HOMILÍAS DEL SANTO PADRE FRANCISCO
JUNIO 2016
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La Palabra de Dios que hemos escuchado nos
conduce al acontecimiento central de la fe: La victoria de Dios sobre el
dolor y la muerte. Es el Evangelio de la esperanza que surge del
Misterio Pascual de Cristo, que se irradia desde su rostro, revelador de
Dios Padre y consolador de los afligidos. Es una palabra que nos llama a
permanecer íntimamente unidos a la pasión de nuestro Señor Jesús, para
que se manifieste en nosotros el poder de su resurrección.
En efecto, en la Pasión de Cristo está la respuesta de Dios al grito angustiado y a veces indignado que provoca en nosotros la experiencia del dolor y de la muerte. Se trata de no escapar de la cruz, sino de permanecer ahí, como hizo la Virgen Madre, que sufriendo junto a Jesús recibió la gracia de esperar contra toda esperanza (cf. Rm 4,18).
Esta ha sido también la experiencia de Estanislao de Jesús María y de María Isabel Hesselblad, que hoy son proclamados santos: han permanecido íntimamente unidos a la pasión de Jesús y en ellos se ha manifestado el poder de su resurrección.
La primera Lectura y el Evangelio de este domingo nos presentan dos signos prodigiosos de resurrección, el primero obrado por el profeta Elías, el segundo por Jesús. En los dos casos, los muertos son hijos muy jóvenes de mujeres viudas que son devueltos vivos a sus madres.
La viuda de Sarepta —una mujer no judía, que sin embargo había acogido en su casa al profeta Elías— está indignada con el profeta y con Dios porque, precisamente cuando Elías era su huésped, su hijo se enfermó y después murió en sus brazos. Entonces Elías dice a esa mujer: «Dame a tu hijo» (1 R 17,19). Esta es una palabra clave: manifiesta la actitud de Dios ante nuestra muerte (en todas sus formas); no dice: «tenla contigo, arréglatelas», sino que dice: «Dámela». En efecto, el profeta toma al niño y lo lleva a la habitación de arriba, y allí, él solo, en la oración, «lucha con Dios», presentándole el sinsentido de esa muerte. Y el Señor escuchó la voz de Elías, porque en realidad era él, Dios, quien hablaba y el que obraba en el profeta. Era él que, por boca de Elías, había dicho a la mujer: «Dame a tu hijo». Y ahora era él quien lo restituía vivo a su madre.
La ternura de Dios se revela plenamente en Jesús. Hemos escuchado en el Evangelio (Lc 7,11-17), cómo él experimentó «mucha compasión» (v.13) por esa viuda de Naín, en Galilea, que estaba acompañando a la sepultura a su único hijo, aún adolescente. Pero Jesús se acerca, toca el ataúd, detiene el cortejo fúnebre, y seguramente habrá acariciado el rostro bañado de lágrimas de esa pobre madre. «No llores», le dice (Lc 7,13). Como si le pidiera: «Dame a tu hijo». Jesús pide para sí nuestra muerte, para librarnos de ella y darnos la vida. Y en efecto, ese joven se despertó como de un sueño profundo y comenzó a hablar. Y Jesús «lo devuelve a su madre» (v. 15). No es un mago. Es la ternura de Dios encarnada, en él obra la inmensa compasión del Padre.
Una especie de resurrección es también la del apóstol Pablo, que de enemigo y feroz perseguidor de los cristianos se convierte en testigo y heraldo del Evangelio (cf. Ga 1,13-17). Este cambio radical no fue obra suya, sino don de la misericordia de Dios, que lo «eligió» y lo «llamó con su gracia», y quiso revelar «en él» a su Hijo para que lo anunciase en medio de los gentiles (vv. 15-16). Pablo dice que Dios Padre tuvo a bien manifestar a su Hijo no sólo a él, sino en él, es decir, como imprimiendo en su persona, carne y espíritu, la muerte y la resurrección de Cristo. De este modo, el apóstol no será sólo un mensajero, sino sobre todo un testigo.
Y también con los pecadores, a todos y cada uno, Jesús no cesa de hacer brillar la victoria de la gracia que da vida. Y hoy, y siempre, dice a la Madre Iglesia: «Dame a tus hijos», que somos todos nosotros. Él toma consigo todos nuestros pecados, los borra y nos devuelve vivos a la misma Iglesia. Y esto sucede de modo especial durante este Año Santo de la Misericordia.
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Basílica Vaticana
Miércoles 29 de junio de 2016
Miércoles 29 de junio de 2016
La Palabra de Dios de esta liturgia contiene un binomio central: cierre - apertura. A esta imagen podemos unir el símbolo de las llaves, que Jesús promete a Simón Pedro para que pueda abrir la entrada al Reino de los cielos, y no cerrarlo para la gente, como hacían algunos escribas y fariseos hipócritas a los que Jesús reprende (cf. Mt 23, 13).
La lectura de los Hechos de los Apóstoles (12,1-11) nos presenta tres encierros:
el de Pedro en la cárcel; el de la comunidad reunida en oración; y ‒en
el contexto cercano de nuestro pasaje‒ el de la casa de María, madre de
Juan, por sobrenombre Marcos, donde Pedro va a llamar después de haber
sido liberado.
Con respecto a los encierros, la oración aparece como la
principal vía de salida: salida de la comunidad, que corre el peligro de
encerrarse en sí misma debido a la persecución y al miedo; salida para
Pedro, que al comienzo de su misión que le había sido confiada por el
Señor, es encarcelado por Herodes, y corre el riesgo de ser condenado a
muerte. Y mientras Pedro estaba en la cárcel, «la Iglesia oraba
insistentemente a Dios por él» (Hch 12,5). Y el Señor responde a
la oración y le envía a su ángel para liberarlo, «arrancándolo de la
mano de Herodes» (cf. v. 11). La oración, como humilde abandono en Dios y
en su santa voluntad, es siempre una forma de salir de nuestros
encierros personales y comunitarios. Es la gran vía de salida de los
encerramientos.
También Pablo, escribiendo a Timoteo, habla de su experiencia
de liberación, la salida del peligro de ser, él también, condenado a
muerte; en cambio, el Señor estuvo cerca de él y le dio fuerzas para que
pudiera llevar a cabo su trabajo de evangelizar a los gentiles (cf. 2 Tm
4,17). Pero Pablo habla de una «apertura» mucho mayor, hacia un
horizonte infinitamente más amplio: el de la vida eterna, que le espera
después de haber terminado la «carrera» terrena. Es muy bello ver la
vida del Apóstol toda «en salida» gracias al Evangelio: toda
proyectada hacia adelante, primero para llevar a Cristo a cuantos no le
conocen, y luego para saltar, por así decirlo, en sus brazos, y ser
llevado por él que lo salvará llevándolo a su reino celestial.» (cf. v.
18).
Volvamos a Pedro. El relato Evangélico (Mt 16,13-19) de
su profesión de fe y la consiguiente misión confiada por Jesús nos
muestra que la vida de Simón, pescador de Galilea ‒como la vida de cada
uno de nosotros‒ se abre, florece plenamente cuando acoge de Dios
la gracia de la fe. Entonces, Simón se pone en el camino ‒un camino
largo y duro‒ que le llevará a salir de sí mismo, de sus
seguridades humanas, sobre todo de su orgullo mezclado con valentía y
con generoso altruismo. En este su camino de liberación, es decisiva la oración de Jesús: «yo he pedido por ti (Simón), para que tu fe no se apague» (Lc 22,32). Es igualmente decisiva la mirada llena de compasión
del Señor después de que Pedro le hubiera negado tres veces: una mirada
que toca el corazón y disuelve las lágrimas de arrepentimiento (cf. Lc 22,61-62). Entonces Simón Pedro fue liberado de la prisión de su ego orgulloso, de su ego miedoso, y superó la tentación de cerrarse a la llamada de Jesús a seguirle por el camino de la cruz.
Como ya he dicho, en el contexto inmediato del pasaje de los Hechos
de los Apóstoles, hay un detalle que nos puede hacer bien resaltar (cf.
12.12-17). Cuando Pedro se encuentra milagrosamente libre, fuera de la
prisión de Herodes, va a la casa de la madre de Juan, por sobrenombre
Marcos. Llama a la puerta, y desde dentro responde una sirvienta llamada
Rode, la cual, reconociendo la voz de Pedro, en lugar de abrir la
puerta, incrédula y llena de alegría corre a contárselo a su señora. El
relato, que puede parecer cómico ‒y que puede dar inicio al así llamado
«complejo de Rode»‒, nos hace percibir el clima de miedo en el que vivía
la comunidad cristiana, que permanecía encerrada en la casa, y cerrada
también a las sorpresas de Dios. Pedro llama a la puerta. «Y fíjate»,
hay miedo, hay alegría, «¿abrimos?, ¿no abrimos?», mientras él está
corriendo peligro, pues la policía puede cogerlo. Pero el miedo nos
paraliza, nos paraliza siempre, nos cierra, nos cierra a las sorpresas
de Dios Este particular nos habla de la tentación que existe siempre
para la Iglesia: de cerrarse en sí misma de cara a los peligros.
Pero incluso aquí hay un resquicio a través del cual puede pasar a la
acción de Dios: dice Lucas que en aquella casa, «había muchos reunidos en oración»
(v. 12). La oración permite a la gracia abrir una vía de salida: del
cerramiento a la apertura, del miedo a la valentía, de la tristeza a la
alegría. Y podemos añadir: de la división a la unidad. Sí, lo
decimos hoy junto a nuestros hermanos de la delegación enviada por el
querido Patriarca Ecuménico Bartolomé, para participar en la fiesta de
los Santos Patronos de Roma. Una fiesta de comunión para toda la
Iglesia, como pone de manifiesto la presencia de los Arzobispos
Metropolitanos venidos para la bendición de Palios, que les serán
impuestos por mis Representantes en sus respectivas sedes.
Que los santos Pedro y Pablo intercedan por nosotros, para que
podamos hacer este camino con la alegría, experimentar la acción
liberadora de Dios y testimoniarla a todos.
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JUBILEO EXTRAORDINARIO DE LA MISERICORDIA
Plaza de San Pedro
Domingo 12 de junio de 2016
Domingo 12 de junio de 2016
«Estoy crucificado con Cristo: vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi» (Ga 2,19). El apóstol Pablo usa palabras muy fuertes para expresar el misterio de la vida cristiana: todo se resume en el dinamismo pascual
de muerte y resurrección, que se nos da en el bautismo. En efecto, con
la inmersión en el agua es como si cada uno hubiese sido muerto y
sepultado con Cristo (cf. Rm 6,3-4), mientras que, el salir de
ella manifiesta la vida nueva en el Espíritu Santo. Esta condición de
volver a nacer implica a toda la existencia y en todos sus aspectos:
también la enfermedad, el sufrimiento y la muerte esta contenidas en
Cristo, y encuentran en él su sentido definitivo. Hoy, en el día
jubilar dedicado a todos los que llevan en sí las señales de la
enfermedad y de la discapacidad, esta Palabra de vida encuentra una
particular resonancia en nuestra asamblea.
En realidad, todos, tarde o temprano, estamos llamados a
enfrentarnos, y a veces a combatir, con la fragilidad y la enfermedad
nuestra y la de los demás.
Y esta experiencia tan típica y dramáticamente humana asume una gran
variedad de rostros. En cualquier caso, ella nos plantea de manera aguda
y urgente la pregunta por el sentido de la existencia. En nuestro ánimo
se puede dar incluso una actitud cínica, como si todo se pudiera
resolver soportando o contando sólo con las propias fuerzas. Otras
veces, por el contrario, se pone toda la confianza en los
descubrimientos de la ciencia, pensando que ciertamente en alguna parte
del mundo existe una medicina capaz de curar la enfermedad.
Lamentablemente no es así, e incluso aunque esta medicina se encontrase
no sería accesible a todos.
La naturaleza humana, herida por el pecado, lleva inscrita en sí la realidad del límite.
Conocemos la objeción que, sobre todo en estos tiempos, se plantea ante
una existencia marcada por grandes limitaciones físicas. Se considera
que una persona enferma o discapacitada no puede ser feliz, porque es
incapaz de realizar el estilo de vida impuesto por la cultura del placer
y de la diversión. En esta época en la que el cuidado del cuerpo se ha
convertido en un mito de masas y por tanto en un negocio, lo que es
imperfecto debe ser ocultado, porque va en contra de la felicidad y de
la tranquilidad de los privilegiados y pone en crisis el modelo
imperante. Es mejor tener a estas personas separadas, en algún «recinto»
—tal vez dorado— o en las «reservas» del pietismo y del
asistencialismo, para que no obstaculicen el ritmo de un falso
bienestar. En algunos casos, incluso, se considera que es mejor
deshacerse cuanto antes, porque son una carga económica insostenible en
tiempos de crisis. Pero, en realidad, con qué falsedad vive el hombre de
hoy al cerrar los ojos ante la enfermedad y la discapacidad. No
comprende el verdadero sentido de la vida, que incluye también la
aceptación del sufrimiento y de la limitación. El mundo no será mejor
cuando esté compuesto solamente por personas aparentemente «perfectas»,
por no decir «maquilladas», sino cuando crezca la solidaridad entre los
seres humanos, la aceptación y el respeto mutuo. Qué ciertas son las
palabras del apóstol: «Lo necio del mundo lo ha escogido Dios para
humillar a los sabios» (1 Co 1,27).
También el Evangelio de este domingo (Lc 7,36-8,3) nos
presenta una situación de debilidad particular. La mujer pecadora es
juzgada y marginada, mientras Jesús la acoge y la defiende: «Porque
tiene mucho amor» (v. 47). Es esta la conclusión de Jesús, atento al
sufrimiento y al llanto de aquella persona. Su ternura es signo del amor
que Dios reserva para los que sufren y son excluidos. No existe sólo el
sufrimiento físico; hoy, una de las patologías más frecuentes son las
que afectan al espíritu. Es un sufrimiento que afecta al ánimo y hace
que esté triste porque está privado de amor. La patología de la
tristeza. Cuando se experimenta la desilusión o la traición en las
relaciones importantes, entonces descubrimos nuestra vulnerabilidad,
debilidad y desprotección. La tentación de replegarse sobre sí mismo
llega a ser muy fuerte, y se puede hasta perder la oportunidad de la
vida: amar a pesar de todo, amar a pesar de todo.
La felicidad que cada uno desea, por otra parte, puede tener muchos
rostros, pero sólo puede alcanzarse si somos capaces de amar. Este es el
camino. Es siempre una cuestión de amor, no hay otro camino. El
verdadero desafío es el de amar más. Cuantas personas discapacitadas y
que sufren se abren de nuevo a la vida apenas sienten que son amadas. Y
cuanto amor puede brotar de un corazón aunque sea sólo a causa de una
sonrisa. La terapia de la sonrisa. En tal caso la fragilidad misma puede
convertirse en alivio y apoyo en nuestra soledad. Jesús, en su pasión,
nos ha amado hasta el final (cf. Jn 13,1); en la cruz ha revelado
el Amor que se da sin límites. ¿Qué podemos reprochar a Dios por
nuestras enfermedades y sufrimiento que no esté ya impreso en el rostro
de su Hijo crucificado? A su dolor físico se agrega la afrenta, la
marginación y la compasión, mientras él responde con la misericordia que
a todos acoge y perdona: «Por sus heridas fuimos sanados» (Is 53,5; 1 P
2,24). Jesús es el médico que cura con la medicina del amor, porque
toma sobre sí nuestro sufrimiento y lo redime. Nosotros sabemos que Dios
comprende nuestra enfermedad, porque él mismo la ha experimentado en
primera persona (cf. Hb 4,5).
El modo en que vivimos la enfermedad y la discapacidad es signo del
amor que estamos dispuestos a ofrecer. El modo en que afrontamos el
sufrimiento y la limitación es el criterio de nuestra libertad de dar
sentido a las experiencias de la vida, aun cuando nos parezcan absurdas e
inmerecidas. No nos dejemos turbar, por tanto, de estas tribulaciones
(cf. 1 Tm 3,3). Sepamos que en la debilidad podemos ser fuertes (cf. 2 Co 12,10),
y recibiremos la gracia de completar lo que falta en nosotros al
sufrimiento de Cristo, en favor de la Iglesia, su cuerpo (cf. Col
1,24); un cuerpo que, a imagen de aquel del Señor resucitado, conserva
las heridas, signo del duro combate, pero son heridas transfiguradas
para siempre por el amor.
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Plaza de San Pedro
Domingo 5 de junio de 2016
Domingo 5 de junio de 2016
En efecto, en la Pasión de Cristo está la respuesta de Dios al grito angustiado y a veces indignado que provoca en nosotros la experiencia del dolor y de la muerte. Se trata de no escapar de la cruz, sino de permanecer ahí, como hizo la Virgen Madre, que sufriendo junto a Jesús recibió la gracia de esperar contra toda esperanza (cf. Rm 4,18).
Esta ha sido también la experiencia de Estanislao de Jesús María y de María Isabel Hesselblad, que hoy son proclamados santos: han permanecido íntimamente unidos a la pasión de Jesús y en ellos se ha manifestado el poder de su resurrección.
La primera Lectura y el Evangelio de este domingo nos presentan dos signos prodigiosos de resurrección, el primero obrado por el profeta Elías, el segundo por Jesús. En los dos casos, los muertos son hijos muy jóvenes de mujeres viudas que son devueltos vivos a sus madres.
La viuda de Sarepta —una mujer no judía, que sin embargo había acogido en su casa al profeta Elías— está indignada con el profeta y con Dios porque, precisamente cuando Elías era su huésped, su hijo se enfermó y después murió en sus brazos. Entonces Elías dice a esa mujer: «Dame a tu hijo» (1 R 17,19). Esta es una palabra clave: manifiesta la actitud de Dios ante nuestra muerte (en todas sus formas); no dice: «tenla contigo, arréglatelas», sino que dice: «Dámela». En efecto, el profeta toma al niño y lo lleva a la habitación de arriba, y allí, él solo, en la oración, «lucha con Dios», presentándole el sinsentido de esa muerte. Y el Señor escuchó la voz de Elías, porque en realidad era él, Dios, quien hablaba y el que obraba en el profeta. Era él que, por boca de Elías, había dicho a la mujer: «Dame a tu hijo». Y ahora era él quien lo restituía vivo a su madre.
La ternura de Dios se revela plenamente en Jesús. Hemos escuchado en el Evangelio (Lc 7,11-17), cómo él experimentó «mucha compasión» (v.13) por esa viuda de Naín, en Galilea, que estaba acompañando a la sepultura a su único hijo, aún adolescente. Pero Jesús se acerca, toca el ataúd, detiene el cortejo fúnebre, y seguramente habrá acariciado el rostro bañado de lágrimas de esa pobre madre. «No llores», le dice (Lc 7,13). Como si le pidiera: «Dame a tu hijo». Jesús pide para sí nuestra muerte, para librarnos de ella y darnos la vida. Y en efecto, ese joven se despertó como de un sueño profundo y comenzó a hablar. Y Jesús «lo devuelve a su madre» (v. 15). No es un mago. Es la ternura de Dios encarnada, en él obra la inmensa compasión del Padre.
Una especie de resurrección es también la del apóstol Pablo, que de enemigo y feroz perseguidor de los cristianos se convierte en testigo y heraldo del Evangelio (cf. Ga 1,13-17). Este cambio radical no fue obra suya, sino don de la misericordia de Dios, que lo «eligió» y lo «llamó con su gracia», y quiso revelar «en él» a su Hijo para que lo anunciase en medio de los gentiles (vv. 15-16). Pablo dice que Dios Padre tuvo a bien manifestar a su Hijo no sólo a él, sino en él, es decir, como imprimiendo en su persona, carne y espíritu, la muerte y la resurrección de Cristo. De este modo, el apóstol no será sólo un mensajero, sino sobre todo un testigo.
Y también con los pecadores, a todos y cada uno, Jesús no cesa de hacer brillar la victoria de la gracia que da vida. Y hoy, y siempre, dice a la Madre Iglesia: «Dame a tus hijos», que somos todos nosotros. Él toma consigo todos nuestros pecados, los borra y nos devuelve vivos a la misma Iglesia. Y esto sucede de modo especial durante este Año Santo de la Misericordia.
La Iglesia nos muestra hoy a dos
hijos suyos que son testigos ejemplares de este misterio de
resurrección. Ambos pueden cantar por toda la eternidad con las palabras
del salmista: «Cambiaste mi luto en danzas, / Señor, Dios mío, te daré
gracias por siempre» (Sal 30,12). Y todos juntos nos unimos diciendo: «Te ensalzaré, Señor, porque me has librado» (Respuesta al Salmo Responsorial).
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JUBILEO EXTRAORDINARIO DE LA MISERICORDIA
Plaza de San Pedro
Viernes 3 de junio de 2016
Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús
Viernes 3 de junio de 2016
Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús
El corazón del Buen Pastor no es sólo el corazón que tiene misericordia de nosotros, sino la misericordia misma. Ahí resplandece el amor del Padre; ahí me siento seguro de ser acogido y comprendido como soy; ahí, con todas mis limitaciones y mis pecados, saboreo la certeza de ser elegido y amado. Al mirar a ese corazón, renuevo el primer amor: el recuerdo de cuando el Señor tocó mi alma y me llamó a seguirlo, la alegría de haber echado las redes de la vida confiando en su palabra (cf. Lc 5,5).
El corazón del Buen Pastor nos dice que su amor no tiene límites, no se cansa y nunca se da por vencido. En él vemos su continua entrega sin algún confín; en él encontramos la fuente del amor dulce y fiel, que deja libre y nos hace libres; en él volvemos cada vez a descubrir que Jesús nos ama «hasta el extremo» (Jn 13,1); no se detiene antes, va hasta el final, sin imponerse nunca.
El corazón del Buen Pastor está inclinado hacia nosotros, «polarizado» especialmente en el que está lejano; allí apunta tenazmente la aguja de su brújula, allí revela la debilidad de un amor particular, porque desea llegar a todos y no perder a nadie.
Ante el Corazón de Jesús nace la pregunta fundamental de nuestra vida sacerdotal: ¿A dónde se orienta mi corazón? Pregunta que nosotros sacerdotes tenemos que hacernos muchas veces, cada día, cada semana: ¿A dónde se orienta mi corazón? El ministerio está a menudo lleno de muchas iniciativas, que lo ponen ante diversos frentes: de la catequesis a la liturgia, de la caridad a los compromisos pastorales e incluso administrativos. En medio de tantas actividades, permanece la pregunta: ¿En dónde se fija mi corazón? Viene a mi memoria esa oración tan bonita de la liturgia: «Ubi vera sunt gaudia…». ¿A dónde apunta, cuál es el tesoro que busca? Porque —dice Jesús— «donde estará tu tesoro, allí está tu corazón» (Mt 6,21). Tenemos debilidades todos nosotros, también pecados. Pero vayamos a lo profundo, a la raíz: ¿Dónde está la raíz de nuestras debilidades, de nuestros pecados?
Es decir: ¿Dónde está el «tesoro» que nos aleja del Señor?
Los tesoros irremplazables del Corazón de Jesús son dos: el Padre y nosotros. Él pasaba sus jornadas entre la oración al Padre y el encuentro con la gente. No la distancia, sino el encuentro. También el corazón de pastor de Cristo conoce sólo dos direcciones: el Señor y la gente. El corazón del sacerdote es un corazón traspasado por el amor del Señor; por eso no se mira a sí mismo —no debería mirarse a sí mismo— sino que está dirigido a Dios y a los hermanos. Ya no es un «corazón bailarín», que se deja atraer por las seducciones del momento, o que va de aquí para allá en busca de aceptación y pequeñas satisfacciones. Es más bien un corazón arraigado en el Señor, cautivado por el Espíritu Santo, abierto y disponible para los hermanos. Y ahí resuelve sus pecados.
Para ayudar a nuestro corazón a que tenga el fuego de la caridad de Jesús, el Buen Pastor, podemos ejercitarnos en asumir en nosotros tres formas de actuar que nos sugieren las Lecturas de hoy: buscar, incluir y alegrarse.
Buscar. El profeta Ezequiel nos recuerda que Dios mismo busca a sus ovejas (cf. 34,11.16). Como dice el Evangelio, «va tras la descarriada hasta que la encuentra» (Lc 15,4), sin dejarse atemorizar por los riesgos; se aventura sin titubear más allá de los lugares de pasto y fuera de las horas de trabajo. Y no se hace pagar lo extraordinario. No aplaza la búsqueda, no piensa: «Hoy ya he cumplido con mi deber, y tal vez me ocuparé mañana», sino que se pone de inmediato manos a la obra; su corazón está inquieto hasta que encuentra esa oveja perdida. Y, cuando la encuentra, olvida la fatiga y se la carga sobre sus hombros todo contento. A veces tiene que salir para buscarla, para hablar, persuadir; otras veces debe permanecer ante el Sagrario, luchando con el Señor por esa oveja.
Así es el corazón que busca: es un corazón que no privatiza los tiempos y espacios. ¡Ay de los pastores que privatizan su ministerio! No es celoso de su legítima tranquilidad —legítima, digo; ni siquiera de esa—, y nunca pretende que no lo molesten. El pastor, según el corazón de Dios, no defiende su propia comodidad, no se preocupa de proteger su buen nombre, aunque sea calumniado como Jesús. Sin temor a las críticas, está dispuesto a arriesgar con tal de imitar a su Señor. «Bienaventurados cuando os insulten, os persigan….» (Mt 5,11).
El pastor según Jesús tiene el corazón libre para dejar sus cosas, no vive haciendo cuentas de lo que tiene y de las horas de servicio: no es un contable del espíritu, sino un buen Samaritano en busca de quien tiene necesidad. Es un pastor, no un inspector de la grey, y se dedica a la misión no al cincuenta o sesenta por ciento, sino con todo su ser. Al ir en busca, encuentra, y encuentra porque arriesga. Si el pastor no arriesga, no encuentra. No se queda parado después de las desilusiones ni se rinde ante las dificultades; en efecto, es obstinado en el bien, ungido por la divina obstinación de que nadie se extravíe. Por eso, no sólo tiene la puerta abierta, sino que sale en busca de quien no quiere entrar por ella. Y como todo buen cristiano, y como ejemplo para cada cristiano, siempre está en salida de sí mismo. El epicentro de su corazón está fuera de él: es un descentrado de sí mismo, centrado sólo en Jesús. No es atraído por su yo, sino por el tú de Dios y por el nosotros de los hombres.
Segunda palabra: incluir. Cristo ama y conoce a sus ovejas, da la vida por ellas y ninguna le resulta extraña (cf. Jn 10,11-14). Su rebaño es su familia y su vida. No es un jefe temido por las ovejas, sino el pastor que camina con ellas y las llama por su nombre (cf. Jn 10, 3-4). Y quiere reunir a las ovejas que todavía no están con él (cf. Jn 10,16).
Así es también el sacerdote de Cristo: está ungido para el pueblo, no para elegir sus propios proyectos, sino para estar cerca de las personas concretas que Dios, por medio de la Iglesia, le ha confiado. Ninguno está excluido de su corazón, de su oración y de su sonrisa. Con mirada amorosa y corazón de padre, acoge, incluye, y, cuando debe corregir, siempre es para acercar; no desprecia a nadie, sino que está dispuesto a ensuciarse las manos por todos. El Buen Pastor no conoce los guantes. Ministro de la comunión, que celebra y vive, no pretende los saludos y felicitaciones de los otros, sino que es el primero en ofrecer mano, desechando cotilleos, juicios y venenos. Escucha con paciencia los problemas y acompaña los pasos de las personas, prodigando el perdón divino con generosa compasión. No regaña a quien abandona o equivoca el camino, sino que siempre está dispuesto para reinsertar y recomponer los litigios. Es un hombre que sabe incluir.
Alegrarse. Dios se pone «muy contento» (Lc 15,5): su alegría nace del perdón, de la vida que se restaura, del hijo que vuelve a respirar el aire de casa. La alegría de Jesús, el Buen Pastor, no es una alegría para sí mismo, sino para los demás y con los demás, la verdadera alegría del amor. Esta es también la alegría del sacerdote. Él es transformado por la misericordia que, a su vez, ofrece de manera gratuita. En la oración descubre el consuelo de Dios y experimenta que nada es más fuerte que su amor. Por eso está sereno interiormente, y es feliz de ser un canal de misericordia, de acercar el hombre al corazón de Dios. Para él, la tristeza no es lo normal, sino sólo pasajera; la dureza le es ajena, porque es pastor según el corazón suave de Dios.
Queridos sacerdotes, en la celebración eucarística encontramos cada día nuestra identidad de pastores. Cada vez podemos hacer verdaderamente nuestras las palabras de Jesús: «Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros». Este es el sentido de nuestra vida, son las palabras con las que, en cierto modo, podemos renovar cotidianamente las promesas de nuestra ordenación. Os agradezco vuestro «sí», y por tantos «sí» escondidos de todos los días, que sólo el Señor conoce. Os agradezco por vuestro «sí» para dar la vida unidos a Jesús: aquí está la fuente pura de nuestra alegría.
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