viernes, 3 de febrero de 2012

BENEDICTO XVI: Audiencia (Feb.1), Ángelus (En.29), Discursos (En.27 y 26)

AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA BENEDICTO XVI

Palacio Apostólico Vaticano
Sala Pablo VI
Miércoles 1 de Febrero de 2012


Queridos hermanos y hermanas:
Hoy quiero hablar de la oración de Jesús en Getsemaní, en el Huerto de los Olivos. El escenario de la narración evangélica de esta oración es particularmente significativo. Jesús, después de la última Cena, se dirige al monte de los Olivos, mientras ora juntamente con sus discípulos. Narra el evangelista san Marcos: «Después de cantar el himno, salieron para el monte de los Olivos» (14, 26). Se hace probablemente alusión al canto de algunos Salmos del ’hallél con los cuales se da gracias a Dios por la liberación del pueblo de la esclavitud y se pide su ayuda ante las dificultades y amenazas siempre nuevas del presente. El recorrido hasta Getsemaní está lleno de expresiones de Jesús que hacen sentir inminente su destino de muerte y anuncian la próxima dispersión de los discípulos.
También aquella noche, al llegar a la finca del monte de los Olivos, Jesús se prepara para la oración personal. Pero en esta ocasión sucede algo nuevo: parece que no quiere quedarse solo. Muchas veces Jesús se retiraba a un lugar apartado de la multitud e incluso de los discípulos, permaneciendo «en lugares solitarios» (cf. Mc 1, 35) o subiendo «al monte», dice san Marcos (cf.Mc 6, 46). En Getsemaní, en cambio, invita a Pedro, Santiago y Juan a que estén más cerca. Son los discípulos que había llamado a estar con él en el monte de la Transfiguración (cf. Mc 9, 2-13). Esta cercanía de los tres durante la oración en Getsemaní es significativa. También aquella noche Jesús rezará al Padre «solo», porque su relación con él es totalmente única y singular: es la relación del Hijo Unigénito. Es más, se podría decir que, sobre todo aquella noche, nadie podía acercarse realmente al Hijo, que se presenta al Padre en su identidad absolutamente única, exclusiva. Sin embargo, Jesús, incluso llegando «solo» al lugar donde se detendrá a rezar, quiere que al menos tres discípulos no permanezcan lejos, en una relación más estrecha con él. Se trata de una cercanía espacial, una petición de solidaridad en el momento en que siente acercarse la muerte; pero es sobre todo una cercanía en la oración, para expresar, en cierta manera, la sintonía con él en el momento en que se dispone a cumplir hasta el fondo la voluntad del Padre; y es una invitación a todo discípulo a seguirlo en el camino de la cruz. El evangelista san Marcos narra: «Se llevó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y empezó a sentir espanto y angustia. Les dijo: “Mi alma está triste hasta la muerte. Quedaos aquí y velad”» (14, 33-34).
Jesús, en la palabra que dirige a los tres, una vez más se expresa con el lenguaje de los Salmos: «Mi alma está triste», una expresión del Salmo 43 (cf. Sal 43, 5). La dura determinación «hasta la muerte», luego, hace referencia a una situación vivida por muchos de los enviados de Dios en el Antiguo Testamento y expresada en su oración. De hecho, no pocas veces seguir la misión que se les encomienda significa encontrar hostilidad, rechazo, persecución. Moisés siente de forma dramática la prueba que sufre mientras guía al pueblo en el desierto, y dice a Dios: «Yo solo no puedo cargar con todo este pueblo, pues supera mis fuerzas. Si me vas a tratar así, hazme morir, por favor, si he hallado gracia a tus ojos» (Nm 11, 14-15). Tampoco para el profeta Elías es fácil realizar el servicio a Dios y a su pueblo. En el Primer Libro de los Reyes se narra: «Luego anduvo por el desierto una jornada de camino, hasta que, sentándose bajo una retama, imploró la muerte diciendo: “¡Ya es demasiado, Señor! ¡Toma mi vida, pues no soy mejor que mis padres!”» (19, 4).
Las palabras de Jesús a los tres discípulos a quienes llamó a estar cerca de él durante la oración en Getsemaní revelan en qué medida experimenta miedo y angustia en aquella «Hora», experimenta la última profunda soledad precisamente mientras se está llevando a cabo el designio de Dios. En ese miedo y angustia de Jesús se recapitula todo el horror del hombre ante la propia muerte, la certeza de su inexorabilidad y la percepción del peso del mal que roza nuestra vida.
Después de la invitación dirigida a los tres a permanecer y velar en oración, Jesús «solo» se dirige al Padre. El evangelista san Marcos narra que él «adelantándose un poco, cayó en tierra y rogaba que, si era posible, se alejara de él aquella hora» (14, 35). Jesús cae rostro en tierra: es una posición de la oración que expresa la obediencia a la voluntad del Padre, el abandonarse con plena confianza a él. Es un gesto que se repite al comienzo de la celebración de la Pasión, el Viernes Santo, así como en la profesión monástica y en las ordenaciones diaconal, presbiteral y episcopal, para expresar, en la oración, también corporalmente, el abandono completo a Dios, la confianza en él. Luego Jesús pide al Padre que, si es posible, aparte de él aquella hora. No es sólo el miedo y la angustia del hombre ante la muerte, sino el desconcierto del Hijo de Dios que ve la terrible masa del mal que deberá tomar sobre sí para superarlo, para privarlo de poder.
Queridos amigos, también nosotros, en la oración debemos ser capaces de llevar ante Dios nuestros cansancios, el sufrimiento de ciertas situaciones, de ciertas jornadas, el compromiso cotidiano de seguirlo, de ser cristianos, así como el peso del mal que vemos en nosotros y en nuestro entorno, para que él nos dé esperanza, nos haga sentir su cercanía, nos proporcione un poco de luz en el camino de la vida.
Jesús continúa su oración: «¡Abbá! ¡Padre!: tú lo puedes todo, aparta de mí este cáliz. Pero no sea como yo quiero, sino como tú quieres» (Mc 14, 36). En esta invocación hay tres pasajes reveladores. Al comienzo tenemos la duplicación del término con el que Jesús se dirige a Dios: «¡Abbá! ¡Padre!» (Mc 14, 36a). Sabemos bien que la palabra aramea Abbá es la que utilizaba el niño para dirigirse a su papá, y, por lo tanto, expresa la relación de Jesús con Dios Padre, una relación de ternura, de afecto, de confianza, de abandono. En la parte central de la invocación está el segundo elemento: la consciencia de la omnipotencia del Padre —«tú lo puedes todo»—, que introduce una petición en la que, una vez más, aparece el drama de la voluntad humana de Jesús ante la muerte y el mal: «Aparta de mí este cáliz». Hay una tercera expresión de la oración de Jesús, y es la expresión decisiva, donde la voluntad humana se adhiere plenamente a la voluntad divina. En efecto, Jesús concluye diciendo con fuerza: «Pero no sea como yo quiero, sino como tú quieres» (Mc 14, 36c). En la unidad de la persona divina del Hijo, la voluntad humana encuentra su realización plena en el abandono total del yo en el tú del Padre, al que llama Abbá. San Máximo el Confesor afirma que desde el momento de la creación del hombre y de la mujer, la voluntad humana está orientada a la voluntad divina, y la voluntad humana es plenamente libre y encuentra su realización precisamente en el «sí» a Dios. Por desgracia, a causa del pecado, este «sí» a Dios se ha transformado en oposición: Adán y Eva pensaron que el «no» a Dios sería la cumbre de la libertad, el ser plenamente uno mismo. Jesús, en el monte de los Olivos, reconduce la voluntad humana al «sí» pleno a Dios; en él la voluntad natural está plenamente integrada en la orientación que le da la Persona divina. Jesús vive su existencia según el centro de su Persona: su ser Hijo de Dios. Su voluntad humana es atraída por el yo del Hijo, que se abandona totalmente al Padre. De este modo, Jesús nos dice que el ser humano sólo alcanza su verdadera altura, sólo llega a ser «divino» conformando su propia voluntad a la voluntad divina; sólo saliendo de sí, sólo en el «sí» a Dios, se realiza el deseo de Adán, de todos nosotros, el deseo de ser completamente libres. Es lo que realiza Jesús en Getsemaní: conformando la voluntad humana a la voluntad divina nace el hombre auténtico, y nosotros somos redimidos.
El Compendio del Catecismo de la Iglesia católica enseña sintéticamente: «La oración de Jesús durante su agonía en el huerto de Getsemaní y sus últimas palabras en la cruz revelan la profundidad de su oración filial: Jesús lleva a cumplimiento el designio amoroso del Padre, y toma sobre sí todas las angustias de la humanidad, todas las súplicas e intercesiones de la historia de la salvación; las presenta al Padre, quien las acoge y escucha, más allá de toda esperanza, resucitándolo de entre los muertos» (n. 543). Verdaderamente «en ningún otro lugar de las Escrituras podemos asomarnos tan profundamente al misterio interior de Jesús como en la oración del monte de los Olivos» (Jesús de Nazaret II, 186).
Queridos hermanos y hermanas, cada día en la oración del Padrenuestro pedimos al Señor: «hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo» (Mt 6, 10). Es decir, reconocemos que existe una voluntad de Dios con respecto a nosotros y para nosotros, una voluntad de Dios para nuestra vida, que se ha de convertir cada día más en la referencia de nuestro querer y de nuestro ser; reconocemos, además, que es en el «cielo» donde se hace la voluntad de Dios y que la «tierra» solamente se convierte en «cielo», lugar de la presencia del amor, de la bondad, de la verdad, de la belleza divina, si en ella se cumple la voluntad de Dios. En la oración de Jesús al Padre, en aquella noche terrible y estupenda de Getsemaní, la «tierra» se convirtió en «cielo»; la «tierra» de su voluntad humana, sacudida por el miedo y la angustia, fue asumida por su voluntad divina, de forma que la voluntad de Dios se cumplió en la tierra. Esto es importante también en nuestra oración: debemos aprender a abandonarnos más a la Providencia divina, pedir a Dios la fuerza de salir de nosotros mismos para renovarle nuestro «sí», para repetirle que «se haga tu voluntad», para conformar nuestra voluntad a la suya. Es una oración que debemos hacer cada día, porque no siempre es fácil abandonarse a la voluntad de Dios, repetir el «sí» de Jesús, el «sí» de María. Los relatos evangélicos de Getsemaní muestran dolorosamente que los tres discípulos, elegidos por Jesús para que estuvieran cerca de él, no fueron capaces de velar con él, de compartir su oración, su adhesión al Padre, y fueron vencidos por el sueño. Queridos amigos, pidamos al Señor que seamos capaces de velar con él en la oración, de seguir la voluntad de Dios cada día incluso cuando habla de cruz, de vivir una intimidad cada vez mayor con el Señor, para traer a esta «tierra» un poco del «cielo» de Dios. Gracias.

Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, Chile, Argentina, México y otros países latinoamericanos. Queridos amigos pidamos al Señor para que seamos capaces de vigilar con Él en oración, de cumplir su voluntad cada día aunque comporte sacrificio. Que estemos dispuestos a vivir una intimidad cada vez más grande con Él. Muchas gracias.


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ÁNGELUS DEL PAPA BENEDICTO XVI

Plaza de San Pedro
Domingo 29 de Enero de 2012


Queridos hermanos y hermanas:
El Evangelio de este domingo (Mc 1, 21-28) nos presenta a Jesús que, un sábado, predica en la sinagoga de Cafarnaún, la pequeña ciudad sobre el lago de Galilea donde habitaban Pedro y su hermano Andrés. A su enseñanza, que despierta la admiración de la gente, sigue la liberación de «un hombre que tenía un espíritu inmundo» (v. 23), el cual reconoce en Jesús «al santo de Dios», es decir, al Mesías. En poco tiempo su fama se difunde por toda la región, que él recorre anunciando el reino de Dios y curando a los enfermos de todo tipo: palabra y acción. San Juan Crisóstomo pone de relieve cómo el Señor «alterna el discurso en beneficio de los oyentes, en un proceso que va de los prodigios a las palabras y pasando de nuevo de la enseñanza de su doctrina a los milagros» (Hom. in Matthæum 25, 1: pg 57, 328).
La palabra que Jesús dirige a los hombres abre inmediatamente el acceso a la voluntad del Padre y a la verdad de sí mismos. En cambio, no sucedía lo mismo con los escribas, que debían esforzarse por interpretar las Sagradas Escrituras con innumerables reflexiones. Además, a la eficacia de la palabra Jesús unía la de los signos de liberación del mal. San Atanasio observa que «mandar a los demonios y expulsarlos no es obra humana sino divina»; de hecho, el Señor «alejaba de los hombres todas las enfermedades y dolencias. ¿Quién, viendo su poder... hubiera podido aún dudar de que él era el Hijo, la Sabiduría y el Poder de Dios?» (Oratio de Incarnatione Verbi 18.19: pg 25, 128 bc.129 b). La autoridad divina no es una fuerza de la naturaleza. Es el poder del amor de Dios que crea el universo y, encarnándose en el Hijo unigénito, abajándose a nuestra humanidad, sana al mundo corrompido por el pecado. Romano Guardini escribe: «Toda la vida de Jesús es una traducción del poder en humildad..., es la soberanía que se abaja a la forma de siervo» (Il Potere,Brescia 1999, pp. 141-142).
A menudo, para el hombre la autoridad significa posesión, poder, dominio, éxito. Para Dios, en cambio, la autoridad significa servicio, humildad, amor; significa entrar en la lógica de Jesús que se inclina para lavar los pies de los discípulos (cf. Jn 13, 5), que busca el verdadero bien del hombre, que cura las heridas, que es capaz de un amor tan grande como para dar la vida, porque es Amor. En una de sus cartas santa Catalina de Siena escribe: «Es necesario que veamos y conozcamos, en verdad, con la luz de la fe, que Dios es el Amor supremo y eterno, y no puede desear otra cosa que no sea nuestro bien» (Ep. 13 en: Le Lettere, vol. 3, Bolonia 1999, p. 206).
Queridos amigos, el próximo jueves 2 de febrero, celebraremos la fiesta de la Presentación del Señor en el templo, Jornada mundial de la vida consagrada. Invoquemos con confianza a María santísima, para que guíe nuestro corazón a recurrir siempre a la misericordia divina, que libera y cura nuestra humanidad, colmándola de toda gracia y benevolencia, con el poder del amor.

Después del Ángelus


Hoy, en Viena, es proclamada beata Hildegard Burjan, laica, madre de familia, que vivió entre los siglos XIX y XX, y fundadora de la Sociedad de las Religiosas de la Caritas socialis. Alabemos al Señor por este hermoso testimonio del Evangelio.
Este domingo se celebra la Jornada mundial de los enfermos de lepra. Al saludar a la Asociación italiana Amigos de Raúl Follereau, quiero expresar mi aliento a todas las personas afectadas por esta enfermedad, así como a quienes las asisten y, de diversas maneras, se esfuerzan por eliminar la pobreza y la marginación, verdaderas causas de la persistencia del contagio.
Recuerdo, además, la Jornada internacional de intercesión por la paz en Tierra Santa. En profunda comunión con el patriarca latino de Jerusalén y el custodio de Tierra Santa, invoquemos el don de la paz para esa Tierra bendecida por Dios.


(Español)


Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española presentes en esta oración mariana, en particular a los alumnos del Instituto Diego Sánchez, de Talavera la Real, del Colegio San Atón, de Badajoz, así como a los fieles procedentes de Valencia, Cádiz, Ceuta y Jerez. Con el salmista invito a todos a escuchar la voz de Dios y a no endurecer el corazón. Busquemos tiempo para meditar cuanto el Señor nos propone en la divina Palabra y respondamos a ella con una oración sincera, constante y humilde. De ahí sacaremos fuerzas para afrontar las dificultades de la vida y servir con sencillez a los que nos rodean, sobre todo a quienes pasan por pruebas diversas. Feliz Domingo.
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Un centro de detención alternativo a la cárcel para las menores de edad en Bolivia. Este es el regalo que ofrecen los niños de Acción Católica a sus coetáneos en dificultad. Presentó la iniciativa al Papa —el domingo 29, al término del Ángelus— Noemí, de 12 años. «Gracias, Noemí —le dijo Benedicto XVI—. ¡Lo has hecho muy bien! Y ahora soltamos las palomas que los niños han traído como signo de la paz para la ciudad de Roma y para el mundo entero».


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA PLENARIA
DE LA CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE


Palacio Apostólico Vaticano
Sala Clementina
Viernes 27 de Enero de 2012

Señores Cardenales,
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:

Para mí es siempre motivo de alegría poder encontraros con ocasión de la sesión plenaria y expresaros mi aprecio por el servicio que lleváis a cabo por la Iglesia y especialmente por el Sucesor de Pedro en su ministerio de confirmar a los hermanos en la fe (cf. Lc 22, 32). Agradezco al cardenal William Levada su cordial saludo, en el que ha recordado algunos compromisos importantes resueltos por el dicasterio en estos últimos años. Y estoy particularmente agradecido a la Congregación, que, en colaboración con el Consejo pontificio para la promoción de la nueva evangelización, prepara el Año de la fe, percibiendo en él un momento propicio para volver a proponer a todos el don de la fe en Cristo resucitado, la luminosa enseñanza del concilio Vaticano II y la valiosa síntesis doctrinal brindada por el Catecismo de la Iglesia católica.
Como sabemos, en vastas zonas de la tierra la fe corre peligro de apagarse como una llama que ya no encuentra alimento. Estamos ante una profunda crisis de fe, ante una pérdida del sentido religioso, que constituye el mayor desafío para la Iglesia de hoy. Por lo tanto, la renovación de la fe debe ser la prioridad en el compromiso de toda la Iglesia en nuestros días. Deseo que el Año de la fe contribuya, con la colaboración cordial de todos los miembros del pueblo de Dios, a hacer que Dios esté nuevamente presente en este mundo y a abrir a los hombres el acceso a la fe, a confiar en ese Dios que nos ha amado hasta el extremo (cf. Jn 13, 1), en Jesucristo crucificado y resucitado.
El tema de la unidad de los cristianos está estrechamente vinculado a esta tarea. Por eso, quiero detenerme en algunos aspectos doctrinales relativos al camino ecuménico de la Iglesia, que ha sido objeto de una profunda reflexión en esta plenaria, en coincidencia con la conclusión de la anual Semana de oración por la unidad de los cristianos. En efecto, el impulso de la obra ecuménica debe partir de ese «ecumenismo espiritual», de esa «alma de todo el movimiento ecuménico» (Unitatis redintegratio, 8), que se halla en el espíritu de la oración para que «todos sean uno» (Jn 17, 21).
La coherencia del compromiso ecuménico con la enseñanza del concilio Vaticano II y con toda la Tradición ha sido uno de los ámbitos al que la Congregación, en colaboración con el Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, siempre ha prestado atención. Hoy podemos constatar no pocos frutos buenos producidos por los diálogos ecuménicos, pero debemos reconocer también que el riesgo de un falso irenismo y de un indiferentismo, del todo ajeno al espíritu del concilio Vaticano II, exige nuestra vigilancia. Este indiferentismo está causado por la opinión, cada vez más difundida, de que la verdad no sería accesible al hombre; por lo tanto, sería necesario limitarse a encontrar reglas para una praxis capaz de mejorar el mundo. Y así la fe sería sustituida por un moralismo sin fundamento profundo. El centro del verdadero ecumenismo es, en cambio, la fe en la cual el hombre encuentra la verdad que se revela en la Palabra de Dios. Sin la fe todo el movimiento ecuménico se reduciría a una forma de «contrato social» al cual adherirse por un interés común, una «praxiología» para crear un mundo mejor. La lógica del concilio Vaticano II es completamente distinta: la búsqueda sincera de la unidad plena de todos los cristianos es un dinamismo animado por la Palabra de Dios, por la Verdad divina que nos habla en esta Palabra.
Por ello, el problema crucial, que marca de modo transversal los diálogos ecuménicos, es la cuestión de la estructura de la Revelación —la relación entre la Sagrada Escritura, la Tradición viva en la Santa Iglesia y el Ministerio de los sucesores de los Apóstoles como testimonio de la verdadera fe—. Y aquí está implícita la cuestión de la eclesiología que forma parte de este problema: cómo llega la verdad de Dios a nosotros. Aquí, por lo demás, es fundamental el discernimiento entre la Tradición con mayúscula y las tradiciones. No quiero entrar en detalles; sólo una observación. Un paso importante de ese discernimiento se dio en la preparación y aplicación de las medidas para grupos de fieles procedentes del anglicanismo, que desean entrar en la comunión plena de la Iglesia, en la unidad de la Tradición divina, común y esencial, conservando las propias tradiciones espirituales, litúrgicas y pastorales, que son conformes a la fe católica (cf. Const. Anglicanorum coetibus, art. III). Existe, en efecto, una riqueza espiritual en las diversas confesiones cristianas que es expresión de la única fe y don que hay que compartir y encontrar juntos en la Tradición de la Iglesia.
Hoy, además, una de las cuestiones fundamentales está constituida por la problemática de los métodos adoptados en los diversos diálogos ecuménicos. También esos diálogos deben reflejar la prioridad de la fe. En todo diálogo verdadero el interlocutor tiene derecho a conocer la verdad. Lo exige la caridad hacia el hermano. En este sentido, es necesario afrontar con valentía también las cuestiones controvertidas, siempre con espíritu de fraternidad y de respeto recíproco. Es importante, además, ofrecer una interpretación correcta de ese «orden o “jerarquía” de las verdades en la doctrina católica», puesto de relieve en el decreto Unitatis redintegratio (n. 11), que no significa en modo alguno reducir el depósito de la fe, sino hacer que surja de él la estructura interna, la organicidad de esta única estructura. Asimismo, tienen gran relevancia los documentos de estudio producidos por los diversos diálogos ecuménicos. Esos textos no se pueden ignorar, pues constituyen un fruto importante, si bien provisional, de la reflexión común madurada durante años. No obstante, hay que reconocerlos en su justo significado como contribuciones ofrecidas a la autoridad competente de la Iglesia, que es la única llamada a juzgarlos de modo definitivo. Atribuir a tales textos un peso vinculante o casi conclusivo de las espinosas cuestiones de los diálogos, sin la debida valoración por parte de la autoridad eclesial, en última instancia no ayudaría al camino hacia una unidad plena en la fe.
Una última cuestión que deseo mencionar es la problemática moral, que constituye un nuevo desafío para el camino ecuménico. En los diálogos no podemos ignorar las grandes cuestiones morales acerca de la vida humana, la familia, la sexualidad, la bioética, la libertad, la justicia y la paz. Será importante hablar de estos temas con una sola voz, acudiendo al fundamento en la Escritura y en la tradición viva de la Iglesia. Esta tradición nos ayuda a descifrar el lenguaje del Creador en su creación. Defendiendo los valores fundamentales de la gran tradición de la Iglesia, defendemos al hombre, defendemos la creación.
Como conclusión de estas reflexiones, deseo una colaboración estrecha y fraterna de la Congregación con el competente Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, a fin de promover eficazmente el restablecimiento de la unidad plena entre todos los cristianos. La división entre los cristianos, en efecto, «contradice clara y abiertamente la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y perjudica a la causa santísima de predicar el Evangelio a toda criatura» (Decr. Unitatis redintegratio, 1). Así pues, la unidad no sólo es fruto de la fe, sino también un medio y casi un presupuesto para anunciar de forma cada vez más creíble la fe a aquellos que no conocen aún al Salvador. Jesús oró: «Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21).
Renovando mi gratitud por vuestro servicio, os aseguro mi constante cercanía espiritual y a todos os imparto de corazón la bendición apostólica. Gracias.
                           
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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PROFESORES Y ALUMNOS DE LOS SEMINARIOS PONTIFICIOS
DE CAMPANIA, CALABRIA Y UMBRIA


Palacio Apostólico Vaticano
Sala Clementina
Jueves 26 de Enero de 2012

Señores Cardenales,
venerados hermanos y queridos seminaristas:

Me alegra mucho acogeros con ocasión del centenario de la fundación de los seminarios pontificios de Campania, Calabria y Umbria. Saludo a mis hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, a los tres rectores juntamente con sus colaboradores y profesores, y sobre todo os saludo con afecto a vosotros, queridos seminaristas. El nacimiento de estos tres seminarios regionales, en 1912, se debe comprender en la obra más amplia de incremento de la formación de los candidatos al sacerdocio llevada a cabo por el Papa san Pío X, en continuidad con León XIII. Para afrontar las crecientes exigencias formativas, se emprendió el camino de unificar los seminarios diocesanos en nuevos seminarios regionales, juntamente con la reforma de los estudios teológicos, que produjo un sensible aumento del nivel cualitativo, gracias a la adquisición de una cultura de base común a todos y a un período de estudio suficientemente largo y bien estructurado. A este respecto, la Compañía de Jesús desempeñó un papel importante. En efecto, a los jesuitas se les encomendó la dirección de cinco seminarios regionales, entre los cuales el de Catanzaro, desde 1926 hasta 1941, y el de Posillipo, desde la fundación hasta hoy. Pero no sólo se benefició la formación académica, ya que la promoción de la vida común entre jóvenes seminaristas provenientes de realidades diocesanas diferentes favoreció un notable enriquecimiento humano. Es singular el caso del seminario campano de Posillipo, que desde 1935 se abrió a todas las regiones del sur, después de que se le reconoció la posibilidad de otorgar los grados académicos.
En el actual contexto histórico y eclesial la experiencia de los seminarios regionales sigue siendo muy oportuna y valiosa. Gracias a la conexión con facultades e institutos teológicos, permite tener acceso a itinerarios de estudio de nivel elevado, favoreciendo una preparación adecuada al complejo escenario cultural y social en el que vivimos. Además, el carácter interdiocesano se revela como un eficaz «gimnasio» de comunión, que se desarrolla en el encuentro con sensibilidades diversas que hay que armonizar en el único servicio a la Iglesia de Cristo. En este sentido, los seminarios regionales dan una contribución incisiva y concreta al camino de comunión de las diócesis, favoreciendo el conocimiento, la capacidad de colaboración y el enriquecimiento de experiencias eclesiales entre los futuros presbíteros, entre los formadores y entre los mismos pastores de las Iglesias particulares. Asimismo, la dimensión regional es una valiosa mediación entre las líneas de la Iglesia universal y las exigencias de las realidades locales, evitando el riesgo del particularismo. Vuestras regiones, queridos amigos, son ricas en grandes patrimonios espirituales y culturales, a la vez que viven muchas dificultades sociales. Pensemos, por ejemplo, en Umbria, patria de san Francisco y de san Benito. Impregnada de espiritualidad, Umbria es meta de continuas peregrinaciones. Al mismo tiempo, esta pequeña región sufre como otras, e incluso más, la desfavorable coyuntura económica. En Campania y en Calabria la vitalidad de la Iglesia local, alimentada por un sentido religioso aún vivo gracias a sólidas tradiciones y devociones, debe traducirse en una renovada evangelización. En aquellas tierras, el testimonio de las comunidades eclesiales debe afrontar fuertes emergencias sociales y culturales, como la falta de trabajo, sobre todo para los jóvenes, o el fenómeno de la criminalidad organizada.
El contexto cultural de hoy exige una sólida preparación filosófico-teológica de los futuros presbíteros. Como escribí en mi Carta a los seminaristas, al final del Año sacerdotal, «no se trata solamente de aprender las cosas meramente prácticas, sino de conocer y comprender la estructura interna de la fe en su totalidad, que no es un sumario de tesis, sino un organismo, una visión orgánica de manera que se convierta en una respuesta a las preguntas de los hombres que, aunque cambian exteriormente en cada generación, en el fondo son los mismos» (cf. n. 5). Además, el estudio de la teología debe tener siempre un vínculo intenso con la vida de oración. Es importante que el seminarista comprenda bien que, mientras se aplica a este objeto, hay en realidad un «Sujeto» que lo interpela, el Señor que le ha hecho oír su voz, invitándolo a dedicar su vida al servicio de Dios y de los hermanos. Así podrá realizarse en el seminarista hoy, y en el presbítero mañana, la unidad de vida recomendada por el documento conciliar Presbyterorum ordinis (cf. n. 14), la cual tiene su expresión visible en la caridad pastoral, «el principio interior, la virtud que anima y guía la vida espiritual del presbítero en cuanto configurado con Cristo» (Juan Pablo II,Pastores dabo vobis, 23). De hecho, es indispensable la integración armoniosa entre el ministerio, con sus múltiples actividades, y la vida espiritual del presbítero. «Para el sacerdote, que deberá acompañar a otros en el camino de la vida y hasta el momento de la muerte, es importante que haya conseguido un equilibrio justo entre corazón y mente, razón y sentimiento, cuerpo y alma, y que sea humanamente “íntegro”» (Carta a los seminaristas, 6). Estas son las razones que impulsan a prestar mucha atención a la dimensión humana de la formación de los candidatos al sacerdocio. De hecho, en nuestra humanidad nos presentamos ante Dios, para ser ante nuestros hermanos auténticos hombres de Dios. En realidad, quien quiera llegar a ser sacerdote debe ser ante todo un «hombre de Dios», como escribe san Pablo a su discípulo Timoteo (cf. 1 Tm 6, 11). Por tanto, lo más importante en el camino al sacerdocio y durante toda la vida sacerdotal es la relación personal con Dios en Jesucristo (cf. Carta a los seminaristas, 1).
El beato Papa Juan XXIII, al recibir a los superiores y a los alumnos del seminario campano con ocasión del 50º aniversario de su fundación, en vísperas del concilio Vaticano II, expresó esta firme convicción así: «A esto tiende vuestra formación, a la espera de la misión que se os confiará para la gloria de Dios y para la salvación de las almas: formar la mente, santificar la voluntad. El mundo espera santos, sobre todo esto. Antes aún que sacerdotes cultos, elocuentes, actualizados, se requieren sacerdotes santos y santificadores». Estas palabras siguen siendo actuales, porque en toda la Iglesia, al igual que en vuestras regiones particulares de proveniencia, hoy es más fuerte que nunca la necesidad de obreros del Evangelio, testigos creíbles y promotores de santidad con su vida misma. Que cada uno de vosotros responda a esta llamada. Para ello os aseguro mi oración, mientras os encomiendo a la guía materna de la santísima Virgen María, y de corazón os imparto una especial bendición apostólica. Gracias.

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