viernes, 24 de febrero de 2012

BENEDICTO XVI: Ángelus (Feb.19), Audiencia (Feb.22) y Homilía (Feb.19)

ÁNGELUS DEL PAPA BENEDICTO XVI

Plaza de San Pedro
Solemnidad de la Cátedra de San Pedro
Domingo 19 de Febrero de 2012


Queridos hermanos y hermanas:
Este domingo es especialmente festivo aquí en el Vaticano, con motivo del consistorio realizado ayer, en el que he creado 22 nuevos cardenales. Con ellos he tenido la alegría de concelebrar, esta mañana, la Eucaristía en la basílica de San Pedro, junto a la tumba del Apóstol a quien Jesús llamó a ser la «piedra» sobre la cual edificaría su Iglesia (cf. Mt 16, 18). Por eso os invito a todos a unir también vuestra oración por estos venerables hermanos, que ahora están aún más comprometidos a colaborar conmigo en la dirección de la Iglesia universal y a dar testimonio del Evangelio hasta el sacrificio de su vida. Esto es lo que significa el color rojo de sus vestidos: el color de la sangre y del amor. Algunos de ellos trabajan en Roma, al servicio de la Santa Sede; otros son pastores de importantes iglesias diocesanas; y otros se han distinguido por una larga y valiosa actividad de estudio y enseñanza. Ahora forman parte del Colegio que ayuda al Papa más de cerca en su ministerio de comunión y de evangelización: los recibimos con alegría, recordando lo que dijo Jesús a los doce Apóstoles: «El que quiera ser el primero entre vosotros, que sea vuestro servidor, porque el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos» (Mc 10, 44-45).
Este acontecimiento eclesial tiene como trasfondo la fiesta litúrgica de la Cátedra de San Pedro, adelantada a hoy, porque el próximo 22 de febrero —la fecha de esa fiesta—, será el miércoles de Ceniza, inicio de la Cuaresma. La «cátedra» es el sitial reservado para el obispo, y de ahí deriva el nombre de «catedral» dado a la iglesia donde, precisamente, el obispo preside la liturgia y enseña al pueblo. La Cátedra de San Pedro, representada en el ábside de la basílica vaticana por una monumental escultura de Bernini, es símbolo de la misión especial de Pedro y de sus sucesores de pastorear el rebaño de Cristo, manteniéndolo unido en la fe y en la caridad. Ya a inicios del siglo II, san Ignacio de Antioquía atribuía a la Iglesia que estaba en Roma un singular primado, saludándola, en su carta a los Romanos, como la que «preside en la caridad». Esta función especial de servicio le viene a la comunidad romana y a su obispo por el hecho de que en esta ciudad derramaron su sangre los apóstoles Pedro y Pablo, así como otros muchos mártires. Volvemos, así, al testimonio de la sangre y de la caridad. La Cátedra de Pedro, por lo tanto, es ciertamente un signo de autoridad, pero de la autoridad de Cristo, basada en la fe y en el amor.
Queridos amigos, encomendemos a los nuevos cardenales a la protección maternal de María santísima, para que siempre los asista en su servicio eclesial y los sostenga en las pruebas. Que María, Madre de la Iglesia, nos ayude a mí y a mis colaboradores a trabajar incansablemente por la unidad del pueblo de Dios y para proclamar a todos los pueblos el mensaje de salvación, realizando con humildad y valentía el servicio a la verdad en la caridad.

Después del Ángelus


Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en especial a los Obispos, presbíteros, personas consagradas y fieles que han venido para acompañar a los nuevos Cardenales. Acompañadlos también con la oración y la colaboración en su nueva responsabilidad. Saludo también a los Jóvenes de San José de Barcelona y a los diversos grupos parroquiales de Sevilla. En la celebración de la Cátedra de San Pedro, invito a todos a ser fieles al mensaje de Cristo transmitido por los Apóstoles y a tener presentes en la plegaria a cuantos han recibido el ministerio de hacer llegar la luz del Evangelio a través de los tiempos a todos los rincones de la tierra. Feliz domingo.


                                                         ----------------------------------------



AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA BENEDICTO XVI
Palacio Apostólico Vaticano
Sala Pablo VI
Miércoles 22 de Febrero de 2012


Miércoles de Ceniza


Queridos hermanos y hermanas:
En esta catequesis quiero hablar brevemente del tiempo de Cuaresma, que comienza hoy con la liturgia del Miércoles de Ceniza. Se trata de un itinerario de cuarenta días que nos conducirá al Triduo pascual, memoria de la pasión, muerte y resurrección del Señor, el corazón del misterio de nuestra salvación. En los primeros siglos de vida de la Iglesia este era el tiempo en que los que habían oído y acogido el anuncio de Cristo iniciaban, paso a paso, su camino de fe y de conversión para llegar a recibir el sacramento del Bautismo. Se trataba de un acercamiento al Dios vivo y de una iniciación en la fe que debía realizarse gradualmente, mediante un cambio interior por parte de los catecúmenos, es decir, de quienes deseaban hacerse cristianos, incorporándose así a Cristo y a la Iglesia.
Sucesivamente, también a los penitentes y luego a todos los fieles se les invitaba a vivir este itinerario de renovación espiritual, para conformar cada vez más su existencia a la de Cristo. La participación de toda la comunidad en los diversos pasos del itinerario cuaresmal subraya una dimensión importante de la espiritualidad cristiana: la redención, no de algunos, sino de todos, está disponible gracias a la muerte y resurrección de Cristo. Por tanto, sea los que recorrían un camino de fe como catecúmenos para recibir el Bautismo, sea quienes se habían alejado de Dios y de la comunidad de la fe y buscaban la reconciliación, sea quienes vivían la fe en plena comunión con la Iglesia, todos sabían que el tiempo que precede a la Pascua es un tiempo de metánoia, es decir, de cambio interior, de arrepentimiento; el tiempo que identifica nuestra vida humana y toda nuestra historia como un proceso de conversión que se pone en movimiento ahora para encontrar al Señor al final de los tiempos.
Con una expresión que se ha hecho típica en la liturgia, la Iglesia denomina el período en el que hemos entrado hoy «Quadragesima», es decir, tiempo de cuarenta días y, con una clara referencia a la Sagrada Escritura, nos introduce así en un contexto espiritual preciso. De hecho, cuarenta es el número simbólico con el que tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento representan los momentos más destacados de la experiencia de la fe del pueblo de Dios. Es una cifra que expresa el tiempo de la espera, de la purificación, de la vuelta al Señor, de la consciencia de que Dios es fiel a sus promesas. Este número no constituye un tiempo cronológico exacto, resultado de la suma de los días. Indica más bien una paciente perseverancia, una larga prueba, un período suficiente para ver las obras de Dios, un tiempo dentro del cual es preciso decidirse y asumir las propias responsabilidades sin más dilaciones. Es el tiempo de las decisiones maduras.
El número cuarenta aparece ante todo en la historia de Noé. Este hombre justo, a causa del diluvio, pasa cuarenta días y cuarenta noches en el arca, junto a su familia y a los animales que Dios le había dicho que llevara consigo. Y espera otros cuarenta días, después del diluvio, antes de tocar la tierra firme, salvada de la destrucción (cf. Gn 7, 4.12; 8, 6). Luego, la próxima etapa: Moisés permanece en el monte Sinaí, en presencia del Señor, cuarenta días y cuarenta noches, para recibir la Ley. En todo este tiempo ayuna (cf. Ex 24, 18). Cuarenta son los años de viaje del pueblo judío desde Egipto hasta la Tierra prometida, tiempo apto para experimentar la fidelidad de Dios: «Recuerda todo el camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho recorrer estos cuarenta años... Tus vestidos no se han gastado ni se te han hinchado los pies durante estos cuarenta años», dice Moisés en el Deuteronomio al final de estos cuarenta años de emigración (Dt 8, 2.4). Los años de paz de los que goza Israel bajo los Jueces son cuarenta (cf. Jc 3, 11.30), pero, transcurrido este tiempo, comienza el olvido de los dones de Dios y la vuelta al pecado. El profeta Elías emplea cuarenta días para llegar al Horeb, el monte donde se encuentra con Dios (cf. 1 R 19, 8). Cuarenta son los días durante los cuales los ciudadanos de Nínive hacen penitencia para obtener el perdón de Dios (cf.Gn 3, 4). Cuarenta son también los años de los reinos de Saúl (cf. Hch 13, 21), de David (cf. 2 Sm 5, 4-5) y de Salomón (1 R 11, 41), los tres primeros reyes de Israel. También los Salmos reflexionan sobre el significado bíblico de los cuarenta años, como por ejemplo el Salmo 95, del que hemos escuchado un pasaje: «Ojalá escuchéis hoy su voz: “No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto, cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras”. Durante cuarenta años aquella generación me asqueó, y dije: “Es un pueblo de corazón extraviado, que no reconoce mi camino”» (vv. 7c-10).
En el Nuevo Testamento Jesús, antes de iniciar su vida pública, se retira al desierto durante cuarenta días, sin comer ni beber (cf. Mt 4, 2): se alimenta de la Palabra de Dios, que usa como arma para vencer al diablo. Las tentaciones de Jesús evocan las que el pueblo judío afrontó en el desierto, pero que no supo vencer. Cuarenta son los días durante los cuales Jesús resucitado instruye a los suyos, antes de ascender al cielo y enviar el Espíritu Santo (cf. Hch 1, 3).
Con este número recurrente —cuarenta— se describe un contexto espiritual que sigue siendo actual y válido, y la Iglesia, precisamente mediante los días del período cuaresmal, quiere mantener su valor perenne y hacernos presente su eficacia. La liturgia cristiana de la Cuaresma tiene como finalidad favorecer un camino de renovación espiritual, a la luz de esta larga experiencia bíblica y sobre todo aprender a imitar a Jesús, que en los cuarenta días pasados en el desierto enseñó a vencer la tentación con la Palabra de Dios. Los cuarenta años de la peregrinación de Israel en el desierto presentan actitudes y situaciones ambivalentes. Por una parte, son el tiempo del primer amor con Dios y entre Dios y su pueblo, cuando él hablaba a su corazón, indicándole continuamente el camino por recorrer. Dios, por decirlo así, había puesto su morada en medio de Israel, lo precedía dentro de una nube o de una columna de fuego, proveía cada día a su sustento haciendo que bajara el maná y que brotara agua de la roca. Por tanto, los años pasados por Israel en el desierto se pueden ver como el tiempo de la elección especial de Dios y de la adhesión a él por parte del pueblo: tiempo del primer amor. Por otro lado, la Biblia muestra asimismo otra imagen de la peregrinación de Israel en el desierto: también es el tiempo de las tentaciones y de los peligros más grandes, cuando Israel murmura contra su Dios y quisiera volver al paganismo y se construye sus propios ídolos, pues siente la exigencia de venerar a un Dios más cercano y tangible. También es el tiempo de la rebelión contra el Dios grande e invisible.
Esta ambivalencia, tiempo de la cercanía especial de Dios —tiempo del primer amor—, y tiempo de tentación —tentación de volver al paganismo—, la volvemos a encontrar, de modo sorprendente, en el camino terreno de Jesús, naturalmente sin ningún compromiso con el pecado. Después del bautismo de penitencia en el Jordán, en el que asume sobre sí el destino del Siervo de Dios que renuncia a sí mismo y vive para los demás y se mete entre los pecadores para cargar sobre sí el pecado del mundo, Jesús se dirige al desierto para estar cuarenta días en profunda unión con el Padre, repitiendo así la historia de Israel, todos los períodos de cuarenta días o años a los que he aludido. Esta dinámica es una constante en la vida terrena de Jesús, que busca siempre momentos de soledad para orar a su Padre y permanecer en íntima comunión, en íntima soledad con él, en exclusiva comunión con él, y luego volver en medio de la gente. Pero en este tiempo de «desierto» y de encuentro especial con el Padre, Jesús se encuentra expuesto al peligro y es asaltado por la tentación y la seducción del Maligno, el cual le propone un camino mesiánico diferente, alejado del proyecto de Dios, porque pasa por el poder, el éxito, el dominio, y no por el don total en la cruz. Esta es la alternativa: un mesianismo de poder, de éxito, o un mesianismo de amor, de entrega de sí mismo.
Esta situación de ambivalencia describe también la condición de la Iglesia en camino por el «desierto» del mundo y de la historia. En este «desierto» los creyentes, ciertamente, tenemos la oportunidad de hacer una profunda experiencia de Dios que fortalece el espíritu, confirma la fe, alimenta la esperanza y anima la caridad; una experiencia que nos hace partícipes de la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte mediante el sacrificio de amor en la cruz. Pero el «desierto» también es el aspecto negativo de la realidad que nos rodea: la aridez, la pobreza de palabras de vida y de valores, el laicismo y la cultura materialista, que encierran a la persona en el horizonte mundano de la existencia sustrayéndolo a toda referencia a la trascendencia. Este es también el ambiente en el que el cielo que está sobre nosotros se oscurece, porque lo cubren las nubes del egoísmo, de la incomprensión y del engaño. A pesar de esto, también para la Iglesia de hoy el tiempo del desierto puede transformarse en tiempo de gracia, pues tenemos la certeza de que incluso de la roca más dura Dios puede hacer que brote el agua viva que quita la sed y restaura.
Queridos hermanos y hermanas, en estos cuarenta días que nos conducirán a la Pascua de Resurrección podemos encontrar nuevo valor para aceptar con paciencia y con fe todas las situaciones de dificultad, de aflicción y de prueba, conscientes de que el Señor hará surgir de las tinieblas el nuevo día. Y si permanecemos fieles a Jesús, siguiéndolo por el camino de la cruz, se nos dará de nuevo el claro mundo de Dios, el mundo de la luz, de la verdad y de la alegría: será el alba nueva creada por Dios mismo. ¡Feliz camino de Cuaresma a todos vosotros!


Saludos


Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, Argentina, México, Puerto Rico y otros países latinoamericanos. Invito a todos a que durante la Cuaresma, a imitación del Señor, sintamos cómo Dios fortalece nuestro espíritu y nos da la victoria, pese a las zozobras de la vida presente. Muchas gracias.


                                                           ----------------------------------------




SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD
DE L
A CÁTEDRA DEL APÓSTOL SAN PEDRO 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Domingo 19 de Febrero de 2012

Señores Cardenales,
Venerados hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio
Queridos hermanos y hermanas
En la solemnidad de la Cátedra del apóstol san Pedro, tenemos la alegría de reunirnos alrededor del Altar del Señor junto con los nuevos Cardenales, que ayer he agregado al colegio cardenalicio. Les saludo ante todo a ellos muy cordialmente, y agradezco al Cardenal Fernando Filoni las amables palabras me ha dirigido en su nombre. Extiendo mi saludo a los demás purpurados y a todos los obispos presentes, así como a las distinguidas autoridades, a los señores embajadores, a los sacerdotes, a los religiosos y a todos los fieles, venidos de varias partes del mundo para esta feliz circunstancia que reviste una carácter especial de universalidad.
En la segunda lectura que se acaba de proclamar, el apóstol Pedro exhorta a los «presbíteros» de la Iglesia a ser pastores diligentes y solícitos del rebaño de Cristo (cf. 1 Pe 5,1-2). Estas palabras están dirigidas sobre todo a vosotros, queridos y venerados hermanos, que ya tenéis muchos meritos ante el Pueblo de Dios por vuestra generosa y sapiente labor desarrollada en el ministerio pastoral en diócesis exigentes, en la dirección de los Dicasterios de la Curia Romana o en el servicio eclesial del estudio y de la enseñanza. La nueva dignidad que se os ha conferido quiere manifestar el aprecio por vuestro trabajo fiel en la viña del Señor, honrar a las comunidades y naciones de las cuales procedéis y de las que sois dignos representantes de la Iglesia, confiaros nuevas y más importantes responsabilidades eclesiales y, finalmente, pediros mayor disponibilidad para Cristo y para toda la comunidad cristiana. Esta disponibilidad al servicio del Evangelio está solidamente fundada en la certeza de la fe. En efecto, sabemos que Dios es fiel a sus promesas y permanecemos en la esperanza de que se cumplan las palabras del apóstol Pedro: «Y cuando aparezca el Supremo Pastor, recibiréis la corona de gloria que no se marchita» (1 Pe 5,4).
El pasaje del Evangelio de hoy presenta a Pedro que, movido por una inspiración divina, expresa la propia fe fundada en Jesús, el Hijo de Dios y el Mesías prometido. En respuesta a esta límpida profesión de fe, que Pedro confiesa también en nombre de los otros apóstoles, Cristo les revela la misión que pretende confiarles, la de ser la «piedra», la «roca», el fundamento visible sobre el que está construido todo el edificio espiritual de la Iglesia (cf. Mt 16,16-19). Esta expresión de «roca-piedra» no se refiere al carácter de la persona, sino que sólo puede comprenderse partiendo de un aspecto más profundo, del misterio: mediante el cargo que Jesús les confía, Simón Pedro se convierte en algo que no es por «la carne y la sangre». El exegeta Joaquín Jeremías ha hecho ver cómo en el trasfondo late el lenguaje simbólico de la «roca santa». A este respecto, puede ayudarnos un texto rabínico que reza así: «El Señor dijo: “¿Cómo puedo crear el mundo cuando surgirán estos sin-Dios y se volverán contra mi?”. Pero cuando Dios vio que debía nacer Abraham, dijo: “Mira, he encontrado una roca, sobre la cual puedo construir y fundar el mundo”. Por eso él llamó Abrahán una roca». El profeta Isaías se refiere a eso cuando recuerda al pueblo: «Mirad la roca de donde os tallaron,… mirad a Abrahán vuestro padre» (51,1-2). Se ve a Abrahán, el padre de los creyentes, que por su fe es la roca que sostiene la creación. Simón, que es el primero en confesar a Jesús como el Cristo, y es el primer testigo de la resurrección, se convierte ahora, con su fe renovada, en la roca que se opone a la fuerza destructiva del mal.
Queridos hermanos y hermanas. Este pasaje evangélico que hemos escuchado encuentra una más reciente y elocuente explicación en un elemento artístico muy notorio que embellece esta Basílica Vaticana: el altar de la Cátedra. Cuando se recorre la grandiosa nave central, una vez pasado el crucero, se llega al ábside y nos encontramos ante un grandioso trono de bronce que parece suelto, pero que en realidad está sostenido por cuatro estatuas de grandes Padres de la Iglesia de Oriente y Occidente. Y, sobre el trono, circundado por una corona de ángeles suspendidos en el aire, resplandece en la ventana ovalada la gloria del Espíritu Santo. ¿Qué nos dice este complejo escultórico, fruto del genio de Bernini? Representa una visión de la esencia de la Iglesia y, dentro de ella, del magisterio petrino.
La ventana del ábside abre la Iglesia hacia el externo, hacia la creación entera, mientras la imagen de la paloma del Espíritu Santo muestra a Dios como la fuente de la luz. Pero se puede subrayar otro aspecto: en efecto, la Iglesia misma es como una ventana, el lugar en el que Dios se acerca, se encuentra con el mundo. La Iglesia no existe por sí misma, no es el punto de llegada, sino que debe remitir más allá, hacia lo alto, por encima de nosotros. La Iglesia es verdaderamente ella misma en la medida en que deja trasparentar al Otro –con la «O» mayúscula– del cual proviene y al cual conduce. La Iglesia es el lugar donde Dios «llega» a nosotros, y desde donde nosotros «partimos» hacia él; ella tiene la misión de abrir más allá de sí mismo ese mundo que tiende a creerse un todo cerrado y llevarle la luz que viene de lo alto, sin la cual sería inhabitable.
La gran cátedra de bronce contiene un sitial de madera del siglo IX, que por mucho tiempo se consideró la cátedra del apóstol Pedro, y que fue colocada precisamente en ese altar monumental por su alto valor simbólico. Ésta, en efecto, expresa la presencia permanente del Apóstol en el magisterio de sus sucesores. El sillón de san Pedro, podemos decir, es el trono de la verdad, que tiene su origen en el mandato de Cristo después de la confesión en Cesarea de Filipo. La silla magisterial nos trae a la memoria de nuevo las palabras del Señor dirigidas a Pedro en el Cenáculo: «Yo he pedido por ti, para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te recobres, da firmeza a tus hermanos» (Lc 22,32).
La Cátedra de Pedro evoca otro recuerdo: la celebra expresión de san Ignacio de Antioquia, que en su carta a los Romanos llama a la Iglesia de Roma «aquella que preside en la caridad» (Inscr.:PG 5, 801). En efecto, el presidir en la fe está inseparablemente unido al presidir en el amor. Una fe sin amor nunca será una fe cristiana autentica. Pero las palabras de san Ignacio tienen también otra connotación mucho más concreta. El término «caridad», en efecto, se utilizaba en la Iglesia de los orígenes para indicar también la Eucaristía. La Eucaristía es precisamente Sacramentum caritatis Christi, mediante el cual él continua a atraer a todos hacia sí, como lo hizo desde lo alto de la cruz (cf. Jn 12,32). Por tanto, «presidir en la caridad» significa atraer a los hombres en un abrazo eucarístico, el abrazo de Cristo, que supera toda barrera y toda exclusión, creando comunión entre las múltiples diferencias. El ministerio petrino, pues, es primado de amor en sentido eucarístico, es decir, solicitud por la comunión universal de la Iglesia en Cristo. Y la Eucaristía es forma y medida de esta comunión, y garantía de que ella se mantenga fiel al criterio de la tradición de la fe.
La gran Cátedra está apoyada sobre los Padres de la Iglesia. Los dos maestros de oriente, san Juan Crisóstomo y san Atanasio, junto con los latinos, san Ambrosio y san Agustín, representando la totalidad de la tradición y, por tanto, la riqueza de las expresiones de la verdadera fe en la santa y única Iglesia. Este elemento del altar nos dice que el amor se asienta sobre la fe. Y se resquebraja si el hombre ya no confía en Dios ni le obedece. Todo en la Iglesia se apoya sobre la fe: los sacramentos, la liturgia, la evangelización, la caridad. También el derecho, también la autoridad en la Iglesia se apoya sobre la fe. La Iglesia no se da a sí misma las reglas, el propio orden, sino que lo recibe de la Palabra de Dios, que escucha en la fe y trata de comprender y vivir. Los Padres de la Iglesia tienen en la comunidad eclesial la función de garantes de la fidelidad a la Sagrada Escritura. Ellos aseguran una exegesis fidedigna, sólida, capaz de formar con la Cátedra de Pedro un complejo estable y unitario. Las Sagradas Escrituras, interpretadas autorizadamente por el Magisterio a la luz de los Padres, iluminan el camino de la Iglesia en el tiempo, asegurándole un fundamento estable en medio a los cambios históricos.
Tras haber considerado los diversos elementos del altar de la Cátedra, dirijamos una mirada al conjunto. Y veamos cómo está atravesado por un doble movimiento: de ascensión y de descenso. Es la reciprocidad entre la fe y el amor. La Cátedra está puesta con gran realce en este lugar, porque aquí está la tumba del apóstol Pedro, pero también tiende hacia el amor de Dios. En efecto, la fe se orienta al amor. Una fe egoísta no es una fe verdadera. Quien cree en Jesucristo y entra en el dinamismo del amor que tiene su fuente en la Eucaristía, descubre la verdadera alegría y, a su vez, es capaz de vivir según la lógica de este don. La verdadera fe es iluminada por el amor y conduce al amor, hacia lo alto, del mismo modo que el altar de la Cátedra apunta hacia la ventana luminosa, la gloria del Espíritu Santo, que constituye el verdadero punto focal para la mirada del peregrino que atraviesa el umbral de la Basílica Vaticana. En esa ventana, la corona de los ángeles y los grandes rayos dorados dan una espléndido realce, con un sentido de plenitud desbordante, que expresa la riqueza de la comunión con Dios. Dios no es soledad, sino amor glorioso y gozoso, difusivo y luminoso.
Queridos hermanos y hermanas, a cada cristiano y a nosotros, se nos confía el don de este amor: un don que ha de ofrecer con el testimonio de nuestra vida. Esto es, en particular, vuestra tarea, venerados Hermanos Cardenales: dar testimonio de la alegría del amor de Cristo. Confiemos ahora vuestro nuevo servicio eclesial a la Virgen María, presente en la comunidad apostólica reunida en oración en espera del Espíritu Santo (cf. Hch 1,14). Que Ella, Madre del Verbo encarnado, proteja el camino de la Iglesia, sostenga con su intercesión la obra de los Pastores y acoja bajo su manto a todo el colegio cardenalicio. Amén.

© Copyright 2012 - Libreria Editrice Vaticana