viernes, 1 de julio de 2016

FRANCISCO: Discursos de junio 2016 (28, 17, 16 [2] 13, 11, 10, 9, 4, 3 y 2 [3])

DISCURSOS DEL SANTO PADRE FRANCISCO
JUNIO 2016


CONMEMORACIÓN DEL 65 ANIVERSARIO
DE LA ORDENACIÓN SACERDOTAL DEL PAPA EMÉRITO BENEDICTO XVI



Palacio Apostólico Vaticano
Sala Clementina
Martes 28 de junio de 2016




Santidad:


Hoy festejamos la historia de una llamada que inició hace sesenta y cinco años con Su ordenación sacerdotal, que tuvo lugar en la catedral de Frisinga el 29 de junio de 1951. Pero, ¿cuál es la nota de fondo que recorre esta larga historia y que desde aquel primer inicio hasta hoy la domina cada vez más?


En una de las muchas bonitas páginas que usted dedica al sacerdocio destaca cómo, en la hora de la llamada definitiva de Simón, Jesús, mirándolo, en el fondo sólo le pregunta una cosa: «¿Me amas?». ¡Cuán bonito y verdadero es esto! Porque es aquí, nos dice usted, en ese «¿me amas?» donde el Señor funda el apacentar, porque sólo si existe el amor al Señor Él puede apacentar a través de nosotros: «Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo» (cf. Jn 21, 15-19). Es esta la nota que domina una vida entera entregada al servicio sacerdotal y a la teología, que usted no por casualidad definió como «la búsqueda del amado»; es esto lo que usted siempre ha testimoniado y testimonia aún hoy: que lo decisivo en nuestras jornadas —de sol o de lluvia—, aquello de lo cual se desprende todo el resto, es que el Señor esté verdaderamente presente, que lo deseemos, que interiormente estemos cerca de Él, que lo amemos, que de verdad creamos profundamente en Él y creyendo lo amemos de verdad. Es esta forma de amar la que nos llena el corazón, este creer es lo que nos hace caminar seguros y tranquilos sobre las aguas, incluso en medio de la tempestad, precisamente como le sucede a Pedro. Este amar y este creer es lo que nos permite mirar al futuro no con miedo o nostalgia, sino con alegría, incluso en la edad ya avanzada de nuestra vida.


Y así, precisamente viviendo y testimoniando hoy de un modo tan intenso y luminoso esta única cosa verdaderamente decisiva —tener la mirada y el corazón orientado a Dios—, usted, Santidad, sigue sirviendo a la Iglesia, no deja de contribuir verdaderamente con vigor y sabiduría a su crecimiento; y lo hace desde ese pequeño Monasterio Mater Ecclesiae en el Vaticano que se revela de ese modo como algo distinto a uno de esos rinconcitos olvidados en los cuales la cultura del descarte de hoy tiende a relegar a las personas cuando, con la edad, sus fuerzas disminuyen. Es todo lo contrario. Y esto permita que lo diga con fuerza su sucesor que eligió llamarse Francisco. Porque el camino espiritual de san Francisco inició en San Damián, pero el verdadero lugar amado, el corazón pulsante de la Orden, allí donde la fundó y donde, al final, entrega su vida a Dios, fue la Porciúncula, la «pequeña porción», el rinconcito junto a la Madre de la Iglesia; junto a María que, por su fe tan firme y por su forma tan íntegra de vivir de amor y en el amor con el Señor, todas las generaciones la llamarán bienaventurada. Así, la Providencia quiso que usted, querido hermano, llegase a un lugar, por decirlo así, precisamente «franciscano», del cual emana una tranquilidad, una paz, una fuerza, una confianza, una madurez, una fe, una entrega y una fidelidad que me hacen mucho bien y nos dan mucha fuerza a mí y a toda la Iglesia. Y me permito decir también que de usted viene un sano y alegre sentido del humor.
La felicitación con la cual deseo concluir es una felicitación que dirijo a usted y al mismo tiempo a todos nosotros y a toda la Iglesia: que usted, Santidad, pueda seguir sintiendo la mano del Dios misericordioso que lo sostiene, que pueda experimentar y testimoniarnos el amor de Dios; y que, con Pedro y Pablo, pueda seguir exultando con gran alegría mientras camina hacia la meta de la fe (cf. 1 P 1, 8-9; 2 Tm 4, 6-8).



 


Santo Padre, queridos hermanos:


Hace sesenta y cinco años, un hermano que fue ordenado conmigo decidió escribir en el recordatorio de la primera misa, además del nombre y las fechas, sólo una palabra, en griego: Eucharistoùmen, convencido de que con esta palabra, en sus muchas dimensiones, ya está dicho todo lo que se puede decir en este momento. Eucharistoùmen dice un gracias humano, gracias a todos. Gracias sobre todo a usted, Santo Padre. Su bondad, desde el primer momento de la elección, en cada momento de mi vida aquí, me admira, me hace partícipe realmente, interiormente. Más que los jardines vaticanos, con su belleza, es su bondad el lugar donde vivo: me siento protegido. Gracias también por la palabra de agradecimiento, por todo. Y esperamos que usted pueda seguir adelante con todos nosotros por esta senda de la misericordia divina, mostrando el camino de Jesús, hacia Jesús, hacia Dios.


Gracias también a usted, eminencia [cardenal Sodano], por sus palabras que han tocado verdaderamente el corazón: Cor ad cor loquitur. Usted ha recordado tanto la hora de mi ordenación sacerdotal como mi visita en 2006 a Frisinga, donde reviví esto. Sólo puedo decir que así, con estas palabras, usted ha interpretado lo esencial de mi visión del sacerdocio, de mi obrar. Le agradezco la relación de amistad que desde hace mucho tiempo continúa hasta ahora, de tejado a tejado [se refiere a sus casas que están ubicadas en la misma línea y están cerca]: es casi presente y tangible.


Gracias, cardenal Müller, por el trabajo que hace para la presentación de mis textos sobre el sacerdocio, con los cuales trato de ayudar también a mis hermanos a entrar siempre de nuevo en el misterio donde el Señor se entrega en nuestras manos. Eucharistòmen: en aquel momento el amigo [Rupert] Berger quería mencionar no sólo la dimensión del agradecimiento humano, sino naturalmente la palabra más profunda que se esconde, que se hace presente en la liturgia, en la Escritura, en las palabras gratias agens benedixit fregit deditque. Eucharistoùmen nos remite a esa realidad de dar gracias, a esa nueva dimensión dada por Cristo. Él transformó en acción de gracias, y así en bendición, la cruz, el sufrimiento, todo el mal del mundo. Y así, fundamentalmente, transubstanció la vida y el mundo; y nos dio y nos da cada día el pan de la vida verdadera, que supera los límites del mundo gracias a la fuerza de su amor.


Al final, queremos entrar en este «gracias» del Señor, y así recibir realmente la novedad de la vida y ayudar en la transubstanciación del mundo: que no sea un mundo de muerte, sino de vida; un mundo en el cual el amor ha vencido la muerte. Gracias a todos vosotros. Que el Señor nos bendiga a todos.
Gracias, Santo Padre.


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A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA DEL 
CONSEJO PONTIFICIO PARA LOS LAICOS

Viernes 17 de junio de 2016


Queridos hermanos y hermanas:


No quisiera que estas palabras fueran la «valedictio» al Dicasterio, la despedida, pero que fuesen precisamente palabras de agradecimiento por todo el trabajo realizado.
Os acojo con ocasión de vuestra Asamblea plenaria; os saludo a todos cordialmente y agradezco al cardenal presidente por sus amables palabras. Este vuestro encuentro reviste un carácter especial, pues, como ya tuve ocasión de anunciar, vuestro Consejo pontificio asumirá una nueva fisionomía. Se trata de la conclusión de una etapa importante y de la apertura de una nueva para el Dicasterio de la Curia romana que ha acompañado la vida, la maduración y las transformaciones del laicado católico desde el Concilio Vaticano ii hasta el día de hoy.


Por lo tanto, la ocasión es propicia para dirigir una mirada a los casi 50 años de actividad del Dicasterio, y, al mismo tiempo, proyectar una renovada presencia al servicio del laicado, continuamente en fermento y permeada por nuevas problemáticas. El Consejo pontificio para los laicos nace por expresa voluntad del Concilio Vaticano II que, en el decreto sobre el apostolado de los laicos, quiso que se estableciera «en la Santa Sede, algún Secretariado especial para servicio e impulso del apostolado seglar», con el fin de ayudar «con sus consejos a la jerarquía y a los laicos en las obras apostólicas» (Apostolicam actuositatem, 26). Y así el beato Pablo VI dio vida a este Dicasterio, que no dudó en definir «uno de los mejores frutos del Concilio Vaticano II» (Motu proprio, Apostolatus peragendi [10 de diciembre de 1976], 697) —y él era el «papá» de la FUCI, de los jóvenes, de los laicos; había trabajado mucho y sentía mucho esto— concibiéndolo —a este fruto— no como órgano de control sino como centro de coordinación, de estudio, de consulta, finalizado a «incitar a los laicos para que tomen parte en la vida y misión de la Iglesia [...] tanto como miembros de asociaciones [...] o como fieles individuales» (ibid.). ¡El Consejo pontificio está para animar!


Agradecemos al Señor por los abundantes frutos y los innumerables retos de estos años. Podemos recordar, por ejemplo, la nueva estación de agregaciones, que junto con las asociaciones laicales de larga y digna historia, ha visto surgir muchos movimientos y nuevas comunidades de gran impulso misionero; movimientos que vosotros seguís en su desarrollo, acompañados con atención, y asistidos en la delicada fase del reconocimiento jurídico de sus estatutos. Y después el nacimiento de nuevos ministerios laicales, a los que se les ha confiado no pocas actividades apostólicas. Además, cabe destacar el creciente papel de la mujer en la Iglesia, con su presencia, su sensibilidad y sus dones. Y, también, la creación de las Jornadas mundiales de la juventud, gesto providencial de san Juan Pablo ii, instrumento de evangelización de las nuevas generaciones que vosotros organizáis con especial empeño.


Podemos decir, por lo tanto, que el mandato que habéis recibido del Concilio ha sido precisamente el de «empujar» a los fieles laicos a comprometerse cada vez más y mejor en la misión evangelizadora de la Iglesia, no por una «delegación» de la jerarquía, sino en cuanto que su apostolado «es participación en la misma misión salvífica de la Iglesia, apostolado al que todos están destinados por el Señor mismo en virtud del bautismo y de la confirmación» (const. dogm. Lumen gentium, 33). Y esta es la puerta de ingreso. En la Iglesia se entra por el Bautismo, no por la ordenación sacerdotal o episcopal, se entra por el Bautismo. Y todos hemos entrado a través de la misma puerta. Es el Bautismo el que hace de todo fiel laico un discípulo misionero del Señor, sal de la tierra, luz del mundo, levadura que transforma la realidad desde dentro.


Las actividades de la Iglesia, como las que hemos mencionado, se dirigen siempre a rostros, mentes, corazones de personas concretas. Y es importante que en vuestra Plenaria hayáis querido recordar a todos aquellos que se han entregado con pasión y compromiso en la animación, en la promoción y coordinación de la vida y del apostolado de los laicos en los años pasados. Sobre todo los diversos presidentes que se han sucedido; después tantos miembros y consultores, entre los cuales estuvo el mismo Karol Wojtyła, que siguió con interés y clarividencia este Dicasterio desde sus primeros pasos; y después tantos laicos que han trabajado ahí con generosidad y competencia, y otros muchos que han trabajado silenciosamente en favor del laicado católico.


A la luz de este camino recorrido, es tiempo de mirar nuevamente con esperanza al futuro. Queda aún mucho por hacer ampliando los horizontes y aceptando los nuevos retos que la realidad nos presenta. Es de aquí que nace el proyecto de reforma de la Curia, en particular de la fusión de vuestro Dicasterio con el Consejo pontificio para la familia en conexión con la Academia para la vida. Os invito, por lo tanto, a acoger esta reforma, que os verá involucrados, como signo de valoración y estima por el trabajo que desempañáis y como signo de renovada confianza en la vocación y misión de los laicos en la Iglesia de hoy. El nuevo Dicasterio que nacerá tendrá como «timón» para proseguir en su navegación, por un lado la Christifideles laici y por el otro la Evangelii gaudium y la Amoris laetitia, que tienen como campos privilegiados de trabajo la familia y la defensa de la vida.


En este particular momento histórico, y en el contexto del Jubileo de la Misericordia, la Iglesia está llamada a tomar cada vez más conciencia de ser «la casa paterna donde hay lugar para cada uno con su vida a cuestas» y pecadora (Exhort. apost. Evangelii gaudium, 47); de ser Iglesia en permanente salida, «comunidad evangelizadora [...] que sabe tomar la iniciativa sin miedo, salir al encuentro, buscar a los lejanos y llegar a los cruces de los caminos para invitar a los excluidos» (ibid., 24). Quisiera proponeros, como horizonte de referencia para vuestro futuro inmediato, un binomio que se podría formular así: «Iglesia en salida - laicado en salida». También vosotros, por lo tanto, alzad la mirada y mirad «fuera», mirad a los más «lejanos» del nuestro mundo, a tantas familias en dificultades y necesitadas de misericordia, a tantos campos de apostolado aún sin explorar, a los numerosos laicos de corazón bueno y generoso que voluntariamente pondrían al servicio del Evangelio sus energías, su tiempo, sus capacidades si fuesen convocados, valorados y acompañados con afecto y dedicación por parte de los pastores y de las instituciones eclesiásticas. Tenemos necesidad de laicos bien formados, animados por una fe genuina y límpida, cuya vida ha sido tocada por el encuentro personal y misericordioso con el amor de Cristo Jesús. Tenemos necesidad de laicos que arriesguen, que se ensucien las manos, que no tengan miedo de equivocarse, que sigan adelante. Tenemos necesidad de laicos con visión de futuro, no cerrados en la pequeñeces de la vida. Y lo he dicho a los jóvenes: tenemos necesidad de laicos con sabor a experiencia de vida, que se atrevan a soñar. Hoy es el momento en el que los jóvenes tienen necesidad de los sueños de los ancianos. En esta cultura del descarte no nos acostumbremos a descartar a los ancianos. Empujémosles, empujémosles para que sueñen y —como dice el profeta Joel— «tengan sueños», esa capacidad de soñar, y den a todos nosotros la fuerza de nuevas visiones apostólicas.
Agradezco a todos vosotros, queridos hermanos miembros y consultores, por el trabajo desempeñado al servicio de este Dicasterio, y os animo a abriros con docilidad y humildad a las novedades de Dios, que nos sorprenden y superan, pero que jamás nos decepcionan, así como lo hizo María, nuestra madre y maestra en la fe.


De corazón os imparto a todos vosotros y a vuestros seres queridos mi bendición. Y por favor, no os olvidéis de rezar por mí.
 

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APERTURA DEL CONGRESO ECLESIAL DE LA DIÓCESIS DE ROMA

Basílica de San Juan de Letrán
Jueves 16 de junio de 2016


¡Buenas tardes!


Las cinco naves llenas. ¡Bien! Se ve que hay ganas de trabajar.


«La alegría del amor: el camino de las familias en Roma»: este es el tema de vuestra Asamblea diocesana. No comenzaré hablando de la Exhortación, ya que la misma será el tema a tratar en diversos grupos de trabajo. Quisiera recuperar junto con vosotros algunas ideas/tensiones-clave surgidas durante el camino sinodal, que nos pueden ayudar a comprender mejor el espíritu que se refleja en la Exhortación. Un documento que pueda orientar vuestras reflexiones y vuestros diálogos, y así «ofrezcan aliento, estímulo y ayuda a las familias en su entrega y en sus dificultades» (AL, 4). Y esta presentación de algunas ideas/tensiones-clave, me gustaría hacerla con tres imágenes bíblicas que nos permitan entrar en contacto con el paso del Espíritu en el discernimiento de los padres sinodales. Tres imágenes bíblicas.


1. «Quita las sandalias de tus pies, porque el lugar en que estás es tierra sagrada» (Ex 3, 5). Esta fue la invitación de Dios a Moisés ante la zarza ardiente. El terreno por atravesar, los temas a afrontar en el Sínodo, necesitaban de una actitud determinada. No se trataba de analizar un tema cualquiera; no estábamos ante una situación cualquiera. Teníamos delante los rostros concretos de muchas familias. Y me he enterado que, en algunos grupos de trabajo, durante el Sínodo, los padres sinodales compartieron la propia realidad familiar. Dar un rostro a los temas —por decirlo así— exigía, y exige, un clima de respeto capaz de ayudarnos a escuchar lo que Dios nos está diciendo en el seno de nuestras situaciones. No un respeto diplomático o políticamente correcto, sino un respeto lleno de preocupaciones y preguntas honestas que se orientaban a la atención de las vidas que estamos llamados a pastorear. ¡Cuánto ayuda dar un rostro a los temas! Y, ¡cuánto ayuda darse cuenta que detrás de los papeles hay un rostro, cuánto ayuda! Nos libera de la prisa por obtener conclusiones bien formuladas pero muchas veces carentes de vida; nos libera del hablar en abstracto, para poder acercarnos y comprometernos con personas concretas. Nos protege de ideologizar la fe mediante sistemas bien estructurados pero que ignoran la gracia. Muchas veces nos convertimos en pelagianos. Y esto, se puede hacer sólo en un clima de fe. Es la fe que nos impulsa a no cansarnos de buscar la presencia de Dios en los cambios de la historia.


Cada uno de nosotros tuvo una experiencia de familia. En algunos casos brota la acción de gracias con mayor facilidad que en otros, pero todos hemos vivido esta experiencia. En ese contexto, Dios vino a nuestro encuentro. Su Palabra vino a nosotros no como una secuencia de tesis abstractas, sino como una compañera de viaje que nos ha sostenido en medio del dolor, nos ha animado en la fiesta y nos ha indicado siempre la meta del camino (AL, 22). Esto nos recuerda que nuestras familias, las familias en nuestras parroquias con sus rostros, sus historias, con todas sus complicaciones no son un problema, son una oportunidad que Dios nos pone delante. Oportunidad que nos desafía a suscitar una creatividad misionera capaz de abrazar todas las situaciones concretas, en nuestro caso, de las familias romanas. No sólo de aquellas que vienen o están en las parroquias —esto sería fácil, más o menos—, sino poder llegar a las familias de nuestros barrios, a los que no vienen. Este encuentro nos desafía a no dar nada ni a nadie por perdido, sino a buscar, a renovar la esperanza de saber que Dios sigue actuando en el seno de nuestras familias. Nos desafía a no abandonar a nadie por no estar a la altura de lo que se le pide a él. Y esto nos impone salir de las declaraciones de principio para adentrarnos en el corazón palpitante de los barrios romanos y, como artesanos, disponernos a plasmar en esta realidad el sueño de Dios, cosa que pueden hacer sólo las personas de fe, las que no cierran el paso a la acción del Espíritu, y que se ensucian las manos. Reflexionar sobre la vida de nuestras familias, así como son y así como están, nos pide quitarnos el calzado para descubrir la presencia de Dios. Esta es una primera imagen bíblica. Ir: allí está Dios. Dios que anima, Dios que vive, Dios que está crucificado... pero es Dios.


2. Ahora la segunda imagen bíblica. La del fariseo, cuando al rezar decía al Señor: «¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano» (Lc 18, 11). Una de las tentaciones (cf. AL, 229) a la cual estamos continuamente expuestos es tener una lógica separatista. Es interesante. Para defendernos, creemos que ganamos en identidad y en seguridad cada vez que nos diferenciamos o nos aislamos de los demás, especialmente de aquellos que están viviendo en una situación diversa. Pero la identidad no se hace con la separación: la identidad se hace con la pertenencia. Mi pertenencia al Señor: esto me da identidad. No separarme de los demás para que no me «contagien».


Considero necesario dar un paso importante: no podemos analizar, reflexionar, y menos todavía rezar, sobre la realidad como si nosotros estuviésemos en orillas o senderos diversos, como si estuviésemos fuera de la historia. Todos tenemos necesidad de convertirnos, todos tenemos necesidad de ponernos delante del Señor y renovar siempre de nuevo la alianza con Él y decir junto con el publicano: Dios mío, ten piedad de mí que soy pecador. Con este punto de partida, quedamos incluidos en la misma «parte» —no separados, incluidos en la misma parte— y nos ponemos ante el Señor con una actitud de humildad y de escucha.


Justamente, mirar a nuestras familias con la delicadeza con la que las mira Dios nos ayuda a poner nuestra conciencia en su misma dirección. Poner el acento en la misericordia nos sitúa ante la realidad de modo realista, pero no con un realismo cualquiera, sino con el realismo de Dios. Nuestros análisis son importantes, son necesarios y nos ayudarán a tener un sano realismo. Pero nada es comparable con el realismo evangélico, que no se queda en la descripción de las situaciones, de las problemáticas —menos aún del pecado—, sino que va siempre más allá y logra ver detrás de cada rostro, de cada historia, de cada situación, una oportunidad, una posibilidad. El realismo evangélico se compromete con el otro, con los demás y no hace de los ideales y del «deber ser» un obstáculo para encontrarse con los demás en las situaciones en las que están. No se trata de no proponer el ideal evangélico, no, no se trata de esto. Al contrario, nos invita a vivirlo dentro de la historia, con todo lo que ello comporta. Y esto no significa no ser claros en la doctrina, sino evitar caer en juicios y actitudes que no asumen la complejidad de la vida. El realismo evangélico se ensucia las manos porque sabe que «trigo y cizaña» crecen juntos, y el mejor trigo —en esta vida— estará siempre mezclado con un poco de cizaña. «Comprendo a aquellos que prefieren una pastoral más rígida que no dé lugar a algún tipo de confusión», los comprendo. «Pero creo sinceramente que Jesús quiere una Iglesia atenta al bien que el Espíritu esparce en medio de la fragilidad: una Madre que, en el momento mismo en que expresa claramente su enseñanza objetiva, “no renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de ensuciarse con el barro del camino”». Una Iglesia capaz de «asumir la lógica de la compasión hacia las personas frágiles y de evitar persecuciones o juicios demasiado duros e impacientes. El Evangelio mismo nos pide no juzgar y no condenar (cf. Mt 7, 1; Lc 6, 37)» (AL, 308). Y aquí hago un paréntesis. Llegó a mis manos —vosotros seguramente la conocéis— la imagen de ese capitel de la basílica de Santa María Magdalena de Vezelay, al sur de Francia, donde comienza el Camino de Santiago: por una parte está Judas, ahorcado, con la lengua afuera, y por otra parte del capitel está Jesús Buen Pastor que lo carga sobre los hombros, lo lleva consigo. Esto es un misterio. Pero estos medievales, que enseñaban la catequesis con las figuras, habían entendido el misterio de Judas. Y don Primo Mazzolari tiene un hermoso discurso, un Jueves santo, sobre esto, un hermoso discurso. Es un sacerdote no de esta diócesis, pero de Italia. Un sacerdote de Italia que entendió bien esta complejidad de la lógica del Evangelio. Y quien más se ensució las manos es Jesús. Jesús es quien más se ensució. No era alguien que buscaba estar «limpio», sino que iba a la gente, entre la gente y trataba a la gente como era, no como debía ser. Volvamos a la imagen bíblica: «Te doy gracias, Señor, porque soy de la Acción católica, o de esta asociación, o de Cáritas, o de este o de aquel..., y no como estos que viven en los barrios y son ladrones y delincuentes y...». Esto no ayuda en la pastoral.


3. Tercera imagen bíblica: «Los ancianos tendrán sueños proféticos» (cf. Jl 3, 1). Esa era una de las profecías de Joel para el tiempo del Espíritu. Los ancianos tendrán sueños y los jóvenes tendrán visiones. Con esta tercera imagen quisiera destacar la importancia que los Padres sinodales han dado al valor del testimonio como lugar en el cual se puede encontrar el sueño de Dios y la vida de los hombres. En esta profecía contemplamos una realidad inderogable: en los sueños de nuestros ancianos muchas veces reside la posibilidad de que nuestros jóvenes tengan nuevas visiones, tengan nuevamente un futuro —pienso en los jóvenes de Roma, de las periferias de Roma—, que tengan un mañana, una esperanza. Pero si el 40% de los jóvenes de menos de 25 años no tiene trabajo, ¿qué esperanza pueden tener? Aquí en Roma, ¿cómo encontrar el camino? Son dos realidades —los ancianos y los jóvenes— que van juntas y que una tiene necesidad de la otra, y están relacionadas. Es hermoso encontrar esposos, parejas, que siendo ancianos siguen buscándose, mirándose; siguen queriéndose y eligiéndose. Es tan bonito encontrar «abuelos» que muestran en sus rostros arrugados por el tiempo la alegría que nace de haber hecho una elección de amor y por amor. A Santa Marta vienen muchas parejas que cumplen 50, 60 años de matrimonio, y también a las audiencias del miércoles, y yo siempre los abrazo y les agradezco el testimonio, y pregunto: «¿Quién de vosotros ha tenido más paciencia?». Y siempre dicen: «¡Los dos!”. A veces, bromeando, uno dice: «¡yo!», pero luego dice: «No, no, es una broma». Y una vez dieron una respuesta muy bonita, creo que todos lo pensaban pero fue una pareja casada desde hace 60 años la que logró expresarla: «¡Aún estamos enamorados!». ¡Qué bonito! Son los abuelos que dan testimonio. Y yo siempre digo: hacedlo ver a los jóvenes, que se cansan rápido, que después de dos o tres años dicen: «Vuelvo con mi madre». ¡Los abuelos!


Como sociedad, hemos privado de su voz a nuestros ancianos —esto es un pecado social actual—, los hemos privado de su espacio; los hemos privado de la oportunidad de contarnos su vida, sus historias, sus experiencias. Los hemos acuartelado y así hemos perdido la riqueza de su sabiduría. Descartándolos, descartamos la posibilidad de entrar en contacto con el secreto que a ellos les permitió seguir adelante. Nos hemos privado del testimonio de cónyuges que no sólo han perseverado en el tiempo, sino que conservan en su corazón la gratitud por todo lo que han vivido (cf. AL, 38).


Esta ausencia de modelos, de testimonios, esta falta de abuelos, de padres capaces de narrar sueños no permite a las jóvenes generaciones «tener visiones». Y se quedan inmóviles. No les permite hacer proyectos, desde el momento que el futuro genera inseguridad, desconfianza, miedo. Sólo el testimonio de nuestros padres, ver que ha sido posible luchar por algo que valía la pena, les ayudará a elevar la mirada. ¿Cómo pretendemos que los jóvenes vivan el desafío de la familia, del matrimonio como un don, si nos escuchan continuamente decir que es un peso? Si queremos «visiones», dejemos que nuestros abuelos nos cuenten, que compartan sus sueños, para que podamos tener profecías del mañana. Y aquí quisiera detenerme un momento. Esta es la hora de alentar a los abuelos a soñar. Necesitamos los sueños de los abuelos, y escuchar estos sueños. La salvación viene de aquí. No por casualidad cuando al Niño Jesús lo llevan al Templo lo acogen dos «abuelos», que había contado sus sueños: aquel anciano [Simeón] había «soñado», el Espíritu le había prometido que vería al Señor. Esta es la hora —y no es una metáfora—, esta es la hora en la cual los abuelos deben soñar. Hay que impulsarlos a soñar, a que nos digan algo. Ellos se sienten descartados, cuando no se sienten despreciados. A nosotros nos gusta, en los programas pastorales, decir: «Esta la hora de la valentía», «esta es la hora de los laicos», «esta es la hora...». Pero si yo diría, ¡esta es la hora de los abuelos! «Pero, padre, usted retrocede, usted es preconciliar». Es la hora de los abuelos: que los abuelos sueñen, y los jóvenes aprenderán a profetizar, y a realizar con su fuerza, con su imaginación, con su trabajo, los sueños de los abuelos. Esta es la hora de los abuelos. Y sobre esto me gustaría mucho que os detuvierais en vuestras reflexiones, me gustaría mucho.


Tres imágenes, para leer Amoris laetitia:


1. La vida de cada persona, la vida de cada familia debe ser tratada con mucho respeto y mucha atención. Especialmente cuando reflexionamos sobre estas cosas.

 
2. Cuidarnos de poner en acción una pastoral de guetos y para los guetos.


3. Dejemos espacio a los ancianos para que vuelvan a soñar.


Tres imágenes que nos recuerdan cómo «la fe no nos aleja del mundo, sino que nos introduce más profundamente en él» (AL, 181). No como aquellos perfectos inmaculados que creen saberlo todo, sino como personas que han conocido el amor que Dios nos tiene (cf. 1 Jn 4, 16). Y con esa confianza, con esa certeza, con mucha humildad y respeto, queremos acercarnos a todos nuestros hermanos para vivir la alegría del amor en la familia. Con esa confianza renunciamos a los «recintos» «que nos permiten mantenernos a distancia del nudo de la tormenta humana, para que aceptemos de verdad entrar en contacto con la existencia concreta de los otros y conozcamos la fuerza de la ternura» (al, 308). Esto nos impone desarrollar una pastoral familiar capaz de acoger, acompañar, discernir e integrar. Una pastoral que permita y haga posible la estructura adecuada para que la vida que se nos confía encuentre el apoyo que necesita para desarrollarse según el sueño —permitidme el reduccionismo—, según el sueño del «más anciano»: según el sueño de Dios. Gracias.


[Al término del discurso, el Papa FRANCISCO respondió a tres preguntas que surgieron del camino preparatorio de la asamblea diocesana y que le formularon un sacerdote y dos catequistas.]


Pregunta:


En la exhortación Evangelii gaudium, usted dice que el gran problema de hoy es el «individualismo cómodo y avaro», y en Amoris laetitia dice que hay que crear redes de relaciones entre las familias. Usa una expresión que en italiano suena incluso un poco mal: «la familia ampliada». Es necesaria una revolución de la ternura. También nosotros sentimos el virus del individualismo en nuestras comunidades. Necesitamos ayuda para crear esta red de relaciones entre las familias, capaz de romper la cerrazón y de volver a encontrarse.


Respuesta:


Es verdad que el individualismo es como el eje de esta cultura. Y este individualismo tiene muchos nombres, muchos nombres de raíz egoísta: se buscan siempre a sí mismo, no miran al otro, no miran a las demás familias... Se llega, a veces, a verdaderas crueldades pastorales. Por ejemplo, hablo de una situación que conocí cuando estaba en Buenos Aires: en una diócesis cercana, algunos párrocos no querían bautizar a los niños de las madres solteras. ¡Pero mira! Cómo si fuesen animales. Y esto es individualismo. «No, nosotros somos los perfectos, este es el camino...». Es un individualismo que busca también el placer, es hedonista. Diría una palabra un poco fuerte, pero la digo entre comillas: ese «maldito bienestar» que nos ha hecho tanto mal. El bienestar. Hoy en día, Italia cuenta con una disminución terrible de nacimientos: está, creo, bajo cero. Pero esto comenzó con aquella cultura del bienestar, desde hace algunas décadas... Conocí a muchas familias que preferían —pero, por favor, no me acuséis los animalistas, porque no quiero ofender a nadie— tener dos o tres gatos, un perro, en lugar de un hijo. Porque tener un hijo no es fácil, y, luego, sacarle adelante... El desafío más grande con un hijo es el hecho de que tú formas a una persona que llegará a ser libre. El perro, el gato, te darán afecto, pero un afecto «programado», hasta un cierto punto, no libre. Tú tienes uno, dos, tres, cuatro hijos, que serán libres, y tendrán que ir por la vida con los riesgos de la vida. Este es el desafío que da miedo: la libertad. Y volvemos al individualismo: yo creo que nosotros tenemos miedo a la libertad. También en la pastoral: «Pero, ¿qué se dirá si hago esto?... Y, ¿se puede?...». Y tiene miedo. Pero tú tienes miedo: ¡arriésgate! En el momento en que estás allí, y tienes que decidir, ¡arriésgate! Si te equivocas, está el confesor, está el obispo, ¡pero arriésgate! Es como aquel fariseo: la pastoral de las manos limpias, todo limpio, todo en su sitio, todo hermoso. Pero fuera de este ambiente, cuánta miseria, cuánto dolor, cuánta pobreza, cuánta falta de oportunidad de desarrollo. Es un individualismo hedonista, es un individualismo que tiene miedo a la libertad. Es un individualismo —no sé si la gramática italiana lo permite— diría «que te enjaula»: te enajula, no te deja volar libre. Y luego, sí, la familia ampliada. Es verdad, es una palabra que no siempre suena bien, pero según las culturas; la Exhortación la escribí en español... He conocido, por ejemplo, familias...


Precisamente el otro día, hace una o dos semanas, vino a presentar las credenciales el embajador de un país. Estaba el embajador, la familia y la señora que hacía la limpieza en su casa desde hacía muchos años: esta es una familia ampliada. Y esta mujer era de la familia: una mujer sola, y no sólo le pagaban bien, le pagaban según la ley, y cuando tuvieron que ir a presentar las credenciales al Papa: «tú vienes con nosotros, porque tú eres de la familia». Es un ejemplo. Esto es dar espacio a la gente. Y entre la gente sencilla, con la simplicidad del Evangelio, esa sencillez buena, hay ejemplos así, de ampliar la familia...


Y luego, la otra palabra-clave que tú has dicho, además del individualismo, del miedo a la libertad y del apego al placer, tú has dicho otra palabra: la ternura. Es la caricia de Dios, la ternura. Una vez, en un Sínodo, surgió esto: «Tenemos que hacer la revolución de la ternura». Y algunos padres —hace años— dijeron: «Pero no se puede decir esto, no suena bien». Pero hoy lo podemos decir: falta ternura, falta ternura. Acariciar no sólo a los niños, a los enfermos, acariciar todo, a los pecadores... Y hay buenos ejemplos, de ternura... La ternura es un lenguaje válido para los más pequeños, para los que nada tienen: un niño conoce al papá y a la mamá por las caricias, luego la voz, pero es siempre la ternura. A mí me gusta escuchar cuando el papá o la mamá hablan al niño que empieza a hablar, también el papá y la mamá se hacen niños, [repite las palabras] hablan así... Todos lo hemos visto, es verdad. Esta es la ternura. Es abajarse al nivel del otro. Es el camino que hizo Jesús. Jesús no consideró un privilegio ser Dios: se abajó (cf. Flp 2, 6-7). Y habló nuestra lengua, habló con nuestros gestos. Y el camino de Jesús es el camino de la ternura. Esto, el hedonismo, el miedo a la libertad, esto es precisamente individualismo contemporáneo. Hay que salir a través del camino de la ternura, de la escucha, del acompañar, sin preguntar... Sí, con este lenguaje, con esta actitud las familias crecen: está la pequeña familia, luego la gran familia de los amigos o de los que vienen... No sé si he respondido, pero me parece que sí, me salió así.


Pregunta:


Nosotros sabemos que como comunidades cristianas no queremos renunciar a las exigencias radicales del Evangelio de la familia. ¿Cómo evitar que en nuestras comunidades surja una doble moral, una exigente y una permisiva, una rigorista y una laxista?


Respuesta:


Ambas no son la verdad: ni el rigorismo ni el laxismo son la verdad. El Evangelio elige otro camino. Por esto, aquellas cuatro palabras —acoger, acompañar, integrar, discernir— sin meter la nariz en la vida moral de la gente. Para vuestra tranquilidad, tengo que deciros que todo lo que está escrito en la Exhortación —y retomo las palabras de un gran teólogo que fue secretario de la Congregación para la doctrina de la fe, el cardenal Schönborn, que la presentó— todo es tomista, desde el inicio hasta el final. Es la doctrina segura. Pero nosotros queremos, muchas veces, que la doctrina segura tenga esa seguridad matemática que no existe, ni con el laxismo, de manga ancha, ni con la rigidez. Pensemos en Jesús: la historia es la misma, se repite. Jesús, cuando hablaba a la gente, la gente decía: «Este habla no como nuestros doctores de la ley, habla como uno que tiene autoridad» (cf. Mc 1, 22). Esos doctores conocían la ley, y para cada caso tenían una ley específica, para llegar al final a unos 600 preceptos. Todo calculado, todo. Y el Señor —la ira de Dios yo la veo en el capítulo 23 de Mateo, es terrible ese capítulo— a mí me impresiona, sobre todo, cuando habla del cuarto mandamiento y dice: «Vosotros, que en lugar de dar de comer a vuestros padres ancianos, les decís: “No, hice la promesa, es mejor el altar que vosotros”, os contradecís» (cf. Mc 7, 10-13). Jesús era así, y fue condenado por odio, le ponían siempre trampas delante: «¿Se puede hacer esto o no se puede?». Pensemos en la escena de la adúltera (cf. Jn 8, 1-11). Está escrito: debe ser lapidada. Es la moral. Es clara. Y no rígida, esta no es rígida, es una moral clara. Debe ser lapidada. ¿Por qué? Por la sacralidad del matrimonio, de la fidelidad. Jesús en esto es claro. La palabra es adulterio. Es claro. Y Jesús finge haciéndose pasar por tonto, deja pasar el tiempo, escribe en la tierra... Y luego dice: «Comenzad: el primero de vosotros que no tenga pecado, que tire la primera piedra». Jesús, en ese caso, no cumple la ley. Se marcharon todos, comenzando por los más ancianos. «Mujer, ¿nadie te ha condenado? Tampoco yo te condeno. La moral, ¿cuál es? Era lapidarla. Pero Jesús no cumple la ley, no cumple con la moral. Esto nos hace pensar que no se puede hablar de «rigidez», de «seguridad», de ser matemático en la moral, como la moral del Evangelio.


Luego, continuamos con las mujeres: cuando aquella señora o señorita [la Samaritana, cf. Jn 4, 1-27], no sé lo que era, comenzó a comportarse un poco como la «catequista» y a decir: «¿Hay que adorar a Dios en este monte o en aquel otro?...». Jesús le había dicho: «¿Y tu marido?...» —«No tengo marido». —«Has dicho la verdad». Y, en efecto, ella tenía muchas medallas de adulterio, muchas «condecoraciones»... Sin embargo, fue ella la primera en ser perdonada, fue la «apóstol» de Samaría. Y, entonces, ¿qué hay que hacer? Vayamos al Evangelio, vayamos a Jesús. Esto no significa tirar el agua sucia junto con el niño, no, no. Esto significa buscar la verdad; y que la moral es un acto de amor, siempre: amor a Dios, amor al prójimo. Es también un acto que deja espacio a la conversión del otro, no condena inmediatamente, deja espacio.


Una vez —hay muchos sacerdotes aquí, pero disculpadme— mi predecesor, no, el otro, el cardenal Aramburu, que murió después, cuando fui nombrado arzobispo me dio un consejo: «Cuando veas que un sacerdote vacila un poco, que está poco firme, tú llámalo y dile: “Hablemos un poco, me han dicho que tú estás en esta situación, casi de doble vida, no lo sé...”; y verás que ese sacerdote comienza a decir: “No, no es verdad, no...”; tú interrúmpelo y dile: “Escúchame: vete a casa, piénsalo, y vuelve dentro de quince días, y volvemos a hablar”; y en esos quince días ese sacerdote —así me decía él— tenía tiempo de pensar, de repensar ante Jesús y volver: repensar ante Jesús y volver: “Sí, es verdad. ¡Ayúdeme!”». Siempre se necesita tiempo. «Pero, padre, ese sacerdote ha vivido, y ha celebrado la misa, en pecado mortal en esos quince días, eso dice la moral, ¿qué dice usted?». ¿Qué es mejor? ¿Qué ha sido lo mejor? Que el obispo haya tenido esa generosidad de darle quince días para que lo vuelva a pensar, con el riesgo de celebrar la misa en pecado mortal, ¿es mejor esto o lo otro, la moral rígida?


Y respecto a la moral rígida, os contaré un hecho que he vivido. Cuando nosotros estábamos en teología, el examen para escuchar las Confesiones —«ad audiendas», se llamaba— se hacía en tercer año, pero nosotros, los de segundo, teníamos el permiso de estar presente para prepararnos; y una vez, a un compañero nuestro le propusieron un caso, de una persona que va a confesarse, pero un caso muy complicado, respecto al séptimo mandamiento, «de justitia et jure». Se trataba precisamente de un caso muy irreal..., y este compañero, que era una persona normal, dijo al profesor: «Pero, padre, esto en la vida real no se ve». —«Sí, pero está en los libros». Esto lo he visto yo.


Pregunta:


Dónde sea que vayamos, hoy escuchamos hablar de crisis del matrimonio. Y, entonces, le quería preguntar: ¿en qué debemos poner el acento hoy para educar a los jóvenes al amor, de modo particular al matrimonio sacramental, superando sus resistencias, su escepticismo, las disilusiones, el miedo a lo definitivo?


Respuesta:


Tomo la última palabra: nosotros vivimos también una cultura de lo provisional. A un obispo, he oído decir, hace algunos meses, se le presentó un joven que había acabado los estudios universitarios, un buen joven, y le dijo: «Quiero ser sacerdote, pero por diez años». Es la cultura de lo provisional. Y esto sucede por doquier, también en la vida sacerdotal, en la vida religiosa. Lo provisional. Y por esto una parte de nuestros matrimonios sacramentales son nulos, porque ellos [los esposos] dicen: «Sí, para toda la vida», pero no saben lo que dicen, porque tienen otra cultura. Lo dicen, y tienen buena voluntad, pero no son conscientes. Una señora, en una ocasión, en Buenos Aires, me regañó: «Vosotros sacerdotes sois listos, porque para ser sacerdotes estudiáis ocho años, y luego si las cosas no funcionan y el sacerdote encuentra una chica que le gusta... al final le dais el permiso de casarse y formar una familia. Y a nosotros laicos, que debemos recibir el sacramento indisoluble para toda la vida, nos hacen participar en cuatro encuentros, y esto para toda la vida». Para mí, uno de los problemas es este: la preparación al matrimonio.


Y luego la cuestión está muy relacionada con el hecho social. Recuerdo, llamé —aquí en Italia, el año pasado— a un joven que había conocido hace tiempo en Ciampino, y se casaba. Lo llamé y le dije: «Me dijo tu madre que te casarás el mes que viene... ¿Dónde te casas?...». –«Todavía no lo sabemos, porque estamos buscando la iglesia que se adapte al vestido de mi novia... Y luego tenemos que hacer muchas cosas: los detallitos de boda, y también buscar un restaurante que no esté lejos...». ¡Estas son las preocupaciones! Un acontecimiento social. ¿Cómo cambiar esto? No lo sé. Un acontecimiento social en Buenos Aires: yo prohibí celebrar matrimonios religiosos, en Buenos Aires, en los casos que nosotros llamamos «matrimonios de apuro», matrimonios «con prisa» [reparadores], cuando hay un niño en camino. Ahora están cambiando las cosas, pero lo que sucede es esto: socialmente debe estar todo en regla, llega el niño, celebramos el matrimonio. Yo prohibí hacer esto, porque no son libres, ¡no son libres! Tal vez se aman. Y he visto casos hermosos, en los cuales, después de dos o tres años, se casaron, y he visto entrar en la iglesia al papá, la mamá y al niño de la mano. Pero sabían bien lo que hacían. La crisis del matrimonio es porque no se sabe lo que es el sacramento, la belleza del sacramento: no se sabe que es indisoluble, no se sabe que es para toda la vida. Es difícil.


Otra experiencia que he tenido en Buenos Aires: los párrocos, cuando hacían los cursos de preparación, había siempre 12-13 parejas, no más, y así no llegaban a 30 personas. La primera pregunta que hacían: «¿Cuántos de vosotros conviven?». La mayor parte levantaba la mano. Prefieren convivir, y esto es un desafío, requiere un trabajo. No decir en primer lugar: «¿Por qué no te casas por la Iglesia?». No. Acompañarlos: esperar y hacer madurar. Y hacer madurar la fidelidad.


En la zona de campo argentina, en la parte del Noreste, hay una superstición: que los novios tienen el hijo, conviven. En el campo sucede esto. Luego, cuando el hijo tiene que ir a la escuela, hacen el matrimonio civil. Y luego, cuando son abuelos, hacen el matrimonio religioso. Es una superstición, porque dicen que hacer en primer lugar el matrimonio religioso asusta al marido. Tenemos que luchar también contra estas supersticiones. Sin embargo, digo de verdad que he visto mucha fidelidad en estas convivencias, mucha fidelidad; y estoy seguro que este es un matrimonio verdadero, tienen la gracia del matrimonio, precisamente por la fidelidad que se tienen.


Pero existen supersticiones locales. La pastoral del matrimonio es la pastoral más difícil.


Y luego, la paz en la familia. No sólo cuando discuten entre ellos, y el consejo es siempre no terminar el día sin hacer las paces, porque la guerra fría del día después es peor. Es peor, sí, es peor. Incluso cuando se mezclan los parientes, los suegros, porque no es fácil ser suegro o suegra. No es fácil. He oído una cosa hermosa, que les gustará a las mujeres: cuando una mujer se entera por la ecografía que está embarazada de un niño, desde ese momento comienza a estudiar para convertirse en suegra.


Vuelvo a hablar en serio: la preparación al matrimonio, se debe hacer con la cercanía, sin asustarse, lentamente. Es un camino de conversión, muchas veces. Hay chicos y chicas que tienen una pureza, un amor grande y saben lo que hacen. Pero son pocos. La cultura de hoy nos presenta a estos jóvenes, que son buenos, y debemos acercarnos y acompañarlos, acompañarlos, hasta el momento de la madurez. Y allí, que celebren el sacramento, pero con gozo, gozosos. Se necesita mucha paciencia, mucha paciencia. Es la misma paciencia que hay que tener para la pastoral de las vocaciones. Escuchar las mismas cosas, escuchar: el apostolado del oído, escuchar, acompañar... No asustarse, por favor, no asustarse. No sé si he respondido, pero te hablo de mi experiencia, de lo que he vivido como párroco.


[Al final, después del canto de la Salve Regina]


¡Muchas gracias y rezad por mí!


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A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA DE LA
REUNIÓN DE LAS OBRAS PARA LA AYUDA A LAS IGLESIAS ORIENTALES (ROACO)
  
Palacio Apostólico Vaticano
Sala Clementina
Jueves 16 de junio de 2016


Queridos amigos:


Os doy la bienvenida y doy las gracias al cardenal Sandri por las palabras con las cuales ha introducido nuestro encuentro. Saludo de corazón a cada uno de vosotros y a la Comunidad a la cual pertenecéis. Estoy agradecido a todos por el celo que ponéis en sacar adelante la misión encargada y por la atención a las necesidades de nuestros hermanos de Oriente.


Participan en vuestros trabajos los representantes pontificios de Jerusalén, Líbano, Siria, Irak y Jordania, y de Ucrania, los cuales acompañan la vida de las Iglesias y de los pueblos de esos países, logrando la cercanía del Papa y la Santa Sede, a través de encuentros, pero también con gestos de caridad concreta, coordinados con todos los organismos comprometidos de la Curia romana.


Saludo, con afecto fraternal, también al padre Francesco Patton, sucesor del padre Pierbattista Pizzaballa como Custodio de Tierra Santa; y aprovecho la ocasión para expresar mi simpatía y mi gratitud a todos los Frailes Menores que desde hace siglos garantizan el mantenimiento de los Santos lugares y de los santuarios, también gracias a la colecta del Viernes santo que cada año se renueva, a partir de la feliz intuición del beato Pablo VI. ¡Que el Señor os guarde y os de paz! Deseo que, con la ayuda generosa de muchos, se finalicen las labores de restauro de la Basílica de la Natividad y del edículo del Santo Sepulcro, también con la aportación de las demás comunidades cristianas.


Se me ha referido que a lo largo de la restauración en Belén, en una pared de la nave, ha salido a la luz el séptimo ángel en mosaico que, junto a los otros seis, forma una especie de procesión hacia el lugar que conmemora el misterio del nacimiento del Verbo hecho hombre. Este hecho nos hace pensar que también el rostro de nuestras comunidades eclesiales puede estar cubierto por «incrustaciones» debidas a diversos problemas y pecados.


Sin embargo, vuestra obra debe ser siempre guiada por la certeza que de que bajo las incrustaciones materiales y morales, también bajo las lágrimas y la sangre provocadas por la guerra, por la violencia y por las persecuciones, bajo esta capa que parece impenetrable, hay un rostro luminoso como el del ángel del mosaico.


Y todos vosotros, con vuestros proyectos y vuestras acciones, cooperáis en este «restauro», para que el rostro de la Iglesia refleje visiblemente la luz de Cristo, Verbo Encarnado.


Él es nuestra paz, y llama a la puerta de nuestro corazón en Oriente Medio, así como en la India o en Ucrania, país este último al cual he querido que se destinase una colecta extraordinaria convocada para el pasado mes de abril entre las Iglesias de Europa.


La reflexión que durante estos días habéis querido dedicar a la presencia de las Iglesias siro-malabar y siro-malankar en los territorios de la India, fuera de Kerala, me hace esperar que se pueda proceder según las indicaciones de mis Predecesores, dentro del respeto del derecho propio de cada uno, sin espíritu de división, pero favoreciendo la comunión en el testimonio del único Salvador Jesucristo.


Tal comunión, en cada parte del mundo donde los católicos latinos y orientales viven el uno al lado del otro, necesita las riquezas espirituales de Occidente y de Oriente, de las cuales pueden servirse las jóvenes generaciones de sacerdotes, religiosos y religiosas y agentes pastorales, según afirmó san Juan Pablo ii: «las palabras de Occidente necesitan las palabras de Oriente para que la Palabra de Dios manifieste cada vez mejor sus insondables riquezas. Nuestras palabras se unirán para siempre en la Jerusalén del cielo, pero invocamos y deseamos que ese encuentro se anticipe en la Santa Iglesia que todavía camina hacia la plenitud del Reino» (Carta apostólica Orientale lumen, 28).


Mientras invoco sobre vosotros la bendición del Señor, os pido que recéis por mí, pues dentro de pocos días me dirigiré como peregrino a una tierra oriental, Armenia, la primera entre las Naciones en acoger el Evangelio de Jesús.
Gracias de corazón. Que la Virgen os proteja y os acompañe. Gracias. 


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VISITA A LA SEDE DEL PROGRAMA MUNDIAL DE ALIMENTOS (PMA)(WFP)



Lunes 13 de junio de 2016


PROGRAMA MUNDIAL DE ALIMENTOS (PMA)



Señoras y Señores:


Agradezco a la Directora Ejecutiva, Señora Ertharin Cousin, la invitación que me cursó para que inaugurara la Sesión Anual 2016 de la Junta Ejecutiva del Programa Mundial de Alimentos, así como las palabras de bienvenida que me ha dirigido. Asimismo mi saludo para la Embajadora Stephanie Hochstetter Skinner-Klée, Presidenta de esta importante asamblea, que congrega a los Representantes de diversos gobiernos llamados a emprender iniciativas concretas para la lucha contra el hambre. Y al saludar a todos ustedes aquí reunidos, agradezco tantos esfuerzos y compromisos con una causa que no puede no interpelarnos: la lucha contra el hambre que padecen muchos de nuestros hermanos.


Hace unos momentos he rezado ante el “Muro de la memoria”, testigo del sacrificio que realizaron los miembros de este Organismo, entregando su vida para que, incluso en medio de complejas vicisitudes, los hambrientos no carecieran de pan. Memoria que hemos de conservar para seguir luchando, con el mismo vigor, por el tan ansiado objetivo  de “hambre cero”. Esos nombres grabados a la entrada de esta Casa son un signo elocuente de que el PAM, lejos de ser una estructura anónima y formal, constituye un valioso instrumento de la comunidad internacional para emprender actividades cada vez más vigorosas y eficaces. La credibilidad de una Institución no se fundamenta en sus declaraciones, sino en las acciones realizadas por sus miembros. Se fundamenta en sus testigos.


Por vivir en un mundo interconectado e hípercomunicado, las distancias geográficas parecen achicarse. Tenemos la posibilidad de tomar contacto casi en simultáneo con lo que está aconteciendo en la otra parte del planeta. Por medio de las tecnologías de la comunicación, nos acercamos a tantas situaciones dolorosas que pueden ayudar (y han ayudado) a movilizar gestos de compasión y solidaridad. Aunque, paradójicamente hablando, esta aparente cercanía creada por la información, cada día parece agrietarse más. La excesiva información con la que contamos va generando paulatinamente – perdónenme el neologismo –  la “naturalización” de la miseria. Es decir, poco a poco, nos volvemos inmunes a las tragedias ajenas y las evaluamos como algo “natural”. Son tantas las imágenes que nos invaden que vemos el dolor, pero no lo tocamos; sentimos el llanto, pero no lo consolamos; vemos la sed pero no la saciamos. De esta manera, muchas vidas se vuelven parte de una noticia que en poco tiempo será cambiada por otra. Y mientras cambian las noticias, el dolor, el hambre y la sed no cambian, permanecen. Tal tendencia – o tentación – nos exige hoy un paso más y, a su vez, revela el papel fundamental que Instituciones como la vuestra tienen para el escenario global. Hoy no podemos darnos por satisfechos con sólo conocer la situación de muchos hermanos nuestros. Las estadísticas no sacian. No basta elaborar largas reflexiones o sumergirnos en interminables discusiones sobre las mismas, repitiendo incesantemente tópicos ya por todos conocidos. Es necesario “desnaturalizar” la miseria y dejar de asumirla como un dato más de la realidad. ¿Por qué? Porque la miseria tiene rostro. Tiene rostro de niño, tiene rostro de familia, tiene rostro de jóvenes y ancianos. Tiene rostro en la falta de posibilidades y de trabajo de muchas personas, tiene rostro de migraciones forzadas, casas vacías o destruidas. No podemos “naturalizar” el hambre de tantos; no nos está permitido decir que su situación es fruto de un destino ciego frente al que nada podemos hacer. Y, cuando la miseria deja de tener rostro, podemos caer en la tentación de empezar a hablar y discutir sobre “el hambre”, “la alimentación”, “la violencia” dejando de lado al sujeto concreto, real, que hoy sigue golpeando a nuestras puertas. Cuando faltan los rostros y las historias, las vidas comienzan a convertirse en cifras,  y así paulatinamente corremos el riesgo de burocratizar el dolor ajeno. Las burocracias mueven expedientes; la compasión – no la lástima, la compasión, el “padecer-con” –,  en cambio, se juega por las personas. Y creo que en esto tenemos mucho trabajo que realizar. Conjuntamente con todas las acciones que ya se realizan, es necesario trabajar para “desnaturalizar” y desburocratizar la miseria y el hambre de nuestros hermanos.Esto nos exige una intervención a distintas escalas y niveles donde sea colocado como objetivo de nuestros esfuerzos la persona concreta que sufre y tiene hambre, pero que también encierra un inmenso caudal de energías y potencialidades que debemos ayudar a concretar.


1. “Desnaturalizar” la miseria
 

Cuando estuve en la FAO, con motivo de la II Conferencia Internacional sobre Nutrición, les decía que una de las incoherencias fuertes que estábamos invitados a asumir era el hecho de que existiendo comida para todos, «no todos pueden comer, mientras que el derroche, el descarte, el consumo excesivo y el uso de alimentos para otros fines, están ante nuestros ojos» (Discurso a la Plenaria de la Conferencia [20 noviembre 2014], 3).


Dejémoslo claro, la falta de alimentos no es algo natural, no es un dato ni obvio, ni evidente. Que hoy en pleno siglo XXI muchas personas sufran este flagelo, se debe a una egoísta y mala distribución de recursos, a una “mercantilización” de los alimentos. La tierra, maltratada y explotada, en muchas partes del mundo nos sigue dando sus frutos, nos sigue brindando lo mejor de sí misma; los rostros hambrientos nos recuerdan que hemos desvirtuado sus fines. Un don, que tiene finalidad universal, lo hemos convertido en privilegio de unos pocos. Hemos hecho de los frutos de la tierra – don para la humanidad – commodities de algunos, generando, de esta manera, exclusión. El consumismo – en el que nuestras sociedades se ven insertas – nos ha inducido a acostumbrarnos a lo superfluo y al desperdicio cotidiano de alimento, al cual a veces ya no somos capaces de dar el justo valor, que va más allá de los meros parámetros económicos. Pero nos hará bien recordar que el alimento que se desecha es como si se robara de la mesa del pobre, del que tiene hambre. Esta realidad nos pide reflexionar sobre el problema de la pérdida y del desperdicio del alimento a fin de identificar vías y modos que, afrontando seriamente tal problemática, sean vehículo de solidaridad y de compartición con los más necesitados (cf. Catequesis [5 junio 2013]: L’O.R., ed. sem. en lengua española, 7 junio 2013, p. 12).


2. Desburocratizar el hambre


Debemos decirlo con sinceridad: hay temas que están burocratizados. Hay acciones que están “encajonadas”. La inestabilidad mundial que vivimos es sabida por todos. Últimamente las guerras y las amenazas de conflictos es lo que predomina en nuestros intereses y debates. Y así, ante la diversa gama de conflictos existentes, parece que las armas han alcanzado una preponderancia inusitada, de tal forma que han arrinconado totalmente otras maneras de solucionar las cuestiones en pugna. Esta preferencia está ya de tal modo radicada y asumida que impide la distribución de alimentos en zona de guerra, llegando incluso a la violación de los principios y directrices más básicos del derecho internacional, cuya vigencia se retrotrae a muchos siglos atrás. Nos encontramos así ante un extraño y paradójico fenómeno: mientras las ayudas y los planes de desarrollo se ven obstaculizados por intrincadas e incomprensibles decisiones políticas, por sesgadas visiones ideológicas o por infranqueables barreras aduaneras, las armas no; no importa la proveniencia, circulan con una libertad – perdonen el adjetivo –  jactanciosa y casi absoluta en tantas partes del mundo. Y de este modo, son las guerras las que se nutren y no las personas. En algunos casos la misma hambre se utiliza como arma de guerra. Y las víctimas se multiplican, porque el número de la gente que muere de hambre y agotamiento se añade al de los combatientes que mueren en el campo de batalla y al de tantos civiles caídos en la contienda y en los atentados. Somos plenamente conscientes de ello, pero dejamos que nuestra conciencia se anestesie y así la volvemos insensible. Quizás con palabras que justifican: “y bueno, no se puede con tanta tragedia”. Es la anestesia más a mano. De tal modo, la fuerza se convierte en nuestro único modo de actuar y el poder en el objetivo perentorio a alcanzar. Las poblaciones más débiles no sólo sufren los conflictos bélicos sino que, a su vez, ven frenados todo tipo de ayuda. Por esto urge desburocratizar todo aquello que impide que los planes de ayuda humanitaria cumplan sus objetivos. En eso ustedes tienen un papel fundamental, ya que necesitamos verdaderos héroes capaces de abrir caminos, tender puentes, agilizar trámites que pongan el acento en el rostro del que sufre. A esta meta han de ir orientadas igualmente las iniciativas de la comunidad internacional.


No es cuestión de armonizar intereses que siguen encadenados a visiones nacionales centrípetas o a egoísmos inconfesables. Más bien se trata de que los Estados miembros incrementen decisivamente su real voluntad de cooperar con estos fines. Por esta razón, qué importante sería que la voluntad política de todos los países miembros consienta e incremente decisivamente su real voluntad de cooperar con el Programa Mundial de Alimentos para que este, no solamente pueda responder a las urgencias, sino que pueda realizar proyectos sólidamente consistentes y promover programas de desarrollo a largo plazo, según las peticiones de cada uno de los gobiernos y de acuerdo a las necesidades de los pueblos.


El Programa Mundial de Alimentos con su trayectoria y actividad demuestra que es posible coordinar conocimientos científicos, decisiones técnicas y acciones prácticas con esfuerzos destinados a recabar recursos y distribuirlos ecuanimemente, es decir, respetando las exigencias de quien los recibe y la voluntad del donante. Este método, en las áreas más deprimidas y pobres, puede y debe garantizar el adecuado desarrollo de las capacidades locales y eliminar paulatinamente la dependencia exterior, a la vez que consiente reducir la pérdida de alimentos, de modo que nada se desperdicie. En una palabra, el PAM es un valioso ejemplo de cómo se puede trabajar en todo el mundo para erradicar el hambre a través de una mejor asignación de los recursos humanos y materiales, fortaleciendo la comunidad local. A este respecto, los animo a seguir adelante. No se dejen vencer por el cansancio, que es mucho, ni permitan que las dificultades los retraigan. Crean en lo que hacen y continúen poniendo entusiasmo en ello, que es la forma en que la semilla de la generosidad germine con fuerza. Dense el lujo de soñar. Necesitamos soñadores que impulsen estos proyectos.


La Iglesia Católica, fiel a su misión, quiere trabajar mancomunadamente con todas las iniciativas que luchen por salvaguardar la dignidad de las personas, especialmente de aquellas en las que están vulnerados sus derechos. Para hacer realidad esta urgente prioridad de “hambre cero”, les aseguro todo nuestro apoyo y respaldo a fin de favorecer todos los esfuerzos encaminados.


“Tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber”. En estas palabras se halla una de las máximas del cristianismo. Una expresión que, más allá de los credos y las convicciones, podría ser ofrecida como regla de oro para nuestros pueblos. Un pueblo se juega su futuro en la capacidad que tenga para asumir el hambre y la sed de sus hermanos. Y así como un pueblo, así también la humanidad. La humanidad se juega su futuro en la capacidad que tenga para asumir el hambre y la sed de sus hermanos. En esta capacidad de socorrer al hambriento y al sediento podemos medir el pulso de nuestra humanidad. Por eso, deseo que la lucha para erradicar el hambre y la sed de nuestros hermanos y con nuestros hermanos siga interpelándonos, que no nos deje dormir y nos haga soñar, las dos cosas. Que nos interpele a fin de buscar creativamente soluciones de cambio y de transformación. Y que Dios Omnipotente sostenga con su bendición el trabajo de vuestras manos. Muchas gracias.





Saludo del Santo Padre
al personal del
Programa Mundial de Alimentos (PMA)



Señoras y Señores:


¡Buenos días! Me alegra encontrarme con ustedes en un clima sencillo y familiar, reflejo del estilo que anima su entrega en el servicio a tantos hermanos nuestros que hoy encuentran en ustedes uno de los rostros solidarios de la humanidad. Quisiera también tener presente a sus colegas, que diseminados por todo el mundo, colaboran con el Programa Mundial de Alimentos. A todos ustedes, gracias por su calurosa cercanía y bienvenida.


La señora Directora Ejecutiva me ha comentado la importancia del trabajo que ustedes desarrollan con gran competencia y no pocos sacrificios, de forma generosa, incluso en situaciones arduas y a menudo de inseguridad por causas naturales o humanas. La amplitud y gravedad de los problemas que afronta el PAM pide que ustedes sigan adelante, poniendo entusiasmo en todo lo que hacen, sin detenerse, siempre dispuestos a servir. Para ello cuenta mucho la formación permanente, una fina intuición y sobre todo un gran sentido de compasión, sin el cual todo lo anterior carecería de fuerza y de sentido.


El PAM ha puesto una alta misión en sus manos. El éxito de la misma depende en gran parte de no dejarse vencer por la inercia y poner en todo capacidad de iniciativa, imaginación y profesionalidad, a fin de buscar cada día vías nuevas y eficaces para derrotar la malnutrición y el hambre que sufren tantos seres humanos en diversas partes del mundo. Son ellos los que están pidiendo que les prestemos nuestra atención. Por eso es importante que ustedes no se dejen agobiar por los dosieres y alcancen a descubrir que, en cada papel, hay una historia concreta, con frecuencia dolorosa y delicada. El secreto es ver detrás de cada expediente un rostro humano que requiere ayuda. Escuchar el grito del pobre les permitirá no dejarse encasillar en fríos formularios. Todo es poco para derrotar un fenómeno tan terrible como el hambre.


El hambre es una de las mayores amenazas a la paz y a la serena convivencia humana. Una amenaza que no podemos contentarnos solamente con denunciar o estudiar. Hay que encararla con decisión y resolverla con urgencia. Cada uno de nosotros, con la responsabilidad que tiene, debe actuar en la medida de sus posibilidades para alcanzar una solución definitiva a esta miseria humana, que degrada y merma la existencia de un número muy grande de hermanos y hermanas nuestras. Y, a la hora de ayudar a cuantos la padecen cruelmente, nadie sobra ni puede limitarse a presentar una excusa, pensando que es un problema que le sobrepasa o que no le afecta.


El desarrollo humano, social, técnico y económico es el camino necesario para asegurar que cada persona, familia, comunidad o pueblo pueda afrontar sus propias necesidades. Lo cual nos está diciendo que hay que trabajar no por una idea abstracta, no por la defensa de una dignidad teórica, sino por salvaguardar la vida concreta de cada ser humano. En las zonas más pobres y deprimidas, esto significa disponer de alimentos en caso de emergencias, pero también posibilitar el acceso a medios e instrumental técnico, a puestos de trabajo, a microcréditos, y así procurar que la población local fortalezca su capacidad de respuesta a las crisis que surjan de forma repentina.


Al hablar de esto no me estoy refiriendo solamente a cuestiones materiales. Se trata ante todo de un compromiso moral que permita mirar con responsabilidad a la persona que tengo a mi lado, así como al objetivo general de todo el Programa. Ustedes están llamados a sostener y defender este compromiso mediante un servicio que sólo a primera vista puede parecer exclusivamente de carácter técnico. En cambio, lo que ustedes llevan a cabo son acciones que necesitan una gran fuerza moral, porque contribuyen a la edificación del bien común en cada país y en toda la comunidad internacional.


Frente a tantos retos, ante los peligros y trastornos que continuamente surgen, da la impresión de que el futuro de la humanidad solamente consistirá en responder a pruebas y riesgos cada vez más concatenados y difíciles de predecir, tanto en su amplitud como en su complejidad. Lo saben bien por propia experiencia. Pero esto no nos debe desanimar. Anímense y ayúdense para no dejar entrar en sus corazones la tentación de la desconfianza o de la indiferencia. Más bien, crean firmemente que el quehacer diario de todos ustedes está contribuyendo a convertir nuestro mundo en un mundo con rostro humano, en un espacio que tenga como puntos cardinales la compasión, la solidaridad, la ayuda recíproca y la gratuidad. Cuanto más grande sea su generosidad, su tenacidad, su fe, en mayor grado la cooperación multilateral podrá hallar adecuadas soluciones a los problemas que tanto nos preocupan, podrá agrandar las visiones parciales e interesadas y abrir caminos novedosos a la esperanza, el justo desarrollo humano, la sostenibilidad y la lucha por cerrar la brecha a las injustas desigualdades económicas, que tanto hieren a los más vulnerables.


Sobre cada uno de ustedes, sobre sus familias y el trabajo que desempeñan en el PAM, invoco abundantes bendiciones divinas.


Les ruego que recen por mí, cada uno en su interior, o al menos que cuando piensen en mí lo hagan en positivo. Mucho lo necesito.


Muchas gracias.


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A LOS PARTICIPANTES EN UN CONGRESO PARA PERSONAS DISCAPACITADAS,
ORGANIZADO POR LA CONFERENCIA EPISCOPAL ITALIANA


Aula Pablo VI
Sábado 11 de junio de 2016


Queridos hermanos y hermanas:


Os acojo con ocasión del 25° aniversario de la institución del Sector para la catequesis de las personas discapacitadas de la Oficina catequística nacional italiana. Una conmemoración que estimula a renovar el compromiso a fin de que las personas discapacitadas sean plenamente acogida en las parroquias, en las asociaciones y en los movimientos eclesiales. Os agradezco las preguntas que me habéis hecho y que muestran vuestra pasión por este ámbito de la pastoral. Ello requiere una doble atención: la consciencia de la educabilidad en la fe de la persona con discapacidad, incluso graves y gravísimas; y la voluntad de considerarla como sujeto activo en la comunidad en la que vive.


Estos hermanos y hermanas —como demuestra también este Congreso— no son sólo capaces de vivir una genuina experiencia de encuentro con Cristo, sino que son también capaces de testimoniarla a los demás. Mucho se ha hecho en la atención pastoral de los discapacitados; hay que seguir adelante, por ejemplo reconociendo mejor su capacidad apostólica y misionera, y antes aún el valor de su «presencia» como personas, como miembros vivos del Cuerpo eclesial. En la debilidad y en la fragilidad se esconden tesoros capaces de renovar nuestras comunidades cristianas.


En la Iglesia, gracias a Dios, se cuenta con una difundida atención a la discapacidad en sus formas física, mental y sensorial, y una actitud de general acogida. Sin embargo, a nuestras comunidades aún les cuesta practicar una verdadera inclusión, una participación plena que al final llegue a ser ordinaria, normal. Y esto requiere no sólo técnicas y programas específicos, sino ante todo reconocimiento y acogida de los rostros, tenaz y paciente certeza que cada persona es única e irrepetible, y cada rostro que se excluye es un empobrecimiento de la comunidad.


También en este ámbito es decisiva la implicación de las familias, que piden ser no sólo acogidas, sino estimuladas y alentadas. Que nuestras comunidades cristianas sean «casas» donde el sufrimiento encuentre com-pasión, donde cada familia con su carga de dolor y fatiga pueda sentirse comprendida y respetada en su dignidad. Como expresé en la exhortación apostólica Amoris laetitia, «la atención dedicada tanto a los migrantes como a las personas con discapacidades es un signo del Espíritu. Porque ambas situaciones son paradigmáticas: ponen especialmente en juego cómo se vive hoy la lógica de la acogida misericordiosa y de la integración de los más frágiles» (n. 47).


En el camino de inclusión de las personas discapacitadas ocupa naturalmente un lugar decisivo su admisión a los Sacramentos. Si reconocemos la peculiaridad y la belleza de su experiencia de Cristo y de la Iglesia, debemos, como consecuencia afirmar con claridad que ellas están llamadas a la plenitud de la vida sacramental, incluso en presencia de graves disfunciones psíquicas. Es triste constatar que en algunos casos permanecen dudas, resistencias e incluso rechazos. A menudo se justifica el rechazo diciendo: «si no entiende», o bien: «no lo necesita». En realidad, con esa actitud, se muestra no haber comprendido verdaderamente el sentido de los Sacramentos mismos, y, de hecho, se niega a las personas discapacitadas el ejercicio de su filiación divina y la plena participación en la comunidad eclesial.


El Sacramento es un don y la liturgia es vida: ante aún de ser comprendida racionalmente, ella pide ser vivida en la especificidad de la experiencia experiencia personal y eclesial. En ese sentido, la comunidad cristiana está llamada a obrar con el fin de que cada bautizado pueda tener experiencia de Cristo en los Sacramentos. Por lo tanto, que sea una viva preocupación de la comunidad hacer lo posible para que las personas discapacitadas puedan experimentar que Dios es nuestro Padre y nos ama, que tiene predilección por los pobres y los pequeños a través de los simples y cotidianos gestos de amor de los cuales son destinatarios. Como afirma el Directorio general para la catequesis: «El amor del Padre hacia sus hijos más débiles y la continua presencia de Jesús con su Espíritu dan fe de que toda persona, por limitada que sea, es capaz de crecer en santidad» (n. 189).


Es importante prestar atención también a la ubicación y participación de las personas discapacitadas en las asambleas litúrgicas: estar en la asamblea y dar la propia aportación a la acción litúrgica con el canto y con gestos significativos, contribuye a sostener el sentido de pertenencia de cada uno. Se trata de hacer crecer una mentalidad y un estilo que resguarde de prejuicios, exclusiones y marginaciones, favoreciendo una efectiva fraternidad en el respeto de la diversidad apreciada como valor.



Queridos hermanos y hermanas, os doy las gracias por cuanto habéis hecho en estos veinticinco años de trabajo al servicio de comunidades cada vez más acogedoras y atentas a los últimos. Seguid adelante con perseverancia y con la ayuda de María santísima nuestra Madre. Rezo por vosotros y os bendigo de corazón; y también vosotros, por favor, rezad por mí.
 

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A UNA DELEGACIÓN DE LA COMUNIÓN MUNDIAL DE LAS IGLESIAS REFORMADAS

 Viernes 10 de junio de 2016


Queridos hermanos y hermanas:


Les doy la bienvenida de corazón y les agradezco su visita: «A ustedes, gracia y paz de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo» (1 Co 1,3). Agradezco de modo particular las palabras del Señor Secretario General.


Nuestro encuentro de hoy es un paso más en el camino que caracteriza el movimiento ecuménico; camino bendito y lleno de esperanza, a lo largo del cual buscamos vivir cada vez más de acuerdo con la oración del Señor «para que todos sean uno» (Jn 17,21).


Han pasado diez años desde que una delegación de la Alianza Mundial de las Iglesias Reformadas visitó a mi predecesor, el Papa Benedicto XVI. En este tiempo, la histórica unificación del Consejo Ecuménico Reformado y de la Alianza Mundial de las Iglesias Reformadas, que tuvo lugar en 2010, ha sido un ejemplo tangible de progreso hacia la meta de la unidad de los cristianos y, para muchos, un estímulo en el camino ecuménico.


Hoy debemos dar gracias a Dios ante todo por el redescubrimiento de nuestra fraternidad que, como escribió san Juan Pablo II, «no es la consecuencia de un filantropismo liberal o de un vago espíritu de familia. Tiene su raíz en el reconocimiento del único Bautismo y en la consiguiente exigencia de que Dios sea glorificado en su obra» (cf. Carta enc., Ut unum sint, 42). Católicos y reformados pueden promover un crecimiento mutuo en esta comunión espiritual, para servir mejor al Señor.


La reciente conclusión de la cuarta fase del diálogo teológico entre la Comunión Mundial de Iglesias Reformadas y el Pontificio Consejo para la Unidad de los Cristianos, con el tema La justificación y la sacramentalidad: la comunidad cristiana como artesana de justicia, representa un motivo especial de agradecimiento. Me alegra ver que el informe final destaca con claridad el vínculo inseparable entre la justificación y la justicia. En efecto, nuestra fe en Jesús nos impulsa a vivir la caridad mediante gestos concretos, capaces de incidir en nuestro estilo de vida, en las relaciones y en la realidad que nos rodea. Sobre la base del acuerdo acerca de la doctrina de la justificación, hay muchos campos en que reformados y católicos pueden trabajar juntos para testimoniar el amor misericordioso de Dios, verdadero antídoto frente al sentido de desorientación y a la indiferencia que nos circundan.


Hoy se experimenta a menudo una «desertificación espiritual». Especialmente allí donde se vive como si Dios no existiera, nuestras comunidades cristianas están llamadas a ser «cántaros» que apagan la sed con la esperanza, presencias capaces de inspirar fraternidad, encuentro, solidaridad, amor genuino y desinteresado (cf. Exh. ap., Evangelii gaudium, 86-87); han de acoger y avivar la gracia de Dios, para no encerrarse en sí mismos y abrirse a la misión. No se puede, en efecto, comunicar la fe viviéndola de manera aislada o en grupos cerrados y separados, en una especie de falsa autonomía y de inmanentismo comunitario. Así no se da respuesta a la sed de Dios que nos interroga y que está presente también en tantas formas nuevas de religiosidad. Estas pueden favorecer a veces el repliegue sobre sí mismas y sus propias necesidades, dando lugar a una especie de «consumismo espiritual». Por lo tanto, si los hombres de nuestro tiempo no encuentran «una espiritualidad que los sane, los libere, los llene de vida y de paz, al mismo tiempo que los convoque a la comunión solidaria y a la fecundidad misionera, terminarán engañados por propuestas que no humanizan ni dan gloria a Dios» (cf. ibíd., 89).


Se necesita urgentemente un ecumenismo que, junto con el esfuerzo teológico que busca recomponer las disputas doctrinales entre los cristianos, promueva una misión común de evangelización y de servicio. Ya hay ciertamente muchas iniciativas y buena colaboración en diferentes lugares. Pero todos podemos hacer mucho más juntos para dar un testimonio vivo «a todo el que pida razón de nuestra esperanza» (cf. 1 P 3,15): transmitir el amor misericordioso de nuestro Padre, que hemos recibido gratuitamente y estamos llamados a dar generosamente.


Queridos hermanos y hermanas, les renuevo mi agradecimiento por su presencia y por su compromiso al servicio del Evangelio, y expreso el deseo de que este encuentro sea un signo eficaz de nuestra constante determinación de caminar juntos en la peregrinación hacia la plena unidad. Que este encontrarnos sirva de ánimo a todas las comunidades reformadas y católicas para seguir trabajando juntos en la transmisión de la alegría del Evangelio a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Que Dios los bendiga a todos. 


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A UNA REPRESENTACIÓN DE MÉDICOS ESPAÑOLES Y LATINOAMERICANOS

Palacio Apostólico Vaticano
Sala Clementina
Jueves 9 de junio de 2016



Gentiles señoras y señores, ¡buenos días!


Me alegra encontrarme con todos ustedes, miembros de las Asociaciones médicas latinoamericanas. Agradezco al Dr. Rodríguez Sendín, Presidente de la Organización médica colegial de España, sus amables palabras.


En este año la Iglesia Católica celebra el Jubileo de la Misericordia, y esta es una buena ocasión para manifestar reconocimiento y gratitud a todos los profesionales de la sanidad que, con su dedicación, cercanía y profesionalidad a las personas que padecen una enfermedad, pueden convertirse en verdadera personificación de la misericordia. La identidad y el compromiso del médico no sólo se apoya en su ciencia y competencia técnica, sino principalmente en su actitud compasiva —padece-con— y misericordiosa hacia los que sufren en el cuerpo y en el espíritu. La compasión, es de alguna manera el alma misma de la medicina. La compasión no es lástima, es padecer-con.


En nuestra cultura tecnológica e individualista, la compasión no siempre es bien vista; en 
ocasiones, hasta se la desprecia porque significa someter a la persona que la recibe a una humillación. E incluso no faltan quienes se escudan en una supuesta compasión para justificar y aprobar la muerte de un enfermo. Y no es así. La verdadera compasión no margina a nadie, ni la humilla, ni la excluye, ni mucho menos considera como algo bueno su desaparición. La verdadera compasión, la asume. Ustedes saben bien que eso significaría el triunfo del egoísmo, de esa «cultura del descarte» que rechaza y desprecia a las personas que no cumplen con determinados cánones de salud, de belleza o de utilidad. A mí me gusta bendecir las manos de los médicos como signo de reconocimiento a esa compasión que se hace caricia de salud.


La salud es uno de los dones más preciados y deseados por todos. En la tradición bíblica siempre se ha puesto de manifiesto la cercanía entre salvación y la salud, así como sus mutuas y numerosas implicaciones. Me gusta recordar ese título con el que los padres de la Iglesia solían denominar a Cristo y a su obra de salvación: Christus medicus, Cristo médico. Él es el Buen Pastor que cuida a la oveja herida y conforta a la enferma (cf. Ez 34,16); Él es el Buen Samaritano que no pasa de largo ante la persona malherida al borde del camino, sino que, movido por la compasión, la cura y la atiende (cf. Lc 10,33-34). La tradición médica cristiana siempre se ha inspirado en la parábola del Buen Samaritano. Es un identificarse con el amor del Hijo de Dios, que «pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos» (Hch 10,38). ¡Cuánto bien hace al ejercicio de la medicina pensar y sentir que la persona enferma es nuestro prójimo, que él es de nuestra carne y sangre, y que en su cuerpo lacerado se refleja el misterio de la carne del mismo Cristo! «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40). 


La compasión, este padecer-con, es la respuesta adecuada al valor inmenso de la persona enferma, una respuesta hecha de respeto, comprensión y ternura, porque el valor sagrado de la vida del enfermo no desaparece ni se oscurece nunca, sino que brilla con más resplandor precisamente en su sufrimiento y en su desvalimiento. Qué bien se entiende la recomendación de san Camilo de Lellis para tratar a los enfermos. Dice así: «Pongan más corazón en esas manos». La fragilidad, el dolor y la enfermedad son una dura prueba para todos, también para el personal médico, son un llamado a la paciencia, al padecer-con; por ello no se puede ceder a la tentación funcionalista de aplicar soluciones rápidas y drásticas, movidos por una falsa compasión o por meros criterios de eficiencia y ahorro económico. 


Está en juego la dignidad de la vida humana; está en juego la dignidad de la vocación médica. Vuelvo a lo que dije sobre bendecir las manos de los médicos. Y si bien en el ejercicio de la medicina, técnicamente hablando, es necesaria la asepsia, en el meollo de la vocación médica la asepsia va contra la compasión, la asepsia es un medio técnico necesario en el ejercicio pero no debe afectar nunca lo esencial de ese corazón compasivo. Nunca debe afectar el “pongan más corazón en esas manos”.


Queridos amigos, les aseguro mi aprecio por el esfuerzo que realizan para dignificar cada día más su profesión y para acompañar, cuidar y valorizar el inmenso don que significan las personas que sufren a causa de la enfermedad. Les aseguro mi oración por ustedes: pueden hacer tanto bien, tanto bien; por ustedes y sus familias, porque cuántas veces sus familias tienen que acompañar soportando la vocación del o de la médico, que es como un sacerdocio. Y les pido también que no dejen de rezar por mí, que algo de médico tengo. Muchas gracias.


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A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA DE LAS 
OBRAS MISIONERAS PONTIFICIAS 

Palacio Apostólico Vaticano
Sala Clementina
Sábado 4 de junio de 2016


Señor Cardenal,
venerables hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas,
 

doy mi bienvenida a todos, Directores Nacionales de las Obras Misionales y colaboradores de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos. Doy las gracias al Cardenal Fernando Filoni por las palabras que me ha dirigido, y a todos vosotros por vuestro precioso servicio a la misión de la iglesia que es el de llevar el Evangelio «a toda criatura » (Mc 16,15).
 

Este año nuestro encuentro se produce en el centenario de la fundación de la Pontificia Unión Misional (PUM). La Obra se inspira en la figura del beato Paolo Manna, sacerdote misionero del Pontificio Instituto para las Misiones Extranjeras, que sostuvo san Guido Maria Conforti, y que fue aprobada por el Papa Benedicto XV el 31 de octubre de 1916; mientras cuarenta años después, el venerable Pío XII la calificó como “Pontificia”. A través de la intuición del beato Paolo Manna y de la mediación de la Sede Apostólica, el Espíritu Santo condujo a la Iglesia a tener cada vez más conciencia de su propia naturaleza misionera, que posteriormente el Concilio Ecuménico Vaticano II llevó a su madurez.
 

El beato Paolo Manna entendió muy bien que formar y educar al misterio de la Iglesia y a su inherente vocación misionera es un propósito que debe tener todo el pueblo santo de Dios, en los diversos estados de vida y ministerios. «De las tareas de la Unión Misional algunas son de carácter cultural, otras de carácter espiritual, otras prácticas y organizativas. La Unión Misional tiene la tarea de iluminar, inflamar y trabajar organizando a los sacerdotes, y mediante ellos a todos los files, en favor de las misiones». Tal como lo expresó el fundador de la Unión Misional en 1936 en su intervención histórica, celebrada durante el segundo Congreso Internacional de la Obra. Sin embargo, formar en la misión a los obispos y sacerdotes no significaba reducir esta Unión a una realidad simplemente clerical, sino a sostener a la jerarquía en su servicio al carácter misionero de la Iglesia que es propio de todos: fieles y pastores, casados o consagrados, Iglesia universal e Iglesias particulares.
 

Poniendo en acto este servicio con la caridad que le es propia, los pastores mantienen la Iglesia siempre y en todas partes en un estado de misión, que es siempre en última instancia, obra de Dios, y de la que participan, mediante el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, todos los creyentes.
 

Queridos Directores Nacionales de las Obras Misionales Pontificias, la misión es la que hace a la Iglesia y la mantiene fiel a la voluntad salvífica de Dios. Por esta razón, aunque es importante que os ocupéis de la recogida y distribución de las ayudas económicas que diligentemente administráis en favor de las muchas iglesias y los muchos cristianos necesitados, servicio por el que os doy las gracias, os insto a que no os limitéis solo a este aspecto. Se necesita “mística”. Necesitamos crecer en la pasión evangélica. Tengo miedo, lo confieso, de que vuestra obra se quede solo en lo organizativo, perfectamente organizada, pero sin pasión. Esto lo puede hacer también una ONG, ¡pero ustedes no son una ONG!. Vuestra unión sin pasión no sirve; sin ‘mística’ no sirve. Y si tenemos que sacrificar algo, sacrifiquemos la organización, vayamos adelante con la mística de los santos. Hoy, vuestra Unión misional necesita de esto, la mística de los santos y de los mártires”. “Y este es el trabajo generoso de formación permanente a la misión que deben hacer; que no es solo un curso intelectual, sino que forma parte de esta ola de pasión misionera, de testimonio martirial. Las Iglesias de reciente fundación, a las que ustedes ayudan para su formación misionera permanente, podrán transmitir a las iglesias de antigua fundación, a veces apesadumbradas por su historia y un poco cansadas, el ardor de la fe juvenil, el testimonio de la esperanza cristiana, sostenida por el valor admirable del martirio. Os animo a servir con gran amor a las Iglesias que, gracias a los mártires, nos dan testimonio de cómo el Evangelio nos hace partícipes de la vida de Dios, y lo hacen por atracción y no por proselitismo.
 

Que en este Año Santo de la Misericordia, el ardor misionero que consumía al beato Paolo Manna y del que surgió la Pontificia Unión Misional, aún hoy siga haciendo arder, apasionar, renovar, repensar y reformar el servicio que esta Obra está llamada a ofrecer a la Iglesia entera. Vuestra Unión no debe ser la misma el año que viene como este año: tiene que cambiar en esta dirección, se debe convertir con esta pasión misionera. Mientras damos gracias al Señor por sus cien años, que la pasión por Dios y por la misión de la Iglesia lleve también a la Pontificia Unión Misional a repensarse  nuevamente, en la docilidad del Espíritu Santo, en vista de una adecuada reforma de sus modalidades, es decir de conversión y reforma - actuativas y de una auténtica renovación para el bien de la formación permanente de la misión de todas las Iglesia. A la Virgen María, Reina de las Misiones, a los santos Pedro y Pablo, a san Guido María Conforti y al beato Paolo Ma nna encomendamos con gratitud vuestro servicio. Os bendigo de corazón y os pido que por favor oréis por mí, para que no caiga en la “beata quiete”; para que también yo tenga ardor misionero para seguir adelante. Y os invito a rezar juntos el Ángelus”. 

(Fuente: Agencia Fides http://www.fides.org/es)


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 EN LA CUMBRE DE JURISTAS CONTRA LA TRATA DE PERSONAS Y EL CRIMEN ORGANIZADO

 Pontificia Academia de las Ciencias Sociales
Viernes 3 de junio de 2016



“Si me alegro de esta contribución y me complazco con ustedes es también en consideración al noble servicio que pueden ofrecer a la humanidad, ya sea profundizando en el conocimiento de ese fenómeno tan actual, la indiferencia en el mundo globalizado y sus formas extremas, ya sea en las soluciones frente a este reto, tratando de mejorar las condiciones de vida de los más necesitados entre nuestros hermanos y hermanas. Siguiendo a Cristo, la Iglesia está llamada a comprometerse. O sea, no cabe el adagio de la Ilustración, según el cual la Iglesia no debe meterse en política, la Iglesia debe meterse en la gran política porque -cito a Pablo VI- “la política es una de las formas más altas del amor, de la caridad”. Y la Iglesia también está llamada a ser fiel con las personas, aun más cuando se consideran las situaciones donde se tocan las llagas y el sufrimiento dramático, y en las cuales están implicados los valores, la ética, las ciencias sociales y la fe; situaciones en las cuales el testimonio de ustedes como personas y humanistas, unido a la competencia social propia, es particularmente apreciado.


En el curso de estos últimos años no han faltado importantes actividades de la Pontificia Academia de las Ciencias Sociales bajo el vigoroso impulso de su Presidenta, del Canciller y de algunos colaboradores externos de notorio prestigio, a quienes agradezco de corazón. Actividades en defensa de la dignidad y libertad de los hombres y mujeres de hoy y, en particular, para erradicar la trata y el tráfico de personas y las nuevas formas de esclavitud tales como el trabajo forzado, la prostitución, el tráfico de órganos, el comercio de la droga, la criminalidad organizada. Como dijo mi predecesor Benedicto XVI, y lo he afirmado yo mismo en varias ocasiones, éstos son verdaderos crímenes de lesa humanidad que deben ser reconocidos como tales por todos los líderes religiosos, políticos y sociales, y plasmados en las leyes nacionales e internacionales.


El encuentro con los líderes religiosos de las principales religiones que hoy influyen en el mundo global, el 2 de diciembre del 2014, así como la cumbre de los intendentes y alcaldes de las ciudades más importantes del mundo, el 21 de julio del 2015, han manifestado la voluntad de esta Institución en perseguir la erradicación de las nuevas formas de esclavitud. Conservo un particular recuerdo de estos dos encuentros, como también de los significativos seminarios de los jóvenes, todos debidos a la iniciativa de la Academia. Alguno puede pensar que la Academia debe moverse más bien en un ámbito de ciencias puras, de consideraciones más teóricas. Esto responde ciertamente a una concepción ilustrada de lo que debe ser una Academia. Una Academia ha de tener raíces, y raíces en lo concreto, porque sino corre el riesgo de fomentar una reflexión líquida que se vaporiza y no llega a nada. Este divorcio entre la idea y la realidad es evidentemente un fenómeno cultural pasado, más bien de la Ilustración, pero que todavía tiene su incidencia.


Actualmente, inspirada por los mismos deseos, la Academia ha convocado a ustedes, jueces y fiscales de todo el mundo, con experiencia y sabiduría práctica en la erradicación de la trata y tráfico de personas y de la criminalidad organizada. Ustedes han venido aquí representando a sus colegas, con el loable propósito de avanzar en la toma de conciencia cabal de estos flagelos y, consecuentemente, manifestar su insustituible misión frente a los nuevos retos que nos plantea la globalización de la indiferencia, respondiendo a la creciente solicitud de la sociedad y en el respeto de las leyes nacionales e internacionales. Hacerse cargo de la propia vocación quiere decir también sentirse y proclamarse libres. Jueces y fiscales libres ,¿de qué?: de las presiones de los gobiernos, libres de las instituciones privadas y, naturalmente, libres de las “estructuras de pecado” de las que habla mi predecesor san Juan Pablo II, en particular, de la “estructura de pecado”, libres del crimen organizado. Yo sé que ustedes sufren presiones, sufren amenazas en todo esto, y sé que hoy día ser juez, ser fiscal, es arriesgar el pellejo, y eso merece un reconocimiento a la valentía de aquellos que quieren seguir siendo libres en el ejercicio de su función jurídica. Sin esta libertad, el poder judicial de una Nación se corrompe y siembra corrupción. Todos conocemos la caricatura de la justicia, para estos casos, ¿no?: La justicia con los ojos vendados que se le va cayendo la venda y le tapa la boca.


Felizmente, para la realización de este complejo y delicado proyecto humano y cristiano: liberar a la humanidad de las nuevas esclavitudes y del crimen organizado, que la Academia cumple siguiendo mi pedido, se puede contar también con la importante y decisiva sinergia de las Naciones Unidas. Hay una mayor conciencia de esto, una fuerte conciencia. Agradezco que los representantes de las 193 Naciones miembros de la ONU, que hayan aprobado unánimemente los nuevos objetivos del desarrollo sostenible e integral, y en particular la meta 8.7. Esta reza así: “Adoptar medidas inmediatas y eficaces para erradicar el trabajo forzoso, poner fin a las formas modernas de esclavitud y la trata de seres humanos, y asegurar la prohibición y eliminación de las peores formas de trabajo infantil, incluidos el reclutamiento y la utilización de niños soldados, y, a más tardar en 2025, poner fin al trabajo infantil en todas sus formas”. Hasta aquí la resolución. Bien se puede decir que ahora es un imperativo moral para todas las Naciones miembros de la ONU actuar tales objetivos y tal meta.


Para ello, es obligatorio generar un movimiento trasversal y ondular, una “buena onda”, que abrace a toda la sociedad de arriba para abajo y viceversa, desde la periferia al centro y al revés, desde los líderes hacia las comunidades, y desde los pueblos y la opinión pública hasta los más altos estratos dirigenciales. La realización de ello requiere que, como ya lo han hecho los líderes religiosos, sociales y los alcaldes, también los jueces tomen plena conciencia de este desafío, que sientan la importancia de su responsabilidad ante la sociedad, y que compartan sus experiencias y buenas prácticas, y que actúen juntos - importante, en comunión, en comunidad, que actúen juntos - para abrir brechas y nuevos caminos de justicia en beneficio de la promoción de la dignidad humana, de la libertad, la responsabilidad, la felicidad y, en definitiva, de la paz. Sin ceder al gusto por la simetría, podríamos decir que el juez es a la justicia como el religioso y el filósofo a la moral, y el gobernante o cualquier otra figura personalizada del poder soberano es a lo político. Pero solamente en la figura del juez la justicia se reconoce como el primer atributo de la sociedad. Y esto hay que rescatarlo, porque la tendencia, cada vez mayor, es la de licuar la figura del juez a través de las presiones, etcétera, que mencioné antes. Y, sin embargo, es el primer atributo de la sociedad. Sale en la misma tradición bíblica, ¿no es cierto? Moisés necesita instituir setenta jueces para que lo ayuden, que juzguen los casos, el juez a quien se recurre. Y también en este proceso de licuefacción, lo contundente, lo concreto de la realidad afecta a los pueblos. O sea, los pueblos tienen una entidad que les da consistencia, que los hace crecer, y hacer sus propios proyectos, asumir sus fracasos, asumir sus ideales, pero también están sufriendo un proceso de licuefacción, y todo lo que es la consistencia concreta de un pueblo tiende a transformarse en la mera identidad nominal de un ciudadano, y un pueblo no es lo mismo que un grupo de ciudadanos. El juez es el primer atributo de una sociedad de pueblo.


La Academia, convocando a los jueces, no aspira sino a colaborar en la medida de sus posibilidades según el mandato de la ONU. Cabe aquí agradecer a aquellas Naciones que por intermedio de los Embajadores ante la Santa Sede no se han mostrado indiferentes o arbitrariamente críticas, sino que, por el contrario, han colaborado activamente con la Academia en la realización de esta Cumbre. Los Embajadores que no sintieron esta necesidad, o que se lavaron las manos, o que pensaron que no era tan necesario, los esperamos para la próxima reunión.


Pido a los jueces que realicen su vocación y misión esencial: establecer la justicia sin la cual no hay orden, ni desarrollo sostenible e integral, ni tampoco paz social. Sin duda, uno de los más grandes males sociales del mundo de hoy es la corrupción en todos los niveles, la cual debilita cualquier gobierno, debilita la democracia participativa y la actividad de la justicia. A ustedes, jueces, corresponde hacer justicia, y les pido una especial atención en hacer justicia en el campo de la trata y del tráfico de personas y, frente a esto y al crimen organizado, les pido que se defiendan de caer en la telaraña de las corrupciones.


Cuando decimos “hacer justicia”, como ustedes bien saben, no entendemos que se deba buscar el castigo por sí mismo, sino que, cuando caben penalidades, que éstas sean dadas para la reeducación de los responsables, de tal modo que se les pueda abrir una esperanza de reinserción en la sociedad, o sea, no hay pena válida sin esperanza. Una pena clausurada en sí misma, que no dé lugar a la esperanza, es una tortura, no es una pena. En esto yo me baso también para afirmar seriamente la postura de la Iglesia contra la pena de muerte. Claro, me decía un teólogo que en la concepción de la teología medieval y post-medieval, la pena de muerte tenía la esperanza: “se los entregamos a Dios”. Pero los tiempos han cambiado y esto ya no cabe. Dejemos que sea Dios quien elija el momento… La esperanza de la reinserción en la sociedad: “Ni siquiera el homicida pierde su dignidad personal y Dios mismo se hace su garante”. Y, si esta delicada conjunción entre la justicia y la misericordia, que en el fondo es preparar para una reinserción, vale para los responsables de los crímenes de lesa humanidad como también para todo ser humano, a fortiori vale sobretodo para las víctimas que, como su nombre indica, son más pasivas que activas en el ejercicio de su libertad, habiendo caído en la trampa de los nuevos cazadores de esclavos. Víctimas tantas veces traicionadas hasta en lo más íntimo y sagrado de su persona, es decir en el amor que ellas aspiran a dar y tener, y que su familia les debe o que les prometen sus pretendientes o maridos, quienes en cambio acaban vendiéndolas en el mercado del trabajo forzado, de la prostitución o de la venta de órganos.


Los jueces están llamados hoy más que nunca a poner gran atención en las necesidades de las víctimas. Son las primeras que deben ser rehabilitadas y reintegradas en la sociedad y por ellas se debe perseguir sin cuartel a los traficantes y “carníferos”. No vale el viejo adagio: son cosas que existen desde que el mundo es mundo. Las víctimas pueden cambiar y, de hecho, sabemos que cambian de vida con la ayuda de los buenos jueces, de las personas que las asisten y de toda la sociedad. Sabemos que no pocas de esas personas son abogados o abogadas, políticos o políticas, escritores brillantes o bien tienen algún oficio exitoso para servir de modo válido al bien común. Sabemos cuán importante es que cada víctima se anime a hablar de su ser víctima como un pasado que superó valientemente siendo ahora un sobreviviente o, mejor dicho, una persona con calidad de vida, con dignidad recuperada y libertad asumida. Y en este asunto de la reinserción quisiera trasmitir una experiencia empírica, a mí me gusta, cuando voy a una ciudad, visitar las cárceles – ya he visitado varias - y es curioso, sin desmerecer a nadie, pero como impresión general he visto que las cárceles cuyo director es una mujer van mejor que aquellas cuyo director es un hombre. Esto no es feminismo, es curioso. La mujer tiene en esto de la reinserción un olfato especial, un tacto especial, que sin perder energías, recoloca a las personas, las reubica, algunos lo atribuyen a la raíz de la maternalidad. Pero es curioso, lo paso como experiencia personal, vale la pena repensarlo. Y aquí, en Italia, hay un alto porcentaje de cárceles dirigidas por mujeres, muchas mujeres jóvenes, respetadas y que tienen buen trato con los presos. Otra experiencia que tengo es que en las audiencias de los miércoles no es raro que venga un grupo de reclusos - de tal cárcel, de tal otra -, traídos por el director o la directora, y estén ahí. O sea, son todos gestos de reinserción.


Ustedes están llamados a dar esperanza en el hacer la justicia. Desde la viuda que pide justicia insistentemente, hasta las víctimas de hoy, todas ellas alimentan un anhelo de justicia como esperanza de que la injusticia que atraviesa este mundo no sea lo último, no tenga la última palabra.


Tal vez puede ayudar el aplicar, según las modalidades propias de cada país, de cada continente y de cada tradición jurídica, la praxis italiana de recuperar los bienes mal habidos de los traficantes y delincuentes para ofrecerlos a la sociedad y, en concreto, para la reinserción de las víctimas. La rehabilitación de las víctimas y su reinserción en la sociedad, siempre realmente posible, es el mayor bien que podemos hacer a ellas mismas, a la comunidad y a la paz social. Claro, es duro el trabajo, no termina con la sentencia, termina después procurando que haya un acompañamiento, un crecimiento, una reinserción, una rehabilitación de la víctima y del victimario.


Si hay algo que atraviesa las bienaventuranzas evangélicas y el protocolo del juicio divino con el que todos seremos juzgados, de Mateo c.25, es el tema de la justicia: felices los que tienen hambre y sed de justicia, felices los que sufren por la justicia, felices los que lloran, felices los pacíficos, felices los operadores de paz, benditos de mi Padre los que tratan al más necesitado y pequeño de mis hermanos como a mí mismo. Ellos o ellas – y aquí cabe referirse especialmente a los jueces – tendrán la más alta recompensa: poseerán la tierra, serán llamados y serán hijos de Dios, verán a Dios, y gozarán eternamente junto al Padre.


En este espíritu, me animo a pedirles a jueces, fiscales y académicos que continúen sus trabajos y realicen, dentro de las propias posibilidades y con la ayuda de la gracia, las felices iniciativas que les honran en servicio de las personas y del bien común. Muchas gracias”.


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JUBILEO EXTRAORDINARIO DE LA MISERICORDIA


RETIRO ESPIRITUAL IMPARTIDO POR EL SANTO PADRE FRANCISCO
CON OCASIÓN DEL JUBILEO DE LOS SACERDOTES


TERCERA MEDITACIÓN


Basílica de San Pablo Extramuros - Jueves 2 de junio de 2016


Tercera meditación: El buen olor de Cristo y la luz de su misericordia


Esperemos que el Señor nos conceda lo que hemos pedido en la oración: imitar el ejemplo de la paciencia de Jesús, y con la paciencia superar las dificultades.


Esta tercera meditación se titula: «El buen olor de Cristo y la luz de su misericordia».


En este tercer encuentro les propongo meditar con las obras de misericordia, ya sea tomando alguna de ellas, la que más sintamos ligada a nuestro carisma, ya sea contemplándolas todas juntas, viéndolas con los ojos misericordiosos de nuestra Señora, que nos hacen descubrir «el vino que falta» y nos alientan a «hacer todo lo que Jesús nos diga» (cf. Jn 2,1-12), para que su misericordia obre los milagros que nuestro pueblo necesita.


Las obras de misericordia están muy ligadas a los «sentidos espirituales». Al rezar pedimos la gracia de «sentir y gustar» el Evangelio de tal manera que nos sensibilice para la vida. Movidos por el Espíritu, guiados por Jesús, podemos ver ya de lejos con ojos de misericordia al que está caído al lado del camino, podemos escuchar los gritos de Bartimeo; podemos notar cómo el Señor siente en el borde de su manto el toque tímido pero decidido de la hemorroísa; podemos pedir la gracia de gustar con él en la cruz el sabor amargo de la hiel de todos los crucificados, para sentir así el fuerte olor de la miseria —en hospitales de campaña, en trenes y en barcones repletos de gente—; ese olor que no tapa el aceite de la misericordia, sino que al ungirlo hace que se despierte una esperanza.


El Catecismo de la Iglesia Católica, hablando de las obras de misericordia, nos cuenta que santa Rosa de Lima, el día en que su madre la reprendió por atender en la casa a pobres y enfermos, ella le contestó: «Cuando servimos a los pobres y a los enfermos, somos buen olor de Cristo» (n. 2449). Ese buen olor de Cristo —el cuidado de los pobres— es distintivo de la Iglesia, siempre lo ha sido. Pablo centró en esto su encuentro con «las columnas», como él les llama, con Pedro, Santiago y Juan. Ellos «sólo nos pidieron que nos acordáramos de los pobres» (Ga 2,10).


Esto me recuerda un hecho que he contado algunas veces: apenas elegido Papa, mientras continuaba el escrutinio, un hermano Cardenal se acercó, me abrazó y me dijo: «No te olvides de los pobres». Es el primer mensaje que el Señor me hizo llegar en aquel momento. El Catecismo dice también, de manera sugestiva, que «los oprimidos por la miseria son objeto de un amor de preferencia por parte de la Iglesia, que, desde los orígenes, y a pesar de los fallos de muchos de sus miembros, no ha cesado de trabajar para aliviarlos, defenderlos y liberarlos» (n. 2448). Y esto sin ideologías, solamente con la fuerza del Evangelio.


En la Iglesia hemos tenido y tenemos muchas cosas no tan buenas, y muchos pecados, pero en esto de servir a los pobres con obras de misericordia, siempre hemos seguido como Iglesia al Espíritu, y nuestros santos lo hicieron de manera muy creativa y eficaz. El amor a los pobres ha sido el signo, la luz que hace que la gente glorifique al Padre. Nuestro pueblo valora esto: al cura que cuida a los más pobres, a los enfermos, que perdona a los pecadores, que enseña y corrige con paciencia... Nuestro pueblo perdona a los curas muchos defectos, salvo el de estar apegados al dinero. El pueblo no lo perdona. Y no es tanto por la riqueza en sí, sino porque el dinero nos hace perder la riqueza de la misericordia. Nuestro pueblo olfatea qué pecados son graves para el pastor, cuáles matan su ministerio porque lo convierten en un funcionario o, peor aún, en un mercenario, y cuáles son en  cambio, no diría que pecados secundarios —porque no sé si teológicamente se puede decir esto—, pero sí pecados que se pueden sobrellevar, cargar como una cruz, hasta que el Señor los purifique al final, como hará con la cizaña. Sin embargo, lo que atenta contra la misericordia es una contradicción principal. Atenta contra el dinamismo de la salvación, contra Cristo que «se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza» (2 Co 8,9). Y esto es así porque la misericordia cura «perdiendo algo de sí»: un jirón del corazón se queda con el herido, un tiempo de nuestra vida lo perdemos para lo que teníamos ganas de hacer cuando se lo regalamos al otro en una obra de misericordia.


Por eso, no se trata de que Dios tenga misericordia mí en alguna falta, como si en el resto yo fuera autosuficiente, que de vez en cuando yo realice algún acto particular de misericordia con algún necesitado. La gracia que pedimos en esta oración es la de dejarnos misericordiar por Dios en todos los aspectos de nuestra vida y de ser misericordiosos con los demás en todo nuestro actuar. Para nosotros, sacerdotes y obispos, que trabajamos con los sacramentos bautizando, confesando, celebrando la Eucaristía..., la misericordia es la manera de convertir toda la vida del Pueblo de Dios en sacramento. Ser misericordioso no es sólo un modo de ser, sino el modo de ser. No hay otra posibilidad de ser sacerdote. El Cura Brochero decía: «El sacerdote que no tiene mucha lástima de los pecadores es medio sacerdote. Estos trapos benditos que llevo encima no son los que me hacen sacerdote; si no llevo en mi pecho la caridad, ni a cristiano llego».


Ver lo que falta para poner remedio inmediatamente y, mejor aún, preverlo, es propio de la mirada de un padre. Esta mirada sacerdotal —del que hace las veces del padre en el seno de la Iglesia Madre—, que nos lleva a ver a los hombres en clave de misericordia, es la que se debe enseñar a cultivar desde el seminario y debe alimentar todos los planes pastorales. Queremos, y le pedimos al Señor, una mirada que aprenda a discernir los signos de los tiempos en clave de «qué obras de misericordia están necesitando hoy nuestros pueblos», para poder sentir y gustar al Dios de la historia que camina en medio de ellos. Porque, como dice Aparecida citando a san Alberto Hurtado, «en nuestras obras, nuestro pueblo sabe que comprendemos su dolor» (n. 386).


La prueba de esta comprensión de nuestros pueblos es que en nuestras obras de misericordia siempre somos bendecidos por Dios y encontramos ayuda y colaboración en nuestra gente. No así para otro tipo de proyectos, que a veces van bien y otras no, sin que algunos se den cuenta de por qué no funciona y se rompan la cabeza buscando un nuevo, enésimo, plan pastoral, cuando uno podría decir sencillamente: no funciona porque le falta misericordia, sin necesidad de entrar en detalles. Si no es bendecido es porque le falta misericordia. Falta esa misericordia que tiene que ver más con un hospital de campaña que con una clínica de lujo, esa misericordia que, valorando algo bueno, siembra un futuro para encuentro de la persona con Dios, en vez de alejarla con una crítica puntual...


Les propongo una oración con la pecadora perdonada (Jn 8,3-11), para pedir la gracia de ser misericordiosos en la confesión, y otra sobre la dimensión social de las obras de misericordia.


Siempre me conmueve el pasaje del Señor con la mujer adúltera: cómo, cuando no la condenó, el Señor «faltó» a la ley; en ese punto en que le pedían que se definiera —«¿hay que apedrearla o no?»—, no se definió, no aplicó la ley. Se hizo el sordo —también en esto el Señor es un maestro para todos nosotros— y, en ese momento, les salió con otra cosa. Inició así un proceso en el corazón de la mujer que necesitaba aquellas palabras: «Yo tampoco te condeno». Con la mano tendida la puso en pie, y esto le permitió que se encontrara con una mirada llena de dulzura que le cambió el corazón. El Señor tiende la mano a la hija Jairo: «Dale de comer». Al muchacho muerto, en Naín: «Levántate», y lo entrega a su madre. Y a esta pecadora: «Levántate». El Señor nos vuelve a poner precisamente en la postura que Dios quiere que esté: de pie, alzado, nunca por tierra. A veces me da una mezcla de pena e indignación cuando alguno se apura a poner en claro la última recomendación, el «no peques más». Y utiliza esta frase para «defender» a Jesús y que no quede como uno que se saltó la ley. Pienso que las palabras que utiliza el Señor forman un todo con sus acciones. El hecho de agacharse para escribir en tierra dos veces, pausando lo que les dice a los que quieren apedrear a la mujer y luego lo que le dice a ella, nos habla de un tiempo que el Señor se toma para juzgar y perdonar. Un tiempo que remite a cada uno a su interioridad y hace que los que juzgan se retiren.


En su diálogo con la mujer, el Señor abre otros espacios: uno es el espacio de la no condena. El Evangelio insiste en este espacio que ha quedado libre. Nos sitúa en la mirada de Jesús y nos dice que «no ve a nadie alrededor sino sólo a la mujer». Y luego, Jesús mismo hace mirar alrededor a la mujer con su pregunta: «¿Dónde están los que te “categorizaban”?» (la palabra es importante, ya que habla de eso que tanto rechazamos, como es el que nos cataloguen o nos caricaturicen...). Una vez que la hace mirar ese espacio libre del juicio ajeno, le dice que él tampoco lo invade con sus piedras: «Yo tampoco te condeno». Y ahí mismo le abre otro espacio libre: «En adelante no peques más». El mandamiento se da para adelante, para ayudar a andar, para «caminar en el amor». Esta es la delicadeza de la misericordia que mira con piedad lo pasado y da ánimo para el futuro. Este «no peques más» no es algo obvio. El Señor lo dice «junto con ella», le ayuda a poner en palabras lo que ella misma siente, ese «no» libre al pecado, que es como el «sí» de María a la gracia. El «no» va dicho en relación a la raíz del pecado de cada uno. En la mujer se trataba de un pecado social, de alguien a la que se le acercaba la gente o para estar con ella o para apedrearla. No había otro modo de cercanía con esta mujer. Por eso, el Señor no sólo le despeja el camino, sino que la pone a caminar, para que deje de ser «objeto» de la mirada ajena, para que sea protagonista. El no pecar no se refiere sólo al aspecto moral, creo yo, sino a un tipo de pecado que no la deja hacer su vida. También le dice al paralítico de la piscina de Betesda: «No peques más» (Jn 5,14). Pero a este, que se justificaba con las cosas tristes que «le sucedían», que tenía una psicología de víctima —la mujer no—, lo pincha un poco con eso de que «no sea que te suceda algo peor». 


Aprovecha el Señor su manera de pensar, aquello que teme, para sacarlo de su parálisis. Lo persuade con el susto, digamos. Así, cada uno tenemos que escuchar este «no peques más» de manera honda, personal.


Esta imagen del Señor, que pone a caminar a la gente, es muy suya: él es el Dios que se pone a caminar con su pueblo, que lleva adelante y acompaña nuestra historia. Por eso, el objeto al que se dirige la misericordia es muy preciso: es hacia aquello que hace que un hombre o una mujer no caminen en su lugar, con los suyos, a su ritmo, hacia donde Dios los invita a andar. La pena, lo que conmueve, es que uno se pierda, o se quede atrás, o se pase de vivo. Que esté desubicado, digamos. Que no esté a mano para el Señor, disponible para lo que él quiera mandar. Que uno no camine humildemente en presencia del Señor (cf. Mi 6,8), que no camine en la caridad (cf. Ef 5,2).


El espacio del confesionario, donde la verdad nos hace libres


Pasemos ahora al espacio del confesionario, donde la verdad nos hace libres. El Catecismo de la Iglesia Católica nos hace ver el confesionario como un lugar en el que la verdad nos hace libres para un encuentro. Dice así: «Cuando celebra el sacramento de la Penitencia, el sacerdote ejerce el ministerio del Buen Pastor que busca la oveja perdida, el del Buen Samaritano que cura las heridas, del Padre que es-pera al hijo pródigo y lo acoge a su vuelta, del justo Juez que no hace acepción de personas y cuyo juicio es a la vez justo y misericordioso. En una palabra, el sacerdote es el signo y el instrumento del amor misericordioso de Dios con el pecador» (n. 1465). Y nos recuerda que «el confesor no es dueño, sino el servidor del perdón de Dios. El ministro de este sacramento debe unirse a la intención y a la caridad de Cristo» (n. 1466).


Signo e instrumento de un encuentro. Eso somos. Atracción eficaz para un encuentro. Signo quiere decir que debemos atraer, como cuando uno hace señales para llamar la atención. Un signo debe ser coherente y claro, pero sobre todo comprensible. Porque hay signos que son claros sólo para los especialistas, y estos no sirven. Signo e instrumento. El instrumento se juega la vida en su eficacia —¿sirve o no sirve?—, en estar a mano e incidir en la realidad de manera precisa, adecuada. Somos instrumento si de verdad la gente se encuentra con el Dios misericordioso. A nosotros nos toca «hacer que se encuentren», que queden frente a frente. Lo que después hagan ellos es cosa suya. Hay un hijo pródigo en el chiquero y un padre que sube todas las tardes a la terraza a ver si viene; hay una oveja perdida y un pastor que ha salido a buscarla; hay un herido tirado al borde del camino y un samaritano que tiene buen corazón. ¿Cuál es, pues, nuestro ministerio? Ser signo e instrumento de que estos se encuentren. Tengamos claro que nosotros no somos ni el padre, ni el pastor, ni el samaritano. Más bien estamos del lado de los otros tres, en cuanto pecadores. Nuestro ministerio tiene que ser signo e instrumento de ese encuentro. Por eso, nos situamos en el ámbito del misterio del Espíritu Santo, que es el que crea la Iglesia, el que hace la unidad, el que reaviva una y otra vez el encuentro.


La otra cosa propia de un signo y de un instrumento es su no autorreferencialidad, por decirlo en difícil. Nadie se queda en el signo una vez que comprendió la cosa; nadie se queda mirando el destornillador ni el martillo, sino que mira el cuadro que quedó bien fijado. Siervos inútiles somos. Esto es, instrumento y signo que fueron muy útiles para otros dos que se fundieron en un abrazo, como el padre con su hijo.


La tercera característica propia del signo y del instrumento es su disponibilidad. Que el instrumento esté a la mano, que el signo sea visible. La esencia del signo y del instrumento es ser mediadores, disponibles. Quizás aquí está la clave de nuestra misión en este encuentro de la misericordia de Dios con el hombre. Es más claro probablemente usar un término negativo. San Ignacio hablaba de «no ser impedimento». Un buen mediador es el que facilita las cosas y no pone impedimentos. En mi tierra había un gran confesor, el padre Cullen, que se sentaba en el confesionario y, cuando no había gente, hacía dos cosas: una era arreglar pelotas de cuero para los chicos que jugaban al fútbol, la otra era leer un gran diccionario chino. Había estado mucho tiempo en China y quería conservar la lengua. Él decía que, cuando la gente lo veía en actividades tan inútiles, como arreglar pelotas viejas, y tan a largo plazo, como leer un diccionario chino, pensaba: «Voy a acercarme a charlar un poco con este cura, ya que se ve que no tiene nada que hacer». Estaba disponible para lo esencial. Él tenía un horario para el confesionario, pero estaba allí. Quitaba el impedimento de andar siempre con cara de muy ocupado. Y aquí está el problema. La gente no se acerca cuando ve a su pastor muy, pero que muy ocupado, siempre ajetreado.


Todos nosotros hemos conocido buenos confesores. Hay que aprender de nuestros buenos confesores, de aquellos a los que la gente se les acerca, los que no la espantan y saben hablar hasta que el otro cuenta lo que le pasa, como Jesús con Nicodemo. Es importante comprender el lenguaje de los gestos; no preguntar cosas que son evidentes por los gestos. Si uno se acerca al confesionario es porque está arrepentido, ya hay arrepentimiento. Y si se acerca es porque tiene deseo de cambiar. O al menos deseo de deseo, si la situación le parece imposible (ad impossibilia nemo tenetur, como dice el brocardo, nadie está obligado a hacer lo imposible). El lenguaje de los gestos. He leído en la vida de un santo reciente, de estos tiempos, que, pobrecito, sufría en la guerra. Había un soldado que estaba para ser fusilado y él fue a confesarlo. Y se ve que aquel sujeto era un poco libertino, hacía muchas fiestas con mujeres... «Pero tú ¿te arrepientes de eso?». «No, era tan bonito, padre». Y este santo no sabía cómo salir de aquello. Allí estaba el pelotón de ejecución, y entonces le dijo: «Di al menos si te pesa no estar arrepentido». «Esto sí». «¡Ah! está bien». El confesor busca siempre el camino, y el lenguaje de los gestos es el lenguaje de las posibilidades para llegar al punto.


Hay que aprender de los buenos confesores, los que tienen delicadeza con los pecadores y les basta media palabra para comprender todo, como Jesús con la hemorroísa, y ahí precisamente les sale la fuerza del perdón.


Yo he quedado muy edificado de un Cardenal de la Curia, que a priori yo creía que era muy rígido. Y él, cuando había un penitente que tenía un pecado que se avergonzaba decir y comenzaba con una o dos palabras, comprendía inmediatamente de qué se trataba, y decía: «Siga, siga, que lo he entendido». Y lo interrumpía porque había entendido. Esta es delicadeza. Pero esos confesores —me perdonen— que preguntan y preguntan...: «Dímelo, por favor...». Tú, ¿tienes necesidad de tantos detalles para perdonar, o es que te estás haciendo un film? Aquel Cardenal me ha edificado mucho. La integridad de la confesión no es cuestión de matemáticas —¿cuántas veces? ¿Cómo? ¿Dónde?...—. A veces la vergüenza se cierra más ante el número que ante el nombre del pecado mismo. Pero para esto hay que dejarse conmover ante la situación de la gente, que a veces es una mezcla de cosas, de enfermedad, de pecado y de condicionamientos imposibles de superar, como Jesús, que se conmovía al ver a la gente, lo sentía en las entrañas, en las tripas y por eso curaba y curaba, aunque el otro «no lo pidiera bien», como aquel leproso, o diera vueltas como la Samaritana, que era como el tero: chillaba en un lado pero tenía el nido en otro. 


Jesús era paciente.


Hay que aprender de los confesores que saben hacer que el penitente sienta la corrección dando un pasito adelante, como Jesús, que daba una penitencia que bastaba, y sabía valorar al que volvía a dar gracias, al que daba para más. Jesús hacía tomar la camilla al paralítico, o se hacía rogar un poco por los ciegos o por la mujer sirofenicia. No le importaba si después no le hacían caso, como el paralítico de Siloé, o si contaban cosas que les había mandado que no contaran y luego parecía que el leproso era él, porque no podía entrar en los poblados o sus enemigos encontraban motivos para condenarlo. Él curaba, perdonaba, daba alivio, descanso, dejaba respirar a la gente un hálito del Espíritu consolador.


Lo que diré ahora lo he dicho muchas veces, quizás alguno de ustedes ya lo ha oído. Conocí en Buenos Aires a un fraile capuchino —aún vive—, algo más joven que yo, que es un gran confesor. Siempre tiene delante del confesionario una fila, mucha gente —de todo: gente humilde, gente acomodada, curas, religiosas, una fila— más y más gente, todo el día confesando. Y es un gran perdonador. Siempre encuentra la vía para perdonar y dar un paso adelante. Es un don el Espíritu. Pero, a veces, le agarran escrúpulos de haber perdonado mucho. Y entonces, una vez, charlando, me dijo: «A veces, tengo esos escrúpulos». Y yo le pregunté: «¿Y qué hacés cuando tenés esos escrúpulos?». «Voy delante del sagrario, lo miro al Señor, y le digo: “Señor, perdoname, hoy he perdonado mucho. Pero que quede claro, ¿eh?, que la culpa la tenés vos porque me diste el mal ejemplo”». La misericordia la mejoraba con más misericordia.


Por último, en esto de la confesión, dos consejos: Uno, no tengan nunca la mirada del funcionario, del que sólo ve «casos» y se los quita de encima. La misericordia nos libra de ser un cura juez-funcionario, digamos, que de tanto juzgar «casos» pierde la sensibilidad para las personas y para los rostros. Yo recuerdo cuando estaba en II de Teología; fui con mis compañeros a escuchar el examen de «audiendas», que se hacía en III de Teología, antes de la ordenación. Fuimos para aprender un poco, siempre se aprendía. Y recuerdo que una vez a un compañero le hicieron una pregunta, era sobre la justicia, de iure, pero tan enredada, tan artificial… Y aquel compañero dijo con mucha humildad: «Pero Padre, esto no se encuentra en la vida». «Pero se encuentra en los libros». Aquella moral «de los libros», sin experiencia. La regla de Jesús es «juzgar como queremos ser juzgados». En esa medida intima que uno tiene para juzgar si lo trataron con dignidad, si lo ningunearon o lo maltrataron, si lo ayudaron a ponerse en pie... —fijémonos en que el Señor confía en esa medida que es tan subjetivamente personal—. Esta es la clave para juzgar a los demás. No tanto porque esa medida sea «la mejor», sino porque es sincera y, a partir de ella, se puede construir una buena relación. El otro consejo: No sean curiosos en el confesionario. Lo he dicho antes. Cuenta santa Teresita que, cuando recibía las confidencias de sus novicias, se cuidaba muy bien de preguntar cómo había seguido la cosa. No curioseaba el alma de la gente (cf. Historia de un alma, manuscrito C. A la madre Gonzaga, c. XI 32 r). Es propio de la misericordia «cubrir con su manto», cubrir el pecado para no herir la dignidad. Es hermoso aquel pasaje de los dos hijos de Noé que cubrieron con el manto la desnudez de su padre, que se había emborrachado (cf. Gn 9,23).


Dimensión social de las obras de misericordia


Ahora diremos unas palabras sobre la dimensión social de las obras de misericordia.
Al final de los Ejercicios, san Ignacio pone la «contemplación para alcanzar amor», que conecta lo vivido en la oración con la vida cotidiana. Y nos hace reflexionar acerca de cómo el amor hay que ponerlo más en las obras que en las palabras. Esas obras son las obras de misericordia, las que el Padre «preparó de antemano para que las practicáramos» (Ef 2,10), las que el Espíritu inspira a cada uno para el bien común (cf. 1 Co 12, 7). A la vez que agradecemos al Señor por tantos beneficios recibidos de su bondad, pedimos la gracia de llevar a todos los hombres esa misericordia que nos ha salvado a nosotros.


Les propongo, en esta dimensión social, meditar con alguno de los párrafos finales de los Evangelios. Allí, el Señor mismo establece esa conexión entre lo recibido y lo que debemos dar. Podemos leer estos finales en clave de «obras de misericordia», que ponen en acto el tiempo de la Iglesia en el que Jesús resucitado vive, acompaña, envía y atrae nuestra libertad, que encuentra en él su realización concreta y renovada cada día.


La conclusión del Evangelio de Mateo, nos dice que el Señor envía a los apóstoles y les dice: «Enseñen a guardar todo lo que yo les he mandado» (28,20). Este «enseñar al que no sabe» es en sí mismo una de las obras de misericordia. Y se multiplica como la luz en las demás obras: en las de Mateo 25, que tienen que ver más con las obras así llamadas corporales, y en todos los mandamientos y consejos evangélicos, de «perdonar», «corregir fraternalmente», consolar a los tristes, soportar las persecuciones, y así sucesivamente.


Marcos termina con la imagen del Señor que «colabora» con los apóstoles y «confirma la Palabra con las señales que la acompañan» (cf. 16,20). Esas «señales» tienen la característica de las obras de misericordia. Marcos habla, entre otras cosas, de sanar a los enfermos y expulsar a los malos espíritus (cf. 16,17-18).


Lucas continúa su Evangelio con el libro de los «Hechos» —praxeis— de los apóstoles, narrando su modo de proceder y las obras que hacen, guiados por el Espíritu.


Juan termina hablando de las «otras muchas cosas» (21,25) o «señales» (20,30) que hizo Jesús. Los hechos del Señor, sus obras, no son meros hechos sino que son signos en los que, de manera personal y única en cada uno, se muestra su amor y su misericordia.


Podemos contemplar al Señor que nos envía a este trabajo con la imagen de Jesús misericordioso, tal como se le reveló a sor Faustina. En esa imagen podemos ver la Misericordia como una única luz que viene de la interioridad de Dios y que, al pasar por el corazón de Cristo, sale diversificada, con un color propio para cada obra de misericordia.


Las obras de misericordia son infinitas, cada una con su sello personal, con la historia de cada rostro. No son solamente las siete corporales y las siete espirituales en general. O más bien, estas, así numeradas, son como las materias primas —las de la vida misma— que, cuando las manos de la misericordia las tocan yo las moldean, se convierten cada una de ellas en una obra artesanal. Una obra que se multiplica como el pan en las canastas, que crece desmesuradamente como la semilla de mostaza. Porque la misericordia es fecunda e inclusiva. Estas dos características importantes: la misericordia es fecunda e inclusiva. Es verdad que solemos pensar en las obras de misericordia de una en una, y en cuanto ligadas a una obra: hospitales para los enfermos, comedores para los que tienen hambre, hospederías para los que están en situación de calle, escuelas para los que tienen que educarse, el confesionario y la dirección espiritual para el que necesita consejo y perdón... 
Pero, si las miramos en conjunto, el mensaje es que el objeto de la misericordia es la vida humana misma y en su totalidad. Nuestra vida misma en cuanto «carne» es hambrienta y sedienta, necesitada de vestido, casa y visitas, así como de un entierro digno, cosa que nadie puede darse a sí mismo. Hasta el más rico, al morir, queda hecho una miseria y nadie lleva detrás, en su cortejo, el camión de la mudanza. Nuestra vida misma, en cuanto «espíritu», tiene necesidad de ser educada, corregida, alentada, consolada. Esta es una palabra muy importante en la Biblia: pensemos en el libro de la consolación de Israel, del profeta Isaías. Necesitamos que otros nos aconsejen, nos perdonen, nos aguanten y recen por nosotros. La familia es la que practica estas obras de misericordia de manera tan ajustada y desinteresada que no se nota, pero basta que en una familia con niños pequeños falte la mamá para que todo se quede en la miseria. La miseria más absoluta y crudelísima es la de un niño en la calle, sin papás, a merced de los buitres.


Hemos pedido la gracia de ser signo e instrumento, ahora se trata de «actuar», y no sólo de tener gestos sino de hacer obras, de institucionalizar, de crear una cultura de la misericordia, que no es lo mismo que una cultura de la beneficencia, debemos distinguir. Puestos a obrar, sentimos inmediatamente que es el Espíritu el que moviliza, que lleva adelante estas obras. Y lo hace utilizando los signos e instrumentos que desea, aunque a veces no sean los más aptos en sí mismos. Es más, se diría que para ejercitar las obras de misericordia el Espíritu elige más bien los instrumentos más pobres, los más humildes e insignificantes, los más necesitados ellos mismos de ese primer rayo de la misericordia divina. Estos son los que mejor se dejan formar y capacitar para realizar un servicio de verdadera eficacia y calidad. La alegría de sentirse «siervos inútiles», para aquellos a los que el Señor bendice con la fecundidad de su gracia, y que él mismo en persona sienta a su mesa y les ofrece la Eucaristía, es una confirmación de estar trabajando en sus obras de misericordia.


A nuestro pueblo fiel le gusta unirse en torno a las obras de misericordia. Basta venir a una de las audiencias generales de los miércoles y vemos cuántos hay: grupos de personas que se juntan para hacer obras de misericordia. Tanto en las celebraciones —penitenciales y festivas— como en la acción solidaria y formativa, nuestro pueblo se deja juntar y pastorear de una manera que no todos advierten ni valoran, aunque fracasen tantos otros planes pastorales centrados en dinámicas más abstractas. La presencia masiva de nuestro pueblo fiel en nuestros santuarios y peregrinaciones, presencia anónima, pero anónima por exceso de rostros y por el deseo de hacerse ver sólo por Aquel y Aquella que los miran con misericordia, así como por la colaboración también numerosa que, sosteniendo con su trabajo tanta obra solidaria, debe ser motivo de atención, de valoración y de promoción por nuestra parte. Y para mí ha sido una sorpresa ver cómo estas organizaciones son tan fuertes aquí en Italia y reagrupan tanto al pueblo.


Como sacerdotes, pedimos dos gracias al Buen Pastor, la de saber dejamos guiar por el sensus fidei de nuestro pueblo fiel, y también por su «sentido del pobre». Ambos «sentidos» tienen que ver con su «sensus Christi», del cual habla san Pablo, con el amor y la fe que 
nuestro pueblo tiene por Jesús.


Terminamos rezando el Alma de Cristo, que es una hermosa oración para pedir misericordia al Señor venido en carne, que nos misericordea con su mismo Cuerpo y Alma. Le pedimos que nos misericordee junto con su pueblo: a su alma, le pedimos «santifícanos», a su cuerpo, le suplicamos «sálvanos», a su sangre, le rogamos «embriáganos», quítanos toda otra sed que no sea de ti, al agua de su costado, le pedimos «lávanos»; a su pasión le rogamos «confórtanos», consuela a tu pueblo, Señor crucificado; en sus llagas suplicamos «hospédanos»... No permitas que tu pueblo, Señor, se aparte de ti. Que nada ni nadie nos separe de tu misericordia, que nos defiende de las insidias del enemigo maligno. Así podremos cantar las misericordias del Señor junto con todos tus santos cuando nos mandes ir a ti.


[Oración del Anima Christi]


Alguna vez me han llegado comentarios de sacerdotes que dicen: «Pero este Papa nos golpea mucho, nos riñe». Y algún bastonazo, alguna reprimenda se ha dado. Pero he de decir que he quedado edificado por muchos sacerdotes, muchos sacerdotes buenos. De esos —los he conocido— que, cuando no había contestador automático, dormían con el teléfono sobre la cómoda, y nadie moría sin los sacramentos; llamaban a cualquier hora y ellos se levantaban e iban. Buenos sacerdotes. Y agradezco al Señor esta gracia. Todos somos pecadores, pero podemos decir que hay muchos buenos, santos sacerdotes, que trabajan en silencio y desapercibidos. A veces ocurre un escándalo, pero sabemos que hace más ruido un árbol que cae que un bosque que crece.


Ayer recibí una carta. La he dejado allí entre aquellas personales. La he abierto antes de venir y creo que ha sido el Señor quien me lo ha sugerido. Es de un párroco de Italia, párroco de tres pueblos. Creo que nos vendrá muy bien oír este testimonio de un hermano nuestro.


Está escrita el 29 de mayo, de hace pocos días.


«Perdone la molestia. Aprovecho la ocasión que me ofrece un amigo sacerdote, que en estos días está en Roma para el Jubileo sacerdotal, para hacerle llegar sin ninguna pretensión —la de un simple párroco de tres pequeñas parroquias de montaña, prefiero que me llamen «pastorcito— algunas consideraciones sobre mi sencillo servicio pastoral, provocadas —se lo agradezco de corazón― por algunas de las cosas que usted ha dicho y que me llaman cada día a la conversión. Soy consciente de que no le escribo nada nuevo. Ciertamente, usted ya ha habrá escuchado estas cosas. Siento la necesidad de hacerme también yo portavoz. Me ha llamado la atención, me llama la atención la invitación que a menudo nos hace a nosotros pastores a que tengamos olor a ovejas. Estoy en la montaña y sé bien lo que quiere decir. Se es sacerdote para sentir ese olor, que es el verdadero perfume del rebaño. Sería realmente hermoso si el contacto diario y el trato asiduo de nuestro rebaño, verdadera razón de nuestra llamada, no fuera sustituido por las tareas administrativas y burocráticas de la parroquia, de la escuela infantil y otras cosas. Tengo la suerte de contar con laicos buenos y preparados que siguen estas cosas desde dentro. 
Pero existe siempre la responsabilidad jurídica del párroco, como único representante legal. Por lo cual, al final, siempre tiene que ir corriendo a todas partes, relegando a veces la visita a los enfermos, a las familias, como a lo último, y hecha tal vez con rapidez y de cualquier manera. Lo digo en primera persona, a veces es muy frustrante ver que en mi vida de cura se corre mucho por el aparato burocrático y administrativo, dejando a la gente, al pequeño rebaño que se me ha confiado, como abandonado a sí mismo. Créame, Santo Padre, es triste, y muchas veces me dan ganas de llorar por esta falta. Uno trata de organizarse, pero al final, se cae en la vorágine de las cosas cotidianas. Como también otro aspecto, recordado por usted: la falta de paternidad. Se dice que la sociedad actual carece de padres y madres. Me parece ver que a veces también nosotros renunciamos a esta paternidad espiritual, reduciéndonos brutalmente a burócratas de lo sagrado, con la triste consecuencia de sentirnos abandonados a nosotros mismos. Una paternidad difícil, que afecta también inevitablemente a nuestros superiores, ocupados comprensiblemente en tareas y problemas, cayendo en el riesgo de tener con nosotros una relación formal, ligada más a la gestión de la comunidad que a nuestra vida de hombres, de creyentes y de curas. Todo esto —y termino— no quita en cualquier caso la alegría y la pasión de ser sacerdote para la gente y con la gente. Aunque a veces como pastor no tengo olor a oveja, me conmueve siempre mi rebaño que no ha perdido el olor del pastor. Qué bonito, Santo Padre, cuando nos damos cuenta de que las ovejas no nos dejan solos, tienen el termómetro de nuestra estar allí por ellos, y si por casualidad el pastor se sale del camino y se pierde, ellos lo agarran y lo sostienen. Nunca dejaré de dar gracias al Señor porque siempre nos salva a través de su rebaño, el rebaño que se nos ha confiado, la gente sencilla, buena, humilde y tranquila: ese rebaño que es la verdadera gracia del pastor. De manera confidencial le he hecho llegar estas pequeñas y sencillas consideraciones, porque usted está cerca del rebaño, es capaz de entender y puede seguir ayudándonos y sosteniéndonos. Rezo por usted  y le doy las gracias, también por esos «tirones de orejas» que necesito en mi camino. Bendígame, Papa FRANCISCO, y rece por mí y por mis parroquias». Firma y al final ese gesto propio de los pastores: «Le dejo una pequeña ofrenda. Rece por mis comunidades, en particular por algunos enfermos graves y algunas familias con dificultades económicas y no sólo. Gracias».


Este es un hermano nuestro. Hay muchos de estos, hay muchos. También aquí ciertamente. Muchos. Nos muestra el camino. Y vayamos adelante. No pierdan la oración. Recen como puedan, y si se duermen delante del Sagrario, bendito sea. Pero recen. No pierdan esto. No pierdan el dejarse mirar por la Virgen y mirarla como Madre. No pierdan el celo, traten de hacer… No pierdan la cercanía y la disponibilidad para la gente y también, déjenme que les diga, no pierdan el sentido del humor. Y sigamos adelante.


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JUBILEO EXTRAORDINARIO DE LA MISERICORDIA


RETIRO ESPIRITUAL IMPARTIDO POR EL PAPA FRANCISCO
CON OCASIÓN DEL JUBILEO DE LOS SACERDOTES


SEGUNDA MEDITACIÓN


Basílica de Santa María la Mayor - Jueves 2 de junio de 2016


Segunda meditación:  el receptáculo de la misericordia


Después de haber meditado sobre la «dignidad avergonzada» y «vergüenza dignificada», que es el fruto de la misericordia, sigamos adelante en esta meditación sobre el «receptáculo de la misericordia». Es simple. Yo podría decir una frase y marcharme, porque es uno solo: el receptáculo de la misericordia es nuestro pecado. Así de sencillo. Pero suele suceder que nuestro pecado es como un colador, como un cántaro agujereado por el que se escurre la gracia en poco tiempo: «Porque dos males ha hecho mi pueblo: me ha abandonado a mí, fuente de aguas vivas, para hacerse cisternas, cisternas agrietadas que no retienen el agua» (Jr 2,13). De ahí la necesidad que el Señor explicita a Pedro de «perdonar setenta veces siete». Dios no se cansa de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón. Dios no se cansa de perdonar, aunque vea que su gracia pareciera que no termina de echar raíces fuertes en la tierra de nuestro corazón, que es camino duro, lleno de maleza y pedregoso. Y simplemente porque Dios no es pelagiano, y por eso no se cansa de perdonar. Él vuelve a sembrar su misericordia y su perdón, y vuelve una y otra vez... setenta veces siete.


Corazones re-creados


Sin embargo, podemos dar un paso más en esta misericordia de Dios que es siempre «más grande que nuestra conciencia» de pecado. El Señor no sólo no se cansa de perdonarnos sino que renueva también el odre en que recibimos su perdón. Utiliza un odre nuevo para el vino nuevo de su misericordia, para que no sea como un vestido con remiendos ni un odre viejo. Y ese odre es su misericordia misma: su misericordia en cuanto experimentada en nosotros mismos y en cuanto la ponemos en práctica ayudando a otros. El corazón misericordiado no es un corazón emparchado sino un corazón nuevo, re-creado. Ese del que dice David: «Crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme» (Sal 50,12). Este corazón nuevo, re-creado, es un buen recipiente. La liturgia expresa el alma de la Iglesia cuando nos hace decir esa hermosa oración: «Oh Dios, tú que maravillosamente creaste el universo, y más maravillosamente lo recreaste en la redención» (Vigilia Pascual, Oración después de la Primera Lectura). Por lo tanto, esta segunda creación es más maravillosa que la primera. Es un corazón que se sabe recreado gracias a la fusión de su miseria con el perdón de Dios y, por eso, «es un corazón misericordiado y misericordioso». 


Es así: experimenta los beneficios que la gracia tiene sobre su herida y su pecado, siente cómo la misericordia pacifica su culpa, inunda con amor su sequedad, reaviva su esperanza. Por eso, cuando, al mismo tiempo y con la misma gracia, perdona al que tiene alguna deuda con él y se compadece de los que también son pecadores, esta misericordia arraiga en una tierra buena, en la que el agua no se escurre sino que da vida. En el ejercicio de esta misericordia que repara el mal ajeno, nadie mejor que el que tiene fresca la sensación de haber sido misericordiado en el mismo mal para ayudar a curarlo. Mírate a ti mismo; recuérdate de tu historia; cuenta tu historia, y en ella encontrarás tanta misericordia. Vemos cómo, entre los que trabajan en adicciones, los que se han rescatado suelen ser los que mejor comprenden, ayudan y exigen a los demás. Y el mejor confesor suele ser el que mejor se confiesa. Podemos hacernos una pregunta: ¿Cómo me confieso? Casi todos los grandes santos han sido grandes pecadores o, como santa Teresita, tenían conciencia de que era pura gracia preveniente el hecho de que no lo hubieran sido.


Así, el verdadero recipiente de la misericordia es la misma misericordia que cada uno ha recibido y le ha recreado el corazón; ese es el «odre nuevo» del que habla Jesús (cf. Lc 5,37), el «hueco sanado».


Nos situamos así en al ámbito del misterio del Hijo, de Jesús, que es la misericordia del Padre hecha carne. La imagen definitiva del receptáculo de la misericordia la encontramos a través de las llagas del Señor resucitado, imagen de la huella del pecado restaurado por Dios, que no se borra totalmente ni supura: es cicatriz, no herida purulenta. Las llagas del Señor. San Bernardo tiene dos bellísimos sermones sobre las llagas del Señor. Allí, en las llagas del Señor, encontramos la misericordia. Y es valiente cuando dice: «¿Estás perdido? ¿Te sientes mal? Entra allí, en las entrañas del Señor y en ellas encontrarás misericordia». 
En esa «sensibilidad» propia de las cicatrices, que nos recuerdan la herida sin doler mucho y la curación sin que se nos olvide la fragilidad, allí tiene su sede la misericordia divina: en nuestras cicatrices. Las llagas del Señor, que aún permanecen, las ha llevado consigo: el cuerpo bellísimo, no hay moratones, pero las llagas se las ha llevado. Y nuestras cicatrices. A todos nos sucede, cuando vamos a una visita médica y tenemos alguna cicatriz, que el médico pregunte: «Pero esta operación, ¿para qué era?». Miremos las cicatrices del alma: esta intervención que has hecho Tú, con tu misericordia, que has curado Tú... En la sensibilidad de Cristo resucitado que conserva sus llagas, no sólo en sus pies y en sus manos, sino que también su corazón es un corazón llagado, encontramos el sentido justo del pecado y de la gracia: allí, en el corazón llagado. Contemplando el corazón llagado del Señor nos espejamos en él. Se asemejan, nuestro corazón y el suyo, en que los dos están llagados y resucitados. Pero sabemos que el suyo era puro amor y quedó llagado porque aceptó ser vulnerado; el nuestro, en cambio, era pura llaga, que quedó sanada porque aceptó ser amada. En aquella aceptación se forma el receptáculo de la misericordia.


Nuestros santos recibieron la misericordia


Puede hacernos bien contemplar a otros que se dejaron recrear el corazón por la misericordia y mirar en qué «receptáculo» la recibieron.


Pablo la recibe en el receptáculo duro e inflexible de su juicio moldeado por la Ley. Su dureza de juicio lo impulsaba a ser un perseguidor. La misericordia lo transforma de tal manera que, a la vez que se convierte en un buscador de los más alejados, de los de mentalidad pagana, por otro lado es el más comprensivo y misericordioso para con los que eran como él había sido. Pablo deseaba ser considerado anatema con tal de salvar a los suyos. Su juicio se consolida «no juzgándose ni siquiera a sí mismo», dejándose justificar por un Dios que es  más grande que su conciencia, apelándose a Jesucristo que es abogado fiel, de cuyo amor nada ni nadie lo puede separar. La radicalidad de los juicios de Pablo sobre la misericordia incondicional de Dios, que supera la herida de fondo, la que hace que tengamos dos leyes, (la de la carne y la del Espíritu), es tal porque es el recipiente de una mente susceptible a lo absoluto de la verdad, herida allí mismo donde la Ley y la Luz se convierten en trampa. La famosa «espina» que el Señor no le quita es el receptáculo en el que Pablo recibe la misericordia del Señor (cf. 2 Co 12,7).


Pedro recibe la misericordia en su presunción de hombre sensato. Era sensato, con la sensatez maciza y trabajada de un pescador, que sabe por experiencia cuándo se puede pescar y cuándo no. Es la sensatez del que, cuando se entusiasma con esto de caminar sobre las aguas y de tener pescas milagrosas y se excede en mirarse a sí mismo, sabe pedir ayuda al único que lo puede salvar. Este Pedro fue sanado en la herida más honda que puede haber, la de negar al amigo. Quizás el reproche de Pablo, cuando le echa en cara su doblez, tiene que ver con esto. Parecería que Pablo sentía que él había sido el peor «antes» de conocer a Cristo; pero Pedro lo fue después de conocerlo, lo negó… Sin embargo, ser sanado allí convirtió a Pedro en un Pastor misericordioso, en una piedra sólida sobre la cual siempre se puede edificar, porque es piedra débil que ha sido sanada, no piedra que en su contundencia lleva a tropezar al más débil. Pedro es el discípulo a quien más corrige el Señor en el Evangelio. El más «apaleado». Lo corrige constantemente, hasta aquel último: «A ti qué te importa, tú sígueme a mí» (Jn 21,22). La tradición dice que se le aparece de nuevo cuando Pedro está huyendo de Roma. El signo de Pedro crucificado cabeza abajo, es quizás el más elocuente de este receptáculo de una cabeza dura que, para ser misericordiada, se pone hacia abajo incluso al estar dando el testimonio supremo de amor a su Señor. Pedro no quiere terminar su vida diciendo: «Yo ya aprendí la lección», sino diciendo: «Como mi cabeza nunca va a aprender, la pongo para abajo». 
Arriba del todo, los pies que lavó el Señor. Esos pies son para Pedro el receptáculo por donde recibe la misericordia de su Amigo y Señor.


Juan será sanado en su soberbia de querer reparar el mal con fuego y terminará siendo ese que escribe «hijitos míos», y se parece a uno de esos abuelitos buenos que sólo hablan de amor, él, que era «el hijo del trueno» (Mc 3,17).


Agustín fue sanado en su nostalgia de haber llegado tarde a la cita: esto le hacía sufrir mucho, y fue sanado en esta nostalgia. «Tarde te amé», y encontrará esa manera creativa de llenar de amor el tiempo perdido escribiendo sus Confesiones.


Francisco es misericordiado cada vez más en muchos momentos de su vida. Quizás el receptáculo definitivo, que se convirtió en llagas reales, haya sido, más que besar al leproso, desposarse con la dama pobreza y sentir a toda creatura como hermana, el tener que custodiar en silencio misericordioso a la Orden que había fundado. Aquí veo yo la gran heroicidad de Francisco: el deber custodiar en misericordioso silencio la Orden que había fundado. Este es su gran receptáculo de la misericordia. Francisco ve cómo sus hermanos se dividen tomando como bandera la misma pobreza. El demonio nos hace pelear entre nosotros defendiendo las cosas más santas pero «con mal espíritu».


Ignacio fue sanado en su vanidad, y si ese fue el recipiente, podemos vislumbrar lo grande que era ese deseo de vanagloria que se recreó en una tal búsqueda de la mayor gloria de Dios.


En el Diario de un cura rural, Bernanos nos relata la vida de un cura de pueblo, inspirándose en la vida del Santo Cura de Ars. Hay dos párrafos muy hermosos que narran los pensamientos íntimos del cura en los últimos momentos de su imprevista enfermedad: «Las últimas semanas que Dios me conceda seguir sosteniendo la carga de la parroquia... trataré de obrar menos preocupado por el porvenir, trabajaré tan sólo para el presente. Esa especie de trabajo parece hecha a mi medida... Pues no tengo éxito más que en las cosas pequeñas. Y si he sido frecuentemente probado por la inquietud, tengo que reconocer que triunfo en las minúsculas alegrías». Es decir, un recipiente de la misericordia pequeñito tiene que ver con las minúsculas alegrías de nuestra vida pastoral, allí donde podemos recibir y ejercer la misericordia infinita del Padre en gestos pequeños. Los pequeños gestos de los curas.


El otro párrafo dice: «Todo ha terminado ya. La especie de desconfianza que tenía de mí, de mi persona, acaba de disiparse, creo que para siempre. La lucha ha terminado. No la comprendo ya. Me he reconciliado conmigo mismo, con este despojo que soy. Odiarse es más fácil de lo que se cree. La gracia es olvidarse. Pero si todo orgullo muriera en nosotros, la gracia de las gracias sería apenas amarse humildemente a sí mismo, como a cualquiera de los miembros dolientes de Jesucristo». Este es el recipiente «amarse humildemente a sí mismo, como a cualquiera de los miembros dolientes de Jesucristo». Es un recipiente común, como un jarro viejo que podemos pedir prestado a los más pobres.


El «Cura Brochero» —es compatriota mío—, el beato argentino que pronto será canonizado, «se dejó trabajar el corazón por la misericordia de Dios». Su receptáculo terminó siendo su propio cuerpo leproso. Él, que soñaba con morir galopando, vadeando algún río de las sierras para ir a dar la unción a algún enfermo. Una de sus últimas frases fue: «No hay gloria cumplida en esta vida». Esto nos hará pensar: «no hay gloria cumplida en esta vida». «Yo estoy muy conforme con lo que ha hecho conmigo respecto a la vista y le doy muchas gracias por ello. La lepra le había vuelo ciego. Cuando yo pude servir a la humanidad, me conservó íntegros y robustos mis sentidos. Hoy, que ya no puedo, me ha inutilizado uno de los sentidos del cuerpo. En este mundo no hay gloria cumplida, y estamos llenos de miserias». Nuestras cosas muchas veces quedan a medias y, por eso, salir de sí es siempre gracia. Se nos concede «dejar las cosas» para que las bendiga y perfeccione el Señor. No tenemos que preocuparnos mucho de nosotros. Esto nos permite abrirnos a las penas y alegrías de nuestros hermanos. Era el cardenal Van Thuán el que decía que, en la cárcel, el Señor le había enseñado a distinguir entre «las cosas de Dios», a las que se había dedicado en su vida libre como sacerdote y obispo, y Dios mismo, al que se dedicaba estando encarcelado (cf. Cinco panes y dos peces, Ciudad Nueva 2000). Y así podríamos continuar con los santos, buscando cómo era el receptáculo de su misericordia. Pero ahora pasemos a la Virgen María: ¡estamos en su casa!


María como recipiente y fuente de misericordia


Subiendo por la escalera de los santos, en esto de ir buscando los recipientes para la misericordia, llegamos a nuestra Señora. Ella es el recipiente simple y perfecto, con el cual recibir y repartir la misericordia. Su «sí» libre a la gracia es la imagen opuesta del pecado que llevó al hijo pródigo a la nada. Ella integra una misericordia a la vez muy suya, muy de nuestra alma y muy eclesial. Como dice en el Magnificat: se sabe mirada con bondad en su pequeñez y sabe ver cómo la misericordia de Dios alcanza a todas las generaciones. Ella sabe ver las obras que esa misericordia despliega y se siente «acogida», junto con todo Israel, por esa misericordia. Ella guarda la memoria y la promesa de la misericordia infinita de Dios para con su pueblo. El suyo es el Magnificat de un corazón íntegro, no agujereado, que mira la historia y a cada persona con su misericordia maternal.


En aquel rato a solas con María que me regaló el pueblo mexicano, mirando a nuestra Señora la Virgen de Guadalupe y dejándome mirar por ella, le pedí por ustedes, queridos sacerdotes, para que sean buenos curas. Lo he dicho, muchas veces. Y en el discurso a los obispos les decía que había reflexionado largamente sobre el misterio de la mirada de María, sobre su ternura y su dulzura que nos infunde valor para dejarnos misericordiar por Dios. Quisiera ahora recordarles algunos «modos» de mirar que tiene nuestra Señora, especialmente a sus sacerdotes, porque a través de nosotros quiere mirar a su gente.


María nos mira de modo tal que uno se siente acogido en su regazo. Ella nos enseña que «la única fuerza capaz de conquistar el corazón de los hombres es la ternura de Dios. Aquello que encanta y atrae, aquello que doblega y vence, aquello que abre y desencadena, no es la fuerza de los instrumentos o la dureza de la ley, sino la debilidad omnipotente del amor divino, que es la fuerza irresistible de su dulzura y la promesa irreversible de su misericordia» (Discurso a los obispos de México, 13 febrero 2016). Lo que sus pueblos buscan en los ojos de María es «un regazo en el cual los hombres, siempre huérfanos y desheredados, están en la búsqueda de un resguardo, de un hogar». Y eso tiene que ver con sus modos de mirar: el espacio que abren sus ojos es el de un regazo, no el de un tribunal o el de un consultorio «profesional». Si alguna vez notan que se les ha endurecido la mirada —por el trabajo, por el cansancio... les pasa a todos—,  que cuando ven a la gente sienten fastidio o no sienten nada, deténganse, vuelvan a mirarla a ella; mírenla con los ojos de los más pequeños de su gente, que mendiga un regazo, y ella les limpiará la mirada de toda «catarata» que no deja ver a Cristo en las almas, les curará toda miopía que vuelve borrosas las necesidades de la gente, que son las del Señor encarnado, y les curará de toda presbicia que se pierde los detalles, «la letra chica» donde se juegan las realidades importantes de la vida de la Iglesia y de la familia. La mirada de la Virgen cura.


Otro «modo de mirar de María» tiene que ver con el tejido: María mira «tejiendo», viendo cómo puede combinar para bien todas las cosas que le trae su gente. Les decía a los obispos mexicanos que, «en el manto del alma mexicana, Dios ha tejido, con el hilo de las huellas mestizas de su gente, y ha tejido el rostro de su manifestación en la Morenita» (ibíd.) Un maestro espiritual enseña que lo que se dice de María de manera especial, se dice de la Iglesia de modo universal y de cada alma en particular (cf. Isaac de la Estrella, Sermón 51: PL 194, 1863). Al ver cómo tejió Dios el rostro y la figura de la Guadalupana en la tilma de Juan Diego podemos rezar contemplando cómo teje nuestra alma y la vida de la Iglesia. Dicen que no se puede ver cómo está «pintada» la imagen. Es como si estuviera estampada. Me gusta pensar que el milagro no fue sólo «estampar o pintar la imagen con un pincel», sino que «se recreó el manto entero», se transfiguró de pies a cabeza, y cada hilo ―esos que las mujeres aprenden a tejer desde pequeñas, y para las prendas más finas usan las fibras del corazón del maguey (la penca de la que se sacan los hilos)―, cada hilo que ocupó su lugar fue transfigurado, asumiendo los detalles que brillan en su sitio y, entretejido con los demás, de igual manera transfigurados, hacen aparecer el rostro de nuestra Señora y toda su persona y lo que la rodea. La misericordia hace eso mismo con nosotros, no nos «pinta» desde fuera una cara de buenos, no nos hace el photoshop, sino que, con los hilos mismos de nuestras miserias y pecados —justamente con esos—, entretejidos con amor de Padre, nos teje de tal manera que nuestra alma se renueva recuperando su verdadera imagen, la de Jesús. Sean, por tanto, sacerdotes «capaces de imitar esta libertad de Dios eligiendo cuanto es humilde para hacer visible la majestad de su rostro y de copiar esta paciencia divina en tejer, con el hilo fino de la humanidad que encuentren, aquel hombre nuevo que su país espera. No se dejen llevar por la vana búsqueda de cambiar de pueblo —es una tentación nuestra: «Pediré al obispo que me cambie...»—, como si el amor de Dios no tuviese bastante fuerza para cambiarlo» (Discurso a los obispos de México, 13 febrero 2016).


El tercer modo de mirar de la Virgen es el de la atención: María mira con atención, se vuelca toda y se involucra entera con el que tiene delante, como una madre cuando es todo ojos para su hijito que le cuenta algo. Y también las mamás, cuando la criatura es muy pequeña, imitan la voz del hijo para que le salgan las palabras: se hacen pequeñas. «Como enseña la bella tradición guadalupana —sigo refiriéndome a México—, la Morenita custodia las miradas de aquellos que la contemplan, refleja el rostro de aquellos que la encuentran. Es necesario aprender que hay algo de irrepetible en cada uno de aquellos que nos miran en la búsqueda de Dios —no todos los miran del mismo modo—. Toca a nosotros no volvernos impermeables a tales miradas (ibíd.). Un sacerdote, un cura que se hace impermeable a las miradas está cerrado en sí mismo. «Custodiar en nosotros a cada uno de ellos, conservarlos en el corazón, resguardarlos. Sólo una Iglesia capaz de resguardar el rostro de los hombres que van a tocar a su puerta es capaz de hablarles de Dios» (ibíd.). Si no eres capaz de custodiar el rostro de las personas que llaman a tu puerta, no serás capaz hablarles de Dios. «Si no desciframos sus sufrimientos, si no nos damos cuenta de sus necesidades, nada podremos ofrecerles. La riqueza que tenemos fluye solamente cuando encontramos la poquedad de aquellos que mendigan, y dicho encuentro se realiza precisamente en nuestro corazón de pastores» (ibíd.). A sus obispos les decía que estén atentos a ustedes, sus sacerdotes, «que no los dejen expuestos a la soledad y al abandono, presa de la mundanidad que devora el corazón» (ibíd.). El mundo nos observa con atención pero para «devorarnos», para volvernos consumidores… Todos necesitamos ser mirados con atención, con interés gratuito, digamos. «Ustedes estén atentos ―les decía a los obispos― y aprendan a leer las miradas de sus sacerdotes, para alegrarse con ellos cuando sientan el gozo de contar cuanto “han hecho y enseñado” (Mc 6,30), y también para no echarse atrás cuando se sienten un poco rebajados y no puedan hacer otra cosa que llorar porque “han negado al Señor” (cf. Lc 22,61-62), y también para sostener [...], en comunión con Cristo, cuando alguno, abatido, saldrá con Judas “en la noche” (cf. Jn 13,30). En estas situaciones, que nunca falte la paternidad de ustedes, obispos, para con sus sacerdotes. Animen la comunión entre ellos; hagan perfeccionar sus dones; intégrenlos en las grandes causas, porque el corazón del apóstol no fue hecho para cosas pequeñas» (ibíd.)


Por último, ¿cómo mira María? María mira de modo «íntegro», uniendo todo, nuestro pasado, presente y futuro. No tiene una mirada fragmentada: la misericordia sabe ver la totalidad y capta lo más necesario. Como María en Caná, que es capaz de «compadecerse» anticipadamente de lo que acarreará la falta de vino en la fiesta de bodas y pide a Jesús que lo solucione, sin que nadie se dé cuenta, así toda nuestra vida sacerdotal la podemos ver como «anticipada por la misericordia» de María, que previendo nuestras carencias ha provisto todo lo que tenemos. Si algo de «vino bueno» hay en nuestra vida, no es por mérito nuestro sino por su «misericordia anticipada», esa que ya en el Magníficat canta cómo el Señor «miró con bondad su pequeñez» y «se acordó de su (alianza de) misericordia», una «misericordia que se extiende de generación en generación» sobre sus pobres y oprimidos (cf. Lc 1,46-55). La lectura que hace María es la de la historia como misericordia.


Podemos terminar rezando la Salve Regina en cuyas invocaciones late el espíritu del Magnificat. Ella es la Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra. Y cuando ustedes sacerdotes tengan momentos oscuros, feos, cuando no sepan cómo arreglarse en lo hondo de su corazón, no digo sólo «miren a la Madre», eso lo deben hacer, sino: «Vayan allí déjense mirar por ella, en silencio, incluso adormentándose. Eso hará que en esos momentos feos, quizás con tantos errores como han cometido y que los han llevado a ese punto, toda esta suciedad se convierta en receptáculo de misericordia. Déjense mirar por la Virgen. Sus ojos misericordiosos son los que consideramos el mejor recipiente de la misericordia, en el sentido de poder beber en ellos esa mirada indulgente y buena de la que tenemos sed como sólo se puede tener sed de una mirada. Esos ojos misericordiosos son también los que nos hacen ver las obras de la misericordia de Dios en la historia de los hombres y descubrir a Jesús en sus rostros. En ella encontramos la tierra prometida —el reino de la misericordia instaurado por el Señor― que viene, ya en esta vida, después de cada destierro al que nos arroja el pecado. De su mano, y aferrándonos a su manto. Yo tengo en mi estudio una hermosa imagen que me ha regalado el Padre Rupnik, la ha hecho él, de la «Synkatabasis»: representa a María que hace descender a Jesús, y sus manos son como escalones. Pero lo que más me gusta es que Jesús tiene en una mano la plenitud de la Ley, y con la otra se aferra al manto de la Virgen: también él agarrado al manto de la Virgen. Y la tradición rusa, los monjes, los viejos monjes rusos, nos dicen que en las turbulencias espirituales hay que refugiarse bajo el manto de la Virgen. La primera antífona mariana de Occidente es esta: «Sub tuum praesidium». El manto de la Virgen. No avergonzarse, no hacer grandes discursos: estar allí y dejarse cubrir, dejarse mirar. Y llorar. Cuando encontramos un sacerdote que es capaz de esto, de ir con la Madre y llorar, con tantos pecados, yo puedo decir: «es un buen cura, porque es un buen hijo. Será un buen padre. Tomados de su mano y bajo su mirada podemos cantar con alegría las grandezas del Señor. Podemos decirle: Mi alma te canta, Señor, porque miraste con bondad la humildad y pequeñez de tu servidor. Feliz de mí, que he sido perdonado. Tu misericordia, la que practicaste con todos tus santos y con todo tu pueblo fiel, también me ha alcanzado a mí. He andado disperso, buscándome a mí mismo, por la soberbia de mi corazón, pero no he ocupado ningún trono, Señor, y mi única exaltación es que tu Madre me alce a su regazo, me cubra con su manto y me ponga junto a su corazón. Quiero ser amado por ti como uno más de los más humildes de tu pueblo, colmar con tu pan a los que tienen hambre de ti. Acuérdate, Señor, de tu alianza de misericordia con tus hijos, los sacerdotes de tu pueblo. 


Que con María seamos signo y sacramento de tu misericordia.


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JUBILEO EXTRAORDINARIO DE LA MISERICORDIA


RETIRO ESPIRITUAL IMPARTIDO POR EL SANTO PADRE FRANCISCO
CON OCASIÓN DEL JUBILEO DE LOS SACERDOTES


PRIMERA MEDITACIÓN


Basílica de San Juan de Letrán - Jueves 2 de junio de 2016


Ejercicios para sacerdotes 2016


Buenos días, queridos sacerdotes.


Comenzamos esta jornada de retiro espiritual. Creo que nos hará bien rezar unos por otros, en comunión. Un retiro, pero en comunión, todos.


He elegido el tema de la misericordia. Primero una pequeña introducción para todo el retiro.
La misericordia, en su aspecto más femenino, es el entrañable amor materno, que se conmueve ante la fragilidad de su creatura recién nacida y la abraza, supliendo todo lo que le falta para que pueda vivir y crecer (rahamim); y en su aspecto más masculino, es la fidelidad fuerte del Padre que sostiene siempre, perdona y vuelve a poner en camino a sus hijos. La misericordia es tanto el fruto de una «alianza» —por eso se dice que Dios se acuerda de su (pacto de) misericordia (hesed)— como un «acto» gratuito de benignidad y bondad que brota de nuestra psicología más profunda y se traduce en una obra externa (eleos, que se convierte en limosna). Esta inclusividad hace que esté siempre a la mano de todos el «misericordiar», el compadecerse del que sufre, conmoverse ante el necesitado, indignarse, que se revuelvan las tripas ante una injusticia patente y ponerse inmediatamente a hacer algo concreto, con respeto y ternura, para remediar la situación. Y, partiendo de este sentimiento visceral, está al alcance de todos mirar a Dios desde la perspectiva de este atributo primero y último con el que Jesús lo ha querido revelar para nosotros: el nombre de Dios es Misericordia.


Cuando meditamos sobre la Misericordia sucede algo especial. La dinámica de los Ejercicios Espirituales se potencia desde dentro. La misericordia hace ver que las vías objetivas de la mística clásica —purgativa, iluminativa y unitiva— nunca son etapas sucesivas, que se puedan dejar atrás. Siempre tenemos necesidad de una nueva conversión, de más contemplación y de un amor renovado. Estas tres fases se entrecruzan y vuelven a aparecer. Nada une más con Dios que un acto de misericordia —y esto no es una exageración: nada une más con Dios que un acto de misericordia—, ya sea que se trate de la misericordia con que el Señor nos perdona nuestros pecados, ya sea de la gracia que nos da para practicar las obras de misericordia en su nombre. Nada ilumina más la fe que el purgar nuestros pecados y nada más claro que Mateo 25, y aquello de «Dichosos los misericordiosos porque alcanzarán misericordia» (Mt 5,7), para comprender cuál es la voluntad de Dios, la misión a la que nos envía. A la misericordia se le puede aplicar aquella enseñanza de Jesús: «Con la medida que midan serán medidos» (Mt 7,2). Permítanme, pero pienso aquí a esos confesores que «apalean» a los penitentes, que los riñen. Pero, ¡así los tratará Dios a ellos! Aunque no sea más que por eso, no hagan estas cosas. La misericordia nos permite pasar de sentirnos misericordiados a desear misericordiar. Pueden convivir, en una sana tensión, el sentimiento de vergüenza por los propios pecados con el sentimiento de la dignidad a la que el Señor nos eleva. Podemos pasar sin preámbulos de la distancia a la fiesta, como en la parábola del Hijo Pródigo, y utilizar como receptáculo de la misericordia nuestro propio pecado. Repito esto, que es la clave de la primera meditación: utilizar como receptáculo de la misericordia nuestro propio pecado. La misericordia nos impulsa a pasar de lo personal a lo comunitario. Cuando actuamos con misericordia, como en los milagros de la multiplicación de los panes, que nacen de la compasión de Jesús por su pueblo y por los extranjeros, los panes se multiplican a medida que se reparten.


Tres sugerencias


Tres sugerencias para esta jornada de retiro. La alegre y libre familiaridad que se establece a todos los niveles entre los que se relacionan entre sí con el vínculo de la misericordia —familiaridad del Reino de Dios, tal como Jesús lo describe en sus parábolas— me lleva a sugerirles tres cosas para su oración personal de este día.


La primera tiene que ver con dos consejos prácticos que da san Ignacio —me excuso por la publicidad «de familia»— y que dice: «No el mucho saber llena y satisface el alma, sino el sentir y gustar las cosas de Dios interiormente» (Ejercicios Espirituales, 2). San Ignacio agrega que allí donde uno encuentra lo que quiere y siente gusto, allí se quede rezando «sin tener ansia de pasar adelante, hasta que me satisfaga» (ibíd., 76). Así que, en estas meditaciones sobre la misericordia, uno puede comenzar por donde más le guste y quedarse allí, pues seguramente una obra de misericordia le llevará a las demás. Si comenzamos dando gracias al Señor, que maravillosamente nos creó y más maravillosamente aún nos redimió, seguramente esto nos llevará a sentir pena por nuestros pecados. Si comenzamos por compadecernos de los más pobres y alejados, seguramente necesitaremos ser misericordiados también nosotros.


La segunda sugerencia para rezar tiene que ver con una forma de utilizar la palabra misericordia. Como se habrán dado cuenta, al hablar de la misericordia a mí me gusta usar la forma verbal: hay que hacer misericordia (misericordiar en español, «misericordiare», tenemos que forzar la lengua) para recibir misericordia, para ser «misericordiati» (ser misericordiados). «Pero Padre, esto no es italiano». «Sí, pero es la forma que yo encuentro para ir adentro: “Misericordiare” para ser “misercordiato”». El hecho de que la misericordia ponga en contacto una miseria humana con el corazón de Dios hace que la acción surja inmediatamente. No se puede meditar sobre la misericordia sin que todo se ponga en acción. Por tanto, en la oración, no hace bien intelectualizar. Con prontitud, y con la ayuda de la gracia, nuestro diálogo con el Señor tiene que concretarse en qué pecado tiene que tocar su misericordia en mí, dónde siento, Señor, más vergüenza y más deseo reparar; y rápidamente tenemos que hablar de aquello que más nos conmueve, de esos rostros que nos llevan a desear intensamente poner manos a la obra para remediar su hambre y sed de Dios, de justicia, de ternura. A la misericordia se la contempla en la acción. Pero un tipo de acción que es omniinclusiva: la misericordia incluye todo nuestro ser —entrañas y espíritu— y a todos los seres.


La última sugerencia para la jornada de hoy va por el lado del fruto de los ejercicios, es decir de la gracia que tenemos que pedir y que es, directamente, la de convertirnos en sacerdotes más misericordiados y más misericordiosos. Una de las cosas más más bellas, que me conmueven, es la confesión de un sacerdote: es algo grande, hermoso, porque este hombre que se acerca para confesar sus pecados es el mismo que después ofrece el oído al corazón de otra persona que viene a confesar los suyos. Nos podemos centrar en la misericordia porque ella es lo esencial, lo definitivo.  Por los escalones de la misericordia (cf. Laudato si’, 77) podemos bajar hasta lo más bajo de la condición humana —fragilidad y pecado incluidos— y ascender hasta lo más alto de la perfección divina: «Sean misericordiosos (perfectos) como su Padre es misericordioso». Pero siempre para «cosechar» sólo más misericordia. De aquí deben venir los frutos de conversión de nuestra mentalidad institucional: si nuestras estructuras no se viven ni se utilizan para recibir mejor la misericordia de Dios y para ser más misericordiosos para con los demás, se pueden convertir en algo muy extraño y contraproducente. De esto se habla frecuentemente en algunos documentos de la Iglesia y en algunos discursos de los Papas, es decir, de la conversión institucional, la conversión pastoral.


Este retiro espiritual, por tanto, irá por el lado de esa «simplicidad evangélica» que entiende y practica todas las cosas en clave de misericordia. Y de una misericordia dinámica, no como un sustantivo cosificado y definido, ni como adjetivo que decora un poco la vida, sino como verbo —misericordiar y ser misericordiados—. Esto es lo que nos lanza a la acción en medio del mundo. Y, además, como misericordia «siempre más grande», como una misericordia que crece y aumenta, dando pasos de bien en mejor, y yendo de menos a más, ya que la imagen que Jesús nos pone es la del Padre siempre más grande —Deus semper maior— y cuya misericordia infinita «crece», si se puede decir así, y no tiene techo ni fondo, porque proviene de su soberana libertad.

 



Y ahora pasemos a la primera meditación. He puesto como título «De la distancia a la fiesta». Si la misericordia del Evangelio es, como hemos dicho, un exceso de Dios, un desborde inaudito, lo primero es mirar dónde el mundo de hoy, y cada persona, necesita más un exceso de amor así. Lo primero es preguntarnos cuál es el receptáculo para tal misericordia; cuál es el terreno desierto y seco para tal desborde de agua viva; cuáles las heridas para ese aceite balsámico; cuál es la orfandad que necesita tal desvivirse en cariños y atenciones; cuál la distancia para tanta sed de abrazo y de encuentro…


La parábola que les propongo para esta meditación es la del padre misericordioso (cf. Lc 15,11-31). Nos situamos en el ámbito del misterio del Padre. Y me viene al corazón comenzar por ese momento en que el hijo pródigo está en medio del chiquero, en ese infierno del egoísmo, que hizo todo lo que quiso y, en vez de ser libre, se encuentra esclavo. Mira a los chanchos que comen bellotas…, siente envidia y le viene la nostalgia. Nostalgia: palabra clave. Nostalgia por el pan recién horneado que los empleados de su casa, la casa de su padre, comen para el desayuno. La nostalgia es un sentimiento poderoso. Tiene que ver con la misericordia porque nos ensancha el alma. Nos hace recordar el bien primero —la patria de donde salimos— y nos despierta la esperanza de volver. El nostos algos. En este horizonte amplio de la nostalgia, este joven —dice el Evangelio— entró en sí y se sintió miserable. Y cada uno de nosotros puede buscar o dejarse llevar a ese punto donde se siente más miserable. Cada uno de nosotros tiene su secreto de miseria dentro... Hace falta pedir la gracia de encontrarlo.


Sin detenernos ahora a describir lo mísero de su estado, pasemos a ese otro momento en que, después de que su Padre lo abrazó y lo besó efusivamente, él se encuentra sucio pero vestido de fiesta. Porque el padre no le dice: «Vete, dúchate y después vuelve». No, sucio y vestido de fiesta. Se pone en el dedo el anillo de par con su padre. Tiene sandalias nuevas en los pies. Está en medio de la fiesta, entre la gente. Algo así como nosotros, si alguna vez nos pasó, que nos confesamos antes de la misa y ahí nomás nos encontramos «revestidos» y en medio de una ceremonia. Es un estado de avergonzada dignidad.


Avergonzada dignidad


Detengámonos en esa «avergonzada dignidad» de este hijo pródigo y predilecto. Si nos animamos a mantener serenamente el corazón entre esos dos extremos —la dignidad y la vergüenza—, sin soltar ninguno de ellos, quizás podamos sentir cómo late el corazón de nuestro Padre. Era un corazón que palpitaba de ansia cuando todos los días subía a la terraza para mirar. ¿Qué miraba? Si acaso el hijo vuelve... Pero en este punto, en este puesto donde hay dignidad y vergüenza, podemos percibir cómo late el corazón de nuestro Padre. Podemos imaginar que la misericordia le brota como sangre. Que él sale a buscarnos —pecadores—, nos atrae a sí, nos purifica y nos lanza de nuevo, renovados, a todas las periferias a misericordiar a todos. Su sangre es la sangre de Cristo, sangre de la Nueva y Eterna Alianza de misericordia, derramada por nosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados. Esta sangre la contemplamos entrando y saliendo de su corazón, y del corazón del Padre. Esto es nuestro único tesoro, lo único que tenemos para dar al mundo: la sangre que purifica y pacifica todo y a todos. La sangre del Señor que perdona los pecados. La sangre que es verdadera bebida, que resucita y da la vida a lo que está muerto por el pecado.


En nuestra oración serena, que va de la vergüenza a la dignidad, de la dignidad a la vergüenza —las dos juntas—, pedimos la gracia de sentir esa misericordia como constitutiva de nuestra vida entera; la gracia de sentir cómo ese latido del corazón del Padre se aúna con el latir del nuestro. No basta sentirla como un gesto que Dios tiene de vez en cuando, perdonándonos algún pecado gordo, y luego nos las arreglamos solos, autónomamente. No basta.


San Ignacio propone una imagen caballeresca propia de su época, pero, como la lealtad entre amigos es un valor perenne, puede ayudarnos. Dice que, para sentir «confusión y vergüenza» por nuestros pecados (y no perdernos de sentir la misericordia), podemos usar un ejemplo: imaginemos que «un caballero se hallase delante de su rey y de toda su corte, avergonzado y confundido en haberle mucho ofendido, siendo que de él primero recibió muchos dones y muchas mercedes» (Ejercicios Espirituales, 74). Imaginemos esta escena. No obstante, siguiendo la dinámica del hijo pródigo en la fiesta, imaginemos a este caballero como alguien que, en vez de ser avergonzado delante de todos, el rey lo toma inesperadamente de la mano y le devuelve su dignidad. Y vemos que  no sólo lo invita a seguirlo en su lucha, sino que lo pone al frente de sus compañeros. ¡Con qué humildad y lealtad lo servirá este caballero de ahora en adelante! Esto me hace pensar en la última parte del capítulo 16 de Ezequiel, la última parte.


Ya sea sintiéndonos como el hijo pródigo festejado o como el caballero desleal convertido en superior, lo importante es que cada uno se sitúe en esa tensión fecunda en la que la misericordia del Señor nos pone: no solamente de pecadores perdonados, sino de pecadores dignificados. El Señor no solamente nos limpia, sino que nos corona, nos da dignidad.


Simón Pedro nos ofrece la imagen ministerial de esta sana tensión. El Señor lo educa y lo forma progresivamente y lo ejercita en mantenerse así: Simón y Pedro. El hombre común, con sus contradicciones y debilidades, y el que es Piedra, el que tiene las llaves, el que conduce a los demás. Cuando Andrés lo lleva a Cristo, así como está, vestido de pescador, el Señor le pone el nombre de Piedra. Apenas acaba de alabarle por la confesión de fe que viene del Padre, cuando ya le recrimina duramente por la tentación de escuchar la voz del mal espíritu al decirle que se aparte de la cruz. Lo invitará a caminar sobre las aguas y lo dejará hundirse en su propio miedo, para tenderle enseguida una mano; apenas se confiese pecador lo misionará a ser pescador de hombres; lo interrogará prolijamente sobre su amor, haciéndole sentir dolor y vergüenza por su deslealtad y cobardía, pero también por tres veces le confiará el pastoreo de sus ovejas. Siempre estos dos polos.


Ahí tenemos que situarnos, en ese hueco en el que conviven nuestra miseria más vergonzante y nuestra dignidad más alta. ¿Qué sentimos cuando la gente nos besa la mano y miramos nuestra miseria más íntima, mientras el Pueblo de Dios nos honra? He aquí otra situación para entender esto. Siempre el contraste. Debemos situarnos aquí, en el espacio en el que conviven nuestra miseria avergonzada y nuestra dignidad más alta. El mismo espacio. Sucios, impuros, mezquinos, vanidosos —la vanidad es el pecado de los curas—, egoístas y, a la vez, con los pies lavados, llamados y elegidos, repartiendo sus panes multiplicados, bendecidos por nuestra gente, queridos y cuidados. Sólo la misericordia hace soportable ese lugar. Sin ella, o nos creemos justos como los fariseos o nos alejamos como los que no se sienten dignos. En ambos casos, se nos endurece el corazón. O cuando nos sentimos justos como los fariseos, o cuando nos alejamos como aquellos que no se sienten dignos. Yo no me siento digno, pero no debo alejarme: debo estar ahí, en la vergüenza con la dignidad, las dos juntas.


Profundizamos un poco más. Nos preguntamos: Y, ¿por qué es tan fecunda esta tensión entre miseria y dignidad, entre distancia y fiesta? Diría que es fecunda porque mantenerla nace de una decisión libre. Y el Señor actúa principalmente sobre nuestra libertad, aunque nos ayude en todo. La misericordia es cuestión de libertad. El sentimiento brota espontáneo y cuando decimos que es visceral parecería que es sinónimo de «animal». Pero los animales desconocen la misericordia «moral», aunque algunos puedan experimentar algo de esa compasión, como un perro fiel que permanece al lado de su dueño enfermo. La misericordia es una conmoción que toca las entrañas, pero puede brotar también de una percepción intelectual aguda —directa como un rayo, pero no por simple menos compleja—: uno intuye muchas cosas cuando siente misericordia. Uno comprende, por ejemplo, que el otro está en una situación desesperada, límite; le pasa algo que excede sus pecados o sus culpas; también uno comprende que el otro es un par, que él mismo podría estar en su lugar; y que el mal es tan grande y devastador que no se arregla sólo con justicia… En el fondo, uno se convence de que hace falta una misericordia infinita, como la del corazón de Cristo, para remediar tanto mal y tanto sufrimiento como vemos que hay en la vida de los seres humanos… Si la misericordia está por debajo de eso, no alcanza. ¡Tantas cosas comprende nuestra mente con sólo ver a alguien tirado en la calle, descalzo, en una mañana fría, o al Señor clavado en la cruz por mí!


Además, la misericordia se acepta y se cultiva, o se rechaza libremente. Si uno se deja llevar, un gesto trae el otro. Si uno pasa de largo, el corazón se enfría. La misericordia nos hace experimentar nuestra libertad y es allí donde podemos experimentar la libertad de Dios, que es misericordioso con quien es misericordioso (cf. Dt 5,10), como le dijo a Moisés. En su misericordia el Señor expresa su libertad. Y nosotros, la nuestra.


Podemos vivir mucho tiempo «sin» la misericordia del Señor. Es decir: podemos vivir sin hacerla consciente y sin pedirla explícitamente. Hasta que uno cae en la cuenta de que «todo es misericordia» y llora con amargura no haberla aprovechado antes, siendo así que la necesitaba tanto.


La miseria de la que hablamos es la miseria moral, intransferible, esa donde uno toma conciencia de sí mismo como persona que, en un punto decisivo de su vida, actuó por su propia iniciativa: eligió algo y eligió mal. Este es el fondo que hay que tocar para sentir dolor de los pecados y para arrepentirse verdaderamente. Porque, en otros ámbitos, uno no se siente tan libre ni siente que el pecado afecte toda su vida y, por tanto, no experimenta su miseria, con lo cual se pierde la misericordia, que sólo actúa con esa condición. Uno no va a la farmacia y dice: «Por misericordia, le pido una aspirina». Por misericordia pide que le den morfina para una persona sumida en los dolores atroces de una enfermedad terminal. O todo o nada. O se va hasta el fondo o no se entiende nada.


El corazón que Dios une a esa miseria moral nuestra es el corazón de Cristo, su Hijo amado, que late como un solo corazón con el del Padre y el del Espíritu. Recuerdo cuando Pío XII escribió la Encíclica sobre el Sagrado Corazón; recuerdo que alguno decía: «¿Por qué una encíclica sobre esto? Son cosas de monjas...». Es el centro, el Corazón de Cristo, es el centro de la misericordia. Tal vez las monjas entienden más que nosotros, porque son madres en la Iglesia, son icono de la Iglesia, de la Virgen María. Pero el centro es el corazón de Cristo. Nos hará bien leer esta semana o mañana la Haurietes aquas... «Pero, ¡es preconciliar!». Sí, pero nos hará bien. Se puede leer, nos hará mucho bien.


Es un corazón que elige el camino más cercano y que lo compromete. Esto es propio de la misericordia, que se ensucia las manos, toca, se mete, quiere involucrarse con el otro, va a lo personal con lo más personal, no «se ocupa de un caso» sino que se compromete con una persona, con su herida. Fijémonos en nuestro lenguaje. Cuántas veces decimos, sin darnos cuenta: «Tengo un caso...». ¡Alto! Di más bien: «Tengo una persona que...». Esto muy clerical: «Tengo un caso...», «he encontrado un caso...». También a mí me sale a menudo. Hay un poco de clericalismo: reducir lo concreto del amor de Dios, de todo lo que Dios nos da, de la persona, a un «caso». Y así me distancio y no me toca. Así no me mancho las manos; así hago una pastoral limpia, elegante, en la que no arriesgo nada. Pero también —no se escandalicen— donde no tengo la posibilidad de un pecado vergonzoso. La misericordia excede la justicia y lo hace saber y lo hace sentir; queda implicado uno con el otro. Al dignificar —y esto es decisivo, no se debe olvidar: la misericordia da dignidad—, la misericordia eleva a aquel hacia el que uno se abaja y vuelve pares a los dos, al misericordioso y al misericordiado. Como la pecadora del Evangelio (cf. Lc 7,36-50), a la cual se la perdonó mucho, porque amó mucho y había pecado mucho.


De aquí la necesidad del Padre de hacer fiesta, para que se restaure todo de una sola vez, devolviendo a su hijo la dignidad perdida. Esto posibilita mirar al futuro de manera nueva. No es que la misericordia no tome en cuenta la objetividad del daño hecho por el mal. Pero le quita poder sobre el futuro —y este es el poder de la misericordia—, le quita poder sobre la vida que corre hacia delante. La misericordia es la verdadera actitud de vida que se opone a la muerte, que es el fruto amargo del pecado. En eso es lúcida, no es para nada ingenua la misericordia. No es que no vea el mal, sino que mira lo corta que es la vida y todo el bien que queda por hacer. Por eso hay que perdonar totalmente, para que el otro mire hacia adelante y no pierda tiempo en culparse y compadecerse de sí mismo y en lo que se perdió. En el camino de ir a curar a otros, uno irá haciendo su examen de conciencia y, en la medida en que ayuda a otros, reparará el mal que hizo. La misericordia es fundamentalmente esperanzada. Es madre de esperanza.


Dejarse atraer y enviar por el movimiento del corazón del Padre es mantenerse en esa sana tensión de avergonzada dignidad. Dejarse atraer por el centro de su corazón, como sangre que se ha ensuciado yendo a dar vida a los miembros más lejanos, para que el Señor nos purifique y nos lave los pies; dejarse enviar llenos del oxígeno del Espíritu para llevar vida a todos los miembros, especialmente a los más alejados, frágiles y heridos.


Un cura hablaba —esto es histórico— de una persona en situación de calle que terminó viviendo en una hospedería. Era alguien cerrado en su propia amargura que no interactuaba con los demás. Persona culta, se enteraron después. Pasado algún tiempo, este hombre fue a parar al hospital por una enfermedad terminal y le contaba al cura que, estando allí, sumido en su nada y en su decepción por la vida, el que estaba en la cama de al lado le pidió que le alcanzara la escupidera y que luego se la vaciara. Y ese pedido de alguien que verdaderamente lo necesitaba y estaba peor que él, le abrió los ojos y el corazón a un sentimiento poderosísimo de humanidad y a un deseo de ayudar al otro y de dejarse ayudar él por Dios. Y se confesó. De este modo, un sencillo acto de misericordia lo conectó con la misericordia infinita, se animó a ayudar al otro y luego se dejó ayudar él: murió confesado y en paz. Este es el misterio de la misericordia.


Así, los dejo con la parábola del padre misericordioso, una vez que nos hemos «situado» en ese momento en que el hijo se siente sucio y revestido, pecador dignificado, avergonzado de sí y orgulloso de su padre. El signo para saber si uno está bien situado son las ganas de ser misericordioso con todos en adelante. Ahí está el fuego que vino a traer Jesús a la tierra, ese que enciende otros fuegos. Si no se prende la llama, es que alguno de los polos no permite el contacto. O la excesiva vergüenza, que no «pela los cables» y, en vez de confesar abiertamente «hice esto y esto», se tapa; o la excesiva dignidad, que toca las cosas con guantes.


Los excesos de la misericordia


Para terminar, una palabrita sobre los excesos de la misericordia. El único exceso ante la excesiva misericordia de Dios es excederse en recibirla y en desear comunicarla a los demás. El Evangelio nos muestra muchos lindos ejemplos de los que se exceden para recibirla: el paralítico, cuyos amigos lo hacen entrar por el techo en medio del sitio donde estaba predicando el Señor —exageran—; el leproso, que deja a sus nueve compañeros y regresa glorificando y dando gracias a Dios a grandes voces y va a ponerse de rodillas a los pies del Señor; el ciego Bartimeo, que logra detener a Jesús con sus gritos y consigue superar incluso la «aduana de los sacerdotes» para ir hacia el Señor; la mujer hemorroisa, que en su timidez se las ingenia para lograr una estrecha cercanía con el Señor y que, como dice el Evangelio, cuando tocó el manto, el Señor sintió que salía de él una dynamis…; todos son ejemplos de ese contacto que enciende un fuego y desencadena la dinámica, la fuerza positiva de la misericordia. También está la pecadora, cuyas excesivas muestras de amor al Señor al lavarle los pies con sus lágrimas y secárselos con sus cabellos, son para el Señor signo de que ha recibido mucha misericordia, y por eso lo expresa de ese modo exagerado. Pero la misericordia siempre exagera, es excesiva. La gente más simple, los pecadores, los enfermos, los endemoniados…, son exaltados inmediatamente por el Señor, que los hace pasar de la exclusión a la inclusión plena, de la distancia a la fiesta. Y esto no se entiende si no es en clave de esperanza, en clave apostólica, en clave del que es misericordiado para misericordiar.


Podemos terminar rezando, con el Magnificat de la misericordia, el Salmo 50 del rey David, que recitamos en los laudes todos los viernes. Es el Magnificat de «un corazón contrito y humillado» que, en su pecado, tiene la grandeza de confesar al Dios fiel que es más grande que el pecado. Dios es más grande que el pecado. Situados en el momento en que el hijo pródigo esperaba un trato distante y, en cambio, el padre lo metió de lleno en una fiesta, podemos imaginarlo rezando el Salmo 50. Y rezarlo a dos coros con él, nosotros y el hijo pródigo. Podemos escucharlo cómo dice: «Misericordia, Dios mío, por tu bondad; por tu inmensa compasión borra mi culpa…». Y nosotros decir: «Pues yo (también) reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado». Y a una voz, decir: «Contra ti, Padre, contra ti solo pequé».


Y rezamos desde esa tensión íntima que enciende la misericordia, esa tensión entre la vergüenza que dice: «Aparta de mi pecado tu vista, borra en mí toda culpa»; y esa confianza que dice: «Rocíame con el hisopo y quedaré limpio, lávame; quedaré más blanco que la nieve». Confianza que se vuelve apostólica: «Devuélveme la alegría de la salvación, afiánzame con espíritu firme y enseñaré a los malvados tus caminos, los pecadores volverán a ti». 
 

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