DISCURSOS DEL PAPA FRANCISCO
OCTUBRE 2014
A LOS MIEMBROS DE LA FRATERNIDAD CATÓLICA
DE LAS COMUNIDADES Y ASOCIACIONES CARISMÁTICAS DE ALIANZA
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A UNA DELEGACIÓN DE LA CONFERENCIA INTERNACIONAL
DE OBISPOS VETEROCATÓLICOS DE LA UNIÓN DE UTRECHT
A LOS MIEMBROS DE LA FRATERNIDAD CATÓLICA
DE LAS COMUNIDADES Y ASOCIACIONES CARISMÁTICAS DE ALIANZA
Aula Pablo VI
Viernes 31 de octubre de 2014
Viernes 31 de octubre de 2014
Queridos hermanos y hermanas, ¡bienvenidos!
Os agradezco vuestra acogida y os saludo a todos con afecto. Sé que la Catholic Fraternity
ya tuvo el encuentro con el ejecutivo y el consejo, y que esta tarde
comenzaréis la xvi Conferencia internacional con el querido padre
Raniero.
Habéis tenido la amabilidad de enviarme el programa, y veo que cada
encuentro inicia con el discurso que dirigí a la Renovación Carismática
con ocasión del encuentro en el estadio olímpico el pasado mes de junio.
Ante todo, quiero felicitaros porque habéis comenzado lo que en aquel momento era un deseo. Desde hace casi dos meses la Catholic Fraternity
y el iccrs comenzaron a trabajar compartiendo la misma oficina en el
palacio san Calixto, dentro del «Arca de Noé». Soy consciente de que no
debe haber sido fácil tomar esta decisión, y os agradezco de corazón
este testimonio de unidad, esta corriente de Gracia que estáis dando a
todo el mundo.
Quiero profundizar algunos temas que considero importantes.
Unidad en la diversidad. La uniformidad no es católica, no es
cristiana. La unidad en la diversidad. La unidad católica es diversa,
pero es una. ¡Es curioso! El mismo que hace la diversidad, es el mismo
que después hace la unidad: el Espíritu Santo. Hace las dos cosas:
unidad en la diversidad. La unidad no es uniformidad, no es hacer
obligatoriamente todo junto, ni pensar del mismo modo, ni mucho menos
perder la identidad. La unidad en la diversidad es precisamente lo
contrario, es reconocer y aceptar con alegría los diferentes dones que
el Espíritu Santo da a cada uno, y ponerlos al servicio de todos en la
Iglesia.
Hoy, en el pasaje del Evangelio que hemos leído en la misa, estaba
esta uniformidad de esos hombres apegados a la letra: «No se debe hacer
así…», hasta tal punto que el Señor tuvo que preguntar: «Dime, ¿se puede
hacer el bien el sábado, o no?». Este es el peligro de la uniformidad.
La unidad es saber escuchar, aceptar las diferencias, tener la libertad
de pensar diversamente, y manifestarlo. Con todo respeto hacia el otro,
que es mi hermano. ¡No tengáis miedo de las diferencias! Como dije en la
exhortación Evangelii gaudium:
«El modelo no es la esfera, que no es superior a las partes, donde cada
punto es equidistante del centro y no hay diferencias entre unos y
otros. El modelo es el poliedro, que refleja la confluencia de todas las
parcialidades que en él conservan su originalidad» (n. 236) pero
construyen la unidad.
Vi en el opúsculo, en el que están los nombres de las Comunidades,
que la frase que habéis elegido para poner al comienzo es la que dice:
«…compartir con todos en la Iglesia el Bautismo en el Espíritu Santo».
La Iglesia tiene necesidad del Espíritu Santo, ¡faltaría más! Todo
cristiano, en su vida, tiene necesidad de abrir su corazón a la acción
santificadora del Espíritu Santo. El Espíritu, prometido por el Padre,
es aquel que nos revela a Jesucristo, que nos da la posibilidad de
decir: Jesús. Sin el Espíritu, no podríamos decirlo. Él revela a
Jesucristo, nos conduce al encuentro personal con Él, y así cambia
nuestra vida. Una pregunta: ¿Vivís esta experiencia? ¡Compartidla! Y
para compartirla, es necesario vivirla, ser testigos de esto.
El tema que habéis elegido para el Congreso es «Alabanza y adoración
para una nueva evangelización». De esto hablará el padre Raniero,
maestro de oración. La alabanza es la inspiración que nos da vida,
porque es la intimidad con Dios, que aumenta con la alabanza cada día.
Hace tiempo escuché este ejemplo, que me parece muy apropiado: la
respiración para el ser humano. La respiración está constituida por dos
fases: inspirar, es decir, introducir aire, y espirar, dejarlo salir. La
vida espiritual se alimenta, se nutre de la oración y se manifiesta en
la misión: inspiración, la oración y espiración. Cuando inspiramos, en
la oración, recibimos el aire nuevo del Espíritu, y, al espirarlo,
anunciamos a Jesucristo, suscitado por el mismo Espíritu.
Nadie puede vivir sin respirar. Lo mismo es para el cristiano: sin la
alabanza y sin la misión, no vive como cristiano. Y con la alabanza, la
adoración. Se habla de adorar, se habla poco. «¿Qué se hace en
la oración?». «Pido cosas a Dios, doy gracias, se intercede…». La
adoración, adorar a Dios. Esto es parte de la respiración: la alabanza y
la adoración.
La Renovación Carismática recordó a la Iglesia la necesidad y la
importancia de la oración de alabanza. Cuando se habla de oración de
alabanza en la Iglesia vienen a la memoria los carismáticos. Cuando
hablé de la oración de alabanza durante una misa en Santa Marta, dije
que no es sólo la oración de los carismáticos, sino de toda la Iglesia.
Es el reconocimiento del señorío de Dios sobre nosotros y sobre toda la
creación, expresado en la danza, en la música y en el canto.
Ahora quiero retomar algunos pasajes significativos de aquella
homilía: «La oración de alabanza es una oración cristiana, para todos
nosotros. En la misa, todos los días, cuando cantamos repitiendo “Santo,
Santo, Santo...”, esta es una oración de alabanza, alabamos a Dios por
su grandeza, porque es grande. Y le decimos cosas hermosas, porque a
nosotros nos gusta que sea así... La oración de alabanza nos hace
fecundos. Sara bailaba en el momento grande de su fecundidad, a los
noventa años. La fecundidad alaba al Señor. El hombre o la mujer que
alaba al Señor, que reza alabando al Señor —y cuando lo hace es feliz de
decirlo—, y goza cuando canta el Sanctus en la misa, es un
hombre o una mujer fecundos. Pensemos cuán hermoso es hacer oraciones de
alabanza. Esta debe ser nuestra oración de alabanza, y, cuando la
elevamos al Señor, debemos decir a nuestro corazón: “Levántate corazón,
porque estás ante el rey de la gloria”» (Misa en Santa Marta, 28 de enero de 2014).
Junto con la oración de alabanza, la oración de intercesión es hoy un
clamor al Padre por nuestros hermanos cristianos perseguidos y
asesinados, y por la paz en nuestro mundo conmocionado.
Alabad siempre al Señor, no dejéis de hacerlo, alabadlo cada vez más,
incesantemente. Me hablaron de grupos de oración de la Renovación
Carismática que rezan juntos el rosario. La oración a la Virgen no debe
faltar jamás, ¡jamás! Pero cuando os reunáis, alabad al Señor.
Veo entre vosotros a un querido amigo, el pastor Giovanni Traettino, a quien visité hace poco. Catholic Fraternity:
No olvides tus orígenes, no olvides que la Renovación Carismática es,
por su misma naturaleza, ecuménica. Sobre este tema el beato Pablo vi,
en su magnífica y actualísima exhortación sobre la evangelización, dice:
«…la fuerza de la evangelización quedará muy debilitada si los que
anuncian el Evangelio están divididos entre sí por tantas clases de
rupturas. ¿No estará quizás ahí hoy uno de los grandes males de la
evangelización? El testamento espiritual del Señor nos dice que la
unidad entre sus seguidores no es solamente la prueba de que somos
suyos, sino también la prueba de que Él es el enviado del Padre,
criterio de credibilidad de los cristianos y del mismo Cristo. Sí, la
suerte de la evangelización está ciertamente vinculada al testimonio de
unidad dado por la Iglesia. He aquí una fuente de responsabilidad, pero
también de consuelo» (Evangelii nuntiandi, 77). Hasta aquí, el beato Pablo VI.
Ecumenismo espiritual, rezar juntos y anunciar juntos que Jesús es el
Señor, y obrar juntos en ayuda de los pobres, en todas sus pobrezas.
Esto se debe hacer, y no olvidar que hoy la sangre de Jesús, derramada
por sus numerosos mártires cristianos en diversas partes del mundo, nos
interpela y nos impulsa a la unidad. Para los perseguidores, nosotros no
estamos divididos, no somos luteranos, ortodoxos, evangélicos,
católicos... ¡No! ¡Somos uno! Para los perseguidores, somos cristianos.
No les interesa otra cosa. Es el ecumenismo de la sangre que se vive
hoy.
Recordadlo: buscad la unidad, que es obra del Espíritu Santo, y no
temáis la diversidad. La respiración del cristiano, que deja entrar el
aire siempre nuevo del Espíritu Santo y lo espira al mundo. Oración de
alabanza y misión. Compartid el bautismo en el Espíritu Santo con todos
en la Iglesia. Ecumenismo espiritual y ecumenismo de la sangre. La
unidad del Cuerpo de Cristo. Preparad a la Esposa para el Esposo que
viene. Una sola Esposa. Todos (cf. Ap 22, 17).
Por último, una mención especial, además de mi agradecimiento, para
todos estos jóvenes músicos que vienen del norte de Brasil y que han
tocado al inicio; espero que sigan tocando un poco más. Me han recibido
con mucho afecto con el canto «Vive Jesús, el Señor». Sé que han
preparado algo más, y os invito a todos a escucharlos antes de
saludarnos. Gracias.
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A UNA DELEGACIÓN DE LA CONFERENCIA INTERNACIONAL
DE OBISPOS VETEROCATÓLICOS DE LA UNIÓN DE UTRECHT
Jueves 30 de octubre de 2014
Vuestra Gracia,
eminencia,
excelencias:
eminencia,
excelencias:
Dirijo mi cordial saludo a los miembros de la Conferencia de los
obispos veterocatólicos de la Unión de Utrecht. Vuestra visita nos
ofrece una ocasión proficua para reflexionar sobre nuestro viaje
ecuménico común.
Este año se celebra el quincuagésimo aniversario de la promulgación del decreto sobre el ecumenismo del Concilio Vaticano II, Unitatis redintegratio,
que inauguró una nueva era de relaciones ecuménicas y de compromiso en
la búsqueda de la unidad de los discípulos de Cristo. Para todos
nosotros, el trabajo de la Comisión internacional de diálogo
católica-veterocatólica desempeña un papel significativo en la búsqueda
de una creciente fidelidad a la oración del Señor «que todos sean uno» (Jn
17, 21). Fue posible construir puentes de entendimiento recíproco y de
cooperación práctica. Se realizaron acuerdos y detectaron diferencias de
manera cada vez más precisas, situándolas en contextos nuevos.
Si, por una parte, nos alegramos cada vez que podemos realizar
ulteriores pasos hacia una comunión más firme de fe y de vida, por otra,
nos entristecemos al tomar conciencia de los nuevos desacuerdos que
surgieron entre nosotros en el curso de los años. Las cuestiones
eclesiológicas y teológicas que acompañaron nuestra separación son ahora
más difíciles de superar por causa de nuestra creciente distancia sobre
temas concernientes al ministerio y al discernimiento ético.
El desafío que católicos y veterocatólicos tienen que afrontar es,
por consiguiente, el de perseverar en un diálogo teológico sustancial y
continuar caminando juntos, rezando juntos y trabajando juntos con un
espíritu más profundo de conversión a todo lo que Cristo quiere para su
Iglesia. En nuestra separación existieron, por ambas partes, pecados
graves y debilidades humanas. Con un espíritu de mutuo perdón y de
humilde arrepentimiento, ahora necesitamos fortalecer nuestro deseo de
reconciliación y de paz. El camino hacia la unidad inicia con una
conversión del corazón, con una conversión interior (cf. Unitatis redintegratio,
4). Es un viaje espiritual desde el encuentro a la amistad, de la
amistad a la fraternidad, de la fraternidad a la comunión. A lo largo
del recorrido, el cambio es inevitable. Tenemos que estar siempre
dispuestos a escuchar y seguir las sugerencias del Espíritu que nos guía
hacia la verdad plena (cf. Jn 16, 13).
Mientras tanto, en el corazón de Europa, tan confundida acerca de su
identidad y su vocación, existen muchas zonas en las que católicos y
veterocatólicos pueden colaborar, tratando de responder a la profunda
crisis espiritual que afecta a los individuos y a la sociedad. Hay sed
de Dios. Hay un profundo deseo de redescubrir el sentido de la vida. Y
hay una urgente necesidad de dar un testimonio creíble de las verdades y
de los valores del Evangelio. En esto podemos apoyarnos y alentarnos
mutuamente, sobre todo a nivel de parroquias y de comunidades locales.
En efecto, el alma del ecumenismo consiste en la «conversión del
corazón» y en la «santidad de vida, juntamente con las oraciones
privadas y públicas por la unidad de los cristianos» (Unitatis redintegratio,
8). Orando unos por otros y unos con otros, nuestras diferencias serán
aceptadas y superadas en la fidelidad al Señor y a su Evangelio.
Soy consciente del hecho que el «santo propósito de reconciliar a
todos los cristianos en la unidad de la única Iglesia de Jesucristo
excede las fuerzas y la capacidad humana» (Ibid., 24). Nuestra
esperanza reside en la oración de Cristo mismo por la Iglesia.
Adentrémonos entonces aún más profundamente en esta oración, de modo que
nuestros esfuerzos estén siempre sostenidos y guiados por la gracia
divina.
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A LOS PARTICIPANTES EN EL ENCUENTRO MUNDIAL DE MOVIMIENTOS POPULARES
Palacio Apostólico Vaticano
Aula Vieja del Sínodo
Martes 28 de octubre de 2014
Martes 28 de octubre de 2014
Buenos días de nuevo, estoy contento de estar entre ustedes, además
les digo una confidencia, es la primera vez que bajo acá, nunca había
venido. Como les decía, tengo mucha alegría y les doy una calurosa
bienvenida.
Gracias por haber aceptado esta invitación para debatir tantos
graves problemas sociales que aquejan al mundo hoy, ustedes que sufren
en carne propia la desigualdad y la exclusión. Gracias al Cardenal
Turkson por su acogida. Gracias, Eminencia, por su trabajo y sus palabras.
Este encuentro de Movimientos Populares es un signo, es un gran
signo: vinieron a poner en presencia de Dios, de la Iglesia, de los
pueblos, una realidad muchas veces silenciada.
¡Los pobres no sólo
padecen la injusticia sino que también luchan contra ella!
No se contentan con promesas ilusorias, excusas o coartadas. Tampoco
están esperando de brazos cruzados la ayuda de ONGs, planes
asistenciales o soluciones que nunca llegan o, si llegan, llegan de tal
manera que van en una dirección o de anestesiar o de domesticar. Esto es
medio peligroso. Ustedes sienten que los pobres ya no esperan y quieren
ser protagonistas, se organizan, estudian, trabajan, reclaman y, sobre
todo, practican esa solidaridad tan especial que existe entre los que
sufren, entre los pobres, y que nuestra civilización parece haber
olvidado, o al menos tiene muchas ganas de olvidar.
Solidaridad es una palabra que no cae bien siempre, yo diría que
algunas veces la hemos transformado en una mala palabra, no se puede
decir; pero es una palabra mucho más que algunos actos de generosidad
esporádicos. Es pensar y actuar en términos de comunidad, de prioridad
de vida de todos sobre la apropiación de los bienes por parte de
algunos. También es luchar contra las causas estructurales de la
pobreza, la desigualdad, la falta de trabajo, la tierra y la vivienda,
la negación de los derechos sociales y laborales. Es enfrentar los
destructores efectos del Imperio del dinero: los desplazamientos
forzados, las emigraciones dolorosas, la trata de personas, la droga, la
guerra, la violencia y todas esas realidades que muchos de ustedes
sufren y que todos estamos llamados a transformar. La solidaridad,
entendida, en su sentido más hondo, es un modo de hacer historia y eso es lo que hacen los movimientos populares.
Este encuentro nuestro no responde a una ideología. Ustedes no
trabajan con ideas, trabajan con realidades como las que mencioné y
muchas otras que me han contado… tienen los pies en el barro y las manos
en la carne. ¡Tienen olor a barrio, a pueblo, a lucha! Queremos que se
escuche su voz que, en general, se escucha poco. Tal vez porque molesta,
tal vez porque su grito incomoda, tal vez porque se tiene miedo al
cambio que ustedes reclaman, pero sin su presencia, sin ir realmente a
las periferias, las buenas propuestas y proyectos que a menudo
escuchamos en las conferencias internacionales se quedan en el reino de
la idea, es mi proyecto.
No se puede abordar el escándalo de la pobreza promoviendo
estrategias de contención que únicamente tranquilicen y conviertan a los
pobres en seres domesticados e inofensivos. Qué triste ver cuando
detrás de supuestas obras altruistas, se reduce al otro a la pasividad,
se lo niega o peor, se esconden negocios y ambiciones personales: Jesús
les diría hipócritas. Qué lindo es en cambio cuando vemos en movimiento a
Pueblos, sobre todo, a sus miembros más pobres y a los jóvenes.
Entonces sí se siente el viento de promesa que aviva la ilusión de un
mundo mejor. Que ese viento se transforme en vendaval de esperanza. Ese
es mi deseo.
Este encuentro nuestro responde a un anhelo muy concreto, algo que
cualquier padre, cualquier madre quiere para sus hijos; un anhelo que
debería estar al alcance de todos, pero hoy vemos con tristeza cada vez
más lejos de la mayoría: tierra, techo y trabajo. Es extraño pero si hablo de esto para algunos resulta que el Papa es comunista.
No se entiende que el amor a los pobres está al centro del Evangelio.
Tierra, techo y trabajo, eso por lo que ustedes luchan, son derechos
sagrados. Reclamar esto no es nada raro, es la doctrina social de la
Iglesia. Voy a detenerme un poco en cada uno de éstos porque ustedes los
han elegido como consigna para este encuentro.
Tierra. Al inicio de la creación, Dios creó al hombre,
custodio de su obra, encargándole de que la cultivara y la protegiera.
Veo que aquí hay decenas de campesinos y campesinas, y quiero
felicitarlos por custodiar la tierra, por cultivarla y por hacerlo en
comunidad. Me preocupa la erradicación de tantos hermanos campesinos que
sufren el desarraigo, y no por guerras o desastres naturales. El
acaparamiento de tierras, la desforestación, la apropiación del agua,
los agrotóxicos inadecuados, son algunos de los males que arrancan al
hombre de su tierra natal. Esta dolorosa separación, que no es sólo
física, sino existencial y espiritual, porque hay una relación con la
tierra que está poniendo a la comunidad rural y su peculiar modo de vida
en notoria decadencia y hasta en riesgo de extinción.
La otra dimensión del proceso ya global es el hambre. Cuando la
especulación financiera condiciona el precio de los alimentos
tratándolos como a cualquier mercancía, millones de personas sufren y
mueren de hambre. Por otra parte se desechan toneladas de alimentos.
Esto constituye un verdadero escándalo. El hambre es criminal, la
alimentación es un derecho inalienable. Sé que algunos de ustedes
reclaman una reforma agraria para solucionar alguno de estos problemas, y
déjenme decirles que en ciertos países, y acá cito el Compendio de la
Doctrina Social de la Iglesia, “la reforma agraria es además de una
necesidad política, una obligación moral” (CDSI, 300).
No lo digo solo yo, está en el Compendio de la Doctrina Social de la
Iglesia. Por favor, sigan con la lucha por la dignidad de la familia
rural, por el agua, por la vida y para que todos puedan beneficiarse de
los frutos de la tierra.
Segundo, Techo. Lo dije y lo repito: una casa para cada
familia. Nunca hay que olvidarse que Jesús nació en un establo porque en
el hospedaje no había lugar, que su familia tuvo que abandonar su hogar
y escapar a Egipto, perseguida por Herodes. Hoy hay tantas familias sin
vivienda, o bien porque nunca la han tenido o bien porque la han
perdido por diferentes motivos. Familia y vivienda van de la mano. Pero,
además, un techo, para que sea hogar, tiene una dimensión comunitaria: y
es el barrio… y es precisamente en el barrio donde se empieza a
construir esa gran familia de la humanidad, desde lo más inmediato,
desde la convivencia con los vecinos. Hoy vivimos en inmensas ciudades
que se muestran modernas, orgullosas y hasta vanidosas. Ciudades que
ofrecen innumerables placeres y bienestar para una minoría feliz… pero
se le niega el techo a miles de vecinos y hermanos nuestros, incluso
niños, y se los llama, elegantemente, “personas en situación de calle”.
Es curioso como en el mundo de las injusticias, abundan los eufemismos.
No se dicen las palabras con la contundencia y la realidad se busca en
el eufemismo. Una persona, una persona segregada, una persona apartada,
una persona que está sufriendo la miseria, el hambre, es una persona en
situación de calle: palabra elegante ¿no? Ustedes busquen siempre, por
ahí me equivoco en alguno, pero en general, detrás de un eufemismo hay
un delito.
Vivimos en ciudades que construyen torres, centros comerciales, hacen
negocios inmobiliarios… pero abandonan a una parte de sí en las
márgenes, las periferias. ¡Cuánto duele escuchar que a los asentamientos
pobres se los margina o, peor, se los quiere erradicar! Son crueles las
imágenes de los desalojos forzosos, de las topadoras derribando
casillas, imágenes tan parecidas a las de la guerra. Y esto se ve hoy.
Ustedes saben que en las barriadas populares donde muchos de ustedes
viven subsisten valores ya olvidados en los centros enriquecidos. Los
asentamientos están bendecidos con una rica cultura popular: allí el
espacio público no es un mero lugar de tránsito sino una extensión del
propio hogar, un lugar donde generar vínculos con los vecinos. Qué
hermosas son las ciudades que superan la desconfianza enfermiza e
integran a los diferentes y que hacen de esa integración un nuevo factor
de desarrollo. Qué lindas son las ciudades que, aun en su diseño
arquitectónico, están llenas de espacios que conectan, relacionan,
favorecen el reconocimiento del otro. Por eso, ni erradicación ni
marginación: Hay que seguir en la línea de la integración urbana. Esta
palabra debe desplazar totalmente a la palabra erradicación, desde ya,
pero también esos proyectos que pretenden barnizar los
barrios pobres, aprolijar las periferias y maquillar las heridas
sociales en vez de curarlas promoviendo una integración auténtica y
respetuosa. Es una especie de arquitectura de maquillaje ¿no? Y va por
ese lado. Sigamos trabajando para que todas las familias tengan
una vivienda y para que todos los barrios tengan una infraestructura
adecuada (cloacas, luz, gas, asfalto, y sigo: escuelas, hospitales o
salas de primeros auxilios, club deportivo y todas las cosas que crean
vínculos y que unen, acceso a la salud –lo dije- y a la educación y a la
seguridad en la tenencia.
Tercero, Trabajo. No existe peor pobreza material - me urge subrayarlo-,
no existe peor pobreza material, que la que no permite ganarse el pan y
priva de la dignidad del trabajo. El desempleo juvenil, la informalidad
y la falta de derechos laborales no son inevitables, son resultado de
una previa opción social, de un sistema económico que pone los
beneficios por encima del hombre, si el beneficio es económico, sobre la
humanidad o sobre el hombre, son efectos de una cultura del descarte
que considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo, que se
puede usar y luego tirar.
Hoy, al fenómeno de la explotación y de la opresión se le suma una
nueva dimensión, un matiz gráfico y duro de la injusticia social; los
que no se pueden integrar, los excluidos son desechos, “sobrantes”. Esta
es la cultura del descarte y sobre esto quisiera ampliar algo que no
tengo escrito pero se me ocurre recordarlo ahora. Esto sucede cuando al
centro de un sistema económico está el dios dinero y no el hombre, la
persona humana. Sí, al centro de todo sistema social o económico tiene
que estar la persona, imagen de Dios, creada para que fuera el dominador del universo. Cuando la persona es desplazada y viene el dios dinero sucede esta trastocación de valores.
Y, para graficar, recuerdo una enseñanza de alrededor del año 1200.
Un rabino judío explicaba a sus feligreses la historia de la torre de
babel y entonces contaba cómo, para construir esta torre de babel, había
que hacer mucho esfuerzo, había que fabricar los ladrillos, para
fabricar los ladrillos había que hacer el barro y traer la paja, y
amasar el barro con la paja, después cortarlo en cuadrado, después
hacerlo secar, después cocinarlo, y cuando ya estaban cocidos y fríos,
subirlos para ir construyendo la torre.
Si se caía un ladrillo, era muy caro el ladrillo con todo este
trabajo, si se caía un ladrillo era casi una tragedia nacional. Al que
lo dejaba caer lo castigaban o lo suspendían o no sé lo que le hacían, y
si caía un obrero no pasaba nada. Esto es cuando la persona está al
servicio del dios dinero y esto lo contaba un rabino judío, en el año 1200 explicaba estas cosas horribles.
Y respecto al descarte también tenemos que ser un poco atentos a lo
que sucede en nuestra sociedad. Estoy repitiendo cosas que he dicho y
que están en la Evangelii Gaudium.
Hoy día, se descartan los chicos porque el nivel de natalidad en muchos
países de la tierra ha disminuido o se descartan los chicos por no
tener alimentación o porque se les mata antes de nacer, descarte de
niños.
Se descartan los ancianos, porque, bueno, no sirven, no producen, ni
chicos ni ancianos producen, entonces con sistemas más o menos
sofisticados se les va abandonando lentamente, y ahora, como es
necesario en esta crisis recuperar un cierto equilibrio, estamos
asistiendo a un tercer descarte muy doloroso, el descarte de los
jóvenes. Millones de jóvenes, yo no quiero decir la cifra porque no la
sé exactamente y la que leí me parece un poco exagerada, pero millones
de jóvenes descartados del trabajo, desocupados.
En los países de Europa, y estas si son estadísticas muy claras, acá
en Italia, pasó un poquitito del 40% de jóvenes desocupados; ya saben lo
que significa 40% de jóvenes, toda una generación, anular a toda una
generación para mantener el equilibrio. En otro país de Europa está
pasando el 50% y en ese mismo país del 50%, en el sur, el
60%, son cifras claras, óseas del descarte. Descarte de niños, descarte
de ancianos, que no producen, y tenemos que sacrificar una generación de
jóvenes, descarte de jóvenes, para poder mantener y reequilibrar un
sistema en el cual en el centro está el dios dinero y no la persona
humana.
Pese a esto, a esta cultura del descarte, a esta cultura de los
sobrantes, tantos de ustedes, trabajadores excluidos, sobrantes para
este sistema, fueron inventando su propio trabajo con todo aquello que
parecía no poder dar más de sí mismo… pero ustedes, con su
artesanalidad, que les dio Dios… con su búsqueda, con su solidaridad,
con su trabajo comunitario, con su economía popular, lo han logrado y lo
están logrando…. Y déjenme decírselo, eso además de trabajo, es poesía.
Gracias.
Desde ya, todo trabajador, esté o no esté en el sistema formal del
trabajo asalariado, tiene derecho a una remuneración digna, a la
seguridad social y a una cobertura jubilatoria. Aquí hay cartoneros,
recicladores, vendedores ambulantes, costureros, artesanos, pescadores,
campesinos, constructores, mineros, obreros de empresas recuperadas,
todo tipo de cooperativistas y trabajadores de oficios populares que
están excluidos de los derechos laborales, que se les niega la
posibilidad de sindicalizarse, que no tienen un ingreso adecuado y
estable. Hoy quiero unir mi voz a la suya y acompañarlos en su lucha.
En este Encuentro, también han hablado de la Paz y de Ecología.
Es lógico: no puede haber tierra, no puede haber techo, no puede haber
trabajo si no tenemos paz y si destruimos el planeta. Son temas tan
importantes que los Pueblos y sus organizaciones de base no pueden dejar
de debatir. No pueden quedar sólo en manos de los dirigentes políticos.
Todos los pueblos de la tierra, todos los hombres y mujeres de buena
voluntad, tenemos que alzar la voz en defensa de estos dos preciosos
dones: la paz y la naturaleza. La hermana madre tierra como la llamaba
San Francisco de Asís.
Hace poco dije, y lo repito, que estamos viviendo la tercera guerra
mundial pero en cuotas. Hay sistemas económicos que para sobrevivir
deben hacer la guerra. Entonces se fabrican y se venden armas y, con eso
los balances de las economías que sacrifican al hombre a los pies del
ídolo del dinero, obviamente quedan saneados. Y no se piensa en
los niños hambrientos en los campos de refugiados, no se piensa en los
desplazamientos forzosos, no se piensa en las viviendas destruidas, no
se piensa, desde ya, en tantas vidas segadas. Cuánto sufrimiento, cuánta
destrucción, cuánto dolor. Hoy, queridos hermanas y hermanos, se
levanta en todas las partes de la tierra, en todos los pueblos, en cada
corazón y en los movimientos populares, el grito de la paz: ¡Nunca más
la guerra!
Un sistema económico centrado en el dios dinero necesita también
saquear la naturaleza, saquear la naturaleza, para sostener el ritmo
frenético de consumo que le es inherente. El cambio climático, la
pérdida de la biodiversidad, la desforestación ya están mostrando sus
efectos devastadores en los grandes cataclismos que vemos, y los que más
sufren son ustedes, los humildes, los que viven cerca de las costas en
viviendas precarias o que son tan vulnerables económicamente que frente a
un desastre natural lo pierden todo. Hermanos y hermanas: la creación
no es una propiedad, de la cual podemos disponer a nuestro gusto; ni
mucho menos, es una propiedad sólo de algunos, de pocos: la creación es
un don, es un regalo, un don maravilloso que Dios nos ha dado
para que cuidemos de él y lo utilicemos en beneficio de todos, siempre
con respeto y gratitud. Ustedes quizá sepan que estoy preparando una
encíclica sobre Ecología: tengan la seguridad que sus preocupaciones
estarán presentes en ella. Les agradezco, aprovecho para agradecerles,
la carta que me hicieron llegar los integrantes de la Vía Campesina, la
Federación de Cartoneros y tantos otros hermanos al respecto.
Hablamos de la tierra, de trabajo, de techo… hablamos de trabajar
por la paz y cuidar la naturaleza… Pero ¿por qué en vez de eso nos
acostumbramos a ver cómo se destruye el trabajo digno, se
desahucia a tantas familias, se expulsa a los campesinos, se hace la
guerra y se abusa de la naturaleza? Porque en este sistema se ha sacado
al hombre, a la persona humana, del centro y se lo ha reemplazado por
otra cosa. Porque se rinde un culto idolátrico al dinero. Porque se ha
globalizado la indiferencia, se ha globalizado la indiferencia: a mí
¿qué me importa lo que les pasa a otros mientras yo defienda lo mío? Porque el mundo se ha olvidado de Dios, que es Padre; se ha vuelto huérfano porque dejó a Dios de lado.
Algunos de ustedes expresaron: Este sistema ya no se aguanta.
Tenemos que cambiarlo, tenemos que volver a llevar la dignidad humana al
centro y que sobre ese pilar se construyan las estructuras sociales
alternativas que necesitamos. Hay que hacerlo con coraje, pero también
con inteligencia. Con tenacidad, pero sin fanatismo. Con pasión, pero
sin violencia. Y entre todos, enfrentando los conflictos sin quedar
atrapados en ellos, buscando siempre resolver las tensiones para
alcanzar un plano superior de unidad, de paz y de justicia. Los
cristianos tenemos algo muy lindo, una guía de acción, un programa,
podríamos decir, revolucionario. Les recomiendo vivamente que lo lean,
que lean las bienaventuranzas que están en el capítulo 5 de San Mateo y 6
de San Lucas, (cfr. Mt 5, 3 y Lc 6, 20) y que lean el pasaje de Mateo 25. Se lo dije a los jóvenes en Río de Janeiro, con esas dos cosas tienen el programa de acción.
Sé que entre ustedes hay personas de distintas religiones, oficios,
ideas, culturas, países, continentes. Hoy están practicando aquí la
cultura del encuentro, tan distinta a la xenofobia, la discriminación y
la intolerancia que tantas veces vemos. Entre los excluidos se da ese
encuentro de culturas donde el conjunto no anula la particularidad, el
conjunto no anula la particularidad. Por eso a mí me gusta la imagen del
poliedro, una figura geométrica con muchas caras distintas. El poliedro
refleja la confluencia de todas las parcialidades que en él conservan
la originalidad. Nada se disuelve, nada se destruye, nada se domina,
todo se integra, todo se integra. Hoy también están buscando esa
síntesis entre lo local y lo global. Sé que trabajan día tras día en lo
cercano, en lo concreto, en su territorio, su barrio, su lugar de
trabajo: los invito también a continuar buscando esa perspectiva más
amplia, que nuestros sueños vuelen alto y abarquen el todo.
De ahí que me parece importante esa propuesta que algunos me han
compartido de que estos movimientos, estas experiencias de solidaridad
que crecen desde abajo, desde el subsuelo del planeta, confluyan, estén
más coordinadas, se vayan encontrando, como lo han hecho ustedes en
estos días. Atención, nunca es bueno encorsetar el movimiento en
estructuras rígidas, por eso dije encontrarse, mucho menos es bueno
intentar absorberlo, dirigirlo o dominarlo; movimientos libres tiene su
dinámica propia, pero sí, debemos intentar caminar juntos. Estamos en
este salón, que es el salón del Sínodo viejo, ahora hay uno nuevo, y
sínodo quiere decir precisamente “caminar juntos”: que éste sea un
símbolo del proceso que ustedes han iniciado y que están llevando
adelante.
Los movimientos populares expresan la necesidad urgente de
revitalizar nuestras democracias, tantas veces secuestradas por
innumerables factores. Es imposible imaginar un futuro para la sociedad
sin la participación protagónica de las grandes mayorías y ese
protagonismo excede los procedimientos lógicos de la democracia formal.
La perspectiva de un mundo de paz y justicia duraderas nos reclama
superar el asistencialismo paternalista, nos exige crear nuevas formas
de participación que incluya a los movimientos populares y anime las
estructuras de gobierno locales, nacionales e internacionales con ese
torrente de energía moral que surge de la incorporación de los excluidos
en la construcción del destino común. Y esto con ánimo constructivo,
sin resentimiento, con amor.
Yo los acompaño de corazón en ese camino. Digamos juntos desde el
corazón: Ninguna familia sin vivienda, ningún campesino sin tierra,
ningún trabajador sin derechos, ninguna persona sin la dignidad que da
el trabajo.
Queridos hermanas y hermanos: sigan con su lucha, nos hacen bien a
todos. Es como una bendición de humanidad. Les dejo de recuerdo, de
regalo y con mi bendición, unos rosarios que fabricaron artesanos,
cartoneros y trabajadores de la economía popular de América Latina.
Y en este acompañamiento rezo por ustedes, rezo con
ustedes y quiero pedirle a nuestro Padre Dios que los acompañe y los
bendiga, que los colme de su amor y los acompañe en el camino dándoles
abundantemente esa fuerza que nos mantiene en pie: esa fuerza es la
esperanza, la esperanza que no defrauda, gracias.
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SESIÓN PLENARIA DE LA ACADEMIA PONTIFICIA DE LAS CIENCIAS
INAUGURACIÓN DE UN BUSTO
EN HONOR DEL PAPA BENEDICTO XVI
SESIÓN PLENARIA DE LA ACADEMIA PONTIFICIA DE LAS CIENCIAS
INAUGURACIÓN DE UN BUSTO
EN HONOR DEL PAPA BENEDICTO XVI
Casina Pío IV
Lunes 27 de octubre de 2014
Lunes 27 de octubre de 2014
Señores cardenales,
queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
ilustres señoras y señores:
queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
ilustres señoras y señores:
Mientras caía el velo del busto, que los académicos quisieron colocar
en la sede de la Pontificia Academia de ciencias como signo de
reconocimiento y gratitud, una emoción gozosa se hizo presente en mi
alma. Este busto de Benedicto XVI recuerda a los ojos de todos la
persona y el rostro del querido Papa Ratzinger. Recuerda también su
espíritu: sus enseñanzas, sus ejemplos, sus obras, su devoción a la
Iglesia, su actual vida «monástica». Este espíritu, lejos de disgregarse
con el paso del tiempo, se presentará de generación en generación cada
vez más grande y poderoso. Benedicto XVI: un gran Papa. Grande por la
fuerza y penetración de su inteligencia, grande por su relevante
aportación a la teología, grande por su amor a la Iglesia y a los seres
humanos, grande por su virtud y su religiosidad. Como vosotros bien lo
sabéis, su amor a la verdad no se limita a la teología y a la filosofía,
sino que se abre a las ciencias. Su amor a la ciencia se extiende en la
solicitud por los científicos, sin distinción de raza, nacionalidad,
civilización, religión; solicitud por la Academia, desde que san Juan
Pablo II lo nombró miembro. Él supo honrar a la Academia con su
presencia y con su palabra, y ha nombrado a muchos de sus miembros,
comprendido el actual presidente Werner Arber. Benedicto XVI, consciente
de la importancia de la ciencia en la cultura moderna, invitó, por
primera vez, a un presidente de esta Academia a participar en el Sínodo
sobre la nueva evangelización. Cierto, de él no se podrá jamás decir que
el estudio y la ciencia hayan vuelto árida su persona y su amor a Dios y
al prójimo, sino al contrario, que la ciencia, la sabiduría y la
oración han dilatado su corazón y su espíritu. Demos gracias a Dios por
el don que hizo a la Iglesia y al mundo con la existencia y el
pontificado del Papa Benedicto. Agradezco a todos aquellos que,
generosamente, han hecho posible esta obra y este acto, de modo
particular al autor del busto, el escultor Fernando Delia, a la familia
Tua, y a todos los académicos. Deseo dar las gracias a todos vosotros
que estáis aquí presentes para honrar a este gran Papa.
En la conclusión de vuestra sesión plenaria, queridos académicos,
estoy feliz de poder expresar mi profunda estima y mi caluroso aliento
para llevar adelante el progreso científico y la mejora de las
condiciones de vida de la gente, especialmente de los más pobres.
Estáis afrontando el tema altamente complejo de la evolución del
concepto de naturaleza. No entraré en absoluto, lo entendéis bien, en la
complejidad científica de esta importante y decisiva cuestión. Quiero
sólo destacar que Dios y Cristo caminan con nosotros y están presentes
también en la naturaleza, como lo afirmó el apóstol Pablo en el discurso
en el areópago: «Pues en Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch
17, 28). Cuando leemos en el Génesis el relato de la creación corremos
el riesgo de imaginar que Dios haya sido un mago, con una varita mágica
capaz de hacer todas las cosas. Pero no es así. Él creó los seres
humanos y los dejó desarrollarse según las leyes internas que Él dio a
cada uno, para que se desarrollase, para que llegase a la propia
plenitud. Él dio autonomía a los seres del universo al mismo tiempo que
les aseguró su presencia continua, dando el ser a cada realidad. Y así
la creación siguió su ritmo durante siglos y siglos, milenios y milenios
hasta que se convirtió en lo que conocemos hoy, precisamente porque
Dios no es un demiurgo o un mago, sino el Creador que da el ser a todas
las cosas. El inicio del mundo no es obra del caos que debe a otro su
origen, sino que se deriva directamente de un Principio supremo que crea
por amor. El Big-Bang, que hoy se sitúa en el origen del mundo,
no contradice la intervención de un creador divino, sino que la
requiere. La evolución de la naturaleza no se contrapone a la noción de
creación, porque la evolución presupone la creación de los seres que
evolucionan.
Respecto al hombre, hay un cambio y una novedad. Cuando, el sexto día
del relato del Génesis, llega la creación del hombre, Dios da al ser
humano otra autonomía, una autonomía distinta a la autonomía de la
naturaleza, que es la libertad. Y dice al hombre que ponga nombre a
todas las cosas y que siga adelante a lo largo de la historia. Lo hace
responsable de la creación, para que domine la creación, para que la
desarrolle y así hasta el fin de los tiempos. Así, pues, al científico, y
sobre todo al científico cristiano, le corresponde la actitud de
interrogarse acerca del futuro de la humanidad y de la tierra, y, como
ser libre y responsable, cooperar a prepararlo, preservarlo, y a
eliminar los riesgos del medio ambiente tanto naturales como humanos.
Pero, al mismo tiempo, el científico debe estar movido por la confianza
de que la naturaleza oculte, en sus mecanismos evolutivos, las
potencialidades que corresponde a la inteligencia y a la libertad
descubrir y poner en práctica para llegar al desarrollo que está en el
designio del Creador. Entonces, por muy limitada que sea, la acción del
hombre participa en el poder de Dios y es capaz de construir un mundo
adecuado a su doble vida corpórea y espiritual; construir un mundo
humano para todos los seres humanos y no para un grupo o una clase de
privilegiados. Esta esperanza y confianza en Dios, autor de la
naturaleza, y en la capacidad del espíritu humano son capaces de dar al
investigador una energía nueva y una serenidad profunda. Pero es también
verdad que la acción del hombre, cuando su libertad se convierte en
autonomía —que no es libertad, sino autonomía— destruye la creación y el
hombre ocupa el sitio del Creador. Y este es el grave pecado contra
Dios Creador.
Os aliento a seguir vuestros trabajos y a realizar las felices
iniciativas teóricas y prácticas en favor de los seres humanos que en
todo ello os honran. Entrego ahora con alegría el distintivo, que
monseñor Sánchez Sorondo dará a los nuevos miembros. Gracias.
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A UNA DELEGACIÓN DE LA "ORIENTALE LUMEN FOUNDATION"
Palacio Apostólico Vaticnao
Sala de los Papas
Viernes 24 de octubre de 2014
Viernes 24 de octubre de 2014
Queridos hermanos en Cristo:
Saludo con afecto a todos los participantes en la peregrinación ecuménica, promovida por la Orientale Lumen Foundation
y guiada por el metropolita Kállistos de Diokleia, a quien agradezco
sus palabras. En estos días vosotros hacéis una etapa aquí en Roma.
Gracias por vuestra presencia.
Toda peregrinación cristiana no es sólo un itinerario geográfico,
sino sobre todo la ocasión de un camino de renovación interior para ir
cada vez más hacia Cristo Señor, «el que inició y completa nuestra fe» (Hb
12, 2). Estas dimensiones son absolutamente esenciales para avanzar
también a lo largo del camino que lleva a la reconciliación y a la plena
comunión entre todos los creyentes en Cristo. No existe un auténtico
diálogo ecuménico sin la disponibilidad a una renovación interior y a la
búsqueda de una mayor fidelidad a Cristo y a su voluntad.
Me complace saber que en esta peregrinación vuestra habéis elegido
recordar a los Papas Juan XXIII y Juan Pablo II, que fueron canonizados
el pasado mes de abril. Esta elección destaca sus grandes aportaciones
al desarrollo de las relaciones cada vez más estrechas entre la Iglesia
católica y las Iglesias ortodoxas. El ejemplo de estos dos santos es
seguramente iluminador para todos nosotros, porque ellos han
testimoniado siempre una pasión ardiente por la unidad de los
cristianos, que brota de la escucha dócil de la voluntad del Señor, que
en la última Cena rezó al Padre para que sus discípulos «sean uno» (Jn
17, 21). En este momento, deseo recordar solamente, entre las muchas
cosas que se podrían mencionar, que san Juan XXIII, en el momento en que
anunció la convocación del Concilio Vaticano II, indicó entre sus
finalidades precisamente la unidad de los cristianos, y que san Juan
Pablo II dio un notable impulso al compromiso ecuménico de la Iglesia
católica con su carta encíclica Ut Unum Sint.
Durante vuestra peregrinación a Roma, queridos hermanos, quisiera
pediros que recéis también por mí, a fin de que, con la intercesión de
estos dos santos predecesores míos, pueda desempeñar mi ministerio de
obispo de Roma al servicio de la comunión y de la unidad de la Iglesia,
siguiendo en todo la voluntad del Señor.
En los próximos días, vuestra peregrinación realizará una etapa en El
Fanar, donde encontraréis al Patriarca ecuménico, Su Santidad Bartolomé
I. Os pido que le transmitáis mis cordiales y fraternales saludos
asegurando mi afecto y mi estima. Como sabéis, yo también me estoy
preparando para visitar el Patriarcado ecuménico en noviembre próximo
con ocasión de la fiesta del apóstol san Andrés, respondiendo a la
amable invitación de Su Santidad Bartolomé i. La visita del obispo de
Roma al Patriarcado ecuménico y el nuevo encuentro entre el Patriarca
Bartolomé y mi persona serán signos del profundo vínculo que une a las
sedes de Roma y de Constantinopla y del deseo de superar, en el amor y
la verdad, lo obstáculos que aún nos separan.
Deseándoos una buena continuación en vuestra peregrinación con
abundantes dones espirituales, os pido por favor que recéis por mí y de
corazón os imparto mi bendición.
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PALABRAS DEL SANTO PADRE CONSISTORIO ORDINARIO PÚBLICO
Aula Nueva del Sínodo
Lunes 20 de octubre de 2014
Lunes 20 de octubre de 2014
Eminencias,
queridos patriarcas y hermanos en el episcopado:
queridos patriarcas y hermanos en el episcopado:
Al día siguiente de la clausura de la tercera Asamblea general
extraordinaria del Sínodo de los obispos sobre la familia, he querido
dedicar este Consistorio, además de algunas causas de canonización, a
otra cuestión que me interesa mucho, o sea, Oriente Medio y, en
especial, la situación de los cristianos en la región. Os agradezco
vuestra presencia.
Nos une el deseo de paz y de estabilidad en Oriente Medio y la
voluntad de favorecer la resolución de los conflictos a través del
diálogo, la reconciliación y el compromiso político. Al mismo tiempo,
queremos ofrecer la mayor ayuda posible a las comunidades cristianas
para apoyar su permanencia en la región.
Como he tenido ocasión de reiterar en varias ocasiones, no podemos
resignarnos a pensar en Oriente Medio sin los cristianos, que desde hace
dos mil años testimonian allí el nombre de Jesús. Los últimos
acontecimientos, sobre todo en Irak y en Siria, son muy preocupantes.
Asistimos a un fenómeno de terrorismo de dimensiones antes
inimaginables. Muchos hermanos nuestros son perseguidos y han tenido que
dejar sus casas incluso de manera brutal. Parece que se ha perdido la
consciencia del valor de la vida humana, parece que la persona no cuente
y se pueda sacrificar por otros intereses. Y todo esto,
lamentablemente, con la indiferencia de muchos.
Esta situación injusta requiere, además de nuestra constante oración,
una adecuada respuesta también por parte de la comunidad internacional.
Estoy seguro de que, con la ayuda del Señor, del encuentro de hoy
surgirán reflexiones válidas y sugerencias para poder ayudar a nuestros
hermanos que sufren y para salir también al encuentro del drama de la
reducción de la presencia cristiana en la tierra donde nació y desde la
que se difundió el cristianismo.
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CLAUSURA DE LA III ASAMBLEA GENERAL EXTRAORDINARIA DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS
Aula del Sínodo
Sábado 18 de octubre de 2014
Sábado 18 de octubre de 2014
Eminencias, beatitudes, excelencias, hermanos y hermanas:
Con un corazón lleno de agradecimiento y gratitud quiero agradecer,
juntamente con vosotros, al Señor que, en los días pasados, nos ha
acompañado y guiado con la luz del Espíritu Santo.
Doy las gracias de corazón al señor cardenal Lorenzo Baldisseri,
secretario general del Sínodo, a monseñor Fabio Fabene, subsecretario, y
con él agradezco al relator, cardenal Péter Erdő, que tanto ha
trabajado en los días de luto familiar, al secretario especial, monseñor
Bruno Forte, a los tres presidentes delegados, los escritores, los
consultores, los traductores y los anónimos, todos aquellos que
trabajaron con auténtica fidelidad detrás del telón y total entrega a la
Iglesia y sin pausa: ¡muchas gracias!
Doy las gracias igualmente a todos vosotros, queridos padres
sinodales, delegados fraternos, auditores, auditoras y asesores por
vuestra participación activa y fructuosa. Os llevaré en la oración,
pidiendo al Señor que os recompense con la abundancia de sus dones de
gracia.
Podría decir serenamente que —con un espíritu de colegialidad y sinodalidad— hemos vivido de verdad una experiencia de «Sínodo», un itinerario solidario, un «camino juntos».
Y habiendo sido «un camino» —y como todo camino hubo momentos de marcha
veloz, casi queriendo ganar al tiempo y llegar lo antes posible a la
meta; otros momentos de cansancio, casi queriendo decir basta; otros
momentos de entusiasmo e ímpetu. Hubo momentos de profunda consolación
escuchando los testimonios de auténticos pastores (cf. Jn 10 y can.
375, 386, 387) que llevan sabiamente en el corazón las alegrías y las
lágrimas de sus fieles. Momentos de consolación y de gracia y de
consuelo escuchando los testimonios de las familias que participaron en
el Sínodo y compartieron con nosotros la belleza y la alegría de su vida
matrimonial. Un camino donde el más fuerte sintió el deber de ayudar al
menos fuerte, donde el más experto se dispuso a servir a los demás,
incluso a través de la confrontación. Y puesto que es un camino de
hombres, con las consolaciones hubo también otros momentos de
desolación, de tensión y de tentaciones, de las cuales se podría
mencionar alguna posibilidad:
—una: la tentación del endurecimiento hostil, es decir, el querer cerrarse dentro de lo escrito (la letra) y no dejarse sorprender por Dios, por el Dios de las sorpresas (el espíritu);
dentro de la ley, dentro de la certeza de lo que conocemos y no de lo
que debemos aún aprender y alcanzar. Desde los tiempos de Jesús, es la
tentación de los celantes, los escrupulosos, los diligentes y de los así
llamados —hoy— «tradicionalistas», y también de los intelectualistas.
—La tentación del buenismo destructivo, que en nombre de una
misericordia engañadora venda las heridas sin antes curarlas y
medicarlas; que trata los síntomas y no las causas y las raíces. Es la
tentación de los «buenistas», de los temerosos y también de los así
llamados «progresistas y liberales».
—La tentación de transformar la piedra en pan para romper un ayuno largo, pesado y doloroso (cf. Lc 4, 1-4), y también de transformar el pan en piedra y tirarla contra los pecadores, los débiles y los enfermos (cf. Jn 8, 7), es decir, transformarlo en «cargas insoportables» (Lc 11, 46).
—La tentación de bajar de la cruz, para contentar a la gente, y no
permanecer allí, para cumplir la voluntad del Padre; de ceder al
espíritu mundano en lugar de purificarlo y conducirlo al Espíritu de
Dios.
—La tentación de descuidar el «depositum fidei»,
considerándose no custodios sino propietarios y dueños, o, por otra
parte, la tentación de descuidar la realidad utilizando una lengua
minuciosa y un lenguaje pulido para decir muchas cosas y no decir nada.
Los llamaban «bizantinismos», creo, a estas cosas...
Queridos hermanos y hermanas, las tentaciones no nos deben ni asustar
ni desconcertar, y ni siquiera desalentar, porque ningún discípulo es
más grande que su maestro. Por lo tanto, si Jesús fue tentado —y además
llamado Belzebú (cf. Mt 12, 24)—, sus discípulos no deben esperarse un trato mejor.
Personalmente me hubiese preocupado mucho y entristecido si no
hubiesen estado estas tentaciones y estas animados debates; este
movimiento de los espíritus, como lo llamaba san Ignacio (EE, 6),
si todos hubiesen estado de acuerdo o silenciosos en una falsa y
quietista paz. En cambio, he visto y escuchado —con alegría y gratitud—
discursos e intervenciones llenas de fe, de celo pastoral y doctrinal,
de sabiduría, de franqueza, de valentía y de parresia. Y he percibido que se puso delante de los propios ojos el bien de la Iglesia, de las familias y la «suprema lex», la «salus animarum» (cf. can.
1752). Y esto siempre —lo hemos dicho aquí, en el aula— sin poner jamás
en duda las verdades fundamentales del sacramento del matrimonio: la
indisolubilidad, la unidad, la fidelidad y la procreación, o sea la
apertura a la vida (cf. can. 1055, 1056 y Gaudium et spes, 48).
Y esta es la Iglesia, la viña del Señor, la Madre fértil y la Maestra
atenta, que no tiene miedo de arremangarse para derramar el óleo y el
vino sobre las heridas de los hombres (cf. Lc 10, 25-37); que no
mira a la humanidad desde un castillo de cristal para juzgar o
clasificar a las personas. Esta es la Iglesia una, santa, católica,
apostólica y formada por pecadores, necesitados de su misericordia. Esta
es la Iglesia, la verdadera esposa de Cristo, que trata de ser fiel a
su Esposo y a su doctrina. Es la Iglesia que no tiene miedo de comer y
beber con las prostitutas y los publicanos (cf. Lc 15). La
Iglesia que tiene las puertas abiertas de par en par para recibir a los
necesitados, a los arrepentidos y no sólo a los justos o a aquellos que
creen ser perfectos. La Iglesia que no se avergüenza del hermano caído y
no finge de no verlo, es más, se siente implicada y casi obligada a
levantarlo y animarlo a retomar el camino y lo acompaña hacia el
encuentro definitivo, con su Esposo, en la Jerusalén celestial.
Esta es la Iglesia, nuestra madre. Y cuando la Iglesia, en la
variedad de sus carismas, se expresa en comunión, no puede equivocarse:
es la belleza y la fuerza del sensus fidei, de ese sentido
sobrenatural de la fe, dado por el Espíritu Santo a fin de que, juntos,
podamos entrar todos en el corazón del Evangelio y aprender a seguir a
Jesús en nuestra vida, y esto no se debe ver como motivo de confusión y
malestar.
Muchos cronistas, o gente que habla, imaginaron ver una Iglesia en
disputa donde una parte está contra la otra, dudando incluso del
Espíritu Santo, el auténtico promotor y garante de la unidad y la
armonía en la Iglesia. El Espíritu Santo que a lo largo de la historia
siempre condujo la barca, a través de sus ministros, incluso cuando el
mar iba en sentido contrario y estaba agitado y los ministros eran
infieles y pecadores.
Y, como me atreví a deciros al inicio, era necesario vivir todo esto
con tranquilidad, con paz interior, también porque el Sínodo se
desarrolla cum Petro et sub Petro, y la presencia del Papa es garantía para todos.
Ahora hablemos un poco del Papa en relación con los obispos... Por lo
tanto, la tarea del Papa es garantizar la unidad de la Iglesia; es
recordar a los pastores que su primer deber es alimentar al rebaño
—nutrir al rebaño— que el Señor les encomendó y tratar de acoger —con
paternidad y misericordia y sin falsos miedos— a las ovejas perdidas. Me
equivoqué aquí. Dije acoger: ir a buscarlas.
Su tarea es recordar a todos que la autoridad en la Iglesia es servicio (cf. Mc 9,
33-35) como explicó con claridad el Papa Benedicto XVI, con palabras
que cito textualmente: «La Iglesia está llamada y comprometida a ejercer
este tipo de autoridad, que es servicio, y no la ejerce a título
personal, sino en el nombre de Jesucristo... a través de los pastores de
la Iglesia, en efecto, Cristo apacienta su rebaño: es Él quien lo guía,
lo protege y lo corrige, porque lo ama profundamente. Pero el Señor
Jesús, Pastor supremo de nuestras almas, ha querido que el Colegio
apostólico, hoy los obispos, en comunión con el Sucesor de Pedro...
participen en esta misión suya de hacerse cargo del pueblo de Dios, de
ser educadores en la fe, orientando, animando y sosteniendo a la
comunidad cristiana o, como dice el Concilio, “procurando personalmente,
o por medio de otros, que cada uno de los fieles sea conducido en el
Espíritu Santo a cultivar su propia vocación según el Evangelio, a la
caridad sincera y diligente y a la libertad con que Cristo nos liberó” (Presbyterorum Ordinis,
6) ... a través de nosotros —continúa el Papa Benedicto— el Señor llega
a las almas, las instruye, las custodia, las guía. San Agustín, en su
Comentario al Evangelio de san Juan, dice: “Apacentar el rebaño del
Señor ha de ser compromiso de amor” (123, 5); esta es la norma suprema
de conducta de los ministros de Dios, un amor incondicional, como el del
buen Pastor, lleno de alegría, abierto a todos, atento a los cercanos y
solícito por los alejados (cf. San Agustín, Discurso 340, 1; Discurso
46, 15), delicado con los más débiles, los pequeños, los sencillos, los
pecadores, para manifestar la misericordia infinita de Dios con las
tranquilizadoras palabras de la esperanza (cfr. Id., Carta 95, 1)»
(Benedicto XVI, Audiencia general, miércoles 26 de mayo de 2010: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 30 de mayo de 2010, p. 15).
Por lo tanto, la Iglesia es de Cristo —es su Esposa— y todos los
obispos, en comunión con el Sucesor de Pedro, tienen la tarea y el deber
de custodiarla y servirla, no como padrones sino como servidores. El Papa, en este contexto, no es el señor supremo sino más bien el supremo servidor, el «servus servorum Dei»;
el garante de la obediencia y la conformidad de la Iglesia a la
voluntad de Dios, al Evangelio de Cristo y a la Tradición de la Iglesia,
dejando de lado todo arbitrio personal, incluso siendo —por voluntad de
Cristo mismo— el «Pastor y doctor supremo de todos los fieles» (can. 749) y también gozando «de la potestad ordinaria que es suprema, plena, inmediata e universal en la Iglesia» (cf. cann. 331-334).
Queridos hermanos y hermanas, ahora tenemos todavía un año por
delante para madurar, con verdadero discernimiento espiritual, las ideas
propuestas y encontrar soluciones concretas a tantas dificultades e
innumerables desafíos que las familias deben afrontar; para dar
respuestas a los numerosos desánimos que circundan y ahogan a las
familias.
Un año para trabajar sobre la «Relatio synodi» que es el resumen fiel
y claro de todo lo que se dijo y debatió en esta aula y en los círculos
menores. Y se presenta a las Conferencias episcopales como
«Lineamenta».
Que el Señor nos acompañe, nos guíe en este itinerario para gloria de
Su nombre con la intercesión de la Bienaventurada Virgen María y de san
José. Y por favor no os olvidéis de rezar por mí.
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SALUDO DEL SANTO PADRE A LOS PADRES SINODALES
DURANTE LA I CONGREGACIÓN GENERAL DE LA
III ASAMBLEA GENERAL EXTRAORDINARIA DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS
III ASAMBLEA GENERAL EXTRAORDINARIA DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS
Aula del Sínodo
Lunes 6 de octubre de 2014
Lunes 6 de octubre de 2014
Eminencias,
beatitudes,
excelencias,
hermanos y hermanas:
Os doy mi cordial bienvenida a este encuentro y os doy las gracias de corazón por vuestra atenta y estimada presencia y asistencia.
En nombre vuestro, quisiera expresar mi vivo y sincero agradecimiento a todas las personas que han trabajado con entrega, con paciencia y pericia, durante largos meses, leyendo, examinando, y elaborando los temas, los textos y los trabajos de esta Asamblea general extraordinaria.
Permitidme dirigir un especial y cordial agradecimiento al cardenal Lorenzo Baldisseri, secretario general del Sínodo, a monseñor Fabio Fabene, subsecretario, y junto con ellos a todos los relatores, escritores, consultores, traductores y a todo el personal de la secretaría del Sínodo de los obispos. Han trabajado incansablemente, y siguen trabajando, por el buen resultado del presente Sínodo: ¡muchas gracias de verdad y que el Señor os recompense!
Doy igualmente las gracias al Consejo postsinodal, al relator y al secretario especial; a las Conferencias episcopales que han trabajado bastante verdaderamente y, con ellos, agradezco a los tres presidentes delegados.
Os agradezco también a vosotros, queridos cardenales, patriarcas, obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, laicos y laicas vuestra presencia y vuestra participación que enriquece los trabajos y el espíritu de colegialidad y sinodalidad por el bien de la Iglesia y de las familias. He querido que este espíritu de sinodalidad estuviera también en la elección del relator, del secretario especial y de los presidentes delegados. Los primeros dos fueron elegidos directamente por el Consejo postsinodal, también éste elegido por los participantes del último Sínodo. En cambio, dado que los presidentes delegados deben ser elegidos por el Papa, pedí al mismo Consejo postsinodal que propusiera los nombres, y nombré a los que el Consejo me propuso.
Vosotros lleváis la voz de las Iglesias particulares, reunidas a nivel de Iglesias locales mediante las Conferencias episcopales. La Iglesia universal y las Iglesias particulares son de institución divina; las Iglesias locales así entendidas son de institución humana. Esta voz la lleváis en sinodalidad. Es una gran responsabilidad: llevar las realidades y las problemáticas de las Iglesias, para ayudarlas a caminar en esa senda que es el Evangelio de la familia.
Una condición general de base es esta: hablar claro. Que nadie diga: «Esto no se puede decir; pensará de mí así o así...». Se necesita decir todo lo que se siente con parresía. Después del último Consistorio (febrero de 2014), en el que se habló de la familia, un cardenal me escribió diciendo: lástima que algunos cardenales no tuvieron la valentía de decir algunas cosas por respeto al Papa, considerando quizás que el Papa pensara algo diverso. Esto no está bien, esto no es sinodalidad, porque es necesario decir todo lo que en el Señor se siente el deber de decir: sin respeto humano, sin timidez. Y, al mismo tiempo, se debe escuchar con humildad y acoger con corazón abierto lo que dicen los hermanos. Con estas dos actitudes se ejerce la sinodalidad.
Por eso os pido, por favor, estas actitudes de hermanos en el Señor: hablar con parresía y escuchar con humildad.
Y hacedlo con mucha tranquilidad y paz, porque el Sínodo se realiza siempre cum Petro et sub Petro, y la presencia del Papa es garantía para todos y custodia de la fe.
Queridos hermanos, colaboremos todos para que se afirme con claridad la dinámica de la sinodalidad. Gracias.
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ENCUENTRO PARA LA FAMILIA
Plaza de San Pedro
Sábado 4 de octubre de 2014
Sábado 4 de octubre de 2014
Cae ya la noche en nuestra asamblea. Es la hora en la que se regresa a casa de buen grado para encontrarse en la misma mesa, en el espesor de los afectos, del bien realizado y recibido, de los encuentros que enardecen el corazón y lo hacen crecer, buen vino que anticipa en los días del hombre la fiesta sin ocaso.
Es también la hora más fuerte para quien se encuentra cara a cara con su propia soledad, en el crepúsculo amargo de sueños y proyectos destrozados: cuántas personas arrastran sus días en el callejón ciego de la resignación, del abandono, si no del rencor; en cuántas casas ha faltado el vino de la alegría y, por lo tanto, el sabor —la sabiduría misma— de la vida... De unos y de otros nos hacemos voz esta noche con nuestra oración, una oración para todos.
Es significativo cómo —incluso en la cultura individualista que desnaturaliza y hace efímeros los vínculos— en cada nacido de mujer permanece vivo una necesidad esencial de estabilidad, de una puerta abierta, de alguien con quien entretejer y compartir la historia de la vida, una historia a la cual pertenecer. La comunión de vida asumida por los esposos, su apertura al don de la vida, la custodia recíproca, el encuentro y la memoria de las generaciones, el acompañamiento educativo, la transmisión de la fe cristiana a los hijos...: con todo esto la familia continúa siendo escuela inigualable de humanidad, contribución indispensable a una sociedad justa y solidaria (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 66-68). Y mientras más profundas son sus raíces, es más posible salir e ir lejos en la vida, sin extraviarse ni sentirse extranjeros en cualquier territorio. Este horizonte nos ayuda a percibir la importancia de la Asamblea sinodal que se abre mañana.
Ya el convenire in unum en torno al obispo de Roma es un acontecimiento de gracia, en el que la colegialidad episcopal se manifiesta en un camino de discernimiento espiritual y pastoral. Para volver a buscar lo que hoy el Señor pide a su Iglesia, debemos escuchar los latidos de este tiempo y percibir el «olor» de los hombres de hoy, hasta quedar impregnados de sus alegrías y esperanzas, de sus tristezas y angustias (cf. Gaudium et spes, 1). En ese momento sabremos proponer con credibilidad la buena nueva sobre la familia.
Conocemos, en efecto, cómo en el Evangelio existen una fuerza y una ternura capaces de vencer lo que crea infelicidad y violencia. ¡Sí, en el Evangelio está la salvación que colma las necesidades más profundas del hombre! De esta salvación —obra de la misericordia de Dios y de su gracia— como Iglesia somos signo e instrumento, sacramento vivo y eficaz (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 112). Si no fuera así, nuestro edificio quedaría sólo como un castillo de naipes y los pastores se reducirían a clérigos de estado, en cuyos labios el pueblo buscaría en vano la frescura y el «olor a Evangelio» (Ibid., 39).
Surgen así, en este marco, los contenidos de nuestra oración. Pidamos ante todo al Espíritu Santo, para los padres sinodales, el don de la escucha: escucha de Dios, hasta escuchar con Él el clamor del pueblo; escucha del pueblo, hasta respirar en él la voluntad a la que Dios nos llama. Junto con la escucha, invoquemos la disponibilidad a un encuentro sincero, abierto y fraternal, que nos lleve a hacernos cargo con responsabilidad de los interrogantes que trae consigo este cambio de época. Dejemos que se derramen en nuestro corazón, sin perder jamás la paz, sino con la confianza serena de que a su tiempo el Señor conducirá de nuevo a la unidad. La historia de la Iglesia —lo sabemos— ¿no nos relata acaso tantas situaciones análogas, que nuestros padres supieron superar con obstinada paciencia y creatividad?
El secreto está en una mirada: y es el tercer don que imploramos con nuestra oración. Porque, si de verdad queremos verificar nuestro paso en el terreno de los desafíos contemporáneos, la condición decisiva es mantener fija la mirada en Jesucristo, detenerse en la contemplación y en la adoración de su rostro. Si asumimos su modo de pensar, de vivir y de relacionarse, no tendremos dificultades en traducir el trabajo sinodal en indicaciones e itinerarios para la pastoral de la persona y de la familia. En efecto, cada vez que volvemos a la fuente de la experiencia cristiana se abren caminos nuevos y posibilidades inesperadas. Es lo que deja intuir la indicación evangélica: «Haced lo que Él os diga» (Jn 2, 5). Son palabras que contienen el testamento espiritual de María, «amiga siempre atenta para que no falte el vino en nuestras vidas» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 286). ¡Hagámoslas nuestras!
A tal punto las tres cosas: nuestra escucha y nuestro encuentro sobre la familia, amada con la mirada de Cristo, llegarán a ser una ocasión providencial con la cual renovar —con el ejemplo de san Francisco— la Iglesia y la sociedad. Con la alegría del Evangelio volveremos a encontrar el paso de una Iglesia reconciliada y misericordiosa, pobre y amiga de los pobres; una Iglesia capaz de «triunfar con paciencia y caridad de sus aflicciones y dificultades, tanto internas como externas» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 8).
Que el viento de Pentecostés pueda soplar sobre los trabajos sinodales, sobre la Iglesia, sobre la humanidad entera. Que desate los nudos que impiden a las personas encontrarse, sane las heridas que sangran, mucho, reavive la esperanza; ¡hay mucha gente sin esperanza! Que nos conceda esa caridad creativa que permite amar como Jesús amó. Y nuestro anuncio volverá a encontrar la vitalidad y el dinamismo de los primeros misioneros del Evangelio.
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LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA DEL
CONSEJO DE CONFERENCIAS EPISCOPALES DE EUROPA (CCEE)
CONSEJO DE CONFERENCIAS EPISCOPALES DE EUROPA (CCEE)
Palacio Apostólico Vaticano
Sala del Consistorio
Viernes 3 de octubre de 2014
Viernes 3 de octubre de 2014
Queridos hermanos obispos:
Os saludo con afecto a todos, con ocasión de la asamblea plenaria del Consejo de Conferencias episcopales de Europa y agradezco al cardenal Péter Erdő las palabras con las que ha introducido este encuentro.
Como pastores cercanos a vuestro pueblo y atentos a las exigencias de la gente, conocéis bien la complejidad de los escenarios y la importancia de los desafíos que también debe afrontar la misión de la Iglesia en Europa. Como escribí en la exhortación apostólica Evangelii gaudium, estamos llamados a ser una Iglesia «en salida», en movimiento desde el centro hacia la periferia, para salir al encuentro de todos, sin miedo, sin desconfianza y con valentía apostólica (cf. n. 20) ¡Cuántos hermanos y hermanas, cuántas situaciones, cuántos contextos, incluso los más difíciles, tienen necesidad de la luz del Evangelio!
Quiero agradeceros, queridos hermanos, el compromiso con el que habéis acogido este texto. Sé que este documento es cada vez más objeto de amplia reflexión pastoral y estímulo para caminos de fe y evangelización de tantas parroquias, comunidades y grupos. También este es un signo de comunión y unidad de la Iglesia.
El tema de vuestra plenaria, «Familia y futuro de Europa», constituye una ocasión importante para reflexionar juntos sobre cómo valorizar a la familia en cuanto recurso inestimable para la renovación pastoral. Me parece importante que pastores y familias trabajen juntos, con espíritu de humildad y diálogo sincero, para que las comunidades parroquiales lleguen a ser «familia de familias». En este ámbito, dentro de vuestras respectivas Iglesias locales han florecido interesantes experiencias que merecen la atención necesaria y acrecentar una proficua colaboración. Novios que viven seriamente la preparación para el matrimonio; parejas de esposos que acogen a hijos de otros de modo transitorio o en adopción; grupos de familias que en la parroquia o en los movimientos se ayudan en el camino de la vida y de la fe. No faltan diferentes experiencias de pastoral de la familia y de compromiso político y social en apoyo de las familias, ya sea de las que viven una vida matrimonial ordinaria, ya sea de las que viven afectadas por problemas o rupturas. Es importante captar estas experiencias significativas presentes en los diversos ámbitos de la vida de los hombres y las mujeres de nuestro tiempo, acerca de los cuales hay que realizar un discernimiento oportuno para después «ponerlos en la red», implicando así a otras comunidades diocesanas.
La colaboración entre pastores y familias también se extiende al campo de la educación. Por sí misma la familia que ya cumple bien su misión con sus miembros es una escuela de humanidad, de fraternidad, de amor, de comunión, que prepara a ciudadanos maduros y responsables. Una colaboración abierta entre realidad eclesial y familia favorecerá la maduración de un espíritu de justicia, de solidaridad, de paz y también de valentía en las propias convicciones. Se trata de apoyar a los padres en su responsabilidad de educar a los hijos, salvaguardando su derecho imprescindible de dar a sus hijos la educación que consideren más idónea. En efecto, los padres siguen siendo los primeros y principales educadores de sus hijos, por tanto, tienen el derecho de educarlos en conformidad con sus convicciones morales y religiosas. Al respecto, se podrán delinear comunes y coordinadas directrices pastorales que habrá que poner en práctica para promover y apoyar positivamente a las escuelas católicas.
Queridos hermanos: Os aliento a proseguir vuestro compromiso de favorecer la comunión entre las distintas Iglesias de Europa, facilitando una adecuada colaboración con vistas a una evangelización fructuosa. También os invito a ser una «voz profética» dentro de la sociedad, sobre todo allí donde el proceso de secularización en curso en el continente tiende a hacer cada vez más marginal hablar de Dios. Que en esta tarea os sostenga la intercesión celestial de la Virgen María y de las santas y santos patronos de Europa. Os pido, por favor, que recéis por mí, y os bendigo de corazón.
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A LA PLENARIA DE LA CONGREGACIÓN PARA EL CLERO
Palacio Apostólico Vaticano
Sala Clementina
Viernes 3 de octubre de 2014
Viernes 3 de octubre de 2014
Señores cardenales,
queridos hermanos obispos y sacerdotes,
hermanos y hermanas:
Dirijo a cada uno un cordial saludo y un sincero agradecimiento por vuestra colaboración en la solicitud de la Santa Sede por los ministros ordenados y su acción pastoral. Agradezco al cardenal Beniamino Stella las palabras con las que introdujo este encuentro. Lo que quisiera deciros hoy gira en torno a tres temas, que corresponden a los fines y a las actividades de este dicasterio: vocación, formación, evangelización.
Retomando la imagen del Evangelio de san Mateo, me agrada comparar la vocación del ministerio ordenado con el «tesoro escondido en un campo» (13, 44). Es verdaderamente un tesoro que Dios pone desde siempre en el corazón de algunos hombres, que Él eligió y llamó a seguirlo en este estado de vida especial. Este tesoro, que pide ser descubierto y llevado a la luz, no está hecho para «enriquecer» sólo a alguno. Quien está llamado al ministerio no es «dueño» de su vocación, sino administrador de un don que Dios le ha confiado para el bien de todo el pueblo, es más, de todos los hombres, incluso los que se han alejado de la práctica religiosa o no profesan la fe en Cristo. Al mismo tiempo, toda la comunidad cristiana es custodio del tesoro de estas vocaciones, destinadas a su servicio, y debe percibir cada vez más la tarea de promoverlas, acogerlas y acompañarlas con afecto.
Dios no cesa de llamar algunos a seguirlo y servirlo en el ministerio ordenado. Pero también nosotros, debemos hacer nuestra parte, mediante la formación, que es la respuesta del hombre, de la Iglesia al don de Dios, ese don que Dios le hace a través de las vocaciones. Se trata de custodiar y cultivar las vocaciones, para que den frutos maduros. Ellas son un «diamante en bruto», que hay que trabajar con cuidado, respeto de las personas y paciencia, para que brillen en medio del pueblo de Dios. La formación, por tanto, no es un acción unilateral, con el que alguien transmite nociones, teológicas o espirituales. Jesús no dijo a quienes llamaba: «ven, te explico», «sígueme, te enseño»: ¡no!; la formación que Cristo ofrece a sus discípulos se realiza, por el contrario, a través de un «ven y sígueme», «haz como yo hago», y este es el método que también hoy la Iglesia quiere adoptar para sus ministros. La formación de la que hablamos es una experiencia discipular, que acerca a Cristo y permite configurarse cada vez más con Él.
Precisamente por eso, ella no puede ser una tarea que se termina, porque los sacerdotes jamás dejan de ser discípulos de Jesús, de seguirlo. A veces avanzamos rápidamente, otras veces nuestro paso es incierto, nos detenemos y podemos también caer, pero siempre permaneciendo en el camino. Por lo tanto, la formación en cuanto discipulado acompaña toda la vida del ministro ordenado y concierne totalmente a su persona, intelectual, humana y espiritualmente. La formación inicial y la permanente se distinguen porque requieren modalidades y tiempos diversos, pero son las dos mitad de una realidad sola, la vida del discípulo clérigo, enamorado de su Señor y constantemente en su seguimiento.
Un parecido itinerario de descubrimiento y valoración de la vocación tiene un fin preciso: la
evangelización. Toda vocación es para la misión y la misión de los ministros ordenados es la evangelización, en todas sus formas. Ella parte en primer lugar del «ser», para luego traducirse en un «hacer». Los sacerdotes están unidos en una fraternidad sacramental, por lo tanto, la primera forma de evangelización es el testimonio de fraternidad y de comunión entre ellos y con el obispo. De una semejante comunión puede surgir un fuerte impulso misionero, que libra a los ministros ordenados de la cómoda tentación de estar más preocupados del consentimiento del otro y del propio bienestar en lugar de estar animados por la caridad pastoral, por el anuncio del Evangelio, hasta las más remotas periferias.
En esta misión evangelizadora, los presbíteros están llamados a acrecentar la conciencia de ser pastores, enviados para estar en medio de su rebaño, para hacer presente al Señor a través de la Eucaristía y para dispensar su misericordia. Se trata de «ser» sacerdotes, no limitándose a «hacer» los sacerdotes, libres de toda mundanidad espiritual, conscientes de que es su vida la que evangeliza aún antes que sus obras. Qué hermoso es ver sacerdotes alegres con su vocación, con una serenidad de fondo, que los sostiene incluso en los momentos de fatiga y dolor. Y esto no sucede nunca sin la oración, la del corazón, ese diálogo con el Señor... que es el corazón, por decir así, de la vida sacerdotal. Tenemos necesidad de sacerdotes, faltan vocaciones. El Señor llama, pero no es suficiente. Y nosotros obispos tenemos la tentación de escoger sin discernimiento a los jóvenes que se presentan. ¡Esto es un mal para la Iglesia! Por favor, se necesita estudiar bien el itinerario de una vocación. Examinar bien si él es del Señor, si ese hombre está sano, si ese hombre es equilibrado, si ese hombre es capaz de dar vida, de evangelizar, si ese hombre es capaz de formar una familia y renunciar a ello para seguir a Jesús. Hoy hemos tenido muchos problemas, y en muchas diócesis, por este error de algunos obispos de escoger a los que llegan a veces expulsados de los seminarios o de las casas religiosas porque tienen necesidad de sacerdotes. ¡Por favor! tenemos que pensar en el bien del pueblo de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, los temas que estáis tratando en estos días de Asamblea son de gran importancia. Una vocación cuidada mediante una formación permanente, en la comunión, se convierte en un fuerte instrumento de evangelización, al servicio del pueblo de Dios. Que el Señor os ilumine en vuestras reflexiones, os acompañe también mi bendición. Y por favor, os pido que recéis por mí y por mi servicio a la Iglesia. Gracias.
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A LOS OBISPOS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL DEL CHAD,
EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"
EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"
Jueves 2 de octubre de 2014
Queridos hermanos obispos:
Es una gran alegría acogeros en el Vaticano con ocasión de vuestra visita ad limina. Agradezco cordialmente a monseñor Jean Claude Bouchard, presidente de vuestra Conferencia episcopal, las palabras que me ha dirigido. Esta peregrinación regular de los obispos de todo el mundo a las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo es una ocasión particularmente significativa para vivir la colegialidad. No solo muestra y fortalece los vínculos de comunión con el Sucesor de Pedro, sino que también recuerda la solicitud fraterna que cada obispo debe tener por las demás Iglesias particulares, sobre todo por las que se encuentran en el mismo país. Expreso mis mejores deseos de que volváis a vuestras diócesis fortalecidos en la convicción de que no estáis solos en vuestra difícil y exigente misión, sino que junto a vosotros tenéis a hermanos y hermanas que comparten la misma preocupación de anunciar el Evangelio y servir a la Iglesia en Chad, y también la certeza de que el Papa, con toda la Iglesia universal, os recuerda en su oración y os anima en vuestro ministerio.
Ante todo, quiero agradeceros la obra de evangelización que estáis realizando. Vuestras comunidades están creciendo no sólo en el plano numérico, sino también en la calidad y en el vigor de su compromiso. En verdad, me alegro por el trabajo realizado en los ámbitos de la educación, la salud y el desarrollo. Por lo demás, las autoridades civiles están muy agradecidas con la Iglesia católica por su aportación al conjunto de la sociedad chadiana. Os animo a perseverar en este camino, puesto que hay un vínculo íntimo entre evangelización y promoción humana, vínculo que debe expresarse y desarrollarse en toda la acción evangelizadora (cf. Evangelii gaudium, 178). El servicio a los pobres y a los más débiles es dar verdadero testimonio de Cristo, que se hizo pobre para acercarse a nosotros y salvarnos. Las congregaciones religiosas, así como los laicos que trabajan con ellas, tienen un papel considerable en este ámbito, por lo cual les estamos muy agradecidos.
Es verdad, sin embargo, que este compromiso en las obras sociales no podrá agotar por sí solo toda la acción evangelizadora; una profundización y una raigambre de la fe en el corazón de los fieles —que se traduzcan en un auténtico camino espiritual y sacramental— son indispensables para que ella sea capaz de resistir a las pruebas, hoy numerosas, y para que el comportamiento de los fieles se adapte cada vez más a las exigencias del Evangelio, permitiéndoles progresar en una santidad auténtica. Esto es particularmente cierto en un país donde el peso de algunas tradiciones culturales es muy fuerte, donde propuestas religiosas más fáciles en el plano moral aparecen por doquier, y donde la secularización comienza a hacerse sentir.
Es oportuno, pues, que los fieles se formen sólidamente desde el punto de vista doctrinal y espiritual. Y el primer ámbito de esta formación es, indudablemente, la catequesis. Os invito, con renovado espíritu misionero, a actualizar los métodos catequísticos utilizados en vuestras diócesis. Por un lado, lo que es bueno en vuestras tradiciones culturales se debe tener en consideración y valorar —puesto que Cristo no vino para destruir las culturas sino para perfeccionarlas (cf. Audiencia general, 20 de agosto de 2014)—; por otro, lo que no es cristiano se debe denunciar lo más claramente posible. Al mismo tiempo, es indispensable velar por la exactitud y la exhaustividad del contenido doctrinal de estos itinerarios. Dicho contenido se expresa con claridad en el Catecismo de la Iglesia católica, al que deben referirse todos los itinerarios de formación.
La preocupación por una catequesis de calidad plantea necesariamente la cuestión de la formación de los catequistas. Son muy numerosos en vuestras diócesis y su papel es insustituible en el anuncio de la fe. Os pido que les transmitáis mi más profundo aliento. El catequista debe formarse oportunamente no solo desde el punto de vista intelectual —algo absolutamente indispensable—, sino también humano y espiritual para que, como verdadero testigo de Cristo, su enseñanza dé realmente fruto. ¿Acaso cada diócesis debería dotarse de un centro de formación destinado a los catequistas, que podría ser útil, más en general, para la formación permanente de los laicos? De hecho, el trabajo de evangelización entre los fieles ha de ser retomado y profundizado continuamente.
Esto también vale para las familias, que son «la célula vital de la sociedad y de la Iglesia» (Africae munus, 42) y que hoy se encuentran muy debilitadas. Os recomiendo —pero sé que ya lo hacéis— prestarles una atención particular; necesitan vuestra orientación, vuestra enseñanza, vuestra protección. Y, en el seno de la familia, es importante que el papel y la dignidad de la mujer se valoricen, para dar un testimonio elocuente del Evangelio. Es oportuno, pues, que en este ámbito «los comportamientos dentro de la Iglesia sean un modelo para el conjunto de la sociedad» (Africae munus, 56). En fin, la fecundidad y la solidez de la evangelización dependen naturalmente de la calidad del clero. Dirijo a todos los sacerdotes mi más afectuoso saludo. Es verdad, su tarea es difícil, realizada a veces en condiciones de indigencia y de soledad. Para apoyarlos en su misión, y para que su ministerio entre los fieles sea fecundo, es menester cuidar de modo particular su formación en los seminarios. Sé qué inversión —en dinero y en personas— representa para una diócesis. Pero os recomiendo vivamente actuar de manera concreta para designar y formar a profesores estables y competentes. No dudéis en comprometeros personalmente, visitando vosotros mismos los seminarios, mostrándoos cercanos a los profesores y a los seminaristas, para conocer mejor las riquezas y las lagunas de la formación, para consolidar unas y remediar otras.
En cuanto a la formación permanente del clero, a nivel diocesano, para que todos puedan participar en ella, es necesario ciertamente retomar y recordar las exigencias de la vida sacerdotal en cada uno de sus aspectos —espiritual, intelectual, moral, pastoral, litúrgico…—, así como suscitar una fraternidad sacerdotal sincera y entusiasta.
Queridos hermanos obispos: la Iglesia en Chad, a pesar de su vitalidad y su desarrollo, es muy minoritaria en medio de un pueblo de mayoría musulmana y que en parte aún está apegado a sus cultos tradicionales. Os animo a esforzaros para que la Iglesia, que es respetada y escuchada, conserve todo el lugar que le corresponde en la sociedad chadiana, de la que ha llegado a ser un elemento estructurante, incluso allí donde es minoritaria. En semejante contexto, no puedo dejar de alentaros a desarrollar el diálogo interreligioso, iniciado tan felizmente por el fallecido arzobispo de Yamena, monseñor Mathias N’Gartéri Mayadi, que se dedicó mucho a promover la coexistencia entre las diversas comunidades religiosas. Pienso que hay que proseguir con semejantes iniciativas para desalentar el desarrollo de la violencia, de la que son víctimas los cristianos en algunos países cercanos al vuestro. Además, es muy importante mantener las buenas relaciones establecidas con las autoridades civiles, que permitieron recientemente la firma de un Acuerdo-marco entre la Santa Sede y la República de Chad, el cual, una vez ratificado, ayudará mucho a la misión de la Iglesia. ¡Ojalá que pongáis en marcha plenamente dicho Acuerdo para mayor difusión del Evangelio!
Con esta esperanza, encomendándoos a todos vosotros, así como a los sacerdotes, las personas consagradas, los catequistas y todos los fieles laicos de vuestras diócesis a la protección de la Virgen María, Madre de la Iglesia, y a la intercesión de san Juan Pablo II, os imparto de todo corazón la bendición apostólica.
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A SU SANTIDAD MAR DINKHA IV,
CATHOLICÓS PATRIARCA DE LA IGLESIA ASIRIA DE ORIENTE
CATHOLICÓS PATRIARCA DE LA IGLESIA ASIRIA DE ORIENTE
Jueves 2 de octubre de 2014
Santidad,
amados hermanos en Cristo:
Es para mí un momento de gracia y de verdadera alegría poderos acoger aquí, ante la tumba del apóstol Pedro. Con afecto doy la bienvenida a Vuestra Santidad y también le agradezco las amables palabras que me ha dirigido en nombre de los distinguidos miembros de su delegación. A través de vosotros, saludo en el Señor a los obispos, al clero y a los fieles de la Iglesia asiria de Oriente. Con las palabras del apóstol Pablo, rezo para que «la paz de Dios, que supera todo conocimiento, custodie vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús» (Flp 4, 7).
Nuestro encuentro está marcado por el sufrimiento que compartimos por las guerras que se están librando en diversas regiones de Oriente Medio y, en particular, por la violencia que se está cometiendo contra los cristianos y los miembros de otras minorías religiosas, especialmente en Irak y en Siria. ¡Cuántos hermanos y hermanas nuestros están sufriendo persecución diaria! Cuando pensamos en su sufrimiento, vamos espontáneamente más allá de las distinciones de rito o de confesión: en ellos está el cuerpo de Cristo que, aún hoy, es herido, golpeado, humillado. No existen razones religiosas, políticas o económicas que puedan justificar lo que le está sucediendo a centenares de miles de hombres, mujeres y niños inocentes. Nos sentimos profundamente unidos en la oración de intercesión y en la
acción de caridad por estos miembros del cuerpo de Cristo que están sufriendo.
Santidad: Vuestra visita es un ulterior paso por el camino de una creciente cercanía y comunión espiritual entre nosotros, después de las amargas incomprensiones de los siglos pasados. Hace ya veinte años, la Declaración cristológica común firmada por usted y por mi predecesor, el Papa san Juan Pablo II, constituyó una piedra miliar de nuestro camino hacia la comunión plena. Con ella reconocimos que confesamos la única fe de los Apóstoles, la fe en la divinidad y en la humanidad de nuestro Señor Jesucristo, unidas en una única persona, sin confusión ni cambio, sin división ni separación. Para usar las palabras de ese documento histórico, «confesamos juntos la misma fe en el Hijo de Dios que se hizo hombre por nosotros para que nosotros, por medio de su gracia, llegáramos a ser hijos de Dios». Deseo asegurarle mi compromiso personal en seguir caminando a lo largo de esta senda, profundizando ulteriormente las relaciones de amistad y de comunión que existen entre la Iglesia de Roma y la Iglesia asiria de Oriente.
Acompaño con la oración el trabajo de la Comisión mixta para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y la Iglesia asiria de Oriente para que, gracias a él, llegue pronto el día bendito en que podamos celebrar en el mismo altar el sacrificio de alabanza, por el que seremos uno en Cristo. En espera de ese día, sentimos que caminamos juntos en presencia del Señor, así como hizo nuestro padre Abraham en su peregrinación de fe hacia la Tierra prometida, conscientes de que, aunque la meta parece lejana y solo podemos gustarla en la esperanza, es don prometido por el Señor y, por tanto, no dejará de manifestarse. Lo que ya nos une es mucho más que lo que nos separa, por este motivo nos sentimos impulsados por el Espíritu a intercambiar desde ahora los tesoros espirituales de nuestras tradiciones eclesiales, para vivir como verdaderos hermanos, compartiendo los dones que el Señor no cesa de otorgar a nuestras Iglesias como signo de su bondad y misericordia.
Santidad: Le agradezco su visita e invoco sobre usted, sobre el clero y sobre los fieles encomendados a su cuidado pastoral, por intercesión de la Santísima Madre de Dios, la abundancia de las bendiciones divinas.
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A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA
DEL CONSEJO PONTIFICIO «JUSTICIA Y PAZ»
DEL CONSEJO PONTIFICIO «JUSTICIA Y PAZ»
Palacio Apostólico Vaticano
Sala Clementina
Jueves 2 de octubre de 2014
Jueves 2 de octubre de 2014
Señores cardenales,
queridos hermanos obispos y sacerdotes,
hermanos y hermanas:
Os saludo a todos con afecto y doy las gracias al cardenal Peter Turkson por las palabras con las que ha introducido este encuentro. Vuestra plenaria coincide con el quinto aniversario de la promulgación de la encíclica Caritas in veritate. Un documento fundamental para la evangelización del ámbito social, que ofrece valiosas indicaciones para la presencia de los católicos en la sociedad, en las instituciones, en la economía, en la finanza y en la política. La Caritas in veritate atrajo la atención sobre los beneficios pero también sobre los peligros de la globalización, cuando ella no se orienta al bien de los pueblos. Si la globalización acrecentó notablemente la riqueza global del conjunto y de muchos Estados concretos, ella también aumentó las diferencias entre los diversos grupos sociales, creando desigualdades y nuevas pobrezas en los mismos países considerados más ricos.
Uno de los aspectos del actual sistema económico es la explotación del desequilibrio internacional en los costes del trabajo, que afecta a miles de personas que viven con menos de dos dólares al día. Un tal desequilibrio no sólo no respeta la dignidad de quienes mantienen la mano de obra a bajo precio, sino que destruye fuentes de trabajo en esas regiones donde es mayormente tutelado. Aquí se presenta el problema de crear mecanismos de tutela de los derechos del trabajo, además del ambiente, en presencia de una creciente ideología de consumo, que no muestra responsabilidad en relación con las ciudades y la creación.
El crecimiento de las desigualdades y las pobrezas ponen en riesgo la democracia inclusiva y participativa, la cual presupone siempre una economía y un mercado que no excluyen y que son justos. Se trata, entonces, de vencer las causas estructurales de las desigualdades y de la pobreza. En la exhortación apostólica Evangelii gaudium he querido señalar tres instrumentos fundamentales para la inclusión social de los más necesitados, como la educación, el acceso a la asistencia sanitaria y el trabajo para todos (cf. n. 192).
En otras palabras, el Estado de derecho social no va rechazado y en particular el derecho fundamental al trabajo. Esto no puede considerarse una variable que depende de los mercados financieros y monetarios. Esto es un bien fundamental con respecto a la dignidad (cf. Ibid.), a la formación de una familia, a la realización del bien común y de la paz. La instrucción y el trabajo, el acceso al welfare para todos (cf. Ibid, 205), son elementos clave ya sea para el desarrollo y la justa distribución de los bienes, ya sea para alcanzar la justicia social, ya sea para pertenecer a la sociedad (cf. Ibid, 53) y participar libre y responsablemente en la vida política, entendida como gestión de la res publica. Visiones que buscan aumentar la rentabilidad, a costa de la restricción del mercado del trabajo que crea nuevos excluidos, no son conformes a una economía al servicio del hombre y del bien común, a una democracia inclusiva y participativa.
Otro problema surge de los desequilibrios permanentes entre sectores económicos, entre remuneraciones, entre bancos comerciales y bancos de especulación, entre instituciones y problemas globales: se necesita mantener viva la preocupación por los pobres y la justicia social (cf. Evangelii gaudium, 201). Ella exige, por una parte, profundas reformas que prevean la redistribución de la riqueza producida y la universalización de mercados libres al servicio de las familias, por otra, la redistribución de la soberanía, tanto en el ámbito nacional como en el supranacional.
La Caritas in veritate nos ha impulsado también a mirar la actual cuestión social como cuestión ambiental. En particular, enfatizó el vínculo entre ecología ambiental y ecología humana, entre la primera y la ética de la vida.
El principio de la Caritas in veritate es de extrema actualidad. Un amor colmado de verdad es, en efecto, la base sobre la cual construir la paz que hoy es especialmente deseada y necesaria para el bien de todos. Permite superar fanatismos peligrosos, conflictos por la posesión de los recursos, migraciones de dimensiones bíblicas, las llagas persistentes del hambre y la pobreza, la trata de personas, injusticias y desigualdades sociales y económicas, desequilibrios en acceder a los bienes colectivos.
Queridos hermanos y hermanas, la Iglesia está siempre en camino, en búsqueda de nuevos caminos para el anuncio del Evangelio también en el campo del ámbito social. Agradezco vuestro compromiso en este ámbito y, al encomendaros a la maternal intercesión de la Bienaventurada Virgen María, os pido que recéis por mí y os bendigo de corazón.
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