domingo, 1 de marzo de 2015

FRANCISCO: Audiencias Generales de febrero (18, 11 y 4)

AUDIENCIAS GENERALES DEL PAPA FRANCISCO
FEBRERO 2015


Plaza de San Pedro
Miércoles 18 de febrero de 2015



Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


En nuestro camino de catequesis sobre la familia, tras haber considerado el papel de la madre, del padre, de los hijos, hoy es el turno de los hermanos. «Hermano» y «hermana» son palabras que el cristianismo quiere mucho. Y, gracias a la experiencia familiar, son palabras que todas las culturas y todas las épocas comprenden.


El vínculo fraterno tiene un sitio especial en la historia del pueblo de Dios, que recibe su revelación en la vivacidad de la experiencia humana. El salmista canta la belleza de la relación fraterna: «Ved qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos» (Sal 132, 1). 

Y esto es verdad, la fraternidad es hermosa. Jesucristo llevó a su plenitud incluso esta experiencia humana de ser hermanos y hermanas, asumiéndola en el amor trinitario y potenciándola de tal modo que vaya mucho más allá de los vínculos del parentesco y pueda superar todo muro de extrañeza.


Sabemos que cuando la relación fraterna se daña, cuando se arruina la relación entre hermanos, se abre el camino hacia experiencias dolorosas de conflicto, de traición, de odio. El relato bíblico de Caín y Abel constituye el ejemplo de este resultado negativo. Después del asesinato de Abel, Dios pregunta a Caín: «¿Dónde está Abel, tu hermano?» (Gen 4, 9a). Es una pregunta que el Señor sigue repitiendo en cada generación. Y lamentablemente, en cada generación, no cesa de repetirse también la dramática respuesta de Caín: «No sé; ¿soy yo el guardián de mi hermano?» (Gen 4, 9b). La ruptura del vínculo entre hermanos es algo feo y malo para la humanidad. Incluso en la familia, cuántos hermanos riñen por pequeñas cosas, o por una herencia, y luego no se hablan más, no se saludan más. ¡Esto es feo! La fraternidad es algo grande, cuando se piensa que todos los hermanos vivieron en el seno de la misma mamá durante nueve meses, vienen de la carne de la mamá. Y no se puede romper la hermandad. Pensemos un poco: todos conocemos familias que tienen hermanos divididos, que han reñido; pidamos al Señor por estas familias —tal vez en nuestra familia hay algunos casos— para que les ayude a reunir a los hermanos, a reconstituir la familia. La fraternidad no se debe romper y cuando se rompe sucede lo que pasó con Caín y Abel. Cuando el Señor pregunta a Caín dónde estaba su hermano, él responde: «Pero, yo no sé, a mí no me importa mi hermano». Esto es feo, es algo muy, muy doloroso de escuchar. En nuestras oraciones siempre rezamos por los hermanos que se han distanciado.


El vínculo de fraternidad que se forma en la familia entre los hijos, si se da en un clima de educación abierto a los demás, es la gran escuela de libertad y de paz. En la familia, entre hermanos se aprende la convivencia humana, cómo se debe convivir en sociedad. Tal vez no siempre somos conscientes de ello, pero es precisamente la familia la que introduce la fraternidad en el mundo. A partir de esta primera experiencia de fraternidad, nutrida por los afectos y por la educación familiar, el estilo de la fraternidad se irradia como una promesa sobre toda la sociedad y sobre las relaciones entre los pueblos.


La bendición que Dios, en Jesucristo, derrama sobre este vínculo de fraternidad lo dilata de un modo inimaginable, haciéndolo capaz de ir más allá de toda diferencia de nación, de lengua, de cultura e incluso de religión.


Pensad lo que llega a ser la relación entre los hombres, incluso siendo muy distintos entre ellos, cuando pueden decir de otro: «Este es precisamente como un hermano, esta es precisamente como una hermana para mí». ¡Esto es hermoso! La historia, por lo demás, ha mostrado suficientemente que incluso la libertad y la igualdad, sin la fraternidad, pueden llenarse de individualismo y de conformismo, incluso de interés personal.


La fraternidad en la familia resplandece de modo especial cuando vemos el cuidado, la paciencia, el afecto con los cuales se rodeaal hermanito o a la hermanita más débiles, enfermos, o con discapacidad. Los hermanos y hermanas que hacen esto son muchísimos, en todo el mundo, y tal vez no apreciamos lo suficiente su generosidad. Y cuando los hermanos son muchos en la familia —hoy, he saludado a una familia, que tiene nueve hijos: el más grande, o la más grande, ayuda al papá, a la mamá, a cuidar a los más pequeños. Y es hermoso este trabajo de ayuda entre los hermanos.


Tener un hermano, una hermana que te quiere es una experiencia fuerte, impagable, insustituible. Lo mismo sucede en lafraternidad cristiana. Los más pequeños, los más débiles, los más pobres deben enternecernos: tienen «derecho» de llenarnos el alma y el corazón. Sí, ellos son nuestros hermanos y como tales tenemos que amarlos y tratarlos. Cuando esto se da, cuando los pobres son como de casa, nuestra fraternidad cristiana misma cobra de nuevo vida. Los cristianos, en efecto, van al encuentro de los pobres y de los débiles no para obedecer a un programa ideológico, sino porque la palabra y el ejemplo del Señor nos dicen que todos somos hermanos. Este es el principio del amor de Dios y de toda justicia entre los hombres. Os sugiero una cosa: antes de acabar, me faltan pocas líneas, en silencio cada uno de nosotros, pensemos en nuestros hermanos, en nuestras hermanas, y en silencio desde el corazón recemos por ellos. Un instante de silencio.
Así, pues, con esta oración los hemos traído a todos, hermanos y hermanas, con el pensamiento, con el corazón, aquí a la plaza para recibir la bendición.


Hoy más que nunca es necesario volver a poner la fraternidad en el centro de nuestra sociedad tecnocrática y burocrática: entonces también la libertad y la igualdad tomarán su justa entonación. Por ello, no privemos a nuestras familias con demasiada ligereza, por sometimiento o por miedo, de la belleza de una amplia experiencia fraterna de hijos e hijas. Y no perdamos nuestra confianza en la amplitud de horizonte que la fe es capaz de sacar de esta experiencia, iluminada por la bendición de Dios.


Saludos


Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los numerosos jóvenes, así como a los grupos provenientes de España, Chile, Argentina y otros países latinoamericanos. Pidamos al Señor que en esta Cuaresma, que hoy iniciamos, bendiga a las familias y su generosa entrega. Que en ellas aprendamos a ser siempre hermanos. Muchas gracias.


(En ucraniano)


Saludo cordialmente a los obispos de Ucrania, Слава Ісусу Христу! (¡alabado sea Jesucristo!) en visita «ad limina», así como a los peregrinos de las diócesis que los acompañan. Hermanos y hermanas, sé que entre las muchas otras intenciones que traéis a las tumbas de los Apóstoles está la petición de la paz en Ucrania. Llevo en el corazón el mismo deseo y me uno a vuestra oración, para que llegue la paz duradera a vuestra patria cuanto antes. Que Dios os bendiga.


LLAMAMIENTO


Quisiera invitar nuevamente a rezar por nuestros hermanos egipcios que hace tres días fueron asesinados en Libia por el solo motivo de ser cristianos. Que el Señor los acoja en su casa y dé consuelo a sus familias y a sus comunidades.



Oremos también por la paz en Oriente Medio y en el Norte de África, recordando a todos los difuntos, heridos y refugiados. Que la comunidad internacional pueda encontrar soluciones pacíficas a la difícil situación en Libia.


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Plaza de San Pedro
Miércoles 11 de febrero de 2015



Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Después de haber reflexionado sobre las figuras de la madre y del padre, en esta catequesis sobre la familia quiero hablar del hijo o, mejor dicho, de los hijos. Me inspiro en una hermosa imagen de Isaías. El profeta escribe: «Tus hijos se reúnen y vienen hacia ti. Vienen tus hijos desde lejos, a tus hijas las traen en brazos. Entonces lo verás y estarás radiante; tu corazón se asombrará, se ensanchará» (60, 4-5a). Es una espléndida imagen, una imagen de la felicidad que se realiza en el reencuentro entre padres e hijos, que caminan juntos hacia el futuro de libertad y paz, tras un largo período de privaciones y separación, cuando el pueblo judío se hallaba lejos de su patria.


En efecto, existe un estrecho vínculo entre la esperanza de un pueblo y la armonía entre las generaciones. Debemos pensar bien en esto. Existe un vínculo estrecho entre la esperanza de un pueblo y la armonía entre las generaciones. La alegría de los hijos estremece el corazón de los padres y vuelve a abrir el futuro. Los hijos son la alegría de la familia y de la sociedad. No son un problema de biología reproductiva, ni uno de los tantos modos de realizarse. Y mucho menos son una posesión de los padres… No. Los hijos son un don, son un regalo, ¿habéis entendido? Los hijos son un don. Cada uno es único e irrepetible y, al mismo tiempo, está inconfundiblemente unido a sus raíces. De hecho, ser hijo e hija, según el designio de Dios, significa llevar en sí la memoria y la esperanza de un amor que se ha realizado precisamente dando la vida a otro ser humano, original y nuevo. Y para los padres cada hijo es él mismo, es diferente, es diverso. Permitidme un recuerdo de familia. Recuerdo que mi madre decía de nosotros —éramos cinco—: «Tengo cinco hijos». Cuando le preguntaban: «¿Cuál es tu preferido?», respondía: «Tengo cinco hijos, como cinco dedos. [Muestra los dedos de la mano] Si me golpean este, me duele; si me golpean este otro, me duele. Me duelen los cinco. Todos son hijos míos, pero todos son diferentes, como los dedos de una mano». Y así es la familia. Los hijos son diferentes, pero todos hijos.


Se ama a un hijo porque es hijo, no porque es hermoso o porque es de una o de otra manera; no, porque es hijo. No porque piensa como yo o encarna mis deseos. Un hijo es un hijo: una vida engendrada por nosotros, pero destinada a él, a su bien, al bien de la familia, de la sociedad, de toda la humanidad.


De ahí viene también la profundidad de la experiencia humana de ser hijo e hija, que nos permite descubrir la dimensión más gratuita del amor, que jamás deja de sorprendernos. Es la belleza de ser amados antes: los hijos son amados antes de que lleguen. Cuántas veces encuentro en la plaza a madres que me muestran la panza y me piden la bendición..., esos niños son amados antes de venir al mundo. Esto es gratuidad, esto es amor; son amados antes del nacimiento, como el amor de Dios, que siempre nos ama antes. Son amados antes de haber hecho algo para merecerlo, antes de saber hablar o pensar, incluso antes de venir al mundo. Ser hijos es la condición fundamental para conocer el amor de Dios, que es la fuente última de este auténtico milagro. En el alma de cada hijo, aunque sea vulnerable, Dios pone el sello de este amor, que es el fundamento de su dignidad personal, una dignidad que nada ni nadie podrá destruir.


Hoy parece más difícil para los hijos imaginar su futuro. Los padres —aludí a ello en las catequesis anteriores— han dado, quizá, un paso atrás, y los hijos son más inseguros al dar pasos hacia adelante. Podemos aprender la buena relación entre las generaciones de nuestro Padre celestial, que nos deja libres a cada uno de nosotros, pero nunca nos deja solos. Y si nos equivocamos, Él continúa siguiéndonos con paciencia, sin disminuir su amor por nosotros. El Padre celestial no da pasos atrás en su amor por nosotros, ¡jamás! Va siempre adelante, y si no puede ir delante, nos espera, pero nunca va para atrás; quiere que sus hijos sean intrépidos y den pasos hacia adelante.


Por su parte, los hijos no deben tener miedo del compromiso de construir un mundo nuevo: es justo que deseen que sea mejor que el que han recibido. Pero hay que hacerlo sin arrogancia, sin presunción. Hay que saber reconocer el valor de los hijos, y se debe honrar siempre a los padres.


El cuarto mandamiento pide a los hijos —y todos los somos— que honren al padre y a la madre (cf. Ex 20, 12). Este mandamiento viene inmediatamente después de los que se refieren a Dios mismo. En efecto, encierra algo sagrado, algo divino, algo que está en la raíz de cualquier otro tipo de respeto entre los hombres. Y en la formulación bíblica del cuarto mandamiento se añade: «Para que se prolonguen tus días en la tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar». El vínculo virtuoso entre las generaciones es garantía de futuro, y es garantía de una historia verdaderamente humana. Una sociedad de hijos que no honran a sus padres es una sociedad sin honor; cuando no se honra a los padres, se pierde el propio honor. Es una sociedad destinada a poblarse de jóvenes desapacibles y ávidos. Pero también una sociedad avara de procreación, a la que no le gusta rodearse de hijos que considera, sobre todo, una preocupación, un peso, un riesgo, es una sociedad deprimida. 


Pensemos en las numerosas sociedades que conocemos aquí, en Europa: son sociedades deprimidas, porque no quieren hijos, no tienen hijos; la tasa de nacimientos no llega al uno por ciento. ¿Por qué? Cada uno de nosotros debe de pensar y responder. Si a una familia numerosa la miran como si fuera un peso, hay algo que está mal. La procreación de los hijos debe ser responsable, tal como enseña la encíclica Humanae vitae del beato Pablo VI, pero tener más hijos no puede considerarse automáticamente una elección irresponsable. No tener hijos es una elección egoísta. La vida se rejuvenece y adquiere energías multiplicándose: se enriquece, no se empobrece. Los hijos aprenden a ocuparse de su familia, maduran al compartir sus sacrificios, crecen en el aprecio de sus dones. La experiencia feliz de la fraternidad favorece el respeto y el cuidado de los padres, a quienes debemos agradecimiento. Muchos de vosotros presentes aquí tienen hijos, y todos somos hijos. Hagamos algo, un minuto de silencio. Que cada uno de nosotros piense en su corazón en sus propios hijos —si los tiene—; piense en silencio. Y todos nosotros pensemos en nuestros padres, y demos gracias a Dios por el don de la vida. En silencio, quienes tienen hijos, piensen en ellos, y todos pensemos en nuestros padres. [Silencio] 


Que el Señor bendiga a nuestros padres y bendiga a vuestros hijos.


Que Jesús, el Hijo eterno, convertido en hijo en el tiempo, nos ayude a encontrar el camino de una nueva irradiación de esta experiencia humana tan sencilla y tan grande que es ser hijo. En la multiplicación de la generación hay un misterio de enriquecimiento de la vida de todos, que viene de Dios mismo. Debemos redescubrirlo, desafiando el prejuicio; y vivirlo en la fe con plena alegría. Y os digo: qué hermoso es cuando paso entre vosotros y veo a los papás y a las mamás que alzan a sus hijos para que los bendiga; este un gesto casi divino. Gracias por hacerlo.


Saludos


Saludo a los peregrinos de lengua española, en especial a los fieles de Mallorca, acompañados de su Obispo, Mons. Javier Salinas Viñals, así como a los grupos provenientes de España, Colombia, Argentina, México y otros países latinoamericanos. Que la Inmaculada Virgen María, Nuestra Señora de Lourdes, nos conceda a todos sus hijos consuelo y fortaleza para crecer en el amor y caminar juntos hasta la meta del cielo. Muchas gracias.


LLAMAMIENTO


Sigo con preocupación las noticias que llegan de Lampedusa, donde se suman otros muertos entre los inmigrantes a causa del frío a lo largo de la travesía del Mediterráneo. Deseo asegurar mi oración por las víctimas y alentar nuevamente a la solidaridad para que a nadie le falte la ayuda necesaria.


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Aula Pablo VI
Miércoles 4 de febrero de 2015


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Hoy quiero desarrollar la segunda parte de la reflexión sobre la figura del padre en la familia. La vez pasada hablé del peligro de los padres «ausentes», hoy quiero mirar más bien el aspecto positivo. También san José fue tentado de dejar a María, cuando descubrió que estaba embarazada; pero intervino el ángel del Señor que le reveló el designio de Dios y su misión de padre putativo; y José, hombre justo, «acogió a su esposa» (Mt 1, 24) y se convirtió en el padre de la familia de Nazaret.


Cada familia necesita del padre. Hoy nos centramos en el valor de su papel, y quisiera partir de algunas expresiones que se encuentran en el libro de los Proverbios, palabras que un padre dirige al propio hijo, y dice así: «Hijo mío, si se hace sabio tu corazón, también mi corazón se alegrará. Me alegraré de todo corazón si tus labios hablan con acierto» (Pr 23, 15-16). No se podría expresar mejor el orgullo y la emoción de un padre que reconoce haber transmitido al hijo lo que importa de verdad en la vida, o sea, un corazón sabio. Este padre no dice: «Estoy orgulloso de ti porque eres precisamente igual a mí, porque repites las cosas que yo digo y hago». No, no le dice sencillamente algo. Le dice algo mucho más importante, que podríamos interpretar así: «Seré feliz cada vez que te vea actuar con sabiduría, y me emocionaré cada vez que te escuche hablar con rectitud. Esto es lo que quise dejarte, para que se convirtiera en algo tuyo: el hábito de sentir y obrar, hablar y juzgar con sabiduría y rectitud. Y para que pudieras ser así, te enseñé lo que no sabías, corregí errores que no veías. Te hice sentir un afecto profundo y al mismo tiempo discreto, que tal vez no has reconocido plenamente cuando eras joven e incierto. Te di un testimonio de rigor y firmeza que tal vez no comprendías, cuando hubieses querido sólo complicidad y protección. Yo mismo, en primer lugar, tuve que ponerme a la prueba de la sabiduría del corazón, y vigilar sobre los excesos del sentimiento y del resentimiento, para cargar el peso de las inevitables incomprensiones y encontrar las palabras justas para hacerme entender. 


Ahora —sigue el padre—, cuando veo que tú tratas de ser así con tus hijos, y con todos, me emociono. Soy feliz de ser tu padre». Y esto lo que dice un padre sabio, un padre maduro.


Un padre sabe bien lo que cuesta transmitir esta herencia: cuánta cercanía, cuánta dulzura y cuánta firmeza. Pero, cuánto consuelo y cuánta recompensa se recibe cuando los hijos rinden honor a esta herencia. Es una alegría que recompensa toda fatiga, que supera toda incomprensión y cura cada herida.


La primera necesidad, por lo tanto, es precisamente esta: que el padre esté presente en la familia. Que sea cercano a la esposa, para compartir todo, alegrías y dolores, cansancios y esperanzas. Y que sea cercano a los hijos en su crecimiento: cuando juegan y cuando tienen ocupaciones, cuando son despreocupados y cuando están angustiados, cuando se expresan y cuando son taciturnos, cuando se lanzan y cuando tienen miedo, cuando dan un paso equivocado y cuando vuelven a encontrar el camino; padre presente, siempre. 


Decir presente no es lo mismo que decir controlador. Porque los padres demasiado controladores anulan a los hijos, no los dejan crecer.


El Evangelio nos habla de la ejemplaridad del Padre que está en el cielo —el único, dice Jesús, que puede ser llamado verdaderamente «Padre bueno» (cf. Mc 10, 18). Todos conocen esa extraordinaria parábola llamada del «hijo pródigo», o mejor del «padre misericordioso», que está en el Evangelio de san Lucas en el capítulo 15 (cf. 15, 11-32). Cuánta dignidad y cuánta ternura en la espera de ese padre que está en la puerta de casa esperando que el hijo regrese. Los padres deben ser pacientes. Muchas veces no hay otra cosa que hacer más que esperar; rezar y esperar con paciencia, dulzura, magnanimidad y misericordia.


Un buen padre sabe esperar y sabe perdonar desde el fondo del corazón. Cierto, sabe también corregir con firmeza: no es un padre débil, complaciente, sentimental. El padre que sabe corregir sin humillar es el mismo que sabe proteger sin guardar nada para sí. Una vez escuché en una reunión de matrimonio a un papá que decía: «Algunas veces tengo que castigar un poco a mis hijos... pero nunca bruscamente para no humillarlos». ¡Qué hermoso! Tiene sentido de la dignidad. Debe castigar, lo hace del modo justo, y sigue adelante.


Así, pues, si hay alguien que puede explicar en profundidad la oración del «Padrenuestro», enseñada por Jesús, es precisamente quien vive en primera persona la paternidad. Sin la gracia que viene del Padre que está en los cielos, los padres pierden valentía y abandonan el campo. Pero los hijos necesitan encontrar un padre que los espera cuando regresan de sus fracasos. Harán de todo por no admitirlo, para no hacerlo ver, pero lo necesitan; y el no encontrarlo abre en ellos heridas difíciles de cerrar.


La Iglesia, nuestra madre, está comprometida en apoyar con todas las fuerzas la presencia buena y generosa de los padres en las familias, porque ellos son para las nuevas generaciones custodios y mediadores insustituibles de la fe en la bondad, de la fe en la justicia y en la protección de Dios, como san José.


Saludos


Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a los venidos de España, Argentina, México y otros países latinoamericanos. Pidamos al Señor que nunca falte en las familias la presencia de un buen padre, que sea mediador y custodio de la fe en la bondad, en la justicia y la protección de Dios, como lo fue san José. Muchas gracias.


LLAMAMIENTO


Una vez más mi pensamiento se dirige al amado pueblo ucranio. Lamentablemente la situación está empeorando y se agrava la contraposición entre las partes. Recemos ante todo por las víctimas, entre las cuales hay muchísimos civiles, y por sus familias, y pidamos al Señor que cese lo antes posible esta horrible violencia fratricida. Renuevo un sentido llamamiento a fin de que se realice todo esfuerzo —incluso a nivel internacional— en favor de la reanudación del diálogo, única vía posible para hacer que vuelva la paz y la concordia en esa atormentada tierra. Hermanos y hermanas, cuando oigo las palabras «victoria» o «derrota» siento un gran dolor, una gran tristeza en el corazón. No son palabras justas; la única palabra justa es «paz». Esta es la única palabra justa. Pienso en vosotros, hermanos y hermanas ucranios... Pensad, esto es una guerra entre cristianos. Todos vosotros tenéis el mismo bautismo. Estáis luchando entre cristianos. Pensad en este escándalo. Y recemos todos, porque la oración es nuestra protesta ante Dios en tiempo de guerra.


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