viernes, 28 de octubre de 2011

BENEDICTO XVI: Ángelus (Oct.23), Audiencia (Oct.26) y Homilía (Oct.23)

ÁNGELUS DEL PAPA BENEDICTO XVI
Plaza de San Pedro
Domingo 23 de Octubre de 2011

Queridos hermanos y hermanas:
Antes de concluir esta solemne celebración, deseo dirigiros a todos un cordial saludo.
Me dirijo ante todo a los peregrinos que han venido para rendir homenaje a san Guido María Conforti y a san Luis Guanella, con un pensamiento de especial afecto y aliento para los miembros de los institutos fundados por ellos: los Misioneros Javerianos, las Hijas de Santa María de la Providencia y los Siervos de la Caridad. Saludo a los obispos y a las autoridades civiles y agradezco a cada uno su presencia. Una vez más Italia ha ofrecido a la Iglesia y al mundo testigos luminosos del Evangelio; alabemos por ellos a Dios y oremos para que en esta nación la fe no cese de renovarse y producir buenos frutos.
Saludo muy cordialmente a los peregrinos de lengua española que han venido a Roma para participar en la gozosa celebración de proclamación de nuevos santos. Junto a los señores arzobispos y obispos que los acompañan, a las delegaciones oficiales y a los devotos y seguidores del espíritu de los hoy canonizados, saludo en particular a las Siervas de San José, que tienen el gran gozo de ver reconocida para la Iglesia universal la santidad de su fundadora. Que el ejemplo y la intercesión de estas figuras preclaras para la Iglesia impulsen a todos a renovar su compromiso de vivir de todo corazón su fe en Cristo y de testimoniarlo en los diversos ámbitos de las sociedad. Muchas gracias.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua francesa, en especial a los que han venido para la canonización del obispo Guido María Conforti, fundador de los Misioneros Javerianos, que están presentes en muchos países de África. Queridos amigos, que el testimonio de los nuevos santos os guíe por el camino del Evangelio. ¡Feliz domingo a todos!
Queridos hermanos y hermanas, me complace saludar a los visitantes y peregrinos de lengua inglesa, especialmente a los que han venido para las canonizaciones de hoy. En el Evangelio de este domingo, Jesús nos pide amar a Dios sobre todas las cosas y amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Midamos nuestras acciones cada día según esta llamada al amor, y vivámosla con gozo y valentía. Que Dios todopoderoso os bendiga a todos.
Dirijo un cordial saludo a los peregrinos polacos. Ayer, junto con la diócesis de Roma y la Iglesia que está en Polonia, hemos conmemorado en la liturgia al beato Juan Pablo II, y hoy habéis queridos participar en la canonización de tres nuevos santos. A su protección os encomiendo a vosotros y vuestras familias. Que Dios os bendiga.
A la Virgen María, que guía a los discípulos de Cristo por el camino de la santidad, nos dirigimos ahora en oración. A su intercesión encomendamos también la Jornada de reflexión, diálogo y oración por la paz y la justicia en el mundo: una peregrinación a Asís, a los 25 años de la que convocó el beato Juan Pablo II.

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AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA BENEDICTO XVI
Sala Pablo VI
Miércoles 26 de Octubre de 2011

Plegaria en preparación del Encuentro de Asís
Peregrinos de la verdad, peregrinos de la paz
 
Me es grato recibiros en la Basílica de San Pedro y dar una cordial bienvenida a todos los que no habéis podido acomodaros en el Aula Pablo VI. Uníos siempre a Cristo y dad testimonio del Evangelio con alegría. Os imparto de corazón a todos mi Bendición.

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Queridos hermanos y hermanas:
La acostumbrada cita de la audiencia general hoy adquiere un carácter especial, porque estamos en la víspera de la Jornada de reflexión, diálogo y oración por la paz y la justicia en el mundo, que tendrá lugar mañana en Asís, a los veinticinco años del primer histórico encuentro convocado por el beato Juan Pablo II. Quise dar a esta jornada el título: «Peregrinos de la verdad, peregrinos de la paz», para significar el compromiso que queremos renovar solemnemente, junto con los miembros de las distintas religiones, y también con hombres no creyentes pero en búsqueda sincera de la verdad, en la promoción del verdadero bien de la humanidad y en la construcción de la paz. Como ya he recordado, «quien está en camino hacia Dios no puede menos de transmitir paz; quien construye paz no puede menos de acercarse a Dios» (Ángelus, 1 de enero de 2011: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 9 de enero de 2011, p. 7).
Como cristianos, estamos convencidos de que la contribución más valiosa que podemos dar a la causa de la paz es la oración. Por este motivo nos encontramos hoy, como Iglesia de Roma, junto con los peregrinos presentes en la Urbe, a la escucha de la Palabra de Dios, para invocar con fe el don de la paz. El Señor puede iluminar nuestra mente y nuestro corazón y guiarnos a ser constructores de justicia y de reconciliación en nuestras realidades cotidianas y en el mundo.
En el pasaje del profeta Zacarías que acabamos de escuchar resonó un anuncio lleno de esperanza y de luz (cf. Zac 9, 10). Dios promete la salvación, invita a «saltar de gozo» porque esta salvación está a punto de realizarse. Se habla de un rey: «Mira que viene tu rey, justo y triunfador» (v. 9), pero lo que se anuncia no es un rey que se presenta con el poder humano, con la fuerza de las armas; no es un rey que domina con el poder político y militar; es un rey manso, que reina con la humildad y la mansedumbre ante Dios y ante los hombres, un rey distinto respecto a los grandes soberanos del mundo: «montado en un borrico, en un pollino de asna», dice el profeta (ib.). Él se manifiesta montando el animal de la gente común, del pobre, en contraste con los carros de guerra de los ejércitos de los poderosos de la tierra. Más aún, es un rey que hará desaparecer estos carros, romperá los arcos guerreros, proclamará la paz a los pueblos (cf. v. 10).
¿Pero quién es este rey del que habla el profeta Zacarías? Vayamos por un momento a Belén y volvamos a escuchar lo que dice el ángel a los pastores que velaban de noche cuidando su rebaño. El ángel anuncia una alegría que será de todo el pueblo, vinculada a un signo pobre: un niño envuelto en pañales, acostado en un pesebre (cf. Lc 2, 8-12). El ejército celestial canta: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que él ama» (cf. v. 14), a los hombres de buena voluntad. El nacimiento de aquel niño, que es Jesús, trae un anuncio de paz para todo el mundo. Pero vayamos también a los momentos finales de la vida de Cristo, cuando entra en Jerusalén acogido por una multitud en fiesta. El anuncio del profeta Zacarías de la venida de un rey humilde y manso volvió de modo especial a la mente de los discípulos de Jesús después de los sucesos de la pasión, muerte y resurrección, del Misterio pascual, cuando volvieron con los ojos de la fe al ingreso gozoso del Maestro en la ciudad santa. Él monta un asno, que tomó prestado (cf. Mt 21, 2-7): no va en una suntuosa carroza, ni en un caballo, como los grandes. No entra en Jerusalén acompañado por un poderoso ejército de carros y caballeros. Él es un rey pobre, el rey de los que son los pobres de Dios. En el texto griego aparece el término praeîs, que significa los mansos, los apacibles; Jesús es el rey de los anawim, de aquellos que tienen el corazón libre del afán de poder y de riqueza material, de la voluntad y de la búsqueda de dominio sobre los demás. Jesús es el rey de cuantos tienen esa libertad interior que hace capaces de superar la avidez, el egoísmo que hay en el mundo, y saben que sólo Dios es su riqueza. Jesús es rey pobre entre los pobres, manso entre aquellos que quieren ser mansos. De este modo él es rey de paz, gracias al poder de Dios, que es el poder del bien, el poder del amor. Es un rey que hará desaparecer los carros y los caballos de batalla, que quebrará los arcos de guerra; un rey que realiza la paz en la cruz, uniendo la tierra y el cielo y construyendo un puente fraterno entre todos los hombres. La cruz es el nuevo arco de paz, signo e instrumento de reconciliación, de perdón, de comprensión; signo de que el amor es más fuerte que todo tipo de violencia y opresión, más fuerte que la muerte: el mal se vence con el bien, con el amor.
Este es el nuevo reino de paz donde Cristo es el rey; y es un reino que se extiende por toda la tierra. El profeta Zacarías anuncia que este rey manso, pacífico, dominará «de mar a mar, desde el Río hasta los extremos del país» (Zac 9, 10). El reino que Cristo inaugura tiene dimensiones universales. El horizonte de este rey pobre, manso, no es el de un territorio, de un Estado, sino que son los confines del mundo. Él crea comunión, crea unidad, más allá de toda barrera de raza, lengua o cultura. ¿Dónde vemos hoy la realización de este anuncio? La profecía de Zacarías reaparece luminosa en la gran red de las comunidades eucarísticas que se extiende en toda la tierra. Es un gran mosaico de comunidades en las que se hace presente el sacrificio de amor de este rey manso y pacífico; es el gran mosaico que constituye el «Reino de paz» de Jesús de mar a mar hasta los confines del mundo; es una multitud de «islas de paz», que irradian paz. Por todos lados, en todo lugar, en toda cultura, desde las grandes ciudades con sus edificios hasta los pequeños poblados con las humildes moradas, desde las grandes catedrales hasta las pequeñas capillas, él viene, se hace presente; y al entrar en comunión con él también los hombres están unidos entre ellos en un único cuerpo, superando la división, la rivalidad, los rencores. El Señor viene en la Eucaristía para sacarnos de nuestro individualismo, de nuestros particularismos que excluyen a los demás, para hacer de nosotros un solo cuerpo, un solo reino de paz en un mundo dividido.
¿Pero cómo podemos construir este reino de paz del que Cristo es el rey? El mandamiento que él deja a sus Apóstoles y, a través de ellos, a todos nosotros es: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos... Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin de los tiempos» (Mt 28, 19.21). Como Jesús, los mensajeros de paz de su reino deben ponerse en camino, deben responder a su invitación. Deben ir, pero no con el poder de la guerra o con la fuerza del poder. En el pasaje del Evangelio que hemos escuchado Jesús envía a setenta y dos discípulos a la gran mies que es el mundo, invitándolos a rogar al Señor de la mies que no falten nunca obreros a su mies (cf. Lc 10, 1-3); pero no los envía con medios poderosos, sino «como corderos en medio de lobos» (v. 3), sin bolsa, ni alforja, ni sandalias (cf. v. 4). San Juan Crisóstomo, en una de sus homilías, comenta: «Mientras seamos corderos, venceremos e, incluso si estamos rodeados por numerosos lobos, lograremos vencerlos. Pero si nos convertimos en lobos, seremos vencidos, porque estaremos privados de la ayuda del pastor» (Homilía 33, 1: PG 57, 389). Los cristianos no deben nunca ceder a la tentación de convertirse en lobos entre los lobos; el reino de paz de Cristo no se extiende con el poder, con la fuerza, con la violencia, sino con el don de uno mismo, con el amor llevado al extremo, incluso hacia los enemigos. Jesús no vence al mundo con la fuerza de las armas, sino con la fuerza de la cruz, que es la verdadera garantía de la victoria. Y para quien quiere ser discípulo del Señor, su enviado, esto tiene como consecuencia el estar preparado también a la pasión y al martirio, a perder la propia vida por él, para que en el mundo triunfen el bien, el amor, la paz. Esta es la condición para poder decir, entrando en cada realidad: «Paz a esta casa» (Lc 10, 5).
Delante de la basílica de San Pedro hay dos grandes estatuas de san Pedro y san Pablo, fácilmente identificables: san Pedro tiene en la mano las llaves, san Pablo en cambio sostiene una espada. Quien no conoce la historia de este último podría pensar que se trata de un gran caudillo que guió grandes ejércitos y con la espada sometió pueblos y naciones, procurándose fama y riqueza con la sangre de los demás. En cambio, es exactamente lo contrario: la espada que tiene entre las manos es el instrumento con el que mataron a Pablo, con el que sufrió el martirio y derramó su propia sangre. Su batalla no fue la de la violencia, de la guerra, sino la del martirio por Cristo. Su única arma fue precisamente el anuncio de «Jesucristo, y este crucificado» (1 Co 2, 2). Su predicación no se basó en «persuasiva sabiduría humana, sino en la manifestación y el poder del Espíritu» (v. 4). Dedicó su vida a llevar el mensaje de reconciliación y de paz del Evangelio, gastando sus energías para hacerlo resonar hasta los confines de la tierra. Esta fue su fuerza: no buscó una vida tranquila, cómoda, alejada de las dificultades, de las contrariedades, sino que se gastó por el Evangelio, se entregó sin reservas, y así se convirtió en el gran mensajero de la paz y de la reconciliación de Cristo. La espada que san Pablo tiene en sus manos remite también al poder de la verdad, que a menudo puede herir, puede hacer mal. El Apóstol fue fiel a esta verdad hasta el final, fue su servidor, sufrió por ella, entregó su vida por ella. Esta misma lógica es válida también para nosotros, si queremos ser portadores del reino de paz anunciado por el profeta Zacarías y realizado por Cristo: debemos estar dispuestos a pagar en persona, a sufrir en primera persona la incomprensión, el rechazo, la persecución. No es la espada del conquistador la que construye la paz, sino la espada de quien sufre, de quien sabe donar la propia vida.
Queridos hermanos y hermanas, como cristianos queremos invocar de Dios el don de la paz, queremos pedirle que nos haga instrumentos de su paz en un mundo todavía desgarrado por el odio, las divisiones, los egoísmos, las guerras; queremos pedirle que el encuentro de mañana en Asís favorezca el diálogo entre personas de distintas pertenencias religiosas y traiga un rayo de luz capaz de iluminar la mente y el corazón de todos los hombres, para que el rencor ceda el paso al perdón, la división a la reconciliación, el odio al amor, la violencia a la mansedumbre, y en el mundo reine la paz. Amén.

LLAMAMIENTO

Queridos hermanos y hermanas, en este momento mi pensamiento se dirige a las poblaciones de Turquía duramente afectadas por el terremoto que ha causado graves pérdidas de vidas humanas, numerosos dispersos e ingentes daños. Os invito a uniros a mí en la oración por aquellos que han perdido la vida y a estar espiritualmente cercanos a tantas personas tan duramente probadas. Que el Altísimo sostenga a todos los que están comprometidos en las labores de rescate.


Saludos

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a los venidos de España, México, Costa Rica, Argentina y otros países latinoamericanos. Invito a todos a ser incansables en construir la paz, y pedir al Señor que este don de su gracia reine en las naciones y en el corazón de todos los hombres.

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HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Plaza de San Pedro
Domingo 23 de Octubre de 2011

Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:
Nuestra liturgia dominical se enriquece hoy por varios motivos de acción de gracias y de súplica a Dios. En efecto, mientras celebramos con toda la Iglesia la Jornada mundial de las misiones —cita anual que quiere despertar el impulso y el compromiso por la misión—, alabamos al Señor por tres nuevos santos: el obispo Guido María Conforti, el sacerdote Luis Guanella y la religiosa Bonifacia Rodríguez de Castro. Con alegría dirijo mi saludo a todos los presentes, en particular a las delegaciones oficiales y a los numerosos peregrinos que han venido para festejar a estos tres discípulos ejemplares de Cristo.
La Palabra del Señor, que acaba de resonar en el Evangelio, nos ha recordado que toda la ley divina se resume en el amor. El evangelista san Mateo narra que los fariseos, después de que Jesús respondiera a los saduceos dejándolos sin palabras, se reunieron para ponerlo a prueba (cf. 22, 34-35). Uno de estos interlocutores, un doctor de la ley, le preguntó: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la ley?» (v. 36). A esa pregunta, decididamente insidiosa, Jesús responde con total sencillez: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente. Este mandamiento es el principal y primero» (vv. 37-38). De hecho, la exigencia principal para cada uno de nosotros es que Dios esté presente en nuestra vida. Como dice la Escritura, él debe penetrar todos los estratos de nuestro ser y llenarlos completamente: el corazón debe saber de él y dejarse tocar por él; e igualmente el alma, las energías de nuestro querer y decidir, como también la inteligencia y el pensamiento. Es poder decir, como san Pablo: «No soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20).
Inmediatamente después, Jesús añade algo que, en verdad, no había preguntado el doctor de la ley: «El segundo es semejante a él: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (v. 39). Al declarar que el segundo mandamiento es semejante al primero, Jesús da a entender que la caridad hacia el prójimo es tan importante como el amor a Dios. De hecho, el signo visible que el cristiano puede mostrar para testimoniar al mundo el amor de Dios es al amor a los hermanos. ¡Cuán providencial resulta entonces el hecho de que precisamente hoy la Iglesia señala a todos sus miembros tres nuevos santos que se dejaron transformar por la caridad divina y según ella moldearon su vida. En situaciones distintas y con diversos carismas, amaron al Señor con todo el corazón y al prójimo como a sí mismos «llegando a ser así un modelo para todos los creyentes» (cf. 1 Ts 1, 7).
El Salmo 17, que se acaba de proclamar, invita a abandonarse con confianza en manos del Señor, que tuvo «misericordia de su ungido» (cf. v. 51). Esta actitud interior guió la vida y el ministerio de san Guido María Conforti. Desde que, en su niñez, tuvo que vencer la oposición de su padre para entrar en el seminario, dio muestras de un carácter firme al seguir la voluntad de Dios, al corresponder en todo a la caritas Christi que, en la contemplación del Crucificado, lo atraía a sí. Sintió una fuerte urgencia de anunciar este amor a quienes no habían recibido aún su anuncio, y el lema «Caritas Christi urget nos» (cf. 2 Co 5, 14) sintetiza el programa del Instituto misionero que fundó cuando tenía sólo treinta años: una familia religiosa puesta totalmente al servicio de la evangelización bajo el patrocinio del gran apóstol de Oriente san Francisco Javier. San Guido María fue llamado a vivir este impulso apostólico en el ministerio episcopal primero en Rávena y luego en Parma: con todas sus fuerzas se dedicó al bien de las almas a él encomendadas, sobre todo de las que se habían alejado del camino del Señor. Su vida estuvo marcada por numerosas pruebas, algunas de ellas graves. Supo aceptar todas las situaciones con docilidad, acogiéndolas como indicaciones del camino trazado para él por la divina Providencia; en todas las circunstancias, incluso en las derrotas más mortificantes, supo reconocer el designio de Dios, que lo guiaba a edificar su Reino sobre todo en la renuncia a sí mismo y en la aceptación diaria de su voluntad, con un abandono confiado cada vez más pleno. Él fue el primero en experimentar y testimoniar lo que enseñaba a sus misioneros, o sea, que la perfección consiste en hacer la voluntad de Dios, siguiendo el ejemplo de Jesús crucificado. San Guido María Conforti mantuvo fija su mirada interior en la cruz, que dulcemente lo atraía a sí; al contemplarla veía abrirse de par en par el horizonte del mundo entero, descubría el «urgente» deseo, escondido en el corazón de todo hombre, de recibir y acoger el anuncio del único amor que salva.
El testimonio humano y espiritual de san Luis Guanella es para toda la Iglesia un don especial de gracia. Durante su existencia terrena vivió con valentía y determinación el Evangelio de la caridad, el «gran mandamiento» que también hoy la Palabra de Dios nos ha recordado. Gracias a la profunda y continua unión con Cristo, en la contemplación de su amor, don Guanella, guiado por la divina Providencia, se hizo compañero y maestro, consuelo y alivio de los más pobres y los más débiles. El amor de Dios animaba en él el deseo del bien para las personas que le habían sido encomendadas, en la realidad de su vida diaria. Prestaba solícita atención al camino de cada uno, respetando sus tiempos de crecimiento y cultivando en el corazón la esperanza de que todo ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, al gustar la alegría de ser amado por él —Padre de todos—, puede sacar y dar a los demás lo mejor de sí mismo. Hoy queremos alabar y dar gracias al Señor porque en san Luis Guanella nos ha dado un profeta y un apóstol de la caridad. En su testimonio, tan lleno de humanidad y de atención a los últimos, reconocemos un signo luminoso de la presencia y de la acción benéfica de Dios: el Dios —como resonó en la primera lectura— que defiende al forastero, a la viuda, al huérfano, al pobre que debe dejar en prenda su manto, su único abrigo para cubrir su cuerpo por la noche (cf. Ex 22, 20-26). Que este nuevo santo de la caridad sea para todos, especialmente para los miembros de las Congregaciones que fundó, un modelo de profunda y fecunda síntesis entre contemplación y acción, como él mismo la vivió y practicó. Toda su historia humana y espiritual la podemos sintetizar en las últimas palabras que pronunció en su lecho de muerte: «In caritate Christi». Es el amor de Cristo lo que ilumina la vida de todo hombre, revelando cómo en la entrega de sí a los demás no se pierde nada, sino que se realiza plenamente nuestra verdadera felicidad. Que san Luis Guanella nos obtenga crecer en la amistad con el Señor para ser en nuestro tiempo portadores de la plenitud del amor de Dios, para promover la vida en todas sus manifestaciones y condiciones, y para hacer que la sociedad humana llegue a ser cada vez más la familia de los hijos de Dios.
En la segunda lectura hemos escuchado un pasaje de la primera carta a los Tesalonicenses, un texto que usa la metáfora del trabajo manual para describir la labor evangelizadora y que, en cierto modo, puede aplicarse también a las virtudes de santa Bonifacia Rodríguez de Castro. Cuando san Pablo escribe la carta, trabaja para ganarse el pan; parece evidente, por el tono y los ejemplos empleados, que es en el taller donde él predica y encuentra sus primeros discípulos. Esta misma intuición movió a santa Bonifacia, que desde el inicio supo aunar su seguimiento de Jesucristo con el esmerado trabajo cotidiano. Faenar, como había hecho desde pequeña, no era sólo un modo para no ser gravosa a nadie, sino que suponía también tener la libertad para realizar su propia vocación, y le daba al mismo tiempo la posibilidad de atraer y formar a otras mujeres, que en el obrador pueden encontrar a Dios y escuchar su llamada amorosa, discerniendo su propio proyecto de vida y capacitándose para llevarlo a cabo. Así nacen las Siervas de San José, en medio de la humildad y sencillez evangélica, que en el hogar de Nazaret se presenta como una escuela de vida cristiana. El Apóstol continúa diciendo en su carta que el amor que tiene a la comunidad es un esfuerzo, una fatiga, pues supone siempre imitar la entrega de Cristo por los hombres, no esperando nada ni buscando otra cosa que agradar a Dios. Madre Bonifacia, que se consagra con ilusión al apostolado y comienza a obtener los primeros frutos de sus afanes, vive también esta experiencia de abandono, de rechazo precisamente de sus discípulas, y en ello aprende una nueva dimensión del seguimiento de Cristo: la cruz. Ella la asume con el aguante que da la esperanza, ofreciendo su vida por la unidad de la obra nacida de sus manos. La nueva santa se nos presenta como un modelo acabado en el que resuena el trabajo de Dios, un eco que llama a sus hijas, las Siervas de San José, y también a todos nosotros, a acoger su testimonio con la alegría del Espíritu Santo, sin temer la contrariedad, difundiendo en todas partes la Buena Noticia del reino de los cielos. Nos encomendamos a su intercesión, y pedimos a Dios por todos los trabajadores, sobre todo por los que desempeñan los oficios más modestos y en ocasiones no suficientemente valorados, para que, en medio de su quehacer diario, descubran la mano amiga de Dios y den testimonio de su amor, transformando su cansancio en un canto de alabanza al Creador.
«Te amo, Señor, mi fortaleza». Así, queridos hermanos y hermanas, hemos aclamado con el Salmo responsorial. De ese amor apasionado a Dios son signo elocuente estos tres nuevos santos. Dejémonos atraer por su ejemplo, dejémonos guiar por sus enseñanzas, para que toda nuestra vida se transforme en testimonio de auténtico amor a Dios y al prójimo. Que nos obtenga esta gracia la Virgen María, la Reina de los santos, y también la intercesión de san Guido María Conforti, de san Luis Guanella y de santa Bonifacia Rodríguez de Castro. Amén.


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