miércoles, 5 de noviembre de 2014

FRANCISCO: Homilías de Octubre (19, 12 y 5)

HOMILÍAS DEL PAPA FRANCISCO
OCTUBRE 2014 




Plaza de San Pedro
Domingo 19 de octubre de 2014

Acabamos de escuchar una de las frases más famosas de todo el Evangelio: «Dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22,21).


Jesús responde con esta frase irónica y genial a la provocación de los fariseos que, por decirlo de alguna manera, querían hacerle el examen de religión y ponerlo a prueba. Es una respuesta inmediata que el Señor da a todos aquellos que tienen problemas de conciencia, sobre todo cuando están en juego su conveniencia, sus riquezas, su prestigio, su poder y su fama. Y esto ha sucedido siempre.


Evidentemente, Jesús pone el acento en la segunda parte de la frase: «Y [dar] a Dios lo que es de Dios». Lo cual quiere decir reconocer y creer firmemente –frente a cualquier tipo de poder– que sólo Dios es el Señor del hombre, y no hay ningún otro. Ésta es la novedad perenne que hemos de redescubrir cada día, superando el temor que a menudo nos atenaza ante las sorpresas de Dios.


¡Él no tiene miedo de las novedades! Por eso, continuamente nos sorprende, mostrándonos y llevándonos por caminos imprevistos. Nos renueva, es decir, nos hace siempre “nuevos”. Un cristiano que vive el Evangelio es “la novedad de Dios” en la Iglesia y en el mundo. Y a Dios le gusta mucho esta “novedad”.


«Dar a Dios lo que es de Dios» significa estar dispuesto a hacer su voluntad y dedicarle nuestra vida y colaborar con su Reino de misericordia, de amor y de paz.


En eso reside nuestra verdadera fuerza, la levadura que fermenta y la sal que da sabor a todo esfuerzo humano contra el pesimismo generalizado que nos ofrece el mundo. En eso reside nuestra esperanza, porque la esperanza en Dios no es una huida de la realidad, no es un alibi: es ponerse manos a la obra para devolver a Dios lo que le pertenece. Por eso, el cristiano mira a la realidad futura, a la realidad de Dios, para vivir plenamente la vida –con los pies bien puestos en la tierra– y responder, con valentía, a los incesantes retos nuevos.
Lo hemos visto en estos días durante el Sínodo extraordinario de los Obispos –“sínodo” quiere decir “caminar juntos”–. Y, de hecho, pastores y laicos de todas las partes del mundo han traído aquí a Roma la voz de sus Iglesias particulares para ayudar a las familias de hoy a seguir el camino del Evangelio, con la mirada fija en Jesús. Ha sido una gran experiencia, en la que hemos vivido la sinodalidad y la colegialidad, y hemos sentido la fuerza del Espíritu Santo que guía y renueva sin cesar a la Iglesia, llamada, con premura, a hacerse cargo de las heridas abiertas y a devolver la esperanza a tantas personas que la han perdido.


Por el don de este Sínodo y por el espíritu constructivo con que todos han colaborado, con el Apóstol Pablo, «damos gracias a Dios por todos ustedes y los tenemos presentes en nuestras oraciones» (1 Ts 1,2). Y que el Espíritu Santo que, en estos días intensos, nos ha concedido trabajar generosamente con verdadera libertad y humilde creatividad, acompañe ahora, en las Iglesias de toda la tierra, el camino de preparación del Sínodo Ordinario de los Obispos del próximo mes de octubre de 2015. Hemos sembrado y seguiremos sembrando con paciencia y perseverancia, con la certeza de que es el Señor quien da el crecimiento (cf. 1 Co 3,6).


En este día de la beatificación del Papa Pablo VI, me vienen a la mente las palabras con que instituyó el Sínodo de los Obispos: «Después de haber observado atentamente los signos de los tiempos, nos esforzamos por adaptar los métodos de apostolado a las múltiples necesidades de nuestro tiempo y a las nuevas condiciones de la sociedad» (Carta ap. Motu proprio Apostolica sollicitudo).


Contemplando a este gran Papa, a este cristiano comprometido, a este apóstol incansable, ante Dios hoy no podemos más que decir una palabra tan sencilla como sincera e importante: Gracias. Gracias a nuestro querido y amado Papa Pablo VI. Gracias por tu humilde y profético testimonio de amor a Cristo y a su Iglesia.


El que fuera gran timonel del Concilio, al día siguiente de su clausura, anotaba en su diario personal: «Quizás el Señor me ha llamado y me ha puesto en este servicio no tanto porque yo tenga algunas aptitudes, o para que gobierne y salve la Iglesia de sus dificultades actuales, sino para que sufra algo por la Iglesia, y quede claro que Él, y no otros, es quien la guía y la salva» (P. Macchi, Paolo VI nella sua parola, Brescia 2001, 120-121). En esta humildad resplandece la grandeza del Beato Pablo VI que, en el momento en que estaba surgiendo una sociedad secularizada y hostil, supo conducir con sabiduría y con visión de futuro –y quizás en solitario– el timón de la barca de Pedro sin perder nunca la alegría y la fe en el Señor.


Pablo VI supo de verdad dar a Dios lo que es de Dios dedicando toda su vida a la «sagrada, solemne y grave tarea de continuar en el tiempo y extender en la tierra la misión de Cristo» (Homilía en el inicio del ministerio petrino, 30 junio 1963: AAS 55 [1963], 620), amando a la Iglesia y guiando a la Iglesia para que sea «al mismo tiempo madre amorosa de todos los hombres y dispensadora de salvación» (Carta enc. Ecclesiam Suam, Prólogo).

 
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Basílica Vaticana
Domingo 12 de octubre de 2014

 

Hemos escuchado la profecía de Isaías: «El Señor enjugará las lágrimas de todos los rostros…» (Is 25, 8). Estas palabras, llenas de esperanza en Dios, indican la meta, muestran el futuro hacia el que estamos caminando. En este camino los santos nos preceden y nos guían. Estas palabras también delinean la vocación de los hombres y las mujeres misioneros.


Los misioneros son aquellos que, dóciles al Espíritu Santo, tienen la valentía de vivir el Evangelio. También este Evangelio que acabamos de escuchar: «Id ahora a los cruces de los caminos», dice el rey a sus siervos (Mt 22, 9). Y los siervos salieron y reunieron a todos los que encontraron, «malos y buenos», para llevarlos al banquete de bodas del rey (cf. v. 10).


Los misioneros acogieron esta llamada: salieron a llamar a todos en los cruces de caminos del mundo; y así hicieron mucho bien a la Iglesia, porque si la Iglesia se detiene y se cierra, se enferma, puede corromperse, ya sea con los pecados, ya sea con la falsa ciencia separada de Dios, que es el secularismo mundano.


Los misioneros dirigieron la mirada a Cristo crucificado, acogieron su gracia y no la guardaron para sí. Como san Pablo, se hicieron todo para todos; supieron vivir en la pobreza y en la abundancia, en la saciedad y en el hambre; todo lo podían en Aquel que les daba la fuerza (cf. Flp 4, 12-13). Con esta fuerza de Dios tuvieron la valentía de «salir» a los caminos del mundo, confiando en el Señor que llama. Así es la vida de un misionero y de una misionera…, para terminar después lejos de su casa, de su patria; muchas veces muertos, asesinados. Como les sucedió en estos días a muchos hermanos y hermanas nuestros.


La misión evangelizadora de la Iglesia es esencialmente anuncio del amor, de la misericordia y del perdón de Dios, revelados a los hombres mediante la vida, la muerte y la resurrección de Jesucristo. Los misioneros sirvieron a la misión de la Iglesia, partiendo el pan de la Palabra para los más pequeños y los más lejanos y llevando a todos el don del amor inagotable, que brota del corazón mismo del Salvador.


Así fueron san Francisco de Laval y santa María de la Encarnación. En este día quiero daros a vosotros, queridos peregrinos canadienses, dos consejos: están tomados de la Carta a los Hebreos, y pensando en los misioneros, harán mucho bien a vuestras comunidades.


El primero es este: «Acordaos de vuestros guías, que os anunciaron la Palabra de Dios; fijaos en el desenlace de su vida e imitad su fe» (13, 7). La memoria de los misioneros nos sostiene en el momento en que experimentamos la escasez de obreros del Evangelio. Su ejemplo nos atrae, nos impulsa a imitar su fe. ¡Son testimonios fecundos que generan vida!


El segundo es este: «Recordad aquellos días primeros, en los que, recién iluminados, soportasteis múltiples combates y sufrimientos… No renunciéis, pues, a vuestra valentía, que tendrá una gran recompensa. Os hace falta paciencia…» (10, 32. 35-36). Honrar a quien sufrió por llevarnos el Evangelio significa que también nosotros combatimos el buen combate de la fe, con humildad, mansedumbre y misericordia en la vida de cada día. Y esto da fruto.


Memoria de aquellos que nos precedieron, de aquellos que fundaron nuestra Iglesia. ¡Iglesia fecunda la de Quebec! Fecunda en tantos misioneros que fueron por doquier. El mundo se llenó de misioneros canadienses, como estos dos. Ahora, un consejo: que esta memoria no nos haga perder la fidelidad y la valentía. Quizá —no, más bien sin quizá— el diablo es envidioso y no acepta que una tierra sea tan fecunda en misioneros. Pidámosle al Señor que Quebec vuelva a este camino de fecundidad, para dar al mundo muchos misioneros. Que estos dos, que —por decirlo así— fundaron la Iglesia en Quebec, nos ayuden como intercesores. Que la semilla que sembraron crezca y dé fruto de nuevos hombres y mujeres intrépidos, clarividentes, con el corazón abierto a la llamada del Señor. Hoy se debe implorar esto para vuestra patria. Ellos, desde el cielo, serán nuestros intercesores. Ojalá Quebec vuelva a ser la fuente de misioneros audaces y santos.


He aquí la alegría y la consigna de vuestra peregrinación: traer a la memoria a los testigos, a los misioneros de la fe en vuestra tierra. Esta memoria nos sostiene siempre en el camino hacia el futuro, hacia la meta, cuando «el Señor Dios enjugue las lágrimas de todos los rostros…».


«Celebremos y gocemos con su salvación» (Is 25, 9).


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 MISA DE APERTURA
DEL SÍNODO EXTRAORDINARIO SOBRE LA FAMILIA



Basílica Vaticana
Domingo 5 de octubre de 2014

 


El profeta Isaías y el Evangelio de hoy usan la imagen de la viña del Señor. La viña del Señor es su «sueño», el proyecto que él cultiva con todo su amor, como un campesino cuida su viña. La vid es una planta que requiere muchos cuidados.



El «sueño» de Dios es su pueblo: Él lo ha plantado y lo cultiva con amor paciente y fiel, para que se convierta en un pueblo santo, un pueblo que dé muchos frutos buenos de justicia.



Sin embargo, tanto en la antigua profecía como en la parábola de Jesús, este sueño de Dios queda frustrado. Isaías dice que la viña, tan amada y cuidada, en vez de uva «dio agrazones» (5,2.4); Dios «esperaba derecho, y ahí tenéis: asesinatos; esperaba justicia, y ahí tenéis: lamentos» (v. 7). En el Evangelio, en cambio, son los labradores quienes desbaratan el plan del Señor: no hacen su trabajo, sino que piensan en sus propios intereses.



Con su parábola, Jesús se dirige a los jefes de los sacerdotes y a los ancianos del pueblo, es decir, a los «sabios», a la clase dirigente. A ellos ha encomendado Dios de manera especial su «sueño», es decir, a su pueblo, para que lo cultiven, se cuiden de él, lo protejan de los animales salvajes. El cometido de los jefes del pueblo es éste: cultivar la viña con libertad, creatividad y laboriosidad.



Pero Jesús dice que aquellos labradores se apoderaron de la viña; por su codicia y soberbia, quieren disponer de ella como quieran, quitando así a Dios la posibilidad de realizar su sueño sobre el pueblo que se ha elegido.



La tentación de la codicia siempre está presente. También la encontramos en la gran profecía de Ezequiel sobre los pastores (cf. cap. 34), comentada por san Agustín en su célebre discurso que acabamos de leer en la Liturgia de las Horas. La codicia del dinero y del poder. Y para satisfacer esta codicia, los malos pastores cargan sobre los hombros de las personas fardos insoportables, que ellos mismos ni siquiera tocan con un dedo (cf. Mt 23,4).



También nosotros estamos llamados en el Sínodo de los Obispos a trabajar por la viña del Señor. Las Asambleas sinodales no sirven para discutir ideas brillantes y originales, o para ver quién es más inteligente... Sirven para cultivar y guardar mejor la viña del Señor, para cooperar en su sueño, su proyecto de amor por su pueblo. En este caso, el Señor nos pide que cuidemos de la familia, que desde los orígenes es parte integral de su designio de amor por la humanidad.



Somos todos pecadores y también nosotros podemos tener la tentación de «apoderarnos» de la viña, a causa de la codicia que nunca falta en nosotros, seres humanos. El sueño de Dios siempre se enfrenta con la hipocresía de algunos servidores suyos. Podemos «frustrar» el sueño de Dios si no nos dejamos guiar por el Espíritu Santo. El Espíritu nos da esa sabiduría que va más allá de la ciencia, para trabajar generosamente con verdadera libertad y humilde creatividad.



Hermanos sinodales, para cultivar y guardar bien la viña, es preciso que nuestro corazón y nuestra mente estén custodiados en Jesucristo por la «paz de Dios, que supera todo juicio» (Flp 4,7). De este modo, nuestros pensamientos y nuestros proyectos serán conformes al sueño de Dios: formar un pueblo santo que le pertenezca y que produzca los frutos del Reino de Dios (cf. Mt 21,43).


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