viernes, 24 de febrero de 2012

BENEDICTO XVI: Consistorio (Feb.18), Audiencia (Feb.20) y Homilía (Feb.22)


ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Sábado 18 de Febrero de 2012


«Tu es Petrus, et super hanc petram aedificabo Ecclesiam meam»

Venerados Hermanos,
Queridos hermanos y hermanas
Estas palabras del canto de entrada nos introducen en el solemne y sugestivo rito del Consistorio ordinario público para la creación de nuevos cardenales, la imposición de la birreta, la entrega del anillo y la asignación del título. Son las palabras eficaces con las que Jesús constituyó a Pedro como fundamento firme de la Iglesia. La fe es el elemento característico de ese fundamento: en efecto, Simón pasa a convertirse en Pedro —roca— al profesar su fe en Jesús, Mesías e Hijo de Dios. En el anuncio de Cristo, la Iglesia aparece unida a Pedro, y Pedro es puesto en la Iglesia como roca; pero el que edifica la Iglesia es el mismo Cristo, Pedro es un elemento particular de la construcción. Ha de serlo mediante la fidelidad a la confesión que hizo en Cesarea de Filipo, en virtud de la afirmación: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo».
Las palabras que Jesús dirige a Pedro ponen de relieve claramente el carácter eclesial del acontecimiento de hoy. Los nuevos cardenales, en efecto, mediante la asignación del título de una iglesia de esta Ciudad o de una diócesis suburbicaria, son insertados con todo derecho en la Iglesia de Roma, guiada por el Sucesor de Pedro, para cooperar estrechamente con él en el gobierno de la Iglesia universal. Estos queridos hermanos, que dentro de poco entrarán a formar parte del Colegio cardenalicio, se unirán con un nuevo y más fuerte vínculo no sólo al Romano Pontífice, sino también a toda la comunidad de fieles extendida por todo el mundo. En el cumplimiento de su peculiar servicio de ayuda al ministerio petrino, los nuevos purpurados estarán llamados a considerar y valorar los acontecimientos, los problemas y criterios pastorales que atañen a la misión de toda la Iglesia. En esta delicada tarea, les servirá de ejemplo y ayuda, el testimonio de fe que el Príncipe de los Apóstoles dio con su vida y su muerte y que, por amor de Cristo, se dio por entero hasta el sacrificio extremo.
La imposición de la birreta roja ha de ser entendida también con este mismo significado. A los nuevos cardenales se les confía el servicio del amor: amor por Dios, amor por su Iglesia, amor por los hermanos con una entrega absoluta e incondicionada, hasta derramar su sangre si fuera preciso, como reza la fórmula de la imposición de la birreta e indica el color rojo de las vestiduras. Además, se les pide que sirvan a la Iglesia con amor y vigor, con la transparencia y sabiduría de los maestros, con la energía y fortaleza de los pastores, con la fidelidad y el valor de los mártires. Se trata de ser servidores eminentes de la Iglesia que tiene en Pedro el fundamento visible de la unidad.
En el pasaje evangélico que antes se ha proclamado, Jesús se presenta como siervo, ofreciéndose como modelo a imitar y seguir. Del trasfondo del tercer anuncio de la pasión, muerte y resurrección del Hijo del hombre, se aparta con llamativo contraste la escena de los dos hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, que persiguen todavía sueños de gloria junto a Jesús. Le pidieron: «Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda» (Mc 10,37). La respuesta de Jesús fue fulminante, y su interpelación inesperada: «No sabéis lo que pedís, ¿sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber? (v. 38). La alusión es muy clara: el cáliz es el de la pasión, que Jesús acepta para cumplir la voluntad del Padre. El servicio a Dios y a los hermanos, el don de sí: esta es la lógica que la fe auténtica imprime y desarrolla en nuestra vida cotidiana y que no es en cambio el estilo mundano del poder y la gloria.
Con su petición, Santiago y Juan ponen de manifiesto que no comprenden la lógica de vida de la que Jesús da testimonio, la lógica que, según el Maestro, ha de caracterizar al discípulo, en su espíritu y en sus acciones. La lógica errónea no se encuentra sólo en los dos hijos de Zebedeo ya que, según el evangelista, contagia también «a los otros diez» apóstoles que «se indignaron contra Santiago y Juan» (v. 41). Se indignaron porque no es fácil entrar en la lógica del Evangelio y abandonar la del poder y la gloria. San Juan Crisóstomo dice que todos los apóstoles eran todavía imperfectos, tanto los dos que quieren ponerse por encima de los diez, como los otros que tienen envidia de ellos (cf. Comentario a Mateo, 65, 4: PG 58, 622). San Cirilo de Alejandría, comentando los textos paralelos del Evangelio de san Lucas, añade: «Los discípulos habían caído en la debilidad humana y estaban discutiendo entre sí sobre quién era el jefe y superior a los demás… Esto sucedió y ha sido narrado para nuestro provecho… Lo que les pasó a los santos apóstoles se puede revelar para nosotros un incentivo para la humildad» (Comentario a Lucas, 12,5,15: PG 72,912). Este episodio ofrece a Jesús la ocasión de dirigirse a todos los discípulos y «llamarlos hacia sí», casi para estrecharlos consigo, para formar como un cuerpo único e indivisible con él y señalar cuál es el camino para llegar a la gloria verdadera, la de Dios: «Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos» (Mc 10,42-44).
Dominio y servicio, egoísmo y altruismo, posesión y don, interés y gratuidad: estas lógicas profundamente contrarias se enfrentan en todo tiempo y lugar. No hay ninguna duda sobre el camino escogido por Jesús: Él no se limita a señalarlo con palabras a los discípulos de entonces y de hoy, sino que lo vive en su misma carne. En efecto, explica: «Porque el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por la multitud» (v.45). Estas palabras iluminan con singular intensidad el Consistorio público de hoy. Resuenan en lo más profundo del alma y representan una invitación y un llamamiento, un encargo y un impulso especialmente para vosotros, queridos y venerados Hermanos que estáis a punto de ser incorporados al Colegio cardenalicio.
Según la tradición bíblica, el Hijo del hombre es el que recibe el poder y el dominio de parte de Dios (cf. Dn 7,13s). Jesús interpreta su misión en la tierra sobreponiendo a la figura del Hijo del hombre la del Siervo sufriente, descrito por Isaías (cf. Is 53,1-12). Él recibe el poder y la gloria sólo en cuanto «siervo»; pero es siervo en cuanto que acoge en sí el destino de dolor y pecado de toda la humanidad. Su servicio se cumple en la fidelidad total y en la responsabilidad plena por los hombres. Por eso la aceptación libre de su muerte violenta es el precio de la liberación para muchos, es el inicio y el fundamento de la redención de cada hombre y de todo el género humano.
Queridos Hermanos que vais a ser incluidos en el Colegio cardenalicio. Que el don total de sí ofrecido por Cristo sobre la cruz sea para vosotros principio, estímulo y fuerza, gracias a una fe que actúa en la caridad. Que vuestra misión en la Iglesia y en el mundo sea siempre y sólo «en Cristo», que responda a su lógica y no a la del mundo, que esté iluminada por la fe y animada por la caridad que llegan hasta nosotros por la Cruz gloriosa del Señor. En el anillo que en unos instantes os entregaré, están representados los santos Pedro y Pablo, con una estrella en el centro que evoca a la Virgen. Llevando este anillo, estáis llamados cada día a recordar el testimonio de Cristo hasta la muerte que los dos Apóstoles han dado con su martirio aquí en Roma, fecundando con su sangre la Iglesia. Al mismo tiempo, el reclamo a la Virgen María será siempre para vosotros una invitación a seguir a aquella que fue firme en la fe y humilde sierva del Señor.
Al concluir esta breve reflexión, quisiera dirigir un cordial saludo, junto con mi gratitud, a todos los presentes, en particular a las Delegaciones oficiales de diversos países y a las representaciones de numerosas diócesis. Los nuevos cardenales están llamados en su servicio a permanecer siempre fieles a Cristo, dejándose guiar únicamente por su Evangelio. Queridos hermanos y hermanas, rezad para que en ellos se refleje de modo vivo nuestro único Pastor y Maestro, el Señor Jesús, fuente de toda sabiduría, que indica a todos el camino. Y pedid también por mí, para que pueda ofrecer siempre al Pueblo de Dios el testimonio de la doctrina segura y regir con humilde firmeza el timón de la santa Iglesia. ¡Amén!.


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AUDIENCIA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS NUEVOS CARDENALES ACOMPAÑADOS
DE SUS FAMILIARES Y FIELES


Palacio Apostólico Vaticano
Sala Pablo VI
Lunes 20 de Febrero de 2012


Señores cardenales,
queridos hermanos en el episcopado y en el presbiterado,
queridos hermanos y hermanas:



Con gran alegría tengo hoy este encuentro con vosotros, familiares y amigos de los neo-cardenales, al día siguiente de las solemnes celebraciones del consistorio, en el que vuestros amados pastores han sido llamados a formar parte del Colegio cardenalicio. Se me brinda así la posibilidad de expresar de modo más directo e íntimo mi cordial saludo a todos y en particular mi felicitación y mis mejores deseos a los nuevos purpurados. Que el acontecimiento tan importante y sugestivo del consistorio sea, para los aquí presentes y para cuantos están unidos en diversas condiciones a los nuevos cardenales, motivo y estímulo para estrecharos con afecto a su alrededor: sentíos aún más cerca de su corazón y de su celo apostólico; escuchad con viva esperanza sus palabras de padres y maestros. Permaneced unidos a ellos y entre vosotros en la fe y en la caridad para ser cada vez más fervientes y valientes testigos de Cristo.
Os saludo en primer lugar a vosotros, queridos purpurados de la Iglesia que está en Italia. Al cardenal Fernando Filoni, prefecto de la Congregación para la evangelización de los pueblos; al cardenal Antonio Maria Vegliò, presidente del Consejo pontificio para la pastoral de los emigrantes e itinerantes; al cardenal Giuseppe Bertello, presidente de la Comisión pontificia para el Estado de la Ciudad del Vaticano y presidente de la Gobernación de dicho Estado; al cardenal Francesco Coccopalmerio, presidente del Consejo pontificio para los textos legislativos; al cardenal Domenico Calcagno, presidente de la Administración del patrimonio de la Sede apostólica; al cardenal Giuseppe Versaldi, presidente de la Prefectura para los asuntos económicos de la Santa Sede; y, por último, al cardenal Giuseppe Betori, arzobispo de Florencia. Venerados hermanos, que el afecto y la oración de tantas personas queridas os sostengan en vuestro servicio a la Iglesia a fin de que cada uno de vosotros dé generoso testimonio del Evangelio de la verdad y de la caridad.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua francesa, y en particular a los belgas que acompañan al señor cardenal Julien Ries. Que nuestra fidelidad a Cristo sea firme y decidida para hacer creíble nuestro testimonio. Nuestra sociedad, que pasa por momentos de incertidumbres y dudas, necesita la luz de Cristo. Que cada cristiano la testimonie con fe y valentía, y que el tiempo de Cuaresma ya próximo permita volver hacia Dios. ¡Feliz peregrinación a todos!
Me complace saludar afectuosamente a los prelados de lengua inglesa a quienes he tenido la alegría de elevar a la dignidad cardenalicia en el consistorio del sábado: al cardenal Edwin Frederick O’Brien, gran maestre de la Orden ecuestre del Santo Sepulcro de Jerusalén; al cardenal George Alencherry, arzobispo mayor de Ernakulam-Angamaly de los siro-malabares (India); al cardenal Thomas Christopher Collins, arzobispo de Toronto (Canadá); al cardenal Timothy Michael Dolan, arzobispo de Nueva York (Estados Unidos); al cardenal John Tong Hon, obispo de Hong Kong (República popular de China); al cardenal Prosper Grech, O.S.A., profesor emérito de varias universidades romanas y consultor de la Congregación para la doctrina de la fe. Extiendo igualmente mi cordial saludo a los familiares y amigos que se unen hoy a ellos. Os invito a que sigáis apoyando a los nuevos cardenales con vuestra oración mientras asumen sus importantes responsabilidades al servicio de la Sede apostólica.
Dirijo un cordial saludo a los nuevos cardenales de lengua alemana: al arzobispo de Berlín, cardenal Rainer Maria Woelki, y al cardenal Karl Josef Becker, de la Compañía de Jesús. Les aseguro mi afecto y mi oración por el particular servicio que se les confía en la Iglesia universal y les encomiendo a la protección de María, Madre de la Iglesia. Con alegría saludo también a sus familiares y amigos, a los peregrinos de sus diócesis de Berlín y Colonia, a los colaboradores en las diversas instituciones eclesiales, a los representantes de la política y de la vida pública, así como a todos los connacionales que han venido a Roma para este consistorio. Deseo confiar también a vuestra oración a los nuevos cardenales para que, conforme al símbolo de la púrpura que ahora visten, actúen como testigos de la verdad, dispuestos al sacrificio, y como fieles colaboradores del Sucesor de Pedro.
Saludo con afecto al cardenal Santos Abril y Castelló, arcipreste de la basílica Santa María la Mayor, así como a sus familiares, a los obispos, sacerdotes, religiosos y laicos venidos especialmente de España para esta ocasión. Les invito a todos a acompañar con sus plegarias y cercanía espiritual a los nuevos miembros del Colegio de cardenales para que, llenos de amor a Dios y estrechamente unidos al Sucesor de Pedro, continúen la misión espiritual y apostólica con plena fidelidad al Evangelio.
Saludo a los nuevos cardenales de lengua portuguesa, con sus familiares, amigos y colaboradores, y también a los diversos representantes de la comunidad eclesial y civil, honrados igualmente por la dignidad que se ha conferido al cardenal João Braz de Aviz, que está al frente de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, y al cardenal Manuel Monteiro de Castro, quien preside la Penitenciaría apostólica. A la Virgen Madre encomiendo vuestra vida consagrada al servicio de la unidad y de la santidad del pueblo de Dios.
Dirijo un afectuoso saludo al neo-cardenal Dominik Duka y a todos vosotros, fieles llegados de la República Checa para compartir su alegría. Que estos días de fiesta y de oración susciten en vosotros un renovado amor a Cristo y a su Iglesia. A todos mi bendición. ¡Alabados sean Jesús y María!
Saludo al cardenal Willem Jacobus Eijk, arzobispo de Utrecht, y a los fieles que lo acompañan. Confío en que estas jornadas de ferviente espiritualidad susciten en cada uno un renovado amor a Cristo y a la Iglesia. Continuad sosteniendo a vuestro arzobispo con la oración para que siga guiando con celo pastoral al pueblo a él encomendado.
Saludo con alegría a Su Beatitud Lucian Mureşan y a todos vosotros, fieles de Rumanía, que habéis querido estrecharos en torno a vuestro amado pastor, a quien he creado cardenal. Junto con vosotros saludo a todo el pueblo rumano y a vuestra patria, ahora más unida todavía a la sede de San Pedro. Que mi bendición os sostenga siempre.
Queridos amigos, gracias de nuevo por vuestra significativa presencia. La creación de los nuevos cardenales es ocasión para reflexionar sobre la misión universal de la Iglesia en la historia de los hombres: en los acontecimientos humanos, frecuentemente tan convulsos y chocantes, la Iglesia está siempre presente, llevando a Cristo, luz y esperanza para toda la humanidad. Permanecer unidos a la Iglesia y al mensaje de salvación que ella difunde significa anclarse en la Verdad, reforzar el sentido de los verdaderos valores y estar serenos frente a cualquier suceso. Os exhorto, por lo tanto, a permanecer siempre unidos a vuestros pastores, así como a los nuevos cardenales, para estar en comunión con la Iglesia. La unidad en la Iglesia es un don divino que hay que defender y hacer crecer. A la protección de la Madre de Dios y de los apóstoles san Pedro y san Pablo os encomiendo, venerados hermanos cardenales, y a los fieles que os acompañan. Con estos sentimientos os imparto de corazón mi bendición apostólica.


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STATIO Y PROCESIÓN PENITENCIAL
DESDE LA IGLESIA DE SAN ANSELMO
A LA BASÍLICA DE SANTA SABINA EN EL AVENTINO


SANTA MISA, BENDICIÓN E IMPOSICIÓN DE LA CENIZA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica de Santa Sabina
Miércoles de Ceniza, 22 de Febrero de 2012


Venerados hermanos,
queridos hermanos y hermanas:



Con este día de penitencia y de ayuno —el miércoles de Ceniza— comenzamos un nuevo camino hacia la Pascua de Resurrección: el camino de la Cuaresma. Quiero detenerme brevemente a reflexionar sobre el signo litúrgico de la ceniza, un signo material, un elemento de la naturaleza, que en la liturgia se transforma en un símbolo sagrado, muy importante en este día con el que se inicia el itinerario cuaresmal. Antiguamente, en la cultura judía, la costumbre de ponerse ceniza sobre la cabeza como signo de penitencia era común, unido con frecuencia a vestirse de saco o de andrajos. Para nosotros, los cristianos, en cambio, este es el único momento, que por lo demás tiene una notable importancia ritual y espiritual. Ante todo, la ceniza es uno de los signos materiales que introducen el cosmos en la liturgia. Los principales son, evidentemente, los de los sacramentos: el agua, el aceite, el pan y el vino, que constituyen verdadera materia sacramental, instrumento a través del cual se comunica la gracia de Cristo que llega hasta nosotros. En el caso de la ceniza se trata, en cambio, de un signo no sacramental, pero unido a la oración y a la santificación del pueblo cristiano. De hecho, antes de la imposición individual sobre la cabeza, se prevé una bendición específica de la ceniza —que realizaremos dentro de poco—, con dos fórmulas posibles. En la primera se la define «símbolo austero»; en la segunda se invoca directamente sobre ella la bendición y se hace referencia al texto del Libro del Génesis, que puede acompañar también el gesto de la imposición: «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás» (cf. Gn 3, 19).
Detengámonos un momento en este pasaje del Génesis. Con él concluye el juicio pronunciado por Dios después del pecado original: Dios maldice a la serpiente, que hizo caer en el pecado al hombre y a la mujer; luego castiga a la mujer anunciándole los dolores del parto y una relación desequilibrada con su marido; por último, castiga al hombre, le anuncia la fatiga al trabajar y maldice el suelo. «¡Maldito el suelo por tu culpa!» (Gn 3, 17), a causa de tu pecado. Por consiguiente, el hombre y la mujer no son maldecidos directamente, mientras que la serpiente sí lo es; sin embargo, a causa del pecado de Adán, es maldecido el suelo, del que había sido modelado. Releamos el magnífico relato de la creación del hombre a partir de la tierra: «Entonces el Señor Dios modeló al hombre del polvo del suelo e insufló en su nariz aliento de vida; y el hombre se convirtió en ser vivo. Luego el Señor Dios plantó un jardín en Edén, hacia oriente, y colocó en él al hombre que él había modelado» (Gn 2, 7-8). Así dice el Libro del Génesis.
Por lo tanto, el signo de la ceniza nos remite al gran fresco de la creación, en el que se dice que el ser humano es una singular unidad de materia y de aliento divino, a través de la imagen del polvo del suelo modelado por Dios y animado por su aliento insuflado en la nariz de la nueva criatura. Podemos notar cómo en el relato del Génesis el símbolo del polvo sufre una transformación negativa a causa del pecado. Mientras que antes de la caída el suelo es una potencialidad totalmente buena, regada por un manantial de agua (cf. Gn 2, 6) y capaz, por obra de Dios, de hacer brotar «toda clase de árboles hermosos para la vista y buenos para comer» (Gn 2, 9), después de la caída y la consiguiente maldición divina, producirá «cardos y espinas» y sólo a cambio de «dolor» y «sudor del rostro» concederá al hombre sus frutos (cf. Gn 3, 17-18). El polvo de la tierra ya no remite sólo al gesto creador de Dios, totalmente abierto a la vida, sino que se transforma en signo de un inexorable destino de muerte: «Eres polvo y al polvo volverás» (Gn 3, 19).
Es evidente en el texto bíblico que la tierra participa del destino del hombre. A este respecto dice san Juan Crisóstomo en una de sus homilías: «Ve cómo después de su desobediencia todo se le impone a él [el hombre] de un modo contrario a su precedente estilo de vida» (Homilías sobre el Génesis 17, 9: pg 53, 146). Esta maldición del suelo tiene una función medicinal para el hombre, a quien la «resistencia» de la tierra debería ayudarle a mantenerse en sus límites y reconocer su propia naturaleza (cf. ib.). Así, con una bella síntesis, se expresa otro comentario antiguo, que dice: «Adán fue creado puro por Dios para su servicio. Todas las criaturas le fueron concedidas para servirlo. Estaba destinado a ser el amo y el rey de todas las criaturas. Pero cuando el mal llegó a él y conversó con él, él lo recibió por medio de una escucha externa. Luego penetró en su corazón y se apoderó de todo su ser. Cuando fue capturado de este modo, la creación, que lo había asistido y servido, fue capturada con él» (Pseudo-Macario, Homilías 11, 5: pg 34, 547).
Decíamos hace poco, citando a san Juan Crisóstomo, que la maldición del suelo tiene una función «medicinal». Eso significa que la intención de Dios, que siempre es benéfica, es más profunda que la maldición. Esta, en efecto, no se debe a Dios sino al pecado, pero Dios no puede dejar de infligirla, porque respeta la libertad del hombre y sus consecuencias, incluso las negativas. Así pues, dentro del castigo, y también dentro de la maldición del suelo, permanece una intención buena que viene de Dios. Cuando Dios dice al hombre: «Eres polvo y al polvo volverás», junto con el justo castigo también quiere anunciar un camino de salvación, que pasará precisamente a través de la tierra, a través de aquel «polvo», de aquella «carne» que será asumida por el Verbo. En esta perspectiva salvífica, la liturgia del miércoles de Ceniza retoma las palabras del Génesis: como invitación a la penitencia, a la humildad, a tener presente la propia condición mortal, pero no para acabar en la desesperación, sino para acoger, precisamente en esta mortalidad nuestra, la impensable cercanía de Dios, que, más allá de la muerte, abre el paso a la resurrección, al paraíso finalmente reencontrado. En este sentido nos orienta un texto de Orígenes, que dice: «Lo que inicialmente era carne, procedente de la tierra, un hombre de polvo, (cf. 1 Co 15, 47), y fue disuelto por la muerte y de nuevo transformado en polvo y ceniza —de hecho, está escrito: eres polvo y al polvo volverás—, es resucitado de nuevo de la tierra. A continuación, según los méritos del alma que habita el cuerpo, la persona avanza hacia la gloria de un cuerpo espiritual» (Principios 3, 6, 5: sch, 268, 248).
Los «méritos del alma», de los que habla Orígenes, son necesarios; pero son fundamentales los méritos de Cristo, la eficacia de su Misterio pascual. San Pablo nos ha ofrecido una formulación sintética en la Segunda Carta a los Corintios, hoy segunda lectura: «Al que no conocía el pecado, Dios lo hizo pecado en favor nuestro, para que nosotros llegáramos a ser justicia de Dios en él» (2 Co 5, 21). La posibilidad para nosotros del perdón divino depende esencialmente del hecho de que Dios mismo, en la persona de su Hijo, quiso compartir nuestra condición, pero no la corrupción del pecado. Y el Padre lo resucitó con el poder de su Santo Espíritu; y Jesús, el nuevo Adán, se ha convertido, como dice san Pablo, en «espíritu vivificante» (1 Co 15, 45), la primicia de la nueva creación. El mismo Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos puede transformar nuestros corazones de piedra en corazones de carne (cf. Ez 36, 26). Lo acabamos de invocar con el SalmoMiserere: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme. No me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu» (Sal 50, 12-13). El Dios que expulsó a los primeros padres del Edén envió a su propio Hijo a nuestra tierra devastada por el pecado, no lo perdonó, para que nosotros, hijos pródigos, podamos volver, arrepentidos y redimidos por su misericordia, a nuestra verdadera patria. Que así sea para cada uno de nosotros, para todos los creyentes, para cada hombre que humildemente se reconoce necesitado de salvación. Amén.

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