miércoles, 6 de enero de 2016

FRANCISCO: Ángelus de diciembre 2015 (27, 26, 20, 13, 8 y 6)

 ÁNGELUS DEL PAPA FRANCISCO
DICIEMBRE 2015


FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA DE NAZARET

Plaza de San Pedro
Domingo 27 de diciembre de 2015 


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


¡Qué bien cantan estos chicos! Son buenos.


En el clima de alegría que es propio de la Navidad, celebramos en este domingo la fiesta de la Sagrada Familia. Vuelvo a pensar en el gran encuentro de Filadelfia, en septiembre pasado; en las muchas familias que encuentro en los viajes apostólicos, y en las de todo el mundo.


Quisiera saludarlas a todas con afecto y reconocimiento, especialmente en este tiempo nuestro, en el que la familia está sometida a incomprensiones y dificultades de varios tipos que la debilitan.


El Evangelio de hoy invita a las familias a acoger la luz de esperanza que proviene de la casa de Nazaret, en la cual se ha desarrollado en la alegría la infancia de Jesús, quien —dice san Lucas— «iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (2, 52). El núcleo familiar de Jesús, María y José es para todo creyente, y en especial para las familias, una auténtica escuela del Evangelio. Aquí admiramos el cumplimiento del plan divino de hacer de la familia una especial comunidad de vida y amor. Aquí aprendemos que todo núcleo familiar cristiano está llamado a ser «iglesia doméstica», para hacer resplandecer las virtudes evangélicas y llegar a ser fermento de bien en la sociedad. Los rasgos típicos de la Sagrada Familia son: recogimiento y oración, mutua comprensión y respeto, espíritu de sacrificio, trabajo y solidaridad.


Del ejemplo y del testimonio de la Sagrada Familia, cada familia puede extraer indicaciones preciosas para el estilo y las opciones de vida, y puede sacar fuerza y sabiduría para el camino de cada día.


La Virgen y san José enseñan a acoger a los hijos como don de Dios, a generarlos y educarlos cooperando de forma maravillosa con la obra del Creador y donando al mundo, en cada niño, una sonrisa nueva. Es en la familia unida donde los hijos alcanzan la madurez de su existencia, viviendo la experiencia significativa y eficaz del amor gratuito, de la ternura, del respeto recíproco, de la comprensión mutua, del perdón y de la alegría.
Quisiera detenerme sobre todo en la alegría. La verdadera alegría que se experimenta en la familia no es algo casual y fortuito. Es una alegría que es fruto de la armonía profunda entre las personas, que hace gustar la belleza de estar juntos, de sostenernos mutuamente en el camino de la vida. Pero en la base de la alegría está siempre la presencia de Dios, su amor acogedor, misericordioso y paciente hacia todos.


Si no se abre la puerta de la familia a la presencia de Dios y a su amor, la familia pierde la armonía, prevalecen los individualismos y se apaga la alegría. En cambio, la familia que vive la alegría, la alegría de la vida, la alegría de la fe, la comunica espontáneamente, es sal de la tierra y luz del mundo, es levadura para toda la sociedad.


Que Jesús, María y José bendigan y protejan a todas las familias del mundo, para que en ellas reinen la serenidad y la alegría, la justicia y la paz, que ha traído Cristo al nacer como don para la humanidad.


Después del Ángelus


Queridos hermanos y hermanas:


Mi pensamiento se dirige en este momento a los numerosos emigrantes cubanos que se encuentran en dificultades en Centroamérica, muchos de los cuales son víctimas de la trata de personas.


Invito a los países de la región a renovar con generosidad todos los esfuerzos necesarios para encontrar una solución oportuna a este drama humanitario.


Un cordial saludo dirijo ahora a las familias presentes en la plaza, ¡a todas vosotras! Gracias por vuestro testimonio. Que el Señor os acompañe con su gracia y os sostenga en vuestro camino cotidiano.


Os saludo a todos vosotros, peregrinos provenientes de todas las partes del mundo.


En especial a los jóvenes de la diócesis de Bérgamo que han recibido la Confirmación. 


También agradezco a todos los chicos y niños que han cantado tan bien y seguirán haciéndolo... Una canción de Navidad en honor de las familias.
A todos os deseo un feliz domingo. Os agradezco una vez más vuestras felicitaciones y vuestras oraciones. Y por favor, continuad rezando por mí. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!


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FIESTA DE SAN ESTEBAN, PROTOMÁRTIR


Plaza de San Pedro
Sábado 26 de diciembre de 2015


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Hoy celebramos la fiesta de san Esteban. El recuerdo del primer mártir sigue inmediatamente a la solemnidad de la Navidad. Ayer contemplamos el amor misericordioso de Dios, que se ha hecho carne por nosotros; hoy vemos la respuesta coherente del discípulo de Jesús, que da su vida. Ayer nació en la tierra el Salvador; hoy nace para el cielo su testigo fiel. Ayer, como hoy, aparecen las tinieblas del rechazo de la vida, pero brilla más fuerte aún la luz del amor, que vence el odio e inaugura un mundo nuevo. Hay un aspecto particular en el relato de hoy de los Hechos de los Apóstoles, que acerca a san Esteban al Señor. Es su perdón antes de morir lapidado. Jesús, clavado en la cruz, había dicho: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34); de modo semejante, Esteban «poniéndose de rodillas, exclamó en alta voz: “Señor, no les tengas en cuenta este pecado”» (Hch 7, 60). Por tanto, Esteban es mártir, que significa testigo, porque obra como Jesús. En efecto, es un verdadero testigo el que se comporta come Él: quien reza, ama, da, pero, sobre todo, el que perdona, porque el perdón, como dice la misma palabra, es la expresión más alta del don.


Pero —podríamos preguntarnos— ¿para qué sirve perdonar? ¿Es sólo una buena acción o conlleva resultados? Encontramos una respuesta precisamente en el martirio de Esteban. Entre aquellos por los cuales él imploró el perdón había un joven llamado Saulo; este perseguía a la Iglesia y trataba de destruirla (cf. Hch 8, 3). Poco después Saulo se convirtió en Pablo, el gran santo, el Apóstol de los gentiles. Había recibido el perdón de Esteban. Podemos decir que Pablo nace de la gracia de Dios y del perdón de Esteban.


También nosotros nacemos del perdón de Dios. Y no sólo en el Bautismo, sino que cada vez que somos perdonados nuestro corazón renace, es regenerado. Cada paso hacia adelante en la vida de la fe lleva impreso al inicio el signo de la misericordia divina. Porque sólo cuando somos amados podemos amar a nuestra vez. Recordémoslo, nos hará bien: si queremos avanzar en la fe, ante todo es necesario recibir el perdón de Dios; encontrar al Padre, quien está dispuesto a perdonar todo y siempre, y que precisamente perdonando sana el corazón y reaviva el amor. Jamás debemos cansarnos de pedir el perdón divino, porque sólo cuando somos perdonados, cuando nos sentimos perdonados, aprendemos a perdonar.


Pero perdonar no es una cosa fácil, es siempre muy difícil. ¿Cómo podemos imitar a Jesús? ¿Por dónde comenzar para disculpar las pequeñas o grandes ofensas que sufrimos cada día? Ante todo por la oración, como hizo Esteban. Se comienza por el propio corazón: podemos afrontar con la oración el resentimiento que experimentamos, encomendando a quien nos ha hecho el mal a la misericordia de Dios: «Señor, te pido por él, te pido por ella». Después se descubre que esta lucha interior para perdonar purifica del mal y que la oración y el amor nos liberan de las cadenas interiores del rencor. ¡Es tan feo vivir en el rencor! Cada día tenemos la ocasión de entrenarnos para perdonar, para vivir este gesto tan alto que acerca el hombre a Dios. Como nuestro Padre celestial, también nosotros nos convertimos en misericordiosos, porque a través del perdón vencemos el mal con el bien, transformamos el odio en amor y así hacemos que el mundo sea más limpio.


Que la Virgen María, a quien encomendamos a los que como san Esteban padecen persecuciones en nombre de la fe —y por desgracia son muchísimos—, nuestros muchos mártires de hoy, oriente nuestra oración para recibir y donar el perdón. Recibir y donar el perdón.


Después del Ángelus


Queridos hermanos y hermanas:


Os saludo a todos los peregrinos, procedentes de Italia y de varios países. Renuevo a todos mi deseo de que la contemplación del Niño Jesús, junto a María y José, suscite una actitud de misericordia y de amor recíproco en las familias, en las comunidades parroquiales y religiosas, en los movimientos y en las asociaciones, en todos los fieles y en las personas de buena voluntad. En estas semanas he recibido muchos mensajes con felicitaciones desde Roma y desde otras partes. No me es posible responder a cada uno. Por lo tanto, expreso hoy a todos mi vivo agradecimiento, especialmente por el regalo de la oración. Feliz fiesta de san Esteban, y por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!


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 Plaza de San Pedro
IV Domingo de Adviento, 20 de diciembre de 2015


Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!


El Evangelio de este domingo de Adviento subraya la figura de María. La vemos cuando, justo después de haber concebido en la fe al Hijo de Dios, afronta el largo viaje de Nazaret de Galilea a los montes de Judea, para ir a visitar y ayudar a su prima Isabel. El ángel Gabriel le había revelado que su pariente ya anciana, que no tenía hijos, estaba en el sexto mes de embarazo (cf. Lc  1, 26.36). Por eso, la Virgen, que lleva en sí un don y un misterio aún más grande, va a ver a Isabel y se queda tres meses con ella. En el encuentro entre las dos mujeres —imaginad: una anciana y la otra joven, es la joven, María, la que saluda primero: El Evangelio dice así: «Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel» (Lc 1, 40). Y, después de ese saludo, Isabel se siente envuelta de un gran asombro —¡no os olvidéis esta palabra: asombro. El asombro. Isabel se siente envuelta de un gran asombro que resuena en sus palabras: «¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?» (v. 43). Y se abrazan, se besan, felices estas dos mujeres: la anciana y la joven. Las dos embarazadas.


Para celebrar bien la Navidad, estamos llamados a detenernos en los «lugares» del asombro. Y, ¿cuáles son los lugares del asombro en la vida cotidiana? Son tres. El primer lugar es el otro, en quien reconocemos a un hermano, porque desde que sucedió el Nacimiento de Jesús, cada rostro lleva marcada la semejanza del Hijo de Dios. Sobre todo cuando es el rostro del pobre, porque como pobre Dios entró en el mundo y y dejó, ante todo, que los pobres se acercaran a Él.


Otro lugar del asombro —el segundo— en el que, si miramos con fe, sentimos asombro, es la historia. Muchas veces creemos verla por el lado justo, y sin embargo corremos el riesgo de leerla al revés. Sucede, por ejemplo, cuando ésta nos parece determinada por la economía de mercado, regulada por las finanzas y los negocios, dominada por los poderosos de turno. El Dios de la Navidad es, en cambio, un Dios que «cambia las cartas»: ¡Le gusta hacerlo! Como canta María en el Magnificat, es el Señor el que derriba a los poderosos del trono y ensalza a los humildes, colma de bienes a los hambrientos y a los ricos despide vacíos (cf. Lc 1, 52-53). Este es el segundo asombro, el asombro de la historia.


Un tercer lugar de asombro es la Iglesia: mirarla con el asombro de la fe significa no limitarse a considerarla solamente como institución religiosa que es, sino a sentirla como Madre que, aun entre manchas y arrugas —¡tenemos muchas!— deja ver las características de la Esposa amada y purificada por Cristo Señor.  Una Iglesia que sabe reconocer los muchos signos de amor fiel que Dios continuamente le envía. Una Iglesia para la cual el Señor Jesús no será nunca una posesión que defender con celo: quienes hacen esto, se equivocan, sino Aquel que siempre viene a su encuentro y que ésta sabe esperar con confianza y alegría, dando voz a la esperanza del mundo. La Iglesia que llama al Señor: «Ven Señor Jesús». La Iglesia madre que siempre tiene las puertas abiertas, y los brazos abiertos para acoger a todos. Es más, la Iglesia madre que sale de las propias puertas para buscar, con sonrisa de madre a todos los alejados y llevarles a la misericordia de Dios. ¡Este es el asombro de la Navidad! 


En Navidad Dios se nos dona todo donando a su Hijo, el Único, que es toda su alegría. Y sólo con el corazón de María, la humilde y pobre hija de Sión, convertida en Madre del Hijo del Altísimo, es posible exultar y alegrarse por el gran don de Dios y por su imprevisible sorpresa. Que Ella nos ayude a percibir el asombro —estos tres asombros: el otro, la historia y la Iglesia— por el nacimiento de Jesús, el don de los dones, el regalo inmerecido que nos trae la salvación. El encuentro con Jesús, nos hará también sentir a nosotros este gran asombro. Pero no podemos tener este asombro, no podemos encontrar a Jesús, si no lo encontramos en los demás, en la historia y en la Iglesia.


Después del Ángelus


Queridos hermanos y hermanas:


También hoy quiero recordar a la amada Siria, expresando vivo aprecio por el acuerdo alcanzado por la Comunidad internacional. Animo a todos a proseguir con generoso impulso el camino hacia el cese de la violencia y una solución negociada que lleve a la paz. Pienso también en la vecina Libia, donde el reciente compromiso asumido entre las partes para un Gobierno de unidad nacional invita a la esperanza por el futuro.


Deseo también sostener el compromiso de colaboración al que están llamadas Costa Rica y Nicaragua. Deseo que un renovado espíritu de fraternidad refuerce ulteriormente el diálogo y la cooperación recíproca, como también entre todos los países de la región.


Mi pensamiento se dirige en este momento a la querida población de la India, golpeada recientemente por una gran inundación Rezamos por estos hermanos y hermanas, que sufren a causa de tal calamidad, y encomendamos las almas de los difuntos a la misericordia de Dios. Recemos por todos estos hermanos de la India un Ave María a la Virgen.


Saludo con afecto a todos vosotros, queridos peregrinos procedentes de varios países para participar en este encuentro de oración. Hoy el primer saludo está reservado a los niños de Roma, pero ¡estos niños saben hacer ruido! Han venido para la tradicional bendición de los «Niños Jesús», organizado por el Centro oratorio romano. Queridos niños, escuchad bien: cuando recéis delante de vuestro pesebre, acordaros también de mí, como yo me acuerdo de vosotros. ¡Os doy las gracias, y feliz Navidad!


Saludo a las familias de la comunidad «Hijos en el Cielo» y las que están unidas, en la esperanza y el dolor, al hospital Niño Jesús. Queridos padres, os aseguro mi cercanía espiritual y os animo a continuar vuestro camino de fe y de fraternidad.
Saludo a la coral polifónica de Racconigi, el grupo de oración «Los chicos del Papa»  —¡gracias por vuestro apoyo!— y a los fieles de Parma.


Os deseo a todos un feliz domingo y una Navidad de esperanza, llena de asombro, del asombro que nos da Jesús, lleno de amor y de paz. No os olvidéis de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!


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Plaza de San Pedro
  
III Domingo de Adviento, 13 de diciembre de 2015



Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


En el Evangelio de hoy hay una pregunta que se repite tres veces: «¿Qué cosa tenemos que hacer?» (Lc 3, 10.12.14). Se la dirigen a Juan el Bautista tres categorías de personas: primero, la multitud en general; segundo, los publicanos, es decir los cobradores de impuestos; y tercero, algunos soldados. Cada uno de estos grupos pregunta al profeta qué debe hacer para realizar la conversión que él está predicando. A la pregunta de la multitud Juan responde que compartan los bienes de primera necesidad. Al primer grupo, a la multitud, le dice que compartan los bienes de primera necesidad, y dice así: «El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo» (v. 11). Después, al segundo grupo, al de los cobradores de los impuestos les dice que no exijan nada más que la suma debida (cf. v. 13). ¿Qué quiere decir esto? No pedir sobornos. Es claro el Bautista. Y al tercer grupo, a los soldados les pide no extorsionar a nadie y de acontentarse con su salario (cf. v. 14). Son las respuestas a las tres preguntas de estos grupos. Tres respuestas para un idéntico camino de conversión que se manifiesta en compromisos concretos de justicia y de solidaridad. Es el camino que Jesús indica en toda su predicación: el camino del amor real en favor del prójimo.


De estas advertencias de Juan el Bautista entendemos cuáles eran las tendencias generales de quien en esa época tenía el poder, bajo las formas más diversas. Las cosas no han cambiado tanto. No obstante, ninguna categoría de personas está excluida de recorrer el camino de la conversión para obtener la salvación, ni tan siquiera los publicanos considerados pecadores por definición: tampoco ellos están excluidos de la salvación. Dios no excluye a nadie de la posibilidad de salvarse. Él está —se puede decir— ansioso por usar misericordia, usarla hacia todos, acoger a cada uno en el tierno abrazo de la reconciliación y el perdón.


Esta pregunta —¿qué tenemos que hacer?— la sentimos también nuestra. La liturgia de hoy nos repite, con las palabras de Juan, que es preciso convertirse, es necesario cambiar dirección de marcha y tomar el camino de la justicia, la solidaridad, la sobriedad: son los valores imprescindibles de una existencia plenamente humana y auténticamente cristiana. ¡Convertíos! Es la síntesis del mensaje del Bautista. Y la liturgia de este tercer domingo de Adviento nos ayuda a descubrir nuevamente una dimensión particular de la conversión: la alegría. Quien se convierte y se acerca al Señor experimenta la alegría. El profeta Sofonías nos dice hoy: «Alégrate hija de Sión», dirigido a Jerusalén (Sof 3, 14); y el apóstol Pablo exhorta así a los cristianos filipenses: «Alegraos siempre en el Señor» (Fil 4, 4). Hoy se necesita valentía para hablar de alegría, ¡se necesita sobre todo fe! El mundo se ve acosado por muchos problemas, el futuro gravado por incógnitas y temores. Y sin embargo el cristiano es una persona alegre, y su alegría no es algo superficial y efímero, sino profunda y estable, porque es un don del Señor que llena la vida. Nuestra alegría deriva de la certeza que «el Señor está cerca» (Fil 4, 5). Está cerca con su ternura, su misericordia, su perdón y su amor. Que la Virgen María nos ayude a fortalecer nuestra fe, para que sepamos acoger al Dios de la alegría, al Dios de la misericordia, que siempre quiere habitar entre sus hijos. Y que nuestra Madre nos enseñe a compartir las lágrimas con quien llora, para poder compartir también la sonrisa.


Después del Ángelus


La Conferencia sobre el clima acaba de concluir en París con la adopción de un acuerdo que muchos han definido de histórico. Su actuación requerirá un compromiso conjunto y una generosa dedicación por parte de cada uno. Deseando que se garantice una atención especial a las poblaciones más vulnerables, exhorto a toda la comunidad internacional a seguir con solicitud en el camino tomado, en señal de una solidaridad que se vuelva cada vez más concreta. El martes próximo, 15 de diciembre, en Nairobi iniciará la Conferencia ministerial de la Organización internacional del comercio. Me dirijo a los países que participarán, para que las decisiones que serán tomadas tengan en cuenta las necesidades de los pobres y de las personas más vulnerables, como también de las legítimas aspiraciones de los países menos desarrollados y del bien común de toda la familia humana. En todas las catedrales del mundo se abren las Puertas santas, para que el Jubileo de la Misericordia pueda ser vivido plenamente en las Iglesias particulares. Deseo que este momento fuerte estimule a muchos a convertirse en instrumentos de la ternura de Dios. Como expresión de las obras de misericordia se abren también las «Puertas de la Misericordia» en los lugares de pobreza y marginación. En este sentido, saludo a los detenidos de las cárceles de todo el mundo, especialmente a los de la cárcel de Padua que hoy se unen a nosotros espiritualmente en este momento para rezar, y les agradezco el regalo del concierto.


Saludo a todos vosotros, peregrinos llegados de Roma, de Italia y desde muchas partes del mundo. En particular saludo a los que vienen de Varsovia y Madrid. Dirijo un pensamiento especial a la fundación Dispensario Santa Marta en el Vaticano: a los padres con sus hijos, a los voluntarios y a las religiosas Hijas de la Caridad; ¡gracias por vuestro testimonio de solidaridad y acogida! Saludo también a los miembros del Movimiento de los Focolares junto a amigos de algunas comunidades islámicas. ¡Seguid adelante!, seguid adelante con valentía en vuestro camino de diálogo y fraternidad, porque ¡todos somos hijos de Dios!


A todos un cordial deseo de feliz domingo y buen almuerzo. No os olvidéis, por favor, de rezar por mí. ¡Hasta la vista!


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 SOLEMNIDAD DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN
DE LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA


Plaza de San Pedro
Martes, 8 de diciembre de 2015 


Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días y buena fiesta!

 
Hoy, la fiesta de la Inmaculada nos hace contemplar a la Virgen que, por singular privilegio, ha sido preservada del pecado original desde su concepción. Aunque viviendo en el mundo marcado por el pecado, no fue tocada: María es nuestra hermana en el sufrimiento, pero no en el mal y ni en el pecado. Más bien, el mal en ella ha sido derrotado antes aún de tocarla, porque Dios la ha colmado de gracia (cfr Lc 1,28). La Inmaculada Concepción significa que María es la primera salvada por la infinita misericordia del Padre, tal primicia de la salvación que Dios quiere donar a cada hombre y mujer, en Cristo. Por esto la Inmaculada se ha convertido en icono sublime de la misericordia divina que ha vencido sobre el pecado. Y nosotros, hoy, al inicio del Jubileo de la Misericordia, queremos mirar a este icono con amor confiado y contemplarla en todo su esplendor, imitándola en la fe.
 

 
En la concepción inmaculada de María estamos invitados a reconocer la aurora del mundo nuevo, transformado por la obra salvífica del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. La aurora de la nueva creación actuada por la divina misericordia. Por esto la Virgen María, nunca fue contagiada por el pecado está siempre colmada de Dios, es madre de una humanidad nueva. Es madre del mundo recreado.
 

Celebrar esta fiesta implica dos cosas. Primero: acoger plenamente Dios y su gracia misericordiosa en nuestra vida. Segundo: transformarse a su vez en artífices de misericordia mediante un camino evangélico. La fiesta de la Inmaculada se transforma ahora en la fiesta de todos nosotros si, con nuestros “sì” cotidianos, renunciamos a vencer nuestro egoísmo y hacer más plena la vida de nuestros hermanos, a donarles esperanza, secando aquellas lágrimas y donando un  poco de alegría. A imitación de María, estamos llamados a transformarnos en portadores de Cristo y testigos de su amor, mirando antetodo a aquellos que son privilegiados a los ojos de Jesús. Son como el mismo nos ha indicado: «He tenido hambre y me habéis dado de comer; he tenido sed, y me habéis dado de dado de beber; estaba de paso y me habéis recibido; estaba desnudo, y me habéis vestido; enfermo y me habéis visitado; estuve preso y me habéis venido a ver» (Mt 25, 35-36).

 
La fiesta de hoy de la Inmaculada Concepción tiene un específico mensaje para comunicarnos: nos recuerda que nuestra vida todo es un don, todo es misericordia. La Virgen Santa, primicia de los salvados, modelo de la Iglesia, esposa santa e inmaculada, amada por el Señor, nos ayude a redescubrir siempre más la misericordia divina como distintivo del cristiano. No se puede entender un cristiano verdadero que no sea misericordioso, como no se puede entender a Dios sin su misericordia. Esa es la palabra-síntesis del Evangelio: misericordia. Es el trato fundamental del rostro de Cristo: aquel rostro que nosotros reconocemos en los diversos aspectos de su existencia: cuando va al encuentro de todos, cuando sana a los enfermos, cuando se sienta a la mesa con los pecadores, y sobre todo cuando, clavado sobre la cruz, perdona; allí nosotros vemos el rostro de la misericordia divina. No tengamos miedo: dejémonos abrazar por la misericordia de Dios que nos espera y perdona todo. Nada es más dulce que su misericordia. Dejémonos acariciar por Dios: es tan bueno, el Señor, y perdona todo.

 
Por intercesión de María Inmaculada, la misericordia tome posesión de nuestros corazones y transforme toda nuestra vida.

 
Después de rezo mariano

 
Queridos hermanos y hermanas,

 
Los saludo a todos con afecto, especialmente a las familias, a los grupos parroquiales y a las asociaciones. Un pensamiento especial para los socios de la Acción Católica Italiana que hoy renuevan la adhesión a la Asociación: les deseo un buen camnino de formación y de servicio, siempre animado de la oración.

 
Hoy por la tarde iré a la Plaza de España, para orar a los pies del monumento de la Inmaculada. Y después iré a Santa María la Mayor. Les pido que se unan espiritualmente a mí en este peregrinaje, que es un acto de devoción filial a María, Madre de Misericordia. A Ella confiaré la Iglesia y la humanidad entera y en modo particular a la ciudad de Roma. 

 
Hoy también ha cruzado la Puerta de la Misericordia el Papa Benedicto, ¡Enviémosle desde aquí un saludo, todos, al Papa Benedicto!

 
A todos les deseo una buena fiesta y un Año Santo rico de frutos, con la guía y la intercesión de nuestra Madre. Un Año Santo lleno de misericordia, para vosotros y, de vosotros para los otros. ¡Por favor, pidan esto al Señor también por mí, que tanto lo necesito! ¡Buen almuerzo y adiós!

(Traducción del original italiano: )


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Plaza de San Pedro
II Domingo de Adviento, 6 de diciembre de 2015


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


En este segundo domingo de Adviento, la liturgia nos pone en la escuela de Juan el Bautista, que predicaba «un bautismo de conversión para perdón de los pecados» (Lc 3, 3). Y quizá nosotros nos preguntamos: «¿Por qué nos deberíamos convertir? La conversión concierne a quien de ateo se vuelve creyente, de pecador se hace justo, pero nosotros no tenemos necesidad, ¡ya somos cristianos! Entonces estamos bien». Pensando así, no nos damos cuenta de que es precisamente de esta presunción que debemos convertirnos —que somos cristianos, todos buenos, que estamos bien—: de la suposición de que, en general, va bien así y no necesitamos ningún tipo de conversión. Pero preguntémonos: ¿es realmente cierto que en diversas situaciones y circunstancias de la vida tenemos en nosotros los mismos sentimientos de Jesús? ¿Es verdad que sentimos como Él lo hace? Por ejemplo, cuando sufrimos algún mal o alguna afrenta, ¿logramos reaccionar sin animosidad y perdonar de corazón a los que piden disculpas? ¡Qué difícil es perdonar! ¡Cómo es difícil! «Me las pagarás»: esta frase viene de dentro. Cuando estamos llamados a compartir alegrías y tristezas, ¿lloramos sinceramente con los que lloran y nos regocijamos con quienes se alegran? Cuando expresamos nuestra fe, ¿lo hacemos con valentía y sencillez, sin avergonzarnos del Evangelio? Y así podemos hacernos muchas preguntas. No estamos bien, siempre tenemos que convertirnos, tener los sentimientos que Jesús tenía.


La voz del Bautista grita también hoy en los desiertos de la humanidad, que son —¿cuáles son los desiertos de hoy?— las mentes cerradas y los corazones duros, y nos hace preguntarnos si en realidad estamos en el buen camino, viviendo una vida según el Evangelio. Hoy, como entonces, nos advierte con las palabras del profeta Isaías: «Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos» (v. 4). Es una apremiante invitación a abrir el corazón y acoger la salvación que Dios nos ofrece incesantemente, casi con terquedad, porque nos quiere a todos libres de la esclavitud del pecado. Pero el texto del profeta expande esa voz, preanunciando que «toda carne verá la salvación de Dios» (v. 6). Y la salvación se ofrece a todo hombre, todo pueblo, sin excepción, a cada uno de nosotros. Ninguno de nosotros puede decir: «Yo soy santo, yo soy perfecto, yo ya estoy salvado». No. Siempre debemos acoger este ofrecimiento de la salvación. Y por ello el Año de la Misericordia: para avanzar más en este camino de la salvación, ese camino que nos ha enseñado Jesús. Dios quiere que todos los hombres se salven por medio de Jesucristo, el único mediador (cf. 1 Tim 2, 4-6).


Por lo tanto, cada uno de nosotros está llamado a dar a conocer a Jesús a quienes todavía no lo conocen. Y esto no es hacer proselitismo. No, es abrir una puerta. «¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (1 Cor 9, 16), declaraba san Pablo. Si a nosotros el Señor Jesús nos ha cambiado la vida, y nos la cambia cada vez que acudimos a Él, ¿cómo no sentir la pasión de darlo a conocer a todos los que conocemos en el trabajo, en la escuela, en el edificio, en el hospital, en distintos lugares de reunión? Si miramos a nuestro alrededor, nos encontramos con personas que estarían disponibles para iniciar o reiniciar un camino de fe, si se encontrasen con cristianos enamorados de Jesús. ¿No deberíamos y no podríamos ser nosotros esos cristianos? Os dejo esta pregunta: «¿De verdad estoy enamorado de Jesús? ¿Estoy convencido de que Jesús me ofrece y me da la salvación?». Y, si estoy enamorado, debo darlo a conocer. Pero tenemos que ser valientes: bajar las montañas del orgullo y la rivalidad, llenar barrancos excavados por la indiferencia y la apatía, enderezar los caminos de nuestras perezas y de nuestros compromisos.


Que la Virgen María, que es Madre y sabe cómo hacerlo, nos ayude a derrumbar las barreras y los obstáculos que impiden nuestra conversión, es decir, nuestro camino hacia el Señor. ¡Sólo Él, Jesús, puede realizar todas las esperanzas del hombre!


Después del Ángelus


Queridos hermanos y hermanas:


Sigo con gran atención los trabajos de la Conferencia sobre el cambio climático que se celebra en París, y me viene en mente una pregunta que hice en la encíclica Laudato si': «¿Qué tipo de mundo queremos dejar a quienes nos sucedan, a los niños que están creciendo?» (n. 160). Por el bien de la casa común, de todos nosotros y de las generaciones futuras, en París todo el esfuerzo debe dirigirse a la mitigación de los impactos del cambio climático y, al mismo tiempo, a hacer frente a la pobreza para que florezca la dignidad humana. Las dos opciones van juntas: mitigar los cambios climáticos y hacer frente a la pobreza para que florezca la dignidad humana. Oremos para que el Espíritu Santo ilumine a todos los que son llamados a tomar decisiones tan importantes y les dé el coraje de mantener siempre como criterio de elección el mayor bien para toda la familia humana.


Mañana se celebra el quincuagésimo aniversario de un acontecimiento memorable entre católicos y ortodoxos. El 7 de diciembre de 1965, la víspera de la conclusión del Concilio Vaticano II, con una declaración común del Papa Pablo VI y el patriarca ecuménico Atenágoras, se eliminaban de la memoria las sentencias de excomunión intercambiadas entre la Iglesia de Roma y la de Constantinopla en 1054. Es realmente providencial que ese gesto histórico de reconciliación, que ha creado las condiciones para un nuevo diálogo entre ortodoxos y católicos en el amor y la verdad, sea recordado justo en el comienzo del Jubileo de la Misericordia. No hay auténtico camino hacia la unidad sin pedir perdón a Dios y entre nosotros por el pecado de la división. Recordemos en nuestras oraciones al querido patriarca ecuménico Bartolomé y los demás jefes de las Iglesias ortodoxas, y pedimos al Señor que las relaciones entre católicos y ortodoxos siempre se inspiren en el amor fraterno.


Ayer, en Chimbote (Perú), fueron beatificados Michael Tomaszek y Zbigniew Strzałkowski, franciscanos conventuales, y Alessandro Dordi, sacerdote fidei donum, asesinados por odio a la fe en 1991. La fidelidad a estos mártires en el seguimiento de Cristo nos dé fuerza a todos nosotros, pero sobre todo a los cristianos perseguidos en diferentes partes del mundo, para dar testimonio valiente del Evangelio.


Saludo a todos vosotros, los peregrinos llegados de Italia y otros países —hay muchas banderas—, especialmente el coro litúrgico de Milherós de Poiares y los fieles de Casal de Cambra, Portugal. Saludo a los participantes en el congreso del Movimiento de compromiso educativo de Acción Católica, los fieles de Biella, Milán, Cusano Milanino, Neptuno, Rocca di Papa y Foggia; los miembros confirmados de Roncone y los que se preparan para la confirmación de Settimello, la banda de Calangianus y la Coral de Taio.


Os deseo a todos un buen domingo y una buena preparación para el inicio del Año de la Misericordia. Por favor no os olvidéis de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta la vista!


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