MENSAJES DEL PAPA FRANCISCO
OCTUBRE 2016
 
 
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MENSAJE PARA LA JORNADA MUNDIAL 
DE LA ALIMENTACIÓN 2016
Al Profesor José Graziano da Silva
Director General de la FAO
Director General de la FAO
Muy ilustre Señor:
1.      El que la FAO haya querido dedicar la actual Jornada Mundial de la Alimentación al tema «El clima está cambiando. La alimentación y la agricultura también»,
 nos lleva a considerar la dificultad añadida que supone para la lucha 
contra el hambre la presencia de un fenómeno complejo como el del cambio
 climático. Con el fin de hacer frente a los retos que la naturaleza 
plantea al hombre y el hombre a la naturaleza (cf. Enc. Laudato si’,
 25), me permito ofrecer algunas reflexiones a la consideración de la 
FAO, de sus Estados miembros y de todas las personas que participan en 
su actividad.
         ¿A qué se debe el cambio climático actual? Tenemos que 
cuestionarnos sobre nuestra responsabilidad individual y colectiva, sin 
recurrir a los fáciles sofismas que se esconden tras los datos 
estadísticos o las previsiones contradictorias. No se trata de abandonar
 el dato científico, que es más necesario que nunca, sino de ir más allá
 de la simple lectura del fenómeno o de la enumeración de sus múltiples 
efectos.
         Nuestra condición de personas necesariamente relacionadas y 
nuestra responsabilidad de custodios de la creación y de su orden, nos 
obligan a remontarnos a las causas de los cambios que están ocurriendo e
 ir a su raíz. Hemos de reconocer, ante todo, que los diferentes efectos
 negativos sobre el clima tienen su origen en la conducta diaria de 
personas, comunidades, pueblos y Estados. Si somos conscientes de esto, 
no bastará la simple valoración en términos éticos y morales.  Es 
necesario intervenir políticamente y, por tanto, tomar las decisiones 
necesarias, disuadir o fomentar conductas y estilos de vida que 
beneficien a las nuevas y a las futuras generaciones. Sólo entonces 
podremos preservar el planeta.
         Las acciones que hay que realizar han de estar adecuadamente
 planificadas y no pueden ser el resultado de las emociones o los 
motivos de un instante. Es importante programarlas. En este cometido, 
las instituciones, llamadas a trabajar juntas, tienen un papel esencial,
 ya que las acciones individuales, si bien son necesarias, sólo son 
eficaces si se integran en una red compuesta de personas, entidades 
públicas y privadas, estructuras nacionales e internacionales. Esta red,
 sin embargo, no puede quedar en el anonimato; esta red tiene el nombre 
de fraternidad y debe actuar en virtud de su solidaridad fundamental.
2.      Todas las personas que trabajan en el campo, en la ganadería,
 en la pesca artesanal, en los bosques, o viven en zonas rurales en 
contacto directo con los efectos del cambio climático, experimentan que,
 si el clima cambia, también sus vidas cambian. Su diario acontecer se 
ve afectado por situaciones difíciles, a veces dramáticas, el futuro es 
cada vez más incierto y así se abre camino la idea de abandonar casas y 
afectos. Prevalece una sensación de abandono, de sentirse olvidados por 
las instituciones, privados de la ayuda que puede aportar la técnica, 
así como de la justa consideración por parte de todos los que nos 
beneficiamos de su trabajo.
         De la sabiduría de las comunidades rurales podemos aprender 
un estilo de vida que nos puede ayudar a defendernos de la lógica del 
consumo y de la producción a toda costa; lógica que, envuelta en buenas 
justificaciones, como el aumento de la población, en realidad sólo busca
 aumentar los beneficios. En el sector del que se ocupa la FAO está 
creciendo el número de los que piensan que son omnipotentes y pueden 
pasar por alto los ciclos de las estaciones o modificar indebidamente 
las diferentes especies de animales y plantas, provocando la pérdida de 
esa variedad que, si existe en la naturaleza, significa que tiene ―y ha 
de tener― una función. Obtener una calidad que da excelentes resultados 
en el laboratorio puede ser ventajoso para algunos, pero puede tener 
efectos desastrosos para otros. Y el principio de precaución no es 
suficiente, porque muy a menudo se limita a impedir que se haga algo, 
mientras que lo que se necesita es actuar con equilibrio y honestidad. 
Seleccionar genéticamente un tipo de planta puede dar resultados 
impresionantes desde un punto de vista cuantitativo, pero, ¿nos hemos 
preocupado de las tierras que perderán su capacidad de producir, de los 
ganaderos que no tendrán pastos para su ganado, y de los recursos 
hídricos que se volverán inutilizables? Y, sobre todo, ¿nos hemos 
preguntado si ―y en qué medida― contribuirán a cambiar el clima?
         Por tanto, no precaución, sino sabiduría. Esa que los 
campesinos, los pescadores, los ganaderos conservan en la memoria de las
 generaciones, y que ahora ven cómo está siendo ridiculizada y olvidada 
por un modelo de producción que sólo beneficia a pequeños grupos y a una
 pequeña porción de la población mundial. Recordemos que se trata de un 
modelo que, con toda su ciencia, consiente que cerca de ochocientos 
millones de personas todavía pasen hambre.
3.      La cuestión se refleja directamente en las emergencias 
diarias que las instituciones intergubernamentales, como la FAO, están 
llamadas a afrontar y tratar, conscientes de que el cambio climático no 
pertenece exclusivamente a la esfera de la meteorología. No podemos 
olvidar que es también el clima el que contribuye a que la movilidad 
humana sea imparable. Los datos más recientes nos dicen que cada vez son
 más los emigrantes climáticos, que pasan a engrosar las filas de esa 
caravana de los últimos, de los excluidos, de aquellos a los que se les 
niega tener incluso un papel en la gran familia humana. Un papel que no 
puede ser otorgado por un Estado o por un estatus, sino que le pertenece
 a cada ser humano en cuanto persona, con su dignidad y sus derechos.
Ya no basta impresionarse y conmoverse ante quien, en cualquier 
latitud, pide el pan de cada día. Es necesario decidirse y actuar. 
Muchas veces, también en cuanto Iglesia Católica, hemos recordado que 
los niveles de producción mundial son suficientes para garantizar la 
alimentación de todos, a condición de que haya una justa distribución. 
Pero, ¿podemos continuar todavía en esta dirección, cuando la lógica del
 mercado sigue otros caminos, llegando incluso a tratar los productos 
básicos como una simple mercancía, a usar cada vez más los alimentos 
para fines distintos al consumo humano,  o a destruir alimentos 
simplemente porque son muchos y se buscan más las ganancias, en vez de 
atender a las necesidades? En efecto, sabemos que el mecanismo de la 
distribución se queda en teoría si los hambrientos no tienen un acceso 
efectivo a los alimentos, si siguen dependiendo de la ayuda externa, más
 o menos condicionada, si no se crea una relación adecuada entre la 
necesidad alimenticia y el consumo y, no menos importante, si no se 
elimina el desperdicio y se reducen las pérdidas de alimentos.
         Todos estamos llamados a cooperar en este cambio de rumbo: 
los responsables políticos, los productores, los que trabajan en el 
campo, en la pesca y en los bosques, y todos los ciudadanos. Por 
supuesto, cada uno en sus ámbitos de responsabilidad, pero todos con la 
misma función de constructores de un orden interno en las Naciones y un 
orden internacional, que consienta que el desarrollo no sea solo 
prerrogativa de unos pocos, ni que los bienes de la creación sean 
patrimonio de los poderosos. Las posibilidades no faltan, y los ejemplos
 positivos, las buenas prácticas, nos proporcionan experiencias que se 
pueden seguir, compartir y difundir.
4.      La voluntad de actuar no puede depender de las ventajas que 
se puedan obtener, sino que es una exigencia que está unida a las 
necesidades que surgen en la vida de las personas y de toda la familia 
humana. Necesidades materiales y espirituales, pero en cualquier caso 
reales, que no son el resultado de la decisión de unos pocos, de las 
modas o de estilos de vida que convierten a la persona en un objeto, a 
la vida humana en un instrumento, incluso de experimentación, y a la 
producción de alimentos en un mero negocio económico, al que hay que 
sacrificar hasta el alimento disponible, cuya finalidad natural es 
conseguir que todo el mundo tenga cada día una alimentación suficiente y
 saludable.
Estamos muy cerca de la nueva fase que convocará en Marrakech a los Estados Miembros de la Convención sobre el Cambio Climático
 para poner en práctica sus compromisos. Creo interpretar el deseo de 
muchos al pedir que los objetivos recogidos en el Acuerdo de París no 
queden en bellas palabras, sino que se concreten en decisiones valientes
 para que la solidaridad no sea sólo una virtud, sino también un modelo 
operativo en la economía, y que la fraternidad ya no sea una simple 
aspiración, sino un criterio de gobernabilidad nacional e internacional.
Estas son, Señor Director General, algunas reflexiones que quisiera 
hacerle llegar en este momento en el que se avecinan preocupaciones, 
agitaciones y tensiones causadas también por la cuestión del clima, que 
está cada vez más presente en nuestra vida cotidiana y que grava, ante 
todo,  sobre las condiciones de vida de muchos de nuestros hermanos y 
hermanas más vulnerables y marginados. Que el Todopoderoso bendiga sus 
esfuerzos al servicio de toda la humanidad.
Vaticano, 14 de octubre de 2016
FRANCISCO 
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 MENSAJE PARA LA JORNADA MUNDIAL 
DEL MIGRANTE Y DEL REFUGIADO 2017
[15 de enero de 2017]
 
  [15 de enero de 2017]
«Emigrantes menores de edad, vulnerables y sin voz»
Queridos hermanos y hermanas:
«El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí; y 
el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado». 
Con estas palabras, los evangelistas recuerdan a la comunidad cristiana 
una enseñanza de Jesús que apasiona y, a la vez, compromete. Estas 
palabras en la dinámica de la acogida trazan el camino seguro que 
conduce a Dios, partiendo de los más pequeños y pasando por el Salvador.
 Precisamente la acogida es condición necesaria para que este itinerario
 se concrete: Dios se ha hecho uno de nosotros, en Jesús se ha hecho 
niño y la apertura a Dios en la fe, que alimenta la esperanza, se 
manifiesta en la cercanía afectuosa hacia los más pequeños y débiles. La
 caridad, la fe y la esperanza están involucradas en las obras de 
misericordia, tanto espirituales como corporales, que hemos 
redescubierto durante el reciente Jubileo extraordinario.
Pero los evangelistas se fijan también en la responsabilidad del que actúa en contra de la misericordia: «Al
 que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría
 que le colgasen una piedra de molino al cuello y lo arrojasen al fondo 
del mar». ¿Cómo no pensar en esta severa advertencia cuando se 
considera la explotación ejercida por gente sin escrúpulos, ocasionando 
daño a tantos niños y niñas, que son iniciados en la prostitución o 
atrapados en la red de la pornografía, esclavizados por el trabajo de 
menores o reclutados como soldados, involucrados en el tráfico de drogas
 y en otras formas de delincuencia, obligados a huir de conflictos y 
persecuciones, con el riesgo de acabar solos y abandonados?
Por eso, con motivo de la Jornada Mundial del Emigrante y del 
Refugiado, que se celebra cada año, deseo llamar la atención sobre la 
realidad de los emigrantes menores de edad, especialmente los que están 
solos, instando a todos a hacerse cargo de los niños, que se encuentran 
desprotegidos por tres motivos: porque son menores, extranjeros e 
indefensos; por diversas razones, son forzados a vivir lejos de su 
tierra natal y separados del afecto de su familia.
Hoy, la emigración no es un fenómeno limitado a algunas zonas del 
planeta, sino que afecta a todos los continentes y está adquiriendo cada
 vez más la dimensión de una dramática cuestión mundial. No se trata 
sólo de personas en busca de un trabajo digno o de condiciones de vida 
mejor, sino también de hombres y mujeres, ancianos y niños que se ven 
obligados a abandonar sus casas con la esperanza de salvarse y encontrar
 en otros lugares paz y seguridad. Son principalmente los niños quienes 
más sufren las graves consecuencias de la emigración, casi siempre 
causada por la violencia, la miseria y las condiciones ambientales, 
factores a los que hay que añadir la globalización en sus aspectos 
negativos. La carrera desenfrenada hacia un enriquecimiento rápido y 
fácil lleva consigo también el aumento de plagas monstruosas como el 
tráfico de niños, la explotación y el abuso de menores y, en general, la
 privación de los derechos propios de la niñez sancionados por la Convención Internacional sobre los Derechos de la Infancia.
La edad infantil, por su particular fragilidad, tiene unas exigencias
 únicas e irrenunciables. En primer lugar, el derecho a un ambiente 
familiar sano y seguro donde se pueda crecer bajo la guía y el ejemplo 
de un padre y una madre; además, el derecho-deber de recibir una 
educación adecuada, sobre todo en la familia y también en la escuela, 
donde los niños puedan crecer como personas y protagonistas de su propio
 futuro y del respectivo país. De hecho, en muchas partes del mundo, 
leer, escribir y hacer cálculos elementales sigue siendo privilegio de 
unos pocos. Todos los niños tienen derecho a jugar y a realizar 
actividades recreativas, tienen derecho en definitiva a ser niños.
Sin embargo, los niños constituyen el grupo más vulnerable entre los 
emigrantes, porque, mientras se asoman a la vida, son invisibles y no 
tienen voz: la precariedad los priva de documentos, ocultándolos a los 
ojos del mundo; la ausencia de adultos que los acompañen impide que su 
voz se alce y sea escuchada. De ese modo, los niños emigrantes 
acaban fácilmente en lo más bajo de la degradación humana, donde la 
ilegalidad y la violencia queman en un instante el futuro de muchos 
inocentes, mientras que la red de los abusos a los menores resulta 
difícil de romper.
¿Cómo responder a esta realidad?
En primer lugar, siendo conscientes de que el fenómeno de la emigración no está separado de la historia de la salvación, es
 más, forma parte de ella. Está conectado a un mandamiento de Dios: «No 
oprimirás ni vejarás al forastero, porque forasteros fuisteis vosotros 
en Egipto»; «Amaréis al forastero, porque forasteros fuisteis en Egipto»
 .Este fenómeno es un signo de los tiempos, un signo que habla de
 la acción providencial de Dios en la historia y en la comunidad humana 
con vistas a la comunión universal. Sin ignorar los problemas ni, 
tampoco, los dramas y tragedias de la emigración, así como las 
dificultades que lleva consigo la acogida digna de estas personas, la 
Iglesia anima a reconocer el plan de Dios, incluso en este fenómeno, con
 la certeza de que nadie es extranjero en la comunidad cristiana, que 
abraza «todas las naciones, razas, pueblos y lenguas» (Ap 7,9). 
Cada uno es valioso, las personas son más importantes que las cosas, y 
el valor de cada institución se mide por el modo en que trata la vida y 
la dignidad del ser humano, especialmente en situaciones de 
vulnerabilidad, como es el caso de los niños emigrantes.
También es necesario centrarse en la protección, la integración y en soluciones estables.
Ante todo, se trata de adoptar todas las medidas necesarias para que se asegure a los niños emigrantes protección y defensa,
 ya que «estos chicos y chicas terminan con frecuencia en la calle, 
abandonados a sí mismos y víctimas de explotadores sin escrúpulos que, 
más de una vez, los transforman en objeto de violencia física, moral y 
sexual» .
Por otra parte, la línea divisoria entre la emigración y el tráfico 
puede ser en ocasiones muy sutil. Hay muchos factores que contribuyen a 
crear un estado de vulnerabilidad en los emigrantes, especialmente si 
son niños: la indigencia y la falta de medios de supervivencia ―a lo que
 habría que añadir las expectativas irreales inducidas por los medios de
 comunicación―; el bajo nivel de alfabetización; el desconocimiento de 
las leyes, la cultura y, a menudo, de la lengua de los países de 
acogida. Esto los hace dependientes física y psicológicamente. Pero el 
impulso más fuerte hacia la explotación y el abuso de los niños viene a 
causa de la demanda. Si no se encuentra el modo de intervenir con mayor 
rigor y eficacia ante los explotadores, no se podrán detener las 
numerosas formas de esclavitud de las que son víctimas los menores de 
edad.
Es necesario, por tanto, que los inmigrantes, precisamente por el 
bien de sus hijos, cooperen cada vez más estrechamente con las 
comunidades que los acogen. Con mucha gratitud miramos a los organismos e
 instituciones, eclesiales y civiles, que con gran esfuerzo ofrecen 
tiempo y recursos para proteger a los niños de las distintas formas de 
abuso. Es importante que se implemente una cooperación cada vez más 
eficaz y eficiente, basada no sólo en el intercambio de información, 
sino también en la intensificación de unas redes capaces que puedan 
asegurar intervenciones tempestivas y capilares. No hay que subestimar 
el hecho de que la fuerza extraordinaria de las comunidades eclesiales 
se revela sobre todo cuando hay unidad de oración y comunión en la 
fraternidad
En segundo lugar, es necesario trabajar por la integración de 
los niños y los jóvenes emigrantes. Ellos dependen totalmente de la 
comunidad de adultos y, muy a menudo, la falta de recursos económicos es
 un obstáculo para la adopción de políticas adecuadas de acogida, 
asistencia e inclusión. En consecuencia, en lugar de favorecer la 
integración social de los niños emigrantes, o programas de repatriación 
segura y asistida, se busca sólo impedir su entrada, beneficiando de 
este modo que se recurra a redes ilegales; o también son enviados de 
vuelta a su país de origen sin asegurarse de que esto corresponda 
realmente a su «interés superior».
La situación de los emigrantes menores de edad se agrava más todavía 
cuando se encuentran en situación irregular o cuando son captados por el
 crimen organizado. Entonces, se les destina con frecuencia a centros de
 detención. No es raro que sean arrestados y, puesto que no tienen 
dinero para pagar la fianza o el viaje de vuelta, pueden permanecer por 
largos períodos de tiempo recluidos, expuestos a abusos y violencias de 
todo tipo. En esos casos, el derecho de los Estados a gestionar los 
flujos migratorios y a salvaguardar el bien común nacional se tiene que 
conjugar con la obligación de resolver y regularizar la situación de los
 emigrantes menores de edad, respetando plenamente su dignidad y 
tratando de responder a sus necesidades, cuando están solos, pero 
también a las de sus padres, por el bien de todo el núcleo familiar.
Sigue siendo crucial que se adopten adecuados procedimientos 
nacionales y planes de cooperación acordados entre los países de origen y
 los de acogida, para eliminar las causas de la emigración forzada de 
los niños.
En tercer lugar, dirijo a todos un vehemente llamamiento para que se busquen y adopten soluciones permanentes.
 Puesto que este es un fenómeno complejo, la cuestión de los emigrantes 
menores de edad se debe afrontar desde la raíz. Las guerras, la 
violación de los derechos humanos, la corrupción, la pobreza, los 
desequilibrios y desastres ambientales son parte de las causas del 
problema. Los niños son los primeros en sufrirlas, padeciendo a veces 
torturas y castigos corporales, que se unen a las de tipo moral y 
psíquico, dejándoles a menudo huellas imborrables.
Por tanto, es absolutamente necesario que se afronten en los países 
de origen las causas que provocan la emigración. Esto requiere, como 
primer paso, el compromiso de toda la Comunidad internacional para 
acabar con los conflictos y la violencia que obligan a las personas a 
huir. Además, se requiere una visión de futuro, que sepa proyectar 
programas adecuados para las zonas afectadas por la inestabilidad y por 
las más graves injusticias, para que a todos se les garantice el acceso a
 un desarrollo auténtico que promueva el bien de los niños y niñas, 
esperanza de la humanidad.
Por último, deseo dirigir una palabra a vosotros, que camináis al 
lado de los niños y jóvenes por los caminos de la emigración: ellos 
necesitan vuestra valiosa ayuda, y la Iglesia también os necesita y os 
apoya en el servicio generoso que prestáis. No os canséis de dar con 
audacia un buen testimonio del Evangelio, que os llama a reconocer y a 
acoger al Señor Jesús, presente en los más pequeños y vulnerables.
Encomiendo a todos los niños emigrantes, a sus familias, sus 
comunidades y a vosotros, que estáis cerca de ellos, a la protección de 
la Sagrada Familia de Nazaret, para que vele sobre cada uno y os 
acompañe en el camino; y junto a mi oración os imparto la Bendición 
Apostólica.
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VIDEOMENSAJE PARA EL ENCUENTRO NACIONAL DE 
"MANOS ABIERTAS" [ENMA]
 
[SANTA FE, 7-9 DE OCTUBRE DE 2016]
Queridos amigos y amigas de “Manos Abiertas”,
están reunidos en este Encuentro Nacional que tiene como tema: “Misericordia, un viaje del corazón a las manos”. Tomamos dos textos del Evangelio: cuando el Buen samaritano encuentra a ese hombre en el camino, dice el Evangelio que siente compasión en el corazón, y después, se bajó del caballo, lo tocó, lo curó; la compasión del corazón lo llevó a hacer un trabajo con sus manos. Otra escena del Evangelio nos habla de Jesús, a la puerta de la ciudad de Naím, que ve salir ese cortejo fúnebre de un joven hijo de la madre viuda, y la madre atrás; y sintió compasión por esa madre sola, se acercó, le dijo: “No llores”; y empezaron a actuar sus manos, después tocó el cajón, y dijo: “Joven, levántate”. Un viaje del corazón a las manos.Así es Jesús, así nos enseña el Evangelio: a hacer, pero desde el corazón.
El corazón, sea el del Buen samaritano como el de Jesús, fue tocado por la miseria: la miseria que vio allí, la miseria de esa madre viuda que vio Jesús, esa miseria de dolor, y la miseria de ese hombre apaleado que vio el samaritano. El corazón se junta con la miseria del otro y eso es misericordia. Cuando la miseria del otro entra en mi corazón siento misericordia, que no es lo mismo de tener lástima, la lástima es otro sentimiento. Yo puedo tener lástima frente a un animal herido o a una situación, pero misericordia es otro sentimiento, es cuando la miseria del otro, o una situación de dolor, o de miseria, se me metió en el corazón y yo permití que esa situación tocara mi corazón. Yo diría: es el viaje de ida, el viaje de la miseria al corazón. Y este es el camino: no hay misericordia si no se parte del corazón, un corazón herido por la miseria del otro, por una situación dolorosa del otro, un corazón que se deja herir.
Es distinto tener buenos sentimientos, eso no es misericordia, son buenos sentimientos. Es distinto hacer filantropía con las manos, eso no es misericordia, es bueno, es bueno, no es malo hacer filantropía, pero no es misericordia, es otra cosa. Misericordia es ese viaje de ida desde la miseria a mi corazón, asumida por mi corazón, que conmueve mi corazón y que, a veces, lo conmueve de tal manera que el corazón es como una brújula en el Polo Norte, no sabe dónde está parado por eso que está sintiendo.
Claro, alguno de ustedes me puede preguntar: ¿Padre, cómo se tiene misericordia y no lástima? Bueno, primero hay que pedir la gracia de tener misericordia, es una gracia, y se la tienen que pedir al Señor.Pero el único camino para tener la misericordia es a través del propio pecado reconocido por uno y perdonado por el Señor, a través del pecado reconocido y perdonado. Solo se puede ser misericordioso si uno se siente realmente misericordiado por el Señor, sino no podés ser misericordioso. Si vos sentís que tu pecado es asumido, perdonado, olvidado por Dios, sos misericordiado, y desde ese ser misericordiado, podrás ser misericordioso. Si la misericordia no parte de tu corazón así, no es misericordia.
Y aquí empieza el viaje de vuelta. Si el viaje de ida fue dejarme herir el corazón por la miseria de los demás, el viaje estable en mi corazón es reconocer mi pecado, mi miseria, mi bajeza y se sentirme perdonado y misericordiado por el Señor, ahora empieza el viaje de vuelta, del corazón hacia las manos.Y así el camino va desde mi miseria misericordiada,a la miseria del otro; desde mi miseria amada por Dios, al amor de la miseria del otro; desde mi miseria amada en mi corazón, a la expresión con mis manos, y eso es misericordia. Misericordia es un viaje del corazón a las manos. ¿Qué hago, abro las manos o mi corazón? Las dos cosas. Dejáte herir el corazón por la miseria, por la de los otros y por la tuya; dejáte misericordiar y empezá el viaje de vuelta, y con tus manos misericordiáa los demás derrochando misericordia y amor.
Que Dios los bendiga y les haga pasar un encuentro fecundo, fructuoso para toda la comunidad de “Manos Abiertas”. Y por favor, no se olviden de rezar por mí.