CIUDAD DEL VATICANO, 30 de mayo de 2016 (VIS).- Apóstoles y servidores de Cristo, como escribe San Pablo, dos
términos que no pueden separarse jamás, dos caras de una misma moneda.
Así son los diáconos, como recordó el Papa FRANCISCO durante la
misa celebrada ayer domingo en la Plaza de San Pedro en ocasión del Jubileo de los
Diáconos Permanentes. Jesús fue el primero que mostró esta doble
característica, él que era la Palabra del Padre; él, que era en sí mismo
la buena noticia, se hizo siervo nuestro y no vino para ser servido
sino para servir, y como recordaba San Policarpo, “Se hizo diácono de
todos”.
“El discípulo de Jesús -subrayó el Santo Padre en su homilía- no
puede caminar por una vía diferente a la del Maestro, sino que, si
quiere anunciar, debe imitarlo... Dicho de otro modo, si evangelizar es
la misión asignada a cada cristiano en el bautismo, servir es el estilo
mediante el cual se vive la misión, el único modo de ser discípulo de
Jesús...sin cansarse de la vida cristiana que es vida de servicio”.
Y el primer paso para ser siervos buenos y fieles es la
disponibilidad. “El siervo aprende cada día a renunciar a disponer todo
para sí y a disponer de sí como quiere.... Sabe que el tiempo que vive
no le pertenece, sino que es un don recibido de Dios para a su vez
ofrecerlo... El que sirve no es esclavo de la agenda que establece, sino
que... está disponible a lo no programado... El siervo está abierto a la
sorpresa, a las sorpresas cotidianas de Dios...sabe abrir las puertas
de su tiempo y de sus espacios a los que están cerca y también a los que
llaman fuera de horario.... El siervo rebasa los horarios. A mí me
parte el corazón -reveló el Papa- cuando veo un horario en las
parroquias: “de tal hora a tal otra”. Y después, la puerta está cerrada,
no está el sacerdote, no está el diácono, no está el laico que recibe a
la gente… Esto hace mal. Ir más allá de los horarios: hay que tener la
valentía de rebasar los horarios”.
El Evangelio dominical también habla de servicio, mostrándonos dos
siervos, de los que podemos sacar enseñanzas preciosas: el siervo del
centurión, que regresa curado por Jesús, y el centurión mismo, al
servicio del emperador. Las palabras que este manda decir a Jesús, para
que no venga hasta su casa, son sorprendentes “y, a menudo -señaló el
Santo Padre- son el contrario de nuestras oraciones”: «Señor, no te
molestes; no soy yo quién para que entres bajo mi techo» . Ante estas
palabras, Jesús se queda admirado. Le asombra la gran humildad del
centurión, su mansedumbre.
“La mansedumbre es una de las virtudes de los diáconos -observó-
Cuando el diácono es manso, es siervo y no juega a “imitar” al
sacerdote, es manso. Él, ante el problema que lo afligía, habría podido
agitarse y pretender ser atendido imponiendo su autoridad; habría podido
convencer con insistencia, hasta forzar a Jesús a ir a su casa. En
cambio se hace pequeño, discreto, manso, no alza la voz y no quiere
molestar. Se comporta, quizás sin saberlo, según el estilo de Dios, que
es “manso y humilde de corazón”. En efecto, Dios, que es amor, llega
incluso a servirnos por amor: con nosotros es paciente, comprensivo,
siempre solícito y bien dispuesto, sufre por nuestros errores y busca el
modo para ayudarnos y hacernos mejores. Estos son también los rasgos de
mansedumbre y humildad del servicio cristiano, que es imitar a Dios en
el servicio a los demás: acogerlos con amor paciente, comprenderlos sin
cansarnos, hacerlos sentir acogidos, a casa, en la comunidad eclesial,
donde no es más grande quien manda, sino el que sirve. Y jamás
reprender, jamás. Así, queridos diáconos, en la mansedumbre, madurará
vuestra vocación de ministros de la caridad”.
Además del apóstol Pablo y el centurión, en las lecturas de hoy hay
un tercer siervo, aquel que es curado por Jesús. En el relato se dice
que era muy querido por su dueño y que estaba enfermo, pero no se sabe
cuál era su grave enfermedad. “De alguna manera, podemos reconocernos
también nosotros en ese siervo. Cada uno de nosotros es muy querido por
Dios, amado y elegido por él, y está llamado a servir, pero tiene sobre
todo necesidad de ser sanado interiormente. Para ser capaces del
servicio, se necesita la salud del corazón: un corazón restaurado por
Dios, que se sienta perdonado y no sea ni cerrado ni duro. Nos hará bien
rezar con confianza cada día por esto, pedir que seamos sanados por
Jesús, asemejarnos a él, que “no nos llama más siervos, sino amigos”.
“Queridos diáconos -terminó FRANCISCO- podéis pedir cada día esta
gracia en la oración, en una oración donde se presenten las fatigas, los
imprevistos, los cansancios y las esperanzas: una oración verdadera,
que lleve la vida al Señor y el Señor a la vida. Y cuando sirváis en la
celebración eucarística, allí encontraréis la presencia de Jesús, que se
os entrega, para que vosotros os deis a los demás. Así, disponibles en
la vida, mansos de corazón y en constante diálogo con Jesús, no tendréis
temor de ser servidores de Cristo, de encontrar y acariciar la carne
del Señor en los pobres de hoy”.