domingo, 1 de marzo de 2015

FRANCISCO: Ángelus de febrero (22, 15, 8 y 1°)

ÁNGELUS DEL PAPA FRANCISCO
FEBRERO 2015


Plaza de San Pedro
Domingo 22 de febrero de 2015



Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


El miércoles pasado, con el rito de la Ceniza, inició la Cuaresma, y hoy es el primer domingo de este tiempo litúrgico que hace referencia a los cuarenta días que Jesús pasó en el desierto, después del bautismo en el río Jordán. Escribe san Marcos en el Evangelio de hoy: «El Espíritu lo empujó al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, siendo tentado por Satanás; vivía con las fieras y los ángeles lo servían» (1, 12-13). Con estas escuetas palabras el evangelista describe la prueba que Jesús afrontó voluntariamente, antes de iniciar su misión mesiánica. Es una prueba de la que el Señor sale victorioso y que lo prepara para anunciar el Evangelio del Reino de Dios. Él, en esos cuarenta días de soledad, se enfrentó a Satanás «cuerpo a cuerpo», desenmascaró sus tentaciones y lo venció. Y en Él hemos vencido todos, pero a nosotros nos toca proteger esta victoria en nuestra vida diaria.


La Iglesia nos hace recordar ese misterio al inicio de la Cuaresma, porque nos da la perspectiva y el sentido de este tiempo, que es un tiempo de combate —en Cuaresma se debe combatir—, un tiempo de combate espiritual contra el espíritu del mal (cf. Oración colecta del Miércoles de Ceniza). Y mientras atravesamos el «desierto» cuaresmal, mantengamos la mirada dirigida a la Pascua, que es la victoria definitiva de Jesús contra el Maligno, contra el pecado y contra la muerte. He aquí entonces el significado de este primer domingo de Cuaresma: volver a situarnos decididamente en la senda de Jesús, la senda que conduce a la vida. Mirar a Jesús, lo que hizo Jesús, e ir con Él.


Y este camino de Jesús pasa a través del desierto. El desierto es el lugar donde se puede escuchar la voz de Dios y la voz del tentador. En el rumor, en la confusión esto no se puede hacer; se oyen sólo las voces superficiales. En cambio, en el desierto podemos bajar en profundidad, donde se juega verdaderamente nuestro destino, la vida o la muerte. ¿Y cómo escuchamos la voz de Dios? La escuchamos en su Palabra. Por eso es importante conocer las Escrituras, porque de otro modo no sabremos responder a las asechanzas del maligno. Y aquí quisiera volver a mi consejo de leer cada día el Evangelio: cada día leer el Evangelio, meditarlo, un poco, diez minutos; y llevarlo incluso siempre con nosotros: en el bolsillo, en la cartera... Pero tener el Evangelio al alcance de la mano. El desierto cuaresmal nos ayuda a decir no a la mundanidad, a los «ídolos», nos ayuda a hacer elecciones valientes conformes al Evangelio y a reforzar la solidaridad con los hermanos.


Entonces entramos en el desierto sin miedo, porque no estamos solos: estamos con Jesús, con el Padre y con el Espíritu Santo. Es más, como lo fue para Jesús, es precisamente el Espíritu Santo quien nos guía por el camino cuaresmal, el mismo Espíritu que descendió sobre Jesús y que recibimos en el Bautismo. La Cuaresma, por ello, es un tiempo propicio que debe conducirnos a tomar cada vez más conciencia de cuánto el Espíritu Santo, recibido en el Bautismo, obró y puede obrar en nosotros. Y al final del itinerario cuaresmal, en la Vigilia pascual, podremos renovar con mayor consciencia la alianza bautismal y los compromisos que de ella derivan.


Que la Virgen santa, modelo de docilidad al Espíritu, nos ayude a dejarnos conducir por Él, que quiere hacer de cada uno de nosotros una «nueva creatura».


A Ella encomiendo, en especial, esta semana de ejercicios espirituales, que iniciará hoy por la tarde, y en la que participaré juntamente con mis colaboradores de la Curia romana. Rezad para que en este «desierto» que son los ejercicios espirituales podamos escuchar la voz de Jesús y también corregir tantos defectos que todos nosotros tenemos, y hacer frente a las tentaciones que cada día nos atacan. Os pido, por lo tanto, que nos acompañéis con vuestra oración.


Después del Ángelus


Queridos hermanos y hermanas:


Dirijo un cordial saludo a las familias, a los grupos parroquiales, a las asociaciones y a todos los peregrinos de Roma, de Italia y de diversos países.


La Cuaresma es un camino de conversión que tiene como centro el corazón. Nuestro corazón debe convertirse al Señor. Por ello, en este primer domingo, he pensado regalaros a vosotros que estáis aquí en la plaza un pequeño libro de bolsillo que lleva por título «Custodia el corazón». Es este [lo muestra]. Este librito recoge algunas enseñanzas de Jesús y los contenidos esenciales de nuestra fe, como por ejemplo los siete Sacramentos, los dones del Espíritu Santo, los diez mandamientos, las virtudes, las obras de misericordia, etc. Ahora lo distribuirán los voluntarios, entre los cuales hay numerosas personas sin techo, que vinieron en peregrinación. Y como siempre, también hoy aquí en la plaza, quienes viven situaciones de necesidad son quienes nos traen una gran riqueza: la riqueza de nuestra doctrina, para custodiar el corazón. Tomad un librito para cada uno y llevadlo con vosotros, como ayuda para la conversión y el crecimiento espiritual, que parte siempre del corazón: allí donde se juega el partido de las opciones de cada día entre el bien y el mal, entre mundanidad y Evangelio, entre indiferencia y compartir. La humanidad necesita justicia, paz y amor, y sólo podrá tenerlas volviendo con todo el corazón a Dios, que es la fuente de todo esto. Tomad el librito, y leedlo todos.


Os deseo a todos un feliz domingo. Por favor, especialmente en esta semana de los ejercicios, no olvidéis rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta la vista!


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Plaza de San Pedro
Domingo 15 de febrero de 2015




Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


En estos domingos el evangelista san Marcos nos está relatando la acción de Jesús contra todo tipo de mal, en beneficio de los que sufren en el cuerpo y en el espíritu: endemoniados, enfermos, pecadores... Él se presenta como aquel que combate y vence el mal donde sea que lo encuentre. En el Evangelio de hoy (cf. Mc 1, 40-45) esta lucha suya afronta un caso emblemático, porque el enfermo es un leproso. La lepra es una enfermedad contagiosa que no tiene piedad, que desfigura a la persona, y que era símbolo de impureza: el leproso tenía que estar fuera de los centros habitados e indicar su presencia a los que pasaban. Era marginado por la comunidad civil y religiosa. Era como un muerto ambulante.


El episodio de la curación del leproso tiene lugar en tres breves pasos: la invocación del enfermo, la respuesta de Jesús y las consecuencias de la curación prodigiosa. El leproso suplica a Jesús «de rodillas» y le dice: «Si quieres, puedes limpiarme» (v. 40). Ante esta oración humilde y confiada, Jesús reacciona con una actitud profunda de su espíritu: la compasión. Y «compasión» es una palabra muy profunda: compasión significa «padecer-con-el otro». El corazón de Cristo manifiesta la compasión paterna de Dios por ese hombre, acercándose a él y tocándolo. Y este detalle es muy importante. Jesús «extendió la mano y lo tocó... la lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio» (v. 41-42). La misericordia de Dios supera toda barrera y la mano de Jesús tocó al leproso. Él no toma distancia de seguridad y no actúa delegando, sino que se expone directamente al contagio de nuestro mal; y precisamente así nuestro mal se convierte en el lugar del contacto: Él, Jesús, toma de nosotros nuestra humanidad enferma y nosotros de Él su humanidad sana y capaz de sanar. Esto sucede cada vez que recibimos con fe un Sacramento: el Señor Jesús nos «toca» y nos dona su gracia. En este caso pensemos especialmente en el Sacramento de la Reconciliación, que nos cura de la lepra del pecado.


Una vez más el Evangelio nos muestra lo que hace Dios ante nuestro mal: Dios no viene a «dar una lección» sobre el dolor; no viene tampoco a eliminar del mundo el sufrimiento y la muerte; viene más bien a cargar sobre sí el peso de nuestra condición humana, a conducirla hasta sus últimas consecuencias, para liberarnos de modo radical y definitivo. Así Cristo combate los males y los sufrimientos del mundo: haciéndose cargo de ellos y venciéndolos con la fuerza de la misericordia de Dios.


A nosotros, hoy, el Evangelio de la curación del leproso nos dice que si queremos ser auténticos discípulos de Jesús estamos llamados a llegar a ser, unidos a Él, instrumentos de su amor misericordioso, superando todo tipo de marginación. Para ser «imitadores de Cristo» (cf. 1 Cor 11, 1) ante un pobre o un enfermo, no tenemos que tener miedo de mirarlo a los ojos y de acercarnos con ternura y compasión, y de tocarlo y abrazarlo. He pedido a menudo a las personas que ayudan a los demás que lo hagan mirándolos a los ojos, que no tengan miedo de tocarlos; que el gesto de ayuda sea también un gesto de comunicación: también nosotros tenemos necesidad de ser acogidos por ellos. Un gesto de ternura, un gesto de compasión... Pero yo os pregunto: vosotros, ¿cuándo ayudáis a los demás, los miráis a los ojos? ¿Los acogéis sin miedo de tocarlos? ¿Los acogéis con ternura? Pensad en esto: ¿cómo ayudáis? A distancia, ¿o con ternura, con cercanía? Si el mal es contagioso, lo es también el bien. Por lo tanto, es necesario que el bien abunde en nosotros, cada vez más. Dejémonos contagiar por el bien y contagiemos el bien.


Después del Ángelus


Queridos hermanos y hermanas:


Dirijo un deseo de serenidad y de paz a todos los hombres y mujeres que en Extremo Oriente y en diversas partes del mundo se preparan para celebrar el nuevo año lunar. Esas fiestas les ofrecen la feliz ocasión de redescubrir y vivir de modo intenso la fraternidad, que es vínculo precioso de la vida y fundamento de la vida social. Que este regreso anual a las raíces de la persona y de la familia ayude a esos pueblos a construir una sociedad en la cual se creen relaciones interpersonales fundadas en el respeto, la justicia y la caridad.
Os saludo a todos vosotros, romanos y peregrinos; en especial, a quienes habéis venido con ocasión del Consistorio, para acompañar a los nuevos cardenales; y doy las gracias a los países que han querido estar presentes en este evento con delegaciones oficiales. Saludamos con un aplauso a los nuevos cardenales. A todos vosotros os deseo un feliz domingo. Por favor, no olvidéis de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta la vista!


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Plaza de San Pedro
Domingo 8 de febrero de 2015




Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


El Evangelio de hoy (cf. Mc 1, 29-39) nos presenta a Jesús que, después de haber predicado el sábado en la sinagoga, cura a muchos enfermos. Predicar y curar: esta es la actividad principal de Jesús en su vida pública. Con la predicación anuncia el reino de Dios, y con la curación demuestra que está cerca, que el reino de Dios está en medio de nosotros.


Al entrar en la casa de Simón Pedro, Jesús ve que su suegra está en la cama con fiebre; enseguida le toma la mano, la cura y la levanta. Después del ocaso, al final del día sábado, cuando la gente puede salir y llevarle los enfermos, cura a una multitud de personas afectadas por todo tipo de enfermedades: físicas, psíquicas y espirituales. Jesús, que vino al mundo para anunciar y realizar la salvación de todo el hombre y de todos los hombres, muestra una predilección particular por quienes están heridos en el cuerpo y en el espíritu: los pobres, los pecadores, los endemoniados, los enfermos, los marginados. Así, Él se revela médico, tanto de las almas como de los cuerpos, buen samaritano del hombre. Es el verdadero Salvador: Jesús salva, Jesús cura, Jesús sana.


Tal realidad de la curación de los enfermos por parte de Cristo nos invita a reflexionar sobre el sentido y el valor de la enfermedad. A esto nos llama también la Jornada mundial del enfermo, que celebraremos el próximo miércoles 11 de febrero, memoria litúrgica de la Bienaventurada Virgen María de Lourdes. Bendigo las actividades preparadas para esta Jornada, en particular, la vigilia que tendrá lugar en Roma la noche del 10 de febrero. Recordemos también al presidente del Consejo pontificio para la pastoral de la salud, monseñor Zygmunt Zimowski, que está muy enfermo en Polonia. Una oración por él, por su salud, porque fue él quien preparó esta jornada, y nos acompaña con su sufrimiento en esta jornada. Una oración por monseñor Zimowski.


La obra salvífica de Cristo no termina con su persona y en el arco de su vida terrena; prosigue mediante la Iglesia, sacramento del amor y de la ternura de Dios por los hombres. Enviando en misión a sus discípulos, Jesús les confiere un doble mandato: anunciar el Evangelio de la salvación y curar a los enfermos (cf. Mt 10, 7-8). Fiel a esta enseñanza, la Iglesia ha considerado siempre la asistencia a los enfermos parte integrante de su misión.
«Pobres y enfermos tendréis siempre con vosotros», advierte Jesús (cf. Mt 26, 11), y la Iglesia los encuentra continuamente en su camino, considerando a las personas enfermas una vía privilegiada para encontrar a Cristo, acogerlo y servirlo. Curar a un enfermo, acogerlo, servirlo, es servir a Cristo: el enfermo es la carne de Cristo.


Esto sucede también en nuestro tiempo, cuando, no obstante las múltiples conquistas de la ciencia, el sufrimiento interior y físico de las personas suscita fuertes interrogantes sobre el sentido de la enfermedad y del dolor y sobre el porqué de la muerte. Se trata de preguntas existenciales, a las que la acción pastoral de la Iglesia debe responder a la luz de la fe, teniendo ante sus ojos al Crucificado, en el que se manifiesta todo el misterio salvífico de Dios Padre que, por amor a los hombres, no perdonó ni a su propio Hijo (cf. Rm 8, 32). Por lo tanto, cada uno de nosotros está llamado a llevar la luz de la palabra de Dios y la fuerza de la gracia a quienes sufren y a cuantos los asisten, familiares, médicos y enfermeros, para que el servicio al enfermo se preste cada vez más con humanidad, con entrega generosa, con amor evangélico y con ternura. La Iglesia madre, mediante nuestras manos, acaricia nuestros sufrimientos y cura nuestras heridas, y lo hace con ternura de madre.


Pidamos a María, Salud de los enfermos, que toda persona experimente en la enfermedad, gracias a la solicitud de quien está a su lado, la fuerza del amor de Dios y el consuelo de su ternura materna.


Después del Ángelus


Queridos hermanos y hermanas:


Hoy, 8 de febrero, memoria litúrgica de santa Josefina Bakhita, la religiosa sudanesa que de niña vivió la dramática experiencia de ser víctima de la trata, las Uniones de superiores y superioras generales de los institutos religiosos han organizado la Jornada de oración y reflexión contra la trata de personas. Aliento a cuantos están comprometidos a ayudar a hombres, mujeres y niños esclavizados, explotados y abusados como instrumentos de trabajo o placer, y a menudo torturados y mutilados. Deseo que cuantos tienen responsabilidades de gobierno tomen decisiones para remover las causas de esta vergonzosa plaga, plaga indigna de una sociedad civil. Que cada uno de nosotros se sienta comprometido a ser portavoz de estos hermanos y hermanas nuestros, humillados en su dignidad. Invoquemos todos juntos a la Virgen, por ellos y por sus familiares. (Dios te salve…).


Saludo a todos los peregrinos presentes, a las familias, los grupos parroquiales y las asociaciones. En particular, saludo a los fieles de Caravaca de la Cruz (España), de Anagni, Marcon, Quartirolo y Corato; a las corales de la archidiócesis de Módena-Nonántola, y a los jóvenes de Buccinasco, así como a los provenientes de Letonia y Brasil.
A todos os deseo un feliz domingo. Por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta la vista!


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Plaza de San Pedro
Domingo 1° de febrero de 2015


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


El pasaje evangélico de este domingo (cf. Mc 1, 21-28) presenta a Jesús que, con su pequeña comunidad de discípulos, entra en Cafarnaún, la ciudad donde vivía Pedro y que en esa época era la más grande de Galilea. Y Jesús entró en esa ciudad.


El evangelista san Marcos relata que Jesús, al ser sábado, fue inmediatamente a la sinagoga y comenzó a enseñar (cf. v. 21). Esto hace pensar en el primado de la Palabra de Dios, Palabra que se debe escuchar, Palabra que se debe acoger, Palabra que se debe anunciar. Al llegar a Cafarnaún, Jesús no posterga el anuncio del Evangelio, no piensa en primer lugar en la ubicación logística, ciertamente necesaria, de su pequeña comunidad, no se demora con la organización. Su preocupación principal es comunicar la Palabra de Dios con la fuerza del Espíritu Santo. Y la gente en la sinagoga queda admirada, porque Jesús «les enseñaba con autoridad y no como los escribas» (v. 22).


¿Qué significa «con autoridad»? Quiere decir que en las palabras humanas de Jesús se percibía toda la fuerza de la Palabra de Dios, se percibía la autoridad misma de Dios, inspirador de las Sagradas Escrituras. Y una de las características de la Palabra de Dios es que realiza lo que dice. Porque la Palabra de Dios corresponde a su voluntad. En cambio, nosotros, a menudo, pronunciamos palabras vacías, sin raíz o palabras superfluas, palabras que no corresponden con la verdad. En cambio, la Palabra de Dios corresponde a la verdad, está unida a su voluntad y realiza lo que dice. En efecto, Jesús, tras predicar, muestra inmediatamente su autoridad liberando a un hombre, presente en la sinagoga, que estaba poseído por el demonio (cf. Mc 1, 23-26). Precisamente la autoridad divina de Cristo había suscitado la reacción de Satanás, oculto en ese hombre; Jesús, a su vez, reconoció inmediatamente la voz del maligno y le «ordenó severamente: “Cállate y sal de él”» (v. 25). 


Con la sola fuerza de su palabra, Jesús libera a la persona del maligno. Y una vez más los presentes quedan asombrados: «Incluso manda a los espíritus inmundos y le obedecen» (v. 27). La Palabra de Dios crea asombro en nosotros. Tiene el poder de asombrarnos.
El Evangelio es palabra de vida: no oprime a las personas, al contrario, libera a quienes son esclavos de muchos espíritus malignos de este mundo: el espíritu de la vanidad, el apego al dinero, el orgullo, la sensualidad... El Evangelio cambia el corazón, cambia la vida, transforma las inclinaciones al mal en propósitos de bien. El Evangelio es capaz de cambiar a las personas. Por lo tanto, es tarea de los cristianos difundir por doquier la fuerza redentora, convirtiéndose en misioneros y heraldos de la Palabra de Dios. Nos lo sugiere también el pasaje de hoy que concluye con una apertura misionera y dice así: «Su fama —la fama de Jesús— se extendió enseguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea» (v. 28). La nueva doctrina enseñada con autoridad por Jesús es la que la Iglesia lleva al mundo, juntamente con los signos eficaces de su presencia: la enseñanza autorizada y la acción liberadora del Hijo de Dios se convierten en palabras de salvación y gestos de amor de la Iglesia misionera. Recordad siempre que el Evangelio tiene la fuerza de cambiar la vida. No os olvidéis de esto. Se trata de la Buena Noticia, que nos transforma sólo cuando nos dejamos transformar por ella. Por eso os pido siempre tener un contacto cotidiano con el Evangelio, leerlo cada día, un trozo, un pasaje, meditarlo y también llevarlo con vosotros adondequiera que vayáis: en el bolsillo, en la cartera... Es decir, nutrirse cada día en esta fuente inagotable de salvación. ¡No os olvidéis! Leed un pasaje del Evangelio cada día. Es la fuerza que nos cambia, que nos transforma: cambia la vida, cambia el corazón.


Invoquemos la maternal intercesión de la Virgen María, quien acogió la Palabra y la engendró para el mundo, para todos los hombres. Que ella nos enseñe a ser oyentes asiduos y anunciadores autorizados del Evangelio de Jesús.



Después del Ángelus


Queridos hermanos y hermanas:


Quiero anunciar que el sábado 6 de junio, si Dios quiere, iré a Sarajevo, capital de Bosnia y Herzegovina. Os pido desde ahora que recéis para que mi visita a esas queridas poblaciones sea un aliento para los fieles católicos, suscite semillas de bien y contribuya a la consolidación de la fraternidad, la paz, el diálogo interreligioso y la amistad.


Saludo a los presentes reunidos para participar en el IV Congreso mundial organizado por «Scholas Occurrentes», que tendrá lugar en el Vaticano del 2 al 5 de febrero sobre el tema: «Responsabilidad de todos en la educación para una cultura del encuentro». Saludo a las familias, las parroquias, las asociaciones y a todos los que vienen de Italia y de muchas partes del mundo. En especial, a los peregrinos de Líbano y Egipto, a los estudiantes de Zafra y de Badajoz (España); a los fieles de Sassari, Salerno, Verona, Módena, Scano Montiferro y Taranto.


Hoy se celebra en Italia la Jornada por la vida, que tiene como tema «Solidarios por la vida». Dirijo mi aprecio a las asociaciones, a los movimientos y a todos los que defienden la vida humana. Me uno a los obispos italianos al pedir «un renovado reconocimiento de la persona humana y una atención más adecuada a la vida, desde la concepción hasta su término natural» (Mensaje para la 37ª Jornada nacional por la vida). Cuando hay apertura a la vida y se sirve a la vida, se experimenta la fuerza revolucionaria del amor y de la ternura (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 288), inaugurando un nuevo humanismo: el humanismo de la solidaridad, el humanismo de la vida.


Saludo al cardenal vicario, a los profesores universitarios de Roma y a quienes están comprometidos en promover la cultura de la vida.


A todos deseo un feliz domingo. Por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta la vista!


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