AUDIENCIAS GENERALES DEL PAPA FRANCISCO
ENERO 2016
Plaza de San Pedro
Miércoles 20 de enero de 2016
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Aula Pablo VI
Miércoles 20 de enero de 2016
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Aula Pablo VI
Miércoles 13 de enero de 2016
JUBILEO EXTRAORDINARIO DE LA MISERICORDIA
AUDIENCIA JUBILAR
Sábado 30 de enero de 2016
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Plaza de San Pedro
Miércoles 20 de enero de 2016
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En la Sagrada Escritura, la misericordia de Dios está presente a lo largo de toda la historia del Pueblo de Israel.
Con su misericordia, el Señor acompaña el camino de los patriarcas, a
ellos les dona hijos a pesar de su condición de esterilidad, los
conduce por caminos de gracia y de reconciliación, como demuestra la
historia de José y de sus hermanos (cf. Gén 37-50). Pienso en
muchos hermanos que están alejados dentro de una familia y no se hablan.
Pero este Año de la Misericordia es una buena ocasión para
reencontrarse, abrazarse, perdonarse y olvidar las cosas feas. Pero,
como sabemos, en Egipto la vida para el pueblo se hace dura. Y es
precisamente cuando los israelitas están por sucumbir que el Señor
interviene y obra la salvación.
Se lee en el libro del Éxodo: «Al cabo de muchos años, murió el rey
de Egipto. Los hijos de Israel, se quejaban de la esclavitud y clamaron.
Sus gritos, desde la esclavitud, subieron a Dios; y Dios escuchó sus
quejas y se acordó de su alianza con Abrahán, Isaac y Jacob. Dios se
fijó en los hijos de Israel y se les apareció» (2, 23-25). La
misericordia no puede permanecer indiferente ante el sufrimiento de los
oprimidos, al grito de quien es objeto de violencia, reducido a la
esclavitud y condenado a muerte. Es una realidad dolorosa que afecta a
toda época, incluyendo la nuestra, y que muchas veces nos hace sentir
impotentes, tentados a endurecer el corazón y pensar en otra cosa. Dios,
en cambio, «no es indiferente» (Mensaje para la Jornada Mundial de la paz 2016,
1), no desvía jamás su mirada del dolor humano. El Dios de misericordia
responde y cuida de los pobres, de quienes gritan su desesperación.
Dios escucha e interviene para salvar, suscitando hombres capaces de oír
el gemido del sufrimiento y obrar en favor de los oprimidos.
Es así como comienza la historia de Moisés como mediador de
liberación para el pueblo. Él se enfrenta al faraón para convencerlo de
que deje ir a Israel; y luego guiará al pueblo, a través del Mar Rojo y
el desierto, hacia la libertad. Moisés, que la misericordia divina salvó
siendo un recién nacido de la muerte en las aguas del Nilo, se hace
mediador de esa misma misericordia, permitiendo al pueblo, salvado de
las aguas del Mar Rojo, nacer a la libertad. Y también nosotros en este
Año de la Misericordia podemos hacer este trabajo de ser mediadores de
misericordia con las obras de misericordia para acercar, para dar
alivio, para crear unidad. Muchas cosas buenas se pueden hacer.
La misericordia de Dios siempre actúa para salvar. Es todo lo
contrario de las obras de quienes actúan siempre para matar: por ejemplo
los que hacen las guerras. El Señor, mediante su siervo Moisés, guía a
Israel en el desierto como si fuese un hijo, lo educa en la fe y realiza
la alianza con él, creando un vínculo de amor muy fuerte, como el del
padre con el hijo y el del esposo con la esposa.
A tanto llega la misericordia divina. Dios propone una relación de
amor especial, exclusiva, privilegiada. Cuando da instrucciones a Moisés
a cerca de la alianza, dice: «Si de veras me obedecéis y guardáis mi
alianza, seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque
mía es toda la tierra. Seréis para mí un reino de sacerdotes y una
nación santa» (Éx 19, 5-6).
Cierto, Dios posee ya toda la tierra porque la ha creado; pero el
pueblo se convierte para Él en una posesión diferente, especial: su
personal «reserva de oro y plata» como la que el rey David afirmaba
haber donado para la construcción del Templo.
Pues bien, en esto nos convertimos para Dios cuando acogemos su
alianza y nos dejamos salvar por Él. La misericordia del Señor hace al
hombre precioso, como un tesoro personal que le pertenece, que Él
custodia y en el cual se complace.
Son estas las maravillas de la misericordia divina, que llega a pleno
cumplimiento en el Señor Jesús, en esa «nueva y eterna alianza»
consumada con su sangre, que con el perdón destruye nuestro pecado y nos
hace definitivamente hijos de Dios (cf. 1 Jn 3, 1), joyas
preciosas en las manos del Padre bueno y misericordioso. Y como nosotros
somos hijos de Dios y tenemos la posibilidad de tener esta herencia —la
de la bondad y la misericordia— en relación con los demás, pidamos al
Señor que en este Año de la Misericordia también nosotros hagamos cosas
de misericordia; abramos nuestro corazón para llegar a todos con las
obras de misericordia, la herencia misericordiosa que Dios Padre ha
tenido con nosotros.
Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en
particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Que el
Señor Jesús nos conceda experimentar siempre en nuestra vida el amor y
la misericordia de Dios, nuestro Padre. Muchas gracias.
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Aula Pablo VI
Miércoles 20 de enero de 2016
Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hemos escuchado el texto bíblico que este año guía la reflexión en la
Semana de oración para la unidad de los cristianos, que se celebra del
18 al 25 de enero: esta semana. Tal pasaje de la Primera Carta de san
Pedro ha sido elegido por un grupo ecuménico de Letonia, encargado por
el Consejo ecuménico de las Iglesias y por el Consejo pontificio para la
promoción de la unidad de los cristianos.
En el centro de la catedral luterana de Riga hay una pila bautismal
del siglo XII, el tiempo en que Letonia fue evangelizada por san
Meinardo. Esa fuente es un signo elocuente de un sólo origen de la fe
reconocida por todos los cristianos de Letonia, católicos, luteranos y
ortodoxos. Este origen es nuestro Bautismo común. El Concilio Vaticano
II afirma que «el Bautismo, por tanto, constituye un poderoso vínculo
sacramental de unidad entre todos los que con él se han regenerado» (Unitatis redintegratio,
22). La primera Carta de Pedro está dirigida a la primera generación de
cristianos para hacerlos conscientes del don recibido con el Bautismo y
de las exigencias que este comporta. También nosotros, en esta Semana
de oración, estamos invitados a redescubrir todo esto, y a hacerlo
juntos, yendo más allá de nuestras divisiones.
En primer lugar, compartir el Bautismo significa que todos somos
pecadores y tenemos necesidad de ser salvados, redimidos, liberados del
mal. Este es el aspecto negativo, que la primera Carta de Pedro llama
«tinieblas» cuando dice: «[Dios] los ha llamado fuera de las tinieblas
para conducirlos a su luz maravillosa». Esta es la experiencia de la
muerte, que Cristo ha hecho propia, y que es simbolizada en el Bautismo
al ser sumergidos en el agua, y a la cual sigue el resurgir, símbolo de
la resurrección a la nueva vida en Cristo. Cuando nosotros cristianos
decimos que compartimos un solo Bautismo, afirmamos que todos nosotros
—católicos, protestantes y ortodoxos— compartimos la experiencia de
estar llamados de las despiadadas y alienantes tinieblas al encuentro
con el Dios vivo, lleno de misericordia. Todos, de hecho,
desgraciadamente, experimentamos el egoísmo, que genera división,
cerrazón, desprecio. Volver a partir del Bautismo quiere decir
reencontrar la fuente de la misericordia, fuente de esperanza para
todos, porque ninguno está excluido de la misericordia de Dios.
Compartir esta gracia crea un vínculo indisoluble entre nosotros los
cristianos, así que, en virtud del Bautismo, podemos considerarnos todos
realmente hermanos. Somos realmente pueblo santo de Dios, aun si, a
causa de nuestros pecados, no somos todavía un pueblo plenamente unido.
La misericordia de Dios, que actúa en el Bautismo, es más fuerte que
nuestras divisiones. En la medida en que acogemos la gracia de la
misericordia, nos volvemos cada vez más plenamente pueblo de Dios, y
también llegamos a ser capaces de anunciar a todos sus obras
maravillosas, precisamente a partir de un sencillo y fraterno testimonio
de unidad. Nosotros cristianos podemos anunciar a todos la fuerza del
Evangelio comprometiéndonos a compartir las obras de misericordia
corporales y espirituales. Este es un testimonio concreto de unidad
entre nosotros cristianos: protestantes, ortodoxos y católicos.
Saludos:
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en
particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. En esta
Semana de Oración pidamos que todos los discípulos de Cristo encontremos
el modo de colaborar juntos para llevar la misericordia del Padre a
cada rincón de la tierra. Que Dios los bendiga.
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Aula Pablo VI
Miércoles 13 de enero de 2016
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy iniciamos las catequesis sobre la misericordia según la perspectiva bíblica, para aprender sobre la misericordia escuchando lo que Dios mismo nos enseña con su Palabra. Iniciamos por el Antiguo Testamento,
que nos prepara y nos conduce a la revelación plena de Jesucristo, en
quien se revela de forma plena la misericordia del Padre.
En las Sagradas Escrituras, se presenta al Señor como «Dios misericordioso».
Este es su nombre, a través del cual Él nos revela, por así decir, su
rostro y su corazón. Él mismo, como narra el Libro del Éxodo,
revelándose a Moisés se autodefinió como: «Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad»
(34, 6). También en otros textos volvemos a encontrar esta fórmula, con
alguna variación, pero siempre la insistencia se coloca en la
misericordia y en el amor de Dios que no se cansa nunca de perdonar (cf.
Gn 4, 2; Gl 2, 13; Sal 86, 15; 103, 8; 145, 8; Ne 9, 17). Veamos juntos, una por una, estas palabras de la Sagrada Escritura que nos hablan de Dios.
El Señor es «misericordioso»: esta palabra evoca una actitud
de ternura como la de una madre con su hijo. De hecho, el término hebreo
usado en la Biblia hace pensar en las vísceras o también en el vientre
materno. Por eso, la imagen que sugiere es la de un Dios que se conmueve y se enternece por nosotros
como una madre cuando toma en brazos a su niño, deseosa sólo de amar,
proteger, ayudar, lista para donar todo, incluso a sí misma. Esa es la
imagen que sugiere este término. Un amor, por lo tanto, que se puede
definir en sentido bueno «visceral».
Después está escrito que el Señor es «compasivo» en el sentido que nos concede la gracia, tiene compasión y, en su grandeza, se inclina sobre quien es débil y pobre, siempre listo para acoger, comprender y perdonar. Es como el padre de la parábola del Evangelio de san Lucas (cf. Lc
15, 11-32): un padre que no se cierra en el resentimiento por el
abandono del hijo menor, sino que al contrario continúa esperándolo —lo
ha generado— y después corre a su encuentro y lo abraza, no lo deja ni
siquiera terminar su confesión —como si le cubriera la boca—, qué grande
es el amor y la alegría por haberlo reencontrado; y después va también a
llamar al hijo mayor, que está indignado y no quiere hacer fiesta, el
hijo que ha permanecido siempre en la casa, pero viviendo como un siervo
más que como un hijo, y también sobre él el padre se inclina, lo invita
a entrar, busca abrir su corazón al amor, para que ninguno quede
excluso de la fiesta de la misericordia. ¡La misericordia es una fiesta!
De este Dios misericordioso se dice también que es «lento a la ira», literalmente, «largo en su respiración», es decir, con la respiración amplia de paciencia y de la capacidad de soportar.
Dios sabe esperar, sus tiempos no son aquellos impacientes de los
hombres; Él es como un sabio agricultor que sabe esperar, deja tiempo a
la buena semilla para que crezca, a pesar de la cizaña (cf. Mt 13, 24-30).
Y por último, el Señor se proclama «rico en clemencia y lealtad».
¡Qué hermosa es esta definición de Dios! Aquí está todo. Porque Dios es
grande y poderoso, pero esta grandeza y poder se despliegan en el
amarnos, nosotros así pequeños, así incapaces. La palabra «clemencia», aquí utilizada, indica el afecto, la gracia, la bondad.
No es un amor de telenovela... Es el amor que da el primer paso, que no
depende de los méritos humanos sino de una inmensa gratuidad. Es la
solicitud divina a la que nada puede detener, ni siquiera el pecado,
porque sabe ir más allá del pecado, vencer el mal y perdonarlo.
Una «lealtad» sin límites: he aquí la última palabra de la
revelación de Dios a Moisés. La fidelidad de Dios nunca falla, porque el
Señor es el guardián que, como dice el Salmo, no se duerme sino que
vigila continuamente sobre nosotros para llevarnos a la vida:
«No permitirá que resbale tu pie,
tu guardián no duerme; no duerme ni reposa
el guardián de Israel.
[…]
El Señor te guarda de todo mal,
él guarda tu alma;
el Señor guarda tu entradas
y salidas
ahora y por siempre» (121,3-4.7-8).
tu guardián no duerme; no duerme ni reposa
el guardián de Israel.
[…]
El Señor te guarda de todo mal,
él guarda tu alma;
el Señor guarda tu entradas
y salidas
ahora y por siempre» (121,3-4.7-8).
Este Dios misericordioso es fiel en su misericordia, y san Pablo dice
algo bonito: si tú le eres infiel, Él permanecerá fiel porque no puede
negarse a sí mismo. La fidelidad en la misericordia es el ser de Dios. Y
por esto Dios es totalmente y siempre confiable. Una presencia sólida y
estable. Esta es la certeza de nuestra fe. Entonces, en este Jubileo de
la Misericordia, confiemos totalmente en Él, y experimentemos la
alegría de ser amados por este «Dios compasivo y misericordioso, lento a
la ira y rico en clemencia y lealtad».
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Plaza de San Pedro
Miércoles 30 de diciembre de 2015
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En estos días navideños nos encontramos delante al Niño Jesús. Estoy seguro que en nuestras casas muchas familias han hecho el pesebre, llevando adelante esta hermosa tradición que se remonta a san Francisco de Asís y que mantiene en nuestros corazones vivo el misterio de Dios que se hace hombre.
La devoción al Niño Jesús es muy difundida. Muchos santos y santas la han cultivado en su oración cotidiana, y han deseado modelar la propia vida con aquella del Niño Jesús.
Pienso en particular a santa Teresita de Lisieux, que como monja carmelita tomó el nombre de Teresa del Niño Jesús y del Santo Rostro. Ella —que es también doctora de la Iglesia— ha sabido vivir y dar testimonio de esa «infancia espiritual» que se asimila precisamente meditando, siguiendo la escuela de la Virgen María, la humildad de Dios que por nosotros se ha hecho pequeño. Esto es un gran misterio, ¡Dios es humilde! Nosotros, que somos orgullosos, llenos de vanidad, y nos creemos una gran cosa… ¡no somos nada! Él es grande, es humilde y se hace niño. ¡Esto es un verdadero misterio! Dios es humilde. ¡Esto es hermoso!
Hubo un tiempo en el cual, en la persona divina-humana de Cristo, Dios fue un niño, y esto debe tomar un significado peculiar para nuestra fe. Es verdad que su muerte en la cruz y su resurrección son la máxima expresión de su amor redentor, pero no nos olvidemos que toda su vida terrena es revelación y enseñanza. En el período navideño recordemos su infancia.
Para crecer en la fe tendremos necesidad de contemplar con más frecuencia al Niño Jesús. Claro, no conocemos nada de este período de su vida. Las raras indicaciones que tenemos se refieren a la imposición del nombre después de ocho días de su nacimiento y a la presentación en el Templo (cf. Lc 2, 21-28), además de la visita de los Reyes Magos con la siguiente huida a Egipto (cf. Mt 2,1-23). Después hay un salto hasta los doce años, cuando con María y José, Jesús va en peregrinación a Jerusalén para la Pascua y en lugar de regresar con sus padres se detiene en el Templo para hablar con los doctores de la ley.
Como se ve, sabemos poco del Niño Jesús, pero podemos aprender mucho sobre Él si miramos la vida de los niños.
Es una buena costumbre que los padres y abuelos tienen, aquella de mirar a los niños, lo que hacen.
Descubrimos, sobretodo que los niños quieren nuestra atención. Ellos tienen que estar en el centro, ¿por qué? ¿porque son orgullosos? ¡No! Porque necesitan sentirse protegidos. Es necesario también que nosotros pongamos en el centro de nuestra vida a Jesús y sepamos que, aunque parezca paradójico, tenemos la responsabilidad de protegerlo. Quiere estar en nuestros brazos, desea ser atendido y poder fijar su mirada en la nuestra. Además, hacer sonreír al Niño Jesús para demostrarle nuestro amor y nuestra alegría porque Él está en medio de nosotros. Su sonrisa es el símbolo del amor que nos da la certeza de que somos amados.
A los niños, además, les encanta jugar. Pero hacer jugar a un niño significa abandonar nuestra lógica para entrar en la suya. Si queremos que se divierta es necesario entender lo que a él e gusta y no ser egoístas y hacer que ellas hagan lo que nos gusta a nosotros. Es una enseñanza para nosotros.
Delante de Jesús estamos llamados a abandonar nuestra pretensión de autonomía —y este es el quid de la cuestión: nuestra pretensión de autonomía— , para acoger en cambio la verdadera forma de libertad que consiste en conocer a quien tenemos delante y servirlo.
Él es el Hijo de Dios que viene a salvarnos. Ha venido entre nosotros para mostrarnos el rostro del Padre rico de amor y misericordia.
Estrechemos, por lo tanto, entre nuestros brazos al Niño Jesús y pongamos a su servicio: Él es fuente de amor y serenidad.
Y será hermoso que hoy, cuando regresemos a casa, nos acerquemos al pesebre, besar al Niño Jesús, y decirle: «Jesús, yo quiero ser humilde como tú, humilde como Dios», y pedirle esta gracia.
Saludos
Invito a rezar por las víctimas de los desastres que en estos días han afectado a Estados Unidos, Gran Bretaña y Sudamérica, especialmente Paraguay, causando desgraciadamente víctimas, muchos desplazados e ingentes daños.
Que el Señor reconforte a esos pueblos y que la solidaridad fraterna los auxilie en sus necesidades.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. [Veo que hay muchos mexicanos] Acojamos al Señor en nuestros corazones, demostrémosle nuestro amor y el gozo de saber que Él siempre está en medio de nosotros.
Muchas gracias.
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