CIUDAD DEL VATICANO (http://press.vatican.va - 20 de octubre de 2018).-Homilía pronunciada por el Cardenal Angelo Becciu, Prefecto de la
Congregación de las Causas de los Santos durante la Santa Misa de Neatificación de Tiburcio Arnaiz Muñoz, celebrada esta mañana en Málaga
(España).
Homilía del Cardenal Angelo Becciu
“Todo aquel que se declare por mí ante los hombres, también el
Hijo del hombre se declarará por él ante los ángeles de Dios” (Lc 12,8).
Queridos hermanos y hermanas,
Estas palabras que hemos escuchado en el Evangelio nos
recuerdan nuestra responsabilidad de ser testigos de Jesús. Mientras
estaba rodeado por la multitud que lo seguía, Jesús, antes de hablar a
las miles de personas, se dirige a sus discípulos y les recuerda un
hecho que sucederá al final de los tiempos: el juicio final. Este será
pronunciado por Dios Padre, juez justo, rodeado de ángeles, y en la
presencia decisiva del Hijo del hombre. Este no es otro que el mismo
Jesús. Él, mientras habla a los discípulos, es consciente de que el
Padre lo ha destinado a actuar como el Hijo del hombre en el último día,
cuando desempeñará la función de abogado de los justos, es decir, aquél
que tiene el poder de decidir por cada persona ante el tribunal de
Dios. Y esto es lo que sucederá: el que sea reconocido por Él se
salvará; quien no sea reconocido por Él será condenado. La intervención
del Hijo del hombre en nuestro favor dependerá de un hecho preciso:
¿hemos reconocido o no a Jesús en el curso de nuestra vida? Reconocerlo o
negarlo en este mundo será decisivo para nuestro destino final. La
posición que asumamos ante Cristo será decisiva para nuestro destino
eterno; todo se jugará en dos palabras: “me reconocerá” o “me negará”.
Reconocer a Cristo significa no tener el temor de
declararse cristianos, siendo testigos de su Evangelio y de los valores
en él contenidos. Negar a Cristo significa rechazar tanto a Él como a su
enseñanza de vida, de amor, de justicia, de paz, de fraternidad. Es
más, ¡negar a Cristo significa no haber experimentado su amor!
Y el reconocimiento de Jesús debe hacerse “ante
los hombres”, es decir, públicamente; de hecho, poco antes él mismo
había recordado: “lo que digáis al oído en las recámaras se pregonará
desde la azotea” (Lc 12,3). El amor de Dios que ha tocado nuestros
corazones en algún momento de nuestra vida debe brotar y volverse
efusivo y operativo. Si se secara, todo perdería color, sentido, luz.
Seríamos como sarmientos separados de la vid, que únicamente sirven para
ser arrojados al fuego.
La fe profesada con los labios debe manifestarse
en una actitud de amor total hacia el mundo y hacia las realidades que
nos rodean. El creyente está llamado a ser presencia viva y penetrante
del Evangelio en el tejido cultural y social en el que vive. En este
sentido, el Santo Padre FRANCISCO afirmó: “Recordémoslo bien todos: no
se puede anunciar el Evangelio de Jesús sin el testimonio concreto de la
vida. Quien nos escucha y nos ve, debe poder leer en nuestros actos eso
mismo que oye en nuestros labios” (Homilía en la Basílica de San Pablo
Extramuros, 14 de abril de 2013).
El beato Tiburcio Arnaiz Muñoz, con el intenso sabor de
su fiel testimonio del Evangelio hasta el heroísmo, supo impregnar de la
doctrina de Cristo el ambiente en el que vivió, contribuyendo así a la
misión de la Iglesia en el mundo. Con su vida, marcada por las buenas
obras, nos ofrece un claro ejemplo de fe sincera y profunda, enriquecida
por el sentido de la presencia de Dios y por la disposición a conformar
su existencia con la voluntad divina. El intenso y fructífero
ministerio apostólico de este celoso sacerdote e hijo espiritual de San
Ignacio de Loyola se ejerció sobre el fundamento de la fe y de la
caridad, todo orientado a la edificación de las almas y a la salvación
de quienes fueron objeto de su cuidado pastoral. Su vivaz y cálida
predicación se convirtió en un motivo decisivo para la conversión de
muchos, especialmente durante las misiones populares, a través de las
cuales llevaba a cabo una intensa y fructífera evangelización y
promoción social.
Él fue un pastor según el corazón de Cristo y un
misionero de la fe y de la caridad. Fue el típico ejemplo del “pastor
con olor a oveja”, como hoy diría el Papa FRANCISCO. Fue un intrépido
heraldo del Evangelio, especialmente entre los más humildes y olvidados
de los llamados “corralones”, los barrios más pobres y también más
hostiles a la Iglesia de Málaga, consumiendo su vida por el prójimo,
sostenido por un gran amor a Dios. Él encontró el valor fundamental de
su vida sacerdotal y religiosa precisamente en el don de sí mismo y en
el ferviente ministerio de la Palabra. De este rasgo esencial de su
fisonomía pastoral hizo partícipes a un grupo de fieles laicas,
comprometidas con la catequesis en las zonas rurales, que aún hoy,
reunidas en la sociedad de vida apostólica de las Misioneras de las
Doctrinas Rurales, realizan un apreciable apostolado.
¿De dónde provenía todo este ardor apostólico del
Beato Tiburcio Arnaiz Muñoz? De una vida espiritual intensa, que
encontró su culmen en la oración y en la Eucaristía: precisamente de
aquí él obtenía la fuerza para poder gastarse sin reservas en el
ministerio sacerdotal. Esta unión con el Señor, fruto de la fe, era la
razón de su esperanza y se manifestaba después en el amor a los demás.
En el encuentro orante con Cristo, corazón con corazón, él fue madurando
poco a poco en ese conocimiento del Señor (Ef 1,17), al que nos invitaba San Pablo en la segunda lectura, obteniendo así un “espíritu de sabiduría” (ibíd.)
a través del cual formaba y guiaba las conciencias en la incansable
actividad del confesionario, punto de referencia en la Iglesia del
Corazón de Jesús para los penitentes de Málaga y de otros lugares, de la
dirección espiritual, de los retiros y, sobre todo, de los Ejercicios
espírituales predicados a personas de todas las clases sociales.
Queridos hermanos y hermanas: ¿cuál es el mensaje que el
Beato Tiburcio Arnaiz Muñoz ofrece a la Iglesia y a la sociedad de hoy?
Él representa para todos nosotros, singularmente para los sacerdotes y
las personas consagradas, el ejemplo del hombre que no se conforma con
lo ya conquistado sino que, siendo dócil a las exigencias del espíritu,
se propone entregarse a Dios con mayor radicalidad. De aquí nace su
decisión de ingresar en la Compañía de Jesús tras doce años de
ministerio diocesano. Él respondió al amor de Dios a través de una
creciente entrega en el ministerio y en el amor por los últimos, los
descartados. ¡Cuánta necesidad hay, en nuestros días, de abrir el
corazón a las necesidades espirituales y materiales de tantos hermanos
nuestros, quienes esperan de nosotros palabras de fe, de consuelo y de
esperanza, así como gestos de atenta acogida y de generosa solidaridad!
Presentar a Tiburcio Arnaiz Muñoz, hoy, a la Iglesia,
significa reafirmar la santidad sacerdotal, pero sobre todo supone dar a
conocer a un ministro de Dios que hizo de su existencia un camino
constante, luminoso y heroico de total entrega a Dios y a los hermanos,
especialmente los más débiles. Él se sentía corresponsable de los males
espirituales y morales, así como de las heridas sociales de su tiempo y
era consciente que no podía salvarse sin salvar a los otros.
Esta asunción de responsabilidad, esta madurez de fe,
este estilo de presencia sacerdotal y cristiana en el mundo, son también
necesarios en el actual contexto eclesial y social, el cual tiene
extrema necesidad de la presencia y del compromiso de sacerdotes, de
personas consagradas y de fieles laicos que sepan testimoniar con coraje
y firmeza, con entusiasmo e ímpetu, su mismo sentirse con Cristo, en
Cristo y por Cristo, convirtiéndose en testigos creíbles del Evangelio.
El nuevo Beato representa para la Iglesia de hoy un
modelo que estimula a vivir de Cristo, al tiempo que para toda la
sociedad supone una antorcha capaz de iluminar la historia de nuestros
tiempos.
Que su ejemplo nos acompañe y su intercesión nos
sostenga. Por eso le invocamos: ¡Beato Tiburcio Arnaiz Muñoz, ruega por
nosotros!