cuántas envidias, cómo se critica, cuánta incomprensión y marginación. ¿Y esto qué conlleva? Nos desune entre nosotros. Es el inicio de la guerra. La guerra no comienza en el campo de batalla: la guerra, las guerras comienzan en el corazón, con incomprensiones, divisiones, envidias, con esta lucha con los demás. La comunidad de Corinto era así, eran campeones en esto. El apóstol Pablo dio a los corintios algunos consejos concretos que son válidos también para nosotros: no ser celosos, sino apreciar en nuestras comunidades los dones y la cualidades de nuestros hermanos. Los celos: «Ese se compró un coche», y yo siento celos. «Este se ganó la lotería», son también celos. «Y a este otro le está yendo bien, bien en esto», y son más celos. Todo esto divide, hace daño, no se debe hacer. Porque así los celos crecen y llenan el corazón. Y un corazón celoso es un corazón ácido, un corazón que en lugar de sangre parece tener vinagre; es un corazón que nunca es feliz, es un corazón que divide a la comunidad. Entonces, ¿qué debo hacer? Apreciar en nuestras comunidades los dones y las cualidades de los demás, de nuestros hermanos. Y cuando surgen en mí los celos —porque surgen en todos, todos somos pecadores—, debo decir al Señor: «Gracias, Señor, porque has dado esto a aquella persona». Apreciar las cualidades, estar cerca y participar en el sufrimiento de los últimos y de los más necesitados; expresar la propia gratitud a todos. El corazón que sabe decir gracias es un corazón bueno, es un corazón noble, es un corazón que está contento. Os pregunto: ¿Todos nosotros sabemos decir gracias, siempre? No siempre porque la envidia y los celos nos frenan un poco. Y, por último, el consejo que el apóstol Pablo da a los corintios y que también nosotros debemos darnos unos a otros: no considerar a nadie superior a los demás. ¡Cuánta gente se siente superior a los demás! También nosotros, muchas veces decimos como el fariseo de la parábola: «Te doy gracias Señor porque no soy como aquel, soy superior». Pero esto no es bueno, no hay que hacerlo nunca. Y cuando estás por hacerlo, recuerda tus pecados, los que nadie conoce, avergüénzate ante Dios y dile: «Pero tú Señor, tú sabes quién es superior, yo cierro la boca». Esto hace bien. Y siempre en la caridad considerarse miembros unos de otros, que viven y se entregan en beneficio de todos (cf. 1 Cor 12–14).


Queridos hermanos y hermanas, como el profeta Ezequiel y como el apóstol Pablo, invocamos también nosotros al Espíritu Santo, para que su gracia y la abundancia de sus dones nos ayuden a vivir de verdad como cuerpo de Cristo, unidos, como familia, pero una familia que es el cuerpo de Cristo, y como signo visible y hermoso del amor de Cristo.


Saludos
Saludo a los peregrinos venidos de España, México, Panamá, Costa Rica, Argentina, Perú, Chile y otros países latinoamericanos. Queridos hermanos, invoquemos también nosotros al Espíritu Santo para que su gracia y la abundancia de sus dones nos ayuden a vivir de verdad como Cuerpo de Cristo y como signo visible y hermoso de su amor. Muchas gracias.

 
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Plaza de San Pedro
Miércoles 15 de octubre de 2014





Queridos hermanos y hermanas:


Durante este tiempo hemos hablado de la Iglesia, de nuestra santa madre Iglesia jerárquica, el pueblo de Dios en camino. Hoy queremos preguntarnos: al final, ¿qué será del pueblo de Dios? ¿Qué será de cada uno de nosotros? ¿Qué debemos esperar? El apóstol Pablo animaba a los cristianos de la comunidad de Tesalónica, que se planteaban estas mismas preguntas, y después de su argumentación decían estas palabras que están entre las más hermosas del Nuevo Testamento: «Y así estaremos siempre con el Señor» (1 Ts 4, 17). Son palabras sencillas, ¡pero con una densidad de esperanza tan grande! «Y así estaremos siempre con el Señor». ¿Creéis vosotros esto?... Me parece que no. ¿Creéis? ¿Lo repetimos juntos? ¿Tres veces?: «Y así estaremos siempre con el Señor». «Y así estaremos siempre con el Señor». «Y así estaremos siempre con el Señor». Es emblemático cómo en el libro del Apocalipsis Juan, retomando la intuición de los profetas, describe la dimensión última, definitiva, en los términos de la «nueva Jerusalén que descendía del cielo, de parte de Dios, preparada como una esposa que se ha adornado para su esposo» (Ap 21, 2). He aquí lo que nos espera. He aquí, entonces, quién es la Iglesia: es el pueblo de Dios que sigue al Señor Jesús y que se prepara día tras día para el encuentro con Él, como una esposa con su esposo. Y no es sólo un modo de decir: será una auténtica boda. Sí, porque Cristo, haciéndose hombre como nosotros y haciendo de todos nosotros una sola cosa con Él, con su muerte y su resurrección, se ha verdaderamente casado con nosotros y ha hecho de nosotros como pueblo su esposa. Y esto no es otra cosa más que la realización del designio de comunión y de amor tejido por Dios en el curso de toda la historia, la historia del pueblo de Dios y también la historia de cada uno de nosotros. Es el Señor quien lleva adelante esto.


Hay otro elemento, sin embargo, que nos anima ulteriormente y nos abre el corazón: Juan nos dice que en la Iglesia, esposa de Cristo, se hace visible la «nueva Jerusalén». Esto significa que la Iglesia, además de esposa, está llamada a convertirse en ciudad, símbolo por excelencia de la convivencia y la relacionalidad humana. ¡Qué hermoso es, entonces, ya poder contemplar, según otra imagen también sugestiva del Apocalipsis, a todas las gentes y a todos los pueblos reunidos juntos en esta ciudad, como en una tienda, «la tienda de Dios!» (cf. Ap 21, 3). Y en este marco glorioso ya no habrá aislamientos, prevaricaciones y distinciones de algún tipo —de naturaleza social, étnica o religiosa—, sino que seremos todos una sola cosa en Cristo.


En presencia de este escenario inaudito y maravilloso, nuestro corazón no puede dejar de sentirse confirmado con fuerza en la esperanza. Mirad, la esperanza cristiana no es sencillamente un deseo, un auspicio, no es optimismo: para un cristiano, la esperanza es espera, espera ferviente, apasionada de la realización última y definitiva de un misterio, el misterio del amor de Dios, en quien hemos renacido y en quien ya vivimos. Y es espera de alguien que está por llegar: es el Cristo Señor que se hace cada vez más cercano a nosotros, día tras día, y que viene a introducirnos finalmente en la plenitud de su comunión y de su paz. La Iglesia, entonces, tiene la tarea de mantener encendida y bien visible la lámpara de la esperanza, para que pueda seguir resplandeciendo como signo seguro de salvación e iluminando a toda la humanidad el sendero que conduce al encuentro con el rostro misericordioso de Dios.


Queridos hermanos y hermanas, he aquí, entonces, lo que esperamos: ¡que Jesús regrese! La Iglesia esposa espera a su esposo. Debemos, pues, preguntarnos con mucha sinceridad: ¿somos de verdad testigos luminosos y creíbles de esta espera, de esta esperanza? ¿Viven aún nuestras comunidades en el signo de la presencia del Señor Jesús y en la cálida espera de su venida, o bien se presentan cansadas, adormecidas, bajo el peso del agotamiento y de la resignación? ¿Corremos también nosotros el riesgo de agotar el aceite de la fe y el aceite de la alegría? ¡Estemos atentos!


Invoquemos a la Virgen María, madre de la esperanza y reina del cielo, para que nos mantenga siempre en una actitud de escucha y de espera, para poder ser ya ahora permeados por el amor de Cristo y participar un día en la alegría sin fin, en la plena comunión de Dios. No lo olvidéis, jamás olvidarlo: «Y así estaremos siempre con el Señor» (1 Ts 4, 17). ¿Lo repetimos? ¿Tres veces más? «Y así estaremos siempre con el Señor». «Y así estaremos siempre con el Señor». «Y así estaremos siempre con el Señor».


Saludos


Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, México, Costa Rica, Argentina y otros países latinoamericanos. Que María Santísima, Madre de la esperanza, nos enseñe a gustar ya desde ahora del amor de Cristo que un día se nos manifestará en plenitud. Muchas gracias.


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Plaza de San Pedro
Miércoles 8 de octubre de 2014





Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


En las últimas catequesis, buscamos destacar la naturaleza y la belleza de la Iglesia, y nos preguntamos qué implica para cada uno de nosotros formar parte de este pueblo, pueblo de Dios que es la Iglesia. No debemos, sin embargo, olvidar que son muchos los hermanos que comparten con nosotros la fe en Cristo, pero que pertenecen a otras confesiones o a tradiciones diferentes de la nuestra. Muchos se han resignado a esta división —también dentro de nuestra Iglesia católica se han resignado—, que en el curso de la historia ha sido a menudo causa de conflictos y sufrimientos, también de guerras y ¡esto es una vergüenza! También hoy, las relaciones no están siempre marcadas por el respeto y la cordialidad... Pero me pregunto: nosotros, ¿cómo nos situamos ante todo esto? ¿Estamos también nosotros resignados, si no hasta indiferentes a esta división? O bien ¿creemos firmemente que se puede y se debe caminar en la dirección de la reconciliación y de la plena comunión? La plena comunión, es decir, poder particiapar todos juntos en el cuerpo y la sangre de Cristo.


Las divisiones entre los cristianos, mientras hieren a la Iglesia, hieren a Cristo, y nosotros divididos provocamos una herida a Cristo: la Iglesia, en efecto, es el cuerpo del cual Cristo es la cabeza. Sabemos bien cuánto interesó a Jesús que sus discípulos permanecieran unidos en su amor. Basta pensar en sus palabras referidas en el capítulo diecisiete del Evangelio de san Juan, la oración dirigida al Padre en la inminencia de su pasión: «Padre Santo guárdalos en tu nombre, a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros» (Jn 17, 11). Esta unidad era ya amenazada cuando Jesús estaba aún entre los suyos: en el Evangelio, en efecto, se recuerda que los apóstoles discutían entre ellos sobre quién era el más grande, el más importante (cf. Lc 9, 46). El Señor, sin embargo, insistió mucho en la unidad en el nombre del Padre, haciéndonos entender que nuestro anuncio y nuestro testimonio serán tanto más creíbles cuanto más nosotros primero seamos capaces de vivir en comunión y amarnos. Es lo que después sus apóstoles, con la gracia del Espíritu Santo, comprendieron profundamente y tomaron en serio, de modo que san Pablo llegará a implorar a la comunidad de Corinto con estas palabras: «Os ruego, hermanos, en nombre de nuestro Señor Jesucristo, que digáis todos lo mismo y que no haya divisiones entre vosotros. Estad bien unidos con un mismo pensar y un mismo sentir» (1 Cor 1, 10).


Durante su camino en la historia, la Iglesia es tentada por el maligno, que busca dividirla, y lamentablemente ha estado marcada por separaciones graves y dolorosas. Son divisiones que a veces se han prolongado a lo largo del tiempo, hasta hoy, por lo que resulta ya difícil reconstruir todas sus motivaciones y sobre todo encontrar las posibles soluciones. Las razones que llevaron a las fracturas y a las separaciones pueden ser las más diversas: desde las divergencias sobre principios dogmáticos y morales y sobre concepciones teológicas y pastorales diferentes, los motivos políticos y de conveniencia, hasta las discusiones debidas a antipatías y ambiciones personales... Lo cierto es que, de un modo u otro, detrás de estas laceraciones está siempre la soberbia y el egoísmo, que son causa de todo desacuerdo y que nos hacen intolerantes, incapaces de escuchar y aceptar a quien tiene una visión o una postura diversa de la nuestra.


Ahora, ante todo esto, ¿hay algo que cada uno de nosotros, como miembros de la santa madre Iglesia, podemos y debemos hacer? Desde luego no debe faltar la oración, en continuidad y en comunión con la de Jesús, la oración por la unidad de los cristianos. Y junto con la oración, el Señor nos pide una apertura renovada: nos pide que no nos cerremos al diálogo y al encuentro, sino que acojamos todo lo que de válido y positivo se nos ofrece también de quien piensa diverso de nosotros o mantiene posturas diferentes. Nos pide que no fijemos la mirada sobre lo que nos divide, sino más bien sobre lo que nos une, buscando conocer mejor y amar a Jesús, y compartir la riqueza de su amor. Y esto implica concretamente la adhesión a la verdad, junto con la capacidad de perdonar, de sentirse parte de la misma familia, de considerarse un don el uno para el otro y hacer juntos muchas cosas buenas, y obras de caridad.


Es un dolor pero hay divisiones, existen cristianos divididos, estamos divididos entre nosotros. Pero todos tenemos algo en común: todos creemos en Jesucristo, el Señor. Todos creemos en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo, y todos caminamos juntos, estamos en camino. ¡Ayudémonos unos a otros! Pero tú la piensas así, tú la piensas así... En todas las comunidades hay buenos teólogos, que ellos discutan, que ellos busquen la verdad teológica porque es un deber, pero nosotros caminemos juntos, orando unos por otros y haciendo obras de caridad. Y así hagamos la comunión en camino. Esto se llama ecumenismo espiritual: caminar el camino de la vida todos juntos en nuestra fe, en Jesucristo el Señor. Se dice que no se puede hablar de cosas personales, pero no resisto la tentación. Estamos hablando de comunión... comunión entre nosotros. Y hoy estoy muy agradecido al Señor porque hoy son 70 años desde que hice la Primera Comunión. Pero hacer la primera comunión todos debemos saber que significa entrar en comunión con los demás, en comunión con los hermanos de nuestra Iglesia, pero también en comunión con todos los que pertenecen a comunidades diversas pero creen en Jesús. Agradezcamos al Señor por nuestro Bautismo, agradezcamos al Señor por nuestra comunión, y para que esta comunión termine siendo de todos, juntos.


Queridos amigos, sigamos adelante entonces hacia la plena unidad. La historia nos ha separado, pero estamos en camino hacia la reconciliación y la comunión. ¡Y esto es verdad! ¡Y esto tenemos que defenderlo! Todos estamos en camino hacia la comunión. Y cuando la meta nos parezca demasiado distante, casi inalcanzable, y nos veamos sorprendidos por el desaliento, que nos anime la idea de que Dios no puede hacer oídos sordos a la voz de su propio Hijo Jesús y no atender su oración y la nuestra, para que todos los cristianos sean verdaderamente una sola cosa.



Saludos


Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, Panamá, Argentina, Puerto Rico, México y otros países. Los invito a rogar al Señor para que todos lleguemos a ser en verdad una sola familia. Muchas gracias.


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Plaza de San Pedro
Miércoles 1° de octubre de 2014




Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Desde los inicios el Señor colmó a la Iglesia con los dones de su Espíritu, haciéndola así cada vez más viva y fecunda con los dones del Espíritu Santo. Entre estos dones se destacan algunos que resultan particularmente preciosos para la edificación y el camino de la comunidad cristiana: se trata de los carismas. En esta catequesis queremos preguntarnos: ¿qué es exactamente un carisma? ¿Cómo podemos reconocerlo y acogerlo? Y sobre todo: el hecho de que en la Iglesia exista una diversidad y una multiplicidad de carismas, ¿se debe mirar en sentido positivo, como algo hermoso, o bien como un problema?


En el lenguaje común, cuando se habla de «carisma», se piensa a menudo en un talento, una habilidad natural. Se dice: «Esta persona tiene un carisma especial para enseñar. Es un talento que tiene». Así, ante una persona particularmente brillante y atrayente, se acostumbra decir: «Es una persona carismática». «¿Qué significa?». «No lo sé, pero es carismática». Y decimos así. No sabemos lo que decimos, pero lo decimos: «Es carismática». En la perspectiva cristiana, sin embargo, el carisma es mucho más que una cualidad personal, que una predisposición de la cual se puede estar dotados: el carisma es una gracia, un don concedido por Dios Padre, a través de la acción del Espíritu Santo. Y es un don que se da a alguien no porque sea mejor que los demás o porque se lo haya merecido: es un regalo que Dios le hace para que con la misma gratuidad y el mismo amor lo ponga al servicio de toda la comunidad, para el bien de todos. Hablando de modo un poco humano, se dice así: «Dios da esta cualidad, este carisma a esta persona, pero no para sí, sino para que esté al servicio de toda la comunidad». Hoy, antes de llegar a la plaza me encontré con muchos niños discapacitados en el aula Pablo VI. Eran numerosos y estaban con una asociación que se dedica a la atención de estos niños. ¿Qué es? Esta asociación, estas personas, estos hombres y estas mujeres, tienen el carisma de atender a los niños discapacitados. ¡Esto es un carisma!


Una cosa importante que se debe destacar inmediatamente es el hecho de que uno no puede comprender por sí solo si tiene un carisma, y cuál es. Muchas veces hemos escuchado a personas que dicen: «Yo tengo esta cualidad, yo sé cantar muy bien». Y nadie tiene el valor de decir: «Es mejor que te calles, porque nos atormentas a todos cuando cantas». Nadie puede decir: «Yo tengo este carisma». Es en el seno de la comunidad donde brotan y florecen los dones con los cuales nos colma el Padre; y es en el seno de la comunidad donde se aprende a reconocerlos como un signo de su amor por todos sus hijos. Cada uno de nosotros, entonces, puede preguntarse: «¿Hay algún carisma que el Señor hizo brotar en mí, en la gracia de su Espíritu, y que mis hermanos, en la comunidad cristiana, han reconocido y alentado? ¿Y cómo me comporto respecto a este don: lo vivo con generosidad, poniéndolo al servicio de todos, o lo descuido y termino olvidándome de él? ¿O tal vez se convierte en mí en motivo de orgullo, de modo que siempre me lamento de los demás y pretendo que en la comunidad se hagan las cosas a mi estilo?». Son preguntas que debemos hacernos: si hay un carisma en mí, si este carisma lo reconoce la Iglesia, si estoy contento con este carisma o tengo un poco de celos de los carismas de los demás, si quería o quiero tener ese carisma. El carisma es un don: sólo Dios lo da.


La experiencia más hermosa, sin embargo, es descubrir con cuántos carismas distintos y con cuántos dones de su Espíritu el Padre colma a su Iglesia. Esto no se debe mirar como un motivo de confusión, de malestar: son todos regalos que Dios hace a la comunidad cristiana para que pueda crecer armoniosa, en la fe y en su amor, como un solo cuerpo, el cuerpo de Cristo. El mismo Espíritu que da esta diferencia de carismas, construye la unidad de la Iglesia. Es siempre el mismo Espíritu. Ante esta multiplicidad de carismas, por lo tanto, nuestro corazón debe abrirse a la alegría y debemos pensar: «¡Qué hermosa realidad! Muchos dones diversos, porque todos somos hijos de Dios y todos somos amados de modo único». Atención, entonces, si estos dones se convierten en motivo de envidia, de división, de celos. Como lo recuerda el apóstol Pablo en su Primera Carta a los Corintios, en el capítulo 12, todos los carismas son importantes ante los ojos de Dios y, al mismo tiempo, ninguno es insustituible. Esto quiere decir que en la comunidad cristiana tenemos necesidad unos de otros, y cada don recibido se realiza plenamente cuando se comparte con los hermanos, para el bien de todos. ¡Esta es la Iglesia! Y cuando la Iglesia, en la variedad de sus carismas, se expresa en la comunión, no puede equivocarse: es la belleza y la fuerza del sensus fidei, de ese sentido sobrenatural de la fe, que da el Espíritu Santo a fin de que, juntos, podamos entrar todos en el corazón del Evangelio y aprender a seguir a Jesús en nuestra vida.


Hoy la Iglesia festeja la conmemoración de santa Teresa del Niño Jesús. Esta santa, que murió a los 24 años y amaba mucho a la Iglesia, quería ser misionera, pero quería tener todos los carismas, y decía: «Yo quisiera hacer esto, esto y esto», quería todos los carismas. Y rezando descubrió que su carisma era el amor. Y dijo esta hermosa frase: «En el corazón de la Iglesia yo seré el amor». Y este carisma lo tenemos todos: la capacidad de amar. Pidamos hoy a santa Teresa del Niño Jesús esta capacidad de amar mucho a la Iglesia, de amarla mucho, y aceptar todos los carismas con este amor de hijos de la Iglesia, de nuestra santa madre Iglesia jerárquica.
 

Saludos



Saludo a los peregrinos de lengua española, venidos de tantos países. Saludo asimismo a Monseñor Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei, así como a los fieles de la Prelatura aquí presentes para dar gracias a Dios por la beatificación de Monseñor Álvaro del Portillo. Que la intercesión y el ejemplo del nuevo beato les ayude a responder con generosidad al llamado de Dios a la santidad y al apostolado en la vida ordinaria, al servicio de la Iglesia y de la humanidad entera. Muchas gracias y que Dios los bendiga.


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