viernes, 10 de febrero de 2012

BENEDICTO XVI: Ángelus (Feb.5), Audiencia (Feb.8) y Homilía (Feb.2)

ÁNGELUS DEL PAPA BENEDICTO XVI

Plaza de San Pedro
Domingo 5 de Febrero de 2012


Queridos hermanos y hermanas:
El Evangelio de este domingo nos presenta a Jesús que cura a los enfermos: primero a la suegra de Simón Pedro, que estaba en cama con fiebre, y él, tomándola de la mano, la sanó y la levantó; y luego a todos los enfermos en Cafarnaún, probados en el cuerpo, en la mente y en el espíritu; y «curó a muchos... y expulsó muchos demonios» (Mc 1, 34). Los cuatro evangelistas coinciden en testimoniar que la liberación de enfermedades y padecimientos de cualquier tipo constituía, junto con la predicación, la principal actividad de Jesús en su vida pública. De hecho, las enfermedades son un signo de la acción del Mal en el mundo y en el hombre, mientras que las curaciones demuestran que el reino de Dios, Dios mismo, está cerca. Jesucristo vino para vencer el mal desde la raíz, y las curaciones son un anticipo de su victoria, obtenida con su muerte y resurrección.
Un día Jesús dijo: «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos» (Mc 2, 17). En aquella ocasión se refería a los pecadores, que él había venido a llamar y a salvar, pero sigue siendo cierto que la enfermedad es una condición típicamente humana, en la que experimentamos fuertemente que no somos autosuficientes, sino que necesitamos de los demás. En este sentido podríamos decir, de modo paradójico, que la enfermedad puede ser un momento saludable, en el que se puede experimentar la atención de los demás y prestar atención a los demás. Sin embargo, la enfermedad es siempre una prueba, que puede llegar a ser larga y difícil. Cuando la curación no llega y el sufrimiento se prolonga, podemos quedar como abrumados, aislados, y entonces nuestra vida se deprime y se deshumaniza. ¿Cómo debemos reaccionar ante este ataque del Mal? Ciertamente con el tratamiento apropiado —la medicina en las últimas décadas ha dado grandes pasos, y por ello estamos agradecidos—, pero la Palabra de Dios nos enseña que hay una actitud determinante y de fondo para hacer frente a la enfermedad, y es la fe en Dios, en su bondad. Lo repite siempre Jesús a las personas a quienes sana: Tu fe te ha salvado (cf. Mc 5, 34.36). Incluso frente a la muerte, la fe puede hacer posible lo que humanamente es imposible. ¿Pero fe en qué? En el amor de Dios. He aquí la respuesta verdadera que derrota radicalmente al Mal. Así como Jesús se enfrentó al Maligno con la fuerza del amor que le venía del Padre, así también nosotros podemos afrontar y vencer la prueba de la enfermedad, teniendo nuestro corazón inmerso en el amor de Dios. Todos conocemos personas que han soportado sufrimientos terribles, porque Dios les daba una profunda serenidad. Pienso en el reciente ejemplo de la beata Chiara Badano, segada en la flor de la juventud por un mal sin remedio: cuantos iban a visitarla recibían de ella luz y confianza. Pero en la enfermedad todos necesitamos calor humano: para consolar a una persona enferma, más que las palabras, cuenta la cercanía serena y sincera.
Queridos amigos, el próximo sábado, 11 de febrero, memoria de Nuestra Señora de Lourdes, se celebra la Jornada mundial del enfermo. Hagamos también como la gente en tiempos de Jesús: presentémosle espiritualmente a todos los enfermos, confiando en que él quiere y puede curarlos. E invoquemos la intercesión de Nuestra Señora, en especial por las situaciones de mayor sufrimiento y abandono. María, Salud de los enfermos, ruega por nosotros.

Después del Ángelus


Hoy en Italia se celebra la Jornada por la vida, iniciada para defender la vida naciente y luego extendida a todas las fases y condiciones de la existencia humana. Este año el mensaje de los obispos propone el tema: «Jóvenes abiertos a la vida». Me uno a los pastores de la Iglesia que está en Italia al afirmar que la verdadera juventud se realiza en la acogida, en el amor y en el servicio a la vida. Me alegra el encuentro organizado ayer en Roma por las Escuelas de obstetricia y ginecología de las Universidades romanas para reflexionar sobre «La promoción y tutela de la vida humana naciente», y saludo de corazón a monseñor Lorenzo Leuzzi, a los profesores y a los jóvenes presentes hoy en la plaza de San Pedro.


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AUDIENCIA GENERAL DE S.S. BENEDICTO XVI

Palacio Apostólico Vaticano
Sala Pablo VI
Miércoles 8 de Febrero de 2012


Queridos hermanos y hermanas:
Hoy quiero reflexionar con vosotros sobre la oración de Jesús en la inminencia de la muerte, deteniéndome en lo que refieren san Marcos y san Mateo. Los dos evangelistas nos presentan la oración de Jesús moribundo no sólo en lengua griega, en la que está escrito su relato, sino también, por la importancia de aquellas palabras, en una mezcla de hebreo y arameo. De este modo, transmitieron no sólo el contenido, sino hasta el sonido que esa oración tuvo en los labios de Jesús: escuchamos realmente las palabras de Jesús como eran. Al mismo tiempo, nos describieron la actitud de los presentes en el momento de la crucifixión, que no comprendieron —o no quisieron comprender— esta oración.
Como hemos escuchado, escribe san Marcos: «Llegado el mediodía toda la región quedó en tinieblas hasta las tres de la tarde. Y a las tres, Jesús clamó con voz potente: “Eloí, Eloí, lemá sabactaní?”, que significa: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”» (15, 33-34). En la estructura del relato, la oración, el grito de Jesús se eleva en el culmen de las tres horas de tinieblas que, desde el mediodía hasta las tres de la tarde, cubrieron toda la tierra. Estas tres horas de oscuridad son, a su vez, la continuación de un lapso de tiempo anterior, también de tres horas, que comenzó con la crucifixión de Jesús. El evangelista san Marcos, en efecto, nos informa que: «Eran las nueve de la mañana cuando lo crucificaron» (cf. 15, 25). Del conjunto de las indicaciones horarias del relato, las seis horas de Jesús en la cruz están articuladas en dos partes cronológicamente equivalentes.
En las tres primeras horas, desde las nueve hasta el mediodía, tienen lugar las burlas por parte de diversos grupos de personas, que muestran su escepticismo, afirman que no creen. Escribe san Marcos: «Los que pasaban lo injuriaban» (15, 29); «de igual modo, también los sumos sacerdotes, con los escribas, entre ellos se burlaban de él» (15, 31); «también los otros crucificados lo insultaban» (15, 32). En las tres horas siguientes, desde mediodía «hasta las tres de la tarde», el evangelista habla sólo de las tinieblas que cubrían toda la tierra; la oscuridad ocupa ella sola toda la escena, sin ninguna referencia a movimientos de personajes o a palabras. Cuando Jesús se acerca cada vez más a la muerte, sólo está la oscuridad que cubre «toda la tierra». Incluso el cosmos toma parte en este acontecimiento: la oscuridad envuelve a personas y cosas, pero también en este momento de tinieblas Dios está presente, no abandona. En la tradición bíblica, la oscuridad tiene un significado ambivalente: es signo de la presencia y de la acción del mal, pero también de una misteriosa presencia y acción de Dios, que es capaz de vencer toda tiniebla. En el Libro del Éxodo, por ejemplo, leemos: «El Señor le dijo a Moisés: “Voy a acercarme a ti en una nube espesa”» (19, 9); y también: «El pueblo se quedó a distancia y Moisés se acercó hasta la nube donde estaba Dios» (20, 21). En los discursos del Deuteronomio, Moisés relata: «La montaña ardía en llamas que se elevaban hasta el cielo entre nieblas y densas nubes» (4, 11); vosotros «oísteis la voz que salía de la tiniebla, mientras ardía la montaña» (5, 23). En la escena de la crucifixión de Jesús, las tinieblas envuelven la tierra y son tinieblas de muerte en las que el Hijo de Dios se sumerge para traer la vida con su acto de amor.
Volviendo a la narración de san Marcos, Jesús, ante los insultos de las diversas categorías de personas, ante la oscuridad que lo cubre todo, en el momento en que se encuentra ante la muerte, con el grito de su oración muestra que, junto al peso del sufrimiento y de la muerte donde parece haber abandono, la ausencia de Dios, él tiene la plena certeza de la cercanía del Padre, que aprueba este acto de amor supremo, de donación total de sí mismo, aunque no se escuche, como en otros momentos, la voz de lo alto. Al leer los Evangelios, nos damos cuenta de que Jesús, en otros pasajes importantes de su existencia terrena, había visto cómo a los signos de la presencia del Padre y de la aprobación a su camino de amor se unía también la voz clarificadora de Dios. Así, en el episodio que sigue al bautismo en el Jordán, al abrirse los cielos, se escuchó la palabra del Padre: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco» (Mc 1, 11). Después, en la Transfiguración, el signo de la nube estuvo acompañado por la palabra: «Este es mi Hijo amado; escuchadlo» (Mc 9, 7). En cambio, al acercarse la muerte del Crucificado, desciende el silencio; no se escucha ninguna voz, aunque la mirada de amor del Padre permanece fija en la donación de amor del Hijo.
Pero, ¿qué significado tiene la oración de Jesús, aquel grito que eleva al Padre: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado», la duda de su misión, de la presencia del Padre? En esta oración, ¿no se refleja, quizá, la consciencia precisamente de haber sido abandonado? Las palabras que Jesús dirige al Padre son el inicio del Salmo 22, donde el salmista manifiesta a Dios la tensión entre sentirse dejado solo y la consciencia cierta de la presencia de Dios en medio de su pueblo. El salmista reza: «Dios mío, de día te grito, y no respondes; de noche, y no me haces caso. Porque tú eres el Santo y habitas entre las alabanzas de Israel» (vv. 3-4). El salmista habla de «grito» para expresar ante Dios, aparentemente ausente, todo el sufrimiento de su oración: en el momento de angustia la oración se convierte en un grito.
Y esto sucede también en nuestra relación con el Señor: ante las situaciones más difíciles y dolorosas, cuando parece que Dios no escucha, no debemos temer confiarle a él el peso que llevamos en nuestro corazón, no debemos tener miedo de gritarle nuestro sufrimiento; debemos estar convencidos de que Dios está cerca, aunque en apariencia calle.
Al repetir desde la cruz precisamente las palabras iniciales del Salmo, —«Elí, Elí, lemá sabactaní?»— «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46), gritando las palabras del Salmo, Jesús reza en el momento del último rechazo de los hombres, en el momento del abandono; reza, sin embargo, con el Salmo, consciente de la presencia de Dios Padre también en esta hora en la que siente el drama humano de la muerte. Pero en nosotros surge una pregunta: ¿Cómo es posible que un Dios tan poderoso no intervenga para evitar esta prueba terrible a su Hijo? Es importante comprender que la oración de Jesús no es el grito de quien va al encuentro de la muerte con desesperación, y tampoco es el grito de quien es consciente de haber sido abandonado. Jesús, en aquel momento, hace suyo todo el Salmo 22, el Salmo del pueblo de Israel que sufre, y de este modo toma sobre sí no sólo la pena de su pueblo, sino también la pena de todos los hombres que sufren a causa de la opresión del mal; y, al mismo tiempo, lleva todo esto al corazón de Dios mismo con la certeza de que su grito será escuchado en la Resurrección: «El grito en el extremo tormento es al mismo tiempo certeza de la respuesta divina, certeza de la salvación, no solamente para Jesús mismo, sino para “muchos”» (Jesús de Nazaret II, p. 251). En esta oración de Jesús se encierran la extrema confianza y el abandono en las manos de Dios, incluso cuando parece ausente, cuando parece que permanece en silencio, siguiendo un designio que para nosotros es incomprensible. En el Catecismo de la Iglesia católica leemos: «En el amor redentor que le unía siempre al Padre, Jesús nos asumió desde el alejamiento con relación a Dios por nuestro pecado hasta el punto de poder decir en nuestro nombre en la cruz: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?"» (n. 603). Su sufrimiento es un sufrimiento en comunión con nosotros y por nosotros, que deriva del amor y ya lleva en sí mismo la redención, la victoria del amor.
Las personas presentes al pie de cruz de Jesús no logran entender y piensan que su grito es una súplica dirigida a Elías. En una escena agitada, buscan apagarle la sed para prolongarle la vida y verificar si realmente Elías venía en su ayuda, pero un fuerte grito puso fin a la vida terrena de Jesús y al deseo de los que estaban al pie de la cruz. En el momento extremo, Jesús deja que su corazón exprese el dolor, pero deja emerger, al mismo tiempo, el sentido de la presencia del Padre y el consenso a su designio de salvación de la humanidad. También nosotros nos encontramos siempre y nuevamente ante el «hoy» del sufrimiento, del silencio de Dios —lo expresamos muchas veces en nuestra oración—, pero nos encontramos también ante el «hoy» de la Resurrección, de la respuesta de Dios que tomó sobre sí nuestros sufrimientos, para cargarlos juntamente con nosotros y darnos la firme esperanza de que serán vencidos (cf. Carta enc. Spe salvi, 35-40).
Queridos amigos, en la oración llevamos a Dios nuestras cruces de cada día, con la certeza de que él está presente y nos escucha. El grito de Jesús nos recuerda que en la oración debemos superar las barreras de nuestro «yo» y de nuestros problemas y abrirnos a las necesidades y a los sufrimientos de los demás. La oración de Jesús moribundo en la cruz nos enseña a rezar con amor por tantos hermanos y hermanas que sienten el peso de la vida cotidiana, que viven momentos difíciles, que atraviesan situaciones de dolor, que no cuentan con una palabra de consuelo. Llevemos todo esto al corazón de Dios, para que también ellos puedan sentir el amor de Dios que no nos abandona nunca. Gracias.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los sacerdotes del Colegio Sacerdotal Argentino en Roma, a los participantes en el curso promovido por el Centro Internacional de Animación Misionera, a los grupos venidos de España, México, Nicaragua y otros países latinoamericanos. Que la oración de Jesús sobre la cruz nos enseñe a dirigirnos a Dios con la certeza de que él está siempre presente y nos escucha, y a rezar de modo especial por aquellos hermanos nuestros que sufren o pasan necesidad, para que también ellos sientan el amor de Dios que nunca los abandona. Muchas gracias.
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LLAMAMIENTO

En las últimas semanas una ola de frío y hielo se ha abatido sobre algunas regiones de Europa provocando grandes dificultades e ingentes daños. Deseo manifestar mi cercanía a las poblaciones azotadas por tan intenso mal tiempo, mientras invito a la oración por las víctimas y sus familiares. Al mismo tiempo, exhorto a la solidaridad para que se preste ayuda con generosidad a las personas afectadas por esos trágicos acontecimientos.


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HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Jueves 2 Febrero de 2012


Queridos hermanos y hermanas:
La fiesta de la Presentación del Señor, cuarenta días después del nacimiento de Jesús, nos muestra a María y José que, obedeciendo a la ley de Moisés, acuden al templo de Jerusalén para ofrecer al Niño, en cuanto primogénito, al Señor y rescatarlo mediante un sacrificio (cf. Lc 2, 22-24). Es uno de los casos en que el tiempo litúrgico refleja el tiempo histórico, porque hoy se cumplen precisamente cuarenta días desde la solemnidad del Nacimiento del Señor; el tema de Cristo Luz, que caracterizó el ciclo de las fiestas navideñas y culminó en la solemnidad de la Epifanía, se retoma y prolonga en la fiesta de hoy.
El gesto ritual que realizan los padres de Jesús, con el estilo de humilde ocultamiento que caracteriza la encarnación del Hijo de Dios, encuentra una acogida singular por parte del anciano Simeón y de la profetisa Ana. Por inspiración divina, ambos reconocen en aquel Niño al Mesías anunciado por los profetas. En el encuentro entre el anciano Simeón y María, joven madre, el Antiguo y el Nuevo Testamento se unen de modo admirable en acción de gracias por el don de la Luz, que ha brillado en las tinieblas y les ha impedido que dominen: Cristo Señor, luz para alumbrar a las naciones y gloria de su pueblo Israel (cf. Lc 2, 32).
El día en que la Iglesia conmemora la presentación de Jesús en el templo, se celebra la Jornada de la vida consagrada. De hecho, el episodio evangélico al que nos referimos constituye un significativo icono de la entrega de su propia vida que realizan cuantos han sido llamados a representar en la Iglesia y en el mundo, mediante los consejos evangélicos, los rasgos característicos de Jesús, virgen, pobre y obediente, el Consagrado del Padre. En la fiesta de hoy, por lo tanto, celebramos el misterio de la consagración: consagración de Cristo, consagración de María, consagración de todos los que siguen a Jesús por amor al reino de Dios.
Según la intuición del beato Juan Pablo II, que la celebró por primera vez en 1997, la Jornada dedicada a la vida consagrada tiene varias finalidades particulares. Ante todo, quiere responder a la exigencia de alabar y dar gracias al Señor por el don de este estado de vida, que pertenece a la santidad de la Iglesia. Por cada persona consagrada se eleva hoy la oración de toda la comunidad, que da gracias a Dios Padre, dador de todo bien, por el don de esta vocación, y con fe lo invoca de nuevo. Además, en esta ocasión se quiere valorar cada vez más el testimonio de quienes han elegido seguir a Cristo mediante la práctica de los consejos evangélicos promoviendo el conocimiento y la estima de la vida consagrada en el seno del pueblo de Dios. Por último, la Jornada de la vida consagrada quiere ser, sobre todo para vosotros, queridos hermanos y hermanas que habéis abrazado esta condición en la Iglesia, una valiosa ocasión para renovar vuestros propósitos y reavivar los sentimientos que han inspirado e inspiran la entrega de vosotros mismos al Señor. Esto es lo que queremos hacer hoy; este es el compromiso que estáis llamados a realizar cada día de vuestra vida.
Con ocasión del quincuagésimo aniversario de la apertura del concilio ecuménico Vaticano II, convoqué —como bien sabéis— el Año de la fe, que se abrirá el próximo mes de octubre. Todos los fieles, pero de modo especial los miembros de los institutos de vida consagrada, han acogido como un don esta iniciativa, y espero que vivan el Año de la fe como tiempo favorable para la renovación interior, cuya necesidad se percibe siempre, profundizando en los valores esenciales y en las exigencias de su propia consagración. En el Año de la fe vosotros, que habéis acogido la llamada a seguir a Cristo más de cerca mediante la profesión de los consejos evangélicos, estáis invitados a profundizar cada vez más vuestra relación con Dios. Los consejos evangélicos, aceptados como auténtica regla de vida, refuerzan la fe, la esperanza y la caridad, que unen a Dios. Esta profunda cercanía al Señor, que debe ser el elemento prioritario y característico de vuestra existencia, os llevará a una renovada adhesión a él y tendrá un influjo positivo en vuestra particular presencia y forma de apostolado en el seno del pueblo de Dios, mediante la aportación de vuestros carismas, con fidelidad al Magisterio, a fin de ser testigos de la fe y de la gracia, testigos creíbles para la Iglesia y para el mundo de hoy.
La Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, con los medios que considere oportunos, sugerirá directrices y se esforzará por favorecer que este Año de la fe constituya para todos vosotros un año de renovación y de fidelidad, a fin de que todos los consagrados y las consagradas se comprometan con entusiasmo en la nueva evangelización. A la vez que dirijo mi cordial saludo al prefecto del dicasterio, monseñor João Braz de Aviz —a quien he incluido entre los que voy a crear cardenales en el próximo consistorio—, aprovecho de buen grado esta alegre circunstancia para darle gracias a él y a sus colaboradores por el valioso servicio que prestan a la Santa Sede y a toda la Iglesia.
Queridos hermanos y hermanas, asimismo os expreso mi agradecimiento a cada uno por haber querido participar en esta liturgia que, también gracias a vuestra presencia, se distingue por un clima especial de devoción y recogimiento. Deseo todo bien para el camino de vuestras familias religiosas, así como para vuestra formación y vuestro apostolado. Que la Virgen María, discípula, servidora y madre del Señor, obtenga del Señor Jesús que «cuantos han recibido el don de seguirlo en la vida consagrada sepan testimoniarlo con una existencia transfigurada, caminando gozosamente, junto con todos los otros hermanos y hermanas, hacia la patria celestial y la luz que no tiene ocaso» (Juan Pablo II, Exhort. ap. postsin. Vita consecrata, 112). Amén.

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