CIUDAD DEL VATICANO (http://press.vatican.va - Enero 9 de 2017).- Una palabra de esperanza que señale también un posible camino para
recorrer juntos es la que ha querido ofrecer esta mañana el Papa
FRANCISCO a los representantes del Cuerpo Diplomático acreditado ante la
Santa Sede durante la audiencia que les concede siempre a primeros de
año. El Santo Padre ha dedicado el encuentro de hoy al tema de la
seguridad y de la paz manifestando su viva convicción de que toda
expresión religiosa está llamada a promover la paz y lamentando que a
veces, todavía hoy la experiencia religiosa pueda ser instrumentalizada
por el terrorismo de matriz fundamentalista. No ha olvidado citar el
Jubileo Extraordinario de la Misericordia, que ha hecho descubrir a
muchos la incidencia importante y positiva de la misericordia como valor
social y ha subrayado igualmente la necesidad de un compromiso común en
favor de los inmigrantes, los refugiados y los desplazados que haga
posible el darles una acogida digna.
También ha reiterado el Pontífice la cuestión prioritaria de la
defensa de los niños y jóvenes, que son el futuro y ha hecho hincapié en
la erradicación del tráfico de armas y de la carrera para producir y
distribuir armamentos cada vez más sofisticados. Ha llamado igualmente
la atención sobre la ideología que se sirve de los problemas sociales
para fomentar el desprecio y el odio y ve al otro como un enemigo que
hay que destruir calificándola de enemiga de la paz. Por último ha
destacado que construir la paz significa también trabajar activamente
para el cuidado de la creación.
Publicamos a continuación el discurso integral pronunciado por el Santo Padre en la Sala Regia, tras escuchar las palabras del Decano de
los representantes diplomáticos, el Embajador de Angola Armindo
Fernandes do Espírito Santo Vieira.
Excelencias, estimados Embajadores, Señoras y Señores:
Les doy la bienvenida y les agradezco su presencia tan numerosa y
fiel a esta cita tradicional, que nos permite manifestar recíprocamente
el deseo de que el año apenas iniciado sea para todos un tiempo de
alegría, de prosperidad y de paz. Me dirijo con un sentimiento de
especial reconocimiento al Decano del Cuerpo Diplomático, el
Excelentísimo Señor Armindo Fernandes do Espírito Santo Vieira,
Embajador de Angola, por las deferentes palabras que me ha dirigido en
nombre de todo el Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, que
ha aumentado recientemente con el establecimiento de las relaciones
diplomáticas con la República Islámica de Mauritania, hace apenas un
mes. Deseo igualmente agradecer a los numerosos Embajadores residentes
en la Urbe, cuyo número ha aumentado a lo largo del último año, así como
a los Embajadores no residentes, que con su presencia en el día de hoy
pretenden subrayar los vínculos de amistad que unen a sus pueblos con la
Santa Sede. Igualmente, quiero dirigir de modo especial un mensaje de
pésame al Embajador de Malasia, recordando a su predecesor, Dato’ Mohd
Zulkephli Bin Mohd Noor, fallecido el pasado mes de febrero.
Durante el año transcurrido, las relaciones entre sus Países y la
Santa Sede han tenido ocasión de profundizarse aún más gracias a las
cordiales visitas de numerosos Jefes de Estado y de Gobierno, a veces en
concomitancia con los diversos encuentros que han marcado el Jubileo
Extraordinario de la Misericordia, recientemente concluido. Han sido
también varios los Acuerdos bilaterales firmados o ratificados, unos de
carácter general, dirigidos a reconocer el estatuto jurídico de la
Iglesia con la República Democrática del Congo, la República
Centroafricana, Benín y con Timor Oriental; otros de carácter más
específico, como el Avenant firmado con Francia, o la Convención
en materia fiscal con la República Italiana, que ha entrado
recientemente en vigor, a los que hay que añadir el Memorandum de
Acuerdo entre la Secretaría de Estado y el Gobierno de los Emiratos
Árabes Unidos. Además, en línea con el compromiso de la Santa Sede de
cumplir con las obligaciones asumidas en los acuerdos subscritos, se ha
dado también la plena actuación al Comprehensive Agreement con el Estado de Palestina, que entró en vigor hace un año.
Estimados Embajadores.
Hace un siglo, el mundo se encontraba en medio del primer conflicto mundial. Una inútil matanza,[1]
en la que las nuevas técnicas de combate sembraban muerte y causaban
enormes sufrimientos a una población civil inerme. En 1917, el rostro
del conflicto cambió profundamente, adquiriendo una fisonomía cada vez
más mundial mientras surgían en el horizonte aquellos regímenes
totalitarios que durante mucho tiempo fueron causa de lacerantes
divisiones. Cien años después, muchas zonas del mundo pueden decir que
se han beneficiado de prolongados períodos de paz, que han favorecido
unas oportunidades de desarrollo económico y formas de bienestar sin
precedentes. Si hoy para muchos la paz les parece de alguna manera un
bien que se da por descontado, casi un derecho adquirido al que no se le
presta demasiada atención, para demasiadas personas esa paz es todavía
una simple ilusión lejana. Millones de personas viven hoy en medio de
conflictos insensatos. Incluso en aquellos lugares que en otro tiempo se
consideraban seguros se advierte un sentimiento general de miedo. Con
frecuencia nos sentimos abrumados por las imágenes de muerte, por el
dolor de los inocentes que imploran ayuda y consuelo, por el luto del
que llora un ser querido a causa del odio y de la violencia, por el
drama de los refugiados que escapan de la guerra o de los emigrantes que
perecen trágicamente.
Por eso quisiera dedicar el encuentro de hoy al tema de la seguridad y
de la paz, porque en el clima general de preocupación por el presente y
de incertidumbre y angustia por el futuro, en el que nos encontramos
inmersos, considero importante dirigir una palabra de esperanza, que nos
señale también un posible camino para recorrer.
Hace tan sólo unos días hemos celebrado la 50 Jornada Mundial de la
Paz, instituida por mi predecesor el beato Pablo VI, «como presagio y
como promesa, al principio del calendario que mide y describe el camino
de la vida en el tiempo, de que sea la Paz con su justo y benéfico
equilibrio la que domine el desarrollo de la historia futura».[2]
Para los cristianos, la paz es un don del Señor, aclamada y cantada por
los ángeles en el momento del nacimiento de Cristo: «Gloria a Dios en
el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad» (Lc 2,14). Es un bien positivo, «el fruto del orden asignado a la sociedad humana»[3] por Dios y «no es la mera ausencia de la guerra».[4] No se «reduce sólo al establecimiento de un equilibrio de las fuerzas adversarias»,[5] sino que más bien exige el compromiso de personas de buena voluntad «sedientos de una justicia más perfecta».[6]
En esa línea, manifiesto la viva convicción de que toda expresión religiosa está llamada a promover la paz.
Lo he podido experimentar de manera significativa en la Jornada Mundial
de Oración por la Paz, que se celebró en Asís el pasado mes de
septiembre, durante la cual los representantes de las diversas
religiones se han encontrado para «dar voz a los que sufren, a los que
no tienen voz y no son escuchados»,[7] así como en mi visita al Templo Mayor de Roma o a la Mezquita de Bakú.
Sabemos que se ha cometido violencia por razones religiosas,
comenzando precisamente por Europa, donde las divisiones históricas
entre cristianos han durado mucho tiempo. En mi reciente viaje a Suecia,
quise recordar que tenemos una urgente necesidad de sanar las heridas
del pasado y de caminar juntos hacia metas comunes. En la base de ese
camino ha de estar el diálogo auténtico entre las diversas confesiones
religiosas. Es un dialogo posible y necesario, como he tratado de
atestiguar en el encuentro que he tenido en Cuba con el Patriarca Cirilo
de Moscú, así como en los viajes apostólicos a Armenia, Georgia y
Azerbaiyán, donde he percibido la aspiración de aquellos pueblos a
solucionar los conflictos que desde hace años perjudican la concordia y
la paz.
Al mismo tiempo, no debemos olvidar las muchas iniciativas,
inspiradas en la religión, que contribuyen, incluso a menudo con el
sacrificio de los mártires, a la construcción del bien común por medio
de la educación y la asistencia, sobre todo en las regiones más
desfavorecidas y en las zonas de conflicto. Tales obras contribuyen a la
paz y dan testimonio concreto de que, cuando se coloca en el centro de
la propia actividad la dignidad de la persona humana, es posible vivir y
trabajar juntos, a pesar de pertenecer a pueblos, culturas y
tradiciones diferentes.
Desgraciadamente, somos conscientes de que todavía hoy, la
experiencia religiosa, en lugar de abrirnos a los demás, puede ser
utilizada a veces como pretexto para cerrazones, marginaciones y
violencias. Me refiero en particular al terrorismo de matriz
fundamentalista, que en el año pasado ha segado la vida de numerosas
víctimas en todo el mundo: en Afganistán, Bangladesh, Bélgica, Burkina
Faso, Egipto, Francia, Alemania, Jordania, Irak, Nigeria, Pakistán,
Estados Unidos de América, Túnez y Turquía. Son gestos viles, que usan a
los niños para asesinar, como en Nigeria; toman como objetivo a quien
reza, como en la Catedral copta de El Cairo, a quien viaja o trabaja,
como en Bruselas, a quien pasea por las calles de la ciudad, como en
Niza o en Berlín, o sencillamente celebra la llegada del año nuevo, como
en Estambul.
Se trata de una locura homicida que usa el nombre de Dios para
sembrar muerte, intentando afirmar una voluntad de dominio y de poder.
Hago por tanto un llamamiento a todas las autoridades religiosas para
que unidos reafirmen con fuerza que nunca se puede matar en nombre de
Dios. El terrorismo fundamentalista es fruto de una grave miseria
espiritual, vinculada también a menudo a una considerable pobreza
social. Sólo podrá ser plenamente vencido con la acción común de los
líderes religiosos y políticos. A los primeros les corresponde la tarea
de transmitir aquellos valores religiosos que no admiten una
contraposición entre el temor de Dios y el amor por el prójimo. A los
segundos les corresponde garantizar en el espacio público el derecho a
la libertad religiosa, reconociendo la aportación positiva y
constructiva que ésta comporta para la edificación de la sociedad civil,
en donde la pertenencia social, sancionada por el principio de
ciudadanía, y la dimensión espiritual de la vida no pueden ser
concebidas como contrarias. A quien gobierna le corresponde, además, la
responsabilidad de evitar que se den las condiciones favorables para la
propagación de los fundamentalismos. Eso requiere adecuadas políticas
sociales que combatan la pobreza, y que requieren de una sincera
valorización de la familia, como lugar privilegiado de la maduración
humana, y de abundantes esfuerzos en el ámbito educativo y cultural.
En este sentido, acojo con interés la iniciativa del
Consejo de Europa sobre la dimensión religiosa del diálogo
intercultural, que el año pasado se ha centrado en el papel de la
educación en la prevención de la radicalización, que conduce al
terrorismo y al extremismo violento. Se trata de una oportunidad para
profundizar en el papel que tiene el fenómeno religioso y la educación
en la pacificación real del tejido social, necesaria para la convivencia
en una sociedad multicultural.
A este respecto, deseo expresar la convicción de que la autoridad
política no sólo debe garantizar la seguridad de sus propios ciudadanos
―concepto que puede ser fácilmente reducido al de un simple «vivir
tranquilo»―, sino que también está llamada a ser verdadera promotora y
constructora de paz. La paz es una «virtud activa», que requiere
el compromiso y la cooperación de cada persona y de todo el cuerpo
social en su conjunto. Como advertía el Concilio Vaticano II, «la paz
jamás es una cosa del todo hecha, sino un perpetuo quehacer»,[8]
salvaguardando el bien de las personas y respetando su dignidad.
Construirla requiere en primer lugar renunciar a la violencia en la
reivindicación de los propios derechos.[9] Precisamente a este principio he dedicado el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 2017, titulado: «La no violencia: un estilo de política para la paz»,
para recordar sobre todo cómo la no violencia es un estilo político
basado en la primacía del derecho y de la dignidad de toda persona.
Construir la paz requiere también que «se desarraiguen las causas de
discordia entre los hombres, que son las que alimentan las guerras»,[10] empezando por las injusticias. Existe, de hecho, una íntima relación entre la justicia y la paz.[11]
«Pero, ―observaba san Juan Pablo II― puesto que la justicia humana es
siempre frágil e imperfecta, expuesta a las limitaciones y a los
egoísmos personales y de grupo, debe ejercerse y en cierto modo
completarse con el perdón, que cura las heridas y restablece en profundidad las relaciones humanas truncadas
(...). El perdón en modo alguno se contrapone a la justicia, [sino]
tiende más bien a esa plenitud de la justicia que conduce a la
tranquilidad del orden y que (...) pretende una profunda recuperación de
las heridas abiertas. Para esta recuperación, son esenciales ambos, la
justicia y el perdón».[12]
Estas palabras, hoy más actuales que nunca, se han encontrado con la
disponibilidad de algunos Jefes de Estado o de Gobierno para acoger mi
invitación a tener un gesto de clemencia a favor de los encarcelados. A
ellos, como también a quienes trabajan para crear condiciones de vida
digna para los detenidos y favorecer su reinserción en la sociedad,
deseo expresarles mi especial reconocimiento y gratitud.
Estoy convencido de que para muchos el Jubileo extraordinario de la
Misericordia ha sido una ocasión particularmente propicia para descubrir
también la «incidencia importante y positiva de la misericordia como valor social».[13] Cada uno puede contribuir a dar vida a «una cultura de la misericordia,
basada en el redescubrimiento del encuentro con los demás: una cultura
en la que ninguno mire al otro con indiferencia ni aparte la mirada
cuando vea el sufrimiento de los hermanos».[14]
Sólo así se podrán construir sociedades abiertas y hospitalarias para
los extranjeros y, al mismo tiempo, seguras y pacíficas internamente.
Esto es aún más necesario hoy en día en que siguen aumentando, en
diferentes partes del mundo, los grandes flujos migratorios. Pienso
sobre todo en los numerosos refugiados y desplazados en algunas zonas de
África, en el Sudeste asiático y en aquellos que huyen de las zonas de
conflicto en Oriente Medio.
El año pasado, la comunidad internacional se vio interpelada por dos
importantes eventos convocados por las Naciones Unidas: la primera
Cumbre Humanitaria Mundial y la Cumbre sobre los grandes Desplazamientos
de Refugiados y Migrantes. Es necesario un compromiso común en
favor de los inmigrantes, los refugiados y los desplazados, que haga
posible el darles una acogida digna. Esto implica saber conjugar el
derecho de «cada hombre (…) a emigrar a otros países y fijar allí su
domicilio»[15]
y, al mismo tiempo, garantizar la posibilidad de una integración de los
inmigrantes en los tejidos sociales en los que se insertan, sin que
éstos sientan amenazada su seguridad, su identidad cultural y sus
propios equilibrios políticos y sociales. Por otra parte, los mismos
inmigrantes no deben olvidar que tienen el deber de respetar las leyes,
la cultura y las tradiciones de los países que los acogen.
Un enfoque prudente de parte de las autoridades públicas no comporta
la aplicación de políticas de clausura hacia los inmigrantes, sino que
implica evaluar, con sabiduría y altura de miras, hasta qué punto su
país es capaz, sin provocar daños al bien común de sus ciudadanos, de
proporcionar a los inmigrantes una vida digna, especialmente a quienes
tienen verdadera necesidad de protección. No se puede de ningún modo
reducir la actual crisis dramática a un simple recuento numérico. Los
inmigrantes son personas con nombres, historias y familias, y no podrá
haber nunca verdadera paz mientras quede un solo ser humano al que se le
vulnere la propia identidad personal y se le reduzca a una mera cifra
estadística o a objeto de interés económico.
El problema de la inmigración es un tema que no puede dejar
indiferentes a algunos países mientras que otros sobrellevan, a menudo
con un esfuerzo considerable y graves dificultades, el compromiso
humanitario de hacer frente a una emergencia que no parece tener fin.
Todos deberían sentirse constructores y corresponsables del bien común
internacional, incluso a través de gestos concretos de humanidad, que
son requisitos fundamentales para la paz y el desarrollo que naciones
enteras y millones de personas siguen aún esperando. Por eso, estoy
agradecido a todos los países que acogen generosamente a los
necesitados, comenzando por algunas naciones europeas, especialmente
Italia, Alemania, Grecia y Suecia.
Me quedará grabado para siempre el viaje que hice a la isla de
Lesbos, junto a mis hermanos el Patriarca Bartolomé y el Arzobispo
Jerónimo, donde vi y toqué con la mano la dramática situación de los
campos de refugiados, así como la humanidad y el espíritu de servicio de
muchas personas comprometidas en su asistencia. Tampoco se debe olvidar
la hospitalidad ofrecida por otros países europeos y de Oriente Medio,
como Líbano, Jordania y Turquía, así como el compromiso de diferentes
países de África y Asia. También en mi viaje a México, donde pude
experimentar la alegría del pueblo mexicano, me sentí cerca de los miles
de inmigrantes centroamericanos que sufren terribles injusticias y
peligros en su intento de alcanzar un futuro mejor, y que son víctimas
de extorsión y objeto de ese despreciable comercio ―horrible forma de
esclavitud moderna― que es la trata de personas.
Enemiga de la paz es una «visión reductiva» del hombre, que abre el
camino a la propagación de la iniquidad, las desigualdades sociales y la
corrupción. Justo con relación a este último fenómeno, la Santa Sede ha
asumido nuevos compromisos, depositando formalmente, el 19 de
septiembre, el instrumento de adhesión a la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 31 de octubre de 2003.
En la encíclica Populorum Progressio, que este año celebra su
cincuenta aniversario, el beato Pablo VI recordó cómo estas
desigualdades provocan discordias. «El camino de la paz pasa por el
desarrollo»[16]
que las autoridades públicas tienen la obligación de estimular y
fomentar, creando las condiciones para una distribución más equitativa
de los recursos e incentivando oportunidades de trabajo, sobre todo para
los más jóvenes. En el mundo hay todavía muchas personas, especialmente
niños, que aún sufren por causa de una pobreza endémica y viven en
situaciones de inseguridad alimentaria –más bien, de hambre― mientras
que los recursos naturales son objeto de la ávida explotación de unos
pocos, desperdiciándose cada día enormes cantidades de alimentos.
Los niños y los jóvenes son el futuro, se trabaja y se
construye para ellos. No podemos descuidarlos y olvidarlos egoístamente.
Por esta razón, como he advertido recientemente en una carta enviada a
todos los obispos, considero prioritaria la defensa de los niños, cuya
inocencia ha sido frecuentemente rota bajo el peso de la explotación,
del trabajo clandestino y esclavo, de la prostitución o de los abusos de
los adultos, de los pandilleros y de los mercaderes de muerte.[17]
Durante mi viaje a Polonia, con ocasión de la Jornada Mundial de la
Juventud, me encontré con miles de jóvenes llenos de entusiasmo y ganas
de vivir. He visto, en cambio, el dolor y el sufrimiento de muchos
otros. Pienso en los chicos y chicas que sufren las consecuencias del
terrible conflicto en Siria, privados de la alegría de la infancia y de
la juventud: desde la posibilidad de jugar libremente a la oportunidad
de ir a la escuela. A ellos, y a todo el querido pueblo sirio, dirijo
constantemente mi pensamiento, a la vez que hago un llamamiento a la
comunidad internacional para que trabaje con diligencia para poner en
marcha una seria negociación, que ponga definitivamente fin a un
conflicto que está provocando un verdadero desastre humanitario. Cada
una de las partes implicadas ha de tener como prioridad el respeto del
derecho humanitario internacional, asegurando la protección de la
población civil y la necesaria ayuda humanitaria. El deseo común es que
la tregua que se ha firmado recientemente sea para todo el pueblo sirio
un signo de la esperanza que tanto necesita.
Esto requiere también que se hagan esfuerzos para
erradicar el despreciable tráfico de armas y la continua carrera para
producir y distribuir armas cada vez más sofisticadas. Causan un gran
desconcierto las pruebas llevadas a cabo en la Península coreana, que
desestabilizan a la región y plantean a la comunidad internacional unos
inquietantes interrogantes acerca del riesgo de una nueva carrera de
armamentos nucleares. Siguen siendo actuales las palabras de san Juan
XXIII en la Pacem in terris cuando afirmaba que «la recta razón y
el sentido de la dignidad humana exigen urgentemente que cese ya la
carrera de armamentos; que, de un lado y de otro, las naciones que los
poseen los reduzcan simultáneamente; que se prohíban las armas
atómicas».[18]
En tal sentido, y también en vista de la próxima Conferencia de
Desarme, la Santa Sede trabaja por promover una ética de la paz y de la
seguridad que supere a la del miedo y de la «cerrazón» que condiciona el
debate sobre las armas nucleares.
También por lo que respecta a las armas convencionales, hay
que señalar que la facilidad con la que a menudo se puede acceder al
mercado de las armas, incluso las de pequeño calibre, además de agravar
la situación en las diversas zonas de conflicto, produce una sensación
muy extendida y generalizada de inseguridad y temor, que es más
peligrosa en los momentos de incertidumbre social y de profunda
transformación como el que vivimos.
La ideología, que se sirve de los problemas sociales para
fomentar el desprecio y el odio y ve al otro como un enemigo que hay
que destruir, es enemiga de la paz. Desafortunadamente, nuevas
formas de ideología aparecen constantemente en el horizonte de la
humanidad. Haciéndose pasar por portadoras de beneficios para el pueblo,
dejan en cambio detrás de sí pobreza, divisiones, tensiones sociales,
sufrimiento y con frecuencia incluso la muerte. La paz, sin embargo, se
conquista con la solidaridad. De ella brota la voluntad de diálogo y de
colaboración, del que la diplomacia es un instrumento fundamental. La
misericordia y la solidaridad es lo que mueve a la Santa Sede y a la
Iglesia Católica en su compromiso decidido por solucionar los conflictos
o seguir los procesos de paz, de reconciliación y la búsqueda de
soluciones negociadas a los mismos. Llena de esperanza ver que algunos
de los intentos realizados se deben a la buena voluntad de tantas
personas diferentes que se empeñan de modo activo y eficaz en favor de
la paz. Pienso en los esfuerzos realizados en los últimos dos años para
un nuevo acercamiento entre Cuba y los Estados Unidos. También pienso en
el esfuerzo llevado a cabo con tenacidad, a pesar de las dificultades,
para terminar con años de conflicto en Colombia.
Este planteamiento busca fomentar la confianza mutua, mantener
caminos de diálogo y hacer hincapié en la necesidad de gestos valientes,
que son muy urgentes también en la vecina Venezuela, donde las
consecuencias de la crisis política, social y económica, están pesando
desde hace tiempo sobre la población civil; o en otras partes del mundo,
empezando por Oriente Medio, no sólo para poner fin al conflicto sirio,
sino también para promover una sociedad plenamente reconciliada en Irak
y en Yemen. La Santa Sede renueva también su urgente llamamiento para
que se reanude el diálogo entre israelíes y palestinos, para que se
alcance una solución estable y duradera que garantice la convivencia
pacífica de dos Estados dentro de fronteras reconocidas
internacionalmente. Ningún conflicto ha de convertirse en un hábito del
que parece que nadie se puede librar. Israelíes y palestinos necesitan
la paz. Todo el Oriente Medio necesita con urgencia la paz.
También espero que se cumplan plenamente los acuerdos destinados a
restablecer la paz en Libia, donde es más urgente que nunca sanar las
divisiones de los últimos años. Del mismo modo, animo todos los
esfuerzos que en ámbito local e internacional estén destinados a
restaurar la convivencia civil en Sudán y en Sudán del Sur, en la
República Centroafricana, atormentados por continuos enfrentamientos
armados, masacres y devastaciones, así como en otras naciones del
Continente marcadas por tensiones e inestabilidad política y social. En
particular, espero que el reciente acuerdo firmado en la República
Democrática del Congo contribuya a hacer que los que tienen
responsabilidades políticas se esfuercen diligentemente para promover la
reconciliación y el diálogo entre todos los miembros de la sociedad
civil. Mi pensamiento se dirige también a Myanmar, de modo que se
promueva una convivencia pacífica y, con la ayuda de la comunidad
internacional, no se deje de atender a aquellos que están en grave y
urgente necesidad.
También en Europa, donde no faltan las tensiones, la disponibilidad
al diálogo es la única manera de garantizar la seguridad y el desarrollo
del Continente. Por tanto, celebro las iniciativas destinadas a
promover el proceso de reunificación de Chipre, que hoy precisamente ve
una reanudación de las negociaciones, mientras espero que en Ucrania se
sigan buscando con determinación soluciones viables para la plena
aplicación de los compromisos asumidos por las partes y, sobre todo,
para que se le dé una pronta respuesta a una situación humanitaria que
sigue siendo grave.
Toda Europa está atravesando un momento decisivo de su historia, en
el que está llamada a redescubrir su propia identidad. Para ello es
necesario volver a descubrir sus raíces con el fin de plasmar su propio
futuro. Frente a las fuerzas disgregadoras, es más urgente que nunca
actualizar la «idea de Europa» para dar a luz un nuevo humanismo basado
en la capacidad de integrar, de dialogar y de generar,[19]
que han hecho grande al así llamado Viejo Continente. El proceso de
unificación europea, que comenzó después de la Segunda Guerra Mundial,
ha sido y sigue siendo una oportunidad única para la estabilidad, la paz
y la solidaridad entre los pueblos. Aquí sólo puedo reiterar el interés
y la preocupación de la Santa Sede por Europa y su futuro, consciente
de que los valores que han animado y fundado este proyecto, del que este
año se cumple el sexagésimo aniversario, son comunes a todo el
Continente y se extienden más allá de la misma Unión Europea.
Excelencias, señoras y señores.
Construir la paz significa también trabajar activamente para el
cuidado de la Creación. El Acuerdo de París sobre el clima, que ha
entrado recientemente en vigor, es un signo importante de nuestro
compromiso común por dejar a los que vengan después de nosotros un mundo
hermoso y habitable. Espero que los esfuerzos realizados en los últimos
tiempos para abordar el cambio climático cuenten con una cooperación
más amplia por parte de todos, ya que la Tierra es nuestra casa común, y
es necesario tener en cuenta que las decisiones de cada uno repercuten
sobre la vida de todos.
Sin embargo, es evidente también que hay fenómenos que sobrepasan la
capacidad de la acción humana. Me refiero a los numerosos terremotos que
han golpeado a algunas regiones del mundo. Pienso sobre todo en los que
se produjeron en Ecuador, Italia e Indonesia, que han provocado
numerosas muertes y donde todavía muchas personas viven en condiciones
muy precarias. Pude visitar personalmente algunas zonas afectadas por el
terremoto en el centro de Italia, donde he comprobado las heridas que
el terremoto ha causado en una tierra rica en arte y cultura, he podido
compartir el dolor de tanta gente, junto con su valor y determinación
para reconstruir todo lo que se ha destruido. Espero que la solidaridad
que ha unido al querido pueblo italiano en las horas siguientes al
terremoto, siga animando a toda la Nación, especialmente en estos
delicados momentos de su historia. La Santa Sede e Italia están
particularmente ligadas por obvias razones históricas, culturales y
geográficas. Ese vínculo se ha apreciado con claridad en el año jubilar y
agradezco a todas las Autoridades italianas por su ayuda en la
organización de este evento, también para garantizar la seguridad de los
peregrinos que llegaron de todo el mundo.
Estimados Embajadores.
La paz es un don, un desafío y un compromiso. Un don porque brota del
corazón de Dios; un desafío, porque es un bien que no se da nunca por
descontado y debe ser conquistado continuamente; un compromiso, ya que
requiere el trabajo apasionado de toda persona de buena voluntad para
buscarla y construirla. No existe, por tanto, la verdadera paz si no se
parte de una visión del hombre que sepa promover su desarrollo integral,
teniendo en cuenta su dignidad trascendente, ya que «el desarrollo es
el nuevo nombre de la paz»,[20]
como recordaba el beato Pablo VI. Por tanto, este es mi deseo para el
próximo año: que crezcan en nuestros países y sus pueblos las
oportunidades para trabajar juntos y construir una paz verdadera. Por su
parte, la Santa Sede, y en particular la Secretaría de Estado, estarán
siempre dispuestas a cooperar con todos los que trabajan para poner fin a
los conflictos abiertos y para dar apoyo y esperanza a las poblaciones
que sufren.
En la liturgia pronunciamos el saludo «la paz esté con vosotros». Con
esta expresión, prenda de abundantes bendiciones divinas, les renuevo a
ustedes, distinguidos miembros del cuerpo diplomático, a sus familias, a
los países que representan, mis mejores deseos para el Año Nuevo.
Gracias.
[1] Benedicto XV, Carta a los jefes de los pueblos beligerantes, 1 agosto 1917: AAS IX (1917), 423.
[2] Pablo VI, Mensaje para la celebración de la I Jornada Mundial de la Paz, 1 enero 1968.
[3] Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et Spes (GS), 7 diciembre 1965, 78.
[4] Ibíd.
[5] Ibíd.
[6] Ibíd.
[7] Discurso en la Jornada Mundial de Oración por la Paz, Asís, 20 septiembre 2016.
[8] GS, 78.
[9] Cf. Ibíd.
[10] Ibíd., 83.
[11] Cf. Sal 85, 11 e Is 32, 17.
[12] Juan Pablo II, Mensaje para la XXXV Jornada Mundial de la Paz: No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón,1 enero 2002.
[13] Carta apostólica Misericordia et misera, 20 noviembre 2016, 18.
[14] Ibíd., 20.
[15] Juan XXIII, Carta encíclica Pacem in terris, 11 abril 1963, 25.
[16] Pablo VI, Carta Encíclica Populorum Progressio, 26 marzo 1967, 83.
[17] Cf. Carta a los Obispos en la fiesta de los Santos Inocentes, 28 diciembre 2016.
[18] N. 112.
[19] Cf. Discurso en la entrega del Premio Carlo Magno, 6 mayo 2016.
[20] Pablo VI, Populorum Progressio, 87.
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