ÁNGELUS DEL PAPA BENEDICTO XVI
Castelgandolfo
Domingo 30 de Septiembre de 2012
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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN EL XXXII CONGRESO INTERNACIONAL
DE MEDICINA DEL DEPORTE
Sala de los Suizos del Palacio Pontificio de Castelgandolfo
Jueves 27 de Septiembre de 2012
Castelgandolfo
Domingo 30 de Septiembre de 2012
Queridos hermanos y hermanas:
El Evangelio de este domingo presenta uno de esos episodios de la vida de Cristo que, incluso percibiéndolos, por decirlo así, en passant, contienen un significado profundo (cf. Mc 9, 38-41). Se trata del hecho de que alguien, que no era de los seguidores de Jesús, había expulsado demonios en su nombre. El apóstol Juan, joven y celoso como era, quería impedirlo, pero Jesús no lo permite; es más, aprovecha la ocasión para enseñar a sus discípulos que Dios puede obrar cosas buenas y hasta prodigiosas incluso fuera de su círculo, y que se puede colaborar con la causa del reino de Dios de diversos modos, ofreciendo también un simple vaso de agua a un misionero (v. 41). San Agustín escribe al respecto: «Como en la católica —es decir, en la Iglesia— se puede encontrar aquello que no es católico, así fuera de la católica puede haber algo de católico» (Agustín, Sobre el bautismo contra los donatistas: pl 43, VII, 39, 77). Por ello, los miembros de la Iglesia no deben experimentar celos, sino alegrarse si alguien externo a la comunidad obra el bien en nombre de Cristo, siempre que lo haga con recta intención y con respeto. Incluso en el seno de la Iglesia misma, puede suceder, a veces, que cueste esfuerzo valorar y apreciar, con espíritu de profunda comunión, las cosas buenas realizadas por las diversas realidades eclesiales. En cambio, todos y siempre debemos ser capaces de apreciarnos y estimarnos recíprocamente, alabando al Señor por la «fantasía» infinita con la que obra en la Iglesia y en el mundo.
En la liturgia de hoy resuena también la invectiva del apóstol Santiago contra los ricos deshonestos, que ponen su seguridad en las riquezas acumuladas a fuerza de abusos (cf. St 5, 1-6). Al respecto, Cesáreo de Arlés lo afirma así en uno de sus discursos: «La riqueza no puede hacer mal a un hombre bueno, porque la dona con misericordia; así como no puede ayudar a un hombre malo, mientras la conserva con avidez y la derrocha en la disipación» (Sermones 35, 4). Las palabras del apóstol Santiago, a la vez que alertan del vano afán de los bienes materiales, constituyen una fuerte llamada a usarlos en la perspectiva de la solidaridad y del bien común, obrando siempre con equidad y moralidad, en todos los niveles.
Queridos amigos, por intercesión de María santísima, oremos a fin de que sepamos alegrarnos por cada gesto e iniciativa de bien, sin envidias y celos, y usar sabiamente los bienes terrenos en la continua búsqueda de los bienes eternos.
LLAMAMIENTO
Queridos hermanos y hermanas:
Sigo con afecto y preocupación cuanto sucede a la población del este de la República democrática del Congo, que en estos días es también objeto de atención en una reunión de alto nivel en las Naciones Unidas. Estoy especialmente cerca a los prófugos, a las mujeres y a los niños, que a causa de los persistentes enfrentamientos armados se ven sometidos a sufrimientos, violencias y profundos trastornos. Invoco a Dios para que se encuentren caminos pacíficos de diálogo y de protección de numerosos inocentes, para que cuanto antes vuelva la paz, fundada en la justicia, y se restablezca la convivencia fraterna en esa población tan probada, como también en toda la región.
* * *
Después del Ángelus
Con todo afecto saludo a los peregrinos de lengua española. En la primera lectura de la Misa de este domingo dice Moisés: «¡Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta y recibiera el espíritu del Señor!». Este anhelo se cumple en la Iglesia, que en Pentecostés recibió el Espíritu Santo. Pidamos a la Virgen María que interceda por todos nosotros, bautizados en el Espíritu de Cristo, para que seamos cada vez más conscientes del don que hemos recibido y nos decidamos a quitar de nuestra vida todo lo que nos aparte del amor de Dios. Feliz domingo.============================================================================
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN EL XXXII CONGRESO INTERNACIONAL
DE MEDICINA DEL DEPORTE
Sala de los Suizos del Palacio Pontificio de Castelgandolfo
Jueves 27 de Septiembre de 2012
Distinguidos huéspedes,
queridos amigos:
Me alegra recibiros en Castelgandolfo a vosotros, representantes del trigésimo segundo Congreso mundial de medicina del deporte, mientras, por primera vez en vuestra historia, celebráis vuestro encuentro bienal en Roma. También deseo agradecer al doctor Maurizio Casasco las amables palabras expresadas en vuestro nombre.
En esta ocasión me ha parecido oportuno proponeros algunas reflexiones sobre el cuidado de los atletas y de cuantos participan en el deporte. He sabido que vosotros, presentes aquí en el congreso, provenís de ciento diecisiete países de los cinco continentes, y vuestra diversidad es un signo importante de la presencia de lo atlético en las culturas, en las regiones y en las diversas circunstancias. También es una importante indicación de la capacidad que tienen el deporte y los esfuerzos atléticos de unir a las personas y a los pueblos en la búsqueda común de una pacífica excelencia competitiva. Los recientes juegos olímpicos y paralímpicos en Londres lo demostraron claramente. El interés universal y la importancia de lo atlético y de la medicina del deporte también se ven justamente reflejados en el tema de vuestro congreso de este año, que trata sobre las implicaciones a nivel mundial de vuestro trabajo y de su aptitud para inspirar a muchas personas en todo el mundo.
Como el doctor Casasco ha destacado exactamente en su discurso, vosotros, como médicos especialistas, reconocéis que el punto de partida de todo vuestro trabajo es cada atleta al que servís. Del mismo modo que el deporte es algo más que una simple competición; cada deportista, hombre o mujer, es más que un mero competidor: posee una capacidad moral y espiritual que el deporte y la medicina del deporte deben enriquecer y profundizar. Pero a veces el éxito, la fama, las medallas y la búsqueda de dinero se convierten en la principal o, incluso, en la única motivación de los participantes.
De vez en cuando ha sucedido que la victoria a toda costa ha prevalecido sobre el verdadero espíritu deportivo y ha llevado al abuso y al uso equivocado de los medios de que dispone la medicina moderna.
Vosotros, como expertos en medicina del deporte, sois conscientes de tal tentación, y sé que estáis examinando esta importante cuestión en vuestro congreso. Lo hacéis porque también vosotros sabéis con certeza que las personas a las que cuidáis son individuos únicos y capacitados, prescindiendo de las capacidades atléticas, y que están llamados a la perfección moral y espiritual antes que a cualquier resultado físico. De hecho, en su primera carta a los Corintios, san Pablo observa que la excelencia espiritual y la excelencia atlética están estrechamente unidas, y exhorta a los creyentes a entrenarse en la vida espiritual. «Pero un atleta —dice— se impone toda clase de privaciones; ellos para ganar una corona que se marchita; nosotros, en cambio, una que no se marchita» (1 Co 9, 25). Por eso, queridos amigos, os exhorto a seguir teniendo presente la dignidad de aquellos a quienes asistís con vuestro trabajo médico profesional. De tal modo, seréis agentes no sólo de curación física y de excelencia atlética, sino también de regeneración moral, espiritual y cultural.
Así como el Señor mismo se encarnó y se hizo hombre, así también toda persona humana está llamada a reflejar perfectamente la imagen y la semejanza de Dios. Por tanto, rezo por vosotros y por aquellos que se benefician de vuestro trabajo, para que vuestro compromiso lleve a apreciar cada vez más profundamente la belleza, el misterio y las aptitudes de toda persona humana, atléticas o de otro tipo, físicamente hábil o con discapacidad. Ojalá que vuestra profesionalidad, vuestro consejo y vuestra amistad beneficien a todos aquellos a quienes estáis llamados a servir. Con estas reflexiones, invoco sobre vosotros y sobre todas las personas a las que servís abundantes bendiciones de Dios. Gracias.
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PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL FINAL DE LA OBRA AGUSTINUS, «UN MOSAICO DE SONIDOS»,
OFRECIDA EN SU HONOR POR LA DIÓCESIS DE WÜRZBURG
Patio del Palacio Pontificio de Castelgandolfo
Miércoles 26 de Septiembre de 2012
AL FINAL DE LA OBRA AGUSTINUS, «UN MOSAICO DE SONIDOS»,
OFRECIDA EN SU HONOR POR LA DIÓCESIS DE WÜRZBURG
Patio del Palacio Pontificio de Castelgandolfo
Miércoles 26 de Septiembre de 2012
Señores cardenales,
queridos hermanos en el episcopado y el sacerdocio,
querido obispo Hofmann, querido obispo Scheele,
ilustres músicos,
queridos huéspedes provenientes de Würzburg y de Franconia,
amables señoras y señores:
La ejecución de una obra sobre san Agustín aquí, en Castelgandolfo, es seguramente algo único. Doy las gracias de corazón a todos los que esta tarde han hecho posible este evento. Mi agradecimiento particular a usted, querido monseñor Hofmann, al Augustinus-Institut y a la diócesis de Würzburg, por el regalo que me habéis hecho de este concierto en el ámbito del simposio internacional sobre Agustín que se celebra en el Augustinianum de Roma.
Ante todo, doy las gracias a los artistas —al maestro de capilla profesor Martin Berger, a los solistas, al coro de cámara de la catedral de Würzburg y a todos los músicos— por su magistral ejecución. A todos vosotros, de corazón, un Vergelt´s Gott (Dios os lo pague).
El título de esta obra sobre san Agustín la define «un mosaico en sonidos». En siete imágenes musicales, compuestas a su vez por diversas voces, cantos y melodías, se ha pintado, de manera impresionante, un retrato de san Agustín en sonidos. Es un mosaico. Algunas piedras resplandecen según cómo cae la luz y el punto de observación, pero sólo en su conjunto se revela la imagen. Este mosaico representa la grandeza y la complejidad del hombre y del teólogo Agustín, que se aparta de cualquier tipo de clasificación y sistematización tendentes a evidenciar excesivamente sólo aspectos singulares. Así, esta composición nos dice que, si queremos conocer verdaderamente a Agustín, jamás deberemos perder de vista, mientras nos ocupamos de los detalles, el conjunto de su pensamiento, de su obra y de su persona.
La actualidad del gran Padre latino de la Iglesia es permanente. También esto nos ha demostrado, una vez más, la obra sobre Agustín que hemos escuchado. Las siete imágenes nos han permitido conocer al obispo de Hipona a través del lenguaje musical contemporáneo. Hay que destacar que lo han hecho sin hacer aparecer al mismo personaje principal. Pero precisamente por esta «ausencia» suya, Agustín se hace presente y está «sin sujeción al tiempo». La lucha del hombre y su búsqueda de lo más íntimo para él, la búsqueda de la verdad, la búsqueda de Dios, es valedera en todas las épocas; no sólo concierne a un rector y maestro de gramática en medio de los conflictos y transformaciones de la tarda antigüedad, sino también a todos los hombres en todos los tiempos. Y así, al final de la obra, encontramos las famosas palabras introductorias de las Confesiones que han resonado en diversas lenguas: «...Magnus es, Domine, et laudibils valde: magna virtus tua este sapientiae tuae non est numerus... Quaerentes enim inveniunt eum et invenientes laudabunt eum», «Tú eres grande, Señor, y muy digno de alabanza: grande es tu virtud y tu sabiduría, incalculable... Alabarán al Señor los que lo buscan, porque buscándolo lo encuentran, y encontrándolo lo alabarán» (I, 1, 1).
Mi gratitud va una vez más a los promotores de esta velada dedicada a la figura de san Agustín, a los músicos y a cuantos han contribuido a la realización de este concierto. Gracias por vuestra generosa ofrenda y por el precioso regalo. Saludo también a todos los participantes en el simposio internacional sobre san Agustín que, durante estos días, se está celebrando en la sede del Instituto patrístico Augustinianum de Roma. Que vuestro simposio sobre la relación entre las culturas en elDe civitate Dei contribuya de manera fecunda a profundizar el pensamiento del santo Obispo de Hipona y a reconocer su actualidad para las cuestiones y los desafíos que se nos presentan hoy. A todos imparto de corazón mi bendición apostólica.
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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL COMITÉ EJECUTIVO
DE LA INTERNACIONAL DEMÓCRATA CRISTIANA
Sala de los Suizos del Palacio Pontificio de Castengandolfo
Sábado 22 de Septiembre de 2012
AL COMITÉ EJECUTIVO
DE LA INTERNACIONAL DEMÓCRATA CRISTIANA
Sala de los Suizos del Palacio Pontificio de Castengandolfo
Sábado 22 de Septiembre de 2012
Señor presidente,
honorables parlamentarios,
distinguidas señoras y señores:
Me alegra recibiros durante los trabajos del Comité ejecutivo de la Internacional Demócrata Cristiana, y deseo dirigir, ante todo, un cordial saludo a las numerosas delegaciones provenientes de tantas naciones del mundo. Saludo de manera especial al presidente, honorable Pier Ferdinando Casini, al que agradezco las amables palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. Ha pasado un lustro de nuestro anterior encuentro y en este tiempo el compromiso de los cristianos en la sociedad no ha dejado de ser fermento vital para una mejora de las relaciones humanas y de las condiciones de vida. Este compromiso no debe experimentar pausas o repliegues, sino, al contrario, debe prodigarse con renovada vitalidad, en consideración a la persistencia y, en algunos casos, al agravamiento de las problemáticas que tenemos ante nosotros.
Una importancia creciente asume la actual situación económica, cuya complejidad y gravedad preocupan justamente, pero ante la cual el cristiano está llamado a actuar y a expresarse con espíritu profético, es decir, debe ser capaz de captar en las transformaciones en acto la presencia incesante pero misteriosa de Dios en la historia, asumiendo así con realismo, confianza y esperanza las nuevas responsabilidades emergentes. «La crisis nos obliga a revisar nuestro camino, a darnos nuevas reglas y a encontrar nuevas formas de compromiso... De este modo, la crisis se convierte en ocasión de discernir y proyectar de un modo nuevo» (Caritas in veritate, 21).
En esta clave, confiada y no resignada, el compromiso civil y político puede recibir un nuevo estímulo e impulso en la búsqueda de un sólido fundamento ético, cuya ausencia en el campo económico ha contribuido a crear la actual crisis financiera global (cf. Discurso a la Westminster Hall, Londres, 17 de septiembre de 2010). Por tanto, la contribución política e institucional que podéis dar no podrá limitarse a responder a las urgencias de una lógica de mercado, sino que deberá seguir considerado central e imprescindible la búsqueda del bien común, entendido rectamente, así como la promoción y la tutela de la dignidad inalienable de la persona humana. Hoy resuena más actual que nunca la enseñanza conciliar según la cual «el orden real debe someterse al orden personal, y no al contrario» (Gaudium et spes, 26). Este orden de la persona «tiene por base la verdad, se edifica en la justicia» y «es vivificado por el amor» (Catecismo de la Iglesia católica, 1912); y su discernimiento no puede proceder sin una constante atención a la Palabra de Dios y al magisterio de la Iglesia, particularmente por parte de quienes, como vosotros, inspiran su actividad en los principios y en los valores cristianos.
Por desgracia, son muchos y rumorosos los ofrecimientos de respuestas rápidas, superficiales y de poco alcance para las necesidades más fundamentales y profundas de la persona. Esto hace que sea tristemente actual la advertencia del Apóstol, cuando pone en guardia a su discípulo Timoteo sobre el tiempo «en que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por sus propias pasiones, se harán con un montón de maestros por el prurito de oír novedades; apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a las fábulas» (2 Tm 4, 3).
Los ámbitos en los que se ejerce este discernimiento decisivo son precisamente los que conciernen a los intereses más vitales y delicados de la persona, allí donde tienen lugar las opciones fundamentales inherentes al sentido de la vida y a la búsqueda de la felicidad. Por lo demás, tales ámbitos no están separados, sino profundamente vinculados, subsistiendo entre ellos un evidente «continuum» constituido por el respeto de la dignidad trascendente de la persona humana (cf.Catecismo de la Iglesia católica, 1929), enraizada en su ser imagen del Creador y fin último de toda justicia social auténticamente humana. El respeto de la vida en todas sus fases, desde la concepción hasta su ocaso natural —con el consiguiente rechazo del aborto procurado, de la eutanasia y de toda práctica eugenésica—, es un compromiso que se relaciona efectivamente con el del respeto del matrimonio, como unión indisoluble entre un hombre y una mujer y como fundamento a su vez de la comunidad de vida familiar. En la familia, «fundada en el matrimonio y abierta a la vida» (Discurso a las autoridades, Milán, 2 de junio de 2012: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de junio de 2012, p. 7), la persona experimenta la comunión, el respeto y el amor gratuito, recibiendo al mismo tiempo —del niño, del enfermo, del anciano— la solidaridad que necesita. Y la familia también constituye el principal y más decisivo ámbito educativo de la persona, a través de los padres que se ponen al servicio de los hijos para ayudarles a sacar («e-ducere») lo mejor de sí. De ahí que la familia, célula originaria de la sociedad, es raíz que alimenta no sólo a cada persona sino también las mismas bases de la convivencia social. Por eso el beato Juan Pablo II había incluido correctamente entre los derechos humanos el «derecho a vivir en una familia unida y en un ambiente moral, favorable al desarrollo de la propia personalidad» (Centesimus annus, 44).
En consecuencia, un auténtico progreso de la sociedad humana no podrá prescindir de políticas de tutela y promoción del matrimonio y de la comunidad que deriva de él, políticas que no sólo los Estados sino también la misma comunidad internacional deben adoptar para invertir la tendencia de un creciente aislamiento del individuo, causa de sufrimiento y aridez tanto para el individuo como para la misma comunidad.
Honorables señoras y señores, aunque es verdad que de la defensa y promoción de la dignidad de la persona humana «son rigurosa y responsablemente deudores los hombres y mujeres en cada coyuntura de la historia» (Catecismo de la Iglesia católica, 1929), también es verdad que tal responsabilidad concierne de modo particular a cuantos están llamados a desempeñar un papel de representación. Ellos, especialmente si están animados por la fe cristiana, deben «dar a las generaciones venideras razones para vivir y razones para esperar» (Gaudium et spes, 31). En este sentido, resuena con provecho la amonestación del libro de la Sabiduría, según la cual «un juicio implacable espera a los que están en lo alto» (Sb 6, 5); pero no es una advertencia dada para atemorizar, sino para impulsar y alentar a los gobernantes, a cualquier nivel, para que realicen todas las posibilidades de bien de que son capaces, según la medida y la misión que el Señor confía a cada uno.
Deseo, pues, que cada uno de vosotros prosiga con entusiasmo y decisión su compromiso personal y público, y aseguro el recuerdo en la oración para que Dios os bendiga a vosotros y a vuestros familiares. Gracias por la atención.
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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL PRIMER GRUPO DE OBISPOS FRANCESES
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»
AL PRIMER GRUPO DE OBISPOS FRANCESES
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»
Palacio Pontificio de Castelgandolfo
Viernes 21 de septiembre
Viernes 21 de septiembre
Señor Cardenal,
queridos hermanos en el episcopado:
Gracias, eminencia, por sus palabras. Es la primera vez que nos encontramos desde mi visita apostólica de 2008 a vuestro hermoso país, tan querido en mi corazón. En aquella ocasión había querido destacar las raíces cristianas de Francia que, desde los orígenes, ha recibido el mensaje del Evangelio. Esta antigua herencia constituye un basamento sólido sobre el que fundar vuestros esfuerzos para seguir anunciando incansablemente la Palabra de Dios, con el espíritu que anima a la nueva evangelización, tema de la próxima Asamblea sinodal. Francia posee una larga tradición espiritual y misionera, hasta tal punto que el beato Juan Pablo II la definió «educadora de los pueblos» (Homilía, Le Bourget, 1 de junio de 1980). Los desafíos de una sociedad ampliamente secularizada invitan ahora a buscar una respuesta con valentía y optimismo, proponiendo con audacia e inventiva la novedad permanente del Evangelio.
En esta perspectiva, para estimular a los fieles de todo el mundo he propuesto el Año de la fe, recordando de este modo el 50º aniversario de la apertura de los trabajos del concilio Vaticano II: «El Año de la fe es una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo» (Porta fidei, 6). La figura del buen Pastor que conoce a sus ovejas, sale en búsqueda de la que se perdió y las ama hasta dar su vida por ellas, es una de las más sugestivas del Evangelio (cf. Jn 10). Se aplica en primer lugar a los obispos en su solicitud por todos los fieles cristianos, pero también a los sacerdotes, sus colaboradores. El exceso de trabajo que grava sobre vuestros sacerdotes crea una obligación mayor de velar por «su bien material y, sobre todo, espiritual» (Presbyterorum ordinis, 7), puesto que vosotros habéis recibido la responsabilidad de la santidad de vuestros sacerdotes, sabiendo bien que, como os dije en Lourdes, «su vida espiritual es el fundamento de su vida apostólica» y, en consecuencia, garante de la fecundidad de todo su ministerio. Así pues, el obispo diocesano está llamado a manifestar una solicitud especial por sus sacerdotes (cf. Código de derecho canónico, can. 384) y, más en particular, por cuantos han recibido recientemente la ordenación y por cuantos están necesitados o son ancianos. No puedo dejar de alentar vuestros esfuerzos por acogerlos sin cansaros jamás, por actuar con ellos con corazón de padre y de madre y por considerarlos «como hijos y amigos» (Lumen gentium, 28). Os preocuparéis por poner a su disposición los medios que necesiten para alimentar su vida espiritual e intelectual y para que encuentren también el apoyo de la vida fraterna. Aprecio las iniciativas que habéis tomado en este sentido y que se presentan como una prolongación del Año sacerdotal, puesto bajo el patrocinio del santo cura de Ars. Ha sido una excelente ocasión para contribuir a desarrollar este aspecto espiritual de la vida del sacerdote. Proseguir en esa dirección no puede menos de producir gran beneficio a la santidad de todo el pueblo de Dios. En nuestros días los obreros del Evangelio son indudablemente pocos. Por tanto, es urgente pedir al Padre que envíe obreros a su mies (cf. Lc 10, 2). Es necesario rezar y hacer rezar con este fin, y os animo a seguir con mayor atención la formación de los seminaristas.
Queréis que los grupos parroquiales que estáis organizando consientan una mejor calidad de las celebraciones y una rica experiencia comunitaria, apelando al mismo tiempo a una nueva valorización del domingo. Lo habéis evidenciado en vuestra nota sobre «laicos en misión eclesial en Francia». Yo mismo he tenido la oportunidad de poner de relieve en diversas ocasiones este punto esencial para todo bautizado. Sin embargo, la solución de los problemas pastorales diocesanos que se presentan no debería limitarse a cuestiones organizativas, por más importantes que sean. Se corre el riesgo de acentuar la búsqueda de la eficacia con una especie de «burocratización de la pastoral», concentrándose en las estructuras, en la organización y en los programas, que pueden volverse «autorreferenciales», para uso exclusivo de los miembros de esas estructuras. Entonces, estas últimas tendrían escaso impacto en la vida de los cristianos alejados de la práctica regular. La evangelización, en cambio, requiere partir del encuentro con el Señor mediante un diálogo establecido en la oración; luego, concentrarse en el testimonio que hay que dar para ayudar a nuestros contemporáneos a reconocer y redescubrir los signos de la presencia de Dios. Sé también que por doquier en vuestro país se proponen a los fieles tiempos de adoración. Me alegro profundamente por ello y os animo a hacer de Cristo presente en la Eucaristía la fuente y el culmen de la vida cristiana (cf. Lumen gentium, 11). Es necesario, pues, que en la reorganización pastoral se confirme siempre la función del sacerdote que, «por estar unido al orden episcopal, participa de la autoridad con que Cristo mismo forma, santifica y rige su Cuerpo» (Presbyterorum ordinis, 2).
Rindo homenaje a la generosidad de los laicos llamados a participar en oficios y encargos en la Iglesia (cf. Código de derecho canónico, can. 228, § 1), dando así prueba de una disponibilidad por la cual esta última está profundamente agradecida. Pero, por otra parte, es oportuno recordar que la tarea específica de los fieles laicos es la animación cristiana de las realidades temporales, dentro de las cuales actúan por iniciativa propia y de modo autónomo, a la luz de la fe y de la enseñanza de la Iglesia (cf. Gaudium et spes, 43). Por consiguiente, es necesario vigilar sobre el respeto de la diferencia existente entre el sacerdocio común de todos los fieles y el sacerdocio ministerial de cuantos han sido ordenados al servicio de la comunidad, diferencia no sólo de grado sino también de naturaleza (cf. Lumen gentium, 10). Por otro lado, es necesario permanecer fieles al depósito integral de la fe tal como la enseña el Magisterio auténtico y la profesa toda la Iglesia. En efecto, «la misma profesión de fe es un acto personal y al mismo tiempo comunitario. En efecto, el primer sujeto de la fe es la Iglesia» (Porta fidei, 10). Tal profesión de fe tiene en la liturgia su expresión más alta. Es importante que esta colaboración se sitúe siempre en el marco de la comunión eclesial en torno al obispo, que es su garante; comunión por la cual la Iglesia se manifiesta como una, santa, católica y apostólica.
Este año celebráis el sexto centenario del nacimiento de Juana de Arco. A este propósito, he subrayado que «uno de los aspectos más originales de la santidad de esta joven es precisamente este vínculo entre experiencia mística y misión política. Después de los años de vida oculta y de maduración interior sigue el bienio breve, pero intenso, de su vida pública: un año de acción y un año de pasión» (Audiencia general, 26 de enero de 2011: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 30 de enero de 2011, p. 3). Tenéis en ella un modelo de santidad laical al servicio del bien común.
Además, desearía subrayar la interdependencia existente entre «la perfección de la persona humana y el desarrollo de la misma sociedad» (Gaudium et spes, 25), desde el momento que la familia «es el fundamento de la sociedad» (ib., 52). Esta última está amenazada en muchos lugares, como consecuencia de una concepción de la naturaleza humana que se demuestra deficiente. Defender la vida y la familia en la sociedad no es en absoluto un acto retrógrado, sino más bien profético, puesto que significa promover valores que permiten el pleno desarrollo de la persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 26). Aquí estamos ante un verdadero desafío, que hay que aceptar. En efecto, «el bien que la Iglesia y toda la sociedad esperan del matrimonio, y de la familia fundada en él, es demasiado grande como para no ocuparse a fondo de este ámbito pastoral específico. Matrimonio y familia son instituciones que deben ser promovidas y protegidas de cualquier equívoco posible sobre su auténtica verdad, porque el daño que se les hace provoca de hecho una herida a la convivencia humana como tal» (Sacramentum caritatis, 29).
Por otro lado, al obispo diocesano le corresponde el deber de «defender la unidad de la Iglesia universal» (Código de derecho canónico, can. 392, § 1), en la porción del pueblo de Dios que se le ha confiado, aunque dentro de ella se expresen legítimamente sensibilidades diversas que merecen ser objeto de igual solicitud pastoral. Las expectativas particulares de las nuevas generaciones exigen que se les proponga una catequesis adecuada, para que encuentren su propio lugar en la comunidad de los creyentes. Me agradó encontrarme con un número considerable de jóvenes franceses durante la Jornada mundial de la juventud, en Madrid, con muchos de sus pastores, signo de un nuevo dinamismo de la fe, que abre la puerta a la esperanza. Os animo a continuar vuestro compromiso tan prometedor, a pesar de las dificultades.
Para terminar, deseo expresar una vez más mi aliento por la iniciativa Diaconía 2013, mediante la cual queréis exhortar a vuestras comunidades diocesanas y locales, y también a todos los fieles, a volver a poner en el centro del dinamismo eclesial el servicio al hermano, en particular al más frágil. Que el servicio al hermano, arraigado en el amor a Dios, suscite en todos vuestros diocesanos la preocupación por contribuir, cada uno según sus propias posibilidades, a hacer de la humanidad, en Cristo, una única familia, fraterna y solidaria.
Queridos hermanos en el episcopado, conozco vuestro amor y vuestro servicio a la Iglesia, y doy gracias a Dios por los esfuerzos que realizáis cada día para anunciar y hacer eficaz en vuestras comunidades la palabra de vida del Evangelio. Que, por intercesión de la bienaventurada Virgen María, patrona de vuestro querido país, y la de las santas copatronas Juan de Arco y Teresa de Lisieux, Dios os bendiga y bendiga a Francia.
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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
LOS NUEVOS OBISPOS, PARTICIPANTES EN UN CONGRESO
ORGANIZADO POR LA CONGREGACIÓN PARA LOS OBISPOS
Sala de los Suizos del Palacio Pontificio de Castelgandolfo
Jueves 20 de Septiembre de 2012
Jueves 20 de Septiembre de 2012
Queridos hermanos en el episcopado:
La peregrinación a la tumba de san Pedro, que habéis realizado en estos días de reflexión sobre el ministerio episcopal, asume este año un significado particular. En efecto, estamos en vísperas del Año de la fe, del 50º aniversario de la apertura del concilio Vaticano II y de la decimotercera Asamblea general del Sínodo de los obispos sobre el tema: «La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana». Estos acontecimientos, a los que debe añadirse el vigésimo aniversario del Catecismo de la Iglesia católica, son ocasiones para reforzar la fe, de la que vosotros, queridos hermanos, sois maestros y heraldos (cf. Lumen gentium, 25). Os saludo a cada uno, y expreso profundo agradecimiento al cardenal Marc Ouellet, prefecto de la Congregación para los obispos, también por las palabras que me ha dirigido, y al cardenal Leonardo Sandri, prefecto de la Congregación para las Iglesias orientales. Reuniros en Roma, al inicio de vuestro servicio episcopal, es un momento propicio para hacer experiencia concreta de la comunicación y de la comunión entre vosotros; y en el encuentro con el Sucesor de Pedro, alimentar el sentido de responsabilidad hacia toda la Iglesia. En efecto, en cuanto miembros del Colegio episcopal debéis tener siempre una solicitud especial por la Iglesia universal, en primer lugar promoviendo y defendiendo la unidad de la fe. Jesucristo quiso confiar ante todo la misión del anuncio del Evangelio al cuerpo de los pastores —que deben colaborar entre sí y con el Sucesor de Pedro (cf.ib., 23)— para que llegue a todos los hombres. Esto es particularmente urgente en nuestro tiempo, que os llama a ser audaces al invitar a los hombres de todas las condiciones al encuentro con Cristo y a hacer más sólida la fe (cf. Christus Dominus, 12).
Vuestra preocupación prioritaria debe ser la de promover y sostener «un compromiso eclesial más convencido en favor de una nueva evangelización para redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe» (Porta fidei, 7). También en esto estáis llamados a favorecer y alimentar la comunión y la colaboración entre todas las realidades de vuestras diócesis. En efecto, la evangelización no es obra de algunos especialistas, sino de todo el pueblo de Dios, bajo la guía de los pastores. Cada fiel, en y con la comunidad eclesial, debe sentirse responsable del anuncio y del testimonio del Evangelio. El beato Juan XXIII, abriendo la gran asamblea del Vaticano II, planteaba «un paso adelante hacia una penetración doctrinal y una formación de las conciencias», y por eso —añadía— «que esté en correspondencia más perfecta con la fidelidad a la auténtica doctrina, estudiando ésta y exponiéndola a través de las formas de investigación y de las fórmulas literarias del pensamiento moderno» (Discurso de apertura del concilio ecuménico Vaticano II, 11 de octubre de 1962). Podríamos decir que la nueva evangelización inició precisamente con el Concilio, que el beato Juan XXIII veía como un nuevo Pentecostés que haría florecer a la Iglesia en su riqueza interior y extenderse maternalmente hacia todos los campos de la actividad humana (cf. Discurso de clausura del I período del Concilio, 8 de diciembre de 1962). Los efectos de ese nuevo Pentecostés, a pesar de las dificultades de los tiempos, se han prolongado, llegando a la vida de la Iglesia en cada una de sus expresiones: desde la institucional a la espiritual, desde la participación de los fieles laicos en la Iglesia al florecimiento carismático y de santidad. A este respecto, no podemos menos de pensar en el mismo beato Juan XXIII y en el beato Juan Pablo II, en tantas figuras de obispos, sacerdotes, consagrados y laicos, que han embellecido el rostro de la Iglesia en nuestro tiempo.
Esta herencia ha sido encomendada a vuestra solicitud pastoral. Tomad de este patrimonio de doctrina, de espiritualidad y de santidad para formar en la fe a vuestros fieles, para que su testimonio sea más creíble. Al mismo tiempo, vuestro servicio episcopal os pide que deis «razón de vuestra esperanza» (1 Pe 3, 15) a cuantos están en busca de la fe o del sentido último de la vida, en los cuales también «obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina» (Gaudium et spes, 22). Por tanto, os aliento a esforzaros para que a todos, según las diversas edades y condiciones de vida, se les presenten los contenidos esenciales de la fe, de forma sistemática y orgánica, para responder también a los interrogantes que plantea nuestro mundo tecnológico y globalizado. Son siempre actuales las palabras del siervo de Dios Pablo VI, que afirmaba: «Lo que importa es evangelizar —no de una manera decorativa, como un barniz superficial, sino de manera vital, en profundidad y hasta sus mismas raíces— la cultura y las culturas del hombre, (...) tomando siempre como punto de partida la persona y teniendo siempre presentes las relaciones de las personas entre sí y con Dios» (Evangelii nuntiandi, 20). Con este fin, es fundamental el Catecismo de la Iglesia católica, norma segura para la enseñanza de la fe y la comunión en el único credo. La realidad en que vivimos exige que el cristiano tenga una sólida formación.
La fe pide testigos creíbles, que confíen en el Señor y se encomienden a él para ser «signo vivo de la presencia de Cristo resucitado en el mundo» (Porta fidei, 15). El obispo, primer testigo de la fe, acompaña el camino de los creyentes dando el ejemplo de una vida vivida en el abandono confiado en Dios. Por tanto, él, para ser maestro autorizado y heraldo de la fe, debe vivir en presencia del Señor, como hombre de Dios. En efecto, no se puede estar al servicio de los hombres, sin ser antes servidores de Dios. Que vuestro compromiso personal de santidad os lleve a asimilar cada día la Palabra de Dios en la oración y a alimentaros de la Eucaristía, para tomar de esta doble mesa la linfa vital para el ministerio. Que la caridad os impulse a estar cerca de vuestros sacerdotes, con ese amor paterno que sabe sostener, alentar y perdonar; ellos son vuestros primeros y valiosos colaboradores para llevar a Dios a los hombres y a los hombres a Dios. De igual modo, la caridad del buen Pastor os hará estar atentos a los pobres y a los que sufren, para sostenerlos y consolarlos, así como para orientar a quienes han perdido el sentido de la vida. Estad particularmente cercanos a las familias: a los padres, ayudándolos a ser los primeros educadores de la fe de sus hijos; a los muchachos y a los jóvenes, para que puedan construir su vida sobre la roca sólida de la amistad con Cristo. Tened especial cuidado de los seminaristas, preocupándoos de que sean formados humana, espiritual, teológica y pastoralmente, para que las comunidades puedan tener pastores maduros y gozosos y guías seguros en la fe.
Queridos hermanos, el apóstol Pablo escribía a Timoteo: «Busca la justicia, la fe, el amor, la paz. (...) Uno que sirve al Señor no debe pelearse, sino ser amable con todos, hábil para enseñar, sufrido, capaz de corregir con dulzura» (2 Tim 2, 22-25). Recordando, a mí y a vosotros, estas palabras, imparto de corazón a cada uno la bendición apostólica, para que las Iglesias confiadas a vosotros, impulsadas por el viento del Espíritu Santo, crezcan en la fe y la anuncien con nuevo ardor por los caminos de la historia.
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