martes, 5 de mayo de 2015

FRANCISCO: Audiencias Generales de Abril (29, 22, 15, 8 y 1°)

         AUDIENCIAS GENERALES DEL PAPA FRANCISCO
                                                                  ABRIL 2015



                                                          Plaza de San Pedro
                                                 Miércoles 29 de abril de 2015


 Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!


Nuestra reflexión acerca del plan originario de Dios sobre la pareja hombre-mujer, tras considerar las dos narraciones del libro del Génesis, se dirige ahora directamente a Jesús.
El evangelista san Juan, al inicio de su Evangelio, narra el episodio de las bodas de Caná, en la que estaban presentes la Virgen María y Jesús, con sus primeros discípulos (cf. Jn 2, 1-11). Jesús no sólo participó en el matrimonio, sino que «salvó la fiesta» con el milagro del vino. Por lo tanto, el primero de sus signos prodigiosos, con el que Él revela su gloria, lo realizó en el contexto de un matrimonio, y fue un gesto de gran simpatía hacia esa familia que nacía, solicitado por el apremio maternal de María. Esto nos hace recordar el libro del Génesis, cuando Dios termina la obra de la creación y realiza su obra maestra; la obra maestra es el hombre y la mujer. Y aquí, Jesús comienza precisamente sus milagros con esta obra maestra, en un matrimonio, en una fiesta de bodas: un hombre y una mujer. Así, Jesús nos enseña que la obra maestra de la sociedad es la familia: el hombre y la mujer que se aman. ¡Esta es la obra maestra!


Desde los tiempos de las bodas de Caná, muchas cosas han cambiado, pero ese «signo» de Cristo contiene un mensaje siempre válido.


Hoy no parece fácil hablar del matrimonio como de una fiesta que se renueva con el tiempo, en las diversas etapas de toda la vida de los cónyuges. Es un hecho que las personas que se casan son cada vez menos; esto es un hecho: los jóvenes no quieren casarse. En muchos países, en cambio, aumenta el número de las separaciones, mientras que el número de los hijos disminuye. La dificultad de permanecer juntos —ya sea como pareja, que como familia— lleva a romper los vínculos siempre con mayor frecuencia y rapidez, y precisamente los hijos son los primeros en sufrir sus consecuencias. Pero pensemos que las primeras víctimas, las víctimas más importantes, las víctimas que sufren más en una separación son los hijos. Si experimentas desde pequeño que el matrimonio es un vínculo «por un tiempo determinado», inconscientemente para ti será así. En efecto, muchos jóvenes tienden a renunciar al proyecto mismo de un vínculo irrevocable y de una familia duradera. Creo que tenemos que reflexionar con gran seriedad sobre el por qué muchos jóvenes «no se sienten capaces» de casarse. Existe esta cultura de lo provisional... todo es provisional, parece que no hay algo definitivo.


Una de las preocupaciones de que surgen hoy en día es la de los jóvenes que no quieren casarse: ¿Por qué los jóvenes no se casan?; ¿por qué a menudo prefieren una convivencia, y muchas veces «de responsabilidad limitada»?; ¿por qué muchos —incluso entre los bautizados— tienen poca confianza en el matrimonio y en la familia? Es importante tratar de entender, si queremos que los jóvenes encuentren el camino justo que hay que recorrer. ¿Por qué no confían en la familia?


Las dificultades no son sólo de carácter económico, si bien estas son verdaderamente serias. Muchos consideran que el cambio ocurrido en estas últimas décadas se puso en marcha a partir de la emancipación de la mujer. Pero ni siquiera este argumento es válido, es una falsedad, no es verdad. Es una forma de machismo, que quiere siempre dominar a la mujer. Hacemos el ridículo que hizo Adán, cuando Dios le dijo: «¿Por qué has comido del fruto del árbol?», y él: «La mujer me lo dio». Y la culpa es de la mujer. ¡Pobre mujer! Tenemos que defender a las mujeres. En realidad, casi todos los hombres y mujeres quisieran una seguridad afectiva estable, una matrimonio sólido y una familia feliz. La familia ocupa el primer lugar en todos los índices de aceptación entre los jóvenes; pero, por miedo a equivocarse, muchos no quieren tampoco pensar en ello; incluso siendo cristianos, no piensan en el matrimonio sacramental, signo único e irrepetible de la alianza, que se convierte en testimonio de la fe. Quizás, precisamente este miedo de fracasar es el obstáculo más grande para acoger la Palabra de Cristo, que promete su gracia a la unión conyugal y a la familia.


El testimonio más persuasivo de la bendición del matrimonio cristiano es la vida buena de los esposos cristianos y de la familia. ¡No hay mejor modo para expresar la belleza del sacramento! El matrimonio consagrado por Dios custodia el vínculo entre el hombre y la mujer que Dios bendijo desde la creación del mundo; y es fuente de paz y de bien para toda la vida conyugal y familiar. Por ejemplo, en los primeros tiempos del cristianismo, esta gran dignidad del vínculo entre el hombre y la mujer acabó con un abuso considerado en ese entonces totalmente normal, o sea, el derecho de los maridos de repudiar a sus mujeres, incluso con los motivos más infundados y humillantes. El Evangelio de la familia, el Evangelio que anuncia precisamente este Sacramento acabó con esa cultura de repudio habitual.


La semilla cristiana de la igualdad radical entre cónyuges hoy debe dar nuevos frutos. El testimonio de la dignidad social del matrimonio llegará a ser persuasivo precisamente por este camino, el camino del testimonio que atrae, el camino de la reciprocidad entre ellos, de la complementariedad entre ellos.


Por eso, como cristianos, tenemos que ser más exigentes al respecto. Por ejemplo: sostener con decisión el derecho a la misma retribución por el mismo trabajo; ¿por qué se da por descontado que las mujeres tienen que ganar menos que los hombres? ¡No! Tienen los mismos derechos. ¡La desigualdad es un auténtico escándalo! Al mismo tiempo, reconocer como riqueza siempre válida la maternidad de las mujeres y la paternidad de los hombres, en beneficio, sobre todo de los niños. Igualmente, la virtud de la hospitalidad de las familias cristianas tiene hoy una importancia crucial, especialmente en las situaciones de pobreza, degradación y violencia familiar.


Queridos hermanos y hermanas, no tengamos miedo de invitar a Jesús a la fiesta de bodas, de invitarlo a nuestra casa, para que esté con nosotros y proteja a la familia. Y no tengamos miedo de invitar también a su madre María. Los cristianos, cuando se casan «en el Señor», se transforman en un signo eficaz del amor de Dios. Los cristianos no se casan sólo para sí mismos: se casan en el Señor en favor de toda la comunidad, de toda la sociedad.


De esta hermosa vocación del matrimonio cristiano, hablaré también en la próxima catequesis.


Saludos


Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, Argentina, México, Costa Rica, Nicaragua, Uruguay, Chile y otros países latinoamericanos. Pidamos a la Virgen María que interceda por todos los esposos, especialmente por los que pasan por dificultades, para que vivan su matrimonio como un signo eficaz del amor de Dios. Muchas gracias y que Dios los bendiga.


                                                                ----- 0 -----                                                          


                                                         Plaza de San Pedro
                                                 Miércoles 22 de abril de 2015




Queridos hermanos y hermanas:


En la anterior catequesis sobre la familia, me centré en el primer relato de la creación del ser humano, en el primer capítulo del Génesis, donde está escrito: «Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó» (1, 27).


Hoy quisiera completar la reflexión con el segundo relato, que encontramos en el segundo capítulo. Aquí leemos que el Señor, después de crear el cielo y la tierra, «modeló al hombre del polvo del suelo e insufló en su nariz aliento de vida; y el hombre se convirtió en ser vivo» (2, 7). Es el culmen de la creación. Pero falta algo: Dios pone luego al hombre en un bellísimo jardín para que lo cultive y lo custodie (cf. 2, 15).


El Espíritu Santo, que inspiró toda la Biblia, sugiere por un momento la imagen del hombre solo —le falta algo—, sin la mujer. Y sugiere el pensamiento de Dios, casi el sentimiento de Dios que lo observa, que observa a Adán solo en el jardín: es libre, es señor,... pero está solo. Y Dios ve que esto «no es bueno»: es como una falta de comunión, le falta una comunión, una falta de plenitud. «No es bueno» —dice Dios— y añade: «voy a hacerle a alguien como él, que le ayude» (2, 18).


Entonces Dios presenta al hombre todos los animales; el hombre da a cada uno de ellos su nombre —y esta es otra imagen del señorío del hombre sobre la creación—, pero no encuentra en ningún animal al otro semejante a sí. El hombre sigue solo. Cuando Dios le presenta a la mujer, el hombre reconoce exultante que esa criatura, y sólo ella, es parte de él: «es hueso de mis huesos y carne de mi carne» (2, 23). Al final hay un gesto de reflejo, una reciprocidad. Cuando una persona —es un ejemplo para comprender bien esto— quiere dar la mano a otra, tiene que tenerla delante: si uno tiende la mano y no tiene a nadie la mano queda allí..., le falta la reciprocidad. Así era el hombre, le faltaba algo para llegar a su plenitud, le faltaba la reciprocidad. La mujer no es una «réplica» del hombre; viene directamente del gesto creador de Dios. La imagen de la «costilla» no expresa en ningún sentido inferioridad o subordinación, sino, al contrario, que hombre y mujer son de la misma sustancia y son complementarios y que tienen también esta reciprocidad. Y el hecho que —siempre en la parábola— Dios plasme a la mujer mientras el hombre duerme, destaca precisamente que ella no es de ninguna manera una criatura del hombre, sino de Dios. Sugiere también otra cosa: para encontrar a la mujer —y podemos decir para encontrar el amor en la mujer—, el hombre primero tiene que soñarla y luego la encuentra.


La confianza de Dios en el hombre y en la mujer, a quienes confía la tierra, es generosa, directa y plena. Se fía de ellos. Pero he aquí que el maligno introduce en su mente la sospecha, la incredulidad, la desconfianza. Y al final llega la desobediencia al mandamiento que los protegía. Caen en ese delirio de omnipotencia que contamina todo y destruye la armonía. También nosotros lo percibimos dentro de nosotros muchas veces, todos.


El pecado genera desconfianza y división entre el hombre y la mujer. Su relación se verá asechada por mil formas de abuso y sometimiento, seducción engañosa y prepotencia humillante, hasta las más dramáticas y violentas. La historia carga las huellas de todo eso. Pensemos, por ejemplo, en los excesos negativos de las culturas patriarcales. Pensemos en las múltiples formas de machismo donde la mujer era considerada de segunda clase. Pensemos en la instrumentalización y mercantilización del cuerpo femenino en la actual cultura mediática. Pero pensemos también en la reciente epidemia de desconfianza, de escepticismo, e incluso de hostilidad que se difunde en nuestra cultura —en especial a partir de una comprensible desconfianza de las mujeres— respecto a una alianza entre hombre y mujer que sea capaz, al mismo tiempo, de afinar la intimidad de la comunión y custodiar la dignidad de la diferencia.


Si no encontramos un sobresalto de simpatía por esta alianza, capaz de resguardar a las nuevas generaciones de la desconfianza y la indiferencia, los hijos vendrán al mundo cada vez más desarraigados de la misma desde el seno materno. La desvalorización social de la alianza estable y generativa del hombre y la mujer es ciertamente una pérdida para todos. 


¡Tenemos que volver a dar el honor debido al matrimonio y a la familia! La Biblia dice algo hermoso: el hombre encuentra a la mujer, se encuentran, y el hombre debe dejar algo para encontrarla plenamente. Por ello el hombre dejará a su padre y a su madre para ir con ella. 


¡Es hermoso! Esto significa comenzar un nuevo camino. El hombre es todo para la mujer y la mujer es toda para el hombre.


La custodia de esta alianza del hombre y la mujer, incluso siendo pecadores y estando heridos, confundidos y humillados, desanimados e inciertos, es, pues, para nosotros creyentes, una vocación comprometedora y apasionante en la condición actual. El mismo relato de la creación y del pecado, en la parte final, nos entrega un icono bellísimo: «El Señor Dios hizo túnicas de piel para Adán y su mujer, y los vistió» (Gen 3, 21). Es una imagen de ternura hacia esa pareja pecadora que nos deja con la boca abierta: la ternura de Dios hacia el hombre y la mujer. Es una imagen de cuidado paternal hacia la pareja humana. Dios mismo cuida y protege su obra maestra.


Saludos


Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, Argentina y México, así como a los venidos de otros países latinoamericanos. Que imitando a nuestra madre la Virgen María, aprendamos a obedecer a Dios y a fortalecer, entre los hombres y mujeres de hoy, la armonía primera con la que fueron creados y queridos por Dios. Que Dios les bendiga.


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Plaza de San Pedro
Miércoles 15 de abril de 2015


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


La catequesis de hoy está dedicada a un aspecto central del tema de la familia: el gran don que Dios hizo a la humanidad con la creación del hombre y la mujer y con el sacramento del matrimonio. Esta catequesis y la próxima se refieren a la diferencia y la complementariedad entre el hombre y la mujer, que están en el vértice de la creación divina; las próximas dos serán sobre otros temas del matrimonio.


Iniciamos con un breve comentario al primer relato de la creación, en el libro del Génesis. Allí leemos que Dios, después de crear el universo y todos los seres vivientes, creó la obra maestra, o sea, el ser humano, que hizo a su imagen: «a imagen de Dios lo creó: varón y mujer los creó» (Gen 1, 27), así dice el libro del Génesis.


Y como todos sabemos, la diferencia sexual está presente en muchas formas de vida, en la larga serie de los seres vivos. Pero sólo en el hombre y en la mujer esa diferencia lleva en sí la imagen y la semejanza de Dios: el texto bíblico lo repite tres veces en dos versículos (26-27): hombre y mujer son imagen y semejanza de Dios. Esto nos dice que no sólo el hombre en su individualidad es imagen de Dios, no sólo la mujer en su individualidad es imagen de Dios, sino también el hombre y la mujer, como pareja, son imagen de Dios. La diferencia entre hombre y mujer no es para la contraposición, o subordinación, sino para la comunión y la generación, siempre a imagen y semejanza de Dios.


La experiencia nos lo enseña: para conocerse bien y crecer armónicamente el ser humano necesita de la reciprocidad entre hombre y mujer. Cuando esto no se da, se ven las consecuencias. Estamos hechos para escucharnos y ayudarnos mutuamente. Podemos decir que sin el enriquecimiento recíproco en esta relación —en el pensamiento y en la acción, en los afectos y en el trabajo, incluso en la fe— los dos no pueden ni siquiera comprender en profundidad lo que significa ser hombre y mujer.


La cultura moderna y contemporánea ha abierto nuevos espacios, nuevas libertades y nuevas profundidades para el enriquecimiento de la comprensión de esta diferencia. Pero ha introducido también muchas dudas y mucho escepticismo. Por ejemplo, yo me pregunto si la así llamada teoría del gender no sea también expresión de una frustración y de una resignación, orientada a cancelar la diferencia sexual porque ya no sabe confrontarse con la misma. Sí, corremos el riesgo de dar un paso hacia atrás. La remoción de la diferencia, en efecto, es el problema, no la solución. Para resolver sus problemas de relación, el hombre y la mujer deben en cambio hablar más entre ellos, escucharse más, conocerse más, quererse más. Deben tratarse con respeto y cooperar con amistad. Con estas bases humanas, sostenidas por la gracia de Dios, es posible proyectar la unión matrimonial y familiar para toda la vida. El vínculo matrimonial y familiar es algo serio, y lo es para todos, no sólo para los creyentes. Quisiera exhortar a los intelectuales a no abandonar este tema, como si hubiese pasado a ser secundario, por el compromiso en favor de una sociedad más libre y más justa.


Dios ha confiado la tierra a la alianza del hombre y la mujer: su fracaso aridece el mundo de los afectos y oscurece el cielo de la esperanza. Las señales ya son preocupantes, y las vemos. Quisiera indicar, entre otros muchos, dos puntos que yo creo que deben comprometernos con más urgencia.


El primero. Es indudable que debemos hacer mucho más en favor de la mujer, si queremos volver a dar más fuerza a la reciprocidad entre hombres y mujeres. Es necesario, en efecto, que la mujer no sólo sea más escuchada, sino que su voz tenga un peso real, una autoridad reconocida, en la sociedad y en la Iglesia. El modo mismo con el que Jesús consideró a la mujer en un contexto menos favorable que el nuestro, porque en esos tiempos la mujer estaba precisamente en segundo lugar, y Jesús la trató de una forma que da una luz potente, que ilumina una senda que conduce lejos, de la cual hemos recorrido sólo un trocito. No hemos comprendido aún en profundidad cuáles son las cosas que nos puede dar el genio femenino, las cosas que la mujer puede dar a la sociedad y también a nosotros: la mujer sabe ver las cosas con otros ojos que completan el pensamiento de los hombres. Es un camino por recorrer con más creatividad y audacia.


Una segunda reflexión se refiere al tema del hombre y de la mujer creados a imagen de Dios. Me pregunto si la crisis de confianza colectiva en Dios, que nos hace tanto mal, que hace que nos enfermemos de resignación ante la incredulidad y el cinismo, no esté también relacionada con la crisis de la alianza entre hombre y mujer. En efecto, el relato bíblico, con la gran pintura simbólica sobre el paraíso terrestre y el pecado original, nos dice precisamente que la comunión con Dios se refleja en la comunión de la pareja humana y la pérdida de la confianza en el Padre celestial genera división y conflicto entre hombre y mujer.


De aquí viene la gran responsabilidad de la Iglesia, de todos los creyentes, y ante todo de las familias creyentes, para redescubrir la belleza del designio creador que inscribe la imagen de Dios también en la alianza entre el hombre y la mujer. La tierra se colma de armonía y de confianza cuando la alianza entre hombre y mujer se vive bien. Y si el hombre y la mujer la buscan juntos entre ellos y con Dios, sin lugar a dudas la encontrarán. Jesús nos alienta explícitamente a testimoniar esta belleza, que es la imagen de Dios.


Saludos


Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos venidos de España, México, Argentina, Ecuador y otros países latinoamericanos. Queridos hermanos y hermanas, cuando el hombre y la mujer juntos colaboran con el designio divino, la tierra se llena de armonía y confianza. Que Dios les bendiga. Muchas gracias.


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                                                          Plaza de San Pedro
                                                 Miércoles 8 de abril de 2015




Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


En las catequesis sobre la familia completamos hoy la reflexión sobre los niños, que son el fruto más bonito de la bendición que el Creador ha dado al hombre y a la mujer. Ya hemos hablado del gran don que son los niños, hoy tenemos que hablar lamentablemente de las «historias de pasión» que viven muchos de ellos.


Numerosos niños desde el inicio son rechazados, abandonados, les roban su infancia y su futuro. Alguno se atreve a decir, casi para justificarse, que fue un error hacer que vinieran al mundo. ¡Esto es vergonzoso! No descarguemos sobre los niños nuestras culpas, ¡por favor! Los niños nunca son «un error». Su hambre no es un error, como no lo es su pobreza, su fragilidad, su abandono —tantos niños abandonados en las calles; y no lo es tampoco su ignorancia o su incapacidad—; son tantos los niños que no saben lo que es una escuela. Si acaso, estos son motivos para amarlos más, con mayor generosidad. ¿Qué hacemos con las solemnes declaraciones de los derechos humanos o de los derechos del niño, si luego castigamos a los niños por los errores de los adultos?


Quienes tienen la tarea de gobernar, de educar, pero diría todos los adultos, somos responsables de los niños y de hacer cada uno lo que puede para cambiar esta situación. Me refiero a la «pasión» de los niños. Cada niño marginado, abandonado, que vive en la calle mendigando y con todo tipo de expedientes, sin escuela, sin atenciones médicas, es un grito que se eleva a Dios y que acusa al sistema que nosotros adultos hemos construido. Y, lamentablemente, estos niños son presa de los delincuentes, que los explotan para vergonzosos tráficos o comercios, o adiestrándolos para la guerra y la violencia. Pero también en los países así llamados ricos muchos niños viven dramas que los marcan de modo significativo, a causa de la crisis de la familia, de los vacíos educativos y de condiciones de vida a veces inhumanas. En cada caso son infancias violadas en el cuerpo y en el alma. ¡Pero a ninguno de estos niños los olvida el Padre que está en los cielos! ¡Ninguna de sus lágrimas se pierde! Como tampoco se pierde nuestra responsabilidad, la responsabilidad social de las personas, de cada uno de nosotros, y de los países.


En una ocasión Jesús reprendió a sus discípulos porque alejaban a los niños que los padres le llevaban para que los bendijera. Es conmovedora la narración evangélica: «Entonces le presentaron unos niños a Jesús para que les impusiera las manos y orase, pero los discípulos los regañaban. Jesús dijo: “Dejadlos, no impidáis a los niños acercarse a mí; de los que son como ellos es el reino de los cielos”. Les impuso las manos y se marchó de allí» (Mt 19, 13-15). Qué bonita esa confianza de los padres, y esa respuesta de Jesús. ¡Cuánto quisiera que esta página se convirtiera en la historia normal de todos los niños! Es verdad que gracias a Dios los niños con graves dificultades encuentran con mucha frecuencia padres extraordinarios, dispuestos a todo tipo de sacrificios y a toda generosidad. ¡Pero estos padres no deberían ser dejados solos! Deberíamos acompañar su fatiga, pero también ofrecerles momentos de alegría compartida y de alegría sin preocupaciones, para que no se vean ocupados sólo en la routineterapéutica.


Cuando se trata de los niños, en todo caso, no se deberían oír esas fórmulas de defensa legal profesionales, como: «después de todo, nosotros no somos una entidad de beneficencia»; o también: «en su privacidad, cada uno es libre de hacer lo que quiere»; o incluso: «lo sentimos, no podemos hacer nada». Estas palabras no sirven cuando se trata de los niños.


Con demasiada frecuencia caen sobre los niños las consecuencias de vidas desgastadas por un trabajo precario y mal pagado, por horarios insostenibles, por transportes ineficientes... Pero los niños pagan también el precio de uniones inmaduras y de separaciones irresponsables: ellos son las primeras víctimas, sufren los resultados de la cultura de los derechos subjetivos agudizados, y se convierten luego en los hijos más precoces. A menudo absorben violencias que no son capaces de «digerir», y ante los ojos de los grandes se ven obligados a acostumbrarse a la degradación.


También en esta época nuestra, como en el pasado, la Iglesia pone su maternidad al servicio de los niños y de sus familias. A los padres y a los hijos de este mundo nuestro les da la bendición de Dios, la ternura maternal, la reprensión firme y la condena determinada. Con los niños no se juega.


Pensad lo que sería una sociedad que decidiese, una vez por todas, establecer este principio: «Es verdad que no somos perfectos y que cometemos muchos errores. Pero cuando se trata de los niños que vienen al mundo, ningún sacrificio de los adultos será considerado demasiado costoso o demasiado grande, con tal de evitar que un niño piense que es un error, que no vale nada y que ha sido abandonado a las heridas de la vida y a la prepotencia de los hombres». ¡Qué bella sería una sociedad así! Digo que a esta sociedad mucho se le perdonaría de sus innumerables errores. Mucho, de verdad.


El Señor juzga nuestra vida escuchando lo que le refieren los ángeles de los niños, ángeles que «están viendo siempre en los cielos el rostro de mi Padre celestial» (cf. Mt 18, 10). Preguntémonos siempre: ¿qué le contarán a Dios de nosotros esos ángeles de los niños?


Saludos


Saludo a los peregrinos de lengua española venidos de España, Argentina, México y otros países latinoamericanos. Queridos hermanos, pidamos para que nunca más tengan que sufrir los niños la violencia y la prepotencia de los mayores. Muchas gracias.



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                                                      Plaza de San Pedro
                                                 Miércoles 1° de abril de 2015


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Mañana es Jueves santo. Por la tarde, con la santa misa «de la Cena del Señor», tendrá inicio el Triduo pascual de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, que es el ápice de todo el año litúrgico y también el ápice de nuestra vida cristiana.


El Triduo se abre con la conmemoración de la última Cena. Jesús, la víspera de su pasión, ofreció al Padre su cuerpo y su sangre bajo las especies del pan y del vino y, entregándolo como alimento a los Apóstoles, les mandó perpetuar esta entrega en su memoria. El Evangelio de esta celebración, al recordar el lavatorio de los pies, expresa el mismo significado de la Eucaristía bajo otra perspectiva. Jesús —como un siervo— lava los pies de Simón Pedro y de los otros once discípulos (cf. Jn 13, 4-5). Con este gesto profético, Él expresa el sentido de su vida y de su pasión, como servicio a Dios y a los hermanos: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir» (Mc 10, 45).


Esto sucede también en nuestro Bautismo, cuando la gracia de Dios nos limpia del pecado y nos revestimos de Cristo (cf. Col 3, 10). Esto sucede cada vez que celebramos el memorial del Señor en la Eucaristía: entramos en comunión con Cristo Siervo para obedecer a su mandamiento de amarnos como Él nos ha amado (cf. Jn 13, 34; 15, 12). Si nos acercamos a la santa Comunión sin estar sinceramente dispuestos a lavarnos los pies los unos a los otros, no reconocemos el Cuerpo del Señor. Es el servicio de Jesús que se se dona a sí mismo, totalmente.


Luego, pasado mañana, en la liturgia del Viernes santo meditamos el misterio de la muerte de Cristo y adoramos la Cruz. En los últimos instantes de vida, antes de entregar el espíritu al Padre, Jesús dijo: «Está cumplido» (Jn 19, 30). ¿Qué significan estas palabras?, que Jesús diga: «Está cumplido»? Significa que la obra de la salvación está cumplida, que todas las Escrituras encuentran su plena realización en el amor del Cristo, Cordero inmolado. Jesús, con su Sacrificio, transformó la más grande iniquidad en el más grande amor.


A lo largo de los siglos encontramos hombres y mujeres que con el testimonio de su vida reflejan un rayo de este amor perfecto, pleno, incontaminado. Me gusta recordar un heroico testigo de nuestros días, don Andrea Santoro, sacerdote de la diócesis de Roma y misionero en Turquía. Algunos días antes de ser asesinado en Trebisonda, escribía: «Estoy aquí para vivir en medio de esta gente y permitir a Jesús que lo haga prestándole mi carne... Se llega a ser capaces de salvación sólo ofreciendo la propia carne. El mal del mundo se debe cargar y el dolor se debe compartir, absorbiéndolo en la propia carne hasta las últimas consecuencias, como lo hizo Jesús» (A. Polselli, Don Andrea Santoro, le eredità, Città Nuova, Roma 2008, p. 31). Que este ejemplo de un hombre de nuestro tiempo, y muchos otros, nos sostengan al ofrecer nuestra vida como don de amor a los hermanos, a imitación de Jesús. Y también hoy hay muchos hombres y mujeres, auténticos mártires que ofrecen su vida con Jesús para confesar la fe, sólo por este motivo. Es un servicio, servicio del testimonio cristiano hasta la sangre, servicio que nos ofreció Cristo: nos ha redimido hasta el final. Y este es el significado de esa palabra «Está cumplido». Qué bello será si todos nosotros, al final de nuestra vida, con nuestros errores, nuestros pecados, también con nuestras buenas obras, con nuestro amor al prójimo, pudiéremos decir al Padre como Jesús: «Está cumplido»; no con la perfección con la que lo dijo Él, pero decir: «Señor, hice todo lo que pude hacer. Está cumplido». Adorando la Cruz, mirando a Jesús, pensemos en el amor, en el servicio, en nuestra vida, en los mártires cristianos, y también nos hará bien pensar en el final de nuestra vida. Ninguno de nosotros sabe cuándo sucederá esto, pero podemos pedir la gracia de decir: «Padre, hice lo que pude. Está cumplido».


El Sábado santo es el día en el que la Iglesia contempla el «reposo» de Cristo en la tumba tras el victorioso combate de la cruz. El Sábado santo la Iglesia, una vez más, se identifica con María: toda su fe está recogida en ella, la primera y perfecta discípula, la primera y perfecta creyente. En la oscuridad que envuelve a la creación, ella permanece sola al mantener encendida la llama de la fe, esperando contra toda esperanza (cf. Rm 4, 18) en la Resurrección de Jesús.


Y en la gran Vigilia pascual, donde resuena nuevamente el Alleluia, celebramos a Cristo Resucitado centro y fin del cosmos y de la historia; velamos llenos de esperanza esperando su regreso, cuando la Pascua tendrá su plena manifestación.


A veces la oscuridad de la noche parece penetrar el alma; a veces pensamos: «ya no hay nada que hacer», y el corazón ya no encuentra la fuerza para amar... Pero precisamente en esa oscuridad Cristo enciende el fuego del amor de Dios: un resplandor rompe la oscuridad y anuncia un nuevo inicio, algo comienza en la oscuridad más profunda. Nosotros sabemos que la noche es «más noche», es más oscura poco antes de que comience el día. Pero precisamente en esa oscuridad está Cristo que vence y enciende el fuego del amor. La piedra del dolor fue removida dejando espacio a la esperanza. He aquí el gran misterio de la Pascua. En esta santa noche la Iglesia nos entrega la luz del Resucitado, para que en nosotros no esté la nostalgia de quien dice «a estas alturas...», sino la esperanza de quien se abre a un presente lleno de futuro: Cristo venció la muerte, y nosotros con Él. 


Nuestra vida no acaba ante la piedra de un sepulcro, nuestra vida va más allá con la esperanza en Cristo que resucitó precisamente de ese sepulcro. Como cristianos estamos llamados a ser centinelas de la mañana, que saben distinguir los signos del Resucitado, como lo hicieron las mujeres y los discípulos que corrieron al sepulcro al alba del primer día de la semana.




Queridos hermanos y hermanas, en estos días del Triduo santo no nos limitemos a conmemorar la pasión del Señor, sino queentremos en el misterio, hagamos nuestros sus sentimientos, sus actitudes, como nos invita a hacer el apóstol Pablo: «Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús» ( Flp 2, 5). Entonces nuestra Pascua será una «feliz Pascua».


Saludos


Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española en particular a los muchos jóvenes, así como a los grupos provenientes de España, México, Ecuador, Argentina y otros. Que el Señor nos conceda a todos participar plenamente en el misterio de su muerte y resurrección haciendo nuestros sus propios sentimientos. Muchas gracias.


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