martes, 27 de noviembre de 2012

BENEDICTO XVI: Ángelus (Nov. 18), Audiencias Generales (Nov. 21 y 14), Discursos (Nov. 17 y 15) y Mensaje (Nov. 14)

ÁNGELUS DEL PAPA BENEDICTO XVI

Plaza de San Pedro
Domingo 18 de Noviembre de 2012


Queridos hermanos y hermanas:

En este penúltimo domingo del año litúrgico, se proclama, en la redacción de San Marcos, una parte del discurso de Jesús sobre los últimos tiempos (cf. Mc 13, 24-32). Este discurso se encuentra, con algunas variaciones, también en Mateo y Lucas, y es probablemente el texto más difícil del Evangelio. Tal dificultad deriva tanto del contenido como del lenguaje: se habla de un porvenir que supera nuestras categorías, y por esto Jesús utiliza imágenes y palabras tomadas del Antiguo Testamento, pero sobre todo introduce un nuevo centro, que es Él mismo, el misterio de su persona y de su muerte y resurrección. También el pasaje de hoy se abre con algunas imágenes cósmicas de género apocalíptico: «El sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán» (v. 24-25); pero este elemento se relativiza por cuanto le sigue: «Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y gloria» (v. 26). El «Hijo del hombre» es Jesús mismo, que une el presente y el futuro; las antiguas palabras de los profetas por fin han hallado un centro en la persona del Mesías nazareno: es Él el verdadero acontecimiento que, en medio de los trastornos del mundo, permanece como el punto firme y estable.
Ello se confirma con otra expresión del Evangelio del día. Jesús afirma: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (v. 31). En efecto, sabemos que en la Biblia la Palabra de Dios está en el origen de la creación: todas las criaturas, empezando por los elementos cósmicos —sol, luna, firmamento—, obedecen a la Palabra de Dios, existen en cuanto que son «llamados» por ella. Esta potencia creadora de la Palabra divina se ha concentrado en Jesucristo, Verbo hecho carne, y pasa también a través de sus palabras humanas, que son el verdadero «firmamento» que orienta el pensamiento y el camino del hombre en la tierra. Por esto Jesús no describe el fin del mundo, y cuando utiliza imágenes apocalípticas, no se comporta como un «vidente». Al contrario, Él quiere apartar a sus discípulos —de toda época— de la curiosidad por las fechas, las previsiones, y desea en cambio darles una clave de lectura profunda, esencial, y sobre todo indicar el sendero justo sobre el cual caminar, hoy y mañana, para entrar en la vida eterna. Todo pasa —nos recuerda el Señor—, pero la Palabra de Dios no muta, y ante ella cada uno de nosotros es responsable del propio comportamiento. De acuerdo con esto seremos juzgados.
Queridos amigos: tampoco en nuestros tiempos faltan calamidades naturales, y lamentablemente ni siquiera guerras y violencias. Hoy necesitamos también un fundamento estable para nuestra vida y nuestra esperanza, tanto más a causa del relativismo en el que estamos inmersos. Que la Virgen María nos ayude a acoger este centro en la Persona de Cristo y en su Palabra.

Después del Ángelus
Ayer, en Pergamino, Argentina, fue proclamada beata María Crescencia Pérez, de la Congregación de las Hijas de María Santísima del Huerto. Vivió en la primera mitad del siglo pasado y fue modelo de dulzura evangélica animada por la fe. Alabemos al Señor por su testimonio.

(En español)
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. En el Evangelio de hoy, Jesús advierte a sus discípulos, y a todos, que en la vida habrá que afrontar embaucadores, sufrir persecuciones y calamidades. Hoy se sabe esto muy bien. Pero con la esperanza perseverante en la victoria de la Cruz, el corazón humano encontrará siempre un suelo firme, la auténtica paz, en la presencia constante del Señor, verdadero fin de todas las cosas, y cuya ayuda nunca nos abandona. Confiemos a nuestra Madre del cielo nuestros desvelos, y que nos ayude también la intercesión de la Beata María Crescencia Pérez, que ayer ha sido elevada al honor de los altares en Argentina. Muchas gracias y feliz domingo.


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AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA BENEDICTO XVI

Palacio Apostólico Vaticano
Sala Pablo VI
Miércoles 21 de Noviembre de 2012


El Año de la fe. La razonabilidad de la fe en Dios

Queridos hermanos y hermanas:

Avanzamos en este Año de la fe llevando en nuestro corazón la esperanza de redescubrir cuánta alegría hay en creer y de volver a encontrar el entusiasmo de comunicar a todos las verdades de la fe. Estas verdades no son un simple mensaje sobre Dios, una información particular sobre Él. Expresan el acontecimiento del encuentro de Dios con los hombres, encuentro salvífico y liberador que realiza las aspiraciones más profundas del hombre, sus anhelos de paz, de fraternidad, de amor. La fe lleva a descubrir que el encuentro con Dios valora, perfecciona y eleva cuanto hay de verdadero, de bueno y de bello en el hombre. Es así que, mientras Dios se revela y se deja conocer, el hombre llega a saber quién es Dios, y conociéndole se descubre a sí mismo, su proprio origen, su destino, la grandeza y la dignidad de la vida humana.
La fe permite un saber auténtico sobre Dios que involucra toda la persona humana: es un «saber», esto es, un conocer que da sabor a la vida, un gusto nuevo de existir, un modo alegre de estar en el mundo. La fe se expresa en el don de sí por los demás, en la fraternidad que hace solidarios, capaces de amar, venciendo la soledad que entristece. Este conocimiento de Dios a través de la fe no es por ello sólo intelectual, sino vital. Es el conocimiento de Dios-Amor, gracias a su mismo amor. El amor de Dios además hace ver, abre los ojos, permite conocer toda la realidad, mas allá de las estrechas perspectivas del individualismo y del subjetivismo que desorientan las conciencias. El conocimiento de Dios es por ello experiencia de fe e implica, al mismo tiempo, un camino intelectual y moral: alcanzados en lo profundo por la presencia del Espíritu de Jesús en nosotros, superamos los horizontes de nuestros egoísmos y nos abrimos a los verdaderos valores de la existencia.
En la catequesis de hoy quisiera detenerme en la razonabilidad de la fe en Dios. La tradición católica, desde el inicio, ha rechazado el llamado fideísmo, que es la voluntad de creer contra la razón. Credo quia absurdum (creo porque es absurdo) no es fórmula que interprete la fe católica. Dios, en efecto, no es absurdo, sino que es misterio. El misterio, a su vez, no es irracional, sino sobreabundancia de sentido, de significado, de verdad. Si, contemplando el misterio, la razón ve oscuridad, no es porque en el misterio no haya luz, sino más bien porque hay demasiada. Es como cuando los ojos del hombre se dirigen directamente al sol para mirarlo: sólo ven tinieblas; pero ¿quién diría que el sol no es luminoso, es más, la fuente de la luz? La fe permite contemplar el «sol», a Dios, porque es acogida de su revelación en la historia y, por decirlo así, recibe verdaderamente toda la luminosidad del misterio de Dios, reconociendo el gran milagro: Dios se ha acercado al hombre, se ha ofrecido a su conocimiento, condescendiendo con el límite creatural de su razón (cf. Conc. Ec. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, 13). Al mismo tiempo, Dios, con su gracia, ilumina la razón, le abre horizontes nuevos, inconmensurables e infinitos. Por esto la fe constituye un estímulo a buscar siempre, a nunca detenerse y a no aquietarse jamás en el descubrimiento inexhausto de la verdad y de la realidad. Es falso el prejuicio de ciertos pensadores modernos según los cuales la razón humana estaría como bloqueada por los dogmas de la fe. Es verdad exactamente lo contrario, como han demostrado los grandes maestros de la tradición católica. San Agustín, antes de su conversión, busca con gran inquietud la verdad a través de todas las filosofías disponibles, hallándolas todas insatisfactorias. Su fatigosa búsqueda racional es para él una pedagogía significativa para el encuentro con la Verdad de Cristo. Cuando dice: «comprende para creer y cree para comprender» (Discurso 43, 9: PL 38, 258), es como si relatara su propia experiencia de vida. Intelecto y fe, ante la divina Revelación, no son extraños o antagonistas, sino que ambos son condición para comprender su sentido, para recibir su mensaje auténtico, acercándose al umbral del misterio. San Agustín, junto a muchos otros autores cristianos, es testigo de una fe que se ejercita con la razón, que piensa e invita a pensar. En esta línea, san Anselmo dirá en su Proslogion que la fe católica es fides quaerens intellectum, donde buscar la inteligencia es acto interior al creer. Será sobre todo santo Tomás de Aquino —fuerte en esta tradición— quien se confronte con la razón de los filósofos, mostrando cuánta nueva y fecunda vitalidad racional deriva hacia el pensamiento humano desde la unión con los principios y de las verdades de la fe cristiana.
La fe católica es, por lo tanto, razonable y nutre confianza también en la razón humana. El concilio Vaticano I, en la constitución dogmática Dei Filius, afirmó que la razón es capaz de conocer con certeza la existencia de Dios a través de la vía de la creación, mientras que sólo a la fe pertenece la posibilidad de conocer «fácilmente, con absoluta certeza y sin error» (ds 3005) las verdades referidas a Dios, a la luz de la gracia. El conocimiento de la fe, además, no está contra la recta razón. El beato Juan Pablo II, en efecto, en la encíclica Fides et ratio sintetiza: «La razón del hombre no queda anulada ni se envilece dando su asentimiento a los contenidos de la fe, que en todo caso se alcanzan mediante una opción libre y consciente» (n. 43). En el irresistible deseo de verdad, sólo una relación armónica entre fe y razón es el camino justo que conduce a Dios y al pleno cumplimiento de sí.
Esta doctrina es fácilmente reconocible en todo el Nuevo Testamento. San Pablo, escribiendo a los cristianos de Corintio, sostiene, como hemos oído: «los judíos exigen signos, los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles» (1 Co 1, 22-23). Y es que Dios salvó el mundo no con un acto de poder, sino mediante la humillación de su Hijo unigénito: según los parámetros humanos, la insólita modalidad actuada por Dios choca con las exigencias de la sabiduría griega. Con todo, la Cruz de Cristo tiene su razón, que san Pablo llama ho lògos tou staurou, «la palabra de la cruz» (1 Cor 1, 18). Aquí el término lògos indica tanto la palabra como la razón y, si alude a la palabra, es porque expresa verbalmente lo que la razón elabora. Así que Pablo ve en la Cruz no un acontecimiento irracional, sino un hecho salvífico que posee una razonabilidad propia reconocible a la luz de la fe. Al mismo tiempo, él tiene mucha confianza en la razón humana; hasta el punto de sorprenderse por el hecho de que muchos, aun viendo las obras realizadas por Dios, se obstinen en no creer en Él. Dice en laCarta a los Romanos: «Lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, son perceptibles para la inteligencia a partir de la creación del mundo y a través de sus obras» (1, 20). Así, también san Pedro exhorta a los cristianos de la diáspora a glorificar «a Cristo el Señor en vuestros corazones, dispuestos siempre para dar explicación a todo el que os pida una razón de vuestra esperanza» (1P 3, 15). En un clima de persecución y de fuerte exigencia de testimoniar la fe, a los creyentes se les pide que justifiquen con motivaciones fundadas su adhesión a la palabra del Evangelio, que den razón de nuestra esperanza.
Sobre estas premisas acerca del nexo fecundo entre comprender y creer se funda también la relación virtuosa entre ciencia y fe. La investigación científica lleva al conocimiento de verdades siempre nuevas sobre el hombre y sobre el cosmos, como vemos. El verdadero bien de la humanidad, accesible en la fe, abre el horizonte en el que se debe mover su camino de descubrimiento. Por lo tanto hay que alentar, por ejemplo, las investigaciones puestas al servicio de la vida y orientada a vencer las enfermedades. Son importantes también las indagaciones dirigidas a descubrir los secretos de nuestro planeta y del universo, sabiendo que el hombre está en el vértice de la creación, no para explotarla insensatamente, sino para custodiarla y hacerla habitable. De tal forma la fe, vivida realmente, no entra en conflicto con la ciencia; más bien coopera con ella ofreciendo criterios de base para que promueva el bien de todos, pidiéndole que renuncie sólo a los intentos que —oponiéndose al proyecto originario de Dios— pueden producir efectos que se vuelvan contra el hombre mismo. También por esto es razonable creer: si la ciencia es una preciosa aliada de la fe para la comprensión del plan de Dios en el universo, la fe permite al progreso científico que se lleve a cabo siempre por el bien y la verdad del hombre, permaneciendo fiel a dicho plan.
He aquí por qué es decisivo para el hombre abrirse a la fe y conocer a Dios y su proyecto de salvación en Jesucristo. En el Evangelio se inaugura un nuevo humanismo, una auténtica «gramática» del hombre y de toda la realidad. Afirma el Catecismo de la Iglesia católica: «La verdad de Dios es su sabiduría que rige todo el orden de la creación y del gobierno del mundo. Dios, único Creador del cielo y de la tierra (cf. Sal 115, 15), es el único que puede dar el conocimiento verdadero de todas las cosas creadas en su relación con Él» (n. 216).
Confiemos, pues, en que nuestro empeño en la evangelización ayude a devolver nueva centralidad al Evangelio en la vida de tantos hombres y mujeres de nuestro tiempo. Y oremos para que todos vuelvan a encontrar en Cristo el sentido de la existencia y el fundamento de la verdadera libertad: sin Dios el hombre se extravía. Los testimonios de cuantos nos han precedido y dedicaron su vida al Evangelio lo confirman para siempre. Es razonable creer; está en juego nuestra existencia. Vale la pena gastarse por Cristo; sólo Él satisface los deseos de verdad y de bien enraizados en el alma de cada hombre: ahora, en el tiempo que pasa y el día sin fin de la Eternidad bienaventurada.

Llamamiento del Santo Padre

Sigo con grave preocupación el agravamiento de la violencia entre israelíes y palestinos de la franja de Gaza. Junto al recuerdo de oración por las víctimas y por cuantos sufren, siento el deber de subrayar una vez más que el odio y la violencia no son la solución de los problemas. Aliento asimismo las iniciativas y los esfuerzos de quienes están buscando obtener una tregua y promover la negociación. Exhorto también a las autoridades de ambas partes a adoptar decisiones valientes por la paz y a poner fin a un conflicto con repercusiones negativas en toda la región de Oriente Medio, atormentada por demasiados conflictos y necesitada de paz y de reconciliación.

Saludos
Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, México y otros países latinoamericanos. Invito a todos a descubrir en Cristo el sentido de la existencia y el fundamento de la verdadera libertad. Muchas gracias.

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AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA BENEDICTO XVI

Palacio Apostólico Vaticano
Sala Pablo VI
Miércoles 14 de Noviembre de 2012


El Año de la fe. Los caminos que conducen al conocimiento de Dios

Queridos hermanos y hermanas:

El miércoles pasado hemos reflexionado sobre el deseo de Dios que el ser humano lleva en lo profundo de sí mismo. Hoy quisiera continuar profundizando en este aspecto meditando brevemente con vosotros sobre algunos caminos para llegar al conocimiento de Dios. Quisiera recordar, sin embargo, que la iniciativa de Dios precede siempre a toda iniciativa del hombre y, también en el camino hacia Él, es Él quien nos ilumina primero, nos orienta y nos guía, respetando siempre nuestra libertad. Y es siempre Él quien nos hace entrar en su intimidad, revelándose y donándonos la gracia para poder acoger esta revelación en la fe. Jamás olvidemos la experiencia de san Agustín: no somos nosotros quienes poseemos la Verdad después de haberla buscado, sino que es la Verdad quien nos busca y nos posee.
Hay caminos que pueden abrir el corazón del hombre al conocimiento de Dios, hay signos que conducen hacia Dios. Ciertamente, a menudo corremos el riesgo de ser deslumbrados por los resplandores de la mundanidad, que nos hacen menos capaces de recorrer tales caminos o de leer tales signos. Dios, sin embargo, no se cansa de buscarnos, es fiel al hombre que ha creado y redimido, permanece cercano a nuestra vida, porque nos ama. Esta es una certeza que nos debe acompañar cada día, incluso si ciertas mentalidades difundidas hacen más difícil a la Iglesia y al cristiano comunicar la alegría del Evangelio a toda criatura y conducir a todos al encuentro con Jesús, único Salvador del mundo. Esta, sin embargo, es nuestra misión, es la misión de la Iglesia y todo creyente debe vivirla con gozo, sintiéndola como propia, a través de una existencia verdaderamente animada por la fe, marcada por la caridad, por el servicio a Dios y a los demás, y capaz de irradiar esperanza. Esta misión resplandece sobre todo en la santidad a la cual todos estamos llamados.
Hoy —lo sabemos— no faltan dificultades y pruebas por la fe, a menudo poco comprendida, contestada, rechazada. San Pedro decía a sus cristianos: «Estad dispuestos siempre para dar explicación a todo el que os pida una razón de vuestra esperanza, pero con delicadeza y con respeto» (1 P 3, 15-16). En el pasado, en Occidente, en una sociedad considerada cristiana, la fe era el ambiente en el que se movía; la referencia y la adhesión a Dios eran, para la mayoría de la gente, parte de la vida cotidiana. Más bien era quien no creía quien tenía que justificar la propia incredulidad. En nuestro mundo la situación ha cambiado, y cada vez más el creyente debe ser capaz de dar razón de su fe. El beato Juan Pablo II, en la encíclica Fides et ratio, subrayaba cómo la fe se pone a prueba incluso en la época contemporánea, permeada por formas sutiles y capciosas de ateísmo teórico y práctico (cf. nn. 46-47). Desde la Ilustración en adelante, la crítica a la religión se ha intensificado; la historia ha estado marcada también por la presencia de sistemas ateos en los que Dios era considerado una mera proyección del ánimo humano, un espejismo y el producto de una sociedad ya adulterada por tantas alienaciones. El siglo pasado además ha conocido un fuerte proceso de secularismo, caracterizado por la autonomía absoluta del hombre, tenido como medida y artífice de la realidad, pero empobrecido por ser criatura «a imagen y semejanza de Dios». En nuestro tiempo se ha verificado un fenómeno particularmente peligroso para la fe: existe una forma de ateísmo que definimos, precisamente, «práctico», en el cual no se niegan las verdades de la fe o los ritos religiosos, sino que simplemente se consideran irrelevantes para la existencia cotidiana, desgajados de la vida, inútiles. Con frecuencia, entonces, se cree en Dios de un modo superficial, y se vive «como si Dios no existiera» (etsi Deus non daretur). Al final, sin embargo, este modo de vivir resulta aún más destructivo, porque lleva a la indiferencia hacia la fe y hacia la cuestión de Dios.
En realidad, el hombre separado de Dios se reduce a una sola dimensión, la dimensión horizontal, y precisamente este reduccionismo es una de las causas fundamentales de los totalitarismos que en el siglo pasado han tenido consecuencias trágicas, así como de la crisis de valores que vemos en la realidad actual. Ofuscando la referencia a Dios, se ha oscurecido también el horizonte ético, para dejar espacio al relativismo y a una concepción ambigua de la libertad que en lugar de ser liberadora acaba vinculando al hombre a ídolos. Las tentaciones que Jesús afrontó en el desierto antes de su misión pública representan bien a esos «ídolos» que seducen al hombre cuando no va más allá de sí mismo. Si Dios pierde la centralidad, el hombre pierde su sitio justo, ya no encuentra su ubicación en la creación, en las relaciones con los demás. No ha conocido ocaso lo que la sabiduría antigua evoca con el mito de Prometeo: el hombre piensa que puede llegar a ser él mismo «dios», dueño de la vida y de la muerte.
Frente a este contexto, la Iglesia, fiel al mandato de Cristo, no cesa nunca de afirmar la verdad sobre el hombre y su destino. El concilio Vaticano II afirma sintéticamente: «La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador» (const. Gaudium et spes, 19).
¿Qué respuestas está llamada entonces a dar la fe, con «delicadeza y respeto», al ateísmo, al escepticismo, a la indiferencia hacia la dimensión vertical, a fin de que el hombre de nuestro tiempo pueda seguir interrogándose sobre la existencia de Dios y recorriendo los caminos que conducen a Él? Quisiera aludir a algunos caminos que se derivan tanto de la reflexión natural como de la fuerza misma de la fe. Los resumiría muy sintéticamente en tres palabras: el mundo, el hombre, la fe.
La primera: el mundo. San Agustín, que en su vida buscó largamente la Verdad y fue aferrado por la Verdad, tiene una bellísima y célebre página en la que afirma: «Interroga a la belleza de la tierra, del mar, del aire amplio y difuso. Interroga a la belleza del cielo..., interroga todas estas realidades. Todos te responderán: ¡Míranos: somos bellos! Su belleza es como un himno de alabanza. Estas criaturas tan bellas, si bien son mutables, ¿quién la ha creado, sino la Belleza Inmutable?» (Sermón241, 2: PL 38, 1134). Pienso que debemos recuperar y hacer recuperar al hombre de hoy la capacidad de contemplar la creación, su belleza, su estructura. El mundo no es un magma informe, sino que cuanto más lo conocemos, más descubrimos en él sus maravillosos mecanismos, más vemos un designio, vemos que hay una inteligencia creadora. Albert Einstein dijo que en las leyes de la naturaleza «se revela una razón tan superior que toda la racionalidad del pensamiento y de los ordenamientos humanos es, en comparación, un reflejo absolutamente insignificante» (Il Mondo come lo vedo io, Roma 2005). Un primer camino, por lo tanto, que conduce al descubrimiento de Dios es contemplar la creación con ojos atentos.
La segunda palabra: el hombre. San Agustín, luego, tiene una célebre frase en la que dice: Dios es más íntimo a mí mismo de cuanto lo sea yo para mí mismo (cf. Confesiones III, 6, 11). A partir de ello formula la invitación: «No quieras salir fuera de ti; entra dentro de ti mismo, porque en el hombre interior reside la verdad» (La verdadera religión, 39, 72). Este es otro aspecto que nosotros corremos el riesgo de perder en el mundo ruidoso y disperso en el que vivimos: la capacidad de detenernos y mirar en profundidad en nosotros mismos y leer esa sed de infinito que llevamos dentro, que nos impulsa a ir más allá y remite a Alguien que la pueda colmar. ElCatecismo de la Iglesia católica afirma: «Con su apertura a la verdad y a la belleza, con su sentido del bien moral, con su libertad y la voz de su conciencia, con su aspiración al infinito y a la dicha, el hombre se interroga sobre la existencia de Dios» (n. 33).
La tercera palabra: la fe. Sobre todo en la realidad de nuestro tiempo, no debemos olvidar que un camino que conduce al conocimiento y al encuentro con Dios es el camino de la fe. Quien cree está unido a Dios, está abierto a su gracia, a la fuerza de la caridad. Así, su existencia se convierte en testimonio no de sí mismo, sino del Resucitado, y su fe no tiene temor de mostrarse en la vida cotidiana, está abierta al diálogo que expresa profunda amistad para el camino de todo hombre, y sabe dar lugar a luces de esperanza ante la necesidad de rescate, de felicidad, de futuro. La fe, en efecto, es encuentro con Dios que habla y actúa en la historia, y que convierte nuestra vida cotidiana, transformando en nosotros mentalidad, juicios de valor, opciones y acciones concretas. No es espejismo, fuga de la realidad, cómodo refugio, sentimentalismo, sino implicación de toda la vida y anuncio del Evangelio, Buena Noticia capaz de liberar a todo el hombre. Un cristiano, una comunidad que sean activos y fieles al proyecto de Dios que nos ha amado primero, constituyen un camino privilegiado para cuantos viven en la indiferencia o en la duda sobre su existencia y su acción. Esto, sin embargo, pide a cada uno hacer cada vez más transparente el propio testimonio de fe, purificando la propia vida para que sea conforme a Cristo. Hoy muchos tienen una concepción limitada de la fe cristiana, porque la identifican con un mero sistema de creencias y de valores, y no tanto con la verdad de un Dios que se ha revelado en la historia, deseoso de comunicarse con el hombre de tú a tú en una relación de amor con Él. En realidad, como fundamento de toda doctrina o valor está el acontecimiento del encuentro entre el hombre y Dios en Cristo Jesús. El Cristianismo, antes que una moral o una ética, es acontecimiento del amor, es acoger a la persona de Jesús. Por ello, el cristiano y las comunidades cristianas deben ante todo mirar y hacer mirar a Cristo, verdadero Camino que conduce a Dios.


Saludos
Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los fieles de la parroquia de san Francisco Javier, de Formentera, así como a los demás grupos provenientes de España, México, Venezuela, Chile y otros países latinoamericanos. Que el impulso de la fe os lleve a mirar y a hacer mirar a Cristo, verdadera vía que conduce a Dios. Muchas gracias.

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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA CONFERENCIA INTERNACIONAL
DEL CONSEJO PONTIFICIO PARA AL PASTORAL DE LA SALUD

Palacio Apostólico Vaticano
Sala Pablo VI 
17 de Noviembre de 2012



Señores cardenales,
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:

Os doy mi calurosa bienvenida. Agradezco al presidente del Consejo pontificio para la pastoral de la salud, monseñor Zygmunt Zimowski, sus amables palabras; saludo a los ilustres relatores y a todos los presentes. El tema de vuestra Conferencia —«El hospital, lugar de evangelización: misión humana y espiritual»— me ofrece la ocasión de extender mi saludo a todos los agentes sanitarios, en particular a los miembros de la Asociación de Médicos católicos italianos y de la Federación europea de las Asociaciones médicas católicas, que, en la Universidad Católica del Sacro Cuorede Roma, han reflexionado sobre el tema «Bioética y Europa cristiana». Saludo igualmente a los enfermos presentes, a sus familiares, a los capellanes y a los voluntarios, a los miembros de asociaciones, en particular de UNITALSI, a los estudiantes de las facultades de medicina y cirugía y de los cursos universitarios de las profesiones sanitarias. La Iglesia se dirige siempre con el mismo espíritu de fraterna participación a cuantos viven la experiencia del dolor, animada por el Espíritu de Aquel que, con el poder de su amor, ha devuelto sentido y dignidad al misterio del sufrimiento. A estas personas el concilio Vaticano II dijo: no estáis «abandonados» ni sois «inútiles», porque, unidos a la Cruz de Cristo, contribuís a su obra salvífica (cf. Mensaje a los pobres, a los enfermos y a todos los que sufren, 8 de diciembre de 1965). Y con los mismos acentos de esperanza, la Iglesia interpela también a los profesionales y a los voluntarios de la salud. La vuestra es una singular vocación que necesita estudio, sensibilidad y experiencia. Sin embargo, a quien elige trabajar en el mundo del sufrimiento viviendo la propia actividad como una «misión humana y espiritual» se le pide una competencia ulterior, que va más allá de los títulos académicos. Se trata de la «ciencia cristiana del sufrimiento», indicada explícitamente por el Concilio como «la única verdad capaz de responder al misterio del sufrimiento» y de dar a quien está enfermo «un alivio sin engaño»: «No está en nuestro poder —dice el Concilio— el concederos la salud corporal, ni tampoco la disminución de vuestros dolores físicos... Pero tenemos una cosa más profunda y más preciosa que ofreceros... Cristo no suprimió el sufrimiento y tampoco ha querido desvelarnos enteramente su misterio: Él lo tomó sobre sí, y eso es bastante para que nosotros comprendamos todo su valor» (Ib.). De esta «ciencia cristiana del sufrimiento» sois expertos cualificados. Vuestro ser católicos, sin temor, os da una responsabilidad mayor en el ámbito de la sociedad y de la Iglesia: se trata de una verdadera vocación, como recientemente han testimoniado figuras ejemplares como san Giuseppe Moscati, san Riccardo Pampuri, santa Gianna Beretta Molla, santa Anna Schäffer y el siervo de Dios Jérôme Lejeune.
Es éste un empeño de nueva evangelización también en tiempos de crisis económica que sustrae recursos a la tutela de la salud. Precisamente en tal contexto hospitales y estructuras de asistencia deben reflexionar en su papel para evitar que la salud, en lugar de un bien universal que hay que garantizar y defender, se convierta en una simple «mercadería» sometida a las leyes del mercado, por lo tanto, en un bien reservado a pocos. Jamás puede olvidarse la debida atención particular a la dignidad de la persona que sufre, aplicando también en el ámbito de las políticas sanitarias el principio de subsidiariedad y el de solidaridad (cf. Enc. Caritas in veritate, 58). Hoy, aunque por un lado, con motivo de los progresos en el campo técnico-científico, aumenta la capacidad de curar físicamente al enfermo, por otro lado parece debilitarse la capacidad de «atender» a la persona que sufre, considerada en su totalidad y unicidad. Así que parecen ofuscarse los horizontes éticos de la ciencia médica, que corre el riesgo de olvidar que su vocación es servir a cada hombre y a todo el hombre, en las diversas fases de su existencia. Es deseable que el lenguaje de la «ciencia cristiana del sufrimiento» —al que pertenecen la compasión, la solidaridad, la participación, la abnegación, la gratuidad, el don de sí— se convierta en el léxico universal de cuantos trabajan en el campo de la asistencia sanitaria. Es el lenguaje del Buen Samaritano de la parábola evangélica, que puede considerarse —según el beato Papa Juan Pablo II— «uno de los elementos esenciales de la cultura moral y de la civilización universalmente humanas» (Lett. ap. Salvifici doloris, 29). En esta perspectiva los hospitales deben ser considerados como lugar privilegiado de evangelización, pues donde la Iglesia se hace «vehículo de la presencia de Dios», se convierte al mismo tiempo en «instrumento de una verdadera humanización del hombre y del mundo» (Congregación para la doctrina de la fe, Nota doctrinal sobre algunos aspectos de la evangelización, 9:L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 21 de diciembre de 2007, p. 11). Sólo teniendo bien claro que en el centro de la actividad médica y asistencial está el bienestar del hombre en su condición más frágil e indefensa, del hombre en busca de sentido ante el misterio insondable del dolor, se puede concebir el hospital como «lugar en donde la relación de curación no es oficio, sino una misión; donde la caridad del Buen Samaritano es la primera cátedra; y el rostro del hombre sufriente, el Rostro mismo de Cristo» (Discurso en la Universidad Católica del Sacro Cuore de Roma, 3 de mayo de 2012: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 6 de mayo de 2012, p. 3).
Queridos amigos: esta asistencia sanadora y evangelizadora es la tarea que siempre os espera. Ahora más que nunca nuestra sociedad necesita de «buenos samaritanos» de corazón generoso y brazos abiertos a todos, sabiendo que «la grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre» (Enc. Spe salvi, 38). Este «ir más allá» del acercamiento clínico os abre a la dimensión de la trascendencia, respecto a la cual un papel fundamental desempeñan los capellanes y asistentes religiosos. A ellos compete en primer lugar hacer que se transparente en el variado panorama sanitario, también en el misterio del sufrimiento, la gloria del Crucificado Resucitado.
Una última palabra deseo reservaros a vosotros, queridos enfermos. Vuestro silencioso testimonio es un un signo eficaz e instrumento de evangelización para las personas que os atienden y para vuestras familias, en la certeza de que «ninguna lágrima, ni de quien sufre ni de quien está a su lado, se pierde delante de Dios» (Ángelus, 1 de febrero de 2009: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 6 de febrero de 2009, p. 15). Vosotros «sois los hermanos de Cristo paciente, y con El, si queréis, salváis al mundo» (Conc. Vat. II, Mensaje cit.)
Encomendándoos a todos a la Virgen María, Salus Infirmorum, para que guíe vuestros pasos y os haga siempre testigos activos e incansables de la ciencia cristiana del sufrimiento, os imparto de corazón la bendición apostólica.

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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA PLENARIA DEL CONSEJO PONTIFICIO
PARA LA PROMOCIÓN DE LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS


Palacio Apostólico Vaticano
Sala Clementina
Jueves 15 de Noviembre de 2012

Señores cardenales,
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:


Me alegra encontraros a todos, miembros y consultores del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, con ocasión de la plenaria. A cada uno dirijo mi cordial saludo, en particular al presidente, el cardenal Kurt Koch —a quien agradezco las amables palabras con la que ha interpretado los sentimientos comunes—, al secretario y a los colaboradores del dicasterio, con el aprecio por vuestro trabajo al servicio de una causa tan decisiva para la vida de la Iglesia.
Este año vuestra plenaria centra la atención sobre el tema: «La importancia del ecumenismo para la nueva evangelización». Con esta elección os situáis oportunamente en continuidad con lo que se ha examinado durante la reciente Asamblea general ordinaria del Sínodo de los obispos, y, en cierto sentido, tenéis intención de dar una forma concreta, según la particular perspectiva del dicasterio, a cuanto ha surgido de esa reunión. Además, la reflexión que estáis haciendo se introduce muy bien en el contexto del Año de la fe que he querido como momento propicio para volver a proponer a todos el don de la fe en Cristo resucitado, en el año en que celebramos el 50º aniversario del inicio del concilio Vaticano II. Como es sabido, los padres conciliares han querido subrayar el estrechísimo vínculo que existe entre la tarea de la evangelización y la superación de las divisiones existentes entre los cristianos. «Esta división contradice clara y abiertamente la voluntad de Cristo —se afirma al inicio del decreto Unitatis redintegratio—, es un escándalo para el mundo y perjudica a la causa santísima de predicar el Evangelio a toda criatura» (n. 1). La afirmación del decreto conciliar recuerda la «oración sacerdotal» de Jesús, cuando, dirigiéndose al Padre, pide que sus discípulos «sean uno, para que el mundo crea» (Jn 17, 21). En esta gran oración invoca cuatro veces la unidad para los discípulos de entonces y para los del futuro, y dos veces indica como objetivo de tal unidad que el mundo crea, que Le «reconozca» como enviado del Padre. Así que existe un estrecho vínculo entre la suerte de la evangelización y el testimonio de unidad entre los cristianos.
Un auténtico camino ecuménico no puede perseguirse ignorando la crisis de fe que están atravesando vastas regiones del planeta, entre ellas las que primero acogieron el anuncio del Evangelio y donde la vida cristiana ha sido floreciente durante siglos. Por otro lado, no pueden ignorarse los numerosos signos que evidencian la permanencia de una necesidad de espiritualidad, que se manifiesta de diversos modos. La pobreza espiritual de muchos de nuestros contemporáneos —que ya no perciben como privación la ausencia de Dios de sus vidas— representa un desafío para todos los cristianos. En este contexto, a nosotros, creyentes en Cristo, se nos pide volver a lo esencial, al corazón de nuestra fe, para dar juntos testimonio del Dios vivo al mundo, o sea, de un Dios que nos conoce y nos ama, en cuya mirada vivimos; de un Dios que espera la respuesta de nuestro amor en la vida de cada día. Es por lo tanto motivo de esperanza el empeño de Iglesias y comunidades eclesiales en un renovado anuncio del Evangelio al hombre contemporáneo. De hecho, dar testimonio del Dios vivo, que se ha hecho cercano en Cristo, es el imperativo más urgente para todos los cristianos, y es también un imperativo que nos une, a pesar de la incompleta comunión eclesial que todavía experimentamos. No debemos olvidar lo que nos une, esto es, la fe en Dios, Padre y Creador, que se ha revelado en su Hijo Jesucristo, derramando el Espíritu que vivifica y santifica. Esta es la fe del Bautismo que hemos recibido y es la fe que, en la esperanza y en la caridad, podemos profesar juntos. A la luz de la prioridad de la fe se comprende también la importancia de los diálogos teológicos y de las conversaciones con las Iglesias y comunidades eclesiales, actividades en las que la Iglesia católica está comprometida. Incluso cuando no se entrevé, en un futuro inmediato, la posibilidad del restablecimiento de la plena comunión, aquellas permiten percibir, junto a resistencias y obstáculos, también experiencias ricas de vida espiritual y de reflexión teológica que se convierten en estímulo para un testimonio cada vez más profundo.
Con todo no debemos olvidar que la meta del ecumenismo es la unidad visible entre los cristianos divididos. Esta unidad no es una obra que sencillamente podamos realizar nosotros, los hombres. Debemos empeñarnos con todas nuestras fuerzas, pero asimismo tenemos que reconocer que, en último análisis, esta unidad es don de Dios: puede venir solamente del Padre mediante el Hijo, porque la Iglesia es su Iglesia. En esta perspectiva se muestra la importancia de invocar del Señor la unidad visible, pero emerge también cómo la búsqueda de tal meta es relevante para la nueva evangelización. El hecho de caminar juntos hacia esta meta es una realidad positiva, pero con la condición de que las Iglesias y comunidades eclesiales no se detengan durante el camino, aceptando las diversidades contradictorias como algo normal o como lo mejor que se puede lograr. Es en cambio en la plena comunión en la fe, en los sacramentos y en el ministerio, como se hará evidente de manera concreta la fuerza presente y operante de Dios en el mundo. A través de la unidad visible de los discípulos de Jesús, unidad humanamente inexplicable, se hará reconocible la acción de Dios que supera la tendencia del mundo a la disgregación.
Queridos amigos: deseo que el Año de la fe contribuya también al progreso del camino ecuménico. La unidad es, por un lado, fruto de la fe; y, por otro, un medio y casi un presupuesto para anunciar de modo cada vez más creíble la fe a quienes no conocen todavía al Salvador o, habiendo recibido el anuncio del Evangelio, casi han olvidado este don precioso. El verdadero ecumenismo, reconociendo la primacía de la acción divina, exige ante todo paciencia, humildad, abandono a la voluntad del Señor. Al final, ecumenismo y nueva evangelización requieren el dinamismo de la conversión, entendido como sincera voluntad de seguir a Cristo y de adherirse plenamente a la voluntad del Padre. Dándoos nuevamente las gracias, con gusto invoco sobre todos la bendición apostólica. Gracias.

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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
CON OCASIÓN DE LA ENTRONIZACIÓN
DE SU SANTIDAD EL PAPA TAWADROS II,
PATRIARCA DE LA IGLESIA COPTA ORTODOXA

A Su Santidad Tawadros II
Papa de Alejandría
Patriarca de la Sede de San Marcos


«Gracia y paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo» (Gál 1, 3).

Es con alegría fraterna que envío a usted, Santidad, estos saludos con ocasión de su entronización como Papa de Alejandría y Patriarca de la Sede de San Marcos. A mi venerable hermano el cardenal Kurt Koch, presidente del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, he encomendado la tarea de transmitirle estos saludos, junto a la seguridad de mi cercanía en la oración cuando asume el alto oficio de supremo pastor de la Iglesia copta ortodoxa. Que Dios Omnipotente le conceda, Santidad, abundantes dones espirituales para fortalecerlo en su nuevo ministerio, mientras guía al clero y a los laicos por caminos de santidad, para el bien de su pueblo y la paz y la armonía de toda la sociedad.
Mi pensamiento se dirige en este momento a su venerable predecesor, Su Santidad el Papa Shenouda III, cuyo largo y devoto servicio al Señor ciertamente seguirá inspirando a usted y a todos los fieles. Su preocupación de mejorar las relaciones con las demás Iglesias cristianas refuerza nuestra esperanza de que un día todos los seguidores de Cristo se unan en el amor y la reconciliación que el Señor tan profundamente desea (cf. Jn 17, 21).
Santidad: oro para que el Espíritu Santo le sostenga en su ministerio, a fin de que la grey encomendada a su solicitud conozca la enseñanza del Buen Pastor. Que todo ello sea bendecido con la serenidad, para dar su preciosa contribución al bien de la sociedad y al bienestar de todos sus conciudadanos.
Ruego asimismo para que las relaciones entre la Iglesia católica y la Iglesia copta ortodoxa continúen estrechándose cada vez más, no sólo en un espíritu fraterno de colaboración, sino también a través de la profundización del diálogo teológico que nos permita crecer en la comunión y dar testimonio al mundo de la verdad salvífica del Evangelio.
Consciente de los grandes desafíos que acompañan el ministerio espiritual y pastoral que usted, Santidad, se apresta a iniciar, le garantizo mis oraciones y mi buenos deseos. Con estima y afecto fraterno, invoco las bendiciones de Dios sobre usted y sobre todos los fieles encomendados a su cuidado.

Vaticano, 14 de Noviembre de 2012

BENEDICTUS PP XVI



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