domingo, 20 de noviembre de 2016

Papa FRANCISCO celebra Santa Misa de clausura del Jubileo de la Misericordia

CIUDAD DEL VATICANO (http://w2.vatican.va - 20 de noviembre de 2016).-  A las 10.00 horas de este domingo el Papa FRANCISCO celebró la Misa de clausura del Jubileo de la Misericordia.




CAPILLA PAPAL


HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO


Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo
 
Plaza de San Pedro
Domingo 20 de noviembre de 2016



La solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo corona el año litúrgico y este Año santo de la misericordia. El Evangelio presenta la realeza de Jesús al culmen de su obra de salvación, y lo hace de una manera sorprendente. «El Mesías de Dios, el Elegido, el Rey» (Lc 23,35.37) se presenta sin poder y sin gloria: está en la cruz, donde parece más un vencido que un vencedor. Su realeza es paradójica: su trono es la cruz; su corona es de espinas; no tiene cetro, pero le ponen una caña en la mano; no viste suntuosamente, pero es privado de la túnica; no tiene anillos deslumbrantes en los dedos, sino sus manos están traspasadas por los clavos; no posee un tesoro, pero es vendido por treinta monedas.


Verdaderamente el reino de Jesús no es de este mundo (cf. Jn 18,36); pero justamente es aquí —nos dice el Apóstol Pablo en la segunda lectura—, donde encontramos la redención y el perdón (cf. Col 1,13-14). Porque la grandeza de su reino no es el poder según el mundo, sino el amor de Dios, un amor capaz de alcanzar y restaurar todas las cosas. Por este amor, Cristo se abajó hasta nosotros, vivió nuestra miseria humana, probó nuestra condición más ínfima: la injusticia, la traición, el abandono; experimentó la muerte, el sepulcro, los infiernos. De esta forma nuestro Rey fue incluso hasta los confines del Universo para abrazar y salvar a todo viviente. No nos ha condenado, ni siquiera conquistado, nunca ha violado nuestra libertad, sino que se ha abierto paso por medio del amor humilde que todo excusa, todo espera, todo soporta (cf. 1 Co 13,7). Sólo este amor ha vencido y sigue venciendo a nuestros grandes adversarios: el pecado, la muerte y el miedo.


Hoy queridos hermanos y hermanas, proclamamos está singular victoria, con la que Jesús se ha hecho el Rey de los siglos, el Señor de la historia: con la sola omnipotencia del amor, que es la naturaleza de Dios, su misma vida, y que no pasará nunca (cf. 1 Co 13,8). Compartimos con alegría la belleza de tener a Jesús como nuestro rey; su señorío de amor transforma el pecado en gracia, la muerte en resurrección, el miedo en confianza.


Pero sería poco creer que Jesús es Rey del universo y centro de la historia, sin que se convierta en el Señor de nuestra vida: todo es vano si no lo acogemos personalmente y si no lo acogemos incluso en su modo de reinar. En esto nos ayudan los personajes que el Evangelio de hoy presenta. Además de Jesús, aparecen tres figuras: el pueblo que mira, el grupo que se encuentra cerca de la cruz y un malhechor crucificado junto a Jesús.


En primer lugar, el pueblo: el Evangelio dice que «estaba mirando» (Lc 23,35): ninguno dice una palabra, ninguno se acerca. El pueblo esta lejos, observando qué sucede. Es el mismo pueblo que por sus propias necesidades se agolpaba entorno a Jesús, y ahora mantiene su distancia. Frente a las circunstancias de la vida o ante nuestras expectativas no cumplidas, también podemos tener la tentación de tomar distancia de la realeza de Jesús, de no aceptar totalmente el escándalo de su amor humilde, que inquieta nuestro «yo», que incomoda. Se prefiere permanecer en la ventana, estar a distancia, más bien que acercarse y hacerse próximo. Pero el pueblo santo, que tiene a Jesús como Rey, está llamado a seguir su camino de amor concreto; a preguntarse cada uno todos los días: «¿Qué me pide el amor? ¿A dónde me conduce? ¿Qué respuesta doy a Jesús con mi vida?».


Hay un segundo grupo, que incluye diversos personajes: los jefes del pueblo, los soldados y un malhechor. Todos ellos se burlaban de Jesús. Le dirigen la misma provocación: «Sálvate a ti mismo» (cf. Lc 23,35.37.39). Es una tentación peor que la del pueblo. Aquí tientan a Jesús, como lo hizo el diablo al comienzo del Evangelio (cf. Lc 4,1-13), para que renuncie a reinar a la manera de Dios, pero que lo haga según la lógica del mundo: baje de la cruz y derrote a los enemigos. Si es Dios, que demuestre poder y superioridad. Esta tentación es un ataque directo al amor: «Sálvate a ti mismo» (vv. 37. 39); no a los otros, sino a ti mismo. Prevalga el yo con su fuerza, con su gloria, con su éxito. Es la tentación más terrible, la primera y la última del Evangelio. Pero ante este ataque al propio modo de ser, Jesús no habla, no reacciona. No se defiende, no trata de convencer, no hace una apología de su realeza. Más bien sigue amando, perdona, vive el momento de la prueba según la voluntad del Padre, consciente de que el amor dará su fruto.


ara acoger la realeza de Jesús, estamos llamados a luchar contra esta tentación, a fijar la mirada en el Crucificado, para ser cada vez más fieles. Cuántas veces en cambio, incluso entre nosotros, se buscan las seguridades gratificantes que ofrece el mundo. Cuántas veces hemos sido tentados a bajar de la cruz. La fuerza de atracción del poder y del éxito se presenta como un camino fácil y rápido para difundir el Evangelio, olvidando rápidamente el reino de Dios como obra. Este Año de la misericordia nos ha invitado a redescubrir el centro, a volver a lo esencial. Este tiempo de misericordia nos llama a mirar al verdadero rostro de nuestro Rey, el que resplandece en la Pascua, y a redescubrir el rostro joven y hermoso de la Iglesia, que resplandece cuando es acogedora, libre, fiel, pobre en los medios y rica en el amor, misionera. La misericordia, al llevarnos al corazón del Evangelio, nos exhorta también a que renunciemos a los hábitos y costumbres que pueden obstaculizar el servicio al reino de Dios; a que nos dirijamos sólo a la perenne y humilde realeza de Jesús, no adecuándonos a las realezas precarias y poderes cambiantes de cada época.


En el Evangelio aparece otro personaje, más cercano a Jesús, el malhechor que le ruega diciendo: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (v. 42). Esta persona, mirando simplemente a Jesús, creyó en su reino. Y no se encerró en sí mismo, sino que con sus errores, sus pecados y sus dificultades se dirigió a Jesús. Pidió ser recordado y experimentó la misericordia de Dios: «hoy estarás conmigo en el paraíso» (v. 43). Dios, a penas le damos la oportunidad, se acuerda de nosotros. Él está dispuesto a borrar por completo y para siempre el pecado, porque su memoria, no como la nuestra, olvida el mal realizado y no lleva cuenta de las ofensas sufridas. Dios no tiene memoria del pecado, sino de nosotros, de cada uno de nosotros, sus hijos amados. Y cree que es siempre posible volver a comenzar, levantarse de nuevo.


Pidamos también nosotros el don de esta memoria abierta y viva. Pidamos la gracia de no cerrar nunca la puerta de la reconciliación y del perdón, sino de saber ir más allá del mal y de las divergencias, abriendo cualquier posible vía de esperanza. Como Dios cree en nosotros, infinitamente más allá de nuestros méritos, también nosotros estamos llamados a infundir esperanza y a dar oportunidad a los demás. Porque, aunque se cierra la Puerta santa, permanece siempre abierta de par en par para nosotros la verdadera puerta de la misericordia, que es el Corazón de Cristo. Del costado traspasado del Resucitado brota hasta el fin de los tiempos la misericordia, la consolación y la esperanza.


Muchos peregrinos han cruzado la Puerta santa y lejos del ruido de las noticias has gustado la gran bondad del Señor. Damos gracias por esto y recordamos que hemos sido investidos de misericordia para revestirnos de sentimientos de misericordia, para ser también instrumentos de misericordia. Continuemos nuestro camino juntos. Nos acompaña la Virgen María, también ella estaba junto a la cruz, allí ella nos ha dado a luz como tierna Madre de la Iglesia que desea acoger a todos bajo su manto. Ella, junto a la cruz, vio al buen ladrón recibir el perdón y acogió al discípulo de Jesús como hijo suyo. Es la Madre de misericordia, a la que encomendamos: todas nuestras situaciones, todas nuestras súplicas, dirigidas a sus ojos misericordiosos, que no quedarán sin respuesta.





Al final de esta celebración el Santo Padre FRANCISCO rezó la oración mariana del Ángelus.


Estas fueron sus palabras:


PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Plaza de San Pedro
Domingo 20 de noviembre de 2016


Queridos hermanos y hermanas,


al término de esta Celebración, elevamos a Dios la alabanza y el agradecimiento por el don que el Año Santo de la Misericordia ha sido para la Iglesia y para tantas personas de buena voluntad. Saludo con deferencia al Presidente de la República Italiana y a las Delegaciones oficiales presentes. Expreso vivo reconocimiento a los responsables del Gobierno italiano y a las otras Instituciones por la colaboración y el compromiso dispensado. Un gracias caluroso a las Fuerzas del Orden, a los operadores de los servicios de acogida, de información, sanitarios y a los voluntarios de todas las edades y procedencia. Agradezco de modo particular al Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización, a su Presidente y cuantos han cooperado en sus diversas articulaciones.


Un grato recuerdo dirijo a cuantos han contribuido espiritualmente a la realización del Jubileo: pienso en tantas personas ancianas y enfermas, que han rezado incesantemente, ofreciendo incluso sus sufrimientos por el Jubileo. De modo especial quiero agradecer a las monjas de clausura, en la vigilia de la Jornada Pro Orantibus que se celebrará mañana.


Invito a todos a tener un particular recuerdo para estas nuestras Hermanas que se dedican totalmente a la oración y que necesitan de solidaridad espiritual y material.


Ayer en Avignone, en Francia, ha sido proclamado Beato el padre Maria Eugenio del Niño Jesús, de la Orden de los Carmelitas Descalzos, fundador del Instituto secular “Nuestra Señora de la Vida”, hombre de Dios, atento a las necesidades espirituales y materiales del prójimo. Que su ejemplo y su intercesión sostengan nuestro camino de fe.


Deseo saludar cordialmente a todos vosotros, que de varios Países habeís venido para la clausura de la Puerta Santa de la Basílica de San Pedro. Que la Virgen Maria nos ayude a todos a conservar en el corazón hacer fructificar los dones espirituales del Jubileo de la Misericordia.


(Traducción del Ángelus de su original italiano: http://catolicidad.blogspot.mx)



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