jueves, 4 de febrero de 2016

FRANCISCO: Homilías de enero 2016 (25, 10, 6, 1°[2] y 31-Dic-2015)

HOMILÍAS DEL SANTO PADRE FRANCISCO
ENERO 2016 






Basílica de San Pablo Extramuros
Lunes 25 de enero de 2016


«Soy el menor de los apóstoles [...] porque he perseguido a la Iglesia de Dios. Pero por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia para conmigo no se ha frustrado en mí» (1 Cor 15 ,9-10). Así resume el apóstol Pablo el significado de su conversión. Ésta, que tuvo lugar tras el encuentro fulgurante con Cristo resucitado (cf. 1 Cor 9 ,1) en el camino de Jerusalén a Damasco, no es principalmente un cambio moral, sino una experiencia transformadora de la gracia de Cristo, y al mismo tiempo la llamada a una nueva misión, la de anunciar a todos a aquel Jesús a quien antes perseguía, hostigando a sus discípulos. En ese momento, de hecho, Pablo entiende que entre el Cristo eternamente vivo y sus seguidores hay una unión real y trascendente: Jesús vive y está presente en ellos y ellos viven en Él. La vocación a ser un apóstol no se funda en los méritos humanos de Pablo, quien se considera «ínfimo» e «indigno», sino en la bondad infinita de Dios, que lo eligió y le confió el ministerio.


Una comprensión similar de lo que sucedió en el camino de Damasco es testimoniada por san Pablo también en la primera Carta a Timoteo: «Doy gracias a Cristo Jesús, Señor nuestro, que me hizo capaz, se fió de mí y me confió este ministerio, a mí, que antes era un blasfemo, un perseguidor y un insolente. Pero Dios tuvo compasión de mí porque no sabía lo que hacía, pues estaba lejos de la fe; sin embargo, la gracia de nuestro Señor sobreabundó en mí junto con la fe y el amor que tienen su fundamento en Cristo Jesús» (1, 12-14). La sobreabundante misericordia de Dios es la única razón en la cual se funda el ministerio de Pablo, y es al mismo tiempo lo que el apóstol tiene que anunciar a todos.


La experiencia de san Pablo es similar a la de las comunidades a las cuales el apóstol Pedro dirige su primera Carta. San Pedro se dirige a los miembros de comunidades pequeñas y frágiles, expuestas a la amenaza de las persecuciones y aplica a ellos los títulos gloriosos atribuidos al pueblo santo de Dios: «linaje elegido, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido por Dios» (1 Pt 2, 9). Para esos primeros cristianos, como hoy para todos nosotros bautizados, es motivo de consuelo y de constante estupor el saber que hemos sido elegidos para formar parte del diseño de salvación de Dios, actuado en Jesucristo y en la Iglesia. «Señor, ¿por qué precisamente yo?»; «¿por qué nosotros?». Alcanzamos aquí el misterio de la misericordia y la elección de Dios: el Padre ama a todos y quiere salvar a todos, y por eso llama a algunos, «conquistándolos» con su gracia, para que a través de ellos su amor pueda llegar a todos. La misión del entero pueblo de Dios es la de anunciar las maravillas del Señor, la primera la del Misterio pascual de Cristo, por medio del cual hemos pasado de las tinieblas del pecado y la muerte, al esplendor de su vida, nueva y eterna (cf. 1 Pe 2, 10).


A la luz de la Palabra de Dios que hemos escuchado, y que nos ha guiado durante esta Semana de oración por la unidad de los cristianos, realmente podemos decir que todos los creyentes en Cristo estamos «llamados a anunciar las maravillas de Dios» (cf. 1 Pe 2, 9). Más allá de las diferencias que todavía nos separan, reconozcamos con alegría, que en el origen de la vida cristiana hay siempre una llamada, cuyo autor es Dios mismo. Podemos avanzar en el camino hacia la plena comunión visible entre los cristianos no sólo cuando nos acercamos los unos a los otros, sino sobre todo en la medida en que nos convertimos al Señor, que por su gracia nos elige y nos llama a ser sus discípulos. Y convertirse significa dejar que el Señor viva y trabaje en nosotros. Por este motivo, cuando los cristianos de diferentes Iglesias escuchan juntos la Palabra de Dios y tratan de ponerla en práctica, realizan pasos verdaderamente importantes hacia la unidad. Y no sólo la llamada nos une; también compartimos la misma misión: anunciar a todos las obras maravillosas de Dios. 


Como san Pablo, y como los fieles a quienes escribe san Pedro, también nosotros no podemos dejar de anunciar el amor misericordioso que nos ha conquistado y transformado. Mientras estamos en camino hacia la plena comunión entre nosotros, ya podemos desarrollar múltiples formas de colaboración, trabajar juntos para favorecer la difusión del Evangelio. Y caminando y trabajando juntos, nos damos cuenta de que ya estamos unidos en el nombre del Señor. La unidad se hace en el camino.


En este Año jubilar extraordinario de la Misericordia, tengamos bien presente que no puede haber una auténtica búsqueda de la unidad de los cristianos sin un confiarse plenamente a la misericordia del Padre. En primer lugar pidamos perdón por el pecado de nuestras divisiones, que son una herida abierta en el Cuerpo de Cristo. Como obispo de Roma y Pastor de la Iglesia católica, quiero invocar misericordia y perdón por los comportamientos no evangélicos por parte de los católicos hacia los cristianos de otras Iglesias. Al mismo tiempo, invito a todos los hermanos y hermanas católicos a perdonar si, hoy o en el pasado, han sido ofendidos por otros cristianos. No podemos borrar lo que ha sido, pero no queremos permitir que el peso de las culpas del pasado continúe contaminando nuestras relaciones. La misericordia de Dios renovará nuestras relaciones.


En este clima de intensa oración, saludo fraternalmente a Su eminencia el metropolita Gennadios, representante del Patriarcado ecuménico, a Su gracia David Moxon, representante personal en Roma del arzobispo de Canterbury, y a todos los representantes de las diversas Iglesias y Comunidades eclesiales de Roma, reunidos aquí esta tarde. Con ellos hemos pasado a través de la Puerta Santa de esta Basílica, para recordar que la única puerta que nos conduce a la salvación es Jesucristo, nuestro Señor, el rostro misericordioso del Padre. Dirijo también un cordial saludo a los jóvenes ortodoxos y ortodoxos orientales que estudian aquí, en Roma, con el apoyo del Comité de colaboración cultural con las Iglesias ortodoxas, que trabaja en el Consejo para la promoción de la unidad de los cristianos, así como a los estudiantes del Ecumenical Institute of Bossey, en visita aquí en Roma para profundizar su conocimiento de la Iglesia católica.


Queridos hermanos y hermanas, unámonos a la oración que Jesucristo dirigió al Padre: «Que todos sean uno [...] para que el mundo crea» (Jn 17, 21). La unidad es don de la misericordia de Dios Padre. Aquí ante la tumba de san Pablo, apóstol y mártir, custodiada en esta espléndida Basílica, sentimos que nuestra humilde petición es apoyada por la intercesión de la multitud de mártires cristianos de ayer y de hoy. Ellos han respondido con generosidad a la llamada del Señor, han dado fiel testimonio, con su vida, de las maravillas que Dios ha realizado por nosotros, y ya experimentan la plena comunión en la presencia de Dios Padre. Sostenidos por su ejemplo —este ejemplo que hace el ecumenismo de sangre— y confortados por su intercesión, dirigimos a Dios nuestra humilde oración.


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Capilla Sixtina
Domingo 10 de enero de 2016


Cuarenta días después de su nacimiento, Jesús es llevado al Templo. María y José lo llevaron para presentárselo a Dios.


Hoy, la fiesta del Bautismo del Señor, los padres traéis a vuestros hijos para que reciban el Bautismo, para recibir lo que habéis pedido al comienzo, cuando os he hecho la primera pregunta: «La fe. Quiero la fe para mi hijo». Y así la fe se transmite de una generación a otra como una cadena, a lo largo del tiempo.


Estos niños y estas niñas, pasados los años, ocuparán vuestro lugar con otro hijo —vuestros nietos— y pedirán lo mismo: la fe. La fe que nos da el Bautismo.


La fe que hoy el Espíritu Santo trae al corazón, al alma, a la vida de estos hijos vuestros.
Vosotros habéis pedido la fe. La Iglesia, cuando os entregará la vela encendida, os dirá que custodiéis la fe de estos niños.


Y al final, no os olvidéis que la mayor herencia que podréis dar a vuestros niños es la fe. Buscad que no se pierda, hacedla crecer y dejarla como herencia.


Os deseo estoy hoy, en este día de felicidad para vosotros: os deseo que seáis capaces de hacer crecer a estos niños en la fe, y que la mayor herencia que ellos reciban de vosotros sea justamente la fe.


Sólo un aviso: cuando un niño llora porque tiene hambre, a las mamás les digo: Si tu niño tiene hambre, dale de comer aquí con toda libertad.


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Basílica Vaticana
Miércoles 6 de enero de 2016


Las palabras que el profeta Isaías dirige a la ciudad santa de Jerusalén nos invitan a levantarnos, a salir; a salir de nuestras clausuras, a salir de nosotros mismos, y a reconocer el esplendor de la luz que ilumina nuestras vidas: «¡Levántate y resplandece, porque llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti!» (60,1). «Tu luz» es la gloria del Señor. La Iglesia no puede pretender brillar con luz propia, no puede. San Ambrosio nos lo recuerda con una hermosa expresión, aplicando a la Iglesia la imagen de la luna: «La Iglesia es verdaderamente como la luna: […] no brilla con luz propia, sino con la luz de Cristo. Recibe su esplendor del Sol de justicia, para poder decir luego: “Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí”» (Hexameron, IV, 8, 32). Cristo es la luz verdadera que brilla; y, en la medida en que la Iglesia está unida a él, en la medida en que se deja iluminar por él, ilumina también la vida de las personas y de los pueblos. Por eso, los santos Padres veían a la Iglesia como el «mysterium lunae».


Necesitamos de esta luz que viene de lo alto para responder con coherencia a la vocación que hemos recibido. Anunciar el Evangelio de Cristo no es una opción más entre otras posibles, ni tampoco una profesión. Para la Iglesia, ser misionera no significa hacer proselitismo; para la Iglesia, ser misionera equivale a manifestar su propia naturaleza: dejarse iluminar por Dios y reflejar su luz. Este es su servicio. No hay otro camino. La misión es su vocación: hacer resplandecer la luz de Cristo es su servicio. Muchas personas esperan de nosotros este compromiso misionero, porque necesitan a Cristo, necesitan conocer el rostro del Padre.


Los Magos, que aparecen en el Evangelio de Mateo, son una prueba viva de que las semillas de verdad están presentes en todas partes, porque son un don del Creador que llama a todos para que lo reconozcan como Padre bueno y fiel. Los Magos representan a los hombres de cualquier parte del mundo que son acogidos en la casa de Dios. Delante de Jesús ya no hay distinción de raza, lengua y cultura: en ese Niño, toda la humanidad encuentra su unidad. Y la Iglesia tiene la tarea de que se reconozca y venga a la luz con más claridad el deseo de Dios que anida en cada uno. Este es el servicio de la Iglesia, con la luz que ella refleja: hacer emerger el deseo de Dios que cada uno lleva en sí. Como los Magos, también hoy muchas personas viven con el «corazón inquieto», haciéndose preguntas que no encuentran respuestas seguras, es la inquietud del Espíritu Santo que se mueve en los corazones. También ellos están en busca de la estrella que muestre el camino hacia Belén.


¡Cuántas estrellas hay en el cielo! Y, sin embargo, los Magos han seguido una distinta, nueva, mucho más brillante para ellos. Durante mucho tiempo, habían escrutado el gran libro del cielo buscando una respuesta a sus preguntas –tenían el corazón inquieto– y, al final, la luz apareció. Aquella estrella los cambió. Les hizo olvidar los intereses cotidianos, y se pusieron de prisa en camino. Prestaron atención a la voz que dentro de ellos los empujaba a seguir aquella luz –y la voz del Espíritu Santo, que obra en todas las personas–; y ella los guió hasta que en una pobre casa de Belén encontraron al Rey de los Judíos.


Todo esto encierra una enseñanza para nosotros. Hoy será bueno que nos repitamos la pregunta de los Magos: «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo» (Mt 2,2). Nos sentimos urgidos, sobre todo en un momento como el actual, a escrutar los signos que Dios nos ofrece, sabiendo que debemos esforzarnos para descifrarlos y comprender así su voluntad. Estamos llamados a ir a Belén para encontrar al Niño y a su Madre. Sigamos la luz que Dios nos da –pequeñita…; el himno del breviario poéticamente nos dice que los Magos «lumen requirunt lumine»: aquella pequeña luz–, la luz que proviene del rostro de Cristo, lleno de misericordia y fidelidad. Y, una vez que estemos ante él, adorémoslo con todo el corazón, y ofrezcámosle nuestros dones: nuestra libertad, nuestra inteligencia, nuestro amor. La verdadera sabiduría se esconde en el rostro de este Niño. Y es aquí, en la sencillez de Belén, donde encuentra su síntesis la vida de la Iglesia. Aquí está la fuente de esa luz que atrae a sí a todas las personas en el mundo y guía a los pueblos por el camino de la paz.
 

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JUBILEO EXTRAORDINARIO DE LA MISERICORDIA

 
SANTA MISA Y APERTURA DE LA PUERTA SANTA - BASÍLICA DE SANTA MARÍA LA MAYOR


Viernes 1° de enero de 2016
Santa María, Madre de Dios


Salve, Mater misericordiae!


Con este saludo nos dirigimos a la Virgen María en la Basílica romana dedicada a ella con el título de Madre de Dios. Es el comienzo de un antiguo himno, que cantaremos al final de esta santa Eucaristía, de autor desconocido y que ha llegado hasta nosotros como una oración que brota espontáneamente del corazón de los creyentes: «Dios te salve, Madre de misericordia, Madre de Dios y Madre del perdón, Madre de la esperanza y Madre de la gracia, Madre llena de santa alegría». En estas pocas palabras se sintetiza la fe de generaciones de personas que, con sus ojos fijos en el icono de la Virgen, piden su intercesión y su consuelo.


Hoy más que nunca resulta muy apropiado que invoquemos a la Virgen María, sobre todo como Madre de la Misericordia. La Puerta Santa que hemos abierto es de hecho una puerta de la Misericordia. Quien atraviesa ese umbral está llamado a sumergirse en el amor misericordioso del Padre, con plena confianza y sin miedo alguno; y puede recomenzar desde esta Basílica con la certeza –¡con la certeza!– de que tendrá a su lado la compañía de María. Ella es Madre de la misericordia, porque ha engendrado en su seno el Rostro mismo de la misericordia divina, Jesús, el Emmanuel, el Esperado de todos los pueblos, el «Príncipe de la Paz» (Is 9,5). El Hijo de Dios, que se hizo carne para nuestra salvación, nos ha dado a su Madre, que se hace peregrina con nosotros para no dejarnos nunca solos en el camino de nuestra vida, sobre todo en los momentos de incertidumbre y de dolor.


María es Madre de Dios, es Madre de Dios que perdona, que ofrece el perdón, y por eso podemos decir que es Madre del perdón. Esta palabra –«perdón»–, tan poco comprendida por la mentalidad mundana, indica sin embargo el fruto propio y original de la fe cristiana. El que no sabe perdonar no ha conocido todavía la plenitud del amor. Y sólo quien ama de verdad puede llegar a perdonar, olvidando la ofensa recibida. A los pies de la cruz, María vio cómo su Hijo se ofrecía totalmente a sí mismo, dando así testimonio de lo que significa amar como lo hace Dios. En aquel momento escuchó unas palabras pronunciadas por Jesús y que probablemente nacían de lo que ella misma le había enseñado desde niño: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). En aquel momento, María se convirtió para todos nosotros en Madre del perdón. Ella misma, siguiendo el ejemplo de Jesús y con su gracia, fue capaz de perdonar a los que estaban matando a su Hijo inocente.


Para nosotros, María es en un icono de cómo la Iglesia debe extender el perdón a cuantos lo piden. La Madre del perdón enseña a la Iglesia que el perdón ofrecido en el Gólgota no conoce límites. No lo puede detener la ley con sus argucias, ni los saberes de este mundo con sus disquisiciones. El perdón de la Iglesia ha de tener la misma amplitud que el de Jesús en la Cruz, y el de María a sus pies. No hay alternativa. Por este motivo, el Espíritu Santo ha hecho que los Apóstoles sean instrumentos eficaces de perdón, para que todo lo que hemos obtenido por la muerte de Jesús pueda llegar a todos los hombres, en cualquier momento y lugar (cf. Jn 20,19-23).


El himno mariano, por último, continúa diciendo: «Madre de la esperanza y Madre de la gracia, Madre llena de santa alegría». La esperanza, la gracia y la santa alegría son hermanas: son don de Cristo, es más, son otros nombres suyos, escritos, por así decir, en su carne. El regalo que María nos hace al darnos a Jesucristo es el del perdón que renueva la vida, que permite cumplir de nuevo la voluntad de Dios, y que llena de auténtica felicidad. Esta gracia abre el corazón para mirar el futuro con la alegría de quien espera. Es lo que nos enseña el Salmo: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme. […]Devuélveme la alegría de tu salvación» (51, 12.14). La fuerza del perdón es el auténtico antídoto contra la tristeza provocada por el rencor y la venganza. El perdón nos abre a la alegría y a la serenidad porque libera el alma de los pensamientos de muerte, mientras el rencor y la venganza perturban la mente y desgarran el corazón quitándole el reposo y la paz. Qué malo es el rencor y la venganza.


Atravesemos, por tanto, la Puerta Santa de la Misericordia con la certeza de que la Virgen Madre nos acompaña, la Santa Madre de Dios, que intercede por nosotros. Dejémonos acompañar por ella para redescubrir la belleza del encuentro con su Hijo Jesús. Abramos nuestro corazón de par en par a la alegría del perdón, conscientes de la esperanza cierta que se nos restituye, para hacer de nuestra existencia cotidiana un humilde instrumento del amor de Dios.


Y con amor de hijos aclamémosla con las mismas palabras pronunciadas por el pueblo de Éfeso, en tiempos del histórico Concilio: «Santa Madre de Dios». Y os invito a que, todos juntos, pronunciemos esta aclamación tres veces, fuerte, con todo el corazón y el amor. Todos juntos: «Santa Madre de Dios, Santa Madre de Dios, Santa Madre de Dios».


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XLIX JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
SANTA MISA CON LA PRESENCIA DE LOS PUERI CANTORES, PARA LA CLAUSURA DEL XL CONGRESO INTERNACIONAL



Basílica Vaticana
Viernes 1° de enero de 2016


Hemos escuchado las palabras del apóstol Pablo: «Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» (Ga 4,4).



¿Qué significa el que Jesús naciera en la «plenitud de los tiempos»? Si nos fijamos únicamente en el momento histórico, podemos quedarnos pronto defraudados. Roma dominaba con su potencia militar gran parte del mundo conocido. El emperador Augusto había llegado al poder después de haber combatido cinco guerras civiles. También Israel había sido conquistado por el Imperio Romano y el pueblo elegido carecía de libertad. Para los contemporáneos de Jesús, por tanto, esa no era en modo alguno la mejor época. La plenitud de los tiempos no se define desde una perspectiva geopolítica.



Se necesita, pues, otra interpretación, que entienda la plenitud desde el punto de vista de Dios. Para la humanidad, la plenitud de los tiempos tiene lugar en el momento en el que Dios establece que ha llegado la hora de cumplir la promesa que había hecho. Por tanto, no es la historia la que decide el nacimiento de Cristo, sino que es más bien su venida en el mundo la que hace que la historia alcance su plenitud. Por esta razón, el nacimiento del Hijo de Dios señala el comienzo de una nueva era en la que se cumple la antigua promesa. 
Como escribe el autor de la Carta a los Hebreos: «En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los padres por los profetas. En esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades del mundo. Él es reflejo de su gloria, impronta de su ser. Él sostiene el universo con su palabra poderosa» (1,1-3). La plenitud de los tiempos es, pues, la presencia en nuestra historia del mismo Dios en persona. Ahora podemos ver su gloria que resplandece en la pobreza de un establo, y ser animados y sostenidos por su Verbo que se ha hecho «pequeño» en un niño. Gracias a él, nuestro tiempo encuentra su plenitud. También nuestro tiempo personal alcanzará su plenitud en el encuentro con Jesucristo, el Dios hecho hombre.



Sin embargo, este misterio contrasta siempre con la dramática experiencia histórica. Cada día, aunque deseamos vernos sostenidos por los signos de la presencia de Dios, nos encontramos con signos opuestos, negativos, que nos hacen creer que él está ausente. La plenitud de los tiempos parece desmoronarse ante la multitud de formas de injusticia y de violencia que golpean cada día a la humanidad. A veces nos preguntamos: ¿Cómo es posible que perdure la opresión del hombre contra el hombre, que la arrogancia del más fuerte continúe humillando al más débil, arrinconándolo en los márgenes más miserables de nuestro mundo? ¿Hasta cuándo la maldad humana seguirá sembrando la tierra de violencia y de odio, que provocan tantas víctimas inocentes? ¿Cómo puede ser este un tiempo de plenitud, si ante nuestros ojos muchos hombres, mujeres y niños siguen huyendo de la guerra, del hambre, de la persecución, dispuestos a arriesgar sus vidas con tal de que se respeten sus derechos fundamentales? Un río de miseria, alimentado por el pecado, parece contradecir la plenitud de los tiempos realizada por Cristo. Acordaos, queridos pueri cantores, que ésta era la tercera pregunta que ayer me hicisteis: ¿Cómo se explica esto…? 
También los niños se dan cuenta de esto.



Y, sin embargo, este río en crecida nada puede contra el océano de misericordia que inunda nuestro mundo. Todos estamos llamados a sumergirnos en este océano, a dejarnos regenerar para vencer la indiferencia que impide la solidaridad y salir de la falsa neutralidad que obstaculiza el compartir. La gracia de Cristo, que lleva a su cumplimiento la esperanza de la salvación, nos empuja a cooperar con él en la construcción de un mundo más justo y fraterno, en el que todas las personas y todas las criaturas puedan vivir en paz, en la armonía de la creación originaria de Dios.



Al comienzo de un nuevo año, la Iglesia nos hace contemplar la Maternidad de María como icono de la paz. La promesa antigua se cumple en su persona. Ella ha creído en las palabras del ángel, ha concebido al Hijo, se ha convertido en la Madre del Señor. A través de ella, a través de su «sí», ha llegado la plenitud de los tiempos. El Evangelio que hemos escuchado dice: «Conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2,19). Ella se nos presenta como un vaso siempre rebosante de la memoria de Jesús, Sede de la Sabiduría, al que podemos acudir para saber interpretar coherentemente su enseñanza. Hoy nos ofrece la posibilidad de captar el sentido de los acontecimientos que nos afectan a nosotros personalmente, a nuestras familias, a nuestros países y al mundo entero. Donde no puede llegar la razón de los filósofos ni los acuerdos de la política, allí llega la fuerza de la fe que lleva la gracia del Evangelio de Cristo, y que siempre es capaz de abrir nuevos caminos a la razón y a los acuerdos.



Bienaventurada eres tú, María, porque has dado al mundo al Hijo de Dios; pero todavía más dichosa por haber creído en él. Llena de fe, has concebido a Jesús antes en tu corazón que en tu seno, para hacerte Madre de todos los creyentes (cf. San Agustín, Sermón 215, 4). Madre, derrama sobre nosotros tu bendición en este día consagrado a ti; muéstranos el rostro de tu Hijo Jesús, que trae a todo el mundo misericordia y paz. Amén.


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Basílica Vaticana
Jueves 31 de diciembre de 2015


¡Qué gran significado tiene encontrarnos reunidos para alabar juntos al Señor al término de este año!


La Iglesia en muchas ocasiones siente la alegría y el deber de elevar su canto a Dios con estas palabras de alabanza, que desde el siglo cuarto acompañan la oración en los momentos importantes de su peregrinación terrena. Es la alegría de la acción de gracias que brota casi espontáneamente de nuestra oración, para reconocer la presencia amorosa de Dios en los acontecimientos de nuestra historia. Pero, como sucede con frecuencia, sentimos que en la oración no es suficiente sólo nuestra voz. Ella necesita reforzarse con la compañía de todo el pueblo de Dios, que al unísono hace oír su canto de acción de gracias. Por esto, en el Te Deum pedimos ayuda a los Ángeles, a los profetas y a toda la creación para alabar al Señor. Con este himno recorremos la historia de la salvación donde, p0r un misterioso designio de Dios, encuentran lugar y síntesis los diversos acontecimientos de nuestra vida de este año pasado.


En este Año jubilar adquieren una resonancia especial las palabras finales del himno de la Iglesia: «Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de Ti». La compañía de la misericordia es luz para comprender mejor lo que hemos vivido, y esperanza que nos acompaña al inicio de un nuevo año.


Recorrer los días del año transcurrido puede presentarse como el recuerdo de hechos y acontecimientos que traen a la memoria momentos de alegría y de dolor, o bien como la ocasión para tratar de comprender si hemos percibido la presencia de Dios que todo lo renueva y sostiene con su ayuda. Estamos llamados a verificar si los acontecimientos del mundo se realizaron según la voluntad de Dios, o si hemos escuchado sobre todo los proyectos de los hombres, a menudo cargados de intereses particulares, de insaciable sed de poder y de violencia gratuita.


Y, sin embargo, hoy nuestros ojos necesitan focalizar de modo especial los signos que Dios nos ha concedido, para tocar con la mano la fuerza de su amor misericordioso. No podemos olvidar que muchas jornadas se vieron marcadas por la violencia, la muerte, el sufrimiento indecible de muchos inocentes, los refugiados obligados a abandonar su patria, los hombres, mujeres y niños sin morada estable, alimento y sustento. Aún así, cuántos grandes gestos de bondad, de amor y de solidaridad han comando los días de este año, incluso sin convertirse en noticia de los telediarios. Las cosas buenas no son noticia. Estos signos de amor no pueden y no deben ser abatidos por la prepotencia del mal. El bien vence siempre, incluso si en algún momento puede presentarse más débil y escondido.


Nuestra ciudad de Roma no es ajena a esta condición del mundo entero. Quisiera que llegase a todos sus habitantes la invitación sincera a ir más allá de las dificultades del momento presente. Que el compromiso por recuperar los valores fundamentales de servicio, honestidad y solidaridad permita superar las graves incertidumbres que han dominado el escenario de este año, y que son síntomas de escaso sentido de entrega al bien común. Que nunca falte la aportación positiva del testimonio cristiano para permitir a Roma, según su historia, y con la maternal intercesión de María Salus Populi Romani, que sea intérprete privilegiada de fe, de acogida, de fraternidad y de paz.


«A ti, oh Dios, te alabamos. […] En Ti, Señor, confié, no me vea defraudado para siempre».


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