CIUDAD DEL VATICANO (http://press.vatican.va/content/salastampa/it/bollettino/pubblico/2014/06/07/0416/00950.html - Junio 7 de 2014). Este sábado la Oficina de Prensa de la Santa Sede ha hecho pública la Carta del Santo Padre FRANCISCO a los participantes en el XIX Congreso Internacional de la Asociación Internacional de Derecho Penal y del III Congreso de la Asociación Latinoamericana de Derecho Penal y Criminología
Vaticano, 30 de mayo de 2014
Señor Presidente y señor Secretario Ejecutivo:
Con estas letras, deseo hacer llegar mi saludo a
todos los participantes del XIX Congreso Internacional de la
Asociación Internacional de Derecho Penal y del III Congreso de la
Asociación Latinoamericana de Derecho Penal y Criminología, dos
importantes foros que permiten a profesionales de la justicia penal
reunirse, intercambiar puntos de vista, compartir preocupaciones,
profundizar en temas comunes y atender a problemáticas regionales,
con sus particularidades sociales, políticas y económicas. Junto
con los mejores deseos para que sus trabajos obtengan abundantes
frutos, les quiero expresar mi agradecimiento personal, y también el
de todos los hombres de buena voluntad, por su servicio a la sociedad
y su contribución al desarrollo de una justicia que respete la
dignidad y los derechos de la persona humana, sin discriminación, y
tutele debidamente a las minorías.
Bien saben Ustedes que el Derecho penal requiere
un enfoque multidisciplinar, que trate de integrar y armonizar todos
los aspectos que confluyen en la realización de un acto plenamente
humano, libre, consciente y responsable. También la Iglesia quisiera
decir una palabra como parte de su misión evangelizadora, y en
fidelidad a Cristo, que vino a "anunciar la libertad a los
cautivos" (Lc 4, 18). Por eso, me animo a compartir con Ustedes
algunas ideas que llevo en el alma y que forman parte del tesoro de
la Escritura y de la experiencia milenaria del Pueblo de Dios.
Desde los primeros tiempos cristianos, los
discípulos de Jesús se han esforzado por hacer frente a la
fragilidad del corazón humano, tantas veces débil. De diversas
maneras y con variadas iniciativas, han acompañado y sostenido a
quienes sucumben bajo el peso del pecado y del mal. A pesar de los
cambios históricos, han sido constantes tres elementos: la
satisfacción o reparación del daño causado; la confesión, por la
que el hombre expresa su conversión interior; y la contrición para
llegar al encuentro con el amor misericordioso y sanador de Dios.
1. La satisfacción. El Señor ha ido enseñando,
poco a poco, a su pueblo que hay una asimetría necesaria entre el
delito y la pena, que un ojo o un diente roto no se remedia rompiendo
otro. Se trata de hacer justicia a la víctima, no de ajusticiar al
agresor.
Un modelo bíblico de satisfacción puede ser el
Buen Samaritano. Sin pensar en perseguir al culpable para que asuma
las consecuencias de su acto, atiende a quien ha quedado al costado
del camino malherido y se hace cargo de sus necesidades (cf. Lc 10,
25-37).
En nuestras sociedades tendemos a pensar que los
delitos se resuelven cuando se atrapa y condena al delincuente,
pasando de largo ante los daños cometidos o sin prestar suficiente
atención a la situación en que quedan las víctimas. Pero sería un
error identificar la reparación sólo con el castigo, confundir la
justicia con la venganza, lo que sólo contribuiría a incrementar la
violencia, aunque esté institucionalizada. La experiencia nos dice
que el aumento y endurecimiento de las penas con frecuencia no
resuelve los problemas sociales, ni logra disminuir los índices de
delincuencia. Y, además, se pueden generar graves problemas para las
sociedades, como son las cárceles superpobladas o los presos
detenidos sin condena… En cuántas ocasiones se ha visto al reo
expiar su pena objetivamente, cumpliendo la condena pero sin cambiar
interiormente ni restablecerse de las heridas de su corazón.
A este respecto, los medios de comunicación, en
su legítimo ejercicio de la libertad de prensa, juegan un papel muy
importante y tienen una gran responsabilidad: de ellos depende
informar rectamente y no contribuir a crear alarma o pánico social
cuando se dan noticias de hechos delictivos. Están en juego la vida
y la dignidad de las personas, que no pueden convertirse en casos
publicitarios, a menudo incluso morbosos, condenando a los presuntos
culpables al descrédito social antes de ser juzgados o forzando a
las víctimas, con fines sensacionalistas, a revivir públicamente el
dolor sufrido.
2. La confesión es la actitud de quien reconoce
y lamenta su culpa. Si al delincuente no se le ayuda suficientemente,
no se le ofrece una oportunidad para que pueda convertirse, termina
siendo víctima del sistema. Es necesario hacer justicia, pero la
verdadera justicia no se contenta con castigar simplemente al
culpable. Hay que avanzar y hacer lo posible por corregir, mejorar y
educar al hombre para que madure en todas sus vertientes, de modo que
no se desaliente, haga frente al daño causado y logre replantear su
vida sin quedar aplastado por el peso de sus miserias.
Un modelo bíblico de confesión es el buen
ladrón, al que Jesús promete el paraíso porque fue capaz de
reconocer su falta: "Lo nuestro es justo, pues recibimos la paga
de nuestros delitos; éste en cambio no ha cometido ningún crimen"
(Lc 23, 41).
Todos somos pecadores; Cristo es el único justo.
También nosotros corremos el riesgo de dejarnos llevar en algún
momento por el pecado, el mal, la tentación. En todas las personas
convive la capacidad de hacer mucho bien con la posibilidad de causar
tanto mal, aunque uno lo quiera evitar (cf. Rm 7,18-19). Y tenemos
que preguntarnos por qué algunos caen y otros no, siendo de su misma
condición.
No pocas veces la delincuencia hunde sus raíces
en las desigualdades económicas y sociales, en las redes de la
corrupción y en el crimen organizado, que buscan cómplices entre
los más poderosos y víctimas entre los más vulnerables. Para
prevenir este flagelo, no basta tener leyes justas, es necesario
construir personas responsables y capaces de ponerlas en práctica.
Una sociedad que se rige solamente por las reglas del mercado y crea
falsas expectativas y necesidades superfluas, descarta a los que no
están a la altura e impide que los lentos, los débiles o los menos
dotados se abran camino en la vida (cf. Evangelii Gaudium, 209).
3. La contrición es el pórtico del
arrepentimiento, es esa senda privilegiada que lleva al corazón de
Dios, que nos acoge y nos ofrece otra oportunidad, siempre que nos
abramos a la verdad de la penitencia y nos dejemos transformar por su
misericordia. De ella nos habla la Escritura Santa cuando refiere la
actitud del Buen Pastor, que deja a las noventa y nueve ovejas que no
requieren de sus cuidados y sale a buscar a la que anda errante y
perdida (cf. Jn 10,1-15; Lc 15,4-7), o la del Padre bueno, que recibe
a su hijo menor sin recriminaciones y con el perdón (cf. Lc 15,
11-32). También es significativo el episodio de la mujer adúltera,
a la que Jesús le dice: "Vete y en adelante no peques más"
(Jn 8,11b). Aludiendo, asimismo, al Padre común, que hace salir el
sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos (cf. Mt
5,45), Jesús invita a sus discípulos a ser misericordiosos, a hacer
el bien a quien les hace mal, a rezar por los enemigos, a poner la
otra mejilla, a no guardar rencor…
La actitud de Dios, que primerea al hombre
pecador ofreciéndole su perdón, se presenta así como una justicia
superior, al mismo tiempo ecuánime y compasiva, sin que haya
contradicción entre estos dos aspectos. El perdón, en efecto, no
elimina ni disminuye la exigencia de la rectificación, propia de la
justicia, ni prescinde de la necesidad de conversión personal, sino
que va más allá, buscando restaurar las relaciones y reintegrar a
las personas en la sociedad. Aquí me parece que se halla el gran
reto, que entre todos debemos afrontar, para que las medidas que se
adopten contra el mal no se contenten con reprimir, disuadir y aislar
a los que lo causaron, sino que les ayuden a recapacitar, a transitar
por las sendas del bien, a ser personas auténticas que lejos de sus
miserias se vuelvan ellas mismas misericordiosas. Por eso, la Iglesia
plantea una justicia que sea humanizadora, genuinamente
reconciliadora, una justicia que lleve al delincuente, a través de
un camino educativo y de esforzada penitencia, a su rehabilitación y
total reinserción en la comunidad.
Qué importante y hermoso sería acoger este
desafío, para que no cayera en el olvido. Qué bueno que se dieran
los pasos necesarios para que el perdón no se quedara únicamente en
la esfera privada, sino que alcanzara una verdadera dimensión
política e institucional y así crear unas relaciones de convivencia
armoniosa. Cuánto bien se obtendría si hubiera un cambio de
mentalidad para evitar sufrimientos inútiles, sobre todo entre los
más indefensos.
Queridos amigos, vayan adelante en este sentido,
pues entiendo que aquí radica la diferencia entre una sociedad
incluyente y otra excluyente, que no pone en el centro a la persona
humana y prescinde de los restos que ya no le sirven.
Me despido encomendándolos al Señor Jesús, que
en los días de su vida terrena, fue apresado y condenado
injustamente a muerte, y se identificó con todos los encarcelados,
culpables o no ("Estuve preso y me visitaron", Mt 25,36).
Él descendió también a esas oscuridades creadas por el mal y el
pecado del hombre para llevar allí la luz de una justicia que
dignifica y enaltece, para anunciar la Buena Nueva de la salvación y
de la conversión. Él, que fue despojado inicuamente de todo, les
conceda el don de la sabiduría, para que sus diálogos y
consideraciones se vean recompensadas con el acierto.
Les ruego que recen por mí, pues lo necesito
bastante.
Cordialmente,
FRANCISCO