MENSAJES DEL PAPA FRANCISCO
ENERO 2016
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MENSAJE PARA LA XXIV JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO 2016
Confiar en Jesús misericordioso como María:
“Haced lo que Él os diga” (Jn 2,5)
“Haced lo que Él os diga” (Jn 2,5)
Queridos hermanos y hermanas:
La XXIV Jornada Mundial del Enfermo me ofrece la oportunidad de estar especialmente cerca de vosotros, queridos enfermos, y de todos los que os cuidan.
Debido a que este año dicha Jornada será celebrada solemnemente en
Tierra Santa, propongo meditar la narración evangélica de las bodas de
Caná (Jn 2,1-11), donde Jesús realizó su primer milagro gracias a la mediación de su Madre. El tema elegido, «Confiar en Jesús misericordioso como María: “Haced lo que Él os diga”» (Jn 2,5), se inscribe muy bien en el marco del Jubileo extraordinario de la Misericordia.
La Celebración eucarística central de la Jornada, el 11 de febrero de
2016, memoria litúrgica de Nuestra Señora de Lourdes, tendrá lugar
precisamente en Nazaret, donde «la Palabra se hizo carne, y puso su
morada entre nosotros» (Jn 1,14). Jesús inició allí su misión
salvífica, aplicando a sí mismo las palabras del profeta Isaías, como
dice el evangelista Lucas: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque
él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a
los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad
a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19).
La enfermedad, sobre todo cuando es grave, pone siempre en crisis la
existencia humana y nos plantea grandes interrogantes. La primera
reacción puede ser de rebeldía: ¿Por qué me ha sucedido precisamente a
mí? Podemos sentirnos desesperados, pensar que todo está perdido y que
ya nada tiene sentido…
En esta situación, por una parte la fe en Dios se pone a prueba, pero
al mismo tiempo revela toda su fuerza positiva. No porque la fe haga
desaparecer la enfermedad, el dolor o los interrogantes que plantea, sino porque nos ofrece
una clave con la que podemos descubrir el sentido más profundo de lo
que estamos viviendo; una clave que nos ayuda a ver cómo la enfermedad
puede ser la vía que nos lleva a una cercanía más estrecha con Jesús,
que camina a nuestro lado cargado con la cruz. Y esta clave nos la
proporciona María, su Madre, experta en esta vía.
En las bodas de Caná, María aparece como la mujer atenta que
se da cuenta de un problema muy importante para los esposos: se ha
acabado el vino, símbolo del gozo de la fiesta. María descubre la
dificultad, en cierto sentido la hace suya y, con discreción, actúa
rápidamente. No se limita a mirar, y menos aún se detiene a hacer
juicios, sino que se dirige a Jesús y le presenta el problema tal como
es: «No tienen vino» (Jn 2,3). Y cuando Jesús le hace presente
que aún no ha llegado el momento para que Él se revele (cf. v. 4), dice a
los sirvientes: «Haced lo que Él os diga» (v. 5). Entonces Jesús
realiza el milagro, transformando una gran cantidad de agua en vino, en
un vino que aparece de inmediato como el mejor de toda la fiesta. ¿Qué
enseñanza podemos obtener del misterio de las bodas de Caná para la
Jornada Mundial del Enfermo?
El banquete de bodas de Caná es una imagen de la Iglesia: en el
centro está Jesús misericordioso que realiza la señal; a su alrededor
están los discípulos, las primicias de la nueva comunidad; y cerca de Jesús
y de sus discípulos está María, Madre previsora y orante. María
participa en el gozo de la gente común y contribuye a aumentarlo;
intercede ante su Hijo por el bien de los esposos y de todos los
invitados. Y Jesús no rechazó la petición de su Madre. Cuánta esperanza
nos da este acontecimiento. Tenemos una Madre con ojos vigilantes y compasivos, como los de su Hijo; con un corazón maternal lleno de misericordia, como Él; con unas manos
que quieren ayudar, como las manos de Jesús, que partían el pan para
los hambrientos, que tocaban a los enfermos y los sanaba. Esto nos llena
de confianza y nos abre a la gracia y a la misericordia de Cristo. La
intercesión de María nos permite experimentar la consolación por la que
el apóstol Pablo bendice a Dios: «¡Bendito sea el Dios y Padre de
nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo
consuelo, que nos consuela en cualquier tribulación nuestra hasta el
punto de poder consolar nosotros a los demás en cualquier lucha,
mediante el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios!
Porque lo mismo que abundan en nosotros los sufrimientos de Cristo,
abunda también nuestro consuelo gracias a Cristo» (2 Co 1,3-5). María es la Madre «consolada» que consuela a sus hijos.
En Caná se perfilan los rasgos característicos de Jesús y de su
misión: Él es Aquel que socorre al que está en dificultad y pasa
necesidad. En efecto, en su ministerio mesiánico curará a muchos de sus
enfermedades, dolencias y malos espíritus, dará la vista a los ciegos,
hará caminar a los cojos, devolverá la salud y la dignidad a los
leprosos, resucitará a los muertos y a los pobres anunciará la buena
nueva (cf. Lc 7,21-22). La petición de María, durante el banquete nupcial, puesta por el Espíritu Santo en su corazón de madre, manifestó no sólo el poder mesiánico de Jesús sino también su misericordia.
En la solicitud de María se refleja la ternura de Dios. Y esa misma ternura se hace presente también en
la vida de muchas personas que se encuentran junto a los enfermos y
saben comprender sus necesidades, aún las más ocultas, porque miran con
ojos llenos de amor. Cuántas veces una madre a la cabecera de su hijo
enfermo, o un hijo que se ocupa de su padre anciano, o un nieto que está
cerca del abuelo o de la abuela, confían su súplica en las manos
de la Virgen. Para nuestros seres queridos que sufren por la enfermedad
pedimos en primer lugar la salud; Jesús mismo manifestó la presencia
del Reino de Dios precisamente a través de las curaciones: «Id a
anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los
cojos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos
resucitan» (Mt 11,4-5). Pero el amor animado por la fe hace que
pidamos para ellos algo más grande que la salud física: pedimos la paz,
la serenidad de la vida que parte del corazón y que es don de Dios,
fruto del Espíritu Santo que el Padre no niega nunca a los que se lo
piden con confianza.
En la escena de Caná, además de Jesús y su Madre, están también los que son llamados «sirvientes», que reciben de Ella esta indicación: «Haced lo que Él os diga» (Jn
2,5). Naturalmente el milagro tiene lugar por obra de Cristo; sin
embargo, Él quiere servirse de la ayuda humana para realizar el
prodigio. Habría podido hacer aparecer directamente el vino en las
tinajas. Sin embargo, quiere contar con la colaboración humana, y pide a
los sirvientes que las llenen de agua. Cuánto valora y aprecia Dios
que seamos servidores de los demás. Esta es de las cosas que más nos
asemeja a Jesús, el cual «no ha venido a ser servido sino a servir» (Mc 10,45).
Estos personajes anónimos del Evangelio nos enseñan mucho. No sólo
obedecen, sino que lo hacen generosamente: llenaron las tinajas hasta el
borde (cf. Jn 2,7). Se fían de la Madre, y con prontitud hacen bien lo que se les pide, sin lamentarse, sin hacer cálculos.
En esta Jornada Mundial del Enfermo podemos pedir a Jesús
misericordioso por la intercesión de María, Madre suya y nuestra, que
nos conceda esta disponibilidad para servir a los necesitados, y
concretamente a nuestros hermanos enfermos. A veces este servicio puede
resultar duro, pesado, pero estamos seguros de que el Señor no dejará de
transformar nuestro esfuerzo humano en algo divino. También nosotros
podemos ser manos, brazos, corazones que ayudan a Dios a realizar sus
prodigios, con frecuencia escondidos. También nosotros, sanos o
enfermos, podemos ofrecer nuestros cansancios y sufrimientos como el
agua que llenó las tinajas en las bodas de Caná y fue transformada en el
mejor vino. Cada vez que se ayuda discretamente a quien sufre, o cuando se está enfermo, se tiene la ocasión de cargar sobre los propios hombros la cruz de cada día y de seguir al Maestro (cf. Lc 9,23); y aún cuando el encuentro con el sufrimiento sea siempre un misterio, Jesús nos ayuda a encontrarle sentido.
Si sabemos escuchar la voz de María, que nos dice también a
nosotros: «Haced lo que Él os diga», Jesús transformará siempre el agua
de nuestra vida en vino bueno. Así, esta Jornada Mundial del Enfermo,
celebrada solemnemente en Tierra Santa, ayudará a realizar el deseo que
he manifestado en la Bula de convocación del Jubileo Extraordinario de
la Misericordia: «Este Año Jubilar vivido en la misericordia pueda
favorecer el encuentro con [el Hebraísmo, el Islam] y con las otras
nobles tradiciones religiosas; nos haga más abiertos al diálogo para
conocernos y comprendernos mejor; elimine toda forma de cerrazón y
desprecio, y aleje cualquier forma de violencia y de discriminación» (Misericordiae Vultus,
23). Cada hospital o clínica puede ser un signo visible y un lugar que
promueva la cultura del encuentro y de la paz, y en el que la
experiencia de la enfermedad y del sufrimiento, así como también la
ayuda profesional y fraterna, contribuyan a superar todo límite y
división.
Son un ejemplo para nosotros las dos monjas canonizadas en el pasado mes de mayo:
santa María Alfonsina Danil Ghattas y santa María de Jesús Crucificado
Baouardy, ambas hijas de la Tierra Santa. La primera fue testigo de
mansedumbre y de unidad, ofreciendo un claro testimonio de la
importancia que tiene el que seamos unos responsables de los otros
importante es que seamos responsables unos de otros, de que vivíamos al
servicio de los demás. La segunda, mujer humilde e iletrada, fue dócil
al Espíritu Santo y se convirtió en instrumento de encuentro con el
mundo musulmán.
A todos los que están al servicio de los enfermos y de los que
sufren, les deseo que estén animados por el ejemplo de María, Madre de
la Misericordia. «La dulzura de su mirada nos acompañe en este
Año Santo, a fin de que todos podamos descubrir la alegría de la ternura
de Dios» (ibíd., 24) y llevarla grabada en nuestros corazones y
en nuestros gestos. Encomendemos a la intercesión de la Virgen nuestras
ansias y tribulaciones, junto con nuestros gozos y consolaciones, y
dirijamos a ella nuestra oración, para que vuelva a nosotros sus ojos
misericordiosos, especialmente en los momentos de dolor, y nos haga
dignos de contemplar hoy y por toda la eternidad el Rostro de la
misericordia, su Hijo Jesús.
Acompaño esta súplica por todos vosotros con mi Bendición Apostólica.
Dado en el Vaticano, el 15 de setiembre de 2015
Memoria de Nuestra Señora de los Dolores.
FRANCISCO
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MENSAJE PARA LA CUARESMA 2016
“Misericordia quiero y no sacrificio” (Mt 9,13).
Las obras de misericordia en el camino jubilar
Las obras de misericordia en el camino jubilar
1. María, icono de una Iglesia que evangeliza porque es evangelizada
En la Bula de convocación del Jubileo invité a que «la Cuaresma de
este Año Jubilar sea vivida con mayor intensidad, como momento fuerte
para celebrar y experimentar la misericordia de Dios» (Misericordiae vultus,
17). Con la invitación a escuchar la Palabra de Dios y a participar en
la iniciativa «24 horas para el Señor» quise hacer hincapié en la
primacía de la escucha orante de la Palabra, especialmente de la palabra
profética. La misericordia de Dios, en efecto, es un anuncio al mundo:
pero cada cristiano está llamado a experimentar en primera persona ese
anuncio. Por eso, en el tiempo de la Cuaresma enviaré a los Misioneros
de la Misericordia, a fin de que sean para todos un signo concreto de la
cercanía y del perdón de Dios.
María, después de haber acogido la Buena Noticia que le dirige el arcángel Gabriel, canta proféticamente en el Magnificat
la misericordia con la que Dios la ha elegido. La Virgen de Nazaret,
prometida con José, se convierte así en el icono perfecto de la Iglesia
que evangeliza, porque fue y sigue siendo evangelizada por obra del
Espíritu Santo, que hizo fecundo su vientre virginal. En la tradición
profética, en su etimología, la misericordia está estrechamente
vinculada, precisamente con las entrañas maternas (rahamim) y con una bondad generosa, fiel y compasiva (hesed) que se tiene en el seno de las relaciones conyugales y parentales.
2. La alianza de Dios con los hombres: una historia de misericordia
El misterio de la misericordia divina se revela a lo largo de la
historia de la alianza entre Dios y su pueblo Israel. Dios, en efecto,
se muestra siempre rico en misericordia, dispuesto a derramar en su
pueblo, en cada circunstancia, una ternura y una compasión visceral,
especialmente en los momentos más dramáticos, cuando la infidelidad
rompe el vínculo del Pacto y es preciso ratificar la alianza de modo más
estable en la justicia y la verdad. Aquí estamos frente a un auténtico
drama de amor, en el cual Dios desempeña el papel de padre y de marido
traicionado, mientras que Israel el de hijo/hija y el de esposa infiel.
Son justamente las imágenes familiares —como en el caso de Oseas (cf. Os 1-2)— las que expresan hasta qué punto Dios desea unirse a su pueblo.
Este drama de amor alcanza su culmen en el Hijo hecho hombre. En él
Dios derrama su ilimitada misericordia hasta tal punto que hace de él la
«Misericordia encarnada» (Misericordiae vultus,
8). En efecto, como hombre, Jesús de Nazaret es hijo de Israel a todos
los efectos. Y lo es hasta tal punto que encarna la escucha perfecta de
Dios que el Shemà requiere a todo judío, y que todavía hoy es el
corazón de la alianza de Dios con Israel: «Escucha, Israel: El Señor es
nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás, pues, al Señor, tu Dios, con
todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt
6,4-5). El Hijo de Dios es el Esposo que hace cualquier cosa por ganarse
el amor de su Esposa, con quien está unido con un amor incondicional,
que se hace visible en las nupcias eternas con ella.
Es éste el corazón del kerygma apostólico, en el cual la
misericordia divina ocupa un lugar central y fundamental. Es «la belleza
del amor salvífico de Dios manifestado en Jesucristo muerto y
resucitado» (Exh. ap. Evangelii gaudium,
36), el primer anuncio que «siempre hay que volver a escuchar de
diversas maneras y siempre hay que volver a anunciar de una forma o de
otra a lo largo de la catequesis» (ibíd., 164). La Misericordia
entonces «expresa el comportamiento de Dios hacia el pecador,
ofreciéndole una ulterior posibilidad para examinarse, convertirse y
creer» (Misericordiae vultus,
21), restableciendo de ese modo la relación con él. Y, en Jesús
crucificado, Dios quiere alcanzar al pecador incluso en su lejanía más
extrema, justamente allí donde se perdió y se alejó de Él. Y esto lo
hace con la esperanza de poder así, finalmente, enternecer el corazón
endurecido de su Esposa.
3. Las obras de misericordia
La misericordia de Dios transforma el corazón del hombre haciéndole
experimentar un amor fiel, y lo hace a su vez capaz de misericordia. Es
siempre un milagro el que la misericordia divina se irradie en la vida
de cada uno de nosotros, impulsándonos a amar al prójimo y animándonos a
vivir lo que la tradición de la Iglesia llama las obras de misericordia
corporales y espirituales. Ellas nos recuerdan que nuestra fe se
traduce en gestos concretos y cotidianos, destinados a ayudar a nuestro
prójimo en el cuerpo y en el espíritu, y sobre los que seremos juzgados:
nutrirlo, visitarlo, consolarlo y educarlo. Por eso, expresé mi deseo
de que «el pueblo cristiano reflexione durante el Jubileo sobre las
obras de misericordia corporales y espirituales. Será un modo para
despertar nuestra conciencia, muchas veces aletargada ante el drama de
la pobreza, y para entrar todavía más en el corazón del Evangelio, donde
los pobres son los privilegiados de la misericordia divina» (ibíd.,
15). En el pobre, en efecto, la carne de Cristo «se hace de nuevo
visible como cuerpo martirizado, llagado, flagelado, desnutrido, en
fuga... para que nosotros lo reconozcamos, lo toquemos y lo asistamos
con cuidado» (ibíd.). Misterio inaudito y escandaloso la
continuación en la historia del sufrimiento del Cordero Inocente, zarza
ardiente de amor gratuito ante el cual, como Moisés, sólo podemos
quitarnos las sandalias (cf. Ex 3,5); más aún cuando el pobre es el hermano o la hermana en Cristo que sufren a causa de su fe.
Ante este amor fuerte como la muerte (cf. Ct 8,6), el pobre
más miserable es quien no acepta reconocerse como tal. Cree que es rico,
pero en realidad es el más pobre de los pobres. Esto es así porque es
esclavo del pecado, que lo empuja a utilizar la riqueza y el poder no
para servir a Dios y a los demás, sino parar sofocar dentro de sí la
íntima convicción de que tampoco él es más que un pobre mendigo. Y
cuanto mayor es el poder y la riqueza a su disposición, tanto mayor
puede llegar a ser este engañoso ofuscamiento. Llega hasta tal punto que
ni siquiera ve al pobre Lázaro, que mendiga a la puerta de su casa (cf.
Lc 16,20-21), y que es figura de Cristo que en los pobres
mendiga nuestra conversión. Lázaro es la posibilidad de conversión que
Dios nos ofrece y que quizá no vemos. Y este ofuscamiento va acompañado
de un soberbio delirio de omnipotencia, en el cual resuena
siniestramente el demoníaco «seréis como Dios» (Gn 3,5) que es la
raíz de todo pecado.
Ese delirio también puede asumir formas sociales y
políticas, como han mostrado los totalitarismos del siglo XX, y como
muestran hoy las ideologías del pensamiento único y de la tecnociencia,
que pretenden hacer que Dios sea irrelevante y que el hombre se reduzca a
una masa para utilizar. Y actualmente también pueden mostrarlo las
estructuras de pecado vinculadas a un modelo falso de desarrollo, basado
en la idolatría del dinero, como consecuencia del cual las personas y
las sociedades más ricas se vuelven indiferentes al destino de los
pobres, a quienes cierran sus puertas, negándose incluso a mirarlos.
La Cuaresma de este Año Jubilar, pues, es para todos un tiempo
favorable para salir por fin de nuestra alienación existencial gracias a
la escucha de la Palabra y a las obras de misericordia. Mediante las
corporales tocamos la carne de Cristo en los hermanos y hermanas que
necesitan ser nutridos, vestidos, alojados, visitados, mientras que las
espirituales tocan más directamente nuestra condición de pecadores:
aconsejar, enseñar, perdonar, amonestar, rezar. Por tanto, nunca hay que
separar las obras corporales de las espirituales. Precisamente tocando
en el mísero la carne de Jesús crucificado el pecador podrá recibir como
don la conciencia de que él mismo es un pobre mendigo. A través de este
camino también los «soberbios», los «poderosos» y los «ricos», de los
que habla el Magnificat, tienen la posibilidad de darse cuenta de
que son inmerecidamente amados por Cristo crucificado, muerto y
resucitado por ellos. Sólo en este amor está la respuesta a la sed de
felicidad y de amor infinitos que el hombre —engañándose— cree poder
colmar con los ídolos del saber, del poder y del poseer. Sin embargo,
siempre queda el peligro de que, a causa de un cerrarse cada vez más
herméticamente a Cristo, que en el pobre sigue llamando a la puerta de
su corazón, los soberbios, los ricos y los poderosos acaben por
condenarse a sí mismos a caer en el eterno abismo de soledad que es el
infierno. He aquí, pues, que resuenan de nuevo para ellos, al igual que
para todos nosotros, las lacerantes palabras de Abrahán: «Tienen a
Moisés y los Profetas; que los escuchen» (Lc 16,29). Esta escucha
activa nos preparará del mejor modo posible para celebrar la victoria
definitiva sobre el pecado y sobre la muerte del Esposo ya resucitado,
que desea purificar a su Esposa prometida, a la espera de su venida.
No perdamos este tiempo de Cuaresma favorable para la conversión. Lo
pedimos por la intercesión materna de la Virgen María, que fue la
primera que, frente a la grandeza de la misericordia divina que recibió
gratuitamente, confesó su propia pequeñez (cf. Lc 1,48), reconociéndose como la humilde esclava del Señor (cf. Lc 1,38).
Vaticano, 4 de octubre de 2015
Fiesta de San Francisco de Assis
Fiesta de San Francisco de Assis
FRANCISCO
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MENSAJE PARA LA 50 JORNADA MUNDIAL
DE LAS COMUNICACIONES SOCIALES
DE LAS COMUNICACIONES SOCIALES
Comunicación y Misericordia: un encuentro fecundo
Queridos hermanos y hermanas:
El Año Santo de la Misericordia nos invita a reflexionar sobre la
relación entre la comunicación y la misericordia. En efecto, la Iglesia,
unida a Cristo, encarnación viva de Dios Misericordioso, está llamada a
vivir la misericordia como rasgo distintivo de todo su ser y actuar. Lo
que decimos y cómo lo decimos, cada palabra y cada gesto debería
expresar la compasión, la ternura y el perdón de Dios para con todos. El
amor, por su naturaleza, es comunicación, lleva a la apertura, no al
aislamiento. Y si nuestro corazón y nuestros gestos están animados por
la caridad, por el amor divino, nuestra comunicación será portadora de
la fuerza de Dios.
Como hijos de Dios estamos llamados a comunicar con todos, sin
exclusión. En particular, es característico del lenguaje y de las
acciones de la Iglesia transmitir misericordia, para tocar el corazón de
las personas y sostenerlas en el camino hacia la plenitud de la vida,
que Jesucristo, enviado por el Padre, ha venido a traer a todos. Se
trata de acoger en nosotros y de difundir a nuestro alrededor el calor
de la Iglesia Madre, de modo que Jesús sea conocido y amado, ese calor
que da contenido a las palabras de la fe y que enciende, en la
predicación y en el testimonio, la «chispa» que los hace vivos.
La comunicación tiene el poder de crear puentes, de favorecer el
encuentro y la inclusión, enriqueciendo de este modo la sociedad. Es
hermoso ver personas que se afanan en elegir con cuidado las palabras y
los gestos para superar las incomprensiones, curar la memoria herida y
construir paz y armonía. Las palabras pueden construir puentes entre las
personas, las familias, los grupos sociales y los pueblos. Y esto es
posible tanto en el mundo físico como en el digital. Por tanto, que las
palabras y las acciones sean apropiadas para ayudarnos a salir de los
círculos viciosos de las condenas y las venganzas, que siguen
enmarañando a individuos y naciones, y que llevan a expresarse con
mensajes de odio. La palabra del cristiano, sin embargo, se propone
hacer crecer la comunión e, incluso cuando debe condenar con firmeza el
mal, trata de no romper nunca la relación y la comunicación.
Quisiera, por tanto, invitar a las personas de buena voluntad a
descubrir el poder de la misericordia de sanar las relaciones dañadas y
de volver a llevar paz y armonía a las familias y a las comunidades.
Todos sabemos en qué modo las viejas heridas y los resentimientos que
arrastramos pueden atrapar a las personas e impedirles comunicarse y
reconciliarse. Esto vale también para las relaciones entre los pueblos.
En todos estos casos la misericordia es capaz de activar un nuevo modo
de hablar y dialogar, como tan elocuentemente expresó Shakespeare: «La
misericordia no es obligatoria, cae como la dulce lluvia del cielo sobre
la tierra que está bajo ella. Es una doble bendición: bendice al que la
concede y al que la recibe» (El mercader de Venecia, Acto IV, Escena I).
Es deseable que también el lenguaje de la política y de la diplomacia
se deje inspirar por la misericordia, que nunca da nada por perdido.
Hago un llamamiento sobre todo a cuantos tienen responsabilidades
institucionales, políticas y de formar la opinión pública, a que estén
siempre atentos al modo de expresase cuando se refieren a quien piensa o
actúa de forma distinta, o a quienes han cometido errores. Es fácil
ceder a la tentación de aprovechar estas situaciones y alimentar de ese
modo las llamas de la desconfianza, del miedo, del odio. Se necesita,
sin embargo, valentía para orientar a las personas hacia procesos de
reconciliación. Y es precisamente esa audacia positiva y creativa la que
ofrece verdaderas soluciones a antiguos conflictos así como la
oportunidad de realizar una paz duradera. «Bienaventurados los
misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. […]
Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados
hijos de Dios» (Mt 5,7.9).
Cómo desearía que nuestro modo de comunicar, y también nuestro
servicio de pastores de la Iglesia, nunca expresara el orgullo soberbio
del triunfo sobre el enemigo, ni humillara a quienes la mentalidad del
mundo considera perdedores y material de desecho. La misericordia puede
ayudar a mitigar las adversidades de la vida y a ofrecer calor a quienes
han conocido sólo la frialdad del juicio. Que el estilo de nuestra
comunicación sea tal, que supere la lógica que separa netamente los
pecadores de los justos. Nosotros podemos y debemos juzgar situaciones
de pecado –violencia, corrupción, explotación, etc.–, pero no podemos
juzgar a las personas, porque sólo Dios puede leer en profundidad sus
corazones. Nuestra tarea es amonestar a quien se equivoca, denunciando
la maldad y la injusticia de ciertos comportamientos, con el fin de
liberar a las víctimas y de levantar al caído. El evangelio de Juan nos
recuerda que «la verdad os hará libres» (Jn 8,32). Esta verdad
es, en definitiva, Cristo mismo, cuya dulce misericordia es el modelo
para nuestro modo de anunciar la verdad y condenar la injusticia.
Nuestra primordial tarea es afirmar la verdad con amor (cf. Ef 4,15).
Sólo palabras pronunciadas con amor y acompañadas de mansedumbre y
misericordia tocan los corazones de quienes somos pecadores. Palabras y
gestos duros y moralistas corren el riesgo hundir más a quienes
querríamos conducir a la conversión y a la libertad, reforzando su
sentido de negación y de defensa.
Algunos piensan que una visión de la sociedad enraizada en la
misericordia es injustificadamente idealista o excesivamente indulgente.
Pero probemos a reflexionar sobre nuestras primeras experiencias de
relación en el seno de la familia. Los padres nos han amado y apreciado
más por lo que somos que por nuestras capacidades y nuestros éxitos. Los
padres quieren naturalmente lo mejor para sus propios hijos, pero su
amor nunca está condicionado por el alcance de los objetivos. La casa
paterna es el lugar donde siempre eres acogido (cf. Lc 15,11-32).
Quisiera alentar a todos a pensar en la sociedad humana, no como un
espacio en el que los extraños compiten y buscan prevalecer, sino más
bien como una casa o una familia, donde la puerta está siempre abierta y
en la que sus miembros se acogen mutuamente.
Para esto es fundamental escuchar. Comunicar significa compartir, y
para compartir se necesita escuchar, acoger. Escuchar es mucho más que
oír. Oír hace referencia al ámbito de la información; escuchar, sin
embargo, evoca la comunicación, y necesita cercanía. La escucha nos
permite asumir la actitud justa, dejando atrás la tranquila condición de
espectadores, usuarios, consumidores. Escuchar significa también ser
capaces de compartir preguntas y dudas, de recorrer un camino al lado
del otro, de liberarse de cualquier presunción de omnipotencia y de
poner humildemente las propias capacidades y los propios dones al
servicio del bien común.
Escuchar nunca es fácil. A veces es más cómodo fingir ser sordos.
Escuchar significa prestar atención, tener deseo de comprender, de
valorar, respetar, custodiar la palabra del otro. En la escucha se
origina una especie de martirio, un sacrificio de sí mismo en el que se
renueva el gesto realizado por Moisés ante la zarza ardiente: quitarse
las sandalias en el «terreno sagrado» del encuentro con el otro que me
habla (cf. Ex 3,5). Saber escuchar es una gracia inmensa, es un don que se ha de pedir para poder después ejercitarse practicándolo.
También los correos electrónicos, los mensajes de texto, las redes
sociales, los foros pueden ser formas de comunicación plenamente
humanas. No es la tecnología la que determina si la comunicación es
auténtica o no, sino el corazón del hombre y su capacidad para usar bien
los medios a su disposición. Las redes sociales son capaces de
favorecer las relaciones y de promover el bien de la sociedad, pero
también pueden conducir a una ulterior polarización y división entre las
personas y los grupos. El entorno digital es una plaza, un lugar de
encuentro, donde se puede acariciar o herir, tener una provechosa
discusión o un linchamiento moral. Pido que el Año Jubilar vivido en la
misericordia «nos haga más abiertos al diálogo para conocernos y
comprendernos mejor; elimine toda forma de cerrazón y desprecio, y aleje
cualquier forma de violencia y de discriminación» (Misericordiae vultus,
23). También en red se construye una verdadera ciudadanía. El acceso a
las redes digitales lleva consigo una responsabilidad por el otro, que
no vemos pero que es real, tiene una dignidad que debe ser respetada. La
red puede ser bien utilizada para hacer crecer una sociedad sana y
abierta a la puesta en común.
La comunicación, sus lugares y sus instrumentos han traído consigo un
alargamiento de los horizontes para muchas personas. Esto es un don de
Dios, y es también una gran responsabilidad. Me gusta definir este poder
de la comunicación como «proximidad». El encuentro entre la
comunicación y la misericordia es fecundo en la medida en que genera una
proximidad que se hace cargo, consuela, cura, acompaña y celebra. En un
mundo dividido, fragmentado, polarizado, comunicar con misericordia
significa contribuir a la buena, libre y solidaria cercanía entre los
hijos de Dios y los hermanos en humanidad.
Vaticano, 24 de enero de 2016
FRANCISCO
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PARA EL JUBILEO DE LA MISERICORDIA
DE LOS JÓVENES
DE LOS JÓVENES
Crecer misericordiosos como el Padre
Queridos jóvenes:
La Iglesia está viviendo el Año Santo de la Misericordia, un tiempo de gracia, de paz, de conversión y de alegría que concierne a todos: grandes y pequeños, cercanos y lejanos. No hay fronteras ni distancias que puedan impedir a la misericordia del Padre llegar a nosotros y hacerse presente entre nosotros. Ahora, la Puerta Santa ya está abierta en Roma y en todas las diócesis del mundo.
Este tiempo precioso también os atañe a vosotros, queridos jóvenes, y yo me dirijo a vosotros para invitaros a participar en él, a ser protagonistas, descubriendo que sois hijos de Dios (cf. 1 Jn 3,1). Quisiera llamaros uno a uno, quisiera llamaros por vuestro nombre, como hace Jesús todos los días, porque sabéis bien que vuestros nombres están escritos en el cielo (Lc 10,20), están grabados en el corazón del Padre, que es el Corazón Misericordioso del que nace toda reconciliación y toda dulzura.
El Jubileo es todo un año en el que cada momento es llamado santo, para que toda nuestra existencia sea santa. Es una ocasión para descubrir que vivir como hermanos es una gran fiesta, la más hermosa que podamos soñar, la celebración sin fin que Jesús nos ha enseñado a cantar a través de su Espíritu. El Jubileo es la fiesta a la que Jesús invita a todos, sin distinciones ni excepciones. Por eso he querido vivir también con vosotros algunas jornadas de oración y de fiesta. Por tanto, os espero el próximo mes de abril.
«Crecer misericordiosos como el Padre» es el título de vuestro Jubileo, pero es también la oración que hacemos por todos vosotros, acogiéndoos en el nombre de Jesús. Crecer misericordioso significa aprender a ser valiente en el amor concreto y desinteresado, comporta hacerse mayores tanto física como interiormente. Os estáis preparando para ser cristianos capaces de tomar decisiones y gestos valientes, capaces de construir todos los días, incluso en las pequeñas cosas, un mundo de paz.
Vuestra edad es una etapa de cambios increíbles, en la que todo parece posible e imposible al mismo tiempo. Os reitero con insistencia: «Permaneced estables en el camino de la fe con una firme esperanza en el Señor. Aquí está el secreto de nuestro camino. Él nos da el valor para caminar contra corriente. Lo estáis oyendo, jóvenes: caminar contra corriente. Esto hace bien al corazón, pero hay que ser valientes para ir contra corriente y él nos da esta fuerza [...] Con él podemos hacer cosas grandes y sentiremos el gozo de ser sus discípulos, sus testigos. Apostad por los grandes ideales, por las cosas grandes. Los cristianos no hemos sido elegidos por el Señor para pequeñeces. Hemos de ir siempre más allá, hacia las cosas grandes. Jóvenes, poned en juego vuestra vida por grandes ideales» (Homilía en la Misa de Confirmación, 28 abril 2013).
No me olvido de vosotros, chicos y chicas que vivís en situaciones de guerra, de pobreza extrema, de penurias cotidianas, de abandono. No perdáis la esperanza, el Señor tiene un gran sueño que quiere hacer realidad con vosotros. Vuestros amigos y compañeros que viven en condiciones menos dramáticas se acuerdan de vosotros y se comprometen a que la paz y la justicia lleguen a todos. No creáis a las palabras de odio y terror que se repiten a menudo; por el contrario, construid nuevas amistades. Ofreced vuestro tiempo, preocupaos siempre de quienes os piden ayuda. Sed valientes e id contracorriente, sed amigos de Jesús, que es el Príncipe de la Paz (cf. Is 9,6): « En él todo habla de misericordia. Nada en él es falto de compasión» (Misericordiae vultus, 8).
Ya sé que no todos podréis venir a Roma, pero el Jubileo es verdaderamente para todos y se celebrará también en vuestras iglesias locales. Todos estáis invitados a este momento de alegría. No preparéis sólo mochilas y pancartas, preparad especialmente vuestro corazón y vuestra mente. Meditad bien los deseos que presentaréis a Jesús en el sacramento de la Reconciliación y de la Eucaristía que celebraremos juntos. Cuando atraveséis la Puerta Santa, recordad que os comprometéis a hacer santa vuestra vida, a alimentaros del Evangelio y la Eucaristía, que son la Palabra y el Pan de la vida, para poder construir un mundo más justo y fraterno.
Que el Señor bendiga cada uno de vuestros pasos hacia la Puerta Santa. Rezo por vosotros al Espíritu Santo para que os guíe e ilumine. Que la Virgen María, que es Madre de todos, sea para vosotros, para vuestras familias y para cuantos os ayudan a crecer en la bondad y la gracia, una verdadera puerta de la Misericordia.
Vaticano, 6 de enero de 2016, Solemnidad de la Epifanía
FRANCISCO
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