sábado, 17 de diciembre de 2011

BENEDICTO XVI: Homilías (Dic. 12 y 11 de 2011)

SANTA MISA POR AMÉRICA LATINA
CON MOTIVO DE LAS CELEBRACIONES POR EL BICENTENARIO DE INDEPENDENCIA DE  LOS PAÍSES LATINOAMERICANOS Y DEL CARIBE

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Solemnidad de Nuestra Señora de Guadalupe
Basílica Vaticana, 17:30 horas
Diciembre 12 de 2011


Queridos hermanos y hermanas:
«La tierra ha dado su fruto» (Sal 66,7). En esta imagen del salmo que hemos escuchado, en el que se invita a todos los pueblos y naciones a alabar con júbilo al Señor que nos salva, los Padres de la Iglesia han sabido reconocer a la Virgen María y a Cristo, su Hijo: «La tierra es santa María, la cual viene de nuestra tierra, de nuestro linaje, de este barro, de este fango, de Adán […]. La tierra ha dado su fruto: primero produjo una flor [...]; luego esa flor se convirtió en fruto, para que pudiéramos comerlo, para que comiéramos su carne. ¿Queréis saber cuál es ese fruto? Es el Virgen que procede de la Virgen; el Señor, de la esclava; Dios, del hombre; el Hijo, de la Madre; el fruto, de la tierra» (S. Jerónimo, Breviarum in Psalm. 66: PL 26,1010-1011). También nosotros hoy, exultando por el fruto de esta tierra, decimos: «Que te alaben, Señor, todos los pueblos» (Sal 66,4. 6). Proclamamos el don de la redención alcanzada por Cristo, y en Cristo, reconocemos su poder y majestad divina.
Animado por estos sentimientos, saludo con afecto fraterno a los señores cardenales y obispos que nos acompañan, a las diversas representaciones diplomáticas, a los sacerdotes, religiosos y religiosas, así como a los grupos de fieles congregados en esta Basílica de San Pedro para celebrar con gozo la solemnidad de Nuestra Señora de Guadalupe, Madre y Estrella de la Evangelización de América. Tengo igualmente presentes a todos los que se unen espiritualmente y oran a Dios con nosotros por los diversos países latinoamericanos y del Caribe, muchos de los cuales durante este tiempo festejan el Bicentenario de su independencia, y que, más allá de los aspectos históricos, sociales y políticos de los hechos, renuevan al Altísimo la gratitud por el gran don de la fe recibida, una fe que anuncia el Misterio redentor de la muerte y resurrección de Jesucristo, para que todos los pueblos de la tierra en Él tengan vida. El Sucesor de Pedro no podía dejar pasar esta efeméride sin hacer presente la alegría de la Iglesia por los copiosos dones que Dios en su infinita bondad ha derramado durante estos años en esas amadísimas naciones, que tan entrañablemente invocan a María Santísima.
La venerada imagen de la Morenita del Tepeyac, de rostro dulce y sereno, impresa en la tilma del indio san Juan Diego, se presenta como «la siempre Virgen María, Madre del verdadero Dios por quien se vive» (De la lectura del Oficio. Nicán Mopohua, 12ª ed., México, D.F., 1971, 3-19). Ella evoca a la «mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza, que está encinta» (Ap 12,1-2) y señala la presencia del Salvador a su población indígena y mestiza. Ella nos conduce siempre a su divino Hijo, el cual se revela como fundamento de la dignidad de todos los seres humanos, como un amor más fuerte que las potencias del mal y la muerte, siendo también fuente de gozo, confianza filial, consuelo y esperanza.
O Magnificat, que proclamamos no Evangelho, é «o cântico da Mãe de Deus e o da Igreja, cântico da Filha de Sião e do novo Povo de Deus, cântico de ação de graças pela plenitude de graças distribuídas na Economia da salvação, cântico dos “pobres”, cuja esperança é satisfeita pela realização das promessas feitas a nossos pais» (Catecismo da Igreja Católica, 2619). Em um gesto de reconhecimento ao seu Senhor e de humildade da sua serva, a Virgem Maria eleva a Deus o louvor por tudo o que Ele fez em favor do seu povo Israel. Deus é Aquele que merece toda a honra e glória, o Poderoso que fez maravilhas por sua fiel servidora e que hoje continua mostrando o seu amor por todos os homens, particularmente aqueles que enfrentam duras provas.
«Mira que tu Rey viene hacia ti; Él es justo y victorioso, es humilde y está montado sobre un asno» (Zc Mt 11,25). 9,9), hemos escuchado en la primera lectura. Desde la encarnación del Verbo, el Misterio divino se revela en el acontecimiento de Jesucristo, que es contemporáneo a toda persona humana en cualquier tiempo y lugar por medio de la Iglesia, de la que María es Madre y modelo. Por eso, nosotros podemos hoy continuar alabando a Dios por las maravillas que ha obrado en la vida de los pueblos latinoamericanos y del mundo entero, manifestando su presencia en el Hijo y la efusión de su Espíritu como novedad de vida personal y comunitaria. Dios ha ocultado estas cosas a «sabios y entendidos», dándolas a conocer a los pequeños, a los humildes, a los sencillos de corazón (cf.
Por su «sí» a la llamada de Dios, la Virgen María manifiesta entre los hombres el amor divino. En este sentido, Ella, con sencillez y corazón de madre, sigue indicando la única Luz y la única Verdad: su Hijo Jesucristo, que «es la respuesta definitiva a la pregunta sobre el sentido de la vida y a los interrogantes fundamentales que asedian también hoy a tantos hombres y mujeres del continente americano» (Exhort. Ap. postsinodal Ecclesia in America, 10). Asimismo, Ella «continúa alcanzándonos por su constante intercesión los dones de la eterna salvación. Con amor maternal cuida de los hermanos de su Hijo que todavía peregrinan y se debaten entre peligros y angustias hasta que sean llevados a la patria feliz» (Lumen gentium, 62).
Actualmente, mientras se conmemora en diversos lugares de América Latina el Bicentenario de su independencia, el camino de la integración en ese querido continente avanza, a la vez que se advierte su nuevo protagonismo emergente en el concierto mundial. En estas circunstancias, es importante que sus diversos pueblos salvaguarden su rico tesoro de fe y su dinamismo histórico-cultural, siendo siempre defensores de la vida humana desde su concepción hasta su ocaso natural y promotores de la paz; han de tutelar igualmente la familia en su genuina naturaleza y misión, intensificando al mismo tiempo una vasta y capilar tarea educativa que prepare rectamente a las personas y las haga conscientes de sus capacidades, de modo que afronten digna y responsablemente su destino. Están llamados asimismo a fomentar cada vez más iniciativas acertadas y programas efectivos que propicien la reconciliación y la fraternidad, incrementen la solidaridad y el cuidado del medio ambiente, vigorizando a la vez los esfuerzos para superar la miseria, el analfabetismo y la corrupción y erradicar toda injusticia, violencia, criminalidad, inseguridad ciudadana, narcotráfico y extorsión.
Cuando la Iglesia se preparaba para recordar el quinto centenario de la plantatio de la Cruz de Cristo en la buena tierra del continente americano, el beato Juan Pablo II formuló en su suelo, por primera vez, el programa de una evangelización nueva, nueva «en su ardor, en sus métodos, en su expresión» (cf. Discurso a la Asamblea del CELAM, 9 marzo 1983, III: AAS 75, 1983, 778). Desde mi responsabilidad de confirmar en la fe, también yo deseo animar el afán apostólico que actualmente impulsa y pretende la «misión continental» promovida en Aparecida, para que «la fe cristiana arraigue más profundamente en el corazón de las personas y los pueblos latinoamericanos como acontecimiento fundante y encuentro vivificante con Cristo» (V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento conclusivo, 13). Así se multiplicarán los auténticos discípulos y misioneros del Señor y se renovará la vocación de Latinoamérica y el Caribe a la esperanza. Que la luz de Dios brille, pues, cada vez más en la faz de cada uno de los hijos de esa amada tierra y que su gracia redentora oriente sus decisiones, para que continúen avanzando sin desfallecer en la construcción de una sociedad cimentada en el desarrollo del bien, el triunfo del amor y la difusión de la justicia. Con estos vivos deseos, y sostenido por el auxilio de la providencia divina, tengo la intención de emprender un Viaje apostólico antes de la santa Pascua a México y Cuba, para proclamar allí la Palabra de Cristo y se afiance la convicción de que éste es un tiempo precioso para evangelizar con una fe recia, una esperanza viva y una caridad ardiente.
Encomiendo todos estos propósitos a la amorosa mediación de Santa María de Guadalupe, nuestra Madre del cielo, así como los actuales destinos de las naciones latinoamericanas y caribeñas y el camino que están recorriendo hacia un mañana mejor. Invoco igualmente sobre ellas la intercesión de tantos santos y beatos que el Espíritu ha suscitado a lo largo y ancho de la historia de ese continente, ofreciendo modelos heroicos de virtudes cristianas en la diversidad de estados de vida y de ambientes sociales, para que su ejemplo favorezca cada vez más una nueva evangelización bajo la mirada de Cristo, Salvador del hombre y fuerza de su vida.
Amén.
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VISITA PASTORAL A LA PARROQUIA ROMANA
"SANTA MARÍA DE LAS GRACIAS", EN CASAL BOCCONE

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
 
III Domingo de Adviento "Gaudete", 11 de Diciembre de 2011


Queridos hermanos y hermanas de la parroquia de Santa María de las Gracias:

Hemos escuchado la profecía de Isaías: «El Espíritu del Señor, Dios, está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres... a proclamar un año de gracia del Señor» (Is 61, 1-2). Estas palabras, pronunciadas hace muchos siglos, resuenan muy actuales también para nosotros, hoy, mientras nos encontramos a mitad del Adviento y ya cerca de la gran solemnidad de la Navidad. Son palabras que renuevan la esperanza, preparan para acoger la salvación del Señor y anuncian la inauguración de un tiempo de gracia y de liberación.
El Adviento es precisamente tiempo de espera, de esperanza y de preparación para la visita del Señor. A este compromiso nos invitan también la figura y la predicación de Juan Bautista, como hemos escuchado en el Evangelio recién proclamado (cf. Jn 1, 6-8.19-28). Juan se retiró al desierto para llevar una vida muy austera y para invitar, también con su vida, a la gente a la conversión; confiere un bautismo de agua, un rito de penitencia único, que lo distingue de los múltiples ritos de purificación exterior de las sectas de la época. ¿Quién es, pues, este hombre? ¿Quién es Juan Bautista? Su respuesta refleja una humildad sorprendente. No es el Mesías, no es la luz. No es Elías que volvió a la tierra, ni el gran profeta esperado. Es el precursor, un simple testigo, totalmente subordinado a Aquel que anuncia; una voz en el desierto, como también hoy, en el desierto de las grandes ciudades de este mundo, de gran ausencia de Dios, necesitamos voces que simplemente nos anuncien: «Dios existe, está siempre cerca, aunque parezca ausente». Es una voz en el desierto y es un testigo de la luz; y esto nos conmueve el corazón, porque en este mundo con tantas tinieblas, tantas oscuridades, todos estamos llamados a ser testigos de la luz. Esta es precisamente la misión del tiempo de Adviento: ser testigos de la luz, y sólo podemos serlo si llevamos en nosotros la luz, si no sólo estamos seguros de que la luz existe, sino que también hemos visto un poco de luz. En la Iglesia, en la Palabra de Dios, en la celebración de los Sacramentos, en el sacramento de la Confesión, con el perdón que recibimos, en la celebración de la santa Eucaristía, donde el Señor se entrega en nuestras manos y en nuestro corazón, tocamos la luz y recibimos esta misión: ser hoy testigos de que la luz existe, llevar la luz a nuestro tiempo.
Queridos hermanos y hermanas, me alegra mucho estar en medio de vosotros, en este hermoso domingo, «Gaudete», domingo de la alegría, que nos dice: «incluso en medio de tantas dudas y dificultades, la alegría existe porque Dios existe y está con nosotros». Saludo cordialmente al cardenal vicario, al obispo auxiliar del sector, a vuestro párroco, don Domenico Monteforte, a quien agradezco no sólo las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos vosotros, sino también el hermoso regalo de la historia de la parroquia. Y saludo al vicario parroquial. Saludo asimismo a las comunidades religiosas: a las Hermanas Apóstoles de la Consolata, a las Maestras Pías Venerinas y a los Guanelianos; son una de las presencias valiosas en vuestra parroquia y un gran recurso espiritual y pastoral para la vida de la comunidad, testigos de luz. Saludo, además, a las personas comprometidas en el ámbito parroquial: me refiero a los catequistas —les agradezco su trabajo—, a los miembros del grupo de oración inspirado en la Renovación en el Espíritu Santo, a los jóvenes del movimiento Juventud Ardiente Mariana. Y quiero extender mi saludo a todos los habitantes del barrio, especialmente a los ancianos, a los enfermos, a las personas solas y a las que atraviesan dificultades, sin olvidar a la numerosa comunidad filipina que, bien insertada, participa activamente en los momentos fundamentales de la vida comunitaria.
Vuestra parroquia nació en uno de los barrios típicos del campo romano; fue erigida canónicamente en 1985 con este hermoso título de Santa María de las Gracias; dio sus primeros pasos en la década de 1960, cuando, por iniciativa de un grupo de padres dominicos, guiados por el recordado padre Gerard Reed, se preparó, en una habitación familiar, una pequeña capilla, sucesivamente trasladada a un local más grande, que desempeñó la función de iglesia parroquial hasta el año 2010, el año pasado. Como sabéis, ese año, exactamente el 1 de mayo, se tuvo la dedicación del edificio en el que estamos celebrando la Eucaristía. Esta nueva iglesia es un espacio privilegiado para crecer en el conocimiento y en el amor de Aquel a quien dentro de pocos días acogeremos con alegría en su Nacimiento. Mientras contemplo esta iglesia y los edificios parroquiales, veo el fruto de paciencia, de entrega, de amor, y con mi presencia deseo animaros a realizar cada vez mejor la Iglesia de piedras vivas que sois vosotros mismos; cada uno de vosotros debe sentirse como un elemento de este edificio vivo; la comunidad se construye con la contribución que cada uno ofrece, con el compromiso de todos; y pienso, de modo especial, en los campos de la catequesis, la liturgia y la caridad, pilares fundamentales de la vida cristiana.
Vuestra comunidad es joven; lo he comprobado al saludar a vuestros niños. Es joven porque está constituida, sobre todo por lo que atañe a los nuevos asentamientos, por familias jóvenes, y también porque son numerosos los niños y los muchachos que la pueblan, gracias a Dios. Espero vivamente que, también mediante la contribución de personas competentes y generosas, vuestro compromiso educativo se desarrolle cada vez mejor y que vuestra parroquia, contando con la ayuda del Vicariato de Roma, se dote cuanto antes de un oratorio bien estructurado, con espacios adecuados para el juego y los encuentros, de modo que responda a las necesidades de crecimiento en la fe y en una sana sociabilidad para las generaciones jóvenes. Me alegra cuanto hacéis en la preparación de los muchachos y de los jóvenes para los Sacramentos. El desafío que afrontamos consiste en trazar y proponer un verdadero itinerario de formación en la fe, que implique a quienes se acercan a la iniciación cristiana, ayudándoles no sólo a recibir los Sacramentos, sino también a vivirlos, para ser auténticos cristianos. Este objetivo, recibir, debe ser vivir, como hemos escuchado en la primera lectura: debe brotar la justicia como germina la semilla en la tierra. Vivir los Sacramentos: así brota la justicia y también el derecho y el amor.
A este propósito, la actual verificación pastoral diocesana, que atañe precisamente a la iniciación cristiana, es una ocasión propicia para profundizar y vivir los Sacramentos que hemos recibido, como el Bautismo y la Confirmación, y aquellos a los que recurrimos para alimentar el camino de fe, la Penitencia y la Eucaristía. Por esto es necesaria, en primer lugar, la atención a la relación con Dios, mediante la escucha de su Palabra, la respuesta a la Palabra en la oración, y el don de la Eucaristía. Yo sé que en la parroquia se han introducido encuentros de oración, de lectio divina, y que se tiene adoración eucarística: son iniciativas valiosas para el crecimiento espiritual a nivel personal y comunitario. Os exhorto encarecidamente a participar en ellos cada vez en mayor número. De modo especial, deseo recordar la importancia y la centralidad de la Eucaristía. La santa misa ha de ser el centro de vuestro domingo, que es preciso redescubrir y vivir como día de Dios y de la comunidad, día en el cual alabar y celebrar a Aquel que nació por nosotros, que murió y resucitó por nuestra salvación, y nos pide vivir juntos en la alegría y ser una comunidad abierta y dispuesta a acoger a todas las personas solas o que atraviesan dificultades. No perdáis el sentido del Domingo y sed fieles al encuentro eucarístico. Los primeros cristianos estaban dispuestos a dar la vida por esto. Sabían que esta es la vida, y hace vivir.
Al venir entre vosotros, no puedo ignorar que en vuestro territorio constituyen un gran desafío algunos grupos religiosos que se presentan como depositarios de la verdad del Evangelio. A este respecto siento el deber de recomendaros estar vigilantes y profundizar las razones de la fe y del Mensaje cristiano, tal como nos lo transmite con garantía de autenticidad la tradición milenaria de la Iglesia. Continuad la obra de evangelización con la catequesis y la correcta información sobre lo que cree y anuncia la Iglesia católica; presentad con claridad las verdades de la fe cristiana; como dice san Pedro, estad dispuestos «para dar explicación a todo el que os pida una razón de vuestra esperanza» (1 P 3, 15); vivid el lenguaje comprensible a todos del amor y la fraternidad, pero sin olvidar el compromiso de purificar y reforzar vuestra fe frente a los peligros y a las insidias que pueden amenazarla en estos tiempos. Superad los límites del individualismo, de encerraros en vosotros mismos; la fascinación del relativismo, según el cual se considera lícito todo comportamiento; la atracción que ejercen formas de sentimiento religioso que exploran las necesidades y las aspiraciones más profundas del alma humana, proponiendo perspectivas de satisfacciones fáciles, pero ilusorias. La fe es un don de Dios, pero que pide nuestra respuesta, la decisión de seguir a Cristo no sólo cuando cura y alivia, sino también cuando habla de amor hasta la entrega de sí mismos.
Otro punto en el que quiero insistir es el testimonio de la caridad, que debe caracterizar vuestra vida de comunidad. En estos años la habéis visto crecer rápidamente también en el número de sus miembros, pero asimismo habéis visto llegar a muchas personas en dificultades o en situaciones de necesidad, que necesitan de vosotros, de vuestra ayuda material, pero también y sobre todo de vuestra fe y de vuestro testimonio de creyentes. Haced que el rostro de vuestra comunidad exprese siempre concretamente el amor de Dios rico en misericordia y que invite a acudir a él con confianza.
Una palabra especial de afecto y amistad quiero dirigiros a vosotros, queridos muchachos, muchachas y jóvenes que me escucháis, así como a vuestros coetáneos que viven en esta parroquia. El hoy y el mañana de la historia, así como el futuro de la fe, están encomendados de modo especial a vosotros, que sois las nuevas generaciones. La Iglesia espera mucho de vuestro entusiasmo, de vuestra capacidad de mirar hacia adelante, de estar animados por ideales, y de vuestro deseo de radicalidad en las opciones de vida. La parroquia os acompaña y quiero que sintáis también mi apoyo.
«Hermanos, estad siempre alegres» (1 Ts 5, 16). Esta invitación a la alegría, dirigida por san Pablo a los cristianos de Tesalónica en aquel tiempo, caracteriza también a este domingo, llamado comúnmente «Gaudete». Esta invitación resuena desde las primeras palabras de la antífona de entrada: «Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos. El Señor está cerca»; así escribe san Pablo desde la cárcel a los cristianos de Filipos (cf. Flp 4, 4-5) y nos lo dice también a nosotros. Sí, nos alegramos porque el Señor está cerca y dentro de pocos días, en la noche de Navidad, celebraremos el misterio de su Nacimiento. María, la primera en escuchar la invitación del ángel: «Alégrate, llena de gracia: el Señor está contigo» (Lc 1, 28), nos señala el camino para alcanzar la verdadera alegría, la que proviene de Dios. Santa María de las Gracias, Madre del Divino Amor, ruega por todos nosotros. Amén.
 
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