martes, 5 de mayo de 2015

FRANCISCO: Mensajes de abril (28, 12, 10, 5 y Marzo 29)

MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
ABRIL 2015



VIDEOMENSAJE A LA CÁRITAS DE ROMA


Martes 28 de abril de 2015


Hermanos y hermanas ¡buenas tardes!


Alguien me hizo saber que esta tarde, en el importante teatro de Brancaccio, vosotros, huéspedes de los centros de acogida de Cáritas de nuestra Iglesia de Roma, actuaréis en la representación titulada «Si no fuera por ti», que relata experiencias auténticas, difíciles, de abandono y marginación vividas por vosotros mismos. Esta iniciativa teatral habla de vuestro amor por los hijos, los padres, la vida y Dios.


Me alegra estar de este modo entre vosotros, para complacerme de vuestra valentía, para deciros que no perdáis la confianza y la esperanza. ¡Dios nos ama, nos quiere a todos!
La modalidad con la que habláis a la ciudad la considero una ocasión de diálogo e intercambio significativo. Vosotros en escena —al mostrar capacidades escondidas, ayudados por profesionales expertos que supieron guiaros a vosotros actores a aflorar los recursos y las potencialidades de cada uno de vosotros— y los demás escuchando, y —estoy seguro de ello— maravillados por las riquezas que se ofrecen. ¿Quién piensa que un sin techo es una persona de la cual aprender? ¿Quién piensa que pueda ser un santo?


Sin embargo, esta tarde vosotros seréis los que hagáis del escenario un lugar desde donde nos transmitiréis enseñanzas valiosas sobre el amor, sobre la necesidad del otro, sobre la solidaridad, sobre cómo en las dificultades se encuentra el amor del Padre.


La pobreza es la gran enseñanza que nos dio Jesús cuando bajó en las aguas del Jordán para ser bautizado por Juan el Bautista. No lo hizo por necesidad de penitencia, de conversión, lo hizo para ponerse en medio de la gente, la gente necesitada de perdón, en medio de nosotros pecadores, y cargar el peso de nuestros pecados. Este es el camino que eligió para consolarnos, salvarnos, liberarnos de nuestra miseria. Lo que nos da verdadera libertad, verdadera salvación y verdadera felicidad es su amor de compasión, de ternura y de compartir. El Buen Samaritano que nos recoge golpeados por los salteadores.


Escribía san Gregorio de Nisa, un gran teólogo de la antigüedad: «Considerad bien quiénes son los pobres en el Evangelio y descubriréis su dignidad: Ellos han revestido el rostro del Señor. En su misericordia Él les dio su propio rostro».


Y san Agustín decía: «En la tierra Cristo es indigente en la persona de sus pobres. Es necesario, entonces, temer al Cristo del cielo y reconocerlo en la tierra: en la tierra Él es pobre, en el cielo es rico. En su humanidad misma subió al cielo en cuanto rico, pero permanece aún aquí entre nosotros en el pobre que sufre».


También yo deseo hacer mías estas palabras. Vosotros no sois un peso para nosotros. Sois la riqueza sin la cual vanos son nuestros intentos de descubrir el rostro del Señor.


Pocos días después de mi elección, recibí de vosotros una carta de felicitaciones y ofrecimiento de oraciones. Recuerdo que os respondí inmediatamente diciéndoos que os llevo en el corazón y que estoy a vuestra disposición. Confirmo esas palabras. En esa ocasión os había pedido que rezarais por mí. Renuevo la petición. Lo necesito realmente.


Doy las gracias también a todos los agentes de nuestra Cáritas. Los siento como mis manos, las manos del obispo, al tocar el cuerpo de Cristo. Agradezco también a los numerosos voluntarios, provenientes de las parroquias de Roma y de otras partes de Italia. 


Así, descubren un mundo que pide atención y solidaridad: hombres y mujeres que buscan afecto, relación, dignidad, y junto a quienes todos podemos experimentar la caridad aprendiendo a acoger, a escuchar y a donarse.


Cuánto quisiera que esta ciudad, repleta en todos los tiempos de personas impregnadas del amor de Dios —pensemos en san Lorenzo (sus tesoros eran los pobres), san Pamaquio (senador romano, convertido, y dedicado completamente al servicio de los últimos), santa Fabiola (la primera que construyó en Porto un albergue para los pobres), san Felipe Neri, el beato Ángel Paoli, san José Labre (hombre de la calle), hasta don Luigi di Liegro (el fundador de nuestra Cáritas de Roma)— decía, cuánto quisiera que Roma pudiera brillar de «pietas» para los que sufren, de acogida para quien huye de la guerra y la muerte, de disponibilidad, de sonrisa y magnanimidad para quien perdió la esperanza. Cuánto quisiera que la Iglesia de Roma se manifestara cada vez más como madre atenta y amable con los débiles. Todos tenemos debilidades, todos las tenemos, cada uno las propias. Cuánto quisiera que las comunidades parroquiales en oración, al entrar un pobre en la iglesia, se arrodillaran en veneración del mismo modo que cuando entra el Señor. Cuánto quisiera esto, que se tocara la carne de Cristo presente en los necesitados de esta ciudad.


Con vuestro trabajo, el teatro de esta tarde, estoy seguro que contribuiréis a acrecentar tales sentimientos. ¡Gracias!


Esperando que os pueda encontrar personalmente, así como sucedió recientemente en la Capilla Sixtina, os envío mi paternal bendición.


Que el Señor nos ayude a reconocerlo en el rostro del pobre. Que la Virgen María nos acompañe en este camino. Y a todos vosotros os pido por favor: no os olvidéis de rezar por mí. Gracias.


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A LOS ARMENIOS



Queridos hermanos y hermanas armenios:


Ha pasado un siglo desde esa horrible masacre, que fue un verdadero martirio de vuestro pueblo, en la que muchos inocentes murieron como confesores y mártires por el nombre de Cristo (cf. Juan Pablo II y Karekin II, Declaración común, Echmiadzin, 27 de septiembre de 2001). No hay familia armenia aun hoy que no haya perdido en esos acontecimientos algunos de sus seres queridos: verdaderamente eso fue el Metz Yeghern, el «Gran Mal», como habéis llamado a esa tragedia. En esta conmemoración experimento un sentimiento de fuerte cercanía a vuestro pueblo y deseo unirme espiritualmente a las oraciones que se elevan desde vuestros corazones, vuestras familias y vuestras comunidades.


Se nos ha dado una ocasión propicia para rezar juntos en la celebración de hoy, en la que proclamamos doctor de la Iglesia a san Gregorio de Narek. Expreso un vivo agradecimiento por su presencia a Su Santidad Karekin II, supremo patriarca y catholicós de todos los armenios, a Su Santidad Aram I, catholicós de la gran casa de Cilicia, y a Su Beatitud Nerses Bedros XIX, patriarca de Cilicia de los armenios católicos.


San Gregorio de Narek, monje del siglo X, más que cualquier otro supo expresar la sensibilidad de vuestro pueblo, dando voz al grito, que se convierte en oración, de una humanidad que sufre y es pecadora, oprimida por la angustia de la propia impotencia pero iluminada por el esplendor del amor de Dios y abierta a la esperanza de su intervención salvífica, capaz de transformar todo. «En virtud de su poder, yo creo con una esperanza que no duda, en segura espera, refugiándome en las manos del Poderoso... de verlo a Él mismo, en su misericordia y ternura, en la herencia de los cielos» (san Gregorio de Narek, Libro de las lamentaciones, XII).


Vuestra vocación cristiana es muy antigua y se remonta al año 301, cuando san Gregorio el Iluminador guió hacia la conversión y el bautismo a Armenia, la primera entre las naciones que a lo largo de los siglos abrazaron el Evangelio de Cristo. Ese acontecimiento espiritual marcó de forma indeleble al pueblo armenio, su cultura e historia, en las cuales el martirio ocupa un sitio preeminente, como lo atestigua de modo emblemático el testimonio sacrificial de san Vardán y sus compañeros en el siglo V.


Vuestro pueblo, iluminado por la luz de Cristo y su gracia, ha superado muchas pruebas y sufrimientos, animado por la esperanza que brota de la Cruz (cf. Rm 8, 31-39). Como os dijo san Juan Pablo II: «Vuestra historia de sufrimiento y de martirio es una perla preciosa, de la cual está orgullosa la Iglesia universal. La fe en Cristo, redentor del hombre, os ha infundido una valentía admirable en el camino, a menudo tan parecido al de la cruz, por el que habéis avanzado con determinación, con el propósito de conservar vuestra identidad de pueblo y de creyentes» (Homilía, 21 de noviembre de 1987).


Esta fe ha acompañado y sostenido a vuestro pueblo incluso en el trágico acontecimiento de hace cien años que «generalmente se define como el primer genocidio del siglo XX» (Juan Pablo II y Karekin II, Declaración común, Echmiadzin, 27 de septiembre de 2001). El Papa Benedicto XV, que condenó como «inútil masacre» la Primera Guerra mundial (AAS, IX [1917], 429), se prodigó hasta el último momento para impedirla, retomando los esfuerzos de mediación ya realizados por el Papa León XIII ante los «funestos eventos» de los años 1894-1896. Por este motivo él escribió al sultán Mehmet V, implorando que se salvasen a los numerosos inocentes (cf. Carta del 10 de septiembre de 1915) y fue también él quien, en el Consistorio secreto del 6 de diciembre de 1915, afirmó con vibrante consternación: Miserrima Armenorum gens ad interitum prope ducitur (AAS, VII [1915], 510).


Hacer memoria de lo sucedido es un deber no sólo para el pueblo armenio y para la Iglesia universal, sino para toda la familia humana, para que el llamamiento que surge de esa tragedia nos libre de volver a caer en semejantes horrores, que ofenden a Dios y la dignidad humana. También hoy, en efecto, estos conflictos algunas veces degeneran en violencias injustificables, y se fomentan instrumentalizando las diversidades étnicas y religiosas. Todos los que son nombrados jefes de las naciones y de las organizaciones internacionales están llamados a oponerse a tales crímenes con firme responsabilidad, sin ceder a ambigüedades y componendas.


Que este doloroso aniversario sea para todos motivo de reflexión humilde y sincera y de apertura del corazón al perdón, que es fuente de paz y de renovada esperanza. San Gregorio de Narek, formidable intérprete del espíritu humano, parece pronunciar palabras proféticas para nosotros: «Yo cargué voluntariamente todas las culpas, desde las del primer padre hasta las del último de sus descendientes, y de ello me consideré responsable» (Libro de las lamentaciones, LXXII). Cuánto nos impacta ese sentimiento suyo de solidaridad universal. Qué pequeños nos sentimos ante la grandeza de sus invocaciones: «Acuérdate, [Señor,]... de quienes en la estirpe humana son nuestros enemigos, pero para su bien: concede a ellos perdón y misericordia (...) No extermines a quienes me muerden: ¡conviértelos! Extirpa la viciosa conducta terrena y arraiga la buena conducta en mí y en ellos» (ibid., LXXXIII).


Que Dios conceda que se retome el camino de reconciliación entre el pueblo armenio y el pueblo turco, y que la paz brote también en el Nagorno Karabaj. Se trata de pueblos que, en el pasado, a pesar de los contrastes y tensiones, vivieron largos períodos de pacífica convivencia, e incluso en la turbulencia de las violencias vieron casos de solidaridad y ayuda mutua. Sólo con este espíritu las nuevas generaciones pueden abrirse a un futuro mejor y el sacrificio de muchos convertirse en semilla de justicia y de paz.


Que para nosotros, cristianos, este tiempo sea sobre todo un tiempo fuerte de oración, para que la sangre derramada, por la fuerza redentora del sacrificio de Cristo, obre el prodigio de la plena unidad entre sus discípulos. Que fortalezca en especial los vínculos de amistad fraterna que ya unen a la Iglesia católica y a la Iglesia armenia apostólica. El testimonio de muchos hermanos y hermanas que, inermes, han sacrificado la vida por su fe, congrega a las diversas confesiones: es el ecumenismo de la sangre, que condujo a san Juan Pablo II a celebrar juntos, durante el Jubileo del año 2000, a todos los mártires del siglo XX


También la celebración de hoy se sitúa en este contexto espiritual y eclesial. En este evento participan representantes de nuestras dos Iglesias y se unen espiritualmente numerosos fieles dispersos por el mundo, en un signo que refleja sobre la tierra la comunión perfecta que existe entre los espíritus bienaventurados del cielo. Con espíritu fraterno, aseguro mi cercanía con ocasión de la ceremonia de canonización de los mártires de la Iglesia armenia apostólica, que tendrá lugar el próximo 23 de abril en la catedral de Echmiadzin, y a las conmemoraciones que se tendrán en Antelias en julio.


Encomiendo a la Madre de Dios estas intenciones con las palabras de san Gregorio de Narek:


«Oh pureza de las Vírgenes, corifea de los bienaventurados,
Madre del templo indestructible de la Iglesia,
Madre del Verbo inmaculado de Dios, (...)
Refugiándonos bajo las inmensas alas de defensa de tu intercesión,
elevamos nuestras manos hacia ti,
y con esperanza cierta creemos que seremos salvados».
(Panegírico a la Virgen)


Vaticano, 12 de abril de 2015
FRANCISCO


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AL PRESIDENTE DE PANAMÁ
CON OCASIÓN DE LA VII CUMBRE DE LAS AMÉRICAS


Al Excelentísimo Señor
Juan Carlos Varela Rodríguez,
Presidente de Panamá


Como anfitrión de la VII Cumbre de las Américas, deseo hacerle llegar mi saludo cordial y, a través de Usted, a todos los Jefes de Estado y de Gobierno, así como a las delegaciones participantes. Al mismo tiempo, me gustaría manifestarles mi cercanía y aliento para que el diálogo sincero logre esa mutua colaboración que suma esfuerzos y supera diferencias en el camino hacia el bien común. Pido a Dios que, compartiendo valores comunes, lleguen a compromisos de colaboración en el ámbito nacional o regional que afronten con realismo los problemas y trasmitan esperanza.


Me siento en sintonía con el tema elegido para esta Cumbre: «Prosperidad con equidad: el desafío de la cooperación en las Américas». Estoy convencido –y así lo expresé en la Exhortación apostólica Evangelii gaudium– de que la inequidad, la injusta distribución de las riquezas y de los recursos, es fuente de conflictos y de violencia entre los pueblos, porque supone que el progreso de unos se construye sobre el necesario sacrificio de otros y que, para poder vivir dignamente, hay que luchar contra los demás (cf. 52, 54). El bienestar así logrado es injusto en su raíz y atenta contra la dignidad de las personas. Hay «bienes básicos», como la tierra, el trabajo y la casa, y «servicios públicos», como la salud, la educación, la seguridad, el medio ambiente…, de los que ningún ser humano debería quedar excluido.


Este deseo –que todos compartimos–, desgraciadamente aún está lejos de la realidad. Todavía hoy siguen habiendo injustas desigualdades, que ofenden a la dignidad de las personas. El gran reto de nuestro mundo es la globalización de la solidaridad y la fraternidad en lugar de la globalización de la discriminación y la indiferencia y, mientras no se logre una distribución equitativa de la riqueza, no se resolverán los males de nuestra sociedad (cf. Evangelii gaudium 202).


No podemos negar que muchos países han experimentado un fuerte desarrollo económico en los últimos años, pero no es menos cierto que otros siguen postrados en la pobreza. Además, en las economías emergentes, gran parte de la población no se ha beneficiado del progreso económico general, sino que frecuentemente se ha abierto una brecha mayor entre ricos y pobres. La teoría del «goteo» o «derrame» (cf. Evangelii gaudium 54) se ha revelado falaz: no es suficiente esperar que los pobres recojan las migajas que caen de la mesa de los ricos. Son necesarias acciones directas en pro de los más desfavorecidos, cuya atención, como la de los más pequeños en el seno de una familia, debería ser prioritaria para los gobernantes. La Iglesia siempre ha defendido la «promoción de las personas concretas» (Centesimus annus, 46), atendiendo sus necesidades y ofreciéndoles posibilidades de desarrollo.


Me gustaría también llamar su atención sobre el problema de la inmigración. La inmensa disparidad de oportunidades entre unos países y otros hace que muchas personas se vean obligadas a abandonar su tierra y su familia, convirtiéndose en fácil presa del tráfico de personas y del trabajo esclavo, sin derechos, ni acceso a la justicia… En ocasiones, la falta de cooperación entre los Estados deja a muchas personas fuera de la legalidad y sin posibilidad de hacer valer sus derechos, obligándoles a situarse entre los que se aprovechan de los demás o a resignarse a ser víctimas de los abusos. Son situaciones en las que no basta salvaguardar la ley para defender los derechos básicos de la persona, en las que la norma, sin piedad y misericordia, no responde a la justicia.


A veces, incluso dentro de cada país, se dan diferencias escandalosas y ofensivas, especialmente en las poblaciones indígenas, en las zonas rurales o en los suburbios de las grandes ciudades. Sin una auténtica defensa de estas personas contra el racismo, la xenofobia y la intolerancia, el Estado de derecho perdería su legitimidad.


Señor Presidente, los esfuerzos por tender puentes, canales de comunicación, tejer relaciones, buscar el entendimiento nunca son vanos. La situación geográfica de Panamá, en el centro del continente Americano, que la convierte en un punto de encuentro del norte y el sur, de los Océanos Pacífico y Atlántico, es seguramente una llamada, pro mundi beneficio, a generar un nuevo orden de paz y de justicia y a promover la solidaridad y la colaboración respetando la justa autonomía de cada nación.


Con el deseo de que la Iglesia sea también instrumento de paz y reconciliación entre los pueblos, reciba mi más atento y cordial saludo.


Vaticano, 10 de abril de 2015


FRANCISCUS


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MENSAJE URBI ET ORBI


PASCUA 2015

Balcón central de la Basílica Vaticana
Domingo 5 de abril de 2015


Queridos hermanos y hermanas


¡Feliz Pascua!


¡Jesucristo ha resucitado!


El amor ha derrotado al odio, la vida ha vencido a la muerte, la luz ha disipado la oscuridad.
Jesucristo, por amor a nosotros, se despojó de su gloria divina; se vació de sí mismo, asumió la forma de siervo y se humilló hasta la muerte, y muerte de cruz. Por esto Dios lo ha exaltado y le ha hecho Señor del universo. Jesús es el Señor.


Con su muerte y resurrección, Jesús muestra a todos la vía de la vida y la felicidad: esta vía es la humildad, que comporta la humillación. Este es el camino que conduce a la gloria. Sólo quien se humilla puede ir hacia los «bienes de allá arriba», a Dios (cf.Col 3,1-4). El orgulloso mira «desde arriba hacia abajo», el humilde, «desde abajo hacia arriba».


La mañana de Pascua, Pedro y Juan, advertidos por las mujeres, corrieron al sepulcro y lo encontraron abierto y vacío. Entonces, se acercaron y se «inclinaron» para entrar en la tumba. Para entrar en el misterio hay que «inclinarse», abajarse. Sólo quien se abaja comprende la glorificación de Jesús y puede seguirlo en su camino.


El mundo propone imponerse a toda costa, competir, hacerse valer... Pero los cristianos, por la gracia de Cristo muerto y resucitado, son los brotes de otra humanidad, en la cual tratamos de vivir al servicio de los demás, de no ser altivos, sino disponibles y respetuosos.


Esto no es debilidad, sino auténtica fuerza. Quién lleva en sí el poder de Dios, de su amor y su justicia, no necesita usar violencia, sino que habla y actúa con la fuerza de la verdad, de la belleza y del amor.


Imploremos hoy al Señor resucitado la gracia de no ceder al orgullo que fomenta la violencia y las guerras, sino que tengamos el valor humilde del perdón y de la paz. Pedimos a Jesús victorioso que alivie el sufrimiento de tantos hermanos nuestros perseguidos a causa de su nombre, así como de todos los que padecen injustamente las consecuencias de los conflictos y las violencias que se están produciendo, y que son tantas.


Roguemos ante todo por la amada Siria e Irak, para que cese el fragor de las armas y se restablezca una buena convivencia entre los diferentes grupos que conforman estos amados países. Que la comunidad internacional no permanezca inerte ante la inmensa tragedia humanitaria dentro de estos países y el drama de tantos refugiados.
Imploremos la paz para todos los habitantes de Tierra Santa. Que crezca entre israelíes y palestinos la cultura del encuentro y se reanude el proceso de paz, para poner fin a años de sufrimientos y divisiones.


Pidamos la paz para Libia, para que se acabe con el absurdo derramamiento de sangre por el que está pasando, así como toda bárbara violencia, y para que cuantos se preocupan por el destino del país se esfuercen en favorecer la reconciliación y edificar una sociedad fraterna que respete la dignidad de la persona. Y esperemos que también en Yemen prevalezca una voluntad común de pacificación, por el bien de toda la población.


Al mismo tiempo, encomendemos con esperanza al Señor, que es tan misericordioso, el acuerdo alcanzado en estos días en Lausana, para que sea un paso definitivo hacia un mundo más seguro y fraterno.


Supliquemos al Señor resucitado el don de la paz en Nigeria, Sudán del Sur y diversas regiones del Sudán y de la República Democrática del Congo. Que todas las personas de buena voluntad eleven una oración incesante por aquellos que perdieron su vida asesinados el pasado jueves en la Universidad de Garissa, en Kenia, por los que han sido secuestrados, los que han tenido que abandonar sus hogares y sus seres queridos.


Que la resurrección del Señor haga llegar la luz a la amada Ucrania, especialmente a los que han sufrido la violencia del conflicto de los últimos meses. Que el país reencuentre la paz y la esperanza gracias al compromiso de todas las partes implicadas.


Pidamos paz y libertad para tantos hombres y mujeres sometidos a nuevas y antiguas formas de esclavitud por parte de personas y organizaciones criminales. Paz y libertad para las víctimas de los traficantes de droga, muchas veces aliados con los poderes que deberían defender la paz y la armonía en la familia humana. E imploremos la paz para este mundo sometido a los traficantes de armas, que se enriquecen con la sangre de hombres y mujeres.


Y que a los marginados, los presos, los pobres y los emigrantes, tan a menudo rechazados, maltratados y desechados; a los enfermos y los que sufren; a los niños, especialmente aquellos sometidos a la violencia; a cuantos hoy están de luto; y a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, llegue la voz consoladora y curativa del Señor Jesús: «Paz a vosotros» (Lc 24,36). «No temáis, he resucitado y siempre estaré con vosotros» (cf. Misal Romano, Antífona de entrada del día de Pascua).



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PARA LA 52 JORNADA MUNDIAL DE ORACIÓN POR LAS VOCACIONES

26 DE ABRIL DE 2015 – IV DOMINGO DE PASCUA

Tema: El éxodo, experiencia fundamental de la vocación



Queridos hermanos y hermanas:


El cuarto Domingo de Pascua nos presenta el icono del Buen Pastor que conoce a sus ovejas, las llama por su nombre, las alimenta y las guía. Hace más de 50 años que en este domingo celebramos la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones. Esta Jornada nos recuerda la importancia de rezar para que, como dijo Jesús a sus discípulos, «el dueño de la mies… mande obreros a su mies» (Lc 10,2). Jesús nos dio este mandamiento en el contexto de un envío misionero: además de los doce apóstoles, llamó a otros setenta y dos discípulos y los mandó de dos en dos para la misión (cf. Lc 10,1-16). Efectivamente, si la Iglesia «es misionera por su naturaleza» (Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, 2), la vocación cristiana nace necesariamente dentro de una experiencia de misión. Así, escuchar y seguir la voz de Cristo Buen Pastor, dejándose atraer y conducir por él y consagrando a él la propia vida, significa aceptar que el Espíritu Santo nos introduzca en este dinamismo misionero, suscitando en nosotros el deseo y la determinación gozosa de entregar nuestra vida y gastarla por la causa del Reino de Dios.


Entregar la propia vida en esta actitud misionera sólo será posible si somos capaces de salir de nosotros mismos. Por eso, en esta 52 Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, quisiera reflexionar precisamente sobre ese particular «éxodo» que es la vocación o, mejor aún, nuestra respuesta a la vocación que Dios nos da. Cuando oímos la palabra «éxodo», nos viene a la mente inmediatamente el comienzo de la maravillosa historia de amor de Dios con el pueblo de sus hijos, una historia que pasa por los días dramáticos de la esclavitud en Egipto, la llamada de Moisés, la liberación y el camino hacia la tierra prometida. El libro del Éxodo ―el segundo libro de la Biblia―, que narra esta historia, representa una parábola de toda la historia de la salvación, y también de la dinámica fundamental de la fe cristiana. De hecho, pasar de la esclavitud del hombre viejo a la vida nueva en Cristo es la obra redentora que se realiza en nosotros mediante la fe (cf. Ef 4,22-24). Este paso es un verdadero y real «éxodo», es el camino del alma cristiana y de toda la Iglesia, la orientación decisiva de la existencia hacia el Padre.


En la raíz de toda vocación cristiana se encuentra este movimiento fundamental de la experiencia de fe: creer quiere decir renunciar a uno mismo, salir de la comodidad y rigidez del propio yo para centrar nuestra vida en Jesucristo; abandonar, como Abrahán, la propia tierra poniéndose en camino con confianza, sabiendo que Dios indicará el camino hacia la tierra nueva. Esta «salida» no hay que entenderla como un desprecio de la propia vida, del propio modo sentir las cosas, de la propia humanidad; todo lo contrario, quien emprende el camino siguiendo a Cristo encuentra vida en abundancia, poniéndose del todo a disposición de Dios y de su reino. Dice Jesús: «El que por mí deja casa, hermanos o hermanas, padre o madre, mujer, hijos o tierras, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna» (Mt 19,29). La raíz profunda de todo esto es el amor. En efecto, la vocación cristiana es sobre todo una llamada de amor que atrae y que se refiere a algo más allá de uno mismo, descentra a la persona, inicia un «camino permanente, como un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí y, precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún, hacia el descubrimiento de Dios» (Benedicto XVI, Carta enc. Deus caritas est, 6).


La experiencia del éxodo es paradigma de la vida cristiana, en particular de quien sigue una vocación de especial dedicación al servicio del Evangelio. Consiste en una actitud siempre renovada de conversión y transformación, en un estar siempre en camino, en un pasar de la muerte a la vida, tal como celebramos en la liturgia: es el dinamismo pascual. En efecto, desde la llamada de Abrahán a la de Moisés, desde el peregrinar de Israel por el desierto a la conversión predicada por los profetas, hasta el viaje misionero de Jesús que culmina en su muerte y resurrección, la vocación es siempre una acción de Dios que nos hace salir de nuestra situación inicial, nos libra de toda forma de esclavitud, nos saca de la rutina y la indiferencia y nos proyecta hacia la alegría de la comunión con Dios y con los hermanos. Responder a la llamada de Dios, por tanto, es dejar que él nos haga salir de nuestra falsa estabilidad para ponernos en camino hacia Jesucristo, principio y fin de nuestra vida y de nuestra felicidad.


Esta dinámica del éxodo no se refiere sólo a la llamada personal, sino a la acción misionera y evangelizadora de toda la Iglesia. La Iglesia es verdaderamente fiel a su Maestro en la medida en que es una Iglesia «en salida», no preocupada por ella misma, por sus estructuras y sus conquistas, sino más bien capaz de ir, de ponerse en movimiento, de encontrar a los hijos de Dios en su situación real y de com-padecer sus heridas. Dios sale de sí mismo en una dinámica trinitaria de amor, escucha la miseria de su pueblo e interviene para librarlo (cf. Ex 3,7). A esta forma de ser y de actuar está llamada también la Iglesia: la Iglesia que evangeliza sale al encuentro del hombre, anuncia la palabra liberadora del Evangelio, sana con la gracia de Dios las heridas del alma y del cuerpo, socorre a los pobres y necesitados.


Queridos hermanos y hermanas, este éxodo liberador hacia Cristo y hacia los hermanos constituye también el camino para la plena comprensión del hombre y para el crecimiento humano y social en la historia. Escuchar y acoger la llamada del Señor no es una cuestión privada o intimista que pueda confundirse con la emoción del momento; es un compromiso concreto, real y total, que afecta a toda nuestra existencia y la pone al servicio de la construcción del Reino de Dios en la tierra. Por eso, la vocación cristiana, radicada en la contemplación del corazón del Padre, lleva al mismo tiempo al compromiso solidario en favor de la liberación de los hermanos, sobre todo de los más pobres. El discípulo de Jesús tiene el corazón abierto a su horizonte sin límites, y su intimidad con el Señor nunca es una fuga de la vida y del mundo, sino que, al contrario, «esencialmente se configura como comunión misionera» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 23).


Esta dinámica del éxodo, hacia Dios y hacia el hombre, llena la vida de alegría y de sentido. Quisiera decírselo especialmente a los más jóvenes que, también por su edad y por la visión de futuro que se abre ante sus ojos, saben ser disponibles y generosos. A veces las incógnitas y las preocupaciones por el futuro y las incertidumbres que afectan a la vida de cada día amenazan con paralizar su entusiasmo, de frenar sus sueños, hasta el punto de pensar que no vale la pena comprometerse y que el Dios de la fe cristiana limita su libertad. En cambio, queridos jóvenes, no tengáis miedo a salir de vosotros mismos y a poneros en camino. El Evangelio es la Palabra que libera, transforma y hace más bella nuestra vida. Qué hermoso es dejarse sorprender por la llamada de Dios, acoger su Palabra, encauzar los pasos de vuestra vida tras las huellas de Jesús, en la adoración al misterio divino y en la entrega generosa a los otros. Vuestra vida será más rica y más alegre cada día.
La Virgen María, modelo de toda vocación, no tuvo miedo a decir su «fiat» a la llamada del Señor. Ella nos acompaña y nos guía. Con la audacia generosa de la fe, María cantó la alegría de salir de sí misma y confiar a Dios sus proyectos de vida. A Ella nos dirigimos para estar plenamente disponibles al designio que Dios tiene para cada uno de nosotros, para que crezca en nosotros el deseo de salir e ir, con solicitud, al encuentro con los demás (cf. Lc 1,39). Que la Virgen Madre nos proteja e interceda por todos nosotros.


Vaticano, 29 de marzo de 2015


Domingo de Ramos


FRANCISCO


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