HOMILÍAS DEL SANTO PADRE FRANCISCO
ENERO 2016
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SANTA MISA Y APERTURA DE LA PUERTA SANTA - BASÍLICA DE SANTA MARÍA LA MAYOR
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Basílica de San Pablo Extramuros
Lunes 25 de enero de 2016
Lunes 25 de enero de 2016
«Soy el menor de los apóstoles [...] porque he perseguido a la
Iglesia de Dios. Pero por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia
para conmigo no se ha frustrado en mí» (1 Cor 15 ,9-10). Así
resume el apóstol Pablo el significado de su conversión. Ésta, que tuvo
lugar tras el encuentro fulgurante con Cristo resucitado (cf. 1 Cor
9 ,1) en el camino de Jerusalén a Damasco, no es principalmente un
cambio moral, sino una experiencia transformadora de la gracia de
Cristo, y al mismo tiempo la llamada a una nueva misión, la de anunciar a
todos a aquel Jesús a quien antes perseguía, hostigando a sus
discípulos. En ese momento, de hecho, Pablo entiende que entre el Cristo
eternamente vivo y sus seguidores hay una unión real y trascendente:
Jesús vive y está presente en ellos y ellos viven en Él. La vocación a
ser un apóstol no se funda en los méritos humanos de Pablo, quien se
considera «ínfimo» e «indigno», sino en la bondad infinita de Dios, que
lo eligió y le confió el ministerio.
Una comprensión similar de lo que sucedió en el camino de Damasco es
testimoniada por san Pablo también en la primera Carta a Timoteo: «Doy
gracias a Cristo Jesús, Señor nuestro, que me hizo capaz, se fió de mí y
me confió este ministerio, a mí, que antes era un blasfemo, un
perseguidor y un insolente. Pero Dios tuvo compasión de mí porque no
sabía lo que hacía, pues estaba lejos de la fe; sin embargo, la gracia
de nuestro Señor sobreabundó en mí junto con la fe y el amor que tienen
su fundamento en Cristo Jesús» (1, 12-14). La sobreabundante
misericordia de Dios es la única razón en la cual se funda el ministerio
de Pablo, y es al mismo tiempo lo que el apóstol tiene que anunciar a
todos.
La experiencia de san Pablo es similar a la de las comunidades a las
cuales el apóstol Pedro dirige su primera Carta. San Pedro se dirige a
los miembros de comunidades pequeñas y frágiles, expuestas a la amenaza
de las persecuciones y aplica a ellos los títulos gloriosos atribuidos
al pueblo santo de Dios: «linaje elegido, un sacerdocio real, una nación
santa, un pueblo adquirido por Dios» (1 Pt 2, 9). Para esos
primeros cristianos, como hoy para todos nosotros bautizados, es motivo
de consuelo y de constante estupor el saber que hemos sido elegidos para
formar parte del diseño de salvación de Dios, actuado en Jesucristo y
en la Iglesia. «Señor, ¿por qué precisamente yo?»; «¿por qué nosotros?».
Alcanzamos aquí el misterio de la misericordia y la elección de Dios:
el Padre ama a todos y quiere salvar a todos, y por eso llama a algunos,
«conquistándolos» con su gracia, para que a través de ellos su amor
pueda llegar a todos. La misión del entero pueblo de Dios es la de
anunciar las maravillas del Señor, la primera la del Misterio pascual de
Cristo, por medio del cual hemos pasado de las tinieblas del pecado y
la muerte, al esplendor de su vida, nueva y eterna (cf. 1 Pe 2, 10).
A la luz de la Palabra de Dios que hemos escuchado, y que nos ha
guiado durante esta Semana de oración por la unidad de los cristianos,
realmente podemos decir que todos los creyentes en Cristo estamos
«llamados a anunciar las maravillas de Dios» (cf. 1 Pe 2, 9). Más
allá de las diferencias que todavía nos separan, reconozcamos con
alegría, que en el origen de la vida cristiana hay siempre una llamada,
cuyo autor es Dios mismo. Podemos avanzar en el camino hacia la plena
comunión visible entre los cristianos no sólo cuando nos acercamos los
unos a los otros, sino sobre todo en la medida en que nos convertimos al
Señor, que por su gracia nos elige y nos llama a ser sus discípulos. Y
convertirse significa dejar que el Señor viva y trabaje en nosotros. Por
este motivo, cuando los cristianos de diferentes Iglesias escuchan
juntos la Palabra de Dios y tratan de ponerla en práctica, realizan
pasos verdaderamente importantes hacia la unidad. Y no sólo la llamada
nos une; también compartimos la misma misión: anunciar a todos las obras
maravillosas de Dios.
Como san Pablo, y como los fieles a quienes
escribe san Pedro, también nosotros no podemos dejar de anunciar el amor
misericordioso que nos ha conquistado y transformado. Mientras estamos
en camino hacia la plena comunión entre nosotros, ya podemos desarrollar
múltiples formas de colaboración, trabajar juntos para favorecer la
difusión del Evangelio. Y caminando y trabajando juntos, nos damos
cuenta de que ya estamos unidos en el nombre del Señor. La unidad se
hace en el camino.
En este Año jubilar extraordinario de la Misericordia, tengamos bien
presente que no puede haber una auténtica búsqueda de la unidad de los
cristianos sin un confiarse plenamente a la misericordia del Padre. En
primer lugar pidamos perdón por el pecado de nuestras divisiones, que
son una herida abierta en el Cuerpo de Cristo. Como obispo de Roma y
Pastor de la Iglesia católica, quiero invocar misericordia y perdón por
los comportamientos no evangélicos por parte de los católicos hacia los
cristianos de otras Iglesias. Al mismo tiempo, invito a todos los
hermanos y hermanas católicos a perdonar si, hoy o en el pasado, han
sido ofendidos por otros cristianos. No podemos borrar lo que ha sido,
pero no queremos permitir que el peso de las culpas del pasado continúe
contaminando nuestras relaciones. La misericordia de Dios renovará
nuestras relaciones.
En este clima de intensa oración, saludo fraternalmente a Su
eminencia el metropolita Gennadios, representante del Patriarcado
ecuménico, a Su gracia David Moxon, representante personal en Roma del
arzobispo de Canterbury, y a todos los representantes de las diversas
Iglesias y Comunidades eclesiales de Roma, reunidos aquí esta tarde. Con
ellos hemos pasado a través de la Puerta Santa de esta Basílica, para
recordar que la única puerta que nos conduce a la salvación es
Jesucristo, nuestro Señor, el rostro misericordioso del Padre. Dirijo
también un cordial saludo a los jóvenes ortodoxos y ortodoxos orientales
que estudian aquí, en Roma, con el apoyo del Comité de colaboración
cultural con las Iglesias ortodoxas, que trabaja en el Consejo para la
promoción de la unidad de los cristianos, así como a los estudiantes del
Ecumenical Institute of Bossey, en visita aquí en Roma para profundizar su conocimiento de la Iglesia católica.
Queridos hermanos y hermanas, unámonos a la oración que Jesucristo
dirigió al Padre: «Que todos sean uno [...] para que el mundo crea» (Jn 17,
21). La unidad es don de la misericordia de Dios Padre. Aquí ante la
tumba de san Pablo, apóstol y mártir, custodiada en esta espléndida
Basílica, sentimos que nuestra humilde petición es apoyada por la
intercesión de la multitud de mártires cristianos de ayer y de hoy.
Ellos han respondido con generosidad a la llamada del Señor, han dado
fiel testimonio, con su vida, de las maravillas que Dios ha realizado
por nosotros, y ya experimentan la plena comunión en la presencia de
Dios Padre. Sostenidos por su ejemplo —este ejemplo que hace el
ecumenismo de sangre— y confortados por su intercesión, dirigimos a Dios
nuestra humilde oración.
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Capilla Sixtina
Domingo 10 de enero de 2016
Domingo 10 de enero de 2016
Cuarenta días después de su nacimiento, Jesús es llevado al Templo. María y José lo llevaron para presentárselo a Dios.
Hoy, la fiesta del Bautismo del Señor, los padres traéis a vuestros
hijos para que reciban el Bautismo, para recibir lo que habéis pedido al
comienzo, cuando os he hecho la primera pregunta: «La fe. Quiero la fe
para mi hijo». Y así la fe se transmite de una generación a otra como
una cadena, a lo largo del tiempo.
Estos niños y estas niñas, pasados los años, ocuparán vuestro lugar
con otro hijo —vuestros nietos— y pedirán lo mismo: la fe. La fe que nos
da el Bautismo.
La fe que hoy el Espíritu Santo trae al corazón, al alma, a la vida de estos hijos vuestros.
Vosotros habéis pedido la fe. La Iglesia, cuando os entregará la vela encendida, os dirá que custodiéis la fe de estos niños.
Y al final, no os olvidéis que la mayor herencia que podréis dar a
vuestros niños es la fe. Buscad que no se pierda, hacedla crecer y
dejarla como herencia.
Os deseo estoy hoy, en este día de felicidad para vosotros: os deseo
que seáis capaces de hacer crecer a estos niños en la fe, y que la mayor
herencia que ellos reciban de vosotros sea justamente la fe.
Sólo un aviso: cuando un niño llora porque tiene hambre, a las mamás
les digo: Si tu niño tiene hambre, dale de comer aquí con toda libertad.
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Basílica Vaticana
Miércoles 6 de enero de 2016
Miércoles 6 de enero de 2016
Las palabras que el profeta Isaías dirige a la ciudad santa de
Jerusalén nos invitan a levantarnos, a salir; a salir de nuestras
clausuras, a salir de nosotros mismos, y a reconocer el esplendor de la
luz que ilumina nuestras vidas: «¡Levántate y resplandece, porque llega
tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti!» (60,1). «Tu luz» es la
gloria del Señor. La Iglesia no puede pretender brillar con luz propia,
no puede. San Ambrosio nos lo recuerda con una hermosa expresión,
aplicando a la Iglesia la imagen de la luna: «La Iglesia es
verdaderamente como la luna: […] no brilla con luz propia, sino con la
luz de Cristo. Recibe su esplendor del Sol de justicia, para poder decir
luego: “Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí”» (Hexameron,
IV, 8, 32). Cristo es la luz verdadera que brilla; y, en la medida en
que la Iglesia está unida a él, en la medida en que se deja iluminar por
él, ilumina también la vida de las personas y de los pueblos. Por eso,
los santos Padres veían a la Iglesia como el «mysterium lunae».
Necesitamos de esta luz que viene de lo alto para responder con
coherencia a la vocación que hemos recibido. Anunciar el Evangelio de
Cristo no es una opción más entre otras posibles, ni tampoco una
profesión. Para la Iglesia, ser misionera no significa hacer
proselitismo; para la Iglesia, ser misionera equivale a manifestar su
propia naturaleza: dejarse iluminar por Dios y reflejar su luz. Este es
su servicio. No hay otro camino. La misión es su vocación: hacer
resplandecer la luz de Cristo es su servicio. Muchas personas esperan de
nosotros este compromiso misionero, porque necesitan a Cristo,
necesitan conocer el rostro del Padre.
Los Magos, que aparecen en el Evangelio de Mateo, son una prueba viva
de que las semillas de verdad están presentes en todas partes, porque
son un don del Creador que llama a todos para que lo reconozcan como
Padre bueno y fiel. Los Magos representan a los hombres de cualquier
parte del mundo que son acogidos en la casa de Dios. Delante de Jesús ya
no hay distinción de raza, lengua y cultura: en ese Niño, toda la
humanidad encuentra su unidad. Y la Iglesia tiene la tarea de que se
reconozca y venga a la luz con más claridad el deseo de Dios que anida
en cada uno. Este es el servicio de la Iglesia, con la luz que ella
refleja: hacer emerger el deseo de Dios que cada uno lleva en sí. Como
los Magos, también hoy muchas personas viven con el «corazón inquieto»,
haciéndose preguntas que no encuentran respuestas seguras, es la
inquietud del Espíritu Santo que se mueve en los corazones. También
ellos están en busca de la estrella que muestre el camino hacia Belén.
¡Cuántas estrellas hay en el cielo! Y, sin embargo, los Magos han
seguido una distinta, nueva, mucho más brillante para ellos. Durante
mucho tiempo, habían escrutado el gran libro del cielo buscando una
respuesta a sus preguntas –tenían el corazón inquieto– y, al final, la
luz apareció. Aquella estrella los cambió. Les hizo olvidar los
intereses cotidianos, y se pusieron de prisa en camino. Prestaron
atención a la voz que dentro de ellos los empujaba a seguir aquella luz
–y la voz del Espíritu Santo, que obra en todas las personas–; y ella
los guió hasta que en una pobre casa de Belén encontraron al Rey de los
Judíos.
Todo esto encierra una enseñanza para nosotros. Hoy será bueno que
nos repitamos la pregunta de los Magos: «¿Dónde está el Rey de los
judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a
adorarlo» (Mt 2,2). Nos sentimos urgidos, sobre todo en un
momento como el actual, a escrutar los signos que Dios nos ofrece,
sabiendo que debemos esforzarnos para descifrarlos y comprender así su
voluntad. Estamos llamados a ir a Belén para encontrar al Niño y a su
Madre. Sigamos la luz que Dios nos da –pequeñita…; el himno del
breviario poéticamente nos dice que los Magos «lumen requirunt lumine»: aquella
pequeña luz–, la luz que proviene del rostro de Cristo, lleno de
misericordia y fidelidad. Y, una vez que estemos ante él, adorémoslo con
todo el corazón, y ofrezcámosle nuestros dones: nuestra libertad,
nuestra inteligencia, nuestro amor. La verdadera sabiduría se esconde en
el rostro de este Niño. Y es aquí, en la sencillez de Belén, donde
encuentra su síntesis la vida de la Iglesia. Aquí está la fuente de esa
luz que atrae a sí a todas las personas en el mundo y guía a los pueblos
por el camino de la paz.
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JUBILEO EXTRAORDINARIO DE LA MISERICORDIA
Viernes 1° de enero de 2016
Santa María, Madre de Dios
Santa María, Madre de Dios
Salve, Mater misericordiae!
Con este saludo nos dirigimos a la Virgen María en la Basílica romana
dedicada a ella con el título de Madre de Dios. Es el comienzo de un
antiguo himno, que cantaremos al final de esta santa Eucaristía, de
autor desconocido y que ha llegado hasta nosotros como una oración que
brota espontáneamente del corazón de los creyentes: «Dios te salve,
Madre de misericordia, Madre de Dios y Madre del perdón, Madre de la
esperanza y Madre de la gracia, Madre llena de santa alegría». En
estas pocas palabras se sintetiza la fe de generaciones de personas que,
con sus ojos fijos en el icono de la Virgen, piden su intercesión y su
consuelo.
Hoy más que nunca resulta muy apropiado que invoquemos a la Virgen María, sobre todo como Madre de la Misericordia.
La Puerta Santa que hemos abierto es de hecho una puerta de la
Misericordia. Quien atraviesa ese umbral está llamado a sumergirse en el
amor misericordioso del Padre, con plena confianza y sin miedo alguno; y
puede recomenzar desde esta Basílica con la certeza –¡con la certeza!–
de que tendrá a su lado la compañía de María. Ella es Madre de la
misericordia, porque ha engendrado en su seno el Rostro mismo de la
misericordia divina, Jesús, el Emmanuel, el Esperado de todos los
pueblos, el «Príncipe de la Paz» (Is 9,5). El Hijo de Dios, que
se hizo carne para nuestra salvación, nos ha dado a su Madre, que se
hace peregrina con nosotros para no dejarnos nunca solos en el camino de
nuestra vida, sobre todo en los momentos de incertidumbre y de dolor.
María es Madre de Dios, es Madre de Dios que perdona, que
ofrece el perdón, y por eso podemos decir que es Madre del perdón. Esta
palabra –«perdón»–, tan poco comprendida por la mentalidad mundana,
indica sin embargo el fruto propio y original de la fe cristiana. El que
no sabe perdonar no ha conocido todavía la plenitud del amor. Y sólo
quien ama de verdad puede llegar a perdonar, olvidando la ofensa
recibida. A los pies de la cruz, María vio cómo su Hijo se ofrecía
totalmente a sí mismo, dando así testimonio de lo que significa amar
como lo hace Dios. En aquel momento escuchó unas palabras pronunciadas
por Jesús y que probablemente nacían de lo que ella misma le había
enseñado desde niño: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc
23,34). En aquel momento, María se convirtió para todos nosotros en
Madre del perdón. Ella misma, siguiendo el ejemplo de Jesús y con su
gracia, fue capaz de perdonar a los que estaban matando a su Hijo
inocente.
Para nosotros, María es en un icono de cómo la Iglesia debe extender
el perdón a cuantos lo piden. La Madre del perdón enseña a la Iglesia
que el perdón ofrecido en el Gólgota no conoce límites. No lo puede
detener la ley con sus argucias, ni los saberes de este mundo con sus
disquisiciones. El perdón de la Iglesia ha de tener la misma amplitud
que el de Jesús en la Cruz, y el de María a sus pies. No hay
alternativa. Por este motivo, el Espíritu Santo ha hecho que los
Apóstoles sean instrumentos eficaces de perdón, para que todo lo que
hemos obtenido por la muerte de Jesús pueda llegar a todos los hombres,
en cualquier momento y lugar (cf. Jn 20,19-23).
El himno mariano, por último, continúa diciendo: «Madre de la esperanza y Madre de la gracia, Madre llena de santa alegría».
La esperanza, la gracia y la santa alegría son hermanas: son don de
Cristo, es más, son otros nombres suyos, escritos, por así decir, en su
carne. El regalo que María nos hace al darnos a Jesucristo es el del
perdón que renueva la vida, que permite cumplir de nuevo la voluntad de
Dios, y que llena de auténtica felicidad. Esta gracia abre el corazón
para mirar el futuro con la alegría de quien espera. Es lo que nos
enseña el Salmo: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por
dentro con espíritu firme. […]Devuélveme la alegría de tu salvación»
(51, 12.14). La fuerza del perdón es el auténtico antídoto contra la
tristeza provocada por el rencor y la venganza. El perdón nos abre a la
alegría y a la serenidad porque libera el alma de los pensamientos de
muerte, mientras el rencor y la venganza perturban la mente y desgarran
el corazón quitándole el reposo y la paz. Qué malo es el rencor y la
venganza.
Atravesemos, por tanto, la Puerta Santa de la Misericordia con la
certeza de que la Virgen Madre nos acompaña, la Santa Madre de Dios, que
intercede por nosotros. Dejémonos acompañar por ella para redescubrir
la belleza del encuentro con su Hijo Jesús. Abramos nuestro corazón de
par en par a la alegría del perdón, conscientes de la esperanza cierta
que se nos restituye, para hacer de nuestra existencia cotidiana un
humilde instrumento del amor de Dios.
Y con amor de hijos aclamémosla con las mismas palabras pronunciadas
por el pueblo de Éfeso, en tiempos del histórico Concilio: «Santa Madre
de Dios». Y os invito a que, todos juntos, pronunciemos esta aclamación
tres veces, fuerte, con todo el corazón y el amor. Todos juntos: «Santa
Madre de Dios, Santa Madre de Dios, Santa Madre de Dios».
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XLIX JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
SANTA MISA CON LA PRESENCIA DE LOS PUERI CANTORES, PARA LA CLAUSURA DEL XL CONGRESO INTERNACIONAL
Basílica Vaticana
Viernes 1° de enero de 2016
Viernes 1° de enero de 2016
¿Qué significa el que Jesús naciera en la «plenitud de los tiempos»? Si nos fijamos únicamente en el momento histórico, podemos quedarnos pronto defraudados. Roma dominaba con su potencia militar gran parte del mundo conocido. El emperador Augusto había llegado al poder después de haber combatido cinco guerras civiles. También Israel había sido conquistado por el Imperio Romano y el pueblo elegido carecía de libertad. Para los contemporáneos de Jesús, por tanto, esa no era en modo alguno la mejor época. La plenitud de los tiempos no se define desde una perspectiva geopolítica.
Se necesita, pues, otra interpretación, que entienda la plenitud desde el punto de vista de Dios. Para la humanidad, la plenitud de los tiempos tiene lugar en el momento en el que Dios establece que ha llegado la hora de cumplir la promesa que había hecho. Por tanto, no es la historia la que decide el nacimiento de Cristo, sino que es más bien su venida en el mundo la que hace que la historia alcance su plenitud. Por esta razón, el nacimiento del Hijo de Dios señala el comienzo de una nueva era en la que se cumple la antigua promesa.
Como escribe el autor de la Carta a los Hebreos: «En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los padres por los profetas. En esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades del mundo. Él es reflejo de su gloria, impronta de su ser. Él sostiene el universo con su palabra poderosa» (1,1-3). La plenitud de los tiempos es, pues, la presencia en nuestra historia del mismo Dios en persona. Ahora podemos ver su gloria que resplandece en la pobreza de un establo, y ser animados y sostenidos por su Verbo que se ha hecho «pequeño» en un niño. Gracias a él, nuestro tiempo encuentra su plenitud. También nuestro tiempo personal alcanzará su plenitud en el encuentro con Jesucristo, el Dios hecho hombre.
Sin embargo, este misterio contrasta siempre con la dramática experiencia histórica. Cada día, aunque deseamos vernos sostenidos por los signos de la presencia de Dios, nos encontramos con signos opuestos, negativos, que nos hacen creer que él está ausente. La plenitud de los tiempos parece desmoronarse ante la multitud de formas de injusticia y de violencia que golpean cada día a la humanidad. A veces nos preguntamos: ¿Cómo es posible que perdure la opresión del hombre contra el hombre, que la arrogancia del más fuerte continúe humillando al más débil, arrinconándolo en los márgenes más miserables de nuestro mundo? ¿Hasta cuándo la maldad humana seguirá sembrando la tierra de violencia y de odio, que provocan tantas víctimas inocentes? ¿Cómo puede ser este un tiempo de plenitud, si ante nuestros ojos muchos hombres, mujeres y niños siguen huyendo de la guerra, del hambre, de la persecución, dispuestos a arriesgar sus vidas con tal de que se respeten sus derechos fundamentales? Un río de miseria, alimentado por el pecado, parece contradecir la plenitud de los tiempos realizada por Cristo. Acordaos, queridos pueri cantores, que ésta era la tercera pregunta que ayer me hicisteis: ¿Cómo se explica esto…?
También los niños se dan cuenta de esto.
Y, sin embargo, este río en crecida nada puede contra el océano de misericordia que inunda nuestro mundo. Todos estamos llamados a sumergirnos en este océano, a dejarnos regenerar para vencer la indiferencia que impide la solidaridad y salir de la falsa neutralidad que obstaculiza el compartir. La gracia de Cristo, que lleva a su cumplimiento la esperanza de la salvación, nos empuja a cooperar con él en la construcción de un mundo más justo y fraterno, en el que todas las personas y todas las criaturas puedan vivir en paz, en la armonía de la creación originaria de Dios.
Al comienzo de un nuevo año, la Iglesia nos hace contemplar la Maternidad de María como icono de la paz. La promesa antigua se cumple en su persona. Ella ha creído en las palabras del ángel, ha concebido al Hijo, se ha convertido en la Madre del Señor. A través de ella, a través de su «sí», ha llegado la plenitud de los tiempos. El Evangelio que hemos escuchado dice: «Conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2,19). Ella se nos presenta como un vaso siempre rebosante de la memoria de Jesús, Sede de la Sabiduría, al que podemos acudir para saber interpretar coherentemente su enseñanza. Hoy nos ofrece la posibilidad de captar el sentido de los acontecimientos que nos afectan a nosotros personalmente, a nuestras familias, a nuestros países y al mundo entero. Donde no puede llegar la razón de los filósofos ni los acuerdos de la política, allí llega la fuerza de la fe que lleva la gracia del Evangelio de Cristo, y que siempre es capaz de abrir nuevos caminos a la razón y a los acuerdos.
Bienaventurada eres tú, María, porque has dado al mundo al Hijo de Dios; pero todavía más dichosa por haber creído en él. Llena de fe, has concebido a Jesús antes en tu corazón que en tu seno, para hacerte Madre de todos los creyentes (cf. San Agustín, Sermón 215, 4). Madre, derrama sobre nosotros tu bendición en este día consagrado a ti; muéstranos el rostro de tu Hijo Jesús, que trae a todo el mundo misericordia y paz. Amén.
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Basílica Vaticana
Jueves 31 de diciembre de 2015
Jueves 31 de diciembre de 2015
La Iglesia en muchas ocasiones siente la alegría y el deber de elevar su canto a Dios con estas palabras de alabanza, que desde el siglo cuarto acompañan la oración en los momentos importantes de su peregrinación terrena. Es la alegría de la acción de gracias que brota casi espontáneamente de nuestra oración, para reconocer la presencia amorosa de Dios en los acontecimientos de nuestra historia. Pero, como sucede con frecuencia, sentimos que en la oración no es suficiente sólo nuestra voz. Ella necesita reforzarse con la compañía de todo el pueblo de Dios, que al unísono hace oír su canto de acción de gracias. Por esto, en el Te Deum pedimos ayuda a los Ángeles, a los profetas y a toda la creación para alabar al Señor. Con este himno recorremos la historia de la salvación donde, p0r un misterioso designio de Dios, encuentran lugar y síntesis los diversos acontecimientos de nuestra vida de este año pasado.
En este Año jubilar adquieren una resonancia especial las palabras finales del himno de la Iglesia: «Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de Ti». La compañía de la misericordia es luz para comprender mejor lo que hemos vivido, y esperanza que nos acompaña al inicio de un nuevo año.
Recorrer los días del año transcurrido puede presentarse como el recuerdo de hechos y acontecimientos que traen a la memoria momentos de alegría y de dolor, o bien como la ocasión para tratar de comprender si hemos percibido la presencia de Dios que todo lo renueva y sostiene con su ayuda. Estamos llamados a verificar si los acontecimientos del mundo se realizaron según la voluntad de Dios, o si hemos escuchado sobre todo los proyectos de los hombres, a menudo cargados de intereses particulares, de insaciable sed de poder y de violencia gratuita.
Y, sin embargo, hoy nuestros ojos necesitan focalizar de modo especial los signos que Dios nos ha concedido, para tocar con la mano la fuerza de su amor misericordioso. No podemos olvidar que muchas jornadas se vieron marcadas por la violencia, la muerte, el sufrimiento indecible de muchos inocentes, los refugiados obligados a abandonar su patria, los hombres, mujeres y niños sin morada estable, alimento y sustento. Aún así, cuántos grandes gestos de bondad, de amor y de solidaridad han comando los días de este año, incluso sin convertirse en noticia de los telediarios. Las cosas buenas no son noticia. Estos signos de amor no pueden y no deben ser abatidos por la prepotencia del mal. El bien vence siempre, incluso si en algún momento puede presentarse más débil y escondido.
Nuestra ciudad de Roma no es ajena a esta condición del mundo entero. Quisiera que llegase a todos sus habitantes la invitación sincera a ir más allá de las dificultades del momento presente. Que el compromiso por recuperar los valores fundamentales de servicio, honestidad y solidaridad permita superar las graves incertidumbres que han dominado el escenario de este año, y que son síntomas de escaso sentido de entrega al bien común. Que nunca falte la aportación positiva del testimonio cristiano para permitir a Roma, según su historia, y con la maternal intercesión de María Salus Populi Romani, que sea intérprete privilegiada de fe, de acogida, de fraternidad y de paz.
«A ti, oh Dios, te alabamos. […] En Ti, Señor, confié, no me vea defraudado para siempre».
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