viernes, 1 de julio de 2016

FRANCISCO: Audiencias Generales y Jubilares de junio 2016 (30, 22, 18, 15, 8 y 1°)


AUDIENCIAS GENERALES DEL PAPA FRANCISCO
JUNIO 2016


JUBILEO EXTRAORDINARIO DE LA MISERICORDIA



AUDIENCIA JUBILAR


Jueves 30 de junio de 2016


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


¡Cuántas veces, durante estos primeros meses del Jubileo, hemos escuchado hablar de las obras de misericordia! Hoy el Señor nos invita a hacer un serio examen de conciencia. Es bueno, en efecto, no olvidar nunca que la misericordia no es una palabra abstracta, sino un estilo de vida: una persona puede ser misericordiosa o puede no ser misericordiosa; es un estilo de vida. Yo elijo vivir como misericordioso o elijo vivir como no misericordioso. Una cuestión es hablar de misericordia, otra es vivir la misericordia. Parafraseando las palabras de Santiago apóstol (cf. 2, 14-17) podríamos decir: la misericordia sin las obras está muerta en sí misma. ¡Es precisamente así! Lo que hace viva la misericordia es su constante dinamismo para ir al encuentro de las carencias y las necesidades de quienes viven en pobreza espiritual y material. La misericordia tiene ojos para ver, oídos para escuchar, manos para levantar...


La vida cotidiana nos permite tocar con la mano muchas exigencias que afectan a las personas más pobres y con más pruebas. A nosotros se nos pide esa atención especial que nos conduce a darnos cuenta del estado de sufrimiento y necesidad en el que se encuentran muchos hermanos y hermanas. A veces pasamos ante situaciones de dramática pobreza y parece que no nos afectan; todo sigue como si no pasara nada, en una indiferencia que al final nos convierte en hipócritas y, sin que nos demos cuenta de ello, desemboca en una forma de letargo espiritual que hace insensible el ánimo y estéril la vida. La gente que pasa, que sigue adelante en la vida sin darse cuenta de las necesidades de los demás, sin ver muchas necesidades espirituales y materiales, es gente que pasa sin vivir, es gente que no sirve a los demás. Recordadlo bien: quien no vive para servir, no sirve para vivir.


¡Cuántos son los aspectos de la misericordia de Dios hacia nosotros! Del mismo modo, cuántos rostros se dirigen a nosotros para obtener misericordia. Quien ha experimentado en la propia vida la misericordia del Padre no puede permanecer insensible ante las necesidades de los hermanos. La enseñanza de Jesús que hemos escuchado no admite vías de escape: Tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; estaba desnudo, refugiado, enfermo, en la cárcel y me ayudasteis (cf. Mt 25, 35-36). No se puede pasar de largo ante una persona que tiene hambre: es necesario darle de comer. ¡Jesús nos dice esto! Las obras de misericordia no son temas teóricos, sino que son testimonios concretos. Obligan a arremangarse para aliviar el sufrimiento.


A causa de los cambios de nuestro mundo globalizado, algunas pobrezas materiales y espirituales se han multiplicado: por lo tanto, dejemos espacio a la fantasía de la caridad 
para encontrar nuevas modalidades de acción. De este modo la vía de la misericordia se hará cada vez más concreta. A nosotros, pues, se nos pide permanecer vigilantes como centinelas, para que no suceda que, ante las pobrezas producidas por la cultura del bienestar, la mirada de los cristianos se debilite y llegue a ser incapaz de ver lo esencial. Ver lo esencial. ¿Qué significa? Ver a Jesús, ver a Jesús en el hambriento, en quien está en la cárcel, en el enfermo, en el desnudo, en el que no tiene trabajo y debe sacar adelante una familia. Ver a Jesús en estos hermanos y hermanas nuestros; ver a Jesús en quien está solo, triste, en el que se equivoca y necesita un consejo, en el que necesita hacer camino con Él en silencio para que se sienta acompañado. Estas son las obras que Jesús nos pide a nosotros. Ver a Jesús en ellos, en esta gente. ¿Por qué? Porque es así como Jesús me mira a mí, como nos mira a todos nosotros.


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Ahora pasemos a otra cosa.


Los días pasados el Señor me concedió visitar Armenia, la primera nación que abrazó el cristianismo, a inicios del siglo IV. Un pueblo que, en el curso de su larga historia, ha testimoniado la fe cristiana con el martirio. Doy gracias a Dios por este viaje, y estoy muy agradecido con el presidente de la República armenia, con el catholicós Karekin II, el patriarca y los obispos católicos, y con todo el pueblo armenio por haberme acogido como peregrino de fraternidad y de paz.


Dentro de tres meses realizaré, si Dios quiere, otro viaje a Georgia y Azerbaiyán, otros dos países de la región caucásica. Acogí la invitación a visitar estos países por un doble motivo: por una parte valorizar las antiguas raíces cristianas presentes en aquellas tierras —siempre con espíritu de diálogo con las demás religiones y culturas— y por otra alentar esperanzas y senderos de paz. La historia nos enseña que el camino de la paz requiere una gran tenacidad y continuos pasos, comenzando por los pequeños, haciéndolos crecer poco a poco, yendo uno al encuentro del otro. Precisamente por esto mi deseo es que todos y cada uno den su propia aportación para la paz y la reconciliación.


Como cristianos estamos llamados a reforzar entre nosotros la comunión fraterna, para dar testimonio del Evangelio de Cristo y para ser levadura de una sociedad más justa y solidaria. Por ello toda la visita fue compartida con el Supremo Patriarca de la Iglesia Apostólica armenia, quien me acogió fraternalmente durante tres días en su casa.


Renuevo mi abrazo a los obispos, los sacerdotes, las religiosas y los religiosos y a todos los fieles de Armenia. Que la Virgen María, nuestra Madre, les ayude a permanecer firmes en la fe, abiertos al encuentro y generosos en las obras de misericordia.


Gracias.


Saludos


Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, provenientes de España y Latinoamérica. Que María, Madre de Misericordia, nos ayude a dar espacio a la fantasía de la caridad para que el camino de la misericordia sea cada vez más concreto. Muchas gracias.
 

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AUDIENCIA GENERAL

 Plaza de San Pedro

Miércoles 22 de junio de 2016


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


«Señor, si quieres, puedes limpiarme» (Lc 5, 12): la petición que hemos escuchado es la que un leproso dirige a Jesús. Este hombre no pide solamente ser curado, sino ser «purificado», es decir curado integralmente, en el cuerpo y en el corazón. En efecto, la lepra era considerada una forma de maldición de Dios, de impureza profunda. El leproso tenía que permanecer alejado de todos; no podía acceder al templo y a ningún servicio divino. Lejos de Dios y lejos de los hombres. Triste vida la de esta gente.


No obstante esto, ese leproso no se resigna ni ante la enfermedad ni ante las disposiciones que hacen de él un excluido. Para llegar a Jesús, no teme quebrantar la ley y entra en la ciudad —algo que no debía hacer, le estaba prohibido—, y al encontrarlo «se echó rostro en tierra, y le rogó diciendo: “Señor, si quieres, puedes limpiarme”» (v. 12). Todo aquello que hace y dice este hombre considerado impuro es la expresión de su fe. Reconoce el poder de Jesús: está seguro de que tiene el poder de curarlo y que todo depende de su voluntad. Esta fe es la fuerza que le permitió romper con las normas y buscar el encuentro con Jesús; y, postrándose ante Él, lo llama «Señor». La súplica del leproso muestra que cuando nos presentamos a Jesús no es necesario hacer largos discursos. Son suficiente pocas palabras, siempre que vayan acompañadas por la plena confianza en su omnipotencia y en su bondad. Confiar en la voluntad de Dios significa, en efecto, situarnos ante su infinita misericordia. También yo os haré una confesión personal. Por la noche, antes de ir a la cama, rezo esta breve oración: «Señor, si quieres, puedes limpiarme». Y rezo cinco «Padrenuestro», uno por cada llaga de Jesús, porque Jesús nos ha purificado con las llagas. Y si esto lo hago yo, lo podéis hacer también vosotros, en vuestra casa, y decir: «Señor, si quieres, puedes limpiarme» y pensar en las llagas de Jesús y decir un «Padrenuestro» por cada una de ellas. Jesús nos escucha siempre.


Jesús siente profunda compasión por este hombre. El Evangelio de Marcos destaca que «compadecido de él, extendió su mano, le tocó y le dijo: “Quiero; queda limpio”» (1, 41). El gesto de Jesús acompaña sus palabras y hace que sea más explícita su enseñanza. Contra las disposiciones de la Ley de Moisés, que prohibía acercarse a un leproso (cf. Lv 13, 45-46), Jesús extiende la mano e incluso lo toca. ¡Cuántas veces nosotros encontramos a un pobre que se nos acerca! Podemos ser incluso generosos, podemos tener compasión, pero normalmente no lo tocamos. Le damos la moneda, la tiramos allí, pero evitamos tocar la mano. Y olvidamos que ese es el cuerpo de Cristo. Jesús nos enseña a no tener miedo de tocar al pobre y al excluido, porque Él está en ellos. Tocar al pobre puede purificarnos de la hipocresía e inquietarnos por su condición. Tocar a los excluidos. Hoy me acompañan aquí estos jóvenes. Muchos piensan que hubiese sido mejor permanecer en su tierra, pero allí sufrían mucho. Son nuestros refugiados, pero muchos los consideran excluidos. Por favor, ¡son nuestros hermanos! El cristiano no excluye a nadie, hace espacio a todos.


Después de curar al leproso, Jesús le manda que no hable de ello con nadie, pero le dice: «Vete, muéstrate al sacerdote y haz la ofrenda por tu purificación como prescribió Moisés, para que les sirva de testimonio» (v. 14). Esta disposición de Jesús muestra al menos tres cosas. La primera: la gracia que obra en nosotros no busca el sensacionalismo. A menudo se mueve con discreción y sin clamor. Para curar nuestras heridas y guiarnos por la senda de la santidad ella trabaja modelando pacientemente nuestro corazón según el Corazón del Señor, de tal modo que asimilemos cada vez más sus pensamientos y sentimientos. La segunda: haciendo verificar oficialmente por los sacerdotes la curación realizada y celebrando un sacrificio expiatorio, el leproso es readmitido en la comunidad de los creyentes y en la vida social. Su reintegro completa la curación. Como él mismo lo había suplicado, ahora está completamente purificado. Por último, presentándose a los sacerdotes el leproso testimonia ante ellos acerca de Jesús y su autoridad mesiánica. La fuerza de la compasión con la cual Jesús curó al leproso condujo la fe de este hombre a abrirse a la misión. Era un excluido, ahora es uno de nosotros.
Pensemos en nosotros, en nuestras miserias... Cada uno tiene las propias. Pensemos con sinceridad. Cuántas veces las tapamos con la hipocresía de las «buenas formas». Y precisamente entonces es necesario estar solos, ponerse de rodillas ante Dios y rezar: «Señor, si quieres, puedes limpiarme». Hacedlo, hacedlo antes de ir a la cama, todas la noches. Y ahora digamos juntos esta hermosa oración: «Señor, si quieres, puedes limpiarme».


Saludos


Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Que movidos por la humildad y la confianza de la petición del leproso, nos sintamos todos necesitados de la sanación del Señor, y aprendamos a acercarnos al pobre y al excluido reconociendo en ellos al mismo Cristo. Muchas gracias.

 
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JUBILEO EXTRAORDINARIO DE LA MISERICORDIA



AUDIENCIA JUBILAR

Sábado 18 de junio de 2016


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Después de su resurrección, Jesús se apareció diversas veces a los discípulos, antes de ascender a la gloria del Padre. El pasaje del Evangelio que acabamos de escuchar (Lc 24, 45-48) narra una de estas apariciones, en la cual el Señor indica el contenido fundamental de la predicación que los apóstoles deberán ofrecer al mundo. Podemos sintetizarla con dos palabras: «conversión» y «perdón de los pecados». Son dos aspectos que califican la misericordia de Dios que, con amor, cuida de nosotros. Hoy tomamos en consideración la conversión.


¿Qué es la conversión? Está presente en toda la Biblia, y de manera particular en la predicación de los profetas, que invitan continuamente al pueblo a «volver al Señor» pidiéndole perdón y cambiando estilo de vida. Convertirse, según los profetas, significa cambiar de dirección y dirigirse de nuevo al Señor, basándose en la certeza de que Él nos ama y su amor es siempre fiel. Volver al Señor. Jesús ha hecho de la conversión la primera palabra de su predicación: «Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1, 15). Es con este anuncio que Él se presenta al pueblo, pidiendo que se acoja su palabra como la última y definitiva que el Padre dirige a la humanidad (cf. Mc 12, 1-2). Respecto a la predicación de los profetas, Jesús insiste todavía más en la dimensión interior de la conversión. En esa, efectivamente, toda la persona está involucrada, con el corazón y la mente, para convertirse en una criatura nueva, una persona nueva. Cambia el corazón y uno se renueva.


Cuando Jesús llama a la conversión no se erige en juez de las personas, lo hace desde la cercanía, desde el compartir la condición humana, y por tanto de la calle, de la casa, de la mesa... La misericordia hacia quienes tenían la necesidad de cambiar de vida se realizaba con su presencia amable, para hacer partícipe a cada uno de ellos en su historia de salvación. Jesús persuadía a la gente con la amabilidad, con el amor; y con este comportamiento, Jesús llegaba a lo más profundo del corazón de las personas que se sentían atraídas por el amor de Dios e impulsadas a cambiar de vida. Por ejemplo, las conversiones de Mateo (cf. Mt 9, 9-13) y de Zaqueo (cf. Lc 19, 1-10) sucedieron exactamente de esta manera, porque se sintieron amados por Jesús y, a través de Él, por el Padre. La verdadera conversión se da cuando acogemos el don de la gracia; y una señal clara de su autenticidad es el hecho que nos damos cuenta de las necesidades de los hermanos y estamos preparados para salir a su encuentro.
Queridos hermanos y hermanas, ¡cuántas veces sentimos también nosotros la exigencia de un cambio que afecte a toda nuestra persona! ¡Cuántas veces nos decimos: «debo cambiar, no puedo continuar así... Mi vida, por este camino, no dará frutos, será una vida inútil y yo no seré feliz!». ¡Cuántas veces nos vienen estos pensamientos, cuántas veces!... Y Jesús, a nuestro lado, con la mano tendida nos dice: «ven, ven a mí. El trabajo lo hago yo; yo te cambiaré el corazón, yo te cambiaré la vida, yo te haré feliz». Pero nosotros, ¿creemos esto o no?; ¿creemos o no?; ¿qué pensáis vosotros?; ¿creéis en esto o no? ¡Menos aplausos y más voz!: ¿creéis o no creéis? [la gente: «¡Sí!»]. Es así. Jesús que está con nosotros nos invita a cambiar de vida. Él, con el Espíritu Santo, siembra en nosotros esa inquietud de cambiar de vida y ser un poco mejores. Sigamos entonces esta invitación del Señor y no opongamos resistencia, porque sólo si nos abrimos a su misericordia, encontraremos la verdadera vida y la verdadera alegría. Sólo debemos abrir la puerta de par en par, y Él hará el resto. Él hace todo, pero a nosotros nos corresponde abrir el corazón de par en par para que Él pueda sanarnos y hacernos seguir adelante. Os aseguro que seremos más felices. Gracias. 



Queridos hermanos y hermanas


Jesús se manifestó después de su resurrección varias veces a sus discípulos y les indicó que la predicación se debía centrar en el “perdón de los pecados” y en la “conversión”. Esta última, la conversión, está presente en toda la Sagrada Escritura. Para los profetas, convertirse significa cambiar de rumbo para volver de nuevo a Dios.


También Jesús predicó la conversión y lo hacía desde la cercanía con los pecadores y necesitados; de este modo les manifestaba el amor de Dios. Todos se sentían amados por el Padre a través de él y llamados a cambiar vida.


La auténtica conversión se produce cuando experimentamos en nosotros el amor de Dios y acogemos el don de su misericordia; y un signo claro de que la conversión es auténtica es cuando caemos en la cuenta de las necesidades del prójimo y salimos a su encuentro para ayudarle.


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Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Que el Señor Jesús nos conceda la gracia de la auténtica conversión de nuestra vida. Si nos abrimos a la misericordia de Dios, encontraremos la verdadera alegría del corazón. Muchas gracias.

 
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AUDIENCIA GENERAL

Plaza de San Pedro

Miércoles 15 de junio de 2016



Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Un día Jesús, acercándose a la ciudad de Jericó, hizo el milagro de devolver la vista a un ciego que pedía limosna junto al camino (cf. Lc 18, 35-43). Hoy queremos centrarnos en el significado de este signo porque nos toca directamente también a nosotros. El evangelista Lucas dice que ese ciego estaba sentado junto al camino pidiendo limosna (cf. v. 35). Un ciego en esa época —pero también hasta no hace mucho tiempo— no podía más que vivir de limosna. La figura de este ciego representa a muchas personas que, también hoy, se ven marginadas a causa de una limitación física o de otro tipo. Está separado de la multitud, está allí sentado mientras la gente pasa ocupada en sus asuntos, absorta en sus preocupaciones y en muchas cosas... Y la calle, que puede ser un lugar de encuentro, para él en cambio es el lugar de la soledad. Es mucha la gente que pasa... Y él está solo.


Es triste la imagen de un marginado, sobre todo teniendo como escenario la ciudad de Jericó, el espléndido y lozano oasis en el desierto. Sabemos que precisamente a Jericó llegó el pueblo de Israel al término del largo éxodo desde Egipto: esa ciudad representa la puerta de ingreso en la tierra prometida. Recordemos las palabras que Moisés pronunció en esa circunstancia: «Si hay junto a ti algún pobre de entre tus hermanos, en alguna de las ciudades de tu tierra que el Señor tu Dios te da, no endurecerás tu corazón ni cerrarás tu mano a tu hermano pobre. Pues no faltarán pobres en esta tierra; por eso te doy yo este mandamiento: debes abrir tu mano a tu hermano, a aquel de los tuyos que es indigente y pobre en tu tierra» (Dt 15, 7.11). Es fuerte el contraste entre esta recomendación de la Ley de Dios y la situación descrita por el Evangelio: mientras que el ciego grita invocando a Jesús, la gente lo reprendía para hacerle callar, como si no tuviese derecho de hablar. No tienen compasión de él, es más, les molestan sus gritos. Cuántas veces nosotros, cuando vemos mucha gente en la calle —gente necesitada, enferma, que no tiene para comer— sentimos que nos molestan. Cuántas veces, cuando nos encontramos ante muchos refugiados e inmigrantes, sentimos que nos molestan. Es una tentación que todos nosotros tenemos. Todos, ¡también yo! Es por esto que la Palabra de Dios nos pone en guardia recordándonos que la indiferencia y la hostilidad convierten en ciegos y sordos, impiden ver a los hermanos y no permiten reconocer en ellos al Señor. Indiferencia y hostilidad. Y a veces esta indiferencia y hostilidad llegan a ser incluso agresión e insulto: «¡Sacad de aquí a todos estos!», «¡ubicadlos en otra parte!». Esta agresión es lo que hacía la gente cuando el ciego gritaba: «Pero tú sal de aquí, no hables, no grites».


Notamos un detalle interesante. El evangelista dice que alguien de la multitud explicó al ciego el motivo de toda esa gente diciendo: «Pasa Jesús, el Nazareno» (v. 37). El paso de Jesús está indicado con el mismo verbo que en el libro del Éxodo se usa para hablar del paso del ángel exterminador que salva a los israelitas en la tierra de Egipto (cf. Ex 12, 23). Es el «paso» de la pascua, el inicio de la liberación: cuando pasa Jesús, siempre hay liberación, siempre hay salvación. Así, pues, al ciego, es como si le anunciasen su pascua. Sin dejarse atemorizar, el ciego grita más de una vez a Jesús reconociéndolo como el Hijo de David, el Mesías esperado que, según el profeta Isaías, abriría los ojos a los ciegos (cf. Is 35, 5). A diferencia de la multitud, este ciego ve con los ojos de la fe. Gracias a ella su súplica tiene una poderosa eficacia. En efecto, al escucharlo, «Jesús se detuvo, y mandó que se lo trajeran» (v. 40). Obrando así Jesús quita al ciego del borde del camino y lo pone en el centro de la atención de sus discípulos y de la multitud. Pensemos también nosotros, cuando hemos estado en situaciones complicadas, incluso en situaciones de pecado, cómo fue precisamente Jesús a tomarnos de la mano y a quitarnos del borde del camino y donarnos la salvación. Se realiza así un doble paso. Primero: la gente había anunciado una buena noticia al ciego, pero no querían saber nada con él; ahora Jesús obliga a todos a tomar conciencia que el buen anuncio implica poner en el centro del propio camino a aquel que había sido excluido del mismo. Segundo: a su vez, el ciego no veía, pero su fe le abre la senda de la salvación, y él se encuentra en medio de los que habían bajado a la calle para ver a Jesús. Hermanos y hermanas, el paso del Señor es un encuentro de misericordia que une a todos en torno a Él para permitirnos reconocer a quien tiene necesidad de ayuda y de consuelo. Incluso por nuestra vida pasa Jesús; y cuando pasa Jesús, y me doy cuenta de ello, es una invitación a acercarme a Él, a ser más bueno, a ser un mejor cristiano, a seguir a Jesús.


Jesús se dirige al ciego y le pregunta: «¿Qué quieres que te haga?» (v. 41). Estas palabras de Jesús son impresionantes: el Hijo de Dios ahora está ante el ciego como un humilde siervo. Él, Jesús, Dios, dice: «¿Qué quieres que te haga? ¿Cómo quieres que te sirva?». Dios se hace siervo del hombre pecador. Y el ciego ya no responde a Jesús llamándolo «Hijo de David», sino «Señor», el título que la Iglesia desde los inicios aplica a Jesús Resucitado. El ciego pide poder ver de nuevo y su deseo es atendido: «Recobra la vista, tu fe te ha salvado» (v. 42). Él mostró su fe invocando a Jesús y queriendo encontrarse con Él de todos los modos posibles, y esto le dio como don la salvación. Gracias a la fe ahora puede ver y, sobre todo, se siente amado por Jesús. Por ello el relato termina diciendo que el ciego «lo seguía glorificando a Dios» (v. 43): se convierte en discípulo. De mendigo a discípulo, también este es nuestro camino: todos nosotros somos mendigos, todos. Siempre tenemos necesidad de salvación. Y todos nosotros, todos los días, debemos dar este paso: de mendigos a discípulos. Y así, el ciego se pone en camino siguiendo al Señor y entrando a formar parte de su comunidad. Aquel a quien querían hacer callar, ahora testimonia a gran voz su encuentro con Jesús de Nazaret, y «todo el pueblo, al verlo, alabó a Dios» (v. 43). Tiene lugar un segundo milagro: lo que sucedió al ciego hace que, al final, también la gente vea. La misma luz ilumina a todos congregándolos en la oración de alabanza. Así Jesús derrama su misericordia sobre todos aquellos con los que se encuentra: los llama, hace que se acerquen a Él, los reune, los cura y los ilumina, creando un pueblo nuevo que celebra las maravillas de su amor misericordioso. Dejémonos también nosotros llamar por Jesús, y dejémonos curar por Jesús, perdonar por Jesús, y sigámoslo alabando a Dios. Que así sea.


 Catequesis en español:

El Evangelio que escuchamos nos muestra a Jesús que, acercándose a Jericó, restituye la vista a un ciego que mendigaba en el orilla del camino. La figura de este hombre representa tristemente a tantas personas que, aún hoy, sufren discriminación y rechazo por parte de los demás. Es llamativo que este marginado a las puertas de Jericó, ciudad bíblica que simboliza la entrada a la tierra prometida, en lugar de encontrar compasión y ayuda del prójimo, como pide la ley que Dios dio a su pueblo, encuentra en cambio insensibilidad y rechazo.


Como entonces, también ahora la indiferencia y la hostilidad causan ceguera y sordera, que impiden percibir las necesidades de los hermanos y reconocer en ellos la presencia del Señor. En contraste con esta actitud, Jesús que pasa, no es indiferente al grito del ciego que, movido por la fe, quiere encontrarlo e invoca su ayuda. El Señor, como humilde servidor, escucha la súplica del ciego y le devuelve la vista. Gracias a su fe, el hombre ve, pero sobre todo, experimenta el amor de Dios que, en Jesús, se hace siervo de todos nosotros pecadores.


Saludos


Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Que Cristo, en el que brilla la fuerza de la misericordia de Dios, ilumine y sane también nuestros corazones, para que aprendamos a estar atentos a las necesidades de nuestros hermanos y celebremos las maravillas de su amor misericordioso. Muchas gracias.


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AUDIENCIA GENERAL

 Plaza de San Pedro

Miércoles 8 de junio de 2016



Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Antes de comenzar la catequesis, quisiera saludar a un grupo de parejas que celebran cincuenta años de matrimonio. ¡Ese sí que es «el vino bueno» de la familia! Vuestro testimonio es un testimonio que los recién casados —a quienes saludaré después— y los jóvenes deben aprender. Es un hermoso testimonio. Gracias por vuestro testimonio.
Después de comentar algunas parábolas de la misericordia, hoy nos centramos en el primero de los milagros de Jesús, que el evangelista Juan llama «signos», porque Jesús no los hace para suscitar admiración, sino para revelar el amor del Padre. El primero de estos signos prodigiosos lo relata precisamente Juan (2, 1-11) y se realiza en Caná de Galilea. Se trata de una especie de «portal de ingreso», en el cual se han esculpido palabras y expresiones que iluminan todo el misterio de Cristo y abren el corazón de los discípulos a la fe. Veamos algunas de ellas.


En la introducción encontramos la expresión «Jesús con sus discípulos» (v. 2). Aquellos a los que Jesús llamó a seguirlo los vinculó a Él en una comunidad y ahora, como una única familia, están todos invitados a la boda. Dando inicio a su ministerio público en las bodas de Caná, Jesús se manifiesta como el esposo del pueblo de Dios, anunciado por los profetas, y nos revela la profundidad de la relación que nos une a Él: es una nueva Alianza de amor. ¿Qué hay en el fundamento de nuestra fe? Un acto de misericordia con el cual Jesús nos unió a Él. Y la vida cristiana es la respuesta a este amor, es como la historia de dos enamorados. Dios y el hombre se encuentran, se buscan, están juntos, se celebran y se aman: precisamente como el amado y la amada en el Cantar de los cantares. Todo lo demás surge como consecuencia de esta relación. La Iglesia es la familia de Jesús en la cual se derrama su amor; es este amor que la Iglesia cuida y quiere donar a todos.


En el contexto de la Alianza se comprende también la observación de la Virgen: «No tienen vino» (v. 3). ¿Cómo es posible celebrar las bodas y festejar si falta lo que los profetas indicaban como un elemento típico del banquete mesiánico (cf. Am 9, 13-14; Jl 2, 24; Is 25, 6)? El agua es necesaria para vivir, pero el vino expresa la abundancia del banquete y la alegría de la fiesta. Es una fiesta de bodas en la cual falta el vino; los recién casados pasan vergüenza por esto. Imaginad acabar una fiesta de bodas bebiendo té; sería una vergüenza. El vino es necesario para la fiesta. Convirtiendo en vino el agua de las tinajas utilizadas «para las purificaciones de los judíos» (v. 6), Jesús realiza un signo elocuente: convierte la Ley de Moisés en Evangelio, portador de alegría. Como dice en otro pasaje Juan mismo: «La Ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo» (1, 17).


Las palabras que María dirige a los sirvientes coronan el marco nupcial de Caná: «Haced lo que Él os diga» (v. 5). Es curioso, son sus últimas palabras que nos transmiten los Evangelios: es su herencia que entrega a todos nosotros. También hoy la Virgen nos dice a todos: «Lo que Él os diga —lo que Jesús os diga—, hacedlo». Es la herencia que nos ha dejado: ¡es hermoso! Se trata de una expresión que evoca la fórmula de fe utilizada por el pueblo de Israel en el Sinaí como respuesta a las promesas de la Alianza: «Haremos todo cuanto ha dicho el Señor» (Ex 19, 8). Y, en efecto, en Caná los sirvientes obedecen. «Les dice Jesús: “Llenad las tinajas de agua”. Y las llenaron hasta arriba. “Sacadlo ahora, le dice, y llevadlo al maestresala”. Ellos lo llevaron» (vv. 7-8). En esta boda, se estipula de verdad una Nueva Alianza y a los servidores del Señor, es decir a toda la Iglesia, se le confía la nueva misión: «Haced lo que Él os diga». Servir al Señor significa escuchar y poner en práctica su Palabra. Es la recomendación sencilla pero esencial de la Madre de Jesús y es el programa de vida del cristiano. Para cada uno de nosotros, extraer del contenido de la tinaja equivale a confiar en la Palabra de Dios para experimentar su eficacia en la vida. Entonces, junto al jefe del banquete que probó el agua que se convirtió en vino, también nosotros podemos exclamar: «Tú has guardado el vino bueno hasta ahora» (v. 10). Sí, el Señor sigue reservando ese vino bueno para nuestra salvación, así como sigue brotando del costado traspasado del Señor.


La conclusión del relato suena como una sentencia: «Así, en Caná de Galilea, dio Jesús comienzo a sus signos. Y manifestó su gloria, y creyeron en Él sus discípulos» (v. 11). Las bodas de Caná son mucho más que el simple relato del primer milagro de Jesús. Como en un cofre, Él custodia el secreto de su persona y la finalidad de su venida: el esperado Esposo da inicio a la boda que se realiza en el Misterio pascual. En esta boda Jesús vincula a sí a sus discípulos con una Alianza nueva y definitiva. En Caná los discípulos de Jesús se convierten en su familia y en Caná nace la fe de la Iglesia. A esa boda todos nosotros estamos invitados, porque el vino nuevo ya no faltará.


Saludos


Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Que recibiendo del corazón de Jesús la gracia que nos salva, hagamos de nuestra vida cristiana una continua respuesta de amor a Dios, nutriéndonos de su palabra de vida y compartiendo con todos el vino nuevo de la nueva alianza. Muchas gracias.
 

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Plaza de San Pedro

Miércoles 1°. de junio de 2016




Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
 

El miércoles pasado hemos escuchado la parábola del juez y la viuda, sobre la necesidad de rezar con perseverancia. Hoy, con otra parábola, Jesús quiere enseñarnos cuál es la actitud correcta para rezar e invocar la misericordia del Padre; cómo se debe rezar; la actitud correcta para orar. Es la parábola del fariseo y del publicano (cf. Lc 18, 9-14).


Ambos protagonistas suben al templo para rezar, pero actúan de formas muy distintas, obteniendo resultados opuestos. El fariseo reza «de pie» (v. 11), y usa muchas palabras. Su oración es, sí, una oración de acción de gracias dirigida a Dios, pero en realidad es una exhibición de sus propios méritos, con sentido de superioridad hacia los «demás hombres», a los que califica como «ladrones, injustos, adúlteros», como, por ejemplo, —y señala al otro que estaba allí— «este publicano» (v. 11). Pero precisamente aquí está el problema: ese fariseo reza a Dios, pero en realidad se mira a sí mismo. ¡Reza a sí mismo! En lugar de tener ante sus ojos al Señor, tiene un espejo. Encontrándose incluso en el templo, no siente la necesidad de postrarse ante la majestad de Dios; está de pie, se siente seguro, casi como si fuese él el dueño del templo. Él enumera las buenas obras realizadas: es irreprensible, observante de la Ley más de lo debido, ayuna «dos veces por semana» y paga el «diezmo» de todo lo que posee. En definitiva, más que rezar, el fariseo se complace de la propia observancia de los preceptos. Pero sus actitudes y sus palabras están lejos del modo de obrar y de hablar de Dios, que ama a todos los hombres y no desprecia a los pecadores. Al contrario, ese fariseo desprecia a los pecadores, incluso cuando señala al otro que está allí. O sea, el fariseo, que se considera justo, descuida el mandamiento más importante: el amor a Dios y al prójimo.


No es suficiente, por lo tanto, preguntarnos cuánto rezamos, debemos preguntarnos también cómo rezamos, o mejor, cómo es nuestro corazón: es importante examinarlo para evaluar los pensamientos, los sentimientos, y extirpar arrogancia e hipocresía. Pero, pregunto: ¿se puede rezar con arrogancia? No. ¿Se puede rezar con hipocresía? No. Solamente debemos orar poniéndonos ante Dios así como somos. No como el fariseo que rezaba con arrogancia e hipocresía. Estamos todos atrapados por las prisas del ritmo cotidiano, a menudo dejándonos llevar por sensaciones, aturdidos, confusos. Es necesario aprender a encontrar de nuevo el camino hacia nuestro corazón, recuperar el valor de la intimidad y del silencio, porque es allí donde Dios nos encuentra y nos habla. Sólo a partir de allí podemos, a su vez, encontrarnos con los demás y hablar con ellos. El fariseo se puso en camino hacia el templo, está seguro de sí, pero no se da cuenta de haber extraviado el camino de su corazón.


El publicano en cambio —el otro— se presenta en el templo con espíritu humilde y arrepentido: «manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho» (v. 13). Su oración es muy breve, no es tan larga como la del fariseo: «¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!». Nada más. ¡Hermosa oración! En efecto, los recaudadores de impuestos —llamados precisamente, «publicanos»— eran considerados personas impuras, sometidas a los dominadores extranjeros, eran mal vistos por la gente y en general se los asociaba con los «pecadores». La parábola enseña que se es justo o pecador no por pertenencia social, sino por el modo de relacionarse con Dios y por el modo de relacionarse con los hermanos. Los gestos de penitencia y las pocas y sencillas palabras del publicano testimonian su consciencia acerca de su mísera condición. Su oración es esencial Se comporta como alguien humilde, seguro sólo de ser un pecador necesitado de piedad. Si el fariseo no pedía nada porque ya lo tenía todo, el publicano sólo puede mendigar la misericordia de Dios. Y esto es hermoso: mendigar la misericordia de Dios. Presentándose «con las manos vacías», con el corazón desnudo y reconociéndose pecador, el publicano muestra a todos nosotros la condición necesaria para recibir el perdón del Señor. Al final, precisamente él, así despreciado, se convierte en imagen del verdadero creyente.


Jesús concluye la parábola con una sentencia: «Os digo que este —o sea el publicano — bajó a su casa justificado y aquel no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado» (v. 14). De estos dos, ¿quién es el corrupto? El fariseo. El fariseo es precisamente la imagen del corrupto que finge rezar, pero sólo logra pavonearse ante un espejo. Es un corrupto y simula estar rezando. Así, en la vida quien se cree justo y juzga a los demás y los desprecia, es un corrupto y un hipócrita. La soberbia compromete toda acción buena, vacía la oración, aleja de Dios y de los demás. Si Dios prefiere la humildad no es para degradarnos: la humildad es más bien la condición necesaria para ser levantados de nuevo por Él, y experimentar así la misericordia que viene a colmar nuestros vacíos. Si la oración del soberbio no llega al corazón de Dios, la humildad del mísero lo abre de par en par. Dios tiene una debilidad: la debilidad por los humildes. Ante un corazón humilde, Dios abre totalmente su corazón. Es esta la humildad que la Virgen María expresa en el cántico del Magníficat: «Ha puesto los ojos en la humildad de su esclava. [...] su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen» (Lc 1, 48.50). Que nos ayude ella, nuestra Madre, a rezar con corazón humilde. Y nosotros, repetimos tres veces, esas bonita oración: «Oh Dios, ten piedad de mí, que soy un pecador».




Saludos


Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Que la Virgen María, nuestra Madre, que proclama en el Magnificat la misericordia del Señor, nos ayude a orar siempre con un corazón semejante al suyo. Gracias.


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