miércoles, 5 de noviembre de 2014

FRANCISCO: Discursos de Octubre (31, 30, 28, 27, 24, 20, 18, 6, 4, 3 [2] y 2 [3])

DISCURSOS DEL PAPA FRANCISCO
OCTUBRE 2014 


 A LOS MIEMBROS DE LA FRATERNIDAD CATÓLICA
DE LAS COMUNIDADES Y ASOCIACIONES CARISMÁTICAS DE ALIANZA

 

Aula Pablo VI
Viernes 31 de octubre de 2014


Queridos hermanos y hermanas, ¡bienvenidos!


Os agradezco vuestra acogida y os saludo a todos con afecto. Sé que la Catholic Fraternity ya tuvo el encuentro con el ejecutivo y el consejo, y que esta tarde comenzaréis la xvi Conferencia internacional con el querido padre Raniero.


Habéis tenido la amabilidad de enviarme el programa, y veo que cada encuentro inicia con el discurso que dirigí a la Renovación Carismática con ocasión del encuentro en el estadio olímpico el pasado mes de junio.


Ante todo, quiero felicitaros porque habéis comenzado lo que en aquel momento era un deseo. Desde hace casi dos meses la Catholic Fraternity y el iccrs comenzaron a trabajar compartiendo la misma oficina en el palacio san Calixto, dentro del «Arca de Noé». Soy consciente de que no debe haber sido fácil tomar esta decisión, y os agradezco de corazón este testimonio de unidad, esta corriente de Gracia que estáis dando a todo el mundo.


Quiero profundizar algunos temas que considero importantes.


Unidad en la diversidad. La uniformidad no es católica, no es cristiana. La unidad en la diversidad. La unidad católica es diversa, pero es una. ¡Es curioso! El mismo que hace la diversidad, es el mismo que después hace la unidad: el Espíritu Santo. Hace las dos cosas: unidad en la diversidad. La unidad no es uniformidad, no es hacer obligatoriamente todo junto, ni pensar del mismo modo, ni mucho menos perder la identidad. La unidad en la diversidad es precisamente lo contrario, es reconocer y aceptar con alegría los diferentes dones que el Espíritu Santo da a cada uno, y ponerlos al servicio de todos en la Iglesia.


Hoy, en el pasaje del Evangelio que hemos leído en la misa, estaba esta uniformidad de esos hombres apegados a la letra: «No se debe hacer así…», hasta tal punto que el Señor tuvo que preguntar: «Dime, ¿se puede hacer el bien el sábado, o no?». Este es el peligro de la uniformidad. La unidad es saber escuchar, aceptar las diferencias, tener la libertad de pensar diversamente, y manifestarlo. Con todo respeto hacia el otro, que es mi hermano. ¡No tengáis miedo de las diferencias! Como dije en la exhortación Evangelii gaudium: «El modelo no es la esfera, que no es superior a las partes, donde cada punto es equidistante del centro y no hay diferencias entre unos y otros. El modelo es el poliedro, que refleja la confluencia de todas las parcialidades que en él conservan su originalidad» (n. 236) pero construyen la unidad.


Vi en el opúsculo, en el que están los nombres de las Comunidades, que la frase que habéis elegido para poner al comienzo es la que dice: «…compartir con todos en la Iglesia el Bautismo en el Espíritu Santo». La Iglesia tiene necesidad del Espíritu Santo, ¡faltaría más! Todo cristiano, en su vida, tiene necesidad de abrir su corazón a la acción santificadora del Espíritu Santo. El Espíritu, prometido por el Padre, es aquel que nos revela a Jesucristo, que nos da la posibilidad de decir: Jesús. Sin el Espíritu, no podríamos decirlo. Él revela a Jesucristo, nos conduce al encuentro personal con Él, y así cambia nuestra vida. Una pregunta: ¿Vivís esta experiencia? ¡Compartidla! Y para compartirla, es necesario vivirla, ser testigos de esto.


El tema que habéis elegido para el Congreso es «Alabanza y adoración para una nueva evangelización». De esto hablará el padre Raniero, maestro de oración. La alabanza es la inspiración que nos da vida, porque es la intimidad con Dios, que aumenta con la alabanza cada día. Hace tiempo escuché este ejemplo, que me parece muy apropiado: la respiración para el ser humano. La respiración está constituida por dos fases: inspirar, es decir, introducir aire, y espirar, dejarlo salir. La vida espiritual se alimenta, se nutre de la oración y se manifiesta en la misión: inspiración, la oración y espiración. Cuando inspiramos, en la oración, recibimos el aire nuevo del Espíritu, y, al espirarlo, anunciamos a Jesucristo, suscitado por el mismo Espíritu.


Nadie puede vivir sin respirar. Lo mismo es para el cristiano: sin la alabanza y sin la misión, no vive como cristiano. Y con la alabanza, la adoración. Se habla de adorar, se habla poco. «¿Qué se hace en la oración?». «Pido cosas a Dios, doy gracias, se intercede…». La adoración, adorar a Dios. Esto es parte de la respiración: la alabanza y la adoración.


La Renovación Carismática recordó a la Iglesia la necesidad y la importancia de la oración de alabanza. Cuando se habla de oración de alabanza en la Iglesia vienen a la memoria los carismáticos. Cuando hablé de la oración de alabanza durante una misa en Santa Marta, dije que no es sólo la oración de los carismáticos, sino de toda la Iglesia. Es el reconocimiento del señorío de Dios sobre nosotros y sobre toda la creación, expresado en la danza, en la música y en el canto.


Ahora quiero retomar algunos pasajes significativos de aquella homilía: «La oración de alabanza es una oración cristiana, para todos nosotros. En la misa, todos los días, cuando cantamos repitiendo “Santo, Santo, Santo...”, esta es una oración de alabanza, alabamos a Dios por su grandeza, porque es grande. Y le decimos cosas hermosas, porque a nosotros nos gusta que sea así... La oración de alabanza nos hace fecundos. Sara bailaba en el momento grande de su fecundidad, a los noventa años. La fecundidad alaba al Señor. El hombre o la mujer que alaba al Señor, que reza alabando al Señor —y cuando lo hace es feliz de decirlo—, y goza cuando canta el Sanctus en la misa, es un hombre o una mujer fecundos. Pensemos cuán hermoso es hacer oraciones de alabanza. Esta debe ser nuestra oración de alabanza, y, cuando la elevamos al Señor, debemos decir a nuestro corazón: “Levántate corazón, porque estás ante el rey de la gloria”» (Misa en Santa Marta, 28 de enero de 2014).


Junto con la oración de alabanza, la oración de intercesión es hoy un clamor al Padre por nuestros hermanos cristianos perseguidos y asesinados, y por la paz en nuestro mundo conmocionado.


Alabad siempre al Señor, no dejéis de hacerlo, alabadlo cada vez más, incesantemente. Me hablaron de grupos de oración de la Renovación Carismática que rezan juntos el rosario. La oración a la Virgen no debe faltar jamás, ¡jamás! Pero cuando os reunáis, alabad al Señor.


Veo entre vosotros a un querido amigo, el pastor Giovanni Traettino, a quien visité hace poco. Catholic Fraternity: No olvides tus orígenes, no olvides que la Renovación Carismática es, por su misma naturaleza, ecuménica. Sobre este tema el beato Pablo vi, en su magnífica y actualísima exhortación sobre la evangelización, dice: «…la fuerza de la evangelización quedará muy debilitada si los que anuncian el Evangelio están divididos entre sí por tantas clases de rupturas. ¿No estará quizás ahí hoy uno de los grandes males de la evangelización? El testamento espiritual del Señor nos dice que la unidad entre sus seguidores no es solamente la prueba de que somos suyos, sino también la prueba de que Él es el enviado del Padre, criterio de credibilidad de los cristianos y del mismo Cristo. Sí, la suerte de la evangelización está ciertamente vinculada al testimonio de unidad dado por la Iglesia. He aquí una fuente de responsabilidad, pero también de consuelo» (Evangelii nuntiandi, 77). Hasta aquí, el beato Pablo VI.


Ecumenismo espiritual, rezar juntos y anunciar juntos que Jesús es el Señor, y obrar juntos en ayuda de los pobres, en todas sus pobrezas. Esto se debe hacer, y no olvidar que hoy la sangre de Jesús, derramada por sus numerosos mártires cristianos en diversas partes del mundo, nos interpela y nos impulsa a la unidad. Para los perseguidores, nosotros no estamos divididos, no somos luteranos, ortodoxos, evangélicos, católicos... ¡No! ¡Somos uno! Para los perseguidores, somos cristianos. No les interesa otra cosa. Es el ecumenismo de la sangre que se vive hoy.


Recordadlo: buscad la unidad, que es obra del Espíritu Santo, y no temáis la diversidad. La respiración del cristiano, que deja entrar el aire siempre nuevo del Espíritu Santo y lo espira al mundo. Oración de alabanza y misión. Compartid el bautismo en el Espíritu Santo con todos en la Iglesia. Ecumenismo espiritual y ecumenismo de la sangre. La unidad del Cuerpo de Cristo. Preparad a la Esposa para el Esposo que viene. Una sola Esposa. Todos (cf. Ap 22, 17).


Por último, una mención especial, además de mi agradecimiento, para todos estos jóvenes músicos que vienen del norte de Brasil y que han tocado al inicio; espero que sigan tocando un poco más. Me han recibido con mucho afecto con el canto «Vive Jesús, el Señor». Sé que han preparado algo más, y os invito a todos a escucharlos antes de saludarnos. Gracias.


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A UNA DELEGACIÓN DE LA CONFERENCIA INTERNACIONAL
DE OBISPOS VETEROCATÓLICOS DE LA UNIÓN DE UTRECHT



Jueves 30 de octubre de 2014
  
 
 
Vuestra Gracia,
eminencia,
excelencias:


Dirijo mi cordial saludo a los miembros de la Conferencia de los obispos veterocatólicos de la Unión de Utrecht. Vuestra visita nos ofrece una ocasión proficua para reflexionar sobre nuestro viaje ecuménico común.


Este año se celebra el quincuagésimo aniversario de la promulgación del decreto sobre el ecumenismo del Concilio Vaticano II, Unitatis redintegratio, que inauguró una nueva era de relaciones ecuménicas y de compromiso en la búsqueda de la unidad de los discípulos de Cristo. Para todos nosotros, el trabajo de la Comisión internacional de diálogo católica-veterocatólica desempeña un papel significativo en la búsqueda de una creciente fidelidad a la oración del Señor «que todos sean uno» (Jn 17, 21). Fue posible construir puentes de entendimiento recíproco y de cooperación práctica. Se realizaron acuerdos y detectaron diferencias de manera cada vez más precisas, situándolas en contextos nuevos.


Si, por una parte, nos alegramos cada vez que podemos realizar ulteriores pasos hacia una comunión más firme de fe y de vida, por otra, nos entristecemos al tomar conciencia de los nuevos desacuerdos que surgieron entre nosotros en el curso de los años. Las cuestiones eclesiológicas y teológicas que acompañaron nuestra separación son ahora más difíciles de superar por causa de nuestra creciente distancia sobre temas concernientes al ministerio y al discernimiento ético.


El desafío que católicos y veterocatólicos tienen que afrontar es, por consiguiente, el de perseverar en un diálogo teológico sustancial y continuar caminando juntos, rezando juntos y trabajando juntos con un espíritu más profundo de conversión a todo lo que Cristo quiere para su Iglesia. En nuestra separación existieron, por ambas partes, pecados graves y debilidades humanas. Con un espíritu de mutuo perdón y de humilde arrepentimiento, ahora necesitamos fortalecer nuestro deseo de reconciliación y de paz. El camino hacia la unidad inicia con una conversión del corazón, con una conversión interior (cf. Unitatis redintegratio, 4). Es un viaje espiritual desde el encuentro a la amistad, de la amistad a la fraternidad, de la fraternidad a la comunión. A lo largo del recorrido, el cambio es inevitable. Tenemos que estar siempre dispuestos a escuchar y seguir las sugerencias del Espíritu que nos guía hacia la verdad plena (cf. Jn 16, 13).


Mientras tanto, en el corazón de Europa, tan confundida acerca de su identidad y su vocación, existen muchas zonas en las que católicos y veterocatólicos pueden colaborar, tratando de responder a la profunda crisis espiritual que afecta a los individuos y a la sociedad. Hay sed de Dios. Hay un profundo deseo de redescubrir el sentido de la vida. Y hay una urgente necesidad de dar un testimonio creíble de las verdades y de los valores del Evangelio. En esto podemos apoyarnos y alentarnos mutuamente, sobre todo a nivel de parroquias y de comunidades locales. En efecto, el alma del ecumenismo consiste en la «conversión del corazón» y en la «santidad de vida, juntamente con las oraciones privadas y públicas por la unidad de los cristianos» (Unitatis redintegratio, 8). Orando unos por otros y unos con otros, nuestras diferencias serán aceptadas y superadas en la fidelidad al Señor y a su Evangelio.


Soy consciente del hecho que el «santo propósito de reconciliar a todos los cristianos en la unidad de la única Iglesia de Jesucristo excede las fuerzas y la capacidad humana» (Ibid., 24). Nuestra esperanza reside en la oración de Cristo mismo por la Iglesia. Adentrémonos entonces aún más profundamente en esta oración, de modo que nuestros esfuerzos estén siempre sostenidos y guiados por la gracia divina.


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A LOS PARTICIPANTES EN EL ENCUENTRO MUNDIAL DE MOVIMIENTOS POPULARES

Palacio Apostólico Vaticano
Aula Vieja del Sínodo
Martes 28 de octubre de 2014


Buenos días de nuevo, estoy contento de estar entre ustedes, además les digo una confidencia, es la primera vez que bajo acá, nunca había venido. Como les decía, tengo mucha alegría y les doy una calurosa bienvenida.


Gracias por haber aceptado esta invitación para debatir tantos graves problemas sociales que aquejan al mundo hoy, ustedes que sufren en carne propia la desigualdad y la exclusión. Gracias al Cardenal Turkson por su acogida. Gracias, Eminencia, por su trabajo y sus palabras.


Este encuentro de Movimientos Populares es un signo, es un gran signo: vinieron a poner en presencia de Dios, de la Iglesia, de los pueblos, una realidad muchas veces silenciada. 
¡Los pobres no sólo padecen la injusticia sino que también luchan contra ella!


No se contentan con promesas ilusorias, excusas o coartadas. Tampoco están esperando de brazos cruzados la ayuda de ONGs, planes asistenciales o soluciones que nunca llegan o, si llegan, llegan de tal manera que van en una dirección o de anestesiar o de domesticar. Esto es medio peligroso. Ustedes sienten que los pobres ya no esperan y quieren ser protagonistas, se organizan, estudian, trabajan, reclaman y, sobre todo, practican esa solidaridad tan especial que existe entre los que sufren, entre los pobres, y que nuestra civilización parece haber olvidado, o al menos tiene muchas ganas de olvidar.


Solidaridad es una palabra que no cae bien siempre, yo diría que algunas veces la hemos transformado en una mala palabra, no se puede decir; pero es una palabra mucho más que algunos actos de generosidad esporádicos. Es pensar y actuar en términos de comunidad, de prioridad de vida de todos sobre la apropiación de los bienes por parte de algunos. También es luchar contra las causas estructurales de la pobreza, la desigualdad, la falta de trabajo, la tierra y la vivienda, la negación de los derechos sociales y laborales. Es enfrentar los destructores efectos del Imperio del dinero: los desplazamientos forzados, las emigraciones dolorosas, la trata de personas, la droga, la guerra, la violencia y todas esas realidades que muchos de ustedes sufren y que todos estamos llamados a transformar. La solidaridad, entendida, en su sentido más hondo, es un modo de hacer historia y eso es lo que hacen los movimientos populares.


Este encuentro nuestro no responde a una ideología. Ustedes no trabajan con ideas, trabajan con realidades como las que mencioné y muchas otras que me han contado… tienen los pies en el barro y las manos en la carne. ¡Tienen olor a barrio, a pueblo, a lucha! Queremos que se escuche su voz que, en general, se escucha poco. Tal vez porque molesta, tal vez porque su grito incomoda, tal vez porque se tiene miedo al cambio que ustedes reclaman, pero sin su presencia, sin ir realmente a las periferias, las buenas propuestas y proyectos que a menudo escuchamos en las conferencias internacionales se quedan en el reino de la idea, es mi proyecto.


No se puede abordar el escándalo de la pobreza promoviendo estrategias de contención que únicamente tranquilicen y conviertan a los pobres en seres domesticados e inofensivos. Qué triste ver cuando detrás de supuestas obras altruistas, se reduce al otro a la pasividad, se lo niega o peor, se esconden negocios y ambiciones personales: Jesús les diría hipócritas. Qué lindo es en cambio cuando vemos en movimiento a Pueblos, sobre todo, a sus miembros más pobres y a los jóvenes. Entonces sí se siente el viento de promesa que aviva la ilusión de un mundo mejor. Que ese viento se transforme en vendaval de esperanza. Ese es mi deseo.


Este encuentro nuestro responde a un anhelo muy concreto, algo que cualquier padre, cualquier madre quiere para sus hijos; un anhelo que debería estar al alcance de todos, pero hoy vemos con tristeza cada vez más lejos de la mayoría: tierra, techo y trabajo. Es extraño pero si hablo de esto para algunos resulta que el Papa es comunista.


No se entiende que el amor a los pobres está al centro del Evangelio. Tierra, techo y trabajo, eso por lo que ustedes luchan, son derechos sagrados. Reclamar esto no es nada raro, es la doctrina social de la Iglesia. Voy a detenerme un poco en cada uno de éstos porque ustedes los han elegido como consigna para este encuentro.

Tierra. Al inicio de la creación, Dios creó al hombre, custodio de su obra, encargándole de que la cultivara y la protegiera. Veo que aquí hay decenas de campesinos y campesinas, y quiero felicitarlos por custodiar la tierra, por cultivarla y por hacerlo en comunidad. Me preocupa la erradicación de tantos hermanos campesinos que sufren el desarraigo, y no por guerras o desastres naturales. El acaparamiento de tierras, la desforestación, la apropiación del agua, los agrotóxicos inadecuados, son algunos de los males que arrancan al hombre de su tierra natal. Esta dolorosa separación, que no es sólo física, sino existencial y espiritual, porque hay una relación con la tierra que está poniendo a la comunidad rural y su peculiar modo de vida en notoria decadencia y hasta en riesgo de extinción.


La otra dimensión del proceso ya global es el hambre. Cuando la especulación financiera condiciona el precio de los alimentos tratándolos como a cualquier mercancía, millones de personas sufren y mueren de hambre. Por otra parte se desechan toneladas de alimentos. Esto constituye un verdadero escándalo. El hambre es criminal, la alimentación es un derecho inalienable. Sé que algunos de ustedes reclaman una reforma agraria para solucionar alguno de estos problemas, y déjenme decirles que en ciertos países, y acá cito el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, “la reforma agraria es además de una necesidad política, una obligación moral” (CDSI, 300).


No lo digo solo yo, está en el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia. Por favor, sigan con la lucha por la dignidad de la familia rural, por el agua, por la vida y para que todos puedan beneficiarse de los frutos de la tierra.


Segundo, Techo. Lo dije y lo repito: una casa para cada familia. Nunca hay que olvidarse que Jesús nació en un establo porque en el hospedaje no había lugar, que su familia tuvo que abandonar su hogar y escapar a Egipto, perseguida por Herodes. Hoy hay tantas familias sin vivienda, o bien porque nunca la han tenido o bien porque la han perdido por diferentes motivos. Familia y vivienda van de la mano. Pero, además, un techo, para que sea hogar, tiene una dimensión comunitaria: y es el barrio… y es precisamente en el barrio donde se empieza a construir esa gran familia de la humanidad, desde lo más inmediato, desde la convivencia con los vecinos. Hoy vivimos en inmensas ciudades que se muestran modernas, orgullosas y hasta vanidosas. Ciudades que ofrecen innumerables placeres y bienestar para una minoría feliz… pero se le niega el techo a miles de vecinos y hermanos nuestros, incluso niños, y se los llama, elegantemente, “personas en situación de calle”. Es curioso como en el mundo de las injusticias, abundan los eufemismos. No se dicen las palabras con la contundencia y la realidad se busca en el eufemismo. Una persona, una persona segregada, una persona apartada, una persona que está sufriendo la miseria, el hambre, es una persona en situación de calle: palabra elegante ¿no? Ustedes busquen siempre, por ahí me equivoco en alguno, pero en general, detrás de un eufemismo hay un delito.


Vivimos en ciudades que construyen torres, centros comerciales, hacen negocios inmobiliarios… pero abandonan a una parte de sí en las márgenes, las periferias. ¡Cuánto duele escuchar que a los asentamientos pobres se los margina o, peor, se los quiere erradicar! Son crueles las imágenes de los desalojos forzosos, de las topadoras derribando casillas, imágenes tan parecidas a las de la guerra. Y esto se ve hoy.


Ustedes saben que en las barriadas populares donde muchos de ustedes viven subsisten valores ya olvidados en los centros enriquecidos. Los asentamientos están bendecidos con una rica cultura popular: allí el espacio público no es un mero lugar de tránsito sino una extensión del propio hogar, un lugar donde generar vínculos con los vecinos. Qué hermosas son las ciudades que superan la desconfianza enfermiza e integran a los diferentes y que hacen de esa integración un nuevo factor de desarrollo. Qué lindas son las ciudades que, aun en su diseño arquitectónico, están llenas de espacios que conectan, relacionan, favorecen el reconocimiento del otro. Por eso, ni erradicación ni marginación: Hay que seguir en la línea de la integración urbana. Esta palabra debe desplazar totalmente a la palabra erradicación, desde ya, pero también esos proyectos que pretenden barnizar los barrios pobres, aprolijar las periferias y maquillar las heridas sociales en vez de curarlas promoviendo una integración auténtica y respetuosa. Es una especie de arquitectura de maquillaje ¿no? Y va por ese lado. Sigamos trabajando para que todas las familias tengan una vivienda y para que todos los barrios tengan una infraestructura adecuada (cloacas, luz, gas, asfalto, y sigo: escuelas, hospitales o salas de primeros auxilios, club deportivo y todas las cosas que crean vínculos y que unen, acceso a la salud –lo dije- y a la educación y a la seguridad en la tenencia.


Tercero, Trabajo. No existe peor pobreza material - me urge subrayarlo-, no existe peor pobreza material, que la que no permite ganarse el pan y priva de la dignidad del trabajo. El desempleo juvenil, la informalidad y la falta de derechos laborales no son inevitables, son resultado de una previa opción social, de un sistema económico que pone los beneficios por encima del hombre, si el beneficio es económico, sobre la humanidad o sobre el hombre, son efectos de una cultura del descarte que considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo, que se puede usar y luego tirar.


Hoy, al fenómeno de la explotación y de la opresión se le suma una nueva dimensión, un matiz gráfico y duro de la injusticia social; los que no se pueden integrar, los excluidos son desechos, “sobrantes”. Esta es la cultura del descarte y sobre esto quisiera ampliar algo que no tengo escrito pero se me ocurre recordarlo ahora. Esto sucede cuando al centro de un sistema económico está el dios dinero y no el hombre, la persona humana. Sí, al centro de todo sistema social o económico tiene que estar la persona, imagen de Dios, creada para que fuera el dominador del universo. Cuando la persona es desplazada y viene el dios dinero sucede esta trastocación de valores.


Y, para graficar, recuerdo una enseñanza de alrededor del año 1200. Un rabino judío explicaba a sus feligreses la historia de la torre de babel y entonces contaba cómo, para construir esta torre de babel, había que hacer mucho esfuerzo, había que fabricar los ladrillos, para fabricar los ladrillos había que hacer el barro y traer la paja, y amasar el barro con la paja, después cortarlo en cuadrado, después hacerlo secar, después cocinarlo, y cuando ya estaban cocidos y fríos, subirlos para ir construyendo la torre.


Si se caía un ladrillo, era muy caro el ladrillo con todo este trabajo, si se caía un ladrillo era casi una tragedia nacional. Al que lo dejaba caer lo castigaban o lo suspendían o no sé lo que le hacían, y si caía un obrero no pasaba nada. Esto es cuando la persona está al servicio del dios dinero y esto lo contaba un rabino judío, en el año 1200 explicaba estas cosas horribles.


Y respecto al descarte también tenemos que ser un poco atentos a lo que sucede en nuestra sociedad. Estoy repitiendo cosas que he dicho y que están en la Evangelii Gaudium. Hoy día, se descartan los chicos porque el nivel de natalidad en muchos países de la tierra ha disminuido o se descartan los chicos por no tener alimentación o porque se les mata antes de nacer, descarte de niños.


Se descartan los ancianos, porque, bueno, no sirven, no producen, ni chicos ni ancianos producen, entonces con sistemas más o menos sofisticados se les va abandonando lentamente, y ahora, como es necesario en esta crisis recuperar un cierto equilibrio, estamos asistiendo a un tercer descarte muy doloroso, el descarte de los jóvenes. Millones de jóvenes, yo no quiero decir la cifra porque no la sé exactamente y la que leí me parece un poco exagerada, pero millones de jóvenes descartados del trabajo, desocupados.


En los países de Europa, y estas si son estadísticas muy claras, acá en Italia, pasó un poquitito del 40% de jóvenes desocupados; ya saben lo que significa 40% de jóvenes, toda una generación, anular a toda una generación para mantener el equilibrio. En otro país de Europa está pasando el 50% y en ese mismo país del 50%, en el sur, el 60%, son cifras claras, óseas del descarte. Descarte de niños, descarte de ancianos, que no producen, y tenemos que sacrificar una generación de jóvenes, descarte de jóvenes, para poder mantener y reequilibrar un sistema en el cual en el centro está el dios dinero y no la persona humana.


Pese a esto, a esta cultura del descarte, a esta cultura de los sobrantes, tantos de ustedes, trabajadores excluidos, sobrantes para este sistema, fueron inventando su propio trabajo con todo aquello que parecía no poder dar más de sí mismo… pero ustedes, con su artesanalidad, que les dio Dios… con su búsqueda, con su solidaridad, con su trabajo comunitario, con su economía popular, lo han logrado y lo están logrando…. Y déjenme decírselo, eso además de trabajo, es poesía. Gracias.


Desde ya, todo trabajador, esté o no esté en el sistema formal del trabajo asalariado, tiene derecho a una remuneración digna, a la seguridad social y a una cobertura jubilatoria. Aquí hay cartoneros, recicladores, vendedores ambulantes, costureros, artesanos, pescadores, campesinos, constructores, mineros, obreros de empresas recuperadas, todo tipo de cooperativistas y trabajadores de oficios populares que están excluidos de los derechos laborales, que se les niega la posibilidad de sindicalizarse, que no tienen un ingreso adecuado y estable. Hoy quiero unir mi voz a la suya y acompañarlos en su lucha.


En este Encuentro, también han hablado de la Paz y de Ecología. Es lógico: no puede haber tierra, no puede haber techo, no puede haber trabajo si no tenemos paz y si destruimos el planeta. Son temas tan importantes que los Pueblos y sus organizaciones de base no pueden dejar de debatir. No pueden quedar sólo en manos de los dirigentes políticos. Todos los pueblos de la tierra, todos los hombres y mujeres de buena voluntad, tenemos que alzar la voz en defensa de estos dos preciosos dones: la paz y la naturaleza. La hermana madre tierra como la llamaba San Francisco de Asís.


Hace poco dije, y lo repito, que estamos viviendo la tercera guerra mundial pero en cuotas. Hay sistemas económicos que para sobrevivir deben hacer la guerra. Entonces se fabrican y se venden armas y, con eso los balances de las economías que sacrifican al hombre a los pies del ídolo del dinero, obviamente quedan saneados. Y no se piensa en los niños hambrientos en los campos de refugiados, no se piensa en los desplazamientos forzosos, no se piensa en las viviendas destruidas, no se piensa, desde ya, en tantas vidas segadas. Cuánto sufrimiento, cuánta destrucción, cuánto dolor. Hoy, queridos hermanas y hermanos, se levanta en todas las partes de la tierra, en todos los pueblos, en cada corazón y en los movimientos populares, el grito de la paz: ¡Nunca más la guerra!


Un sistema económico centrado en el dios dinero necesita también saquear la naturaleza, saquear la naturaleza, para sostener el ritmo frenético de consumo que le es inherente. El cambio climático, la pérdida de la biodiversidad, la desforestación ya están mostrando sus efectos devastadores en los grandes cataclismos que vemos, y los que más sufren son ustedes, los humildes, los que viven cerca de las costas en viviendas precarias o que son tan vulnerables económicamente que frente a un desastre natural lo pierden todo. Hermanos y hermanas: la creación no es una propiedad, de la cual podemos disponer a nuestro gusto; ni mucho menos, es una propiedad sólo de algunos, de pocos: la creación es un don, es un regalo, un don maravilloso que Dios nos ha dado para que cuidemos de él y lo utilicemos en beneficio de todos, siempre con respeto y gratitud. Ustedes quizá sepan que estoy preparando una encíclica sobre Ecología: tengan la seguridad que sus preocupaciones estarán presentes en ella. Les agradezco, aprovecho para agradecerles, la carta que me hicieron llegar los integrantes de la Vía Campesina, la Federación de Cartoneros y tantos otros hermanos al respecto.


Hablamos de la tierra, de trabajo, de techo… hablamos de trabajar por la paz y cuidar la naturaleza… Pero ¿por qué en vez de eso nos acostumbramos a ver cómo se destruye el trabajo digno, se desahucia a tantas familias, se expulsa a los campesinos, se hace la guerra y se abusa de la naturaleza? Porque en este sistema se ha sacado al hombre, a la persona humana, del centro y se lo ha reemplazado por otra cosa. Porque se rinde un culto idolátrico al dinero. Porque se ha globalizado la indiferencia, se ha globalizado la indiferencia: a mí ¿qué me importa lo que les pasa a otros mientras yo defienda lo mío? Porque el mundo se ha olvidado de Dios, que es Padre; se ha vuelto huérfano porque dejó a Dios de lado.


Algunos de ustedes expresaron: Este sistema ya no se aguanta. Tenemos que cambiarlo, tenemos que volver a llevar la dignidad humana al centro y que sobre ese pilar se construyan las estructuras sociales alternativas que necesitamos. Hay que hacerlo con coraje, pero también con inteligencia. Con tenacidad, pero sin fanatismo. Con pasión, pero sin violencia. Y entre todos, enfrentando los conflictos sin quedar atrapados en ellos, buscando siempre resolver las tensiones para alcanzar un plano superior de unidad, de paz y de justicia. Los cristianos tenemos algo muy lindo, una guía de acción, un programa, podríamos decir, revolucionario. Les recomiendo vivamente que lo lean, que lean las bienaventuranzas que están en el capítulo 5 de San Mateo y 6 de San Lucas, (cfr. Mt 5, 3 y Lc 6, 20) y que lean el pasaje de Mateo 25. Se lo dije a los jóvenes en Río de Janeiro, con esas dos cosas tienen el programa de acción.


Sé que entre ustedes hay personas de distintas religiones, oficios, ideas, culturas, países, continentes. Hoy están practicando aquí la cultura del encuentro, tan distinta a la xenofobia, la discriminación y la intolerancia que tantas veces vemos. Entre los excluidos se da ese encuentro de culturas donde el conjunto no anula la particularidad, el conjunto no anula la particularidad. Por eso a mí me gusta la imagen del poliedro, una figura geométrica con muchas caras distintas. El poliedro refleja la confluencia de todas las parcialidades que en él conservan la originalidad. Nada se disuelve, nada se destruye, nada se domina, todo se integra, todo se integra. Hoy también están buscando esa síntesis entre lo local y lo global. Sé que trabajan día tras día en lo cercano, en lo concreto, en su territorio, su barrio, su lugar de trabajo: los invito también a continuar buscando esa perspectiva más amplia, que nuestros sueños vuelen alto y abarquen el todo.


De ahí que me parece importante esa propuesta que algunos me han compartido de que estos movimientos, estas experiencias de solidaridad que crecen desde abajo, desde el subsuelo del planeta, confluyan, estén más coordinadas, se vayan encontrando, como lo han hecho ustedes en estos días. Atención, nunca es bueno encorsetar el movimiento en estructuras rígidas, por eso dije encontrarse, mucho menos es bueno intentar absorberlo, dirigirlo o dominarlo; movimientos libres tiene su dinámica propia, pero sí, debemos intentar caminar juntos. Estamos en este salón, que es el salón del Sínodo viejo, ahora hay uno nuevo, y sínodo quiere decir precisamente “caminar juntos”: que éste sea un símbolo del proceso que ustedes han iniciado y que están llevando adelante.


Los movimientos populares expresan la necesidad urgente de revitalizar nuestras democracias, tantas veces secuestradas por innumerables factores. Es imposible imaginar un futuro para la sociedad sin la participación protagónica de las grandes mayorías y ese protagonismo excede los procedimientos lógicos de la democracia formal. La perspectiva de un mundo de paz y justicia duraderas nos reclama superar el asistencialismo paternalista, nos exige crear nuevas formas de participación que incluya a los movimientos populares y anime las estructuras de gobierno locales, nacionales e internacionales con ese torrente de energía moral que surge de la incorporación de los excluidos en la construcción del destino común. Y esto con ánimo constructivo, sin resentimiento, con amor.


Yo los acompaño de corazón en ese camino. Digamos juntos desde el corazón: Ninguna familia sin vivienda, ningún campesino sin tierra, ningún trabajador sin derechos, ninguna persona sin la dignidad que da el trabajo.


Queridos hermanas y hermanos: sigan con su lucha, nos hacen bien a todos. Es como una bendición de humanidad. Les dejo de recuerdo, de regalo y con mi bendición, unos rosarios que fabricaron artesanos, cartoneros y trabajadores de la economía popular de América Latina.


Y en este acompañamiento rezo por ustedes, rezo con ustedes y quiero pedirle a nuestro Padre Dios que los acompañe y los bendiga, que los colme de su amor y los acompañe en el camino dándoles abundantemente esa fuerza que nos mantiene en pie: esa fuerza es la esperanza, la esperanza que no defrauda, gracias.



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SESIÓN PLENARIA DE LA ACADEMIA PONTIFICIA DE LAS CIENCIAS

INAUGURACIÓN DE UN BUSTO
EN HONOR DEL PAPA BENEDICTO XVI



Casina Pío IV
Lunes 27 de octubre de 2014



Señores cardenales,
queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
ilustres señoras y señores:


Mientras caía el velo del busto, que los académicos quisieron colocar en la sede de la Pontificia Academia de ciencias como signo de reconocimiento y gratitud, una emoción gozosa se hizo presente en mi alma. Este busto de Benedicto XVI recuerda a los ojos de todos la persona y el rostro del querido Papa Ratzinger. Recuerda también su espíritu: sus enseñanzas, sus ejemplos, sus obras, su devoción a la Iglesia, su actual vida «monástica». Este espíritu, lejos de disgregarse con el paso del tiempo, se presentará de generación en generación cada vez más grande y poderoso. Benedicto XVI: un gran Papa. Grande por la fuerza y penetración de su inteligencia, grande por su relevante aportación a la teología, grande por su amor a la Iglesia y a los seres humanos, grande por su virtud y su religiosidad. Como vosotros bien lo sabéis, su amor a la verdad no se limita a la teología y a la filosofía, sino que se abre a las ciencias. Su amor a la ciencia se extiende en la solicitud por los científicos, sin distinción de raza, nacionalidad, civilización, religión; solicitud por la Academia, desde que san Juan Pablo II lo nombró miembro. Él supo honrar a la Academia con su presencia y con su palabra, y ha nombrado a muchos de sus miembros, comprendido el actual presidente Werner Arber. Benedicto XVI, consciente de la importancia de la ciencia en la cultura moderna, invitó, por primera vez, a un presidente de esta Academia a participar en el Sínodo sobre la nueva evangelización. Cierto, de él no se podrá jamás decir que el estudio y la ciencia hayan vuelto árida su persona y su amor a Dios y al prójimo, sino al contrario, que la ciencia, la sabiduría y la oración han dilatado su corazón y su espíritu. Demos gracias a Dios por el don que hizo a la Iglesia y al mundo con la existencia y el pontificado del Papa Benedicto. Agradezco a todos aquellos que, generosamente, han hecho posible esta obra y este acto, de modo particular al autor del busto, el escultor Fernando Delia, a la familia Tua, y a todos los académicos. Deseo dar las gracias a todos vosotros que estáis aquí presentes para honrar a este gran Papa.


En la conclusión de vuestra sesión plenaria, queridos académicos, estoy feliz de poder expresar mi profunda estima y mi caluroso aliento para llevar adelante el progreso científico y la mejora de las condiciones de vida de la gente, especialmente de los más pobres.


Estáis afrontando el tema altamente complejo de la evolución del concepto de naturaleza. No entraré en absoluto, lo entendéis bien, en la complejidad científica de esta importante y decisiva cuestión. Quiero sólo destacar que Dios y Cristo caminan con nosotros y están presentes también en la naturaleza, como lo afirmó el apóstol Pablo en el discurso en el areópago: «Pues en Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17, 28). Cuando leemos en el Génesis el relato de la creación corremos el riesgo de imaginar que Dios haya sido un mago, con una varita mágica capaz de hacer todas las cosas. Pero no es así. Él creó los seres humanos y los dejó desarrollarse según las leyes internas que Él dio a cada uno, para que se desarrollase, para que llegase a la propia plenitud. Él dio autonomía a los seres del universo al mismo tiempo que les aseguró su presencia continua, dando el ser a cada realidad. Y así la creación siguió su ritmo durante siglos y siglos, milenios y milenios hasta que se convirtió en lo que conocemos hoy, precisamente porque Dios no es un demiurgo o un mago, sino el Creador que da el ser a todas las cosas. El inicio del mundo no es obra del caos que debe a otro su origen, sino que se deriva directamente de un Principio supremo que crea por amor. El Big-Bang, que hoy se sitúa en el origen del mundo, no contradice la intervención de un creador divino, sino que la requiere. La evolución de la naturaleza no se contrapone a la noción de creación, porque la evolución presupone la creación de los seres que evolucionan.


Respecto al hombre, hay un cambio y una novedad. Cuando, el sexto día del relato del Génesis, llega la creación del hombre, Dios da al ser humano otra autonomía, una autonomía distinta a la autonomía de la naturaleza, que es la libertad. Y dice al hombre que ponga nombre a todas las cosas y que siga adelante a lo largo de la historia. Lo hace responsable de la creación, para que domine la creación, para que la desarrolle y así hasta el fin de los tiempos. Así, pues, al científico, y sobre todo al científico cristiano, le corresponde la actitud de interrogarse acerca del futuro de la humanidad y de la tierra, y, como ser libre y responsable, cooperar a prepararlo, preservarlo, y a eliminar los riesgos del medio ambiente tanto naturales como humanos. Pero, al mismo tiempo, el científico debe estar movido por la confianza de que la naturaleza oculte, en sus mecanismos evolutivos, las potencialidades que corresponde a la inteligencia y a la libertad descubrir y poner en práctica para llegar al desarrollo que está en el designio del Creador. Entonces, por muy limitada que sea, la acción del hombre participa en el poder de Dios y es capaz de construir un mundo adecuado a su doble vida corpórea y espiritual; construir un mundo humano para todos los seres humanos y no para un grupo o una clase de privilegiados. Esta esperanza y confianza en Dios, autor de la naturaleza, y en la capacidad del espíritu humano son capaces de dar al investigador una energía nueva y una serenidad profunda. Pero es también verdad que la acción del hombre, cuando su libertad se convierte en autonomía —que no es libertad, sino autonomía— destruye la creación y el hombre ocupa el sitio del Creador. Y este es el grave pecado contra Dios Creador.


Os aliento a seguir vuestros trabajos y a realizar las felices iniciativas teóricas y prácticas en favor de los seres humanos que en todo ello os honran. Entrego ahora con alegría el distintivo, que monseñor Sánchez Sorondo dará a los nuevos miembros. Gracias.
  

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A UNA DELEGACIÓN DE LA "ORIENTALE LUMEN FOUNDATION"


Palacio Apostólico Vaticnao
Sala de los Papas
Viernes 24 de octubre de 2014
 

Queridos hermanos en Cristo:


Saludo con afecto a todos los participantes en la peregrinación ecuménica, promovida por la Orientale Lumen Foundation y guiada por el metropolita Kállistos de Diokleia, a quien agradezco sus palabras. En estos días vosotros hacéis una etapa aquí en Roma. Gracias por vuestra presencia.


Toda peregrinación cristiana no es sólo un itinerario geográfico, sino sobre todo la ocasión de un camino de renovación interior para ir cada vez más hacia Cristo Señor, «el que inició y completa nuestra fe» (Hb 12, 2). Estas dimensiones son absolutamente esenciales para avanzar también a lo largo del camino que lleva a la reconciliación y a la plena comunión entre todos los creyentes en Cristo. No existe un auténtico diálogo ecuménico sin la disponibilidad a una renovación interior y a la búsqueda de una mayor fidelidad a Cristo y a su voluntad.


Me complace saber que en esta peregrinación vuestra habéis elegido recordar a los Papas Juan XXIII y Juan Pablo II, que fueron canonizados el pasado mes de abril. Esta elección destaca sus grandes aportaciones al desarrollo de las relaciones cada vez más estrechas entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas. El ejemplo de estos dos santos es seguramente iluminador para todos nosotros, porque ellos han testimoniado siempre una pasión ardiente por la unidad de los cristianos, que brota de la escucha dócil de la voluntad del Señor, que en la última Cena rezó al Padre para que sus discípulos «sean uno» (Jn 17, 21). En este momento, deseo recordar solamente, entre las muchas cosas que se podrían mencionar, que san Juan XXIII, en el momento en que anunció la convocación del Concilio Vaticano II, indicó entre sus finalidades precisamente la unidad de los cristianos, y que san Juan Pablo II dio un notable impulso al compromiso ecuménico de la Iglesia católica con su carta encíclica Ut Unum Sint. Durante vuestra peregrinación a Roma, queridos hermanos, quisiera pediros que recéis también por mí, a fin de que, con la intercesión de estos dos santos predecesores míos, pueda desempeñar mi ministerio de obispo de Roma al servicio de la comunión y de la unidad de la Iglesia, siguiendo en todo la voluntad del Señor.


En los próximos días, vuestra peregrinación realizará una etapa en El Fanar, donde encontraréis al Patriarca ecuménico, Su Santidad Bartolomé I. Os pido que le transmitáis mis cordiales y fraternales saludos asegurando mi afecto y mi estima. Como sabéis, yo también me estoy preparando para visitar el Patriarcado ecuménico en noviembre próximo con ocasión de la fiesta del apóstol san Andrés, respondiendo a la amable invitación de Su Santidad Bartolomé i. La visita del obispo de Roma al Patriarcado ecuménico y el nuevo encuentro entre el Patriarca Bartolomé y mi persona serán signos del profundo vínculo que une a las sedes de Roma y de Constantinopla y del deseo de superar, en el amor y la verdad, lo obstáculos que aún nos separan.


Deseándoos una buena continuación en vuestra peregrinación con abundantes dones espirituales, os pido por favor que recéis por mí y de corazón os imparto mi bendición.


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PALABRAS DEL SANTO PADRE CONSISTORIO ORDINARIO PÚBLICO



Aula Nueva del Sínodo
Lunes 20 de octubre de 2014 



Eminencias,
queridos patriarcas y hermanos en el episcopado:


Al día siguiente de la clausura de la tercera Asamblea general extraordinaria del Sínodo de los obispos sobre la familia, he querido dedicar este Consistorio, además de algunas causas de canonización, a otra cuestión que me interesa mucho, o sea, Oriente Medio y, en especial, la situación de los cristianos en la región. Os agradezco vuestra presencia.


Nos une el deseo de paz y de estabilidad en Oriente Medio y la voluntad de favorecer la resolución de los conflictos a través del diálogo, la reconciliación y el compromiso político. Al mismo tiempo, queremos ofrecer la mayor ayuda posible a las comunidades cristianas para apoyar su permanencia en la región.


Como he tenido ocasión de reiterar en varias ocasiones, no podemos resignarnos a pensar en Oriente Medio sin los cristianos, que desde hace dos mil años testimonian allí el nombre de Jesús. Los últimos acontecimientos, sobre todo en Irak y en Siria, son muy preocupantes. 


Asistimos a un fenómeno de terrorismo de dimensiones antes inimaginables. Muchos hermanos nuestros son perseguidos y han tenido que dejar sus casas incluso de manera brutal. Parece que se ha perdido la consciencia del valor de la vida humana, parece que la persona no cuente y se pueda sacrificar por otros intereses. Y todo esto, lamentablemente, con la indiferencia de muchos.


Esta situación injusta requiere, además de nuestra constante oración, una adecuada respuesta también por parte de la comunidad internacional. Estoy seguro de que, con la ayuda del Señor, del encuentro de hoy surgirán reflexiones válidas y sugerencias para poder ayudar a nuestros hermanos que sufren y para salir también al encuentro del drama de la reducción de la presencia cristiana en la tierra donde nació y desde la que se difundió el cristianismo.


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CLAUSURA DE LA III ASAMBLEA GENERAL EXTRAORDINARIA DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS


Aula del Sínodo
Sábado 18 de octubre de 2014



Eminencias, beatitudes, excelencias, hermanos y hermanas:


Con un corazón lleno de agradecimiento y gratitud quiero agradecer, juntamente con vosotros, al Señor que, en los días pasados, nos ha acompañado y guiado con la luz del Espíritu Santo.


Doy las gracias de corazón al señor cardenal Lorenzo Baldisseri, secretario general del Sínodo, a monseñor Fabio Fabene, subsecretario, y con él agradezco al relator, cardenal Péter Erdő, que tanto ha trabajado en los días de luto familiar, al secretario especial, monseñor Bruno Forte, a los tres presidentes delegados, los escritores, los consultores, los traductores y los anónimos, todos aquellos que trabajaron con auténtica fidelidad detrás del telón y total entrega a la Iglesia y sin pausa: ¡muchas gracias!


Doy las gracias igualmente a todos vosotros, queridos padres sinodales, delegados fraternos, auditores, auditoras y asesores por vuestra participación activa y fructuosa. Os llevaré en la oración, pidiendo al Señor que os recompense con la abundancia de sus dones de gracia.


Podría decir serenamente que —con un espíritu de colegialidad y sinodalidad— hemos vivido de verdad una experiencia de «Sínodo», un itinerario solidario, un «camino juntos». Y habiendo sido «un camino» —y como todo camino hubo momentos de marcha veloz, casi queriendo ganar al tiempo y llegar lo antes posible a la meta; otros momentos de cansancio, casi queriendo decir basta; otros momentos de entusiasmo e ímpetu. Hubo momentos de profunda consolación escuchando los testimonios de auténticos pastores (cf. Jn 10 y can. 375, 386, 387) que llevan sabiamente en el corazón las alegrías y las lágrimas de sus fieles. Momentos de consolación y de gracia y de consuelo escuchando los testimonios de las familias que participaron en el Sínodo y compartieron con nosotros la belleza y la alegría de su vida matrimonial. Un camino donde el más fuerte sintió el deber de ayudar al menos fuerte, donde el más experto se dispuso a servir a los demás, incluso a través de la confrontación. Y puesto que es un camino de hombres, con las consolaciones hubo también otros momentos de desolación, de tensión y de tentaciones, de las cuales se podría mencionar alguna posibilidad:


—una: la tentación del endurecimiento hostil, es decir, el querer cerrarse dentro de lo escrito (la letra) y no dejarse sorprender por Dios, por el Dios de las sorpresas (el espíritu); dentro de la ley, dentro de la certeza de lo que conocemos y no de lo que debemos aún aprender y alcanzar. Desde los tiempos de Jesús, es la tentación de los celantes, los escrupulosos, los diligentes y de los así llamados —hoy— «tradicionalistas», y también de los intelectualistas.


—La tentación del buenismo destructivo, que en nombre de una misericordia engañadora venda las heridas sin antes curarlas y medicarlas; que trata los síntomas y no las causas y las raíces. Es la tentación de los «buenistas», de los temerosos y también de los así llamados «progresistas y liberales».


—La tentación de transformar la piedra en pan para romper un ayuno largo, pesado y doloroso (cf. Lc 4, 1-4), y también de transformar el pan en piedra y tirarla contra los pecadores, los débiles y los enfermos (cf. Jn 8, 7), es decir, transformarlo en «cargas insoportables» (Lc 11, 46).


—La tentación de bajar de la cruz, para contentar a la gente, y no permanecer allí, para cumplir la voluntad del Padre; de ceder al espíritu mundano en lugar de purificarlo y conducirlo al Espíritu de Dios.


—La tentación de descuidar el «depositum fidei», considerándose no custodios sino propietarios y dueños, o, por otra parte, la tentación de descuidar la realidad utilizando una lengua minuciosa y un lenguaje pulido para decir muchas cosas y no decir nada. Los llamaban «bizantinismos», creo, a estas cosas...


Queridos hermanos y hermanas, las tentaciones no nos deben ni asustar ni desconcertar, y ni siquiera desalentar, porque ningún discípulo es más grande que su maestro. Por lo tanto, si Jesús fue tentado —y además llamado Belzebú (cf. Mt 12, 24)—, sus discípulos no deben esperarse un trato mejor.


Personalmente me hubiese preocupado mucho y entristecido si no hubiesen estado estas tentaciones y estas animados debates; este movimiento de los espíritus, como lo llamaba san Ignacio (EE, 6), si todos hubiesen estado de acuerdo o silenciosos en una falsa y quietista paz. En cambio, he visto y escuchado —con alegría y gratitud— discursos e intervenciones llenas de fe, de celo pastoral y doctrinal, de sabiduría, de franqueza, de valentía y de parresia. Y he percibido que se puso delante de los propios ojos el bien de la Iglesia, de las familias y la «suprema lex», la «salus animarum» (cf. can. 1752). Y esto siempre —lo hemos dicho aquí, en el aula— sin poner jamás en duda las verdades fundamentales del sacramento del matrimonio: la indisolubilidad, la unidad, la fidelidad y la procreación, o sea la apertura a la vida (cf. can. 1055, 1056 y Gaudium et spes, 48).


Y esta es la Iglesia, la viña del Señor, la Madre fértil y la Maestra atenta, que no tiene miedo de arremangarse para derramar el óleo y el vino sobre las heridas de los hombres (cf. Lc 10, 25-37); que no mira a la humanidad desde un castillo de cristal para juzgar o clasificar a las personas. Esta es la Iglesia una, santa, católica, apostólica y formada por pecadores, necesitados de su misericordia. Esta es la Iglesia, la verdadera esposa de Cristo, que trata de ser fiel a su Esposo y a su doctrina. Es la Iglesia que no tiene miedo de comer y beber con las prostitutas y los publicanos (cf. Lc 15). La Iglesia que tiene las puertas abiertas de par en par para recibir a los necesitados, a los arrepentidos y no sólo a los justos o a aquellos que creen ser perfectos. La Iglesia que no se avergüenza del hermano caído y no finge de no verlo, es más, se siente implicada y casi obligada a levantarlo y animarlo a retomar el camino y lo acompaña hacia el encuentro definitivo, con su Esposo, en la Jerusalén celestial.


Esta es la Iglesia, nuestra madre. Y cuando la Iglesia, en la variedad de sus carismas, se expresa en comunión, no puede equivocarse: es la belleza y la fuerza del sensus fidei, de ese sentido sobrenatural de la fe, dado por el Espíritu Santo a fin de que, juntos, podamos entrar todos en el corazón del Evangelio y aprender a seguir a Jesús en nuestra vida, y esto no se debe ver como motivo de confusión y malestar.


Muchos cronistas, o gente que habla, imaginaron ver una Iglesia en disputa donde una parte está contra la otra, dudando incluso del Espíritu Santo, el auténtico promotor y garante de la unidad y la armonía en la Iglesia. El Espíritu Santo que a lo largo de la historia siempre condujo la barca, a través de sus ministros, incluso cuando el mar iba en sentido contrario y estaba agitado y los ministros eran infieles y pecadores.


Y, como me atreví a deciros al inicio, era necesario vivir todo esto con tranquilidad, con paz interior, también porque el Sínodo se desarrolla cum Petro et sub Petro, y la presencia del Papa es garantía para todos.


Ahora hablemos un poco del Papa en relación con los obispos... Por lo tanto, la tarea del Papa es garantizar la unidad de la Iglesia; es recordar a los pastores que su primer deber es alimentar al rebaño —nutrir al rebaño— que el Señor les encomendó y tratar de acoger —con paternidad y misericordia y sin falsos miedos— a las ovejas perdidas. Me equivoqué aquí. Dije acoger: ir a buscarlas.


Su tarea es recordar a todos que la autoridad en la Iglesia es servicio (cf. Mc 9, 33-35) como explicó con claridad el Papa Benedicto XVI, con palabras que cito textualmente: «La Iglesia está llamada y comprometida a ejercer este tipo de autoridad, que es servicio, y no la ejerce a título personal, sino en el nombre de Jesucristo... a través de los pastores de la Iglesia, en efecto, Cristo apacienta su rebaño: es Él quien lo guía, lo protege y lo corrige, porque lo ama profundamente. Pero el Señor Jesús, Pastor supremo de nuestras almas, ha querido que el Colegio apostólico, hoy los obispos, en comunión con el Sucesor de Pedro... participen en esta misión suya de hacerse cargo del pueblo de Dios, de ser educadores en la fe, orientando, animando y sosteniendo a la comunidad cristiana o, como dice el Concilio, “procurando personalmente, o por medio de otros, que cada uno de los fieles sea conducido en el Espíritu Santo a cultivar su propia vocación según el Evangelio, a la caridad sincera y diligente y a la libertad con que Cristo nos liberó” (Presbyterorum Ordinis, 6) ... a través de nosotros —continúa el Papa Benedicto— el Señor llega a las almas, las instruye, las custodia, las guía. San Agustín, en su Comentario al Evangelio de san Juan, dice: “Apacentar el rebaño del Señor ha de ser compromiso de amor” (123, 5); esta es la norma suprema de conducta de los ministros de Dios, un amor incondicional, como el del buen Pastor, lleno de alegría, abierto a todos, atento a los cercanos y solícito por los alejados (cf. San Agustín, Discurso 340, 1; Discurso 46, 15), delicado con los más débiles, los pequeños, los sencillos, los pecadores, para manifestar la misericordia infinita de Dios con las tranquilizadoras palabras de la esperanza (cfr. Id., Carta 95, 1)» (Benedicto XVI, Audiencia general, miércoles 26 de mayo de 2010: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 30 de mayo de 2010, p. 15).


Por lo tanto, la Iglesia es de Cristo —es su Esposa— y todos los obispos, en comunión con el Sucesor de Pedro, tienen la tarea y el deber de custodiarla y servirla, no como padrones sino como servidores. El Papa, en este contexto, no es el señor supremo sino más bien el supremo servidor, el «servus servorum Dei»; el garante de la obediencia y la conformidad de la Iglesia a la voluntad de Dios, al Evangelio de Cristo y a la Tradición de la Iglesia, dejando de lado todo arbitrio personal, incluso siendo —por voluntad de Cristo mismo— el «Pastor y doctor supremo de todos los fieles» (can. 749) y también gozando «de la potestad ordinaria que es suprema, plena, inmediata e universal en la Iglesia» (cf. cann. 331-334).
Queridos hermanos y hermanas, ahora tenemos todavía un año por delante para madurar, con verdadero discernimiento espiritual, las ideas propuestas y encontrar soluciones concretas a tantas dificultades e innumerables desafíos que las familias deben afrontar; para dar respuestas a los numerosos desánimos que circundan y ahogan a las familias.
Un año para trabajar sobre la «Relatio synodi» que es el resumen fiel y claro de todo lo que se dijo y debatió en esta aula y en los círculos menores. Y se presenta a las Conferencias episcopales como «Lineamenta».


Que el Señor nos acompañe, nos guíe en este itinerario para gloria de Su nombre con la intercesión de la Bienaventurada Virgen María y de san José. Y por favor no os olvidéis de rezar por mí.


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SALUDO DEL SANTO PADRE A LOS PADRES SINODALES 
DURANTE LA I CONGREGACIÓN GENERAL DE LA
III ASAMBLEA GENERAL EXTRAORDINARIA DEL SÍNODO DE LOS
OBISPOS



Aula del Sínodo
Lunes 6 de octubre de 2014
 

Eminencias,
beatitudes,
excelencias,
hermanos y hermanas:




Os doy mi cordial bienvenida a este encuentro y os doy las gracias de corazón por vuestra atenta y estimada presencia y asistencia.


En nombre vuestro, quisiera expresar mi vivo y sincero agradecimiento a todas las personas que han trabajado con entrega, con paciencia y pericia, durante largos meses, leyendo, examinando, y elaborando los temas, los textos y los trabajos de esta Asamblea general extraordinaria.


Permitidme dirigir un especial y cordial agradecimiento al cardenal Lorenzo Baldisseri, secretario general del Sínodo, a monseñor Fabio Fabene, subsecretario, y junto con ellos a todos los relatores, escritores, consultores, traductores y a todo el personal de la secretaría del Sínodo de los obispos. Han trabajado incansablemente, y siguen trabajando, por el buen resultado del presente Sínodo: ¡muchas gracias de verdad y que el Señor os recompense!


Doy igualmente las gracias al Consejo postsinodal, al relator y al secretario especial; a las Conferencias episcopales que han trabajado bastante verdaderamente y, con ellos, agradezco a los tres presidentes delegados.


Os agradezco también a vosotros, queridos cardenales, patriarcas, obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, laicos y laicas vuestra presencia y vuestra participación que enriquece los trabajos y el espíritu de colegialidad y sinodalidad por el bien de la Iglesia y de las familias. He querido que este espíritu de sinodalidad estuviera también en la elección del relator, del secretario especial y de los presidentes delegados. Los primeros dos fueron elegidos directamente por el Consejo postsinodal, también éste elegido por los participantes del último Sínodo. En cambio, dado que los presidentes delegados deben ser elegidos por el Papa, pedí al mismo Consejo postsinodal que propusiera los nombres, y nombré a los que el Consejo me propuso.


Vosotros lleváis la voz de las Iglesias particulares, reunidas a nivel de Iglesias locales mediante las Conferencias episcopales. La Iglesia universal y las Iglesias particulares son de institución divina; las Iglesias locales así entendidas son de institución humana. Esta voz la lleváis en sinodalidad. Es una gran responsabilidad: llevar las realidades y las problemáticas de las Iglesias, para ayudarlas a caminar en esa senda que es el Evangelio de la familia.


Una condición general de base es esta: hablar claro. Que nadie diga: «Esto no se puede decir; pensará de mí así o así...». Se necesita decir todo lo que se siente con parresía. Después del último Consistorio (febrero de 2014), en el que se habló de la familia, un cardenal me escribió diciendo: lástima que algunos cardenales no tuvieron la valentía de decir algunas cosas por respeto al Papa, considerando quizás que el Papa pensara algo diverso. Esto no está bien, esto no es sinodalidad, porque es necesario decir todo lo que en el Señor se siente el deber de decir: sin respeto humano, sin timidez. Y, al mismo tiempo, se debe escuchar con humildad y acoger con corazón abierto lo que dicen los hermanos. Con estas dos actitudes se ejerce la sinodalidad.


Por eso os pido, por favor, estas actitudes de hermanos en el Señor: hablar con parresía y escuchar con humildad.


Y hacedlo con mucha tranquilidad y paz, porque el Sínodo se realiza siempre cum Petro et sub Petro, y la presencia del Papa es garantía para todos y custodia de la fe.


Queridos hermanos, colaboremos todos para que se afirme con claridad la dinámica de la sinodalidad. Gracias.


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ENCUENTRO PARA LA FAMILIA



Plaza de San Pedro
Sábado 4 de octubre de 2014

  Queridas familias, ¡buenas noches!


Cae ya la noche en nuestra asamblea. Es la hora en la que se regresa a casa de buen grado para encontrarse en la misma mesa, en el espesor de los afectos, del bien realizado y recibido, de los encuentros que enardecen el corazón y lo hacen crecer, buen vino que anticipa en los días del hombre la fiesta sin ocaso.


Es también la hora más fuerte para quien se encuentra cara a cara con su propia soledad, en el crepúsculo amargo de sueños y proyectos destrozados: cuántas personas arrastran sus días en el callejón ciego de la resignación, del abandono, si no del rencor; en cuántas casas ha faltado el vino de la alegría y, por lo tanto, el sabor —la sabiduría misma— de la vida... De unos y de otros nos hacemos voz esta noche con nuestra oración, una oración para todos.


Es significativo cómo —incluso en la cultura individualista que desnaturaliza y hace efímeros los vínculos— en cada nacido de mujer permanece vivo una necesidad esencial de estabilidad, de una puerta abierta, de alguien con quien entretejer y compartir la historia de la vida, una historia a la cual pertenecer. La comunión de vida asumida por los esposos, su apertura al don de la vida, la custodia recíproca, el encuentro y la memoria de las generaciones, el acompañamiento educativo, la transmisión de la fe cristiana a los hijos...: con todo esto la familia continúa siendo escuela inigualable de humanidad, contribución indispensable a una sociedad justa y solidaria (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 66-68). Y mientras más profundas son sus raíces, es más posible salir e ir lejos en la vida, sin extraviarse ni sentirse extranjeros en cualquier territorio. Este horizonte nos ayuda a percibir la importancia de la Asamblea sinodal que se abre mañana.


Ya el convenire in unum en torno al obispo de Roma es un acontecimiento de gracia, en el que la colegialidad episcopal se manifiesta en un camino de discernimiento espiritual y pastoral. Para volver a buscar lo que hoy el Señor pide a su Iglesia, debemos escuchar los latidos de este tiempo y percibir el «olor» de los hombres de hoy, hasta quedar impregnados de sus alegrías y esperanzas, de sus tristezas y angustias (cf. Gaudium et spes, 1). En ese momento sabremos proponer con credibilidad la buena nueva sobre la familia.


Conocemos, en efecto, cómo en el Evangelio existen una fuerza y una ternura capaces de vencer lo que crea infelicidad y violencia. ¡Sí, en el Evangelio está la salvación que colma las necesidades más profundas del hombre! De esta salvación —obra de la misericordia de Dios y de su gracia— como Iglesia somos signo e instrumento, sacramento vivo y eficaz (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 112). Si no fuera así, nuestro edificio quedaría sólo como un castillo de naipes y los pastores se reducirían a clérigos de estado, en cuyos labios el pueblo buscaría en vano la frescura y el «olor a Evangelio» (Ibid., 39).


Surgen así, en este marco, los contenidos de nuestra oración. Pidamos ante todo al Espíritu Santo, para los padres sinodales, el don de la escucha: escucha de Dios, hasta escuchar con Él el clamor del pueblo; escucha del pueblo, hasta respirar en él la voluntad a la que Dios nos llama. Junto con la escucha, invoquemos la disponibilidad a un encuentro sincero, abierto y fraternal, que nos lleve a hacernos cargo con responsabilidad de los interrogantes que trae consigo este cambio de época. Dejemos que se derramen en nuestro corazón, sin perder jamás la paz, sino con la confianza serena de que a su tiempo el Señor conducirá de nuevo a la unidad. La historia de la Iglesia —lo sabemos— ¿no nos relata acaso tantas situaciones análogas, que nuestros padres supieron superar con obstinada paciencia y creatividad?


El secreto está en una mirada: y es el tercer don que imploramos con nuestra oración. Porque, si de verdad queremos verificar nuestro paso en el terreno de los desafíos contemporáneos, la condición decisiva es mantener fija la mirada en Jesucristo, detenerse en la contemplación y en la adoración de su rostro. Si asumimos su modo de pensar, de vivir y de relacionarse, no tendremos dificultades en traducir el trabajo sinodal en indicaciones e itinerarios para la pastoral de la persona y de la familia. En efecto, cada vez que volvemos a la fuente de la experiencia cristiana se abren caminos nuevos y posibilidades inesperadas. Es lo que deja intuir la indicación evangélica: «Haced lo que Él os diga» (Jn 2, 5). Son palabras que contienen el testamento espiritual de María, «amiga siempre atenta para que no falte el vino en nuestras vidas» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 286). ¡Hagámoslas nuestras!


A tal punto las tres cosas: nuestra escucha y nuestro encuentro sobre la familia, amada con la mirada de Cristo, llegarán a ser una ocasión providencial con la cual renovar —con el ejemplo de san Francisco— la Iglesia y la sociedad. Con la alegría del Evangelio volveremos a encontrar el paso de una Iglesia reconciliada y misericordiosa, pobre y amiga de los pobres; una Iglesia capaz de «triunfar con paciencia y caridad de sus aflicciones y dificultades, tanto internas como externas» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 8).


Que el viento de Pentecostés pueda soplar sobre los trabajos sinodales, sobre la Iglesia, sobre la humanidad entera. Que desate los nudos que impiden a las personas encontrarse, sane las heridas que sangran, mucho, reavive la esperanza; ¡hay mucha gente sin esperanza! Que nos conceda esa caridad creativa que permite amar como Jesús amó. Y nuestro anuncio volverá a encontrar la vitalidad y el dinamismo de los primeros misioneros del Evangelio.
 

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LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA DEL
CONSEJO DE CONFERENCIAS EPISCOPALES DE EUROPA (CCEE)


Palacio Apostólico Vaticano
Sala del Consistorio
Viernes 3 de octubre de 2014
 

Queridos hermanos obispos:


Os saludo con afecto a todos, con ocasión de la asamblea plenaria del Consejo de Conferencias episcopales de Europa y agradezco al cardenal Péter Erdő las palabras con las que ha introducido este encuentro.


Como pastores cercanos a vuestro pueblo y atentos a las exigencias de la gente, conocéis bien la complejidad de los escenarios y la importancia de los desafíos que también debe afrontar la misión de la Iglesia en Europa. Como escribí en la exhortación apostólica Evangelii gaudium, estamos llamados a ser una Iglesia «en salida», en movimiento desde el centro hacia la periferia, para salir al encuentro de todos, sin miedo, sin desconfianza y con valentía apostólica (cf. n. 20) ¡Cuántos hermanos y hermanas, cuántas situaciones, cuántos contextos, incluso los más difíciles, tienen necesidad de la luz del Evangelio!
Quiero agradeceros, queridos hermanos, el compromiso con el que habéis acogido este texto. Sé que este documento es cada vez más objeto de amplia reflexión pastoral y estímulo para caminos de fe y evangelización de tantas parroquias, comunidades y grupos. También este es un signo de comunión y unidad de la Iglesia.


El tema de vuestra plenaria, «Familia y futuro de Europa», constituye una ocasión importante para reflexionar juntos sobre cómo valorizar a la familia en cuanto recurso inestimable para la renovación pastoral. Me parece importante que pastores y familias trabajen juntos, con espíritu de humildad y diálogo sincero, para que las comunidades parroquiales lleguen a ser «familia de familias». En este ámbito, dentro de vuestras respectivas Iglesias locales han florecido interesantes experiencias que merecen la atención necesaria y acrecentar una proficua colaboración. Novios que viven seriamente la preparación para el matrimonio; parejas de esposos que acogen a hijos de otros de modo transitorio o en adopción; grupos de familias que en la parroquia o en los movimientos se ayudan en el camino de la vida y de la fe. No faltan diferentes experiencias de pastoral de la familia y de compromiso político y social en apoyo de las familias, ya sea de las que viven una vida matrimonial ordinaria, ya sea de las que viven afectadas por problemas o rupturas. Es importante captar estas experiencias significativas presentes en los diversos ámbitos de la vida de los hombres y las mujeres de nuestro tiempo, acerca de los cuales hay que realizar un discernimiento oportuno para después «ponerlos en la red», implicando así a otras comunidades diocesanas.


La colaboración entre pastores y familias también se extiende al campo de la educación. Por sí misma la familia que ya cumple bien su misión con sus miembros es una escuela de humanidad, de fraternidad, de amor, de comunión, que prepara a ciudadanos maduros y responsables. Una colaboración abierta entre realidad eclesial y familia favorecerá la maduración de un espíritu de justicia, de solidaridad, de paz y también de valentía en las propias convicciones. Se trata de apoyar a los padres en su responsabilidad de educar a los hijos, salvaguardando su derecho imprescindible de dar a sus hijos la educación que consideren más idónea. En efecto, los padres siguen siendo los primeros y principales educadores de sus hijos, por tanto, tienen el derecho de educarlos en conformidad con sus convicciones morales y religiosas. Al respecto, se podrán delinear comunes y coordinadas directrices pastorales que habrá que poner en práctica para promover y apoyar positivamente a las escuelas católicas.


Queridos hermanos: Os aliento a proseguir vuestro compromiso de favorecer la comunión entre las distintas Iglesias de Europa, facilitando una adecuada colaboración con vistas a una evangelización fructuosa. También os invito a ser una «voz profética» dentro de la sociedad, sobre todo allí donde el proceso de secularización en curso en el continente tiende a hacer cada vez más marginal hablar de Dios. Que en esta tarea os sostenga la intercesión celestial de la Virgen María y de las santas y santos patronos de Europa. Os pido, por favor, que recéis por mí, y os bendigo de corazón.


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A LA PLENARIA DE LA CONGREGACIÓN PARA EL CLERO


Palacio Apostólico Vaticano
 Sala Clementina
Viernes 3 de octubre de 2014



Señores cardenales,
queridos hermanos obispos y sacerdotes,
hermanos y hermanas:



Dirijo a cada uno un cordial saludo y un sincero agradecimiento por vuestra colaboración en la solicitud de la Santa Sede por los ministros ordenados y su acción pastoral. Agradezco al cardenal Beniamino Stella las palabras con las que introdujo este encuentro. Lo que quisiera deciros hoy gira en torno a tres temas, que corresponden a los fines y a las actividades de este dicasterio: vocación, formación, evangelización.


Retomando la imagen del Evangelio de san Mateo, me agrada comparar la vocación del ministerio ordenado con el «tesoro escondido en un campo» (13, 44). Es verdaderamente un tesoro que Dios pone desde siempre en el corazón de algunos hombres, que Él eligió y llamó a seguirlo en este estado de vida especial. Este tesoro, que pide ser descubierto y llevado a la luz, no está hecho para «enriquecer» sólo a alguno. Quien está llamado al ministerio no es «dueño» de su vocación, sino administrador de un don que Dios le ha confiado para el bien de todo el pueblo, es más, de todos los hombres, incluso los que se han alejado de la práctica religiosa o no profesan la fe en Cristo. Al mismo tiempo, toda la comunidad cristiana es custodio del tesoro de estas vocaciones, destinadas a su servicio, y debe percibir cada vez más la tarea de promoverlas, acogerlas y acompañarlas con afecto.


Dios no cesa de llamar algunos a seguirlo y servirlo en el ministerio ordenado. Pero también nosotros, debemos hacer nuestra parte, mediante la formación, que es la respuesta del hombre, de la Iglesia al don de Dios, ese don que Dios le hace a través de las vocaciones. Se trata de custodiar y cultivar las vocaciones, para que den frutos maduros. Ellas son un «diamante en bruto», que hay que trabajar con cuidado, respeto de las personas y paciencia, para que brillen en medio del pueblo de Dios. La formación, por tanto, no es un acción unilateral, con el que alguien transmite nociones, teológicas o espirituales. Jesús no dijo a quienes llamaba: «ven, te explico», «sígueme, te enseño»: ¡no!; la formación que Cristo ofrece a sus discípulos se realiza, por el contrario, a través de un «ven y sígueme», «haz como yo hago», y este es el método que también hoy la Iglesia quiere adoptar para sus ministros. La formación de la que hablamos es una experiencia discipular, que acerca a Cristo y permite configurarse cada vez más con Él.


Precisamente por eso, ella no puede ser una tarea que se termina, porque los sacerdotes jamás dejan de ser discípulos de Jesús, de seguirlo. A veces avanzamos rápidamente, otras veces nuestro paso es incierto, nos detenemos y podemos también caer, pero siempre permaneciendo en el camino. Por lo tanto, la formación en cuanto discipulado acompaña toda la vida del ministro ordenado y concierne totalmente a su persona, intelectual, humana y espiritualmente. La formación inicial y la permanente se distinguen porque requieren modalidades y tiempos diversos, pero son las dos mitad de una realidad sola, la vida del discípulo clérigo, enamorado de su Señor y constantemente en su seguimiento.


Un parecido itinerario de descubrimiento y valoración de la vocación tiene un fin preciso: la 
evangelización. Toda vocación es para la misión y la misión de los ministros ordenados es la evangelización, en todas sus formas. Ella parte en primer lugar del «ser», para luego traducirse en un «hacer». Los sacerdotes están unidos en una fraternidad sacramental, por lo tanto, la primera forma de evangelización es el testimonio de fraternidad y de comunión entre ellos y con el obispo. De una semejante comunión puede surgir un fuerte impulso misionero, que libra a los ministros ordenados de la cómoda tentación de estar más preocupados del consentimiento del otro y del propio bienestar en lugar de estar animados por la caridad pastoral, por el anuncio del Evangelio, hasta las más remotas periferias.
En esta misión evangelizadora, los presbíteros están llamados a acrecentar la conciencia de ser pastores, enviados para estar en medio de su rebaño, para hacer presente al Señor a través de la Eucaristía y para dispensar su misericordia. Se trata de «ser» sacerdotes, no limitándose a «hacer» los sacerdotes, libres de toda mundanidad espiritual, conscientes de que es su vida la que evangeliza aún antes que sus obras. Qué hermoso es ver sacerdotes alegres con su vocación, con una serenidad de fondo, que los sostiene incluso en los momentos de fatiga y dolor. Y esto no sucede nunca sin la oración, la del corazón, ese diálogo con el Señor... que es el corazón, por decir así, de la vida sacerdotal. Tenemos necesidad de sacerdotes, faltan vocaciones. El Señor llama, pero no es suficiente. Y nosotros obispos tenemos la tentación de escoger sin discernimiento a los jóvenes que se presentan. ¡Esto es un mal para la Iglesia! Por favor, se necesita estudiar bien el itinerario de una vocación. Examinar bien si él es del Señor, si ese hombre está sano, si ese hombre es equilibrado, si ese hombre es capaz de dar vida, de evangelizar, si ese hombre es capaz de formar una familia y renunciar a ello para seguir a Jesús. Hoy hemos tenido muchos problemas, y en muchas diócesis, por este error de algunos obispos de escoger a los que llegan a veces expulsados de los seminarios o de las casas religiosas porque tienen necesidad de sacerdotes. ¡Por favor! tenemos que pensar en el bien del pueblo de Dios.


Queridos hermanos y hermanas, los temas que estáis tratando en estos días de Asamblea son de gran importancia. Una vocación cuidada mediante una formación permanente, en la comunión, se convierte en un fuerte instrumento de evangelización, al servicio del pueblo de Dios. Que el Señor os ilumine en vuestras reflexiones, os acompañe también mi bendición. Y por favor, os pido que recéis por mí y por mi servicio a la Iglesia. Gracias.
  

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A LOS OBISPOS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL DEL CHAD,
EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"


Jueves 2 de octubre de 2014
 
Queridos hermanos obispos:


Es una gran alegría acogeros en el Vaticano con ocasión de vuestra visita ad limina. Agradezco cordialmente a monseñor Jean Claude Bouchard, presidente de vuestra Conferencia episcopal, las palabras que me ha dirigido. Esta peregrinación regular de los obispos de todo el mundo a las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo es una ocasión particularmente significativa para vivir la colegialidad. No solo muestra y fortalece los vínculos de comunión con el Sucesor de Pedro, sino que también recuerda la solicitud fraterna que cada obispo debe tener por las demás Iglesias particulares, sobre todo por las que se encuentran en el mismo país. Expreso mis mejores deseos de que volváis a vuestras diócesis fortalecidos en la convicción de que no estáis solos en vuestra difícil y exigente misión, sino que junto a vosotros tenéis a hermanos y hermanas que comparten la misma preocupación de anunciar el Evangelio y servir a la Iglesia en Chad, y también la certeza de que el Papa, con toda la Iglesia universal, os recuerda en su oración y os anima en vuestro ministerio.


Ante todo, quiero agradeceros la obra de evangelización que estáis realizando. Vuestras comunidades están creciendo no sólo en el plano numérico, sino también en la calidad y en el vigor de su compromiso. En verdad, me alegro por el trabajo realizado en los ámbitos de la educación, la salud y el desarrollo. Por lo demás, las autoridades civiles están muy agradecidas con la Iglesia católica por su aportación al conjunto de la sociedad chadiana. Os animo a perseverar en este camino, puesto que hay un vínculo íntimo entre evangelización y promoción humana, vínculo que debe expresarse y desarrollarse en toda la acción evangelizadora (cf. Evangelii gaudium, 178). El servicio a los pobres y a los más débiles es dar verdadero testimonio de Cristo, que se hizo pobre para acercarse a nosotros y salvarnos. Las congregaciones religiosas, así como los laicos que trabajan con ellas, tienen un papel considerable en este ámbito, por lo cual les estamos muy agradecidos.


Es verdad, sin embargo, que este compromiso en las obras sociales no podrá agotar por sí solo toda la acción evangelizadora; una profundización y una raigambre de la fe en el corazón de los fieles —que se traduzcan en un auténtico camino espiritual y sacramental— son indispensables para que ella sea capaz de resistir a las pruebas, hoy numerosas, y para que el comportamiento de los fieles se adapte cada vez más a las exigencias del Evangelio, permitiéndoles progresar en una santidad auténtica. Esto es particularmente cierto en un país donde el peso de algunas tradiciones culturales es muy fuerte, donde propuestas religiosas más fáciles en el plano moral aparecen por doquier, y donde la secularización comienza a hacerse sentir.


Es oportuno, pues, que los fieles se formen sólidamente desde el punto de vista doctrinal y espiritual. Y el primer ámbito de esta formación es, indudablemente, la catequesis. Os invito, con renovado espíritu misionero, a actualizar los métodos catequísticos utilizados en vuestras diócesis. Por un lado, lo que es bueno en vuestras tradiciones culturales se debe tener en consideración y valorar —puesto que Cristo no vino para destruir las culturas sino para perfeccionarlas (cf. Audiencia general, 20 de agosto de 2014)—; por otro, lo que no es cristiano se debe denunciar lo más claramente posible. Al mismo tiempo, es indispensable velar por la exactitud y la exhaustividad del contenido doctrinal de estos itinerarios. Dicho contenido se expresa con claridad en el Catecismo de la Iglesia católica, al que deben referirse todos los itinerarios de formación.


La preocupación por una catequesis de calidad plantea necesariamente la cuestión de la formación de los catequistas. Son muy numerosos en vuestras diócesis y su papel es insustituible en el anuncio de la fe. Os pido que les transmitáis mi más profundo aliento. El catequista debe formarse oportunamente no solo desde el punto de vista intelectual —algo absolutamente indispensable—, sino también humano y espiritual para que, como verdadero testigo de Cristo, su enseñanza dé realmente fruto. ¿Acaso cada diócesis debería dotarse de un centro de formación destinado a los catequistas, que podría ser útil, más en general, para la formación permanente de los laicos? De hecho, el trabajo de evangelización entre los fieles ha de ser retomado y profundizado continuamente.


Esto también vale para las familias, que son «la célula vital de la sociedad y de la Iglesia» (Africae munus, 42) y que hoy se encuentran muy debilitadas. Os recomiendo —pero sé que ya lo hacéis— prestarles una atención particular; necesitan vuestra orientación, vuestra enseñanza, vuestra protección. Y, en el seno de la familia, es importante que el papel y la dignidad de la mujer se valoricen, para dar un testimonio elocuente del Evangelio. Es oportuno, pues, que en este ámbito «los comportamientos dentro de la Iglesia sean un modelo para el conjunto de la sociedad» (Africae munus, 56). En fin, la fecundidad y la solidez de la evangelización dependen naturalmente de la calidad del clero. Dirijo a todos los sacerdotes mi más afectuoso saludo. Es verdad, su tarea es difícil, realizada a veces en condiciones de indigencia y de soledad. Para apoyarlos en su misión, y para que su ministerio entre los fieles sea fecundo, es menester cuidar de modo particular su formación en los seminarios. Sé qué inversión —en dinero y en personas— representa para una diócesis. Pero os recomiendo vivamente actuar de manera concreta para designar y formar a profesores estables y competentes. No dudéis en comprometeros personalmente, visitando vosotros mismos los seminarios, mostrándoos cercanos a los profesores y a los seminaristas, para conocer mejor las riquezas y las lagunas de la formación, para consolidar unas y remediar otras.


En cuanto a la formación permanente del clero, a nivel diocesano, para que todos puedan participar en ella, es necesario ciertamente retomar y recordar las exigencias de la vida sacerdotal en cada uno de sus aspectos —espiritual, intelectual, moral, pastoral, litúrgico…—, así como suscitar una fraternidad sacerdotal sincera y entusiasta.


Queridos hermanos obispos: la Iglesia en Chad, a pesar de su vitalidad y su desarrollo, es muy minoritaria en medio de un pueblo de mayoría musulmana y que en parte aún está apegado a sus cultos tradicionales. Os animo a esforzaros para que la Iglesia, que es respetada y escuchada, conserve todo el lugar que le corresponde en la sociedad chadiana, de la que ha llegado a ser un elemento estructurante, incluso allí donde es minoritaria. En semejante contexto, no puedo dejar de alentaros a desarrollar el diálogo interreligioso, iniciado tan felizmente por el fallecido arzobispo de Yamena, monseñor Mathias N’Gartéri Mayadi, que se dedicó mucho a promover la coexistencia entre las diversas comunidades religiosas. Pienso que hay que proseguir con semejantes iniciativas para desalentar el desarrollo de la violencia, de la que son víctimas los cristianos en algunos países cercanos al vuestro. Además, es muy importante mantener las buenas relaciones establecidas con las autoridades civiles, que permitieron recientemente la firma de un Acuerdo-marco entre la Santa Sede y la República de Chad, el cual, una vez ratificado, ayudará mucho a la misión de la Iglesia. ¡Ojalá que pongáis en marcha plenamente dicho Acuerdo para mayor difusión del Evangelio!


Con esta esperanza, encomendándoos a todos vosotros, así como a los sacerdotes, las personas consagradas, los catequistas y todos los fieles laicos de vuestras diócesis a la protección de la Virgen María, Madre de la Iglesia, y a la intercesión de san Juan Pablo II, os imparto de todo corazón la bendición apostólica.



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A SU SANTIDAD MAR DINKHA IV,
CATHOLICÓS PATRIARCA DE LA IGLESIA ASIRIA DE ORIENTE


Jueves 2 de octubre de 2014 


Santidad,
amados hermanos en Cristo:



Es para mí un momento de gracia y de verdadera alegría poderos acoger aquí, ante la tumba del apóstol Pedro. Con afecto doy la bienvenida a Vuestra Santidad y también le agradezco las amables palabras que me ha dirigido en nombre de los distinguidos miembros de su delegación. A través de vosotros, saludo en el Señor a los obispos, al clero y a los fieles de la Iglesia asiria de Oriente. Con las palabras del apóstol Pablo, rezo para que «la paz de Dios, que supera todo conocimiento, custodie vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús» (Flp 4, 7).


Nuestro encuentro está marcado por el sufrimiento que compartimos por las guerras que se están librando en diversas regiones de Oriente Medio y, en particular, por la violencia que se está cometiendo contra los cristianos y los miembros de otras minorías religiosas, especialmente en Irak y en Siria. ¡Cuántos hermanos y hermanas nuestros están sufriendo persecución diaria! Cuando pensamos en su sufrimiento, vamos espontáneamente más allá de las distinciones de rito o de confesión: en ellos está el cuerpo de Cristo que, aún hoy, es herido, golpeado, humillado. No existen razones religiosas, políticas o económicas que puedan justificar lo que le está sucediendo a centenares de miles de hombres, mujeres y niños inocentes. Nos sentimos profundamente unidos en la oración de intercesión y en la 
acción de caridad por estos miembros del cuerpo de Cristo que están sufriendo.


Santidad: Vuestra visita es un ulterior paso por el camino de una creciente cercanía y comunión espiritual entre nosotros, después de las amargas incomprensiones de los siglos pasados. Hace ya veinte años, la Declaración cristológica común firmada por usted y por mi predecesor, el Papa san Juan Pablo II, constituyó una piedra miliar de nuestro camino hacia la comunión plena. Con ella reconocimos que confesamos la única fe de los Apóstoles, la fe en la divinidad y en la humanidad de nuestro Señor Jesucristo, unidas en una única persona, sin confusión ni cambio, sin división ni separación. Para usar las palabras de ese documento histórico, «confesamos juntos la misma fe en el Hijo de Dios que se hizo hombre por nosotros para que nosotros, por medio de su gracia, llegáramos a ser hijos de Dios». Deseo asegurarle mi compromiso personal en seguir caminando a lo largo de esta senda, profundizando ulteriormente las relaciones de amistad y de comunión que existen entre la Iglesia de Roma y la Iglesia asiria de Oriente.


Acompaño con la oración el trabajo de la Comisión mixta para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y la Iglesia asiria de Oriente para que, gracias a él, llegue pronto el día bendito en que podamos celebrar en el mismo altar el sacrificio de alabanza, por el que seremos uno en Cristo. En espera de ese día, sentimos que caminamos juntos en presencia del Señor, así como hizo nuestro padre Abraham en su peregrinación de fe hacia la Tierra prometida, conscientes de que, aunque la meta parece lejana y solo podemos gustarla en la esperanza, es don prometido por el Señor y, por tanto, no dejará de manifestarse. Lo que ya nos une es mucho más que lo que nos separa, por este motivo nos sentimos impulsados por el Espíritu a intercambiar desde ahora los tesoros espirituales de nuestras tradiciones eclesiales, para vivir como verdaderos hermanos, compartiendo los dones que el Señor no cesa de otorgar a nuestras Iglesias como signo de su bondad y misericordia.


Santidad: Le agradezco su visita e invoco sobre usted, sobre el clero y sobre los fieles encomendados a su cuidado pastoral, por intercesión de la Santísima Madre de Dios, la abundancia de las bendiciones divinas.


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A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA
DEL CONSEJO PONTIFICIO «JUSTICIA Y PAZ»


Palacio Apostólico Vaticano
 Sala Clementina
Jueves 2 de octubre de 2014 


Señores cardenales,
queridos hermanos obispos y sacerdotes,
hermanos y hermanas:



Os saludo a todos con afecto y doy las gracias al cardenal Peter Turkson por las palabras con las que ha introducido este encuentro. Vuestra plenaria coincide con el quinto aniversario de la promulgación de la encíclica Caritas in veritate. Un documento fundamental para la evangelización del ámbito social, que ofrece valiosas indicaciones para la presencia de los católicos en la sociedad, en las instituciones, en la economía, en la finanza y en la política. La Caritas in veritate atrajo la atención sobre los beneficios pero también sobre los peligros de la globalización, cuando ella no se orienta al bien de los pueblos. Si la globalización acrecentó notablemente la riqueza global del conjunto y de muchos Estados concretos, ella también aumentó las diferencias entre los diversos grupos sociales, creando desigualdades y nuevas pobrezas en los mismos países considerados más ricos.


Uno de los aspectos del actual sistema económico es la explotación del desequilibrio internacional en los costes del trabajo, que afecta a miles de personas que viven con menos de dos dólares al día. Un tal desequilibrio no sólo no respeta la dignidad de quienes mantienen la mano de obra a bajo precio, sino que destruye fuentes de trabajo en esas regiones donde es mayormente tutelado. Aquí se presenta el problema de crear mecanismos de tutela de los derechos del trabajo, además del ambiente, en presencia de una creciente ideología de consumo, que no muestra responsabilidad en relación con las ciudades y la creación.


El crecimiento de las desigualdades y las pobrezas ponen en riesgo la democracia inclusiva y participativa, la cual presupone siempre una economía y un mercado que no excluyen y que son justos. Se trata, entonces, de vencer las causas estructurales de las desigualdades y de la pobreza. En la exhortación apostólica Evangelii gaudium he querido señalar tres instrumentos fundamentales para la inclusión social de los más necesitados, como la educación, el acceso a la asistencia sanitaria y el trabajo para todos (cf. n. 192).


En otras palabras, el Estado de derecho social no va rechazado y en particular el derecho fundamental al trabajo. Esto no puede considerarse una variable que depende de los mercados financieros y monetarios. Esto es un bien fundamental con respecto a la dignidad (cf. Ibid.), a la formación de una familia, a la realización del bien común y de la paz. La instrucción y el trabajo, el acceso al welfare para todos (cf. Ibid, 205), son elementos clave ya sea para el desarrollo y la justa distribución de los bienes, ya sea para alcanzar la justicia social, ya sea para pertenecer a la sociedad (cf. Ibid, 53) y participar libre y responsablemente en la vida política, entendida como gestión de la res publica. Visiones que buscan aumentar la rentabilidad, a costa de la restricción del mercado del trabajo que crea nuevos excluidos, no son conformes a una economía al servicio del hombre y del bien común, a una democracia inclusiva y participativa.


Otro problema surge de los desequilibrios permanentes entre sectores económicos, entre remuneraciones, entre bancos comerciales y bancos de especulación, entre instituciones y problemas globales: se necesita mantener viva la preocupación por los pobres y la justicia social (cf. Evangelii gaudium, 201). Ella exige, por una parte, profundas reformas que prevean la redistribución de la riqueza producida y la universalización de mercados libres al servicio de las familias, por otra, la redistribución de la soberanía, tanto en el ámbito nacional como en el supranacional.


La Caritas in veritate nos ha impulsado también a mirar la actual cuestión social como cuestión ambiental. En particular, enfatizó el vínculo entre ecología ambiental y ecología humana, entre la primera y la ética de la vida.


El principio de la Caritas in veritate es de extrema actualidad. Un amor colmado de verdad es, en efecto, la base sobre la cual construir la paz que hoy es especialmente deseada y necesaria para el bien de todos. Permite superar fanatismos peligrosos, conflictos por la posesión de los recursos, migraciones de dimensiones bíblicas, las llagas persistentes del hambre y la pobreza, la trata de personas, injusticias y desigualdades sociales y económicas, desequilibrios en acceder a los bienes colectivos.


Queridos hermanos y hermanas, la Iglesia está siempre en camino, en búsqueda de nuevos caminos para el anuncio del Evangelio también en el campo del ámbito social. Agradezco vuestro compromiso en este ámbito y, al encomendaros a la maternal intercesión de la Bienaventurada Virgen María, os pido que recéis por mí y os bendigo de corazón. 


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