sábado, 30 de mayo de 2015

FRANCISCO: Audiencias Generales de Mayo (27, 20, 13 y 6)

          AUDIENCIAS GENERALES DEL PAPA FRANCISCO
                                                                       MAYO 2015



                                                               Plaza de San Pedro

                                                     Miércoles 27 de mayo de 2015



Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Continuando estas catequesis sobre la familia, hoy quiero hablar del noviazgo. El noviazgo (en italiano «fidanzamento») —se lo percibe en la palabra— tiene relación con la confianza, la familiaridad, la fiabilidad. Familiaridad con la vocación que Dios dona, porque el matrimonio es ante todo el descubrimiento de una llamada de Dios. Ciertamente es algo hermoso que hoy los jóvenes puedan elegir casarse partiendo de un amor mutuo. Pero precisamente la libertad del vínculo requiere una consciente armonía de la decisión, no sólo un simple acuerdo de la atracción o del sentimiento, de un momento, de un tiempo breve... requiere un camino.


El noviazgo, en otros términos, es el tiempo en el cual los dos están llamados a realizar un buen trabajo sobre el amor, un trabajo partícipe y compartido, que va a la profundidad. Ambos se descubren despacio, mutuamente, es decir, el hombre «conoce» a la mujer conociendo a esta mujer, su novia; y la mujer «conoce» al hombre conociendo a este hombre, su novio. No subestimemos la importancia de este aprendizaje: es un bonito compromiso, y el amor mismo lo requiere, porque no es sólo una felicidad despreocupada, una emoción encantada... El relato bíblico habla de toda la creación como de un hermoso trabajo del amor de Dios; el libro del Génesis dice que «Vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno» (Gn 1, 31). Sólo al final, Dios «descansó». De esta imagen comprendemos que el amor de Dios, que dio origen al mundo, no fue una decisión improvisada. ¡No! Fue un trabajo hermoso. El amor de Dios creó las condiciones concretas de una alianza irrevocable, sólida, destinada a durar.


La alianza de amor entre el hombre y la mujer, alianza por la vida, no se improvisa, no se hace de un día para el otro. No existe el matrimonio express: es necesario trabajar en el amor, es necesario caminar. La alianza del amor del hombre y la mujer se aprende y se afina. Me permito decir que se trata de una alianza artesanal. Hacer de dos vida una vida sola, es incluso casi un milagro, un milagro de la libertad y del corazón, confiado a la fe. Tal vez deberíamos comprometernos más en este punto, porque nuestras «coordenadas sentimentales» están un poco confusas. Quien pretende querer todo y enseguida, luego cede también en todo —y enseguida— ante la primera dificultad (o ante la primera ocasión). No hay esperanza para la confianza y la fidelidad del don de sí, si prevalece la costumbre de consumir el amor como una especie de «complemento» del bienestar psico-físico. No es esto el amor. El noviazgo fortalece la voluntad de custodiar juntos algo que jamás deberá ser comprado o vendido, traicionado o abandonado, por más atractiva que sea la oferta. También Dios, cuando habla de la alianza con su pueblo, lo hace algunas veces en términos de noviazgo. En el libro de Jeremías, al hablar al pueblo que se había alejado de Él, le recuerda cuando el pueblo era la «novia» de Dios y dice así: «Recuerdo tu cariño juvenil, el amor que me tenías de novia» (2, 2). Y Dios hizo este itinerario de noviazgo; luego hace también una promesa: lo hemos escuchado al inicio de la audiencia, en el libro de Oseas: «Me desposaré contigo para siempre, me desposaré contigo en justicia y en derecho, en misericordia y en ternura, me desposaré contigo en fidelidad y conocerás al Señor» (2, 21-22). Es un largo camino el que el Señor recorre con su pueblo en este itinerario de noviazgo. Al final Dios se desposa con su pueblo en Jesucristo: en Jesús se desposa con la Iglesia. El pueblo de Dios es la esposa de Jesús. ¡Cuánto camino! 

Y vosotros italianos, en vuestra literatura tenéis una obra maestra sobre el noviazgo [«I promessi sposi» - Los novios]. Es necesario que los jóvenes la conozcan, que la lean; es una obra maestra donde se cuenta la historia de los novios que sufrieron mucho, recorrieron un camino con muchas dificultades hasta llegar al final, al matrimonio. No dejéis a un lado esta obra maestra sobre el noviazgo que la literatura italiana os ofrece precisamente a vosotros. Seguid adelante, leedlo y veréis la belleza, el sufrimiento, pero también la fidelidad de los novios.


La Iglesia, en su sabiduría, custodia la distinción entre ser novios y ser esposos —no es lo mismo— precisamente en vista de la delicadeza y la profundidad de esta realidad. Estemos atentos a no despreciar con ligereza esta sabia enseñanza, que se nutre también de la experiencia del amor conyugal felizmente vivido. Los símbolos fuertes del cuerpo poseen las llaves del alma: no podemos tratar los vínculos de la carne con ligereza, sin abrir alguna herida duradera en el espíritu (1 Cor 6, 15-20).


Cierto, la cultura y la sociedad actual se han vuelto más bien indiferentes a la delicadeza y a la seriedad de este pasaje. Y, por otra parte, no se puede decir que sean generosas con los jóvenes que tienen serias intenciones de formar una familia y traer hijos al mundo. Es más, a menudo presentan mil obstáculos, mentales y prácticos. El noviazgo es un itinerario de vida que debe madurar como la fruta, es un camino de maduración en el amor, hasta el momento que se convierte en matrimonio.


Los cursos prematrimoniales son una expresión especial de la preparación. Y vemos muchas parejas que tal vez llegan al curso con un poco de desgana: «¡Estos curas nos hacen hacer un curso! ¿Por qué? Nosotros sabemos»... y van con desgana. Pero luego están contentos y agradecen, porque, en efecto, encontraron allí la ocasión —a menudo la única— para reflexionar sobre su experiencia en términos no banales. Sí, muchas parejas están juntas mucho tiempo, tal vez también en la intimidad, a veces conviviendo, pero no se conocen de verdad. Parece extraño, pero la experiencia demuestra que es así. Por ello se debe revaluar el noviazgo como tiempo de conocimiento mutuo y de compartir un proyecto. 


El camino de preparación al matrimonio se debe plantear en esta perspectiva, valiéndose incluso del testimonio sencillo pero intenso de cónyuges cristianos. Y centrándose también aquí en lo esencial: la Biblia, para redescubrir juntos, de forma consciente; la oración, en su dimensión litúrgica, pero también en la «oración doméstica», que se vive en familia; los sacramentos, la vida sacramental, la Confesión... a través de los cuales el Señor viene a morar en los novios y los prepara para acogerse de verdad uno al otro «con la gracia de Cristo»; y la fraternidad con los pobres, y con los necesitados, que nos invitan a la sobriedad y a compartir. Los novios que se comprometen en esto crecen los dos y todo esto conduce a preparar una bonita celebración del Matrimonio de modo diverso, no mundano sino con estilo cristiano. Pensemos en estas palabras de Dios que hemos escuchado cuando Él habla a su pueblo como el novio a la novia: «Me desposaré contigo para siempre, me desposaré contigo en justicia y en derecho, en misericordia y en ternura, me desposaré contigo en fidelidad y conocerás al Señor» (Os 2, 21-22). Que cada pareja de novios piense en esto y uno le diga al otro: «Te convertiré en mi esposa, te convertiré en mi esposo». Esperar ese momento; es un momento, es un itinerario que va lentamente hacia adelante, pero es un itinerario de maduración. Las etapas del camino no se deben quemar. La maduración se hace así, paso a paso.


El tiempo del noviazgo puede convertirse de verdad en un tiempo de iniciación. ¿A qué? ¡A la sorpresa! A la sorpresa de los dones espirituales con los cuales el Señor, a través de la Iglesia, enriquece el horizonte de la nueva familia que se dispone a vivir en su bendición. 


Ahora os invito a rezar a la Sagrada Familia de Nazaret: Jesús, José y María. Rezar para que la familia recorra este camino de preparación; a rezar por los novios. Recemos todos juntos a la Virgen, un Avemaría por todos los novios, para que puedan comprender la belleza de este camino hacia el Matrimonio. [Ave María...]. Y a los novios que están en la plaza: «¡Feliz camino de noviazgo!».


Saludos



Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y de América Latina. Invito a todos, especialmente a los esposos cristianos, a acompañar con la oración y el testimonio de amor y fidelidad, a los jóvenes novios que se preparan para el matrimonio. Muchas gracias.


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                                                               Plaza de San Pedro
                                                     Miércoles 20 de mayo de 2015



Hoy, queridos hermanos y hermanas, quiero daros la bienvenida porque he visto entre vosotros a numerosas familias, ¡buenos días a todas las familias! Seguimos reflexionando sobre la familia. Hoy nos detenemos a reflexionar sobre una característica esencial de la familia, o sea su natural vocación a educar a los hijos para que crezcan en la responsabilidad de sí mismos y de los demás. Lo que hemos escuchado del apóstol Pablo, al inicio, es muy bonito: «Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que eso agrada al Señor. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que pierdan el ánimo» (Col 3, 20-21). Esta es una regla sabia: el hijo educado en la escucha y obediencia a los padres, quienes no tienen que mandar de mala manera, para no desanimar a los hijos. Los hijos, en efecto, deben crecer sin desalentarse, paso a paso. Si vosotros padres decís a los hijos: «Subamos por aquella escalera» y los tomáis de la mano y paso a paso los hacéis subir, las cosas irán bien. Pero si vosotros decís: «¡Vamos, sube!» — «Pero no puedo» — «¡Sigue!», esto se llama exasperar a los hijos, pedir a los hijos lo que no son capaces de hacer. Por ello, la relación entre padres e hijos debe ser de una sabiduría y un equilibrio muy grande. Hijos, obedeced a los padres, esto quiere Dios. Y vosotros padres, no exasperéis a los hijos, pidiéndoles cosas que no pueden hacer. Y esto hay que hacerlo para que los hijos crezcan en la responsabilidad de sí mismo y de los demás.


Parecería una constatación obvia, sin embargo, incluso en nuestro tiempo, no faltan dificultades. Es difícil para los padres educar a los hijos que sólo ven por la noche, cuando regresan a casa cansados del trabajo. ¡Los que tienen la suerte de tener trabajo! Es aún más difícil para los padres separados, que cargan el peso de su condición: pobres, tuvieron dificultades, se separaron y muchas veces toman al hijo como rehén, y el papá le habla mal de la mamá y la mamá le habla mal del papá, y se hace mucho mal. A los padres separados les digo: jamás, jamás, jamás tomar el hijo como rehén. Os habéis separado por muchas dificultades y motivos, la vida os ha dado esta prueba, pero que no sean los hijos quienes carguen el peso de esta separación, que no sean usados como rehenes contra el otro cónyuge, que crezcan escuchando que la mamá habla bien del papá, aunque no estén juntos, y que el papá habla bien de la mamá. Para los padres separados esto es muy importante y muy difícil, pero pueden hacerlo.


Pero, sobre todo, la pregunta: ¿cómo educar? ¿Qué tradición tenemos hoy para transmitir a nuestros hijos?


Intelectuales «críticos» de todo tipo han acallado a los padres de mil formas, para defender a las jóvenes generaciones de los daños —verdaderos o presuntos— de la educación familiar. La familia ha sido acusada, entre otras cosas, de autoritarismo, favoritismo, conformismo y represión afectiva que genera conflictos.


De hecho, se ha abierto una brecha entre familia y sociedad, entre familia y escuela, el pacto educativo hoy se ha roto; y así, la alianza educativa de la sociedad con la familia ha entrado en crisis porque se ha visto socavada la confianza mutua. Los síntomas son muchos. Por ejemplo, en la escuela se han fracturado las relaciones entre los padres y los profesores. A veces hay tensiones y desconfianza mutua; y las consecuencias naturalmente recaen en los hijos. Por otra parte, se han multiplicado los así llamados «expertos», que han ocupado el papel de los padres, incluso en los aspectos más íntimos de la educación. En relación a la vida afectiva, la personalidad y el desarrollo, los derechos y los deberes, los «expertos» lo saben todo: objetivos, motivaciones, técnicas. Y los padres sólo deben escuchar, aprender y adaptarse. Privados de su papel, a menudo llegan a ser excesivamente aprensivos y posesivos con sus hijos, hasta no corregirlos nunca: «Tú no puedes corregir al hijo». Tienden a confiarlos cada vez más a los «expertos», incluso en los aspectos más delicados y personales de su vida, ubicándose ellos mismos en un rincón; y así los padres hoy corren el riesgo de autoexcluirse de la vida de sus hijos. Y esto es gravísimo. Hoy existen casos de este tipo. No digo que suceda siempre, pero se da. La maestra en la escuela reprende al niño y escribe una nota a los padres. Recuerdo una anécdota personal. Una vez, cuando estaba en cuarto grado dije una mala palabra a la maestra y la maestra, una buena mujer, mandó llamar a mi mamá. Ella fue al día siguiente, hablaron entre ellas y luego me llamaron. Y mi mamá delante de la maestra me explicó que lo que yo había hecho era algo malo, que no se debe hacer; pero mi madre lo hizo con mucha dulzura y me dijo que pidiese perdón a la maestra delante de ella. Lo hice y me quedé contento porque dije: acabó bien la historia. Pero ese era el primer capítulo. Cuando regresé a casa, comenzó el segundo capítulo... Imaginad vosotros, hoy, si la maestra hace algo por el estilo, al día siguiente se encuentra con los dos padres o uno de los dos para reprenderla, porque los «expertos» dicen que a los niños no se les debe regañar así. Han cambiado las cosas. Por lo tanto, los padres no tienen que autoexcluirse de la educación de los hijos.


Es evidente que este planteamiento no es bueno: no es armónico, no es dialógico, y en lugar de favorecer la colaboración entre la familia y las demás entidades educativas, las escuelas, los gimnasios... las enfrenta.


¿Cómo hemos llegado a esto? No cabe duda de que los padres, o más bien, ciertos modelos educativos del pasado tenían algunas limitaciones, no hay duda. Pero también es verdad que hay errores que sólo los padres están autorizados a cometer, porque pueden compensarlos de un modo que es imposible a cualquier otra persona. Por otra parte, como bien sabemos, la vida se ha vuelto tacaña con el tiempo para hablar, reflexionar, discutir. Muchos padres se ven «secuestrados» por el trabajo —papá y mamá deben trabajar— y otras preocupaciones, molestos por las nuevas exigencias de los hijos y por la complejidad de la vida actual —es así y debemos aceptarla como es—, y se encuentran como paralizados por el temor a equivocarse. El problema, sin embargo, no está sólo en hablar. Es más, un «dialoguismo» superficial no conduce a un verdadero encuentro de la mente y el corazón. Más bien preguntémonos: ¿Intentamos comprender «dónde» están los hijos realmente en su camino? ¿Dónde está realmente su alma, lo sabemos? Y, sobre todo, ¿queremos saberlo? ¿Estamos convencidos de que ellos, en realidad, no esperan otra cosa?


Las comunidades cristianas están llamadas a ofrecer su apoyo a la misión educativa de las familias, y lo hacen ante todo con la luz de la Palabra de Dios. El apóstol Pablo recuerda la reciprocidad de los deberes entre padres e hijos: «Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que eso agrada al Señor. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que pierdan el ánimo» (Col 3, 20-21). En la base de todo está el amor, el amor que Dios nos da, que «no es indecoroso ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal... Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (1 Cor 13, 5-7). Incluso en las mejores familias hay que soportarse, y se necesita mucha paciencia para soportarse. Pero la vida es así. La vida no se construye en un laboratorio, se hace en la realidad. Jesús mismo pasó por la educación familiar.


También en este caso, la gracia del amor de Cristo conduce a su realización lo que está escrito en la naturaleza humana. ¡Cuántos ejemplos estupendos tenemos de padres cristianos llenos de sabiduría humana! Ellos muestran que la buena educación familiar es la columna vertebral del humanismo. Su irradiación social es el recurso que permite compensar las lagunas, las heridas, los vacíos de paternidad y maternidad que tocan a los hijos menos afortunados. Esta irradiación puede obrar auténticos milagros. Y en la Iglesia suceden cada día estos milagros.


Deseo que el Señor done a las familias cristianas la fe, la libertad y la valentía necesarias para su misión. Si la educación familiar vuelve a encontrar el orgullo de su protagonismo, muchas cosas cambiarán para mejor, para los padres inciertos y para los hijos decepcionados. Es hora de que los padres y las madres vuelvan de su exilio —porque se han autoexiliado de la educación de los hijos— y vuelvan a asumir plenamente su función educativa. Esperamos que el Señor done a los padres esta gracia: de no autoexiliarse de la educación de los hijos. Y esto sólo puede hacerlo el amor, la ternura y la paciencia.


Saludos



Saludo a los peregrinos de lengua española. En primer lugar, quiero saludar al nuevo Presidente del CELAM, el Cardenal de Bogotá, recientemente electo en la Asamblea. ¡Buen trabajo! También saludo a los fieles de la Arquidiócesis de Toledo, acompañados por su Pastor, Mons. Braulio Rodríguez Plaza –saben hacer rumor ustedes, ¿eh?–, así como a los grupos venidos de España, México, Argentina, Panamá. Chile y otros países latinoamericanos. Pidamos al Señor que dé a los padres la confianza, la libertad y el valor necesarios para cumplir fielmente su misión educativa. Que Dios los bendiga. Muchas gracias.


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                                                              Plaza de San Pedro
                                                     Miércoles 13 de mayo de 2015



Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


La catequesis de hoy es como la puerta de entrada de una serie de reflexiones sobre la vida de la familia, su vida real, con sus tiempos y sus acontecimientos. Sobre esta puerta de entrada están escritas tres palabras, que ya he utilizado en la plaza otras veces. Y esas palabras son: «permiso», «gracias», «perdón». En efecto, estas palabras abren camino para vivir bien en la familia, para vivir en paz. Son palabras sencillas, pero no tan sencillas de llevar a la práctica. Encierran una gran fuerza: la fuerza de custodiar la casa, incluso a través de miles de dificultades y pruebas; en cambio si faltan, poco a poco se abren grietas que pueden hasta hacer que se derrumbe.


Nosotros las entendemos normalmente como las palabras de la «buena educación». Es así, una persona bien educada pide permiso, dice gracias o se disculpa si se equivoca. Es así, pero la buena educación es muy importante. Un gran obispo, san Francisco de Sales, solía decir que «la buena educación es ya media santidad». Pero, atención, en la historia hemos conocido también un formalismo de las buenas maneras que puede convertirse en máscara que esconde la aridez del ánimo y el desinterés por el otro. Se suele decir: «Detrás de tantas buenas maneras se esconden malos hábitos». Ni siquiera la religión está exenta de este riesgo, que hace resbalar la observancia formal en la mundanidad espiritual. El diablo que tienta a Jesús usa buenas maneras —es precisamente un señor, un caballero— y cita las Sagradas Escrituras, parece un teólogo. Su estilo se presenta correcto, pero su intención es desviar de la verdad del amor de Dios. Nosotros, en cambio, entendemos la buena educación en sus términos auténticos, donde el estilo de las buenas relaciones está firmemente enraizada en el amor al bien y respeto del otro. La familia vive de esta finura del querer.


La primera palabra es «permiso». Cuando nos preocupamos por pedir gentilmente incluso lo que tal vez pensamos poder pretender, ponemos un verdadero amparo al espíritu de convivencia matrimonial y familiar. Entrar en la vida del otro, incluso cuando forma parte de nuestra vida, pide la delicadeza de una actitud no invasora, que renueve la confianza y el respeto. La confianza, en definitiva, no autoriza a darlo todo por descontado. Y el amor, cuando es más íntimo y profundo, tanto más exige el respeto de la libertad y la capacidad de esperar que el otro abra la puerta de su corazón. Al respecto recordamos la palabra de Jesús en el libro del Apocalipsis: «Mira, estoy de pie a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (3, 20). También el Señor pide permiso para entrar. No lo olvidemos. Antes de hacer algo en familia: «Permiso, ¿puedo hacerlo? ¿Te gusta que lo haga así?». Es un lenguaje educado, lleno de amor. Y esto hace mucho bien a las familias.


La segunda palabra es «gracias». Algunas veces nos viene a la mente pensar que nos estamos convirtiendo en una civilización de malas maneras y malas palabras, como si fuese un signo de emancipación. Lo escuchamos decir muchas veces incluso públicamente. La amabilidad y la capacidad de dar gracias son vistas como un signo de debilidad, y a veces suscitan incluso desconfianza. Esta tendencia se debe contrarrestar en el seno mismo de la familia. Debemos convertirnos en intransigentes en lo referido a la educación a la gratitud, al reconocimiento: la dignidad de la persona y la justicia social pasan ambas por esto. Si la vida familiar descuida este estilo, también la vida social lo perderá. La gratitud, además, para un creyente, está en el corazón mismo de la fe: un cristiano que no sabe dar gracias es alguien que ha olvidado el lenguaje de Dios. Escuchad bien: un cristiano que no sabe dar gracias es alguien que ha olvidado el lenguaje de Dios. Recordemos la pregunta de Jesús, cuando curó a diez leprosos y sólo uno de ellos volvió a dar las gracias (cf. Lc 17, 18). Una vez escuché decir a una persona anciana, muy sabia, muy buena, sencilla, pero con la sabiduría de la piedad, de la vida: «La gratitud es una planta que crece sólo en la tierra de almas nobles». Esa nobleza del alma, esa gracia de Dios en el alma nos impulsa a decir gracias a la gratitud. Es la flor de un alma noble. Esto es algo hermoso.


La tercera palabra es «perdón». Palabra difícil, es verdad, sin embargo tan necesaria. Cuando falta, se abren pequeñas grietas —incluso sin quererlo— hasta convertirse en fosas profundas. No por casualidad en la oración que nos enseñó Jesús, el «Padrenuestro», que resume todas las peticiones esenciales para nuestra vida, encontramos esta expresión: «Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden» (Mt 6, 12). Reconocer el hecho de haber faltado, y mostrar el deseo de restituir lo que se ha quitado —respeto, sinceridad, amor— hace dignos del perdón. Y así se detiene la infección. Si no somos capaces de disculparnos, quiere decir que tampoco somos capaces de perdonar. En la casa donde no se pide perdón comienza a faltar el aire, las aguas comienzan a verse estancadas. Muchas heridas de los afectos, muchas laceraciones en la familias comienzan con la pérdida de esta preciosa palabra: «Perdóname». En la vida matrimonial se discute, a veces incluso «vuelan los platos», pero os doy un consejo: nunca terminar el día sin hacer las paces. Escuchad bien: ¿habéis discutido mujer y marido? ¿Los hijos con los padres? ¿Habéis discutido fuerte? No está bien, pero no es este el auténtico problema. El problema es que ese sentimiento esté presente todavía al día siguiente. Por ello, si habéis discutido nunca terminar el día sin hacer las paces en la familia. ¿Y cómo debo hacer las paces? ¿Ponerme de rodillas? ¡No! Sólo un pequeño gesto, algo pequeño y vuelve la armonía familiar. Basta una caricia, sin palabras. Pero nunca terminar el día en familia sin hacer las paces. ¿Entendido esto? No es fácil pero se debe hacer. Y con esto la vida será más bonita.


Estas tres palabras-clave de la familia son palabras sencillas, y tal vez en un primer momento nos causarán risa. Pero cuando las olvidamos, ya no hay motivo para reír, ¿verdad? Nuestra educación, tal vez, las descuida demasiado. Que el Señor nos ayude a volver a ponerlas en su sitio, en nuestro corazón, en nuestra casa, y también en nuestra convivencia civil. Son las palabras para entrar precisamente en el amor de la familia.


Y ahora os invito a repetir todos juntos estas tres palabras: «permiso», «gracias», «perdón». Todos juntos: (plaza) «permiso», «gracias», «perdón». Son las palabras para entrar precisamente en el amor de la familia, para que la familia permanezca. Luego repitamos el consejo que os he dado, todos juntos: Nunca terminar el día sin hacer las paces. Todos: (plaza) nunca terminar el día sin hacer las paces. Gracias.


Saludos



Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, México, Honduras, Argentina y otros países latinoamericanos. Que el Señor nos ayude a colocar estas tres palabras en su justo lugar, en nuestro corazón, en nuestra casa, y también en nuestra convivencia civil. Muchas gracias.


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                                                             Plaza de San Pedro
                                                     Miércoles 6 de mayo de 2015



Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


En nuestro camino de catequesis sobre la familia hoy tratamos directamente la belleza del matrimonio cristiano. Esto no es sencillamente una ceremonia que se hace en la Iglesia, con las flores, el vestido, las fotos... El matrimonio cristiano es un sacramento que tiene lugar en la Iglesia, y que también hace la Iglesia, dando inicio a una nueva comunidad familiar.


Es lo que el apóstol Pablo resume en su célebre expresión: «Es este un gran misterio: y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia» (Ef 5, 32). Inspirado por el Espíritu Santo, Pablo afirma que el amor entre los cónyuges es imagen del amor entre Cristo y la Iglesia. Una dignidad impensable. Pero en realidad está inscrita en el designio creador de Dios, y con la gracia de Cristo innumerables parejas cristianas, incluso con sus límites, sus pecados, la hicieron realidad.


San Pablo, al hablar de la vida nueva en Cristo, dice que los cristianos —todos— están llamados a amarse como Cristo los amó, es decir «sumisos unos a otros» (Ef 5, 21), que significa los unos al servicio de los otros. Y aquí introduce la analogía entre la pareja marido-mujer y Cristo-Iglesia. Está claro que se trata de una analogía imperfecta, pero tenemos que captar el sentido espiritual que es altísimo y revolucionario, y al mismo tiempo sencillo, al alcance de cada hombre y mujer que confían en la gracia de Dios.


El marido —dice Pablo— debe amar a la mujer «como cuerpo suyo» (Ef 5, 28); amarla como Cristo «amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella» (cf. v. 25-26). Vosotros maridos que estáis aquí presentes, ¿entendéis esto? ¿Amáis a vuestra esposa como Cristo ama a la Iglesia? Esto no es broma, son cosas serias. El efecto de este radicalismo de la entrega que se le pide al hombre, por el amor y la dignidad de la mujer, siguiendo el ejemplo de Cristo, tuvo que haber sido enorme en la comunidad cristiana misma.


Esta semilla de la novedad evangélica, que restablece la originaria reciprocidad de la entrega y del respeto, fue madurando lentamente en la historia, y al final predominó.
El sacramento del matrimonio es un gran acto de fe y de amor: testimonia la valentía de creer en la belleza del acto creador de Dios y de vivir ese amor que impulsa a ir cada vez más allá, más allá de sí mismo y también más allá de la familia misma. La vocación cristiana a amar sin reservas y sin medida es lo que, con la gracia de Cristo, está en la base también del libre consentimiento que constituye el matrimonio.


La Iglesia misma está plenamente implicada en la historia de cada matrimonio cristiano: se edifica con sus logros y sufre con sus fracasos. Pero tenemos que preguntarnos con seriedad: ¿aceptamos hasta las últimas consecuencias, nosotros mismos, como creyentes y como pastores también este vínculo indisoluble de la historia de Cristo y de la Iglesia con la historia del matrimonio y de la familia humana? ¿Estamos dispuestos a asumir seriamente esta responsabilidad, es decir, que cada matrimonio va por el camino del amor que Cristo tiene con la Iglesia? ¡Esto es muy grande!


En esta profundidad del misterio creatural, reconocido y restablecido en su pureza, se abre un segundo gran horizonte que caracteriza el sacramento del matrimonio. La decisión de «casarse en el Señor» contiene también una dimensión misionera, que significa tener en el corazón la disponibilidad a ser intermediario de la bendición de Dios y de la gracia del Señor para todos. En efecto, los esposos cristianos participan como esposos en la misión de la Iglesia. ¡Se necesita valentía para esto! Por ello cuando saludo a los recién casados, digo: «¡Aquí están los valientes!», porque se necesita valor para amarse como Cristo ama a la Iglesia.


La celebración del sacramento no puede dejar fuera esta corresponsabilidad de la vida familiar respecto a la gran misión de amor de la Iglesia. Y así la vida de la Iglesia se enriquece con la belleza de esta alianza esponsal, así como se empobrece cada vez que la misma se ve desfigurada. La Iglesia, para ofrecer a todos los dones de la fe, del amor y la esperanza, necesita también de la valiente fidelidad de los esposos a la gracia de su sacramento. El pueblo de Dios necesita de su camino diario en la fe, en el amor y en la esperanza, con todas las alegrías y las fatigas que este camino comporta en un matrimonio y en una familia.


La ruta está de este modo marcada para siempre, es la ruta del amor: se ama como ama Dios, para siempre. Cristo no cesa de cuidar a la Iglesia: la ama siempre, la cuida siempre, como a sí mismo. Cristo no cesa de quitar del rostro humano las manchas y las arrugas de todo tipo. Es conmovedora y muy bella esta irradiación de la fuerza y de la ternura de Dios que se transmite de pareja a pareja, de familia a familia. Tiene razón san Pablo: esto es precisamente un «gran misterio». Hombres y mujeres, lo suficientemente valientes para llevar este tesoro en «vasijas de barro» de nuestra humanidad, son —estos hombres y estas mujeres tan valientes— un recurso esencial para la Iglesia, también para todo el mundo. Que Dios los bendiga mil veces por esto.


Saludos


Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a  los Oficiales de la Academia Superior de Policía de Colombia, así como a los grupos venidos de España, México, Argentina, Guatemala, Venezuela y otros países latinoamericanos. Queridos hermanos y hermanas, pidamos para que el matrimonio y las familias sean un reflejo de la fuerza y de la ternura de Dios en nuestra sociedad. Muchas gracias.


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