sábado, 30 de mayo de 2015

FRANCISCO: Homilías de mayo (24, 17, 12, 3 y 2)

HOMILÍAS DEL SANTO PADRE FRANCISCO
MAYO 2015




Basílica Vaticana
Domingo 24 de mayo de 2015


«Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo… recibid el Espíritu Santo» (Jn 20, 21.22), así dice Jesús. La efusión que se dio en la tarde de la resurrección se repite en el día de Pentecostés, reforzada por extraordinarias manifestaciones exteriores. La tarde de Pascua Jesús se aparece a sus discípulos y sopla sobre ellos su Espíritu (cf. Jn 20, 22); en la mañana de Pentecostés la efusión se produce de manera fragorosa, como un viento que se abate impetuoso sobre la casa e irrumpe en las mentes y en los corazones de los Apóstoles. En consecuencia reciben una energía tal que los empuja a anunciar en diversos idiomas el evento de la resurrección de Cristo: «Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en otras lenguas» (Hch 2, 4). Junto a ellos estaba María, la Madre de Jesús, la primera discípula, y allí Madre de la Iglesia naciente. Con su paz, con su sonrisa, con su maternidad, acompañaba el gozo de la joven Esposa, la Iglesia de Jesús.

La Palabra de Dios, hoy de modo especial, nos dice que el Espíritu actúa, en las personas y en las comunidades que están colmadas de él, las hace capaces de recibir a Dios “Capax Dei”, dicen los Santos Padres. Y ¿Qué es lo que hace el Espíritu Santo mediante esta nueva capacidad que nos da? Guía hasta la verdad plena (Jn 16, 13), renueva la tierra (Sal 103) y da sus frutos(Ga 5, 22-23). Guía, renueva y fructifica.

En el Evangelio, Jesús promete a sus discípulos que, cuando él haya regresado al Padre, vendrá el Espíritu Santo que los «guiará hasta la verdad plena» (Jn 16, 13). Lo llama precisamente «Espíritu de la verdad» y les explica que su acción será la de introducirles cada vez más en la comprensión de aquello que él, el Mesías, ha dicho y hecho, de modo particular de su muerte y de su resurrección. A los Apóstoles, incapaces de soportar el escándalo de la pasión de su Maestro, el Espíritu les dará una nueva clave de lectura para introducirles en la verdad y en la belleza del evento de la salvación. Estos hombres, antes asustados y paralizados, encerrados en el cenáculo para evitar las consecuencias del viernes santo, ya no se avergonzarán de ser discípulos de Cristo, ya no temblarán ante los tribunales humanos. Gracias al Espíritu Santo del cual están llenos, ellos comprenden «toda la verdad», esto es: que la muerte de Jesús no es su derrota, sino la expresión extrema del amor de Dios. Amor que en la Resurrección vence a la muerte y exalta a Jesús como el Viviente, el Señor, el Redentor del hombre, el Señor de la historia y del mundo. Y esta realidad, de la cual ellos son testigos, se convierte en Buena Noticia que se debe anunciar a todos.

El Espíritu Santo renueva –guía y renueva– renueva la tierra. El Salmo dice: «Envías tu espíritu… y repueblas la faz tierra» (Sal 103, 30). El relato de los Hechos de los Apóstoles sobre el nacimiento de la Iglesia encuentra una correspondencia significativa en este salmo, que es una gran alabanza a Dios Creador. El Espíritu Santo que Cristo ha mandado de junto al Padre, y el Espíritu Creador que ha dado vida a cada cosa, son uno y el mismo. Por eso, el respeto de la creación es una exigencia de nuestra fe: el “jardín” en el cual vivimos no se nos ha confiado para que abusemos de él, sino para que lo cultivemos y lo custodiemos con respeto (cf.Gn 2, 15). Pero esto es posible solamente si Adán – el hombre formado con tierra – se deja a su vez renovar por el Espíritu Santo, si se deja reformar por el Padre según el modelo de Cristo, nuevo Adán. Entonces sí, renovados por el Espíritu, podemos vivir la libertad de los hijos en armonía con toda la creación y en cada criatura podemos reconocer un reflejo de la gloria del Creador, como afirma otro salmo: «¡Señor, Dios nuestro, que admirable es tu nombre en toda la tierra!» (Sal 8, 2.10). Guía, renueva y da, da fruto.

En la carta a los Gálatas, san Pablo vuelve a mostrar cual es el “fruto” que se manifiesta en la vida de aquellos que caminan según el Espíritu (Cf. 5, 22). Por un lado está la «carne», acompañada por sus vicios que el Apóstol nombra, y que son las obras del hombre egoísta, cerrado a la acción de la gracia de Dios. En cambio, en el hombre que con fe deja que el Espíritu de Dios irrumpa en él, florecen los dones divinos, resumidos en las nueve virtudes gozosas que Pablo llama «fruto del Espíritu». De aquí la llamada, repetida al inicio y en la conclusión, como un programa de vida: «Caminad según el Espíritu» (Ga 5, 16.25).

El mundo tiene necesidad de hombres y mujeres no cerrados, sino llenos de Espíritu Santo. El estar cerrados al Espíritu Santo no es solamente falta de libertad, sino también pecado. Existen muchos modos de cerrarse al Espíritu Santo. En el egoísmo del propio interés, en el legalismo rígido – como la actitud de los doctores de la ley que Jesús llama hipócritas -, en la falta de memoria de todo aquello que Jesús ha enseñado, en el vivir la vida cristiana no como servicio sino como interés personal, entre otras cosas. En cambio, el mundo tiene necesidad del valor, de la esperanza, de la fe y de la perseverancia de los discípulos de Cristo. El mundo necesita los frutos, los dones del Espíritu Santo, como enumera san Pablo: «amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí» (Ga 5, 22). El don del Espíritu Santo ha sido dado en abundancia a la Iglesia y a cada uno de nosotros, para que podamos vivir con fe genuina y caridad operante, para que podamos difundir la semilla de la reconciliación y de la paz. Reforzados por el Espíritu Santo –que guía, nos guía a la verdad, que nos renueva a nosotros y a toda la tierra, y que nos da los frutos– reforzados en el espíritu y por estos múltiples dones, llegamos a ser capaces de luchar, sin concesión alguna, contra el pecado, de luchar, sin concesión alguna, contra la corrupción que, día tras día, se extiende cada vez más en el mundo, y de dedicarnos con paciente perseverancia a las obras de la justicia y de la paz.


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Plaza de San Pedro
 VII Domingo de Pascua, 17 de mayo de 2015


Los Hechos de los Apóstoles nos han presentado la Iglesia naciente en el momento en que elige a aquel que Dios llamó a ocupar el lugar de Judas en el colegio de los Apóstoles. No se trata de asumir un cargo, sino un servicio. Y en efecto, Matías, sobre quien recae la elección, recibe una misión que Pedro define así: «Es necesario que […] uno se asocie a nosotros, testigo de su resurrección» —de la resurrección de Cristo— (Hch 1, 21-22). Con estas palabras, él resume qué significa formar parte de los Doce: significa ser testigo de la resurrección de Jesús. El hecho de que diga «se asocie a nosotros», permite comprender que la misión de anunciar a Cristo resucitado no es una tarea individual: hay que vivirla de modo comunitario, con el colegio apostólico y con la comunidad. Los Apóstoles vivieron la experiencia directa y estupenda de la Resurrección; son testigos oculares de tal acontecimiento. Gracias a su testimonio autorizado, muchos creyeron; y de la fe en Cristo resucitado han nacido y nacen continuamente las comunidades cristianas. También nosotros, hoy, fundamos nuestra fe en el Señor resucitado en el testimonio de los Apóstoles, que llegó hasta nosotros mediante la misión de la Iglesia. Nuestra fe está unida firmemente a su testimonio como a una cadena ininterrumpida desplegada a lo largo de los siglos no sólo por los sucesores de los Apóstoles, sino también por generaciones y generaciones de cristianos. En efecto, a imitación de los Apóstoles cada discípulo de Cristo está llamado a convertirse en testigo de su resurrección, sobre todo en los ambientes humanos donde es más fuerte el olvido de Dios y el extravío del hombre.


Para que esto se realice, es necesario permanecer en Cristo resucitado y en su amor, como nos ha recordado la primera Carta de san Juan: «Quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en Él» (1 Jn 4, 16). Jesús lo había repetido con insistencia a sus discípulos: «Permaneced en mí… Permaneced en mi amor» (Jn 15, 4. 9). Este es el secreto de los santos: permanecer en Cristo, unidos a Él como los sarmientos a la vid, para dar mucho fruto (cf. Jn 15, 1-8). Y este fruto no es otra cosa que el amor. Este amor resplandece en el testimonio de la hermana Juana Emilia de Villeneuve, que consagró su vida a Dios y a los pobres, a los enfermos, los presos, los explotados, convirtiéndose para ellos y para todos en signo concreto del amor misericordioso del Señor.


La relación con Jesús resucitado es, por decirlo así, la «atmósfera» en la que vive el cristiano y en la cual encuentra la fuerza para permanecer fiel al Evangelio, incluso en medio de los obstáculos y las incomprensiones. «Permaneced en el amor»: esto es lo que hizo también la hermana María Cristina Brando. La conquistó completamente el amor ardiente al Señor; y de la oración, del encuentro de corazón a corazón con Jesús resucitado, presente en la Eucaristía, recibía la fuerza para soportar los sufrimientos y entregarse como pan partido a muchas personas alejadas de Dios y hambrientas de amor auténtico.


Un aspecto esencial cuando se da testimonio del Señor resucitado es la unidad entre nosotros, sus discípulos, a imagen de la que subsiste entre Él y el Padre. También hoy ha resonado en el Evangelio la oración de Jesús la víspera de la Pasión: «Que sean uno, como nosotros» (Jn 17, 11). De este amor eterno entre el Padre y el Hijo, que se derrama en nosotros por medio del Espíritu Santo (cf. Rm 5, 5), toman fuerza nuestra misión y nuestra comunión fraterna; de él brota siempre de nuevo la alegría de seguir al Señor en el camino de su pobreza, su virginidad y su obediencia; y ese mismo amor llama a cultivar la oración contemplativa. Lo experimentó de modo eminente la hermana María Baouardy quien, humilde y analfabeta, supo dar consejo y explicaciones teológicas con extrema claridad, fruto del diálogo continuo con el Espíritu Santo. La docilidad al Espíritu Santo también hizo de ella un instrumento de encuentro y comunión con el mundo musulmán. De igual modo, la hermana María Alfonsina Danil Ghattas comprendió bien qué significa irradiar el amor de Dios en el apostolado, convirtiéndose en testigo de mansedumbre y unidad. Ella nos da un claro ejemplo de lo importante que es ser responsables los unos de los otros, vivir al servicio el uno del otro.


Permanecer en Dios y en su amor, para anunciar con la palabra y con la vida la resurrección de Jesús, testimoniando la unidad entre nosotros y la caridad con todos. Esto es lo que hicieron las cuatro santas proclamadas hoy. Su luminoso ejemplo también interpela nuestra vida cristiana: ¿de qué modo soy testimonio de Cristo resucitado? Es una pregunta que debemos plantearnos. ¿Cómo permanezco en Él, cómo permanezco en su amor? ¿Soy capaz de «sembrar» en la familia, en el ambiente de trabajo, en mi comunidad, la semilla de la unidad que Él nos ha dado, haciéndonos partícipes de la vida trinitaria?
Al volver hoy a casa, llevemos la alegría de este encuentro con el Señor resucitado; cultivemos en el corazón el compromiso de permanecer en el amor de Dios, estando unidos a Él y entre nosotros, y siguiendo las huellas de estas cuatro mujeres, modelos de santidad, que la Iglesia nos invita a imitar.


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Basílica Vaticana
Martes de la VI semana de Pascua, 12 de mayo de 2015


La lectura de los Hechos de los Apóstoles que hemos escuchado (16, 22-34) presenta un personaje un poco especial. Es el carcelero de la cárcel de Filipos, donde Pablo y Silas fueron encerrados tras un amotinamiento de la plebe contra ellos. Los magistrados primero hicieron que los apalearan y luego los mandaron a la prisión, ordenando al carcelero custodiarlos bien. Es por ello que ese hombre, durante la noche, al percibir el terremoto y ver las puertas de la cárcel abiertas, se desesperó y pensó suicidarse. Pero Pablo lo tranquilizó y él, tembloroso y maravillado, suplicó de rodillas la salvación.


El relato nos dice que ese hombre dio inmediatamente los pasos esenciales del camino de fe y salvación: escucha la Palabra del Señor, juntamente con sus familiares; lava las llagas de Pablo y a Silas; recibe el Bautismo con todos los suyos; y, por último, acoge a Pablo y Silas en su casa, prepara la mesa y les ofrece de comer, lleno de alegría. Todo el itinerario de la fe.


El Evangelio, anunciado y creído, impulsa a lavar los pies y las llagas de los que sufren y preparar la mesa para ellos. Sencillez de los gestos, donde la acogida de la Palabra y del sacramento del Bautismo va acompañado por la acogida del hermano, como si se tratara de un solo gesto: acoger a Dios y acoger al otro; acoger al otro con la gracia de Dios; acoger a Dios y manifestarlo en el servicio al hermano. Palabra, sacramentos y servicio se atraen mutuamente y se alimentan recíprocamente, como ya se ve en estos testimonios de la Iglesia de los orígenes.


Podemos ver en este gesto toda la llamada de Cáritas. Cáritas es ya una gran Confederación, reconocida ampliamente también en el mundo por sus obras. Cáritas es una realidad de la Iglesia en muchísimas partes del mundo, y debe aún encontrar más difusión también en las diversas parroquias y comunidades, para renovar lo que tuvo lugar en los primeros tiempos de la Iglesia. En efecto, la raíz de todo vuestro servicio está precisamente en la acogida, sencilla y obediente, de Dios y del prójimo. Esta es la raíz. Si se quita esa raíz, Cáritas muere. Y esa acogida se realiza en vosotros personalmente, porque luego vais por el mundo, y allí servís en el nombre de Cristo que habéis encontrado y que encontráis en cada hermano y hermana a quien os acercáis; y precisamente por esto evita reducirse a una simple organización humanitaria. Y Cáritas de cada Iglesia particular, incluso de la más pequeña, es la misma: no hay Cáritas grandes y Cáritas pequeñas, son todas iguales. Pidamos al Señor la gracia de comprender la verdadera dimensión de Cáritas; la gracia de no caer en el engaño de creer que un centralismo bien organizado es el camino; la gracia de comprender que Cáritas está siempre en la periferia, en cada una de las Iglesias particulares; y la gracia de creer que Cáritas-centro es sólo ayuda, servicio y experiencia de comunión, pero no la cabeza de todas.


Quien vive la misión de Cáritas no es un simple agente, sino un testigo de Cristo. Una persona que busca a Cristo y se deja buscar por Cristo; una persona que ama con el espíritu de Cristo, el espíritu de la gratuidad, el espíritu del don. Todas nuestras estrategias y planificaciones permanecen vacías si no llevamos este amor en nosotros. No nuestro amor, sino el suyo. O mejor aún, nuestro amor purificado y fortalecido por el suyo.


Y así se puede servir a todos y preparar la mesa para todos. También esta es una hermosa imagen que nos ofrece hoy la Palabra de Dios: preparar la mesa. Dios nos prepara la mesa de la Eucaristía, también ahora. Cáritas prepara muchas mesas para quien tiene hambre. 
En estos meses habéis realizado la gran campaña «Una familia humana, alimento para todos». Mucha gente espera también hoy poder comer lo necesario. El planeta tiene alimento para todos, pero parece faltar la voluntad de compartir con todos. Preparar la mesa para todos, y pedir que haya una mesa para todos. Hacer lo que podamos a fin de que todos tengan para comer, pero también recordar a los poderosos de la tierra que Dios un día los llamará a juicio, y se manifestará si de verdad procuraron darle de comer a Él en cada persona (cf. Mt 25, 35) y si trabajaron para que el medio ambiente no se destruyera, sino que produjera este alimento.

Y pensando en la mesa de la Eucaristía, no podemos olvidar a nuestros hermanos cristianos que fueron privados con la violencia tanto del alimento para el cuerpo como del alimento para el alma: fueron expulsados de sus casas y de sus iglesias, en algunas ocasiones destruidas. Renuevo el llamamiento a no olvidar a estas personas y estas intolerables injusticias.

Juntamente con muchos otros organismos de caridad de la Iglesia, Cáritas revela la fuerza del amor cristiano y el deseo de la Iglesia de ir al encuentro de Jesús en cada persona, sobre todo cuando es pobre y sufre. Este es el camino que tenemos delante y con este horizonte deseo que podáis realizar los trabajos de estos días. Los encomendamos a la Virgen María, que hizo de la acogida de Dios y del prójimo el criterio fundamental de su vida. Precisamente mañana celebraremos a la Virgen de Fátima, que apareció para anunciar la victoria sobre el mal. Con un apoyo tan grande no tengamos miedo de continuar nuestra misión. Así sea.


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VISITA PASTORAL A LA PARROQUIA ROMANA
«SANTA MARIA REGINA PACIS» DE OSTIA

V Domingo de Pascua, 3 de mayo de 2015


Una palabra que Jesús repite a menudo, sobre todo durante la última Cena, es: «Permaneced en mí». No separaos de mí, permaneced en mí. Y la vida cristiana es precisamente esto: permanecer en Jesús. Esta es la vida cristiana: permanecer en Jesús. Y Jesús, para explicarnos bien qué es lo que quiere decir con esto, usa esta hermosa imagen de la vid: «Yo soy la vid verdadera, vosotros los sarmientos» (cf. Jn 15, 1.5). Y todo sarmiento que no está unido a la vid, muere, no da fruto; y luego es arrojado para hacer fuego. Sólo sirven para esto, para hacer fuego —son muy, muy útiles— pero no para dar fruto. En cambio, los sarmientos que están unidos a la vid, reciben de la vid la savia vital y así se desarrollan, crecen y dan los frutos. Sencilla, sencilla la imagen. Permanecer en Jesús significa estar unido a Él para recibir de Él la vida, de Él el amor, de Él el Espíritu Santo. Es verdad, todos somos pecadores, pero si permanecemos en Jesús, como los sarmientos en la vid, el Señor viene, nos poda un poco, para que podamos dar más fruto. Él siempre nos cuida. Pero si nosotros nos separamos de ahí, no permanecemos en el Señor, somos cristianos de palabra nada más, pero no de vida; somos cristianos, pero muertos, porque no damos fruto, como los sarmientos separados de la vid.


Permanecer en Jesús quiere decir tener la voluntad de recibir de Él la vida, también el perdón, incluso la podada, pero recibirla de Él. Permanecer en Jesús significa buscar a Jesús, orar, la oración. Permanecer en Jesús significa acercarse a los sacramentos: la Eucaristía, la Reconciliación. Permanecer en Jesús —y esto es lo más difícil— significa hacer lo que hizo Jesús, tener la misma actitud de Jesús. Pero cuando nosotros «despellejamos» a los demás [hablamos mal de los demás], por ejemplo, o cuando criticamos, no permanecemos en Jesús. Jesús jamás hizo esto. Cuando somos mentirosos, no permanecemos en Jesús. Él nunca lo hizo. Cuando engañamos a los demás con esos asuntos sucios que están al alcance de todos, somos sarmientos muertos, no permanecemos en Jesús. Permanecer en Jesús es hacer lo mismo que Él hacía: hacer el bien, ayudar a los demás, orar al Padre, curar a los enfermos, ayudar a los pobres, tener la alegría del Espíritu Santo.


Una hermosa pregunta para nosotros cristianos es esta: ¿Yo, permanezco en Jesús o estoy lejos de Jesús? ¿Estoy unido a la vid que me da vida o soy un sarmiento muerto, que es incapaz de dar fruto, de dar testimonio? Y existen también otros sarmientos, de los que Jesús no habla aquí, pero habla de ello en otra parte: los que se hacen ver como discípulos de Jesús, pero hacen lo contrario de un discípulo de Jesús, y son los sarmientos hipócritas. Quizás van todos los domingos a misa, tal vez ponen la cara de santitos, todos piadosos, pero luego viven como si fueran paganos. Y a estos Jesús, en el Evangelio, los llama hipócritas. Jesús es bueno, nos invita a permanecer en Él. Él nos da la fuerza, y si caemos en pecado —todos somos pecadores— Él nos perdona, porque Él es misericordioso. Pero lo que Él quiere son estas dos cosas: que permanezcamos en Él y que no seamos hipócritas. Y con esto una vida cristiana sigue adelante.


¿Y qué nos da el Señor si permanecemos en Él? Lo hemos escuchado: «Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se realizará» ( Jn 15, 7). Una fuerza en la oración: «Pedid lo que deseáis», o sea, la oración potente, tanto que Jesús realiza lo que pedimos. Pero si nuestra oración es débil —si no se hace verdaderamente en Jesús— la oración no da sus frutos, porque el sarmiento no está unido a la vid. Pero si el sarmiento está unido a la vid, es decir, «si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se realizará». Y esta es la oración omnipotente. ¿De dónde viene esta omnipotencia de la oración? del permanecer en Jesús; del estar unido a Jesús, como el sarmiento a la vid. Que el Señor nos dé esta gracia.


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CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
EN EL PONTIFICIO COLEGIO AMERICANO DEL NORTE

Janículo, Roma
Sábado 2 de mayo de 2015


«Yo te he puesto como luz de los gentiles, para que lleves la salvación hasta el confín de la tierra» (Hch 13, 47; cf. Is 49, 6). Estas palabras del Señor, en el pasaje de los Hechos de los Apóstoles que acabamos de leer, nos presentan la misionariedad de la Iglesia que es enviada por Jesús a salir para anunciar el Evangelio. Así sucedió, desde el primer momento, con los discípulos cuando, desencadenada la persecución, salieron de Jerusalén (cf. Hch 8, 1-3). Esto es válido también para la multitud de misioneros que llevaron el Evangelio al Nuevo Mundo y al mismo tiempo defendieron a los indígenas contra los abusos de los colonizadores. Entre ellos estaba también fray Junípero; su obra de evangelización nos trae a la memoria los primeros «12 apóstoles franciscanos» que fueron los pioneros de la fe cristiana en México. Él fue protagonista de una nueva primavera evangelizadora en esas extensas tierras que, desde hacía doscientos años, habían sido alcanzadas por los misioneros provenientes de España, desde Florida hasta California. Mucho tiempo antes que llegasen los peregrinos del Mayflower al litoral atlántico norte.
La vida y el ejemplo de fray Junípero ponen de relieve tres aspectos: su impulso misionero, su devoción mariana y su testimonio de santidad.


En primer lugar, fue un incansable misionero. ¿Qué fue lo que llevó a fray Junípero a abandonar su patria, su tierra, su familia, la cátedra universitaria y su comunidad franciscana en Mallorca, para ir hacia los extremos confines de la tierra? Sin duda, la pasión por anunciar el Evangelio ad gentes, o sea el ímpetu del corazón que quiere compartir con los más lejanos el don del encuentro con Cristo: el don que él mismo en un primer momento había recibido primero y experimentado en su plenitud de verdad y belleza. Como Pablo y Bernabé, como los discípulos en Antioquía y en toda Judea, él fue colmado de alegría y de Espíritu Santo al difundir la Palabra del Señor. Este celo nos provoca, ¡es un gran desafío para nosotros! Estos discípulos misioneros, que encontraron a Jesús, Hijo de Dios, que a través de Él conocieron al Padre misericordioso y, movidos por la gracia del Espíritu Santo, se proyectaron hacia todas las periferias geográficas, sociales y existenciales, para dar testimonio de la caridad, ¡nos desafían! A veces nos detenemos a examinar escrupulosamente sus virtudes y, sobre todo, sus límites y sus miserias. Sin embargo, me pregunto si hoy somos capaces de responder con la misma generosidad y la misma valentía a la llamada de Dios, que nos invita a dejarlo todo para adorarlo, para seguirlo, para encontrarlo en el rostro de los pobres, para anunciarlo a los que no han conocido a Cristo, y por ello, no se han sentido abrazados por su misericordia. El testimonio de fray Junípero nos llama a dejarnos implicar, en primera persona, en la misión continental, que encuentra sus propias raíces en la «Evangelii gaudium».


En segundo lugar, fray Junípero encomendó su compromiso misionero a la Santísima Virgen María. Sabemos que antes de partir hacia California quiso ir a consagrar su vida a Nuestra Señora de Guadalupe, y a pedirle, para la misión que estaba por iniciar, la gracia de abrir el corazón de los colonizadores y de los indígenas. En esta invocación podemos ver todavía a este humilde fraile arrodillado ante la «Madre del mismísimo Dios», la «Morenita», que llevó a su Hijo al Nuevo Mundo. La imagen de Nuestra Señora de Guadalupe estaba presente —o al menos lo estuvo— en las veintiuna misiones que fray Junípero fundó a lo largo de la costa de California. Desde entonces, Nuestra Señora de Guadalupe se convirtió, de hecho, en la Patrona de todo el continente americano. No es posible separarla del corazón del pueblo americano. En efecto, Ella constituye la raíz común de este continente. ¡La raíz común de este continente! Es más, la actual misión continental se confía a Ella que es la primera y santa discípula misionera, presencia y compañía, fuente de consolación y esperanza. A ella que está siempre a la escucha para cuidar a sus hijos americanos.


En tercer lugar, hermanos y hermanas, contemplamos el testimonio de santidad de fray Junípero —uno de los padres fundadores de los Estados Unidos, santo de la catolicidad y especial protector de los hispanos del país—, para que todo el pueblo americano descubra la propia dignidad, consolidando cada vez más la propia pertenencia a Cristo y a su Iglesia.
Que en la comunión universal de los santos y, en especial, en la corona de los santos americanos, nos acompañe fray Junípero Serra e interceda por nosotros, junto a tantos otros santos y santas que se han distinguido con diversos carismas:


—Contemplativas como Rosa de Lima, Mariana de Quito y Teresita de los Andes;


—Pastores que emanaban el perfume de Cristo y el olor de las ovejas, como Toribio de Mogrovejo, Francisco de Laval, Rafael Guizar Valencia;


—Humildes obreros de la Viña del Señor, como Juan Diego y Catalina Tekakwhita;


—Servidores de los que sufren y de los marginados, como Pedro Claver, Martín de Porres, Damián de Molokai, Alberto Hurtado y Rosa Filipina Duchesne;


—Fundadoras de comunidades consagradas al servicio de Dios y de los más pobres, como Francisca Cabrini, Isabel Ana Seton y Catalina Drexel;


—Misioneros incansables como fray Francisco Solano, José de Anchieta, Alonso de Barzana, María Antonia de Paz y Figueroa, José Gabriel del Rosario Brochero;


—Mártires como Roque González, Miguel Pro y Oscar Arnulfo Romero;
y muchos otros santos y mártires que no menciono ahora, pero que rezan ante el Señor por sus hermanos y hermanas que son aún peregrinos en esas tierras. Ha habido mucha santidad en América, mucha santidad sembrada.


Que un viento impetuoso de santidad recorra el próximo Jubileo extraordinario de la misericordia en todas las Américas. Confiando en la promesa hecha por Jesús, que hemos escuchado hoy en el Evangelio, pidamos a Dios esta particular efusión del Espíritu Santo.


Pidamos a Jesús Resucitado, Señor de la historia, que la vida de nuestro continente americano se arraigue cada vez más en el Evangelio que ha recibido; que Cristo esté cada vez más presente en la vida de las personas, de las familias, de los pueblos y las naciones, para la mayor gloria de Dios.


Y que esta gloria se manifieste en la cultura de la vida, la fraternidad, la solidaridad, la paz y la justicia, con amor preferencial y diligente hacia los más pobres, a través del testimonio de los cristianos de las diversas comunidades y confesiones, de los creyentes de otras tradiciones religiosas y de los hombres de recta conciencia y de buena voluntad. ¡Oh Señor Jesús, nosotros somos solamente tus discípulos-misioneros, tus humildes cooperadores 
para que venga tu Reino!


Llevando esta invocación en el corazón, pido la intercesión de Nuestra Señora de Guadalupe, y también la de fray Junípero y los demás santos y santas americanos, para que me conduzcan y me guíen en mis próximos viajes apostólicos a América del Sur y América del Norte. Por eso os pido a todos vosotros que continuéis rezando por mí. Amén.


SALUDO FINAL


Deseo agradecer de corazón vuestra invitación y la acogida recibida en este Pontificio Colegio Norteamericano. Saludo con gran afecto al rector, a todos los que residen, los sacerdotes norteamericanos que trabajan en la Curia romana, que estudian en Roma o transcurren su año sabático en este lugar.


Agradezco mucho a los cardenales y a los obispos que han concelebrado conmigo y, de modo especial, deseo mi más sincero agradecimiento por la presencia de su Excelencia monseñor Joseph Edward Kurtz, presidente de la Conferencia episcopal de los Estados Unidos de América, y de su Excelencia monseñor José Horacio Gómez, arzobispo de los Ángeles.


Este encuentro, en la sede de vuestro y entorno a la mesa eucarística, es una bella y significativa premisa de mi viaje apostólico a los Estados Unidos de América.


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