HOMILÍAS DEL SANTO PADRE FRANCISCO
DICIEMBRE 2015
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Basílica Vaticana
Domingo 27 de diciembre de 2015
Fiesta de la Sagrada Familia de Jesús, María y José
Domingo 27 de diciembre de 2015
Fiesta de la Sagrada Familia de Jesús, María y José
Las Lecturas bíblicas que hemos escuchado nos presentan la imagen de
dos familias que hacen su peregrinación hacia la casa de Dios. Elcaná y
Ana llevan a su hijo Samuel al templo de Siló y lo consagran al Señor
(cf. 1 S 1,20- 22,24-28). Del mismo modo, José y María, junto con
Jesús, se ponen en marcha hacia Jerusalén para la fiesta de Pascua (cf.
Lc 2,41-52).
Podemos ver a menudo a los peregrinos que acuden a los santuarios y
lugares entrañables para la piedad popular. En estos días, muchos han
puesto en camino para llegar a la Puerta Santa abierta en todas las
catedrales del mundo y también en tantos santuarios. Pero lo más hermoso
que hoy pone de relieve la Palabra de Dios es que la peregrinación la hace toda la familia.
Papá, mamá y los hijos, van juntos a la casa del Señor para santificar
la fiesta con la oración. Es una lección importante que se ofrece
también a nuestras familias. Podemos decir incluso que la vida de la
familia es un conjunto de pequeñas y grandes peregrinaciones.
Por ejemplo, cuánto bien nos hace pensar que María y José enseñaron a
Jesús a decir sus oraciones. Y esto es una peregrinación, la
peregrinación de educar en la oración. Y también nos hace bien saber que
durante la jornada rezaban juntos; y que el sábado iban juntos a la
sinagoga para escuchar las Escrituras de la Ley y los Profetas, y alabar
al Señor con todo el pueblo. Y, durante la peregrinación a Jerusalén,
ciertamente cantaban con las palabras del Salmo: «¡Qué alegría cuando me
dijeron: “Vamos a la casa del Señor”. Ya están pisando nuestros pies
tus umbrales, Jerusalén» (122,1-2).
Qué importante es para nuestras familias a caminar juntos para
alcanzar una misma meta. Sabemos que tenemos un itinerario común que
recorrer; un camino donde nos encontramos con dificultades, pero también
con momentos de alegría y de consuelo. En esta peregrinación de la vida
compartimos también el tiempo de oración. ¿Qué puede ser más bello para
un padre y una madre que bendecir a sus hijos al comienzo de la
jornada y cuando concluye? Hacer en su frente la señal de la cruz como
el día del Bautismo. ¿No es esta la oración más sencilla de los padres
para con sus hijos? Bendecirlos, es decir, encomendarles al Señor, como
hicieron Elcaná y Ana, José y María, para que sea él su protección y su
apoyo en los distintos momentos del día. Qué importante es para la
familia encontrarse también en un breve momento de oración antes de comer juntos,
para dar las gracias al Señor por estos dones, y para aprender a
compartir lo que hemos recibido con quien más lo necesita. Son pequeños
gestos que, sin embargo, expresan el gran papel formativo que la familia
desempeña en la peregrinación de cada día.
Al final de aquella peregrinación, Jesús volvió a Nazaret y vivía sujeto a sus padres (cf. Lc
2,51). Esta imagen tiene también una buena enseñanza para nuestras
familias. En efecto, la peregrinación no termina cuando se ha llegado a
la meta del santuario, sino cuando se regresa a casa y se reanuda la vida de cada día,
poniendo en práctica los frutos espirituales de la experiencia vivida.
Sabemos lo que hizo Jesús aquella vez. En lugar de volver a casa con los
suyos, se había quedado en el Templo de Jerusalén, causando una gran
pena a María y José, que no lo encontraban. Por su «aventura»,
probablemente también Jesús tuvo que pedir disculpas a sus padres. El
Evangelio no lo dice, pero creo que lo podemos suponer. La pregunta de
María, además, manifiesta un cierto reproche, mostrando claramente la
preocupación y angustia, suya y de José. Al regresar a casa, Jesús se
unió estrechamente a ellos, para demostrar todo su afecto y obediencia.
Estos momentos, que con el Señor se transforman en oportunidad de
crecimiento, en ocasión para pedir perdón y recibirlo y de demostrar
amor y obediencia, también forman parte de la peregrinación de la
familia.
Que en este Año de la Misericordia, toda familia cristiana sea un
lugar privilegiado para esta peregrinación en el que se experimenta la alegría del perdón.
El perdón es la esencia del amor, que sabe comprender el error y poner
remedio. Pobres de nosotros si Dios no nos perdonase. En el seno de la
familia es donde se nos educa al perdón, porque se tiene la certeza de
ser comprendidos y apoyados no obstante los errores que se puedan
cometer.
No perdamos la confianza en la familia. Es hermoso abrir siempre el
corazón unos a otros, sin ocultar nada. Donde hay amor, allí hay también
comprensión y perdón. Encomiendo a vosotras, queridas familias, esta
cotidiana peregrinación doméstica, esta misión tan importante, de la que
el mundo y la Iglesia tienen más necesidad que nunca.
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NATIVIDAD DEL SEÑOR
Basílica Vaticana
Jueves 24 de diciembre de 2014
Jueves 24 de diciembre de 2014
En esta noche brilla una «luz grande» (Is 9,1); sobre nosotros
resplandece la luz del nacimiento de Jesús. Qué actuales y ciertas son
las palabras del profeta Isaías, que acabamos de escuchar: «Acreciste la
alegría, aumentaste el gozo» (Is 9,2). Nuestro corazón estaba ya
lleno de alegría mientras esperaba este momento; ahora, ese sentimiento
se ha incrementado hasta rebosar, porque la promesa se ha cumplido, por
fin se ha realizado. El gozo y la alegría nos aseguran que el mensaje
contenido en el misterio de esta noche viene verdaderamente de Dios. No
hay lugar para la duda; dejémosla a los escépticos que, interrogando
sólo a la razón, no encuentran nunca la verdad. No hay sitio para la
indiferencia, que se apodera del corazón de quien no sabe querer, porque
tiene miedo de perder algo. La tristeza es arrojada fuera, porque el
Niño Jesús es el verdadero consolador del corazón.
Hoy ha nacido el Hijo de Dios: todo cambia. El Salvador del mundo
viene a compartir nuestra naturaleza humana, no estamos ya solos ni
abandonados. La Virgen nos ofrece a su Hijo como principio de vida
nueva. La luz verdadera viene a iluminar nuestra existencia, recluida
con frecuencia bajo la sombra del pecado. Hoy descubrimos nuevamente
quiénes somos. En esta noche se nos muestra claro el camino a seguir
para alcanzar la meta. Ahora tiene que cesar el miedo y el temor, porque
la luz nos señala el camino hacia Belén. No podemos quedarnos inermes.
No es justo que estemos parados. Tenemos que ir y ver a nuestro Salvador
recostado en el pesebre. Este es el motivo del gozo y la alegría: este
Niño «ha nacido para nosotros», «se nos ha dado», como
anuncia Isaías (cf. 9,5). Al pueblo que desde hace dos mil años recorre
todos los caminos del mundo, para que todos los hombres compartan esta
alegría, se le confía la misión de dar a conocer al «Príncipe de la paz»
y ser entre las naciones su instrumento eficaz.
Cuando oigamos hablar del nacimiento de Cristo, guardemos silencio y
dejemos que ese Niño nos hable; grabemos en nuestro corazón sus palabras
sin apartar la mirada de su rostro. Si lo tomamos en brazos y dejamos
que nos abrace, nos dará la paz del corazón que no conoce ocaso. Este
Niño nos enseña lo que es verdaderamente importante en nuestra vida.
Nace en la pobreza del mundo, porque no hay un puesto en la posada para
Él y su familia. Encuentra cobijo y amparo en un establo y viene
recostado en un pesebre de animales. Y, sin embargo, de esta nada brota
la luz de la gloria de Dios. Desde aquí, comienza para los hombres de
corazón sencillo el camino de la verdadera liberación y del rescate
perpetuo. De este Niño, que lleva grabados en su rostro los rasgos de la
bondad, de la misericordia y del amor de Dios Padre, brota para todos
nosotros sus discípulos, como enseña el apóstol Pablo, el compromiso de
«renunciar a la impiedad» y a las riquezas del mundo, para vivir una
vida «sobria, justa y piadosa» (Tt 2,12).
En una sociedad frecuentemente ebria de consumo y de placeres, de
abundancia y de lujo, de apariencia y de narcisismo, Él nos llama a
tener un comportamiento sobrio, es decir, sencillo, equilibrado,
lineal, capaz de entender y vivir lo que es importante. En un mundo, a
menudo duro con el pecador e indulgente con el pecado, es necesario
cultivar un fuerte sentido de la justicia, de la búsqueda y el poner en
práctica la voluntad de Dios. Ante una cultura de la indiferencia, que
con frecuencia termina por ser despiadada, nuestro estilo de vida ha de
estar lleno de piedad, de empatía, de compasión, de misericordia, que extraemos cada día del pozo de la oración.
Que, al igual que el de los pastores de Belén, nuestros ojos se
llenen de asombro y maravilla al contemplar en el Niño Jesús al Hijo de
Dios. Y que, ante Él, brote de nuestros corazones la invocación:
«Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación» (Sal 85,8).
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III Domingo de Adviento, 13 de diciembre de 2015
La invitación del profeta dirigida a la antigua ciudad de Jerusalén,
hoy también está dirigida a toda la Iglesia y a cada uno de nosotros:
«¡Alégrate… grita!» (Sof 3, 14). El motivo de la alegría se
expresa con palabras que infunden esperanza, y permiten mirar al futuro
con serenidad. El Señor ha abolido toda condena y ha decidido vivir
entre nosotros.
Este tercer domingo de Adviento atrae nuestra mirada hacia la Navidad
ya próxima. No podemos dejarnos llevar por el cansancio; no está
permitida ninguna forma de tristeza, a pesar de tener motivos por las
muchas preocupaciones y por las múltiples formas de violencia que hieren
nuestra humanidad. Sin embargo, la venida del Señor debe llenar nuestro
corazón de alegría. El profeta, que lleva escrito en su propio nombre
—Sofonías— el contenido de su anuncio, abre nuestro corazón a la
confianza: «Dios protege» a su pueblo. En un contexto histórico de
grandes abusos y violencias, por obra sobre todo de hombres de poder,
Dios hace saber que Él mismo reinará sobre su pueblo, que no lo dejará
más a merced de la arrogancia de sus gobernantes, y que lo liberará de
toda angustia. Hoy se nos pide que «no desfallezcamos» (cf. Sof 3, 16) a causa de la duda, la impaciencia o el sufrimiento.
El apóstol Pablo retoma con fuerza la enseñanza del profeta Sofonías y lo repite: «El Señor está cerca» (Fil
4, 5). Por esto debemos alegrarnos siempre, y con nuestra afabilidad
debemos dar a todos testimonio de la cercanía y el cuidado que Dios
tiene por cada persona.
Hemos abierto la Puerta santa, aquí y en todas las catedrales del
mundo. También este sencillo signo es una invitación a la alegría.
Inicia el tiempo del gran perdón. Es el Jubileo de la Misericordia. Es
el momento de redescubrir la presencia de Dios y su ternura de padre.
Dios no ama la rigidez. Él es Padre, es tierno. Todo lo hace con ternura
de Padre. Seamos también nosotros como la multitud que interrogaba a
Juan: «¿Qué tenemos que hacer?» (Lc 3, 10). La respuesta del
Bautista no se hace esperar. Él invita a actuar con justicia y a estar
atentos a las necesidades de quienes se encuentran en estado precario.
Lo que Juan exige de sus interlocutores, es cuanto se puede refleja en
la ley. A nosotros, en cambio, se nos pide un compromiso más radical.
Delante a la Puerta Santa que estamos llamados a atravesar, se nos pide
ser instrumentos de misericordia, conscientes de que seremos juzgados
sobre esto. Quién ha sido bautizado sabe que tiene un mayor compromiso.
La fe en Cristo nos lleva a un camino que dura toda la vida: el de ser
misericordiosos como el Padre. La alegría de atravesar la Puerta de la
Misericordia se une al compromiso de acoger y testimoniar un amor que va
más allá de la justicia, un amor que no conoce confines. Y somos
responsables de este infinito amor, a pesar de nuestras contradicciones.
Recemos por nosotros y por todos los que atravesarán la Puerta de la
Misericordia, para que podamos comprender y acoger el infinito amor de
nuestro Padre celestial, quien recrea, transforma y reforma la vida.
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Basílica Vaticana
Sábado 12 de diciembre de 2015
Sábado 12 de diciembre de 2015
«El Señor tu Dios, está en medio de ti […], se alegra y goza contigo,
te renueva con su amor; exulta y se alegra contigo como en día de
fiesta» (So 3,17-18). Estas palabras del profeta Sofonías,
dirigidas a Israel, pueden también ser referidas a nuestra Madre, la
Virgen María, a la Iglesia, y a cada uno de nosotros, a nuestra alma,
amada por Dios con amor misericordioso. Sí, Dios nos ama tanto que
incluso se goza y se complace en nosotros. Nos ama con amor gratuito,
sin límites, sin esperar nada en cambio. No le gusta el pelagianismo.
Este amor misericordioso es el atributo más sorprendente de Dios, la
síntesis en que se condensa el mensaje evangélico, la fe de la Iglesia.
La palabra «misericordia» está compuesta por dos palabras: miseria y
corazón. El corazón indica la capacidad de amar; la misericordia es el
amor que abraza la miseria de la persona. Es un amor que «siente»
nuestra indigencia como si fuera propia, para liberarnos de ella. «En
esto está el amor: no somos nosotros que amamos a Dios, sino que es Él
que nos ha amado primero y ha mandado a su Hijo como víctima de
expiación por nuestros pecados» (1 Jn 4,9-10). «El Verbo se hizo
carne» - a Dios tampoco le gusta el gnosticismo-, quiso compartir todas
nuestras fragilidades. Quiso experimentar nuestra condición humana,
hasta cargar en la Cruz con todo el dolor de la existencia humana. Es
tal el abismo de su compasión y misericordia: un anonadarse para
convertirse en compañía y servicio a la humanidad herida. Ningún pecado
puede cancelar su cercanía misericordiosa, ni impedirle poner en acto su
gracia de conversión, con tal que la invoquemos. Más aún, el mismo
pecado hace resplandecer con mayor fuerza el amor de Dios Padre quien,
para rescatar al esclavo, ha sacrificado a su Hijo. Esa misericordia de
Dios llega a nosotros con el don del Espíritu Santo que, en el Bautismo,
hace posible, genera y nutre la vida nueva de sus discípulos. Por más
grandes y graves que sean los pecados del mundo, el Espíritu, que
renueva la faz de la tierra, posibilita el milagro de una vida más
humana, llena de alegría y de esperanza.
Y también nosotros gritamos jubilosos: «¡El Señor es mi Dios y
salvador!». «El Señor está cerca». Y esto nos lo dice el apóstol Pablo,
nada nos tiene que preocupar, Él está cerca y no solo, con su Madre.
Ella le decía a San Juan Diego: ¿Por qué tenés miedo, acaso no estoy yo
aquí que soy tu madre? Está cerca. Él y su Madre. La misericordia más
grande radica en su estar en medio de nosotros, en su presencia y
compañía. Camina junto a nosotros, nos muestra el sendero del amor, nos
levanta en nuestras caídas –y con qué ternura lo hace- nos sostiene ante
nuestras fatigas, nos acompaña en todas las circunstancias de nuestra
existencia. Nos abre los ojos para mirar las miserias propias y del
mundo, pero a la vez nos llena de esperanza. «Y la paz de Dios […]
custodiará sus corazones y sus pensamientos en Cristo Jesús» (Flp
4,7), nos dice Pablo. Esta es la fuente de nuestra vida pacificada y
alegre; nada ni nadie puede robarnos esta paz y esta alegría, no
obstante los sufrimientos y las pruebas de la vida. El Señor con su
ternura nos abre su corazón, nos abre su amor. El Señor le tiene alergia
a las rigideces. Cultivemos esta experiencia de misericordia, de paz y
de esperanza, durante el camino de adviento que estamos recorriendo y a
la luz del año jubilar. Anunciar la Buena noticia a los pobres, como
Juan Bautista, realizando obras de misericordia, es una buena manera de
esperar la venida de Jesús en la Navidad. Es imitarlo a Él que dio todo,
se dio todo. Esa es su misericordia sin esperar nada en cambio.
Dios se goza y complace muy especialmente en María. En una de las oraciones más queridas por el pueblo cristiano, la Salve Regina,
llamamos a María «madre de misericordia». Ella ha experimentado la
misericordia divina, y ha acogido en su seno la fuente misma de esta
misericordia: Jesucristo. Ella, que ha vivido siempre íntimamente unida a
su Hijo, sabe mejor que nadie lo que Él quiere: que todos los hombres
se salven, que a ninguna persona le falte nunca la ternura y el consuelo
de Dios. Que María, Madre de Misericordia, nos ayude a entender cuánto
nos quiere Dios.
A María santísima le encomendamos los sufrimientos y las alegrías de
los pueblos de todo el continente americano, que la aman como madre y la
reconocen como «patrona», bajo el título entrañable de Nuestra Señora
de Guadalupe. Que «la dulzura de su mirada nos acompañe en este Año
Santo, para que todos podamos redescubrir la alegría de la ternura de
Dios» (Bula Misericordiae vultus,
24). A Ella le pedimos en este año jubilar que sea una siembra de amor
misericordioso en el corazón de las personas, de las familias y de las
naciones. Que nos siga repitiendo: “No tengas miedo, acaso no estoy yo
aquí que soy tu madre, Madre de misericordia”. Que nos convirtamos en
misericordiosos, y que las comunidades cristianas sepan ser oasis y
fuentes de misericordia, testigos de una caridad que no admite
exclusiones. Para pedirle esto, de una manera fuerte, viajaré a
venerarla en su Santuario el próximo 13 de febrero. Allí pediré todo
esto para toda América, de la cual es especialmente Madre. A Ella le
suplico que guíe los pasos de su pueblo americano, pueblo peregrino que
busca a la Madre de misericordia, y solamente le pide una cosa: que le
muestre a su Hijo Jesús.
* * *
Intención del Papa durante la oración de los fieles
Oremos por el alma de mi madre y de mi padre, Mario y Regina, quienes
me dieron la vida y me transmitieron la fe. Quienes en un día como hoy,
hace 80 años, contrajeron matrimonio. Oremos al Señor.
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Plaza de San Pedro
Martes 8 de diciembre de 2015
Inmaculada Concepción de la Virgen María
Martes 8 de diciembre de 2015
Inmaculada Concepción de la Virgen María
La Virgen María está llamada en primer lugar a regocijarse por todo lo que el Señor hizo en ella. La gracia de Dios la envolvió, haciéndola digna de convertirse en la madre de Cristo. Cuando Gabriel entra en su casa, también el misterio más profundo, que va más más allá de la capacidad de la razón, se convierte para ella en un motivo de alegría, motivo de fe, motivo de abandono a la palabra que se revela. La plenitud de la gracia transforma el corazón, y lo hace capaz de realizar ese acto tan grande que cambiará la historia de la humanidad.
La fiesta de la Inmaculada Concepción expresa la grandeza del amor Dios. Él no sólo perdona el pecado, sino que en María llega a prevenir la culpa original que todo hombre lleva en sí cuando viene a este mundo. Es el amor de Dios el que previene, anticipa y salva. El comienzo de la historia del pecado en el Jardín del Edén desemboca en el proyecto de un amor que salva. Las palabras del Génesis nos remiten a la experiencia cotidiana de nuestra existencia personal. Siempre existe la tentación de la desobediencia, que se manifiesta en el deseo de organizar nuestra vida al margen de la voluntad de Dios. Esta es la enemistad que insidia continuamente la vida de los hombres para oponerlos al diseño de Dios. Y, sin embargo, también la historia del pecado se comprende sólo a la luz del amor que perdona. El pecado sólo se entiende con esta luz. Si todo quedase relegado al pecado, seríamos los más desesperados de entre las criaturas, mientras que la promesa de la victoria del amor de Cristo encierra todo en la misericordia del Padre. La palabra de Dios que hemos escuchado no deja lugar a dudas a este propósito. La Virgen Inmaculada es para nosotros testigo privilegiado de esta promesa y de su cumplimiento.
Este Año Extraordinario es también un don de gracia. Entrar por la puerta significa descubrir la profundidad de la misericordia del Padre que acoge a todos y sale personalmente al encuentro de cada uno. Es Él el que nos busca. Es Él el que sale a nuestro encuentro. Será un año para crecer en la convicción de la misericordia. Cuánto se ofende a Dios y a su gracia cuando se afirma sobre todo que los pecados son castigados por su juicio, en vez de destacar que son perdonados por su misericordia (cf. san Agustín, De praedestinatione sanctorum 12, 24) Sí, así es precisamente. Debemos anteponer la misericordia al juicio y, en cualquier caso, el juicio de Dios tendrá lugar siempre a la luz de su misericordia. Que el atravesar la Puerta Santa, por lo tanto, haga que nos sintamos partícipes de este misterio de amor. Abandonemos toda forma de miedo y temor, porque no es propio de quien es amado; vivamos, más bien, la alegría del encuentro con la gracia que lo transforma todo.
Hoy, aquí en Roma y en todas las diócesis del mundo, cruzando la Puerta Santa, queremos recordar también otra puerta que los Padres del Concilio Vaticano II, hace cincuenta años, abrieron hacia el mundo. Esta fecha no puede ser recordada sólo por la riqueza de los documentos producidos, que hasta el día de hoy permiten verificar el gran progreso realizado en la fe. En primer lugar, sin embargo, el Concilio fue un encuentro. Un verdadero encuentro entre la Iglesia y los hombres de nuestro tiempo. Un encuentro marcado por el poder del Espíritu que empujaba a la Iglesia a salir de las aguas poco profundas que durante muchos años la habían recluido en sí misma, para reemprender con entusiasmo el camino misionero. Era un volver a tomar el camino para ir al encuentro de cada hombre allí donde vive: en su ciudad, en su casa, en el trabajo...; dondequiera que haya una persona, allí está llamada la Iglesia a ir para llevar la alegría del Evangelio y llevar la misericordia y el perdón de Dios. Un impulso misionero, por lo tanto, que después de estas décadas seguimos retomando con la misma fuerza y el mismo entusiasmo. El jubileo nos estimula a esta apertura y nos obliga a no descuidar el espíritu surgido en el Vaticano II, el del Samaritano, como recordó el beato Pablo VI en la conclusión del Concilio. Que al cruzar hoy la Puerta Santa nos comprometamos a hacer nuestra la misericordia del Buen Samaritano.
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