miércoles, 2 de noviembre de 2016

FRANCISCO: Audiencias Generales y Jubilares de octubre 2016 (26, 22, 19, 12 y 5)



AUDIENCIAS GENERALES Y JUBILARES 
DEL PAPA FRANCISCO
OCTUBRE 2016



AUDIENCIA GENERAL

Plaza de San Pedro
Miércoles 26 de octubre de 2016


Queridos hermanos y hermanas, ¡Buenos días!


Proseguimos con la reflexión sobre las obras de misericordia corporales, que el Señor Jesús nos ha transmitido para mantener siempre viva y dinámica nuestra fe. Estas obras, de hecho, muestran que los cristianos no están cansados ni perezosos en la espera del encuentro final con el Señor, sino que cada día salen a su encuentro, reconociendo su rostro en el de tantas personas que piden ayuda. Hoy nos detenemos en estas palabras de Jesús: «Era forastero y me acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis» (Mt 25, 35-36). En estos tiempos es más actual que nunca la obra que concierne a los forasteros. La crisis económica, los conflictos armados y los cambios climáticos empujan a muchas personas a emigrar. Sin embargo, las migraciones no son un fenómeno nuevo, sino que pertenecen a la historia de la humanidad. Es una falta de memoria histórica pensar que sean algo típico sólo de estos años.


La Biblia nos ofrece muchos ejemplos concretos de migración. Es suficiente pensar en Abraham. La llamada de Dios le empuja a dejar su país para ir a otro: «Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré (Gen 12, 1)». Y así fue también para el pueblo de Israel , que desde Egipto, donde era esclavo, estuvo en caminando durante cuarenta años en el desierto hasta que llegó a la tierra prometida por Dios. La misma Santa Familia - María, José y el pequeño Jesús- se vio obligada a emigrar para huir ante la amenaza de Herodes: «Él se levantó, tomó de noche al niño y a su madre, y se retiró a Egipto; y estuvo allí hasta la muerte de Herodes» (Mt 2,14-15). La historia de la humanidad es historia de migraciones: en cada latitud no hay pueblo que no haya conocido el fenómeno migratorio.


A lo largo de los siglos hemos sido testigos al respecto de grandes manifestaciones de solidaridad, aunque no han faltado tensiones sociales. Hoy, el contexto de la crisis económica favorece desgraciadamente la aparición de actitudes de cerrazón y de no acogida. En algunas partes del mundo surgen muros y barreras. A veces parece que la obra silenciosa de muchos hombres y mujeres que, de distintas maneras, se prodigan para ayudar y atender a los refugiados y a los migrantes sea eclipsada por el ruido de otros que dan voz a un egoísmo instintivo. Pero la cerrazón no es una solución, es más, termina por favorecer los tráficos criminales. La única vía de solución es la de la solidaridad. Solidaridad con los migrantes, solidaridad con el migrante, solidaridad con el forastero...


El compromiso de los cristianos en este campo es tan urgente hoy como en el pasado. Mirando sólo al siglo pasado, recordamos la estupenda figura de santa Francisca Cabrini, que dedicó su vida junto a sus compañeras a los emigrantes dirigidos a los Estados Unidos de América. También hoy necesitamos estos testimonios para que la misericordia pueda llegar a muchos que están necesitados. Es un esfuerzo que concierne a todos, sin exclusiones. Las diócesis, las parroquias, los institutos de vida consagrada, las asociaciones y movimientos, así como cada cristiano, todos estamos llamados a acoger a los hermanos y a las hermanas que huyen de la guerra, del hambre, de la violencia y de condiciones de vida inhumanas. Todos juntos somos una gran fuerza de apoyo para todos los que han perdido la patria, la familia, el trabajo y la dignidad. Hace algunos días, sucedió una pequeña historia, de ciudad. Había un refugiado que buscaba una calle y una señora se le acercó y le dijo: «¿Usted busca algo?». Estaba sin zapatos, ese refugiado. Y él dijo: «Yo querría ir a San Pedro para pasar por la Puerta Santa». Y la señora pensó: «Pero, si no tiene zapatos, ¿cómo va a caminar?». Y llamó a un taxi. Pero ese migrante, ese refugiado olía mal y el conductor del taxi casi no quería que subiera, pero al final le dejó subir al taxi. Y la señora, junto a él, le preguntó un poco sobre su historia de refugiado y de migrante, durante el trayecto del viaje: diez minutos para llegar hasta aquí. Este hombre narró su historia de dolor, de guerra, de hambre y por qué había huido de su patria para migrar aquí. Cuando llegaron, la señora abrió el bolso para pagar al taxista y el taxista, que al principio no quería que este migrante subiese porque olía mal, le dijo a la señora: «No, señora, soy yo que debo pagarle a usted porque me ha hecho escuchar una historia que me ha cambiado el corazón». Esta señora sabía qué era el dolor de un migrante, porque tenía sangre armena y conocía el sufrimiento de su pueblo. Cuando nosotros hacemos algo parecido, al principio nos negamos porque nos produce algo de incomodidad, «pero si...huele mal...». Pero al final, la historia nos perfuma el alma y nos hace cambiar. Pensad en esta historia y pensemos qué podemos hacer por los refugiados.


Y la otra cosa es vestir a quien está desnudo: ¿qué quiere decir si no devolver la dignidad a quien la ha perdido? Ciertamente dando vestidos a quien no tiene; pero pensemos también en las mujeres víctimas de la trata, tiradas por las calles, y demás, demasiadas maneras de usar el cuerpo humano como mercancía, incluso de los menores. Así como también no tener un trabajo, una casa, un salario justo es una forma de desnudez, o ser discriminados por la raza, por la fe; son todas formas de «desnudez», ante las cuales como cristianos estamos llamados a estar atentos, vigilantes y preparados para actuar.


Queridos hermanos y hermanas, no caigamos en la trampa de encerrarnos en nosotros mismos, indiferentes a las necesidades de los hermanos y preocupados sólo de nuestros intereses. Es precisamente en la medida en la cual nos abrimos a los demás que la vida se vuelve fecunda, la sociedad vuelve a adquirir la paz y las personas recuperan su plena dignidad.


Y no os olvidéis de esa señora, no os olvidéis de ese emigrante que olía mal y no os olvidéis del conductor al cual el migrante había cambiado el alma.




Saludos


Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Pidamos al Señor la gracia de abrirnos al hermano, acogerlo, para poder restituirle la dignidad que, en muchos casos, ha perdido por los abusos, el egoísmo, la criminalidad, así nuestra vida será fecunda y nuestras sociedades recuperarán la paz. Dios los bendiga.


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JUBILEO EXTRAORDINARIO DE LA MISERICORDIA



AUDIENCIA JUBILAR

Sábado 22 de octubre de 2016


Queridos hermanos, ¡Buenos días!


El pasaje del Evangelio de Juan que hemos escuchado (cf 4,6-15) narra el encuentro de Jesús con una mujer samaritana. Lo que impresiona de este encuentro es el diálogo muy intenso entre la mujer y Jesús. Esto nos permite hoy subrayar un aspecto muy importante de la misericordia, que es precisamente el diálogo.


El diálogo permite a las personas conocerse y comprender las exigencias los unos de los otros. Sobre todo, es una señal de gran respeto, porque pone a las personas en actitud de escucha y en la condición de acoger los mejores aspectos del interlocutor. En segundo lugar, el diálogo es expresión de caridad, porque, aun no ignorando las diferencias, puede ayudar a buscar y a compartir el bien común. Además, el diálogo invita a ponernos ante el otro viéndolo como un don de Dios, que nos interpela y nos pide ser reconocido.


Muchas veces no encontramos a los hermanos, a pesar de vivir a su lado, sobre todo cuando hacemos prevalecer nuestra posición frente a la del otro. No dialogamos cuando no escuchamos suficientemente o tendemos a interrumpir al otro para demostrar que tenemos razón. Pero ¿cuántas veces, cuántas veces estamos escuchando a una persona, la paramos y decimos: “¡No! ¡No! ¡No es así!” y no dejamos que la persona termine de explicar lo que quiere decir?. Y esto impide el diálogo: esta es una agresión. El verdadero diálogo, en cambio, necesita momentos de silencio, en los cuales acoger el don extraordinario de la presencia de Dios en el hermano.


Queridos hermanos y hermanas, dialogar ayuda a las personas a humanizar las relaciones y a superar las incomprensiones. ¡Hay tanta necesidad de diálogo en nuestras familias, y cómo se resolverían más fácilmente las cuestiones si aprendiéramos a escucharnos mutuamente! Es así en la relación entre marido y mujer, y entre padres e hijos. Cuánta ayuda puede llegar también del diálogo entre los profesores y sus alumnos; o entre directivos y obreros, para descubrir las exigencias mejores del trabajo.


De diálogo también vive la Iglesia con los hombres y las mujeres de todos los tiempos, para comprender las necesidades que alberga el corazón de cada persona y para contribuir a la realización del bien común. Pensemos en el gran don de la creación y en la responsabilidad que todos tenemos de salvaguardar nuestra casa común: el diálogo sobre este tema tan central es una exigencia ineludible. Pensemos en el diálogo entre las religiones, para descubrir la verdad profunda de su misión en medio de los hombres, y para contribuir a la construcción de la paz y de una red de respeto y fraternidad (cf Enc. Laudato si’, 201).


Para concluir, todas las formas de diálogo son expresiones de la gran exigencia de amor de Dios, que sale al encuentro de todos y en cada uno pone una semilla de su bondad, para que pueda colaborar en su obra creadora. El diálogo derriba los muros de las divisiones y de las incomprensiones; crea puentes de comunicación y no permite que nadie se aísle, encerrándose en su pequeño mundo. No os olvidéis: dialogar es escuchar lo que me dice el otro y decir con docilidad lo que pienso yo. Si las cosas van así, la familia, el barrio, el puesto de trabajo serán mejores. Pero si yo no dejo que el otro diga todo lo que tiene en el corazón y empiezo a gritar —hoy se grita mucho— no llegará a buen fin esta relación entre nosotros; no llegará a buen fin la relación entre marido y mujer, entre padres e hijos. Escuchar, explicar, con docilidad, no chillar al otro, no gritar al otro, sino tener un corazón abierto.


Jesús conocía bien lo que había en el corazón de la samaritana, una gran pecadora; no obstante lo cual no le negó que se pudiera explicar, dejó que hablara hasta el final, y entró poco a poco en el misterio de su vida. Esta enseñanza vale también para nosotros. A través del diálogo podemos hacer crecer las señales de la misericordia de Dios y convertirlas en un instrumento de aceptación y respeto.
 


 
Saludos:


Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los venidos de España y Latinoamérica. Los invito a ser por medio del diálogo instrumentos que creen una red de respeto y fraternidad para derribar los muros de la división y de la incomprensión, y así crear puentes de comunicación para ser signos de la misericordia de Dios. Muchas gracias.


(Saludo con motivo de la memoria litúrgica de San Juan Pablo II)


Queridos hermanos y hermanas:


hace exactamente treinta y ocho años, casi a esta hora, en esta Plaza sonaban las palabras dirigidas a los hombres de todo el mundo: ¡no tengáis miedo! (...) Abrid, es más, abrid las puertas de par en par a Cristo. Estas palabras las pronunció al comienzo de su pontificado Juan Pablo II, Papa de profunda espiritualidad, plasmada por la milenaria herencia de la historia y de la cultura polaca transmitida en el espíritu de fe, de generación en generación. Esta herencia era para Él fuente de esperanza, de potencia y de valor, con la cual exhortaba al mundo a abrir ampliamente las puertas a Cristo. Esta invitación se transformó en una incesante proclamación del Evangelio de la misericordia para el mundo y para el hombre, cuya continuación es este Año Jubilar.


Hoy quiero desearos que el Señor os dé la gracia y la perseverancia en esta fe, esta esperanza y este amor que habéis recibido de vuestros antepasados y que conserváis con cuidado. Que en vuestras mentes y en vuestros corazones resuene siempre el llamamiento de vuestro gran compatriota para despertar en vosotros la fantasía de la misericordia, para que podáis llevar el testimonio del amor de Dios a todos los que lo necesitan. Os pido que os acordéis de mí en vuestras oraciones. ¡Os bendigo de corazón! ¡Sea alabado Jesucristo!


Una mención especial a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Hoy se celebra la memoria litúrgica de San Juan Pablo II. Que su coherente testimonio de fe sea una enseñanza para vosotros, queridos jóvenes, para afrontar los desafíos de la vida; con la luz de su enseñanza, queridos enfermos, abrazad con esperanza la cruz de la enfermedad; invocad su celeste intercesión, queridos recién casados, para que en vuestra nueva familia no falte nunca el amor.

 
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AUDIENCIA GENERAL

Plaza de San Pedro
Miércoles 19 de octubre de 2016


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Una de las consecuencias del llamado «bienestar» es la de llevar a las personas a encerrarse en sí mismas, haciéndolas insensibles a las exigencias de los demás. Se hace de todo para ilusionarlas presentándoles modelos de vida efímeros, que desaparecen después de algunos años, como si nuestra vida fuera una moda a seguir y cambiar en cada estación. No es así. La realidad debe ser aceptada y afrontada por aquello que es, y a menudo hace que nos encontremos situaciones de urgente necesidad. Es por eso que, entre las obras de misericordia, se encuentra la llamada del hambre y de la sed: dar de comer a los hambrientos —hoy hay muchos— y de beber al sediento. Cuantas veces los medios de comunicación nos informan sobre poblaciones que sufren la falta de alimento y de agua, con graves consecuencias especialmente para los niños.


Ante ciertas noticias y especialmente ante ciertas imágenes, la opinión pública se siente aludida y nacen de vez en cuando campañas de ayuda para estimular la solidaridad. Las donaciones se vuelven generosas y de esta manera se puede contribuir a aliviar el sufrimiento de muchos. Esta forma de caridad es importante, pero quizás no nos compromete directamente. En cambio cuando, caminando por la calle, nos cruzamos con una persona necesitada, o un pobre llama a la puerta de nuestra casa, es muy distinto, porque ya no estoy ante una imagen, sino que estamos comprometidos en primera persona. Ya no existe distancia alguna entre él o ella y yo, y me siento interpelado. La pobreza en abstracto no nos interpela, pero nos hace pensar, hace que nos lamentemos; pero cuando vemos la pobreza en la carne de un hombre, de una mujer, de un niño, ¡esto sí que nos interpela! Y de ahí, esa costumbre que tenemos de huir de los necesitados, de no acercarnos a ellos, maquillando un poco la realidad de los necesitados con las costumbres de moda para alejarnos de ella. Ya no hay distancia alguna entre el pobre y yo cuando nos cruzamos con él. En estos casos, ¿cuál es mi reacción?, ¿miro hacia otra parte y sigo adelante? o ¿me paro a hablar y me preocupo por su estado? Y si tú haces esto no faltará alguien que diga: «¡Éste está loco porque habla con un pobre!». ¿Miro si puedo acoger de alguna manera a esa persona o intento librarme de ella lo antes posible? Pero quizás sólo pide lo necesario: algo para comer y para beber. Pensemos por un momento: cuántas veces rezamos el «Padre Nuestro», y no obstante no prestamos verdaderamente atención a aquellas palabras: «Danos hoy nuestro pan de cada día».


En la Biblia, un Salmo dice que Dios es aquel que «da el alimento a todos los seres vivientes» (136, 25). La experiencia del hambre es dura. Algo sabe quién ha vivido periodos de guerra o carestía. Sin embargo esta experiencia se repite cada día y convive junto a la abundancia y el desperdicio. Siempre son actuales las palabras del apóstol Santiago: «¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga tengo fe, si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarle la fe? Si un hermano o una hermana están sin ropa y desprovistos del alimento cotidiano y uno de vosotros les dice: «Iros en paz, calentaos y hartaos», pero no les dais lo necesario para su cuerpo, ¿de qué sirve? Así también la fe, si no tiene obras, está realmente muerta» (2, 14-17) porque es incapaz de hacer obras, de hacer caridad, de amar. Siempre hay alguien que tiene hambre y sed y me necesita. No lo puedo delegar a alguien. Este pobre me necesita, necesita mi ayuda, mi palabra, mi compromiso. Esto nos afecta a todos. Es también la enseñanza de esa página del Evangelio en la cual Jesús, viendo tanta gente que desde hacía horas le seguía, pregunta a sus discípulos: «¿Dónde vamos a comprar panes para que coman estos?» (Jn 6, 5). Y los discípulos responden: «es imposible, es mejor que tú les despidas...». En cambio Jesús les dice: «No. Dadles vosotros mismos de comer» (cf. Mc 14, 16). Se hace dar los pocos panes y peces que tenían consigo, los bendice, los parte y los distribuye a todos. Es una lección muy importante para nosotros. Nos dice que lo poco que tenemos, si lo ponemos en manos de Jesús y lo compartimos con fe, se convierte en una riqueza superabundante.


El Papa Benedicto XVI, en la Encíclica Caritas in veritate, afirma: «Dar de comer a los hambrientos es un imperativo ético para la Iglesia universal. [...]». El derecho a la alimentación así como el derecho al agua, revisten un papel importante para conseguir otros derechos. [...] Es necesario, por lo tanto, que madure una conciencia solidaria que conserve el alimento y el acceso al agua como derechos universales de todos los seres humanos, sin distinciones ni discriminaciones» (n. 27). No olvidemos las palabras de Jesús: «Yo soy el pan de la vida» (Jn 6, 35) y «si alguno tiene sed, venga a mí» (Jn 7, 37). Son para todos nosotros, creyentes, una provocación estas palabras, una provocación para reconocer que, a través del dar de comer a los hambrientos y dar de beber a los sedientos, pasa nuestra relación con Dios, un Dios que ha revelado en Jesús su rostro de misericordia.




Saludos


Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los venidos de España y Latinoamérica. Los invito a salir al encuentro de las necesidades más básicas de los que encuentren a su camino, dando lo poco que tienen. Dios, a su vez, les corresponderá con su gracia y los colmará de una auténtica alegría. Muchas gracias.


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AUDIENCIA GENERAL

Plaza de San Pedro
Miércoles 12 de octubre de 2016


Queridos hermanos y hermanas ¡Buenos días!


En las catequesis anteriores hemos reflexionado sobre el gran misterio de la misericordia de Dios. Hemos meditado sobre el actuar del Padre en el Antiguo Testamento y después, a través de las narraciones evangélicas, hemos visto cómo Jesús, en sus palabras y en sus gestos, es la encarnación de la Misericordia. Él, a su vez, ha enseñado a sus discípulos: «sed compasivos como el Padre» (Lc 6, 36). Es un compromiso que requiere el conocimiento y la acción de cada cristiano. Efectivamente, no basta con adquirir experiencia de misericordia de Dios en la propia vida; es necesario que cualquiera que la recibe se convierta también en signo e instrumento para los demás. La misericordia, además, no está reservada sólo para momentos particulares, sino que abraza toda nuestra experiencia cotidiana.


Entonces ¿Cómo podemos ser testigos de misericordia? No pensemos que se trata de cumplir grandes esfuerzos o gestos sobrehumanos. No, no es así. El Señor nos indica una vía mucho más simple, hecha de pequeños gestos que sin embargo ante sus ojos tienen un gran valor, hasta tal punto que nos ha dicho que sobre estos seremos juzgados. Efectivamente, una página entre las más bonitas del Evangelio de Mateo nos muestra a la enseñanza que podremos considerar de alguna manera como el «testamento de Jesús» por parte del evangelista, que experimentó directamente sobre él mismo la acción de la Misericordia. Jesús dice que cada vez que damos de comer a quien tiene hambre y de beber a quien tiene sed, que vestimos a una persona desnuda y acogemos a un forastero, que visitamos a un enfermo o un encarcelado, se lo hacemos a Él (cf. Mt 25,31-46). La Iglesia ha llamado estos gestos «obras de misericordia corporales», porque socorren a las personas en sus necesidades materiales.


No obstante hay otras siete obras de misericordia llamadas «espirituales», que afectan a otras exigencias igualmente importantes, sobretodo hoy, porque tocan la esfera íntima de las personas y a menudo son las que más hacen sufrir. Seguramente todos recordamos una que entró a formar parte del lenguaje común: «soportar pacientemente a las personas molestas». Que las hay, ¡hay muchas personas molestas! Podría parecer una cosa poco importante, que nos hace sonreir, sin embargo contiene un sentimiento de profunda caridad; y así es también para las otras seis, que es bueno recordar: aconsejar a los dudosos, enseñar a los ignorantes, advertir a los pecadores, consolar a los afligidos, perdonar las ofensas, rezar a Dios por los vivos y por los muertos. ¡Son cosas de todos los días! «yo estoy afligido...». «Dios te ayudará, no tengo tiempo...». ¡No! me paro, le escucho, pierdo el tiempo y le consuelo, eso es un gesto de misericordia y eso se le ha hecho no sólo a él, ¡se ha hecho a Jesús!


En las próximas Catequesis nos detendremos sobre estas obras, que la Iglesia nos presenta como el modo concreto de vivir la misericordia. En el curso de los siglos, muchas personas simples las han puesto en práctica, dando así genuino testimonio de su fe. La Iglesia por otra parte, fiel a su Señor, nutre un amor preferencial por los más débiles. A menudo son las personas más cercanas a nosotros las que necesitan nuestra ayuda. No debemos ir en busca de quién sabe cuáles empresas por realizar. Es mejor iniciar por las más simples, que el Señor nos indica como las más urgentes. En un mundo desgraciadamente afectado por el virus de la indiferencia, las obras de misericordia son el mejor antídoto. Nos educan, efectivamente, a ocuparnos de las exigencias más elementales de nuestros «hermanos más pequeños» (Mt 25, 40), en los cuales está presente Jesús. Siempre Jesús está presente allí. Donde hay necesidad, una persona que tiene una necesidad, sea material que espiritual, Jesús está ahí. Reconocer su rostro en el de quien se encuentra necesitado es un verdadero desafío contra la indiferencia. Nos permite ser siempre más vigilantes, evitando que Cristo nos pase al lado sin que le reconozcamos. Me vuelve a la mente la frase de san Agustín: «Timeo Iesum transeuntem» (Serm., 88, 14, 13), «tengo miedo de que el Señor pase» y no le reconozca, que el Señor pase delante de mí en una de estas personas pequeñas, necesitadas y yo no me dé cuenta de que es Jesús. ¡Tengo miedo de que el Señor pase y no le reconozca! Me he preguntado por qué san Agustín dijo que temiéramos el paso de Jesús. La respuesta, desgraciadamente, está en nuestros comportamientos: porque a menudo estamos distraídos, indiferentes, y cuando el Señor nos pasa cerca perdemos la ocasión del encuentro con Él.


Las obras de misericordia despiertan en nosotros la exigencia y la capacidad de hacer viva y laboriosa la fe con la caridad. Estoy convencido de que a través de estos simples gestos cotidianos podemos cumplir una verdadera revolución cultural, como ocurrió en pasado. Si cada uno de nosotros, cada día, cumple uno de de estos, esta será una revolución en el mundo. Pero todos, cada uno de nosotros. ¡Cuántos santos se recuerdan todavía hoy, no por las grandes obras que han realizado, sino por la caridad que han sabido transmitir! Pensemos en Madre Teresa, canonizada desde hace poco: no la recordamos por las muchas casas que ha abierto por el mundo, sino porque se inclinaba sobre cada persona que encontraba en medio de la calle para devolverle la dignidad. ¡Cuántos niños abandonados estrechó entre sus brazos; ¡cuántos moribundos acompañó en el umbral de la eternidad tomándoles de la mano! Estas obras de misericordia son los rasgos del Rostro de Jesucristo que cuida de sus hermanos más pequeños para llevar a cada uno la ternura y la cercanía de Dios. Que el Espíritu Santo nos ayude, que el Espíritu Santo encienda en nosotros el deseo de vivir con este estilo de vida: al menos cumplir una cada día, ¡al menos!


Aprendamos de nuevo de memoria las obras de misericordia corporal y espiritual y pidamos al Señor que nos ayude a ponerlas en práctica cada día y en el momento en el cual veamos a Jesús en una persona necesitada.





LLAMAMIENTO POR SIRIA


Quiero subrayar y reiterar mi cercanía a todas las víctimas del deshumano conflicto en Siria. Es con un carácter de urgencia que renuevo mi llamamiento, implorando, con todas mis fuerzas, a los responsables, para que se llegue a un inmediato cese al fuego, que sea impuesto y respetado al menos durante el tiempo necesario para consentir la evacuación de los civiles, sobre todo de los niños, que están todavía atrapados bajo los cruentos bombardeos.


LLAMAMIENTO 


Mañana, 13 de octubre, es la Jornada internacional para la reducción de los desastres naturales, que este año propone el tema: «Reducir la mortalidad». Efectivamente los desastres naturales podrían ser evitados o por lo menos limitados, pues sus efectos se deben a menudo a falta de cuidado del medio ambiente por parte del hombre. Animo por lo tanto a unir los esfuerzos de manera previsora respecto la tutela de nuestra casa común, promoviendo una cultura de prevención, con la ayuda también de los nuevos conocimientos, reduciendo los riesgos para las poblaciones más vulnerables.



 
Saludos


Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los provenientes de España y Latinoamérica. Que el Espíritu Santo encienda en nosotros el deseo de practicar las obras de misericordia, para que nuestros hermanos sientan presente a Jesús, que no los abandona en sus necesidades sino que se hace cercano y los abraza con ternura. Muchas gracias.


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AUDIENCIA GENERAL

Plaza de San Pedro
Miércoles 5 de octubre de 2016


Queridos hermanos y hermanas:


Con mi reciente viaje a Georgia y Azerbaiyán, he completado mi visita a estos tres países caucásicos, que inicié visitando Armenia.


Ambos países están viviendo una nueva fase histórica, en la que encuentran algunas dificultades en varios ámbitos de la vida social, y es precisamente allí, donde la Iglesia Católica debe estar presente y ser cercana, de modo especial con el signo de la caridad y de la promoción humana, en comunión con las otras Iglesias cristianas y en diálogo con las demás comunidades religiosas. En Georgia esta misión pasa por la colaboración con los hermanos ortodoxos. En los encuentros que tuve con los fieles cristianos de Georgia les animé a mantenerse firmes en la fe, con memoria, valor y esperanza, y a vivir la misión unidos a Cristo, mediante la oración y la caridad concreta. Este estilo de presencia evangélica, como semilla del Reino de Dios, es también muy necesario en Azerbaiyán, donde la minoría católica convive con la mayoría musulmana y los hermanos ortodoxos, teniendo buenas relaciones con todos. Por eso allí, además de la Eucaristía, tuve también un encuentro interreligioso, pues la fe en Cristo anima la búsqueda y el diálogo con todos los que creen en Dios, para la construcción de un mundo más justo y fraterno.





Saludos


Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Que la firmeza humilde de nuestra fe nos haga testigos valientes de Cristo y portadores de reconciliación, unidad y paz en el mundo. Que Dios los bendiga.

 
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