AUDIENCIAS GENERALES DEL PAPA FRANCISCO
DICIEMBRE 2015
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Plaza de San Pedro
Miércoles 30 de diciembre de 2015----- 0 -----
Plaza de San Pedro
Miércoles 16 de diciembre de 2015
Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!
El domingo pasado se abrió la Puerta santa de la Catedral de Roma, la basílica de San Juan de Letrán, y se abrió una Puerta de la Misericordia
en la catedral de cada diócesis del mundo, también en los santuarios y
en las iglesias indicadas por los obispos. El Jubileo es en todo el
mundo, no solamente en Roma. He deseado que este signo de la Puerta
santa estuviera presente en cada Iglesia particular, para que el Jubileo de la Misericordia
pueda ser una experiencia compartida por todas las personas. El Año
Santo, de este modo, ha comenzado en toda la Iglesia y se celebra tanto
en Roma como en cada diócesis. También la primera Puerta santa se abrió en el corazón de África.
Y Roma es el signo visible de la comunión universal. Que esta comunión
eclesial sea cada vez más intensa, para que la Iglesia sea en el mundo
el signo vivo del amor y la misericordia del Padre.
También la fecha del 8 de diciembre ha querido subrayar esta
exigencia, vinculando, a 50 años de distancia, el inicio del Jubileo con
la conclusión del Concilio Ecuménico Vaticano II. En efecto, el
Concilio contempló y presentó la Iglesia a la luz del misterio de la
comunión. Extendida en todo el mundo y articulada en tantas Iglesias
particulares es, sin embargo, siempre y sólo la única Iglesia de
Jesucristo, la que Él quiso y por la cual se entregó a sí mismo. La
Iglesia «una» que vive de la comunión misma de Dios.
Este misterio de comunión, que hace de la Iglesia signo del amor del
Padre, crece y madura en nuestro corazón, cuando el amor, que
reconocemos en la Cruz de Cristo y en el cual nos sumergimos, nos hace
amar del mismo modo que nosotros somos amados por Él. Se trata de un
Amor sin fin, que tiene el rostro del perdón y la misericordia.
Pero la misericordia y el perdón no deben quedarse en palabras bonitas, sino realizarse en la vida cotidiana. Amar y perdonar son el signo concreto y visible que la fe ha transformado nuestro corazón
y nos permite expresar en nosotros la vida misma de Dios. Amar y
perdonar como Dios ama y perdona. Este es un programa de vida que no
puede conocer interrupciones o excepciones, sino que nos empuja a ir
siempre más allá sin cansarnos nunca, con la certeza de ser sostenidos
por la presencia paterna de Dios. Este gran signo de la vida cristiana
se transforma después en muchos otros signos que son característicos del
Jubileo. Pienso en quienes atravesarán una de las Puertas Santas, que
en este Año son verdaderas Puertas de la Misericordia. La Puerta indica a
Jesús mismo que ha dicho: «Yo soy la puerta: quien entre por mí se
salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos» (Jn 10, 9). Atravesar la Puerta santa es el signo de nuestra confianza en el Señor Jesús que no ha venido para juzgar, sino para salvar (cf. Jn
12, 47). Estad atentos que no haya alguno más despierto, demasiado
astuto que os diga que se tiene que pagar: ¡no! La salvación no se paga,
la salvación no se compra. La Puerta es Jesús y ¡Jesús es gratis! Él
mismo habla de quienes no dejan entrar como se debe, y simplemente dice
que son ladrones y bandidos. De nuevo, estad atentos: la salvación es
gratis. Atravesar la Puerta Santa es signo de una verdadera conversión
de nuestro corazón. Cuando atravesemos esa Puerta es bueno recordar que
debemos tener abierta también la puerta de nuestro corazón. Estoy
delante de la Puerta Santa y pido: «Señor, ¡ayúdame a abrir la puerta de
mi corazón!». No tendría mucha eficacia el Año Santo si la puerta de
nuestro corazón no dejara pasar a Cristo que nos empuja a ir hacia los
demás, para llevarlo a Él y su amor. Por lo tanto, igual que la Puerta
santa permanece abierta, porque es el signo de la acogida que Dios mismo
nos reserva, así también nuestra puerta, la del corazón, ha de estar
siempre abierta para no excluir a ninguno. Ni siquiera al que o a la que
me molesta: a ninguno.
Un signo importante del Jubileo es también la Confesión.
Acercarse al Sacramento con el cual somos reconciliados con Dios
equivale a tener experiencia directa de su misericordia. Es encontrar el
Padre que perdona: Dios perdona todo. Dios nos comprende también en
nuestras limitaciones, nos comprende también en nuestras
contradicciones. No solo, Él con su amor nos dice que cuando reconocemos
nuestros pecados nos es todavía más cercano y nos anima a mirar hacia
adelante. Dice más: que cuando reconocemos nuestros pecados y pedimos
perdón, hay fiesta en el cielo. Jesús hace fiesta: esta es su
misericordia. No os desaniméis. Adelante, ¡adelante con esto!
Cuántas veces me han dicho: «Padre, no puedo perdonar al vecino, al
compañero de trabajo, la vecina, la suegra, la cuñada». Todos hemos
escuchado esto: «No puedo perdonar». Pero, ¿cómo se puede pedir a Dios
que nos perdone, si después nosotros no somos capaces del perdón?
Perdonar es algo grande y, sin embargo, no es fácil perdonar, porque
nuestro corazón es pobre y con sus fuerzas no lo puede hacer. Pero si
nos abrimos a acoger la misericordia de Dios para nosotros, a su vez
somos capaces de perdón. Muchas veces he escuchado decir: «A esa persona
yo no la podía ver: la odiaba. Pero un día me acerqué al Señor, le pedí
perdón por mis pecados, y también perdoné a esa persona». Estas son
cosas de todos los días, y tenemos cerca de nosotros esta posibilidad.
Por lo tanto, ¡ánimo! Vivamos el Jubileo iniciando con estos signos que
llevan consigo una gran fuerza de amor. El Señor nos acompañará para
conducirnos a experimentar otros signos importantes para nuestra vida.
¡Ánimo y adelante!
Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en
particular a los venidos de España y Latinoamérica. Veo que hay muchos
mexicanos por ahí. Hermanos y hermanas, les animo a abrir la puerta del
corazón para dejar entrar a Cristo y ser portadores de su misericordia.
Les deseo también una buena preparación para una santa celebración de la
Navidad. Muchas gracias.
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Plaza de San Pedro
Miércoles 9 de diciembre de 2015
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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Ayer he abierto aquí, en la basílica de San Pedro, la Puerta santa del Jubileo de la misericordia, después de haberla abierto en la catedral de Bangui,
en Centroáfrica. Hoy quisiera reflexionar juntamente con vosotros
acerca del significado de este Año santo, respondiendo a la pregunta: ¿por qué un Jubileo de la Misericordia? ¿Qué significa esto?
La Iglesia tiene necesidad de este momento extraordinario. No digo:
es bueno para la Iglesia este momento extraordinario. Digo: la Iglesia
necesita este momento extraordinario.
En nuestra época de profundos
cambios, la Iglesia está llamada a ofrecer su contribución peculiar,
haciendo visibles los signos de la presencia y de la cercanía de Dios. Y
el Jubileo es un tiempo favorable para todos nosotros, para que
contemplando la Divina Misericordia, que supera todo límite humano y
resplandece sobre la oscuridad del pecado, lleguemos a ser testigos más
convencidos y eficaces.
Dirigir la mirada a Dios, Padre misericordioso, y a los hermanos
necesitados de misericordia, significa orientar la atención hacia el contenido esencial del Evangelio:
Jesús, la Misericordia hecha carne, que hace visible a nuestros ojos el
gran misterio del Amor trinitario de Dios. Celebrar un Jubileo de la
Misericordia equivale a poner de nuevo en el centro de nuestra vida
personal y de nuestras comunidades lo específico de la fe cristiana, es
decir Jesucristo, el Dios misericordioso.
Un Año santo, por lo tanto, para vivir la misericordia. Sí,
queridos hermanos y hermanas, este Año santo se nos ofrece para
experimentar en nuestra vida el toque dulce y suave del perdón de Dios,
su presencia junto a nosotros y su cercanía sobre todo en los momentos
de mayor necesidad.
Este Jubileo, en definitiva, es un momento privilegiado para que la
Iglesia aprenda a elegir únicamente «lo que a Dios más le gusta». Y,
¿qué es lo que «a Dios más le gusta»? Perdonar a sus hijos, tener
misericordia con ellos, a fin de que ellos puedan a su vez perdonar a
los hermanos, resplandeciendo como antorchas de la misericordia de Dios
en el mundo. Esto es lo que a Dios más le gusta. San Ambrosio, en un
libro de teología que había escrito sobre Adán, toma la historia de la
creación del mundo y dice que Dios cada día, después de crear cada cosa
—la luna, el sol o los animales— dice: «Y vio Dios que era bueno». Pero
cuando hizo al hombre y a la mujer, la Biblia dice: «Vio que era muy
bueno». San Ambrosio se pregunta: «¿Por qué dice “muy bueno”? ¿Por qué
Dios está tan contento después de la creación del hombre y de la
mujer?». Porque al final tenía alguien a quien perdonar. Es hermoso
esto: la alegría de Dios es perdonar, la esencia de Dios es
misericordia. Por ello en este año debemos abrir el corazón, para que
este amor, esta alegría de Dios nos colme a todos con esta misericordia.
El Jubileo será un «tiempo favorable» para la Iglesia si aprendemos a
elegir «lo que a Dios más le gusta», sin ceder a la tentación de pensar
que haya alguna otra cosa que sea más importante o prioritaria. Nada es
más importante que elegir «lo que a Dios más le gusta», es decir su
misericordia, su amor, su ternura, su abrazo, sus caricias.
También la necesaria obra de renovación de las instituciones y de las
estructuras de la Iglesia es un medio que debe llevarnos a tener una
experiencia viva y vivificante de la misericordia de Dios que, ella
sola, puede garantizar a la Iglesia ser esa ciudad ubicada sobre un
monte que no puede permanecer oculta (cf. Mt 5, 14). Resplandece
sólo una Iglesia misericordiosa. Si olvidáramos, incluso por un momento,
que la misericordia es «aquello que a Dios más le gusta», cada uno de
nuestros esfuerzos sería en vano, porque nos convertiríamos en esclavos
de nuestras instituciones y de nuestras estructuras, por más renovadas
que puedan estar. Pero seremos siempre esclavos.
«Sentir intensamente dentro de nosotros la alegría de haber sido
encontrados por Jesús, que, como Buen Pastor, ha venido a buscarnos
porque estábamos perdidos» (Homilía en las Primeras Vísperas del Domingo de la Divina Misericordia,
11 de abril de 2015): este es el objetivo de la Iglesia en este Año
santo. Así reforzaremos en nosotros la certeza de que la misericordia
puede contribuir realmente en la edificación de un mundo más humano.
Especialmente en nuestro tiempo, donde el perdón es un huésped raro en
los ámbitos de la vida humana, la referencia a la misericordia se hace
más urgente, y esto en todos los sitios: en la sociedad, en las
instituciones, en el trabajo y también en la familia.
Cierto, alguien podría objetar: «Pero, padre, la Iglesia, en este
Año, ¿no debería hacer algo más? Es justo contemplar la misericordia de
Dios, pero hay muchas otras necesidades urgentes». Es verdad, hay mucho
por hacer, y yo en primer lugar no me canso de recordarlo. Pero hay que
tener en cuenta que, en la raíz del olvido de la misericordia, está
siempre el amor propio. En el mundo, esto toma la forma de la
búsqueda exclusiva de los propios intereses, de placeres y honores
unidos al deseo de acumular riquezas, mientras que en la vida los
cristianos se disfraza a menudo de hipocresía y de mundanidad. Todas
estas cosas son contrarias a la misericordia. Los lemas del amor propio,
que hacen que la misericordia sea algo extraño al mundo, son tantos y
tan numerosos que con frecuencia ya no somos ni siquiera capaces de
reconocerlos como límites y como pecado. He aquí porqué es necesario
reconocer el hecho de ser pecadores, para reforzar en nosotros la
certeza de la misericordia divina. «Señor, yo soy un pecador; Señor, yo
soy una pecadora: ven con tu misericordia». Esta es una oración muy
bonita. Es una oración fácil de recitar todos los días: «Señor, yo soy
un pecador; Señor, yo soy una pecadora: ven con tu misericordia».
Queridos hermanos y hermanas, deseo que en este Año Santo cada uno de
nosotros experimente la misericordia de Dios, para ser testigos de «lo
que a Él más le gusta». ¿Es cuestión de ingenuos creer que esto pueda
cambiar el mundo? Sí, humanamente hablando es de locos, pero «lo necio
de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte
que los hombres» (1 Cor 1, 25).
Saludos
Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los
grupos provenientes de España y Latinoamérica. Que la Virgen María,
Madre del Salvador y madre nuestra, nos ayude para que en este Año Santo
podamos experimentar la misericordia de Dios y manifestarla a los
demás. Muchas gracias.
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Plaza de San Pedro
Miércoles 2 de diciembre de 2015
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En los días pasados realicé mi primer viaje apostólico a África. ¡Qué hermosa es África! Doy gracias al Señor por este su gran don, que me permitió visitar tres países: primero Kenia, después Uganda y al final la República Centroafricana. Expreso nuevamente mi reconocimiento a las autoridades civiles y a los obispos de estas naciones por haberme recibido y les agradezco a todos los que de tantas maneras han colaborado. ¡Gracias de corazón!
Kenia es un país que representa bien los desafíos globales de nuestra época: tutelar la creación reformando el modelo de desarrollo para que sea equitativo, inclusivo y sostenible. Todo esto se encuentra en Nairobi, la ciudad más grande de África oriental en donde conviven riqueza y miseria: y esto es un escándalo. Y no solamente en África, sino también aquí, por todas partes. La convivencia entre riqueza y pobreza es un escándalo, es una vergüenza para la humanidad. En Nairobi tiene su sede la Oficina de las Naciones Unidas sobre el ambiente, que visité. En Kenia me reuní con las autoridades y diplomáticos, y también con los habitantes de un barrio popular; tuve otro encuentro con los líderes de las diversas confesiones cristianas y de otras religiones, con los sacerdotes y consagrados, y tuve también una cita con los jóvenes, ¡muchos jóvenes! En cada ocasión animé a que se aprecien las grandes riquezas de ese país: riqueza natural y espiritual, constituida por los recursos de la tierra, por las nuevas generaciones y por los valores que forman la sabiduría del pueblo. En este contexto así dramáticamente actual tuve la alegría de llevar la palabra de esperanza de Jesús: «Sed fuertes en la fe, no tengáis miedo». Este era el lema de la visita. Una palabra que es vivida cada día por tantas personas humildes y sencillas, con noble dignidad; una palabra de la que dieron testimonio de manera trágica y heroica los jóvenes de la Universidad de Garisa, asesinados el 2 de abril pasado porque eran cristianos. Su sangre es semilla de paz y de fraternidad para Kenia, África y el mundo entero.
Después, en Uganda mi visita fue en el signo de los mártires de ese país, 50 años después de su histórica canonización, realizada por el beato Pablo VI. Por este motivo el lema era: «Seréis mis testigos» (Hch 1, 8). Un lema que presupone las palabras inmediatamente anteriores: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo» porque es el espíritu el que anima el corazón y las manos de los discípulos misioneros. Y toda la visita en Uganda se llevó a cabo en el fervor del testimonio animado por el Espíritu Santo. Testimonio en sentido explícito es el servicio de los catequistas, a quienes les he agradecido y animado por su compromiso, que muchas veces incluye también el de sus familias. Testimonio es el de la caridad que toqué con la mano en la Casa de Nalukolongo, donde ayudan tantas comunidades y asociaciones en el servicio de los más pobres, discapacitados y enfermos. Testimonio es el de los jóvenes que a pesar de las dificultades custodian el don de la esperanza e intentan vivir de acuerdo con el Evangelio y no según el mundo, yendo así contracorriente. Testigos son los sacerdotes, consagrados y consagradas que renuevan día a día su «sí» total a Cristo y se dedican con alegría al servicio del pueblo santo de Dios. Y hay otro grupo de testigos, pero de ellos hablaré después. Todo este multiforme testimonio, animado por el mismo Espíritu Santo, es levadura para toda la sociedad, como lo demuestra la eficaz obra realizada en Uganda en la lucha contra el sida y en la acogida de los refugiados.
La tercera etapa del viaje fue en la República Centroafricana, en el corazón geográfico del continente: es precisamente el corazón de África. Esta visita fue en realidad mi intención inicial, porque ese país está intentando salir de un período muy difícil, de conflictos violentos y con mucho sufrimiento para la población. Por este motivo quise justamente allí, en Bangui, una semana antes, abrir la primera Puerta santa del Jubileo de la Misericordia, como signo de fe y esperanza para ese pueblo, y simbólicamente para todas las poblaciones africanas más necesitadas de rescate y consolación. La invitación de Jesús a los discípulos: «Pasemos a la otra orilla» (Lc 8, 22) era el lema para Centroáfrica. «Pasar a la otra orilla», desde el punto de vista civil, significa dejar atrás la guerra, las divisiones, la miseria, y elegir la paz, la reconciliación y el desarrollo. Pero esto presupone un «cambio» que se realiza en las conciencias, las actitudes y las intenciones de las personas. Y a este nivel es decisivo el aporte de las comunidades religiosas. Por eso me reuní con las comunidades evangélicas y la musulmana, compartiendo la oración y el compromiso por la paz. Con los sacerdotes y los consagrados, pero también con los jóvenes, compartí la alegría de sentir que el Señor resucitado está con nosotros en la barca, y es Él quien la guía a la otra orilla. Para finalizar, en la última misa en el estadio de Bangui, en el día de la fiesta del apóstol san Andrés, renovamos el compromiso de seguir a Jesús, nuestra esperanza, nuestra paz, rostro de la divina Misericordia. Esta última misa fue maravillosa: estaba llena de jóvenes, ¡un estadio de jóvenes! Más de la mitad de la población de la República Centroafricana son menores de edad, tienes menos de 18 años: ¡una promesa para ir hacia adelante!
Querría decir una palabra sobre los misioneros. Hombres y mujeres que han dejado la patria, todo... Siendo jóvenes fueron allí llevando una vida de mucho, mucho trabajo, y a veces durmiendo en el suelo. En un determinado momento encontré en Bangui a una religiosa, era italiana. Se veía que era anciana: «¿Cuántos años tiene?», le pregunté. «81» —«No tantos, dos más que yo»—. Esta hermana estaba allí desde sus 23 o 24 años: toda la vida. Y como ella muchas. Estaba con una niña. Y la niña en italiano le decía: «nonna». Y la religiosa me dijo: «Yo no soy de aquí, sino de un país cercano, del Congo, y vine en canoa con esta niña». Así son los misioneros: llenos de coraje. «Y ¿a qué se dedica, hermana?». —«Soy enfermera, estudié un poco aquí y me convertí en comadrona y he ayudado a nacer a 3.280 niños». Así me dijo. Toda su vida para la vida, para la vida de los demás. Y como esta hermana, hay muchas, muchas: muchas religiosas, muchos sacerdotes, muchos religiosos que dedican su vida a anunciar a Jesucristo. Es hermoso ver ésto. Es hermoso.
Quisiera decir una palabra a los jóvenes. Hay pocos, porque la natalidad parece que sea un lujo, en Europa: la natalidad es cero, natalidad del uno por ciento. Y me dirijo a los jóvenes: pensad qué hacéis con vuestra vida. Pensad en esta religiosa y en muchas como ella que dieron la vida y muchas murieron allí. La misionariedad no es hacer proselitismo: me decía esta hermana que las mujeres musulmanas acuden a ellas porque saben que las religiosas son buenas enfermeras que las cuidan bien, y ¡no hacen la catequesis para convertirlas! Dan testimonio, y luego a quien quiere le enseñan el catecismo. El testimonio: éste es la gran misionariedad heroica de la Iglesia. ¡Anunciar a Jesucristo con la propia vida! Me dirijo a los jóvenes: piensa qué quieres hacer con tu vida. Es el momento de pensar y pedir al Señor que te haga sentir su voluntad. Pero sin excluir, por favor, esta posibilidad de llegar a ser misionero, para llevar el amor, la humanidad y la fe a otros países. No para hacer proselitismo, no. Eso lo hacen quienes persiguen otra cosa. La fe se predica antes con el testimonio y después con la palabra. Lentamente.
Alabemos juntos al Señor por esta peregrinación en tierra africana, y dejémonos guiar por sus palabras clave: «Sed fuertes en la fe, no tengáis miedo»; «Seréis mis testigos»; «Pasemos a la otra orilla».
Saludos
Saludo a los peregrinos de lengua española, en
particular a los grupos venidos de España y de Latinoamérica. Invito a
todos a dar gracias al Señor por este primer Viaje Apostólico a África, y
a pedirle que dé abundantes frutos y muchos misioneros. Muchas gracias.
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