DISCURSOS DEL PAPA FRANCISCO
OCTUBRE 2016
A LOS PARTICIPANTES EN LA 36 CONGREGACIÓN GENERAL
DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS
Curia General de la Compañía de Jesús, Roma
Lunes 24 de octubre de 2016
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A LA ASOCIACIÓN NACIONAL DE TRABAJADORES MAYORES
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A LOS PARTICIPANTES EN LA 36 CONGREGACIÓN GENERAL
DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS
Curia General de la Compañía de Jesús, Roma
Lunes 24 de octubre de 2016
Queridos hermanos y amigos en el Señor,
al rezar pensando qué les diría, recordé con particular emoción las
palabras finales que nos dijo el Beato Pablo VI al finalizar nuestra
Congregación General XXXII: «Così, così, fratelli e figli. Avanti, in Nomine Domini. Camminiamo insieme, liberi, obbedienti, uniti nell’amore di Cristo, per la maggior gloria di Dio»[1].
También San Juan Pablo II y Benedicto XVI nos han animado a «caminar de una manera digna de la vocación a la que hemos sido llamados (Ef 4,1)»[2] y a «proseguir por el camino
de la misión con plena fidelidad a vuestro carisma originario, en el
contexto eclesial y social característico de este inicio de milenio.
Como os han dicho en varias ocasiones mis antecesores, la Iglesia os
necesita, cuenta con vosotros y sigue confiando en vosotros, de modo
especial para llegar a los lugares físicos y espirituales a los que
otros no llegan o les resulta difícil hacerlo»[3].
Caminar juntos –libres y obedientes– caminar yendo a las periferias
donde otros no llegan, «bajo la mirada de Jesús y mirando el horizonte
que es la Gloria de Dios siempre mayor, el que nos sorprende siempre»[4].
El jesuita está llamado para «discurrir –como dice Ignacio– y hacer
vida en cualquiera parte del mundo donde se espera más servicio de Dios y
ayuda de las ánimas» (Co 304). Es que: “Para la Compañía, todo el mundo
le ha de ser casa”, decía Nadal[5].
Ignacio le escribía a Borja a propósito de una crítica de los
jesuitas llamados “angélicos” (Oviedo y Onfroy), porque decían que la
Compañía no estaba bien instituida y que había que instituirla más en
espíritu: el espíritu que los guía –decía Ignacio– “ignora el estado de
las cosas de la Compañía, que están in fieri, fuera de lo necesario (y) substancial”[6].
Me gusta tanto esta manera de ver de Ignacio a las cosas en devenir,
haciéndose, fuera de lo substancial. Porque saca a la Compañía de todas
las parálisis y la libra de tantas veleidades.
La Fórmula del Instituto es lo “necesario y substancial” que
debemos tener todos los días ante los ojos, después de mirar a Dios
nuestro Señor: “El modo de ser del Instituto, que es camino hacia Él”. Lo fue para los primeros compañeros y previeron que lo fuera “para los que nos sigan por este camino”.
Así, tanto la pobreza como la obediencia o el hecho de no estar
obligados a cosas como rezar en coro, no son ni exigencias ni
privilegios, sino ayudas que hacen a la movilidad de la Compañía, al
estar disponibles «para correr por la vía de Cristo Nuestro Señor» (Co
582) teniendo, gracias al voto de obediencia al Papa, una «más cierta
dirección del Espíritu Santo» (Fórmula Instituto 3). En la Fórmula está
la intuición de Ignacio, y su substancialidad es lo que permite que las
Constituciones hagan hincapié en tener siempre en cuenta «los lugares,
tiempos y personas» y que todas las reglas sean ayudas –tanto cuanto–
para cosas concretas.
El caminar, para Ignacio, no es un mero ir y andar sino que se
traduce en algo cualitativo: es aprovechamiento y progreso, es ir
adelante, es hacer algo en favor de los otros. Así lo expresan las dos
Fórmulas del Instituto aprobadas por Paulo III (1540) y Julio III (1550)
cuando centran la ocupación de la Compañía en la fe –en su defensa y
propagación– y en la vida y doctrina de las personas. Aquí Ignacio y los
primeros compañeros usan la palabra aprovechamiento (ad profectum[7], cf. Fil 1, 12.25) que es la que da el criterio práctico de discernimiento propio de nuestra espiritualidad.
El aprovechamiento no es individualista, es común: «El fin de esta
Compañía es no solamente atender a la salvación y perfección de las
ánimas propias con la gracia divina, mas con la misma intensamente
procurar de ayudar a la salvación y perfección de las de los prójimos»
(Ex 1, 2). Y si para algún lado se inclinaba la balanza en el corazón de
Ignacio era hacia la ayuda de los prójimos, tanto es así que se enojaba
si le decían que la razón de que alguno se quedara en la Compañía era
«para que así salvara su ánima. Ignacio no quería gente que siendo buena
para sí, no se hallara en ella aptitud para el servicio del prójimo»
(Aicardo I punto 10 pág. 41).
El aprovechamiento es en todo. La fórmula de Ignacio expresa una
tensión: “no solamente… sino…”; y este esquema mental de unir tensiones
–la salvación y perfección propia y la salvación y perfección del
prójimo– desde el ámbito superior de la Gracia, es propio de la
Compañía. La armonización de ésta y de todas las tensiones
(contemplación y acción, fe y justicia, carisma e institución, comunidad
y misión…) no se da mediante formulaciones abstractas sino que se logra
a lo largo del tiempo mediante eso que Fabro llamaba “nuestro modo de
proceder”[8].
Caminando y “progresando” en el seguimiento del Señor, la Compañía va
armonizando las tensiones que contienen y producen inevitablemente la
diversidad de gente que convoca y las misiones que recibe.
El aprovechamiento no es elitista. En la Fórmula Ignacio procede
describiendo medios para aprovechar más universalmente, que son
propiamente sacerdotales. Pero notemos que las obras de misericordia se
dan por descontadas, ¡la Fórmula dice: «sin que eso sea óbice» para la
misericordia! Las obras de misericordia –el cuidado de los enfermos en
las hospederías, la limosna mendigada y repartida, la enseñanza a los
pequeños, el sufrir con paciencia las molestias…– eran el medio vital en
el que Ignacio y los primeros compañeros se movían y existían, su pan
cotidiano: ¡cuidaban que todo lo demás no fuera óbice!
El aprovechamiento, por fin, es “lo que más aprovecha”. Se trata del “magis”,
de ese plus, que lleva a Ignacio a iniciar procesos, a acompañarlos y a
evaluar su real incidencia en la vida de las personas, ya sea en
cuestiones de fe, de justicia o de misericordia y caridad. El magis es
el fuego, el fervor en acción, que sacude dormideras. Nuestros santos lo
han encarnado siempre. Decían de San Alberto Hurtado que era “un dardo
agudo que se clava en las carnes dormidas de la Iglesia”. Y esto contra
esa tentación que Pablo VI llamaba “spiritus vertiginis” y De
Lubac, “mundanidad espiritual”. Tentación que no es, en primer lugar,
moral sino espiritual y que nos distrae de lo esencial: que es ser
aprovechables, dejar huella, incidir en la historia, especialmente en la
vida de los más pequeños.
«La Compañía es Fervor», decía Nadal[9]. Para reavivar el fervor en la misión de aprovechar a las personas en su vida y doctrina, deseo concretar estas reflexiones en tres puntos
que, dado que la Compañía está en los lugares de misión en que tiene
que estar, hacen más bien a nuestro modo de proceder. Tienen que ver con
la alegría, con la Cruz y con la Iglesia, nuestra Madre, y miran a dar
un paso adelante quitando los impedimentos que el enemigo de natura
humana nos pone cuando vamos, en el servicio de Dios, de bien en mejor
subiendo.
1. Pedir insistentemente la consolación
Siempre se puede dar un paso adelante en el pedir insistentemente la consolación. En las dos Exhortaciones Apostólicas [Evangelii gaudium y Amoris laetitia] y en la Encíclica Laudato si’
he querido insistir en la alegría. Ignacio, en los Ejercicios nos hace
contemplar a sus amigos «el oficio de consolar», como propio de Cristo
Resucitado (EE 224). Es oficio propio de la Compañía consolar al pueblo
fiel y ayudar con el discernimiento a que el enemigo de natura humana no
nos robe la alegría: la alegría de evangelizar, la alegría de la
familia, la alegría de la Iglesia, la alegría de la creación… Que no nos
la robe ni por desesperanza ante la magnitud de los males del mundo y
los malentendidos entre los que quieren hacer el bien, ni nos la
reemplace con las alegrías fatuas que están siempre al alcance de la
mano en cualquier comercio.
Este «servicio de la alegría y de la consolación espiritual» arraiga
en la oración. Consiste en animarnos y animar a todos a «pedir
insistentemente la consolación a Dios». Ignacio lo formula de modo
negativo en la 6ª regla de primera semana, cuando dice que «mucho
aprovecha el intenso mudarse contra la misma desolación» instando en la
oración (EE 319). Aprovecha porque en la desolación somos muy «para
poco» (EE 324). Practicar y enseñar esta oración de pedir y suplicar la
consolación, es el principal servicio a la alegría. Si alguno no se cree
digno (cosa muy común en la práctica), al menos insista en pedir esta
consolación por amor al mensaje, ya que la alegría es constitutiva del
mensaje evangélico, y pídala también por amor a los demás, a su familia y
al mundo. Una buena noticia no se puede dar con cara triste. La alegría
no es un plus decorativo, es índice claro de la gracia: indica que el
amor está activo, operante, presente. Por eso el buscarla no debe
confundirse con buscar “un efecto especial”, que nuestra época sabe
producir para consumo, sino que se la busca en su índice existencial que
es la “durabilidad”: Ignacio abre los ojos y se despierta al
discernimiento de los espíritus al descubrir esta distinta valencia
entre alegrías duraderas y alegrías pasajeras (Autobiog 8). El tiempo
será lo que le da la clave para reconocer la acción del Espíritu.
En los Ejercicios, el “progreso” en la vida espiritual se da en la
consolación: es el «ir de bien en mejor subiendo» (EE 315) y también
«todo aumento de fe, esperanza y caridad y toda leticia interna» (EE
316). Este servicio de la alegría fue lo que llevó a los primeros
compañeros a decidir no disolver sino instituir la compañía que se
brindaban y compartían espontáneamente y cuya característica era la
alegría que les daba rezar juntos, salir a misionar juntos y volver a
reunirse, a imitación de la vida que llevaban el Señor y sus apóstoles.
Esta alegría del anuncio explícito del Evangelio –mediante la
predicación de la fe y la práctica de la justicia y la misericordia– es
lo que lleva a la Compañía a salir a todas las periferias. El jesuita es
un servidor de la alegría del Evangelio, tanto cuando trabaja
artesanalmente conversando y dando los ejercicios espirituales a una
sola persona, ayudándola a encontrar ese «lugar interior de donde le
viene la fuerza del Espíritu que lo guía, lo libera y lo renueva»[10],
como cuando trabaja estructuralmente organizando obras de formación, de
misericordia, de reflexión, que son expansión institucional de ese
punto de inflexión donde se da el quiebre de la voluntad propia y entra a
actuar el Espíritu. Bien decía M. De Certeau: los Ejercicios son «el
método apostólico por excelencia», ya que posibilitan el «retorno al
corazón, principio de una docilidad al Espíritu que despierta e impulsa
al ejercitante a una fidelidad personal a Dios» [11].
2. Dejarnos conmover por el Señor puesto en Cruz
Siempre se puede dar un paso más en el dejarnos conmover por el Señor
puesto en cruz, por Él en persona y por Él presente en tantos hermanos
nuestros que sufren –¡la gran mayoría de la humanidad! El Padre Arrupe
decía que allí donde hay un dolor, allí está la Compañía.
El Jubileo de la Misericordia es un tiempo oportuno para reflexionar
sobre los servicios de la misericordia. Lo digo en plural porque la
misericordia no es una palabra abstracta sino un estilo de vida, que
antepone a la palabra los gestos concretos que tocan la carne del
prójimo y se institucionalizan en obras de misericordia. Para los que
hacemos los Ejercicios, esta gracia por la que Jesús nos manda que nos
asemejemos al Padre (cf. Lc 6, 36) comienza con ese coloquio de
misericordia que es la expansión del coloquio con el Señor puesto en
cruz por mis pecados. Todo el segundo ejercicio es un coloquio lleno de
sentimientos de vergüenza, confusión, dolor y lágrimas agradecidas
viendo quién soy yo –disminuyéndome– y quién es Dios –engrandeciéndolo–,
«que me ha dado vida hasta ahora» (EE 61), quién es Jesús, colgado en
la cruz por mí. El modo como Ignacio vive y formula su experiencia de la
misericordia es de mucho provecho personal y apostólico y requiere una
aguda y sostenida experiencia de discernimiento. Decía nuestro padre a
[san Francisco] Borja: «Yo para mí me persuado, que antes y después soy
todo impedimento; y de esto siento mayor contentamiento y gozo
espiritual en el Señor nuestro, por no poder atribuir a mí cosa alguna
que buena parezca»[12].
Ignacio vive, pues de la pura misericordia de Dios hasta en las cosas
más pequeñas de su vida y de su persona. Y sentía que cuanto más
impedimento él ponía, con más bondad lo trataba el Señor: «Tanta era la
misericordia del Signore, e tanta la copia della soavità e dolcezza
della grazia sua con esso lui, che quanto egli più desiderava d’essere
in questo modo gastigato, tanto più benigno era Iddio e con abbondanza
maggiore spargeva sopra di lui i tesori della sua infinita liberalità.
Laonde diceva, che egli credeva no vi essere nel mondo uomo, in cui
queste due cose insieme, tanto come in lui, concorressero; la prima
mancare tanto a Dio e l’altra il ricevere tante e così continue grazie
dalla sua mano»[13].
Al formular Ignacio su experiencia de la misericordia en estos
términos comparativos –cuanto más sentía faltar al Señor más se extendía
Él en darle su gracia– libera la fuerza vivificante de la misericordia
que nosotros muchas veces diluimos con formulaciones abstractas y
condiciones legalistas. El Señor, que nos mira con misericordia y nos
elige, nos envía a hacer llegar con toda su eficacia esa misma
misericordia a los más pobres, a los pecadores, a los sobrantes y
crucificados del mundo actual que sufren la injusticia y la violencia.
Sólo si experimentamos esta fuerza sanadora en lo vivo de nuestras
propias llagas, como personas y como cuerpo, perderemos el miedo a
dejarnos conmover por la inmensidad del sufrimiento de nuestros hermanos
y nos lanzaremos a caminar pacientemente con nuestros pueblos
aprendiendo de ellos el modo mejor de ayudarlos y servirlos (cf. CG 32 d
4 n 50).
3. Hacer el bien de buen espíritu, sintiendo con la Iglesia
Siempre se puede dar un paso adelante en hacer el bien de buen
espíritu, sintiendo con la Iglesia, como dice Ignacio. Es también propio
de la Compañía el servicio del discernimiento del modo como hacemos las
cosas. Fabro lo formulaba pidiendo la gracia de «todo el bien que
pudiese realizar, pensar u organizar, se haga por el buen espíritu y no
por el malo»[14].
Esta gracia de discernir, que no basta con pensar, hacer u organizar el
bien sino que hay que hacerlo de buen espíritu, es lo que nos enraíza
en la Iglesia, en la que el Espíritu actúa y reparte su diversidad de
carismas para el bien común. Fabro decía que en muchas cosas los que
querían reformar a la Iglesia tenían razón, pero que Dios no la quería
corregir con sus modos.
Es propio de la Compañía hacer las cosas sintiendo con la Iglesia.
Hacer esto sin perder la paz y con alegría, dados los pecados que vemos
tanto en nosotros como personas como en las estructuras que hemos
creado, implica cargar la Cruz, experimentar la pobreza y las
humillaciones, ámbito en el que Ignacio nos anima a elegir entre
soportarlas pacientemente o desearlas[15].
Allí donde la contradicción era más candente, Ignacio daba ejemplo de
recogerse en sí mismo, antes de hablar o actuar, para obrar de buen
espíritu. Las reglas para sentir con la Iglesia no las leemos como
instrucciones precisas sobre puntos controvertidos (alguno podría
resultar extemporáneo) sino ejemplos donde Ignacio invitaba en su tiempo
a “hacer contra” al espíritu antieclesial, inclinándose total y
decididamente del lado de nuestra Madre, la Iglesia, no para justificar
una posición discutible sino para abrir lugar a que el Espíritu actuara a
su tiempo.
El servicio del buen espíritu y del discernimiento nos hace ser
hombres de Iglesia –no clericalistas, sino eclesiales–, hombres “para
los demás”, sin cosa propia que aísle sino con todo lo nuestro propio
puesto en comunión y al servicio.
No caminamos ni solos ni cómodos, caminamos con «un corazón que no se
acomoda, que no se cierra en sí mismo, sino que late al ritmo de un
camino que se realiza junto a todo el pueblo fiel de Dios»[16]. Caminamos haciéndonos todo a todos con tal de ayudar a alguno.
Este despojo hace que la Compañía tenga y pueda tener siempre más el
rostro, el acento y el modo de todos los pueblos, de cada cultura,
metiéndose en todos ellos, en lo propio del corazón de cada pueblo, para
hacer allí Iglesia con cada uno, inculturando el evangelio y
evangelizando cada cultura.
Le pedimos a Nuestra Señora de la Strada, en un coloquio filial o
como de un siervo con su Señora, que interceda por nosotros ante el
«Padre de las misericordias y Dios de toda consolación» (2 Cor 1,
3), para que nos ponga siempre nuevamente con su Hijo, con Jesús, que
carga y nos invita a cargar con Él la cruz del mundo. Confiamos a Ella
nuestro “modo de proceder”, para que sea eclesial, inculturado, pobre,
servicial, libre de toda ambición mundana. Le pedimos a nuestra Madre
que encamine y acompañe a cada jesuita junto con la porción del pueblo
fiel de Dios al que ha sido enviado, por estos caminos de la consolación, de la compasión y del discernimiento.
[1] Discorso ai partecipanti alla 32ª Congregazione Generale della Compagnia di Gesù, 3 dicembre 1974.
[2] Homilía en la celebración inaugural de la 33ª Congregación General de la Compañía de Jesús, 2 de setiembre de 1983.
[3] Discurso a los participantes en la 35ª Congregación General de la Compañía de Jesús, 21 de febrero de 2008.
[4] Francisco, Homilía en la fiesta del SS.mo Nombre de Jesús, Iglesia del Gesù, 3 de enero de 2014.
[5] MNadal V 364-365.
[6] Carta 51, A Francisco de Borja, julio de 1549, 17 N. 9. Cfr. M. A. Fiorito y A. Swinnen, La Fórmula del Instituto de la Compañía de Jesús (introducción y versión castellana), Stromata, julio-diciembre 1977 – nº 3/4, 259-260.
[7] “Ad profectum animarum in vita et doctrina Christiana” in Monumenta Ignatiana, Constitutiones T. I (MHSI), Roma, 1934 , 26 y 376; cfr. Constituzioni della Compagnia di Gesù annotate dalla CG 34 e Norme complementari, Roma, ADP, 1995, 32-33.
[8] Cf. MF. 50, 69, 111, 114 etc.
[9] Cf. MNad V, 310.
[10] Pierre Favre, Memorial, Paris, Desclée, 1959; cf. Introduction de M. De Certau, pág. 74.
[11] Ibíd. 76.
[12] Ignacio de Loyola, Carta 26 a Francisco de Borja, fines de 1545.
[13] P. Ribadaneira, Vita di S. Ignazio di Loiola, Roma, La Civiltà Cattolica, 1863, 336.
[14] Pierre Favre, Memorial cit. nº 51.
[15] Cf., Directorio Autógrafo 23.
[16] Francisco, Homilía en la fiesta del SS.mo Nombre de Jesús, Iglesia del Gesù, 3 de enero de 2014.
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A LOS PARTICIPANTES EN EL CAPÍTULO GENERAL
DE LOS AGUSTINOS RECOLETOS
Palacio Apostólico Vaticano
DE LOS AGUSTINOS RECOLETOS
Palacio Apostólico Vaticano
Sala Clementina
Jueves, 20 de octubre de 2016
Jueves, 20 de octubre de 2016
Queridos hermanos:
Les doy la bienvenida y agradezco al Padre general las amables
palabras que me ha dirigido en nombre de toda la familia
Agustino-Recoleta. Y como él mismo decía, para este 55 Capítulo general,
han tomado como lema una oración que sale de lo más íntimo del corazón
de san Agustín: «Toda nuestra esperanza está en tu gran misericordia. Danos lo que mandas y manda lo que quieras» (Confesiones, 10,29,40).
Esta invocación nos conduce a ser hombres de esperanza, o sea
con horizontes, capaces de poner toda nuestra confianza en la
misericordia de Dios, conscientes de que somos incapaces de afrontar
sólo con nuestras fuerzas los retos que el Señor propone. Nos sabemos
pequeños e indignos; pero en Dios está nuestra seguridad y alegría; él
jamás defrauda y él es quien por caminos misteriosos nos conduce con
amor de Padre.
En este Capítulo general han querido revisar y poner ante Dios la
vida de la Orden, con sus anhelos y desafíos, para que sea él quien les
dé luz y esperanza. Para buscar la renovación y un impulso se necesita
volver a Dios, y pedirle: «Danos lo que mandas». Pedimos el mandamiento nuevo que Jesús nos dio: «Que os améis unos a otros; como yo os he amado» (Jn
13,34); es lo que nosotros le imploramos que nos dé: su amor para ser
capaces de amar. Dios nos da de muchas maneras este amor; Dios siempre
nos está dando este amor y se hace presente en nuestra vida. Miramos al
pasado y damos gracias por tantos dones recibidos. Y este recorrido
histórico hemos de hacerlo de la mano del Señor, porque él es quien nos
da la clave para interpretarlo; no se trata de hacer historia sin más,
sino descubrir la presencia del Señor en cada acontecimiento, en cada
paso de la vida. El pasado nos ayuda a volver de nuevo al carisma y a
degustarlo en toda su frescura y entereza. También nos da la posibilidad
de subrayar las dificultades que han surgido y cómo han sido superadas,
para poder enfrentar los retos actuales, mirándose al futuro. Este
camino junto a Jesús se convertirá en oración de acción de gracias y en
purificación interior.
La memoria agradecida de su amor en nuestro pasado nos impulsa a
vivir el presente con pasión y de manera cada vez más valiente; entonces
sì podemos pedirle: «Manda lo que quieras». Pedir esto implica
libertad de espíritu y disponibilidad. Dejarse mandar por Dios significa
que él es el patrón de nuestra vida y no hay otro; y bien sabemos que,
si Dios no ocupa el lugar que le corresponde, otros lo harán por él. Y
cuando el Señor está en el centro de nuestra vida todo es posible; no
cuenta ni el fracaso ni algún otro mal, porque él es quien está en el
centro, y es él quien nos dirige.
En este momento de modo especial, nos pide que seamos sus «creadores
de comunión». Estamos llamados a crear, con nuestra presencia en medio
del mundo, una sociedad capaz de reconocer la dignidad de cada persona y
de compartir el don que cada uno es para el otro. Con nuestro
testimonio de comunidad viva y abierta a lo que nos manda el Señor, a
través del soplo de su Espíritu, podremos responder a las necesidades de
cada persona con el mismo amor con el que Dios nos ha amado. Tantas
personas están esperando que salgamos a su encuentro y las miremos con
esa ternura que hemos experimentado y recibido de nuestro trato con
Dios. Este es el poder que llevamos, no el de nuestros propios ideales y
proyectos; sino la fuerza de su misericordia que trasforma y da vida.
Queridos hermanos, los invito a mantener con espíritu renovado el
sueño de San Agustín, de vivir como hermanos «con un solo corazón y una
sola alma» (Regla 1, 2), que refleje el ideal de los primeros
cristianos y sea profecía viviente de comunión en este mundo nuestro,
para que no haya división, ni conflictos ni exclusión, sino que reine la
concordia y se promueva el diálogo. Pongo bajo el amparo de nuestra
Madre, la Virgen María, las intenciones y proyectos de la Orden, para
que los oriente y proteja. Y no se olviden de rezar por mí, y trasmitan
mi bendición a toda la familia Agustino-Recoleta. Muchas gracias.
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A LA ASOCIACIÓN NACIONAL DE TRABAJADORES MAYORES
Palacio Apostólico Vaticano
Aula Pablo VI
Sábado 15 de octubre de 2016
Sábado 15 de octubre de 2016
Queridos hermanos y hermanas:
Me alegro de vivir junto a vosotros esta jornada de reflexión y
oración, inserta en el marco del Día de los Abuelos. Os saludo a todos
con afecto, empezando por los presidentes de las asociaciones, a los
cuales agradezco sus palabras. Expreso mi aprecio por los que han
afrontado dificultades e inconvenientes para no faltar a esta cita; y al
mismo tiempo estoy cerca de todas las personan ancianas, solas o
enfermas, que no han podido moverse de casa, pero que espiritualmente
están unidas a nosotros.
La Iglesia mira a las personas ancianas con afecto, gratitud y gran
estima. Son parte esencial de la comunidad cristiana y de la sociedad.
No sé si habéis oído bien: los ancianos son parte esencial de la
comunidad cristiana y de la sociedad. En particular, representan las
raíces y la memoria de un pueblo. Vosotros sois una presencia
importante, porque vuestra experiencia constituye un tesoro precioso,
indispensable para mirar al futuro con esperanza y responsabilidad.
Vuestra madurez y sabiduría, acumuladas a lo largo de los años, pueden
ayudar a los más jóvenes apoyándoles en el camino del crecimiento y de
la apertura hacia el futuro, en la búsqueda de su camino. Los ancianos,
efectivamente, testimonian que, incluso en las pruebas más difíciles, no
hay que perder nunca la confianza en Dios y en un futuro mejor. Son
como árboles que siguen dando fruto: aun con el peso de los años, pueden
dar su aportación original en pos de una sociedad rica de valores y
para la consolidación de la cultura de la vida.
No son pocos los ancianos que emplean generosamente su tiempo y los
talentos que Dios les ha concedido en prestarse para ayudar y apoyar a
los demás. Pienso en los que ofrecen su disponibilidad en las parroquias
para dar un servicio verdaderamente precioso: algunos se dedican a la
decoración de la casa del Señor, otros, como catequistas, animadores
litúrgicos, testigos de caridad. Y ¿qué decir de su papel en el ámbito
familiar? ¡Cuántos abuelos cuidan de sus nietos, transmitiendo con
sencillez a los más pequeños la experiencia de la vida, los valores
espirituales y culturales de una comunidad y de un pueblo! En los países
que han padecido una grave persecución religiosa, han sido los abuelos
los que han transmitido la fe a las nuevas generaciones, llevando a los
niños a a recibir el bautismo en un contexto de sufrida clandestinidad.
En un mundo como el actual, en el cual a menudo son exaltadas la
fuerza y la apariencia, vosotros tenéis la misión de testimoniar los
valores que cuentan de verdad y que permanecen para siempre, porque
están inscritos en el corazón de cada ser humano y garantizados por la
Palabra de Dios. Precisamente en cuanto personas de la llamada tercera
edad, vosotros, o mejor dicho nosotros —porque yo también formo parte—,
estamos llamados a obrar para el desarrollo de la cultura de la vida,
testimoniando que cada estación de la existencia es un don de Dios y
tiene una belleza propia y una importancia propia, aunque esté marcada
por la fragilidad.
Frente a muchos ancianos que, en los límites de sus posibilidades,
siguen prodigándose por el prójimo, hay muchos que conviven con la
enfermedad, con dificultades motoras y necesitan asistencia. Doy las
gracias hoy al Señor por las muchas personas y estructuras que se
dedican a un cotidiano servicio a los ancianos, para favorecer adecuados
contextos humanos, en los cuales cada uno pueda vivir dignamente esta
importante etapa de la propia vida. Los institutos que albergan a los
ancianos son llamados a ser «lugares de humanidad y de atención
afectuosa, donde las personas más débiles no sean olvidadas o
abandonadas, sino visitadas, recordadas y custodiadas como a hermanos y
hermanas mayores. Se expresa así la gratitud hacia quienes han dado
tanto a la comunidad y son su raíz».
Las instituciones y las distintas realidades sociales todavía pueden
hacer mucho para ayudar a los ancianos a desarrollar lo mejor posible
sus capacidades, para facilitar su activa participación, sobre todo para
hacer que su dignidad como personas sea siempre respetada y valorada.
Para hacer esto es necesario hacer frente a la cultura nociva del
descarte, que margina a los ancianos considerándoles improductivos. Los
responsables públicos, las realidades culturales, educativas y
religiosas, como también todos los hombres de buena voluntad, están
llamados a esforzarse en construir una sociedad siempre más acogedora e
integradora.
Y esto de descartar ¡está feo! Una de mis abuelas me contaba esta
historia, que en una familia el abuelo vivía con ellos [hijos y nietos],
era viudo, pero comenzó a ponerse enfermo, enfermo..., y en la mesa no
comía bien, y se le caía un poco de comida. Un día el papá decidió que
el abuelo no comiese más con ellos, sino en la cocina, e hizo una mesa
pequeña para el abuelo. Así, la familia comía sin el abuelo. Algunos
días después, cuando volvió a casa del trabajo, encontró a uno de sus
hijos pequeños que jugaba con una madera, clavos, martillo... «¿Pero qué
estás haciendo? » [le dijo el padre]. El niño le respondió: «estoy
haciendo una mesa» —«pero ¿por qué?» —«para ti. Para que cuando seas
viejo, puedas comer así». Los niños naturalmente están muy unidos a los
abuelos y entienden cosas que sólo los abuelos pueden explicar con su
vida, con su actitud. Esta cultura del descarte dice: «tú eres viejo,
vete». Tú eres viejo, sí, pero tienes muchas cosas que decirnos, que
contarnos, sobre historia, cultura, sobre la vida, los valores... No hay
que dejar que esta cultura del descarte siga adelante, sino que siempre
haya una cultura de la integración.
Es importante también favorecer el vínculo entre generaciones. El
futuro de un pueblo requiere el encuentro entre jóvenes y ancianos: los
jóvenes son la vitalidad de un pueblo en camino y los ancianos refuerzan
esta vitalidad con la memoria y la sabiduría. Y hablad con vuestros
nietecitos, hablad. Dejad que ellos os hagan preguntas. Son de una
peculiaridad distinta a la nuestra, hacen otras cosas, a ellos les
gustan otras músicas..., pero necesitan a los ancianos, este diálogo
continuo. También para darles a ellos la sabiduría. Me hace mucho bien
leer cuando José y María llevaron al Niño Jesús —tenía 40 días, el niño—
al templo; y allí encontraron a dos abuelos [Simeón y Ana], y estos
abuelos eran la sabiduría del pueblo; alababan a Dios para que esta
sabiduría pudiera salir adelante con este Niño. Son los abuelos los que
acogen a Jesús en el templo, no el sacerdote: este llega después. Los
abuelos. Y leed este, en el Evangelio de Lucas, ¡es precioso!
Queridos abuelos y queridas abuelas, gracias por el ejemplo de amor
que ofrecéis, de dedicación y sabiduría. ¡Continuad con valor para
testimoniar estos valores! Que no falten a la sociedad vuestra sonrisa y
la bella luminosidad de vuestros ojos: ¡que la sociedad pueda verlos!
Yo os acompaño con mi oración, y también vosotros no os olvidéis de
rezar por mí. Y ahora sobre vosotros y vuestros propósitos y proyectos
de bien, invoco la bendición del Señor.
Ahora recemos a la abuela de Jesús, santa Ana; recemos a santa Ana,
que es la abuela de Jesús, y hagámoslo en silencio, un momentito. Que
cada uno pida a santa Ana que nos enseñe a ser buenos y sabios abuelos.
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JUBILEO EXTRAORDINARIO DE LA MISERICORDIA
Plaza de San Pedro
Sábado 8 de octubre de 2016
Sábado 8 de octubre de 2016
En esta Vigilia hemos recorrido los momentos fundamentales de la vida de Jesús, en compañía de María. Con la mente y el corazón hemos ido a los días del cumplimiento de la misión de Cristo en el mundo. La Resurrección como signo del amor extremo del Padre que devuelve vida a todo y es anticipación de nuestra condición futura. La Ascensión como participación de la gloria del Padre, donde también nuestra humanidad encuentra un lugar privilegiado. Pentecostés, expresión de la misión de la Iglesia en la historia hasta el fin de los tiempos, bajo la guía del Espíritu Santo. Además, en los dos últimos misterios hemos contemplado a la Virgen María en la gloria del Cielo, ella que desde los primeros siglos ha sido invocada como Madre de la Misericordia.
Por muchos aspectos, la oración del Rosario es la síntesis de la historia de la misericordia de Dios que se transforma en historia de salvación para quienes se dejan plasmar por la gracia. Los misterios que contemplamos son gestos concretos en los que se desarrolla la actuación de Dios para con nosotros. Por medio de la plegaria y de la meditación de la vida de Jesucristo, volvemos a ver su rostro misericordioso que sale al encuentro de todos en las diversas necesidades de la vida. María nos acompaña en este camino, indicando al Hijo que irradia la misericordia misma del Padre. Ella es en verdad la Odigitria, la Madre que muestra el camino que estamos llamados a recorrer para ser verdaderos discípulos de Jesús. En cada misterio del Rosario la sentimos cercana a nosotros y la contemplamos como la primera discípula de su Hijo, la que cumple la voluntad del Padre (cf. Mc 3,31-35; Mt 12,46-50; Lc 8,19-21).
La oración del Rosario no nos aleja de las preocupaciones de la vida; por el contrario, nos pide encarnarnos en la historia de todos los días para saber reconocer en medio de nosotros los signos de la presencia de Cristo. Cada vez que contemplamos un momento, un misterio de la vida de Cristo, estamos invitados a comprender de qué modo Dios entra en nuestra vida, para luego acogerlo y seguirlo. Descubrimos así el camino que nos lleva a seguir a Cristo en el servicio a los hermanos. Cuando acogemos y asimilamos dentro de nosotros algunos acontecimientos destacados de la vida de Jesús, participamos de su obra de evangelización para que el Reino de Dios crezca y se difunda en el mundo. Somos discípulos, pero también somos misioneros y portadores de Cristo allí donde él nos pide estar presentes. Por tanto, no podemos encerrar el don de su presencia dentro de nosotros. Por el contrario, estamos llamados a hacer partícipes a todos de su amor, su ternura, su bondad y su misericordia. Es la alegría del compartir que no se detiene ante nada, porque conlleva un anuncio de liberación y de salvación.
María nos permite comprender lo que significa ser discípulo de Cristo. Ella fue elegida desde siempre para ser la Madre, aprendió a ser discípula. Su primer acto fue ponerse a la escucha de Dios. Obedeció al anuncio del Ángel y abrió su corazón para acoger el misterio de la maternidad divina. Siguió a Jesús, escuchando cada palabra que salía de su boca (cf. Mc 3,31-35; Mt 12,46-50; Lc 8,19-21); conservó todo en su corazón (cf. Lc 2,19) y se convirtió en memoria viva de los signos realizados por el Hijo de Dios para suscitar nuestra fe. Sin embargo, no basta sólo escuchar. Esto es sin duda el primer paso, pero después lo que se ha escuchado es necesario traducirlo en acciones concretas. El discípulo, en efecto, entrega su vida al servicio del Evangelio.
De este modo, la Virgen María acudió inmediatamente a donde estaba Isabel para ayudarla en su embarazo (cf. Lc 1,39-56); en Belén dio a luz al Hijo de Dios (cf. Lc 2,1-7); en Caná se ocupó de los dos jóvenes esposos (cf. Jn 2,1-11); en el Gólgota no retrocedió ante el dolor, sino que permaneció ante la cruz de Jesús y, por su voluntad, se convirtió en Madre de la Iglesia (cf. Jn 19,25-27); después de la Resurrección, animó a los Apóstoles reunidos en el cenáculo en espera del Espíritu Santo, que los transformó en heraldos valientes del Evangelio (cf. Hch 1,14). A lo largo de su vida, María ha realizado lo que se pide a la Iglesia: hacer memoria perenne de Cristo. En su fe, vemos cómo abrir la puerta de nuestro corazón para obedecer a Dios; en su abnegación, descubrimos cuánto debemos estar atentos a las necesidades de los demás; en sus lágrimas, encontramos la fuerza para consolar a cuantos sufren. En cada uno de estos momentos, María expresa la riqueza de la misericordia divina, que va al encuentro de cada una de las necesidades cotidianas.
Invoquemos en esta tarde a nuestra tierna Madre del cielo, con la oración más antigua con la que los cristianos se dirigen a ella, sobre todo en los momentos de dificultad y de martirio. Invoquémosla con la certeza de saber que somos socorridos por su misericordia maternal, para que ella, «gloriosa y bendita», sea protección, ayuda y bendición en todos los días de nuestra vida: «Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios; no deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades; antes bien, líbranos siempre de todo peligro, Oh Virgen gloriosa y bendita».
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