AUDIENCIAS GENERALES DEL PAPA FRANCISCO
ENERO 2017
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Palacio Vaticano
Aula Pablo VI
Miércoles 25 de enero de 2017
La esperanza cristiana — 7. Judith: el valor de una mujer da esperanza al pueblo
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Entre las figuras de mujeres que el Antiguo Testamento nos presenta,
destaca la de una gran heroína del pueblo: Judit. El libro bíblico que
lleva su nombre narra la imponente campaña militar del rey
Nabucodonosor, quien, reinando en Nínive, extiende las fronteras del
imperio derrotando y esclavizando a todos los pueblos de los
alrededores. El lector entiende que se encuentra delante de un grande,
invencible enemigo que está sembrando muerte y destrucción y que llega
hasta la Tierra Prometida, poniendo en peligro la vida de los hijos de
Israel. El ejército de Nabucodonosor, de hecho, bajo la guía del general
Holofernes, asedia a una ciudad de Judea, Betulia, cortando el
suministro de agua y minando así la resistencia de la población.
La situación se hace dramática, hasta tal punto que los habitantes de
la ciudad se dirigen a los ancianos pidiendo que se rindan a los
enemigos. Las suyas son palabras desesperadas: «Ya no hay nadie que
pueda auxiliarnos, porque Dios nos ha puesto en manos de esa gente para
que desfallezcamos de sed ante sus ojos y seamos totalmente destruidos».
Llegaron a decir esto, “Dios nos ha vendido”, y la desesperación de esa
gente era grande. «Llamadles ahora mismo y entregad toda la ciudad al
saqueo de la gente de Holofernes y de todo su ejército» (Judit 7,
25-26). El final parece casi ineluctable, la capacidad de fiarse de
Dios ha desaparecido, la capacidad de fiarse de Dios ha desaparecido. Y
¡cuántas veces nosotros llegamos a situaciones límite donde no sentimos
ni siquiera la capacidad de tener confianza en el Señor!, es una
tentación fea. Y, paradójicamente, parece que, para huir de la muerte,
no queda otra cosa que entregarse a las manos de quien mata. Pero ellos
saben que estos soldados entrarán y saquearán la ciudad, tomarán a las
mujeres como esclavas y después matarán a todos los demás. Esto es
precisamente “el límite”.
Y ante tanta desesperación, el jefe del pueblo trata de proponer un
punto de esperanza: resistir aún cinco días, esperando la intervención
salvífica de Dios. Pero es una esperanza débil, que le hace concluir:
«Pero si pasan estos días sin recibir ayuda cumpliré vuestros deseos»
(7, 31). Pobre hombre, no tenía salida. Cinco días vienen concedidos a
Dios —y aquí está el pecado— cinco días vienen concedidos a Dios para
intervenir; cinco días de espera, pero ya con la perspectiva del final.
Conceden cinco días a Dios para salvarles, pero saben, no tienen
confianza, esperan lo peor. En realidad, nadie más, entre el pueblo, es
todavía capaz de esperar. Estaban desesperados.
Es en esta situación que aparece en escena Judit. Viuda, mujer de
gran belleza y sabiduría, ella habla al pueblo con el lenguaje de la fe,
valiente, regaña a la cara al pueblo: «¡Así tentáis al Señor
Omnipotente, […]. No, hermanos; no provoquéis la cólera del Señor, Dios
nuestro. Porque si no quiere socorrernos en el plazo de cinco días,
tiene poder para protegernos en cualquier otro momento, como lo tiene
para aniquilarnos en presencia de nuestros enemigos […]. Pidámosle más
bien que nos socorra, mientras esperamos confiadamente que nos salve. Y
Él escuchará nuestra súplica, si le place hacerlo» (8, 13.14- 15.17).
Es un lenguaje de la esperanza. Llamamos a las puertas del corazón de
Dios, Él es Padre, Él puede salvarnos. ¡Esta mujer, viuda, corre el
riesgo también de quedar mal delante de los otros! ¡Pero es valiente!
¡Va adelante! Y esto es algo mío, esta es una opinión mía: ¡las mujeres
son más valientes que los hombres!
Con la fuerza de un profeta, Judit llama a los hombres de su pueblo
para llevarles de nuevo a la confianza en Dios; con la mirada de un
profeta, ella ve más allá del estrecho horizonte propuesto por los jefes
y que el miedo hace todavía más limitado. Dios actuará realmente —ella
afirma—, mientras la propuesta de los cinco días de espera es un modo
para tentarlo y para escapar de su voluntad. El Señor es Dios de
salvación, y ella lo cree, sea cual sea la forma que tome. Es salvación
liberar de los enemigos y hacer vivir, pero, en sus planes
impenetrables, puede ser salvación también entregar a la muerte. Mujer
de fe, ella lo sabe. Después conocemos el final, como ha terminado la
historia: Dios salva.
Queridos hermanos y hermanas, no pongamos nunca condiciones a Dios y
dejemos que la esperanza venza a nuestros temores. Fiarse de Dios quiere
decir entrar en sus diseños sin pretender nada, también aceptando que
su salvación y su ayuda lleguen a nosotros de forma diferente de
nuestras expectativas. Nosotros pedimos al Señor vida, salud, afectos,
felicidad; y es justo hacerlo, pero en la conciencia de que Dios sabe
sacar vida incluso de la muerte, que se puede experimentar la paz
también en la enfermedad, y que puede haber serenidad también en la
soledad y felicidad también en el llanto. No somos nosotros los que
podemos enseñar a Dios lo que debe hacer, es decir lo que necesitamos.
Él lo sabe mejor que nosotros, y tenemos que fiarnos, porque sus caminos
y sus pensamientos son muy diferentes a los nuestros.
El camino que Judit nos indica es el de la confianza, de la espera en
la paz, de la oración en la obediencia. Es el camino de la esperanza.
Sin resignaciones fáciles, haciendo todo lo que está en nuestras
posibilidades, pero siempre permaneciendo en el camino de la voluntad
del Señor, porque Judit —lo sabemos— ha rezado mucho, ha hablado mucho
al pueblo y después, valiente, se ha ido, ha buscado el modo de
acercarse al jefe del ejército y ha conseguido cortarle la cabeza, ha
degollarlo. Es valiente en la fe y en las obras. El Señor busca siempre.
Judit, de hecho, tiene su plan, lo realiza con éxito y lleva al pueblo a
la victoria, pero siempre en la actitud de fe de quien acepta todo de
la manos de Dios, segura de su bondad. Así, una mujer llena de fe y de
valentía da de nuevo fuerza a su pueblo en peligro mortal y lo conduce
en los caminos de la esperanza, indicándole también a nosotros. Y
nosotros, si hacemos un poco de memoria, cuántas veces hemos escuchado
palabras sabias, valientes, de personas humildes, de mujeres humildes
que uno piensa que —sin despreciarlas— son ignorantes… ¡Pero son
palabras de la sabiduría de Dios, eh! Las palabras de las abuelas.
Cuántas veces las abuelas saben decir la palabra justa, la palabra de
esperanza, porque tienen la experiencia de la vida, han sufrido mucho,
se han encomendado a Dios y el Señor da este don de darnos el consejo de
esperanza.
Y, yendo por esos caminos, será alegría y luz pascual encomendarse al
Señor con las palabras de Jesús: «Padre, si quieres, aparta de mí esta
copa; Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lucas 22, 42). Y esta es la oración de la sabiduría, de la confianza y de la esperanza.
Saludos:
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua
española, en particular a los grupos provenientes de España y
Latinoamérica. Hoy celebramos la fiesta de la Conversión de san Pablo y
se concluye la semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, los
invito a todos a que, conscientes de que el amor de Cristo nos apremia,
no dejen nunca de rezar para que los cristianos trabajemos, con respeto
fraterno y caridad activa, por llegar a la tan deseada unidad. Que Dios
los bendiga.
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Palacio Vaticano
Aula Pablo VI
Miércoles 18 de enero de 2017
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La esperanza cristiana — 7. Jonás: esperanza y oración
Queridos hermanos y hermanas, buenos días.
En la Sagrada Escritura, entre los profetas de Israel, despunta una
figura un poco anómala, un profeta que intenta evadirse de la llamada
del Señor rechazando ponerse al servicio del plan divino de salvación.
Se trata del profeta Jonás, de quién se narra la historia en un pequeño
libro de sólo cuatro capítulos, una especie de parábola portadora de una
gran enseñanza, la de la misericordia de Dios que perdona.
Jonás es un profeta “en salida” y ¡también un profeta en fuga!, es un
profeta en salida que Dios envía “a la periferia”, a Nínive, para
convertir a los habitantes de esa gran ciudad. Pero Nínive, para un
israelita como Jonás, representa una realidad amenazante, el enemigo que
ponía en peligro la misma Jerusalén, y por tanto para destruir,
ciertamente no para salvar. Por eso, cuando Dios manda a Jonás a
predicar en esa ciudad, el profeta, que conoce la bondad del Señor y su
deseo de perdonar, trata de escapar de su tarea y huye.
Durante su huida, el profeta entra en contacto con unos paganos, los
marineros de la nave en la que se había embarcado para alejarse de Dios y
de su misión. Y huye lejos, porque Nínive estaba en la zona de Irak y
él huye a España, huye de verdad. Y es precisamente el comportamiento de
estos hombres paganos, como después será el de los habitantes de
Nínive, que hoy nos permite reflexionar un poco sobre la esperanza que,
ante el peligro y la muerte, se expresa en oración.
De hecho, durante la travesía en el mar, se desencadena una gran
tormenta, y Jonás baja a la bodega del barco y se duerme. Los marineros
sin embargo, viéndose perdidos, «se pusieron a invocar cada uno a su
dios»: eran paganos (Jonás 1, 5).
El capitán del barco despierta a Jonás diciéndole: «Qué haces aquí
dormido? ¡Levántate e invoca a tu dios! Quizás Dios se preocupe de
nosotros y no perezcamos» (Jonás 1, 6).
Las reacciones de estos “paganos” es la justa reacción ante la
muerte, ante el peligro; porque es entonces que el hombre hace
experiencia completa de la propia fragilidad y de la propia necesidad de
salvación. El horror instintivo de morir desvela la necesidad de
esperar en el Dios de la vida. «Quizás Dios se preocupe de nosotros y no
perezcamos»: son las palabras de la esperanza que se convierten en
oración, esa súplica llena de angustia que sale de los labios del hombre
ante un inminente peligro de muerte.
Demasiado fácilmente desdeñamos dirigirnos a Dios ante la necesidad
como si fuera sólo una oración interesada, y por eso imperfecta. Pero
Dios conoce nuestra debilidad, sabe que nos acordamos de Él para pedir
ayuda, y con la sonrisa indulgente de un padre responde benévolamente.
Cuando Jonás, reconociendo las propias responsabilidades, se hace
echar al mar para salvar a sus compañeros de viaje, la tempestad se
calma. La muerte inminente ha llevado a esos hombres paganos a la
oración, ha hecho que el profeta, a pesar de todo, viviera la propia
vocación al servicio de los otros aceptando sacrificarse por ellos, y
ahora conduce a los supervivientes al reconocimiento del verdadero Señor
y a su alabanza. Los marineros, que habían rezado con miedo
dirigiéndose a sus dioses, ahora, con sincero temor del Señor, reconocen
al verdadero Dios y ofrecen sacrificios y hacen promesas. La esperanza,
que les había llevado a rezar para no morir, se revela aún más poderosa
y obra una realidad que va incluso más allá de lo que ellos esperaban:
no solo no perecen durante la tempestad, sino que se abren al
reconocimiento del verdadero y único Señor del cielo y de la tierra.
Sucesivamente, también los habitantes de Nínive, ante la perspectiva
de ser destruidos, rezarán, impulsados por la esperanza en el perdón de
Dios. Harán penitencia, invocarán al Señor y se convertirán a Él,
empezando por el rey, que, como el capitán de la nave, da voz a la
esperanza diciendo: «¡Quizás vuelva Dios y se arrepienta, [...] y no
perezcamos» (Jonás 3, 9). También para ellos, como para la
tripulación durante la tormenta, haber afrontado la muerte y haber
resultado salvados les ha llevado a la verdad. Así, bajo la misericordia
divina, y aún más a la luz del misterio pascual, la muerte puede
convertirse, como ha sido para San Francisco de Asís, en “nuestra
hermana muerte” y representar, para cada hombre y para cada uno de
nosotros, la sorprendente ocasión de conocer la esperanza y de encontrar
al Señor. Que el Señor nos haga entender esta unión entre oración y
esperanza. La oración te lleva adelante en la esperanza y cuando las
cosas se vuelven oscuras, ¡se necesita más oración! Y habrá más
esperanza. Gracias.
Saludos:
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en
particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. En la
oración, nuestra esperanza no se ve defraudada. En esta Semana de
oración que hoy iniciamos pidamos insistentemente al Padre por la unidad
de todos los cristianos. Que Dios los bendiga.
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Palacio Vaticano
Aula Pablo VI
Miércoles 4 de enero de 2017
La Esperanza cristiana — 5. Salmo 115. Las falsas esperanzas en los ídolos
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el pasado mes de diciembre y en la primera parte de enero hemos
celebrado el tiempo de Adviento y después el de Navidad: un periodo del
año litúrgico que despierta en el pueblo de Dios la esperanza. Esperar
es una necesidad primaria del hombre: esperar en el futuro, creer en la
vida, el llamado «pensar positivo».
Pero es importante que tal esperanza sea puesta de nuevo en lo que
verdaderamente puede ayudar a vivir y a dar sentido a nuestra
existencia. Es por esto que la Sagrada Escritura nos pone en guardia
contra las falsas esperanzas que el mundo nos presenta, desenmascarando
su inutilidad y mostrando la insensatez. Y lo hace de varias formas,
pero sobre todo denunciando la falsedad de los ídolos en los que el
hombre está continuamente tentado de poner su confianza, haciéndoles el
objeto de su esperanza.
En particular, los profetas y sabios insisten en esto, tocando un
punto focal del camino de fe del creyente. Porque fe es fiarse de Dios
—quien tiene fe, se fía de Dios— pero viene el momento en el que,
encontrándose con las dificultades de la vida, el hombre experimenta la
fragilidad de esa confianza y siente la necesidad de certezas
diferentes, de seguridades tangibles, concretas. Yo me fío de Dios, pero
la situación es un poco fea y yo necesito de una certeza un poco más
concreta. ¡Y allí está el peligro! Y entonces estamos tentados de buscar
consuelos también efímeros, que parecen llenar el vacío de la soledad y
calmar el cansancio del creer. Y pensamos poder encontrar en la
seguridad que puede dar el dinero, en las alianzas con los poderosos, en
la mundanidad, en las falsas ideologías. A veces las buscamos en un
dios que pueda doblarse a nuestras peticiones y mágicamente intervenir
para cambiar la realidad y hacer como nosotros queremos; un ídolo,
precisamente, que en cuanto tal no puede hacer nada, impotente y
mentiroso. Pero a nosotros nos gustan los ídolos, ¡nos gustan mucho! Una
vez, en Buenos Aires, tenía que ir de una iglesia a otra, mil metros,
más o menos. Y lo hice, caminando. Había un parque en medio, y en el
parque había pequeñas mesas, pero muchas, muchas, donde estaban sentados
los videntes. Estaba lleno de gente, que también hacía cola. Tú le
dabas la mano y él empezaba, pero el discurso era siempre el mismo: hay
una mujer en tu vida, hay una sombra que viene, pero todo irá bien… Y
después pagabas. ¿Y esto te da seguridad? Es la seguridad de una
—permitidme la palabra— de una estupidez. Ir al vidente o a la vidente
que leen las cartas: ¡esto es un ídolo! Esto es un ídolo, y cuando
nosotros estamos muy apegados: compramos falsas esperanzas. Mientras que
de la que es la esperanza de la gratuidad, que nos ha traído
Jesucristo, gratuitamente dando la vida por nosotros, de esa a veces no
nos fiamos tanto.
Un Salmo lleno de sabiduría nos dibuja de una forma muy sugestiva la
falsedad de estos ídolos que el mundo ofrece a nuestra esperanza y a la
que los hombres de cada época están tentados de fiarse. Es el Salmo 115,
que dice así:
«Plata y oro son sus ídolos, obra de mano de hombre. Tienen boca y no
hablan, tienen ojos y no ven, tienen oídos y no oyen, tienen nariz, y
no huelen. Tienen manos y no palpan, tienen pies y no caminan; ni un
solo susurro en su garganta. Como ellos serán los que los hacen, cuantos
en ellos ponen su confianza» (vv. 4-8). El salmista nos presenta, de
forma un poco irónica, la realidad absolutamente efímera de estos
ídolos. Y tenemos que entender que no se trata solo de representaciones
hechas de metal o de otro material, sino también de esas construidas con
nuestra mente, cuando nos fiamos de realidades limitadas que
transformamos en absolutas, o cuando reducimos a Dios a nuestros
esquemas y a nuestras ideas de divinidad; un dios que se nos parece,
comprensible, previsible, precisamente como los ídolos de los que habla
el Salmo. El hombre, imagen de Dios, se fabrica un dios a su propia
imagen, y es también una imagen mal conseguida: no siente, no actúa, y
sobre todo no puede hablar. Pero, nosotros estamos más contentos de ir a
los ídolos que ir al Señor. Estamos muchas veces más contentos de la
efímera esperanza que te da este falso ídolo, que la gran esperanza
segura que nos da el Señor.
A la esperanza en un Señor de la vida que con su Palabra ha creado el
mundo y conduce nuestras existencias, se contrapone la confianza en
ídolos mudos. Las ideologías con sus afirmaciones de absoluto, las
riquezas —y esto es un gran ídolo—, el poder y el éxito, la vanidad, con
su ilusión de eternidad y de omnipotencias, valores como la belleza
física y la salud, cuando se convierten en ídolos a los que sacrificar
cualquier cosa, son todo realidades que confunden la mente y el corazón,
y en vez de favorecer la vida conducen a la muerte. Es feo escuchar y
duele en el alma eso que una vez, hace años, escuché, en la diócesis de
Buenos Aires: una mujer buena, muy guapa, presumía de belleza,
comentaba, como si fuera natural: «Eh sí, he tenido que abortar porque
mi figura es muy importante». Estos son los ídolos, y te llevan por el
camino equivocado y no te dan felicidad.
El mensaje del Salmo es muy claro: si se pone la esperanza en los
ídolos, te haces como ellos: imágenes vacías con manos que no tocan,
pies que no caminan, bocas que no pueden hablar. No se tiene nada más
que decir, se convierte en incapaz de ayudar, cambiar las cosas,
incapaces de sonreír, de donarse, incapaces de amar. Y también nosotros,
hombres de Iglesia, corremos riesgo cuando nos «mundanizamos». Es
necesario permanecer en el mundo pero defenderse de las ilusiones del
mundo, que son estos ídolos que he mencionado.
Como prosigue el Salmo, es necesario confiar y esperar en Dio, y Dios
donará bendiciones. Así dice el Salmo: «Casa de Israel, confía en el
Yahveh […], casa de Aarón, confía en Yahveh […], los que teméis a
Yahveh, confiad en Yahveh […] Yahveh se acuerda de nosotros, él
bendecirá» (vv. 9.10.11.12). El Señor se acuerda siempre. También en los
momentos feos. Él se acuerda de nosotros. Y esta es nuestra esperanza. Y
la esperanza no decepciona nunca. Nunca. Nunca. Los ídolos decepcionan
siempre: son fantasías, no son realidad. Esta es la estupenda realidad
de la esperanza: confiando en el Señor nos hacemos como Él, su bendición
nos transforma en sus hijos, que comparten su vida. La esperanza en
Dios nos hace entrar, por así decir, en el radio de acción de su
recuerdo, de su memoria que nos bendice y nos salva. Y entonces puede
brotar el aleluya, la alabanza al Dios vivo y verdadero, que para
nosotros ha nacido de María, ha muerto en la cruz y resucitado en la
gloria. Y en este Dios nosotros tenemos esperanza, y este Dios —que no
es un ídolo— no decepciona nunca.
Saludos:
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en
particular a los venidos de España y Latinoamérica. Los invito a poner
plenamente su confianza en el Señor para que de su vida brote la
alabanza al Dios vivo y verdadero, que por nosotros nació de María,
murió sobre la cruz y ha resucitado en la gloria. Muchas gracias.
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Palacio Vaticano
Aula Pablo VI
Miércoles 4 de enero de 2017
La Esperanza cristiana — 5. Raquel “llora por sus hijos”, pero...“hay una esperanza para tu descendencia” (Jer 31)
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En la catequesis de hoy quisiera contemplar con ustedes la figura de una mujer que nos habla de la esperanza vivida en el llanto. La esperanza vivida en el llanto. Se trata de Raquel, la esposa de Jacob y la madre de José y Benjamín, aquella que, como nos narra el Libro del Génesis, muere dando a la luz a su segundo hijo, es decir, a Benjamín.
El profeta Jeremías hace referencia a Raquel dirigiéndose a los Israelitas en exilio para consolarlos, con palabras llenas de emoción y de poesía; es decir toma el llanto de Raquel pero da esperanza:
Así dice el Señor:
«Una voz se oye en Rama,
un lamento y un llanto amargo:
Raquel consuela a sus hijos,
y no vuelve a ser consolada por sus hijos,
porque no son más» (Jer 31,15).
En estos versículos, Jeremías presenta a esta mujer de su pueblo, la gran matriarca de su tribu, en una realidad de dolor y llanto, pero junto a una perspectiva de vida impensada. Raquel, que en la narración del Génesis había muerto dando a luz y había asumido esta muerte para que su hijo pudiera vivir, ahora en cambio, es presentada por el profeta como viva en Ramá, allí donde se reunían los deportados, llora por sus hijos que en cierto sentido han muerto andando en exilio; hijos que, como ella misma dice, “no son más”, han desaparecido para siempre.
Es por esto que Raquel no quiere ser consolada. Este rechazo expresa la profundidad de su dolor y la amargura de su llanto. Frente a la tragedia de la pérdida de sus hijos, una madre no puede aceptar palabras o gestos de consolación, que son siempre inadecuados, pero incapaces de aliviar el dolor de una herida que no puede y no quiere ser cicatrizada. Un dolor proporcional al amor.
Toda madre sabe todo esto; y son tantas, también hoy, las madres que lloran, que no se resignan a la pérdida de un hijo, inconsolables frente a una muerte imposible de aceptar. Raquel contiene en sí el dolor de todas las madres del mundo, de todo tiempo, y las lágrimas de todo ser humano que llora pérdidas irreparables
Este rechazo de Raquel que no quiere ser consolada nos enseña también cuanta delicadeza se nos pide frente el dolor de los otros. Para hablar de esperanza con quien está desesperado, se necesita compartir su desesperación; para secar una lágrima del rostro de quien sufre, se necesita unirse a su llanto a nuestro llanto. Solo así, nuestras palabras pueden ser realmente capaces de dar un poco de esperanza. Y si no puedo decir palabras así, con el llanto, con el dolor, mejor el silencio; la caricia, el gesto y nada de palabras.
Es Dios, con su delicadeza y su amor, responde al llanto de Raquel con palabras verdaderas, no fingidas; así prosigue de hecho el texto de Jeremías:
Dice el Señor – responde a aquel llanto:
«Reprime tu llanto,
y de tus ojos las lágrimas,
porque hay una recompensa para tu fatiga
– oráculo del Señor –:
y ellos volverán del país enemigo.
Sí hay esperanza para tu descendencia
– oráculo del Señor –: y todos los hijos regresarán a su tierra» (Jer 31,16-17).
Propio por el llanto de la madre, todavía hay esperanza para los hijos, que volverán a vivir. Esta mujer, que había aceptado morir, al momento del parto, para que el hijo pudiera vivir, con su llanto es ahora el principio de una vida nueva para los hijos exiliados, prisioneros, lejanos de la patria. Al dolor y al llanto amargo de Raquel, el Señor responde con una promesa que ahora puede ser para ella motivo de verdadera consolación: el pueblo podrá regresar del exilio y vivir en la fe, libre, la propia relación con Dios. Las lágrimas han generado esperanza. Y esto nos fácil de entender, pero es verdadero. Tantas veces, en nuestra vida, las lágrimas siembran esperanza, son semillas de esperanza.
Como sabemos, este texto de Jeremías es después retomado por el evangelista Mateo y aplicado a la matanza de los inocentes (cfr. 2,16-18). Un texto que nos pone de frente la tragedia de la matanza de seres humanos indefensos, al horror del poder que desprecia y suprime la vida. Los niños Belén murieron a causa de Jesús. Y Él, Cordero inocente, será muerto, a su vez, por todos nosotros. El Hijo de Dios ha entrado en el dolor de los hombres. No se olviden de esto. Cuando alguien se dirige a mí y me hace una preguntas difíciles, por ejemplo: “Me dice Padre: ¿por qué sufren los niños?”, de verdad, yo no sé qué cosa responder. Solamente digo: “Mira el Crucifijo: Dios nos ha dado a su Hijo, Él ha sufrido, y tal vez ahí encontrarás una respuesta”. Pero responde de cual [indica la cabeza] no hay otras. Solamente mirando el amor de Dios que da a su Hijo que ofrece su vida por nosotros, puede indicar cual es el camino de la consolación”. Y por esto decimos que el Hijo de Dios ha entrado en el dolor de los hombres; ha compartido y ha recibido la muerte; su Palabra es definitivamente palabra de consolación, porque nace del llanto.
Y en la cruz estará Él, el Hijo muriente, que dona una nueva fecundidad a su madre, confiándole al discípulo Juan y convirtiéndola en madre del pueblo de los creyentes. La muerte es vencida, y llega así a cumplimiento de la profecía de Jeremías. También las lágrimas de María, como aquellas de Raquel, han generado esperanza y nueva vida. Gracias.
Posteriormente saludó a los fieles en francés, inglés, alemán, español, portugués, árabe y polaco.
Estas fueron sus palabras en castellano:
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy nos fijamos en Raquel, una figura que nos habla de la esperanza en medio del llanto. El profeta Jeremías habla de Raquel que llora en Ramá porque sus hijos, que han salido para el destierro, ya no están. Raquel representa el dolor de tantas madres que también hoy lloran la pérdida de un hijo o de un ser querido y no encuentran consuelo. Ante el dolor de los demás debemos mostrar una gran delicadeza, y compartir su sufrimiento y su llanto si queremos que nuestras palabras puedan dar un poco de esperanza. Dios responde al llanto de Raquel con una promesa: el pueblo volverá del exilio y vivirá libre en la fe. Las lágrimas de Raquel han engendrado la esperanza. El evangelio de Mateo retoma este texto de Jeremías y lo aplica a la matanza de los niños en Belén, por parte de Herodes. El Hijo de Dios ha entrado en el dolor de los hombres y lo ha compartido hasta el final. En la cruz, Jesús nos entrega a su madre, convirtiéndola en madre del pueblo creyente. Allí, la muerte es vencida y se cumple de modo pleno la profecía de Jeremías. Las lágrimas de María, como las de Raquel, han engendrado la esperanza y una nueva vida.
Saludos:
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. Pidamos a la Virgen María que nos ayude a tener siempre viva nuestra esperanza en medio del dolor, y que con nuestra delicadeza y ternura sepamos ser instrumentos de la presencia y cercanía de Dios para el que sufre. Les deseo un feliz año. Muchas gracias.
Antes de concluir la Audiencia General el Santo Padre hizo un llamamiento
LLAMAMIENTO
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Dirijo una cordial bienvenida a los peregrinos de lengua italiana, y deseo a todos serenidad y paz para el nuevo año. Me complace dar la bienvenida a los miembros del grupo “Familia Asociativa plegaria y caridad”, que celebran el 45° aniversario de su fundación y a los representantes del Centro Apostólico Beato Vincenzo Romano, reunidos por los veinticinco años de servicio al carisma de la formación vocacional, y les agradezco por el don de la efigie del fundador.
Saludo a profesos temporales de los Frailes Menores de la Provincia de San Antonio y al Movimiento juvenil de la Fraternidad franciscana de Betania: exhorto a cada uno a intensificar la oración para crecer en una amistad verdadera y profunda con Jesús.
Me es grato saludar, finalmente, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. A vosotros, queridos jóvenes, deseo que sepan considerar cada día del nuevo año como un don de Dios, de vivir con agradecimiento y rectitud, ¡y siempre saliendo adelante! Siempre. Que el nuevo año traiga a vosotros, queridos enfermos, consolación en el cuerpo y en el espíritu. Que el Señor esté cercano y la Virgen los consuele. Y vosotros, queridos recién casados, comprométanse a realizar una sincera comunión de vida según el proyecto de Dios.
[Traducción del original italiano: http://catolicidad.blogspot,mx]
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