miércoles, 2 de noviembre de 2016

FRANCISCO: Homilías de octubre 2016 [16 y 9]


HOMILÍAS DEL SANTO PADRE FRANCISCO
OCTUBRE 2016






Salomón Leclerq, José Sánchez del Río, Manuel González García, 
Ludovico Pavoni, Alfonso María Fusco, José Gabriel del Rosario Brochero, 
Isabel de la Santísima Trinidad Catez



Plaza de San Pedro
Domingo 16 de octubre de 2016



Al inicio de la celebración eucarística de hoy hemos dirigido al Señor esta oración: «Crea en nosotros un corazón generoso y fiel, para que te sirvamos siempre con fidelidad y pureza de espíritu» (Oración Colecta).


Nosotros solos no somos capaces de alcanzar un corazón así, sólo Dios puede hacerlo, y por eso lo pedimos en la oración, lo imploramos a él como don, como «creación» suya. De este modo, hemos sido introducidos en el tema de la oración, que está en el centro de las Lecturas bíblicas de este domingo y que nos interpela también a nosotros, reunidos aquí para la canonización de algunos nuevos Santos y Santas. Ellos han alcanzado la meta, han adquirido un corazón generoso y fiel, gracias a la oración: han orado con todas las fuerzas, han luchado y han vencido.


Orar, por tanto, como Moisés, que fue sobre todo hombre de Dios, hombre de oración. Lo contemplamos hoy en el episodio de la batalla contra Amalec, de pie en la cima del monte con los brazos levantados; pero, en ocasiones, dejaba caer los brazos por el peso, y en esos momentos al pueblo le iba mal; entonces Aarón y Jur hicieron sentar a Moisés en una piedra y mantenían sus brazos levantados, hasta la victoria final.


Este es el estilo de vida espiritual que nos pide la Iglesia: no para vencer la guerra, sino para vencer la paz.


En el episodio de Moisés hay un mensaje importante: el compromiso de la oración necesita del apoyo de otro. El cansancio es inevitable, y en ocasiones ya no podemos más, pero con la ayuda de los hermanos nuestra oración puede continuar, hasta que el Señor concluya su obra.


San Pablo, escribiendo a su discípulo y colaborador Timoteo le recomienda que permanezca firme en lo que ha aprendido y creído con convicción (cf. 2 Tm 3,14). Pero tampoco Timoteo no podía hacerlo solo: no se vence la «batalla» de la perseverancia sin la oración. Pero no una oración esporádica e inestable, sino hecha como Jesús enseña en el Evangelio de hoy: «Orar siempre sin desanimarse» (Lc 18,1). Este es el modo del obrar cristiano: estar firmes en la oración para permanecer firmes en la fe y en el testimonio. Y de nuevo surge una voz dentro de nosotros: «Pero Señor, ¿cómo es posible no cansarse? Somos seres humanos, incluso Moisés se cansó». Es cierto, cada uno de nosotros se cansa. Pero no estamos solos, hacemos parte de un Cuerpo. Somos miembros del Cuerpo de Cristo, la Iglesia, cuyos brazos se levantan al cielo día y noche gracias a la presencia de Cristo resucitado y de su Espíritu Santo. Y sólo en la Iglesia y gracias a la oración de la Iglesia podemos permanecer firmes en la fe y en el testimonio.


Hemos escuchado la promesa de Jesús en el Evangelio: Dios hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche (cf. Lc 18,7). Este es el misterio de la oración: gritar, no cansarse y, si te cansas, pide ayuda para mantener las manos levantadas. Esta es la oración que Jesús nos ha revelado y nos ha dado a través del Espíritu Santo. Orar no es refugiarse en un mundo ideal, no es evadir a una falsa quietud. Por el contrario, orar y luchar, y dejar que también el Espíritu Santo ore en nosotros. Es el Espíritu Santo quien nos enseña a rezar, quien nos guía en la oración y nos hace orar como hijos.


Los santos son hombres y mujeres que entran hasta el fondo del misterio de la oración. Hombres y mujeres que luchan con la oración, dejando al Espíritu Santo orar y luchar en ellos; luchan hasta el extremo, con todas sus fuerzas, y vencen, pero no solos: el Señor vence a través de ellos y con ellos. También estos siete testigos que hoy han sido canonizados, han combatido con la oración la buena batalla de la fe y del amor. Por ello han permanecido firmes en la fe con el corazón generoso y fiel. Que, con su ejemplo y su intercesión, Dios nos conceda también a nosotros ser hombres y mujeres de oración; gritar día y noche a Dios, sin cansarnos; dejar que el Espíritu Santo ore en nosotros, y orar sosteniéndonos unos a otros para permanecer con los brazos levantados, hasta que triunfe la Misericordia Divina.


----- 0 -----



JUBILEO EXTRAORDINARIO DE LA MISERICORDIA

 



Plaza de San Pedro
Domingo 9 de octubre de 2016


El Evangelio de este domingo nos invita a reconocer con admiración y gratitud los dones de Dios. En el camino que lo lleva a la muerte y a la resurrección, Jesús encuentra a diez leprosos que salen a su encuentro, se paran a lo lejos y expresan a gritos su desgracia ante aquel hombre, en el que su fe ha intuido un posible salvador: «Jesús, maestro, ten compasión de nosotros» (Lc 17,13). Están enfermos y buscan a alguien que los cure. Jesús les responde y les indica que vayan a presentarse a los sacerdotes que, según la Ley, tenían la misión de constatar una eventual curación. De este modo, no se limita a hacerles una promesa, sino que pone a prueba su fe. De hecho, en ese momento ninguno de los diez ha sido curado todavía. Recobran la salud mientras van de camino, después de haber obedecido a la palabra de Jesús. Entonces, llenos de alegría, se presentan a los sacerdotes, y luego cada uno se irá por su propio camino, olvidándose del Donador, es decir del Padre, que los ha curado a través de Jesús, su Hijo hecho hombre.


Sólo uno es la excepción: un samaritano, un extranjero que vive en las fronteras del pueblo elegido, casi un pagano. Este hombre no se conforma con haber obtenido la salud a través de su propia fe, sino que hace que su curación sea plena, regresando para manifestar su gratitud por el don recibido, reconociendo que Jesús es el verdadero Sacerdote que, después de haberlo levantado y salvado, puede ponerlo en camino y recibirlo entre sus discípulos.


Qué importante es saber agradecer al Señor, saber alabarlo por todo lo que hace por nosotros. Y así, nos podemos preguntar: ¿Somos capaces de saber decir gracias? ¿Cuántas veces nos decimos gracias en familia, en la comunidad, en la Iglesia? ¿Cuántas veces damos gracias a quien nos ayuda, a quien está cerca de nosotros, a quien nos acompaña en la vida? Con frecuencia damos todo por descontado. Y lo mismo hacemos también con Dios. Es fácil ir al Señor para pedirle algo, pero regresar a darle las gracias… Por eso Jesús remarca con fuerza la negligencia de los nueve leprosos desagradecidos: «¿No han quedado limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?» (Lc 17,17-18).


En esta jornada jubilar se nos propone un modelo, más aún, el modelo que debemos contemplar: María, nuestra Madre. Ella, después de haber recibido el anuncio del Ángel, dejó que brotara de su corazón un himno de alabanza y acción de gracias a Dios: «Proclama mi alma la grandeza del Señor…». Pidamos a la Virgen que nos ayude a comprender que todo es don de Dios, y a saber agradecer: entonces, os lo aseguro, nuestra alegría será plena. Sólo quien sabe agradecer experimenta una plena alegría.


Para saber agradecer se necesita también la humildad. En la primera lectura hemos escuchado el episodio singular de Naamán, comandante del ejército del rey de Aram (cf. 2 R 5,14-17). Enfermo de lepra, acepta la sugerencia de una pobre esclava y se encomienda a los cuidados del profeta Eliseo, que para él es un enemigo. Sin embargo, Naamán está dispuesto a humillarse. Y Eliseo no pretende nada de él, sólo le ordena que se sumerja en las aguas del río Jordán. Esa indicación desconcierta a Naamán, más aún, lo decepciona: ¿Pero puede ser realmente Dios uno que pide cosas tan insignificantes? Quisiera irse, pero después acepta bañarse en el Jordán, e inmediatamente se curó.


El corazón de María, más que ningún otro, es un corazón humilde y capaz de acoger los dones de Dios. Y Dios, para hacerse hombre, la eligió precisamente a ella, a una simple joven de Nazaret, que no vivía en los palacios del poder y de la riqueza, que no había hecho obras extraordinarias. Preguntémonos ―nos hará bien― si estamos dispuestos a recibir los dones de Dios o si, por el contrario, preferimos encerrarnos en las seguridades materiales, en las seguridades intelectuales, en las seguridades de nuestros proyectos.


Es significativo que Naamán y el samaritano sean dos extranjeros. Cuántos extranjeros, e incluso personas de otras religiones, nos dan ejemplo de valores que nosotros a veces olvidamos o descuidamos. El que vive a nuestro lado, tal vez despreciado y discriminado por ser extranjero, puede en cambio enseñarnos cómo avanzar por el camino que el Señor quiere. También la Madre de Dios, con su esposo José, experimentó el estar lejos de su tierra. También ella fue extranjera en Egipto durante un largo tiempo, lejos de parientes y amigos. Su fe, sin embargo, fue capaz de superar las dificultades. Aferrémonos fuertemente a esta fe sencilla de la Santa Madre de Dios; pidámosle que nos enseñe a regresar siempre a Jesús y a darle gracias por los innumerables beneficios de su misericordia.


© Copyright - Libreria Editrice Vaticana