HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Plaza de San Pedro
Domingo 7 de Octubre de 2012
Domingo 7 de Octubre de 2012
queridos hermanos y hermanas
Con esta solemne concelebración inauguramos la XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, que tiene como tema: La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana. Esta temática responde a una orientación programática para la vida de la Iglesia, la de todos sus miembros, las familias, las comunidades, la de sus instituciones. Dicha perspectiva se refuerza por la coincidencia con el comienzo del Año de la fe, que tendrá lugar el próximo jueves 11 de octubre, en el 50 aniversario de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II. Doy mi cordial bienvenida, llena de reconocimiento, a los que habéis venido a formar parte de esta Asamblea sinodal, en particular al Secretario general del Sínodo de los Obispos y a sus colaboradores. Hago extensivo mi saludo a los delegados fraternos de otras Iglesias y Comunidades Eclesiales, y a todos los presentes, invitándolos a acompañar con la oración cotidiana los trabajos que desarrollaremos en las próximas tres semanas.
Las lecturas bíblicas de la Liturgia de la Palabra de este domingo nos ofrecen dos puntos principales de reflexión: el primero sobre el matrimonio, que retomaré más adelante; el segundo sobre Jesucristo, que abordo a continuación. No tenemos el tiempo para comentar el pasaje de lacarta a los Hebreos, pero debemos, al comienzo de esta Asamblea sinodal, acoger la invitación a fijar los ojos en el Señor Jesús, «coronado de gloria y honor por su pasión y muerte» (Hb 2,9). La Palabra de Dios nos pone ante el crucificado glorioso, de modo que toda nuestra vida, y en concreto la tarea de esta asamblea sinodal, se lleve a cabo en su presencia y a la luz de su misterio. La evangelización, en todo tiempo y lugar, tiene siempre como punto central y último a Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios (cf. Mc 1,1); y el crucifijo es por excelencia el signo distintivo de quien anuncia el Evangelio: signo de amor y de paz, llamada a la conversión y a la reconciliación. Que nosotros venerados hermanos seamos los primeros en tener la mirada del corazón puesta en él, dejándonos purificar por su gracia.
Quisiera ahora reflexionar brevemente sobre la «nueva evangelización», relacionándola con la evangelización ordinaria y con la misión ad gentes. La Iglesia existe para evangelizar. Fieles al mandato del Señor Jesucristo, sus discípulos fueron por el mundo entero para anunciar la Buena Noticia, fundando por todas partes las comunidades cristianas. Con el tiempo, estas han llegado a ser Iglesias bien organizadas con numerosos fieles. En determinados periodos históricos, la divina Providencia ha suscitado un renovado dinamismo de la actividad evangelizadora de la Iglesia. Basta pensar en la evangelización de los pueblos anglosajones y eslavos, o en la transmisión del Evangelio en el continente americano, y más tarde los distintos periodos misioneros en los pueblos de África, Asía y Oceanía. Sobre este trasfondo dinámico, me agrada mirar también a las dos figuras luminosas que acabo de proclamar Doctores de la Iglesia: san Juan de Ávila y santa Hildegarda de Bingen. También en nuestro tiempo el Espíritu Santo ha suscitado en la Iglesia un nuevo impulso para anunciar la Buena Noticia, un dinamismo espiritual y pastoral que ha encontrado su expresión más universal y su impulso más autorizado en el Concilio Ecuménico Vaticano II. Este renovado dinamismo de evangelización produce un influjo beneficioso sobre las dos «ramas» especificas que se desarrollan a partir de ella, es decir, por una parte, la missio ad gentes, esto es el anuncio del Evangelio a aquellos que aun no conocen a Jesucristo y su mensaje de salvación; y, por otra parte,la nueva evangelización, orientada principalmente a las personas que, aun estando bautizadas, se han alejado de la Iglesia, y viven sin tener en cuenta la praxis cristiana. La Asamblea sinodal que hoy se abre esta dedicada a esta nueva evangelización, para favorecer en estas personas un nuevo encuentro con el Señor, el único que llena de significado profundo y de paz nuestra existencia; para favorecer el redescubrimiento de la fe, fuente de gracia que trae alegría y esperanza a la vida personal, familiar y social. Obviamente, esa orientación particular no debe disminuir el impulso misionero, en sentido propio, ni la actividad ordinaria de evangelización en nuestras comunidades cristianas. En efecto, los tres aspectos de la única realidad de evangelización se completan y fecundan mutuamente.
El tema del matrimonio, que nos propone el Evangelio y la primera lectura, merece en este sentido una atención especial. El mensaje de la Palabra de Dios se puede resumir en la expresión que se encuentra en el libro del Génesis y que el mismo Jesús retoma: «Por eso abandonará el varón a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán una sola carne» (Gn 1,24, Mc 10,7-8). ¿Qué nos dice hoy esta palabra? Pienso que nos invita a ser más conscientes de una realidad ya conocida pero tal vez no del todo valorizada: que el matrimonio constituye en sí mismo un evangelio, una Buena Noticia para el mundo actual, en particular para el mundo secularizado. La unión del hombre y la mujer, su ser «una sola carne» en la caridad, en el amor fecundo e indisoluble, es un signo que habla de Dios con fuerza, con una elocuencia que en nuestros días llega a ser mayor, porque, lamentablemente y por varias causas, el matrimonio, precisamente en las regiones de antigua evangelización, atraviesa una profunda crisis. Y no es casual. El matrimonio está unido a la fe, no en un sentido genérico. El matrimonio, como unión de amor fiel e indisoluble, se funda en la gracia que viene de Dios Uno y Trino, que en Cristo nos ha amado con un amor fiel hasta la cruz. Hoy podemos percibir toda la verdad de esta afirmación, contrastándola con la dolorosa realidad de tantos matrimonios que desgraciadamente terminan mal. Hay una evidente correspondencia entre la crisis de la fe y la crisis del matrimonio. Y, como la Iglesia afirma y testimonia desde hace tiempo, el matrimonio está llamado a ser no sólo objeto, sino sujeto de la nueva evangelización. Esto se realiza ya en muchas experiencias, vinculadas a comunidades y movimientos, pero se está realizando cada vez más también en el tejido de las diócesis y de las parroquias, como ha demostrado el reciente Encuentro Mundial de las Familias.
Una de las ideas clave del renovado impulso que el Concilio Vaticano II ha dado a la evangelización es la de la llamada universal a la santidad, que como tal concierne a todos los cristianos (cf. Const. Lumen gentium, 39-42). Los santos son los verdaderos protagonistas de la evangelización en todas sus expresiones. Ellos son, también de forma particular, los pioneros y los que impulsan la nueva evangelización: con su intercesión y el ejemplo de sus vidas, abierta a la fantasía del Espíritu Santo, muestran la belleza del Evangelio y de la comunión con Cristo a las personas indiferentes o incluso hostiles, e invitan a los creyentes tibios, por decirlo así, a que con alegría vivan de fe, esperanza y caridad, a que descubran el «gusto» por la Palabra de Dios y los sacramentos, en particular por el pan de vida, la eucaristía. Santos y santas florecen entre los generosos misioneros que anuncian la buena noticia a los no cristianos, tradicionalmente en los países de misión y actualmente en todos los lugares donde viven personas no cristianas. La santidad no conoce barreras culturales, sociales, políticas, religiosas. Su lenguaje – el del amor y la verdad – es comprensible a todos los hombres de buena voluntad y los acerca a Jesucristo, fuente inagotable de vida nueva.
A este respecto, nos paramos un momento para admirar a los dos santos que hoy han sido agregados al grupo escogido de los doctores de la Iglesia. San Juan de Ávila vivió en el siglo XVI. Profundo conocedor de las Sagradas Escrituras, estaba dotado de un ardiente espíritu misionero. Supo penetrar con singular profundidad en los misterios de la redención obrada por Cristo para la humanidad. Hombre de Dios, unía la oración constante con la acción apostólica. Se dedicó a la predicación y al incremento de la práctica de los sacramentos, concentrando sus esfuerzos en mejorar la formación de los candidatos al sacerdocio, de los religiosos y los laicos, con vistas a una fecunda reforma de la Iglesia.
Santa Hildegarda de Bilden, importante figura femenina del siglo XII, ofreció una preciosa contribución al crecimiento de la Iglesia de su tiempo, valorizando los dones recibidos de Dios y mostrándose una mujer de viva inteligencia, profunda sensibilidad y reconocida autoridad espiritual. El Señor la dotó de espíritu profético y de intensa capacidad para discernir los signos de los tiempos. Hildegarda alimentaba un gran amor por la creación, cultivó la medicina, la poesía y la música. Sobre todo conservó siempre un amor grande y fiel por Cristo y su Iglesia.
La mirada sobre el ideal de la vida cristiana, expresado en la llamada a la santidad, nos impulsa a mirar con humildad la fragilidad de tantos cristianos, más aun, su pecado, personal y comunitario, que representa un gran obstáculo para la evangelización, y a reconocer la fuerza de Dios que, en la fe, viene al encuentro de la debilidad humana. Por tanto, no se puede hablar de la nueva evangelización sin una disposición sincera de conversión. Dejarse reconciliar con Dios y con el prójimo (cf. 2 Cor 5,20) es la vía maestra de la nueva evangelización. Únicamente purificados, los cristianos podrán encontrar el legítimo orgullo de su dignidad de hijos de Dios, creados a su imagen y redimidos con la sangre preciosa de Jesucristo, y experimentar su alegría para compartirla con todos, con los de cerca y los de lejos.
Queridos hermanos y hermanas, encomendemos a Dios los trabajos de la Asamblea sinodal con el sentimiento vivo de la comunión de los santos, invocando la particular intercesión de los grandes evangelizadores, entre los cuales queremos contar con gran afecto al beato Papa Juan Pablo II, cuyo largo pontificado ha sido también ejemplo de nueva evangelización. Nos ponemos bajo la protección de la bienaventurada Virgen María, Estrella de la nueva evangelización. Con ella invocamos una especial efusión del Espíritu Santo, que ilumine desde lo alto la Asamblea sinodal y la haga fructífera para el camino de la Iglesia hoy, en nuestro tiempo. Amen.
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AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA BENEDICTO XVI
Plaza de San Pedro
Miércoles 3 de Octubre de 2012
Miércoles 3 de Octubre de 2012
Queridos hermanos y hermanas:
En la última catequesis comencé a hablar de una de las fuentes privilegiadas de la oración cristiana: la sagrada liturgia, que —como afirma el Catecismo de la Iglesia católica— es «participación en la oración de Cristo, dirigida al Padre en el Espíritu Santo. En la liturgia toda oración cristiana encuentra su fuente y su término» (n. 1073). Hoy quiero que nos preguntemos: ¿reservo en mi vida un espacio suficiente a la oración? Y, sobre todo, ¿qué lugar ocupa en mi relación con Dios la oración litúrgica, especialmente la santa misa, como participación en la oración común del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia?
Al responder a esta pregunta debemos recordar ante todo que la oración es la relación viva de los hijos de Dios con su Padre infinitamente bueno, con su Hijo Jesucristo y con el Espíritu Santo (cf.ibid., 2565). Por lo tanto, la vida de oración consiste en estar de manera habitual en presencia de Dios y ser conscientes de ello, vivir en relación con Dios como se viven las relaciones habituales de nuestra vida, con los familiares más queridos, con los verdaderos amigos. Es más, la relación con el Señor es la que dona luz al resto de todas nuestras relaciones. Esta comunión de vida con Dios, uno y trino, es posible porque por medio del Bautismo hemos sido injertados en Cristo, hemos comenzado a ser una sola cosa con él (cf. Rm 6, 5).
Sólo en Cristo, en efecto, podemos dialogar con Dios Padre como hijos, de lo contrario no es posible, pero en comunión con el Hijo podemos incluso decir nosotros como dijo él: «Abbá». En comunión con Cristo podemos conocer a Dios como verdadero Padre (cf. Mt 11, 27). Por esto, la oración cristiana consiste en mirar constantemente y de manera siempre nueva a Cristo, hablar con él, estar en silencio con él, escucharlo, obrar y sufrir con él. El cristiano redescubre su verdadera identidad en Cristo, «primogénito de toda criatura», en quien residen todas las cosas (cf. Col 1, 15ss). Al identificarme con él, al ser una cosa sola con él, redescubro mi identidad personal, la de hijo auténtico que mira a Dios como a un Padre lleno de amor.
No olvidemos que a Cristo lo descubrimos, lo conocemos como Persona viva, en la Iglesia. La Iglesia es «su Cuerpo». Esa corporeidad puede ser comprendida a partir de las palabras bíblicas sobre el hombre y sobre la mujer: los dos serán una sola carne (cf. Gn 2, 24; Ef 5, 30ss.; 1 Co 6, 16s). El vínculo inseparable entre Cristo y la Iglesia, a través de la fuerza unificadora del amor, no anula el «tú» y el «yo», sino que los eleva a su unidad más profunda. Encontrar la propia identidad en Cristo significa llegar a la comunión con él, que no me anula, sino que me eleva a una dignidad más alta, la dignidad de hijo de Dios en Cristo: «La historia de amor entre Dios y el hombre consiste precisamente en que esta comunión de voluntad crece en la comunión del pensamiento y del sentimiento, de modo que nuestro querer y la voluntad de Dios coinciden cada vez más» (Deus caritas est, 17). Rezar significa elevarse a la altura de Dios mediante una transformación necesaria y gradual de nuestro ser.
Así, participando en la liturgia, hacemos nuestra la lengua de la madre Iglesia, aprendemos a hablar en ella y por ella. Esto sucede, naturalmente, como ya he dicho, de modo gradual, poco a poco. Debo sumergirme progresivamente en las palabras de la Iglesia, con mi oración, con mi vida, con mi sufrimiento, con mi alegría, con mi pensamiento. Es un camino que nos transforma.
Pienso, entonces, que estas reflexiones nos permiten responder a la pregunta que nos hemos planteado al comienzo: ¿cómo aprendo a rezar? ¿Cómo crezco en mi oración? Mirando el modelo que nos enseñó Jesús, el Padrenuestro, vemos que la primera palabra es «Padre» y la segunda es «nuestro». La respuesta, por lo tanto, es clara: aprendo a rezar, alimento mi oración, dirigiéndome a Dios como Padre y orando-con-otros, orando con la Iglesia, aceptando el don de sus palabras, que poco a poco llegan a ser para mí familiares y ricas de sentido. El diálogo que Dios establece en la oración con cada uno de nosotros, y nosotros con él, incluye siempre un «con»; no se puede rezar a Dios de modo individualista. En la oración litúrgica, sobre todo en la Eucaristía, y —formados por la liturgia— en toda oración, no hablamos sólo como personas individuales, sino que entramos en el «nosotros» de la Iglesia que ora. Debemos transformar nuestro «yo» entrando en este «nosotros».
Quiero poner de relieve otro aspecto importante. En el Catecismo de la Iglesia católica leemos: «En la Liturgia de la Nueva Alianza, toda acción litúrgica, especialmente la celebración de la Eucaristía y de los sacramentos es un encuentro entre Cristo y la Iglesia» (n. 1097); por lo tanto, quien celebra es el «Cristo total», toda la comunidad, el Cuerpo de Cristo unido a su Cabeza. La liturgia, entonces, no es una especie de «auto-manifestación» de una comunidad, sino que es, en cambio, salir del simple «ser-uno-mismo», estar encerrado en sí mismo, y acceder al gran banquete, entrar en la gran comunidad viva, en la cual Dios mismo nos alimenta. La liturgia implica universalidad y este carácter universal debe entrar siempre de nuevo en la conciencia de todos. La liturgia cristiana es el culto del templo universal que es Cristo resucitado, cuyos brazos están extendidos en la cruz para atraer a todos en el abrazo del amor eterno de Dios. Es el culto del cielo abierto. Nunca es sólo el acontecimiento de una sola comunidad, con su ubicación en el tiempo y en el espacio. Es importante que cada cristiano se sienta y esté realmente insertado en este «nosotros» universal, que proporciona la base y el refugio al «yo» en el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia.
En esto debemos tener presente y aceptar la lógica de la Encarnación de Dios: él se hizo cercano, presente, entrando en la historia y en la naturaleza humana, haciéndose uno de nosotros. Y esta presencia continúa en la Iglesia, su Cuerpo. La liturgia, entonces, no es el recuerdo de acontecimientos pasados, sino que es la presencia viva del Misterio pascual de Cristo que trasciende y une los tiempos y los espacios. Si en la celebración no emerge la centralidad de Cristo no tendremos la liturgia cristiana, totalmente dependiente del Señor y sostenida por su presencia creadora. Dios obra por medio de Cristo y nosotros no podemos obrar sino por medio de él y en él. Cada día debe crecer en nosotros la convicción de que la liturgia no es un «hacer» nuestro o mío, sino que es acción de Dios en nosotros y con nosotros.
Por lo tanto, no es la persona sola —sacerdote o fiel— o el grupo quien celebra la liturgia, sino que la liturgia es primariamente acción de Dios a través de la Iglesia, que tiene su historia, su rica tradición y su creatividad. Esta universalidad y apertura fundamental, que es propia de toda la liturgia, es una de las razones por la cual no puede ser ideada o modificada por la comunidad o por los expertos, sino que deber ser fiel a las formas de la Iglesia universal.
Incluso en la liturgia de la más pequeña comunidad está siempre presente toda la Iglesia. Por ello, no existen «extranjeros» en la comunidad litúrgica. En cada celebración litúrgica participa junta toda la Iglesia, cielo y tierra, Dios y los hombres. La liturgia cristiana, incluso si se celebra en un lugar y un espacio concreto, y expresa el «sí» de una determinada comunidad, es católica por naturaleza, procede del todo y conduce al todo, en unidad con el Papa, con los obispos, con los creyentes de todas las épocas y de todos los lugares. Cuanto más una celebración está animada por esta conciencia, tanto más fructuosamente se realiza en ella el sentido auténtico de la liturgia.
Queridos amigos, la Iglesia se hace visible de muchas maneras: en la acción caritativa, en los proyectos de misión y en el apostolado personal que cada cristiano debe realizar en el propio ambiente. Pero el lugar donde se la experimenta plenamente como Iglesia es en la liturgia: la liturgia es el acto en el cual creemos que Dios entra en nuestra realidad y nosotros lo podemos encontrar, lo podemos tocar. Es el acto en el cual entramos en contacto con Dios: él viene a nosotros, y nosotros somos iluminados por él. Por ello, cuando en las reflexiones sobre la liturgia sólo centramos nuestra atención en cómo hacerla atrayente, interesante y bella, corremos el riesgo de olvidar lo esencial: la liturgia se celebra para Dios y no para nosotros mismos; es su obra; él es el sujeto; y nosotros debemos abrirnos a él y dejarnos guiar por él y por su Cuerpo, que es la Iglesia.
Pidamos al Señor aprender cada día a vivir la sagrada liturgia, especialmente la celebración eucarística, rezando en el «nosotros» de la Iglesia, que dirige su mirada no a sí misma, sino a Dios, y sintiéndonos parte de la Iglesia viva de todos los lugares y de todos los tiempos. Gracias.
Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los sacerdotes del Pontificio Colegio Mexicano, así como a los grupos provenientes de España, México, Perú, Honduras, Chile, Argentina y otros países latinoamericanos. Pidamos al Señor que sepamos vivir cada día la liturgia, especialmente la eucaristía, como acción de Dios en nosotros, y sintiéndonos parte de la Iglesia viva. Muchas gracias.
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