HOMILÍAS DEL SANTO PADRE FRANCISCO
ENERO 2017
Basílica de San Pablo extramuros
Miércoles 25 de enero de 2017
Miércoles 25 de enero de 2017
El encuentro con Jesús en el camino de Damasco transformó
radicalmente la vida de Pablo. A partir de entonces, el significado de
su existencia no consiste ya en confiar en sus propias fuerzas para
observar escrupulosamente la Ley, sino en la adhesión total de sí mismo
al amor gratuito e inmerecido de Dios, a Jesucristo crucificado y
resucitado. De esta manera, él advierte la irrupción de una nueva vida,
la vida según el Espíritu, en la cual, por la fuerza del Señor
Resucitado, experimenta el perdón, la confianza y el consuelo. Pablo no
puede tener esta novedad sólo para sí: la gracia lo empuja a proclamar
la buena nueva del amor y de la reconciliación que Dios ofrece
plenamente a la humanidad en Cristo.
Para el Apóstol de los gentiles, la reconciliación del hombre con Dios, de la que se convirtió en embajador (cf. 2 Co 5,20),
es un don que viene de Cristo. Esto aparece claramente en el texto de
la Segunda Carta a los Corintios, del que se toma este año el tema de la
Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos: «Reconciliación. El amor de Cristo nos apremia» (cf. 2 Co 5,14-20). «El amor de Cristo»: no se trata de nuestro amor por Cristo, sino del amor que Cristo tiene por nosotros. Del mismo modo, la reconciliación a la que somos urgidos no es simplemente una iniciativa nuestra, sino que es ante todo la reconciliación que Dios nos ofrece en Cristo.Más
que ser un esfuerzo humano de creyentes que buscan superar sus
divisiones, es un don gratuito de Dios. Como resultado de este don, la
persona perdonada y amada está llamada, a su vez, a anunciar el evangelio de la reconciliación con palabras y obras, a vivir y dar testimonio de una existencia reconciliada.
En esta perspectiva, podemos preguntarnos hoy: ¿Cómo anunciar el
evangelio de la reconciliación después de siglos de divisiones? Es el
mismo Pablo quien nos ayuda a encontrar el camino. Hace hincapié en que
la reconciliación en Cristo no puede darse sin sacrificio. Jesús
dio su vida, muriendo por todos. Del mismo modo, los embajadores de la
reconciliación están llamados a dar la vida en su nombre, a no vivir
para sí mismos, sino para aquel que murió y resucitó por ellos (cf. 2 Co 5,14-15). Como nos enseña Jesús, sólo cuando perdemos la vida por amor a él es cuando realmente la ganamos (cf. Lc
9,24). Es esta la revolución que Pablo vivió, y es también la
revolución cristiana de todos los tiempos: no vivir para nosotros
mismos, para nuestros intereses y beneficios personales, sino a imagen
de Cristo, por él y según él, con su amor y en su amor.
Para la Iglesia, para cada confesión cristiana, es una invitación a
no apoyarse en programas, cálculos y ventajas, a no depender de las
oportunidades y de las modas del momento, sino a buscar el camino con la
mirada siempre puesta en la cruz del Señor; allí está nuestro único
programa de vida. Es también una invitación a salir de todo aislamiento,
a superar la tentación de la auto-referencia, que impide captar lo que
el Espíritu Santo lleva a cabo fuera de nuestro ámbito. Una auténtica
reconciliación entre los cristianos podrá realizarse cuando sepamos
reconocer los dones de los demás y seamos capaces, con humildad y
docilidad, de aprender unos de otros —aprender unos de otros—, sin
esperar que sean los demás los que aprendan antes de nosotros.
Si vivimos este morir a nosotros mismos por Jesús, nuestro antiguo
estilo de vida será relegado al pasado y, como le ocurrió a san Pablo,
entramos en una nueva forma de existencia y de comunión. Con Pablo
podremos decir: «Lo antiguo ha desaparecido» (2 Co 5,17).
Mirar hacia atrás es muy útil y necesario para purificar la memoria,
pero detenerse en el pasado, persistiendo en recordar los males
padecidos y cometidos, y juzgando sólo con parámetros humanos, puede
paralizar e impedir que se viva el presente. La Palabra de Dios nos
anima a sacar fuerzas de la memoria para recordar el bien recibido del
Señor; y también nos pide dejar atrás el pasado para seguir a Jesús en
el presente y vivir una nueva vida en él. Dejemos que Aquel que hace
nuevas todas las cosas (cf. Ap 21,5) nos conduzca a un futuro
nuevo, abierto a la esperanza que no defrauda, a un porvenir en el que
las divisiones puedan superarse y los creyentes, renovados en el amor,
estén plena y visiblemente unidos.
Este año, mientras caminamos por el camino de la unidad, recordamos
especialmente el quinto centenario de la Reforma protestante. El hecho
de que hoy católicos y luteranos puedan recordar juntos un evento que ha
dividido a los cristianos, y lo hagan con esperanza, haciendo énfasis
en Jesús y en su obra de reconciliación, es un hito importante, logrado
con la ayuda de Dios y de la oración a través de cincuenta años de
conocimiento recíproco y de diálogo ecuménico.
Mientras imploro a Dios el don de la reconciliación con él y entre
nosotros, saludo cordial y fraternalmente a Su Eminencia el Metropolita
Gennadios, representante del Patriarcado Ecuménico, a Su Gracia David
Moxon, representante personal en Roma del Arzobispo de Canterbury, y a
todos los representantes de las distintas Iglesias y comunidades
eclesiales aquí presentes. Me complace saludar particularmente a los
miembros de la Comisión mixta para el diálogo teológico entre la Iglesia
católica y las Iglesias ortodoxas orientales, a quienes deseo un
trabajo fructífero en la sesión plenaria que está teniendo lugar en
estos días. Saludo también a los estudiantes del Ecumenical Institute of Bossey —los
he visto muy contentos esta mañana—, que están de visita en Roma para
profundizar en su conocimiento de la Iglesia Católica, y a los jóvenes
ortodoxos y ortodoxos orientales que estudian en Roma, gracias a las
becas del Comité de Cooperación Cultural con las Iglesias ortodoxas, que
opera en el Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los
cristianos. A los superiores y a todos los colaboradores de ese
Dicasterio expreso mi estima y agradecimiento.
Queridos hermanos y hermanas, nuestra oración por la unidad de los
cristianos participa en la oración que Jesús dirigió al Padre antes de
la pasión, «para que todos sean uno» (Jn 17,21). No nos
cansemos nunca de pedir a Dios este don. Con la esperanza paciente y
confiada de que el Padre concederá a todos los creyentes el bien de la
plena comunión visible, sigamos adelante en nuestro camino de
reconciliación y de diálogo, animados por el testimonio heroico de
tantos hermanos y hermanas que, tanto ayer como hoy, están unidos en el
sufrimiento por el nombre Jesús. Aprovechemos todas las oportunidades
que la Providencia nos ofrece para rezar juntos, anunciar juntos, amar y
servir juntos, especialmente a los más pobres y abandonados.
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CLAUSURA DEL JUBILEO 800
DE LA ORDEN DE LOS PREDICADORES
DE LA ORDEN DE LOS PREDICADORES
Basílica de San Juan de Letrán
Sábado 21 de enero de 2017
Sábado 21 de enero de 2017
La Palabra de hoy nos presenta dos escenarios humanos opuestos: por
una parte el “carnaval” de la curiosidad mundana, por otra la
glorificación del Padre mediante las obras buenas. Y nuestra vida se
mueve siempre entre estos dos escenarios. Efectivamente son de todas las
épocas, como demuestran las palabras de san Pablo dirigidas a Timoteo
(cf. 2 Timoteo 4, 1-5). Y también santo Domingo con sus primeros hermanos, hace ochocientos años, se movía entre estos dos escenarios.
Pablo advierte a Timoteo que deberá anunciar el Evangelio en un
contexto en el cual la gente busca siempre nuevos “maestros”, “fábulas”,
doctrinas diversas, ideologías... «Prurientes auribus» (2 Timoteo
4, 3). Es el “carnaval” de la curiosidad mundana, de la seducción. Por
ello el apóstol instruye a su discípulo usando también verbos fuertes:
«insiste», «advierte», «regaña», «exhorta» y además «vigila», «soporta
los sufrimientos» (vv. 2.5).
Es interesante ver como ya entonces, hace dos milenios, los apóstoles
del Evangelio se encontraban ante este escenario, que en nuestros días
se ha desarrollado mucho y globalizado a causa de la seducción del
relativismo subjetivo.
La tendencia a la búsqueda de novedades propia del ser humano
encuentra el ambiente ideal en la sociedad del aparentar, del consumo,
en el cual a menudo se reciclan cosas viejas, pero lo importante es
hacerlas aparecer como nuevas, atractivas, cautivadoras. También la
verdad está trucada.
Nos movemos en la llamada “sociedad líquida”, sin puntos fijos, que
ha perdido el norte, sin referencias sólidas y estables; en la cultura
de lo efímero, del usar y tirar.
Ante este “carnaval” mundano resalta netamente el escenario opuesto,
que encontramos en las palabras de Jesús que acabamos de escuchar:
«glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mateo 5,
16). ¿Y cómo ocurre este pasaje de la superficialidad pseudo-festiva a
la glorificación, que es verdadera fiesta? Sucede gracias a las obras
buenas de los que, convirtiéndose en discípulos de Jesús, se han
convertido en “sal” y “luz”. «Brille así vuestra luz delante de los
hombres —dice Jesús— para que vean vuestras buenas obras» (Mateo 5, 16).
En medio del “carnaval” de ayer y de hoy, esta es la respuesta de
Jesús y de la Iglesia, este es el apoyo sólido en medio del ambiente
“líquido”: las obras buenas que podemos cumplir gracias a Cristo y a su
Santo Espíritu, y que hacen nacer en el corazón el agradecimiento a Dios
Padre, la alabanza, o al menos la maravilla y el interrogante: “¿Por
qué”, “¿por qué esa persona se comporta así?”: es decir la inquietud del
mundo ante el testimonio del Evangelio. Pero para que ocurra esta
“sacudida” es necesario que la sal no pierda el sabor y la luz no se
esconda (cf. Mateo 5, 13-15). Jesús lo dice muy claramente: si la
sal pierde el sabor ya no sirve para nada. ¡Cuidado con la sal que
pierde su sabor! ¡Cuidado con la Iglesia que pierde su sabor! ¡Cuidado
con un sacerdote, con un consagrado, con una congregación que pierde su
sabor!
Hoy nosotros damos gracias al Padre por la obra que santo Domingo,
lleno de la luz y de la sal de Cristo, cumplió hace ochocientos años;
una obra al servicio del Evangelio, predicado con la palabra y con la
vida; una obra que, con la gracia del Espíritu Santo, ha hecho que
muchos hombres y mujeres hayan sido ayudados a no perderse en medio del
“carnaval” de la curiosidad mundana, sino que por el contrario hayan
sentido el gusto de la sana doctrina, el gusto del Evangelio, y se hayan
convertido, a su vez, en luz y sal, artesanos de obras buenas... y
verdaderos hermanos y hermanas que glorifican a Dios y enseñan a
glorificar a Dios con las buenas obras de la vida.
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VISITA PASTORAL A LA PARROQUIA ROMANA DE «SANTA MARIA A SETTEVILLE»
Domingo 15 de enero de 2017
El Evangelio nos presenta a Juan [el Bautista] en el momento en el
que nos da testimonio de Jesús. Viendo a Jesús venir hacia él, dijo: «He
aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Este es por
quien yo dije: “Detrás de mí viene un hombre, que se ha puesto delante
de mí”» (Juan 1, 29-30). Este es el Mesías. Da testimonio. Y
algunos discípulos, escuchando este testimonio —discípulos de Juan—
siguieron a Jesús; fueron detrás de Él y se quedaron contentos: «Hemos
encontrado al Mesías» (Juan 1, 41). Han escuchado la presencia de
Jesús. ¿Pero por qué han encontrado a Jesús? Porque ha sido un testigo,
porque ha habido un hombre que ha dado testimonio de Jesús.
Así sucede en nuestra vida. Hay muchos cristianos que profesan que
Jesús es Dios; hay muchos sacerdotes que profesan que Jesús es Dios,
muchos obispos... ¿Pero todos dan testimonio de Jesús? ¿O ser cristianos
es como... una forma de vivir como otra, como ser hincha de un equipo?
“Pero sí, soy cristiano...”. O como tener una filosofía: “Yo cumplo los
mandamientos, soy cristiano, tengo que hacer esto...”. Ser cristiano, en
primer lugar, es dar testimonio de Jesús. Lo primero. Y esto es lo que
han hecho los Apóstoles: los Apóstoles han dado testimonio de Jesús, y
por esto el cristianismo se ha difundido en todo el mundo.
Testimonio y
martirio: lo mismo. Se da testimonio en lo pequeño, y algunos llegan a
lo grande, a dar la vida en el martirio, como los Apóstoles. Pero los
Apóstoles no habían hecho un curso para convertirse en testigos de
Jesús; no habían estudiado, no fueron a la universidad. Habían escuchado
al Espíritu dentro y han seguido la inspiración del Espíritu Santo; han
sido fieles a esto. Pero eran pecadores, ¡todos! Los doce eran
pecadores. “¡No, Padre, solamente Judas!”. No, pobrecillo... Nosotros no
sabemos qué ha sucedido después de su muerte, porque la misericordia de
Dios está también en el momento. Pero todos eran pecadores, todos.
Envidiosos, tenían celos entre ellos: “No, yo tengo que ocupar el primer
lugar y tú el segundo...”; y dos de ellos hablan con la madre para que
vaya a hablar con Jesús y que les dé el primer lugar a sus hijos... Eran
así, con todos los pecados. También eran traidores, porque cuando Jesús
fue capturado, todos se escaparon, llenos de miedo; se escondieron:
tenían miedo. Y Pedro, que sabía que era el jefe, sintió la necesidad de
acercarse un poco a ver qué sucedía; y cuando la asistenta del
sacerdote dijo: “Pero tú también eres...”, dijo: “¡No, no, no!”. Renegó
de Jesús, traicionó a Jesús. ¡Pedro! El primer Papa. Traicionó a Jesús.
¡Y estos son los testigos! Sí, porque eran testigos de la salvación que
Jesús lleva, y todos, por esta salvación se han convertido, se han
dejado salvar. Es bonito cuando, en la orilla del lago, Jesús hace ese
milagro [la pesca milagrosa] y Pedro dice: «Aléjate de mí, Señor, que
soy un hombre pecador» (Lucas 5, 8). Ser testigo no significa ser
santo, sino ser un pobre hombre, una pobre mujer que dice: «Sí, soy
pecador, pero Jesús es el Señor y yo doy testimonio de Él, y yo busco
hacer el bien todos los días, corregir mi vida, ir por el camino
correcto».
Solamente quisiera dejaros un mensaje. Esto lo entendemos todos, lo
que he dicho: testigos pecadores. Pero, leyendo el Evangelio, yo no
encuentro un cierto tipo de pecado en los Apóstoles. Algunos violentos
había, que querían incendiar un pueblo que no les había acogido...
Tenían muchos pecados: traidores, cobardes... Pero no encuentro uno: no
eran chismosos, no hablaban mal de los otros, no hablaban mal uno de
otro. En esto eran buenos. No se “desplumaban”. Yo pienso en nuestras
comunidades: cuántas veces, este pecado, de quitarse la piel el uno al
otro, de hablar mal, de creerse superior al otro y ¡hablar mal a
escondidas! Esto, en el Evangelio, ellos no lo han hecho. Han hecho
cosas feas, han traicionado al Señor, pero esto no. También en una
parroquia, en una comunidad donde se sabe... este ha engañado, este ha
hecho esa cosa..., pero después se confiesa, se convierte... Todos somos
pecadores. Pero una comunidad donde hay chismosos y chismosas, es una
comunidad incapaz de dar testimonio.
Yo diré solamente esto: ¿queréis una parroquia perfecta? Nada de
chismes. Nada. Si tú tienes algo contra uno, vas a decírselo a la cara, o
dilo al párroco; pero no entre vosotros. Este es el signo de que el
Espíritu Santo está en una parroquia. Los otros pecados, todos los
tenemos. Hay una colección de pecados: uno toma este, uno toma ese otro,
pero todos somos pecadores. Pero eso que destruye, como el gusano, a
una comunidad son los chismorreos, a la espalda.
Yo quisiera que en este día de mi visita esta comunidad hiciera el
propósito de no chismorrear. Y cuando te vienen ganas de decir un
chisme, muérdete la lengua: se hinchará, pero os hará mucho bien, porque
en el Evangelio estos testigos de Jesús —pecadores: ¡también han
traicionado al Señor!— nunca han chismorreado uno del otro. Y esto es
bonito. Una parroquia donde no hay chismes es una parroquia perfecta, es
una parroquia de pecadores, sí, pero de testigos. Y este es el
testimonio que daban los primeros cristianos: «¡Cómo se aman, cómo se
aman!». Amarse al menos en esto. Comenzad con esto. El Señor os dé este
regalo, esta gracia: nunca, nunca hablar mal uno del otro.
Gracias.
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HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Capilla Sixtina
Domingo 8 de enero de 2017
Domingo 8 de enero de 2017
Queridos padres,
vosotros habéis pedido para vuestros hijos la fe, que les será dada en el bautismo. La fe: esto
significa vida de fe porque la fe debe ser vivida, caminar por el
camino de la fe y dar testimonio de la fe. La fe no es recitar el “Credo”
los domingos cuando vamos a Misa; no es solo ésto. La fe es creer aquello que es la Verdad: Dios
Padre que ha enviado a su Hijo y al Espíritu que nos vivifica. Pero la fe es también confiar en Dios, y esto vosotros dobeís enseñarles, con vuestro ejemplo, con vuestra vida. Y la fe es luz: en la ceremonia
del Bautismo les será dada una vela encendida, como al principio de los tiempos de la Iglesia. Y por esto el Bautismo, en aquellos tiempos, se llamaba
“iluminación”, porque la fe ilumina el corazón, hace ver las cosas con otra luz. Vosotros habéis pedido la fe: la Iglesia da la fe a
vuestros hijos con el Bautismo, y vosotros tenéis el compromiso de hacerla crecer,
custodiarla, y que se convierta en testimonio para todos los otros. Este es el sentido de esta ceremonia. Solamente esto quería deciros: custodiar
la fe, hacerla crecer, que sea testimonio para los otros.
Y posteriormente… ha iniciado el concierto! [los niños lloran]: y porque los niños se encuentran en un lugar que no conocen, si son alzados antes
de lo normal. Comienza uno, da la nota y posteriormente los otros lo “imitan”…
Algunos lloran simplemente porque ha llorado el otro… Jesús ha hecho lo mismo, ¿sabían? A mi gusta pensar que la primera predicación de Jesús en el pesebre ha sido un llanto, la primera... Y posteriormente, como la ceremonia es un
poco larga, algunos lloran de hambre. Si es así, vosotros mamás amamantelos, sin miedo, con toda normalidad. Como la Virgen amamantaba a Jesús.
No olviden: habéis pedido la fe, a vosotros la tarea de custodiar la fe, de hacela crecer, que sea testimonio para todos nosotros, para todos nosotros: incluso para nosotros presbíteros,sacerdotes, obispos, todos. ¡Gracias!
[Traducción del original italiano: http://catolicidad.blogspot.mx]
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SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE LA EPIFANÍA DEL SEÑOR
CAPILLA PAPAL
Basílica Vaticana
Viernes 6 de enero de 2017
Viernes 6 de enero de 2017
«¿Dónde está el Rey de los judíos que acaba de nacer? Porque vimos su estrella y hemos venido a adorarlo» (Mt 2, 2).
Con estas palabras, los magos, venidos de tierras lejanas, nos dan a
conocer el motivo de su larga travesía: adorar al rey recién nacido. Ver
y adorar, dos acciones que se destacan en el relato evangélico: vimos
una estrella y queremos adorar.
Estos hombres vieron una estrella que los puso en movimiento.
El descubrimiento de algo inusual que sucedió en el cielo logró
desencadenar un sinfín de acontecimientos. No era una estrella que
brilló de manera exclusiva para ellos, ni tampoco tenían un ADN especial
para descubrirla. Como bien supo decir un padre de la Iglesia, «los
magos no se pusieron en camino porque hubieran visto la estrella, sino
que vieron la estrella porque se habían puesto en camino» (cf. San Juan
Crisóstomo). Tenían el corazón abierto al horizonte y lograron ver lo
que el cielo les mostraba porque había en ellos una inquietud que los
empujaba: estaban abiertos a una novedad.
Los magos, de este modo, expresan el retrato del hombre creyente, del
hombre que tiene nostalgia de Dios; del que añora su casa, la patria
celeste. Reflejan la imagen de todos los hombres que en su vida no han
dejado que se les anestesie el corazón.
La santa nostalgia de Dios brota en el corazón creyente pues sabe que
el Evangelio no es un acontecimiento del pasado sino del presente. La
santa nostalgia de Dios nos permite tener los ojos abiertos frente a
todos los intentos reductivos y empobrecedores de la vida. La santa
nostalgia de Dios es la memoria creyente que se rebela frente a tantos
profetas de desventura. Esa nostalgia es la que mantiene viva la
esperanza de la comunidad creyente la cual, semana a semana, implora
diciendo: «Ven, Señor Jesús».
Precisamente esta nostalgia fue la que empujó al anciano Simeón a ir
todos los días al templo, con la certeza de saber que su vida no
terminaría sin poder acunar al Salvador. Fue esta nostalgia la que
empujó al hijo pródigo a salir de una actitud de derrota y buscar los
brazos de su padre. Fue esta nostalgia la que el pastor sintió en su
corazón cuando dejó a las noventa y nueve ovejas en busca de la que
estaba perdida, y fue también la que experimentó María Magdalena la
mañana del domingo para salir corriendo al sepulcro y encontrar a su
Maestro resucitado. La nostalgia de Dios nos saca de nuestros encierros
deterministas, esos que nos llevan a pensar que nada puede cambiar. La
nostalgia de Dios es la actitud que rompe aburridos conformismos e
impulsa a comprometerse por ese cambio que anhelamos y necesitamos. La
nostalgia de Dios tiene su raíz en el pasado pero no se queda allí: va
en busca del futuro. Al igual que los magos, el creyente «nostalgioso»
busca a Dios, empujado por su fe, en los lugares más recónditos de la
historia, porque sabe en su corazón que allí lo espera el Señor. Va a la
periferia, a la frontera, a los sitios no evangelizados para poder
encontrarse con su Señor; y lejos de hacerlo con una postura de
superioridad lo hace como un mendicante que no puede ignorar los ojos de
aquel para el cual la Buena Nueva es todavía un terreno a explorar.
Como actitud contrapuesta, en el palacio de Herodes ―que distaba muy
pocos kilómetros de Belén―, no se habían percatado de lo que estaba
sucediendo. Mientras los magos caminaban, Jerusalén dormía. Dormía de la
mano de un Herodes quien lejos de estar en búsqueda también dormía.
Dormía bajo la anestesia de una conciencia cauterizada. Y quedó
desconcertado. Tuvo miedo. Es el desconcierto que, frente a la novedad
que revoluciona la historia, se encierra en sí mismo, en sus logros, en
sus saberes, en sus éxitos. El desconcierto de quien está sentado sobre
la riqueza sin lograr ver más allá. Un desconcierto que brota del
corazón de quién quiere controlar todo y a todos. Es el desconcierto del
que está inmerso en la cultura del ganar cueste lo que cueste; en esa
cultura que sólo tiene espacio para los «vencedores» y al precio que
sea. Un desconcierto que nace del miedo y del temor ante lo que nos
cuestiona y pone en riesgo nuestras seguridades y verdades, nuestras
formas de aferrarnos al mundo y a la vida. Y Herodes tuvo miedo, y ese
miedo lo condujo a buscar seguridad en el crimen: «Necas parvulos corpore, quia te necat timor in corde» (San Quodvultdeus, Sermo 2 sobre el símbolo: PL, 40, 655). Matas los niños en el cuerpo porque a ti el miedo te mata el corazón.
Queremos adorar. Los hombres de Oriente fueron a adorar, y
fueron a hacerlo al lugar propio de un rey: el Palacio. Y esto es
importante, allí llegaron ellos con su búsqueda, era el lugar indicado:
pues es propio de un rey nacer en un palacio, y tener su corte y
súbditos. Es signo de poder, de éxito, de vida lograda. Y es de esperar
que el rey sea venerado, temido y adulado, sí; pero no necesariamente
amado. Esos son los esquemas mundanos, los pequeños ídolos a los que le
rendimos culto: el culto al poder, a la apariencia y a la superioridad.
Ídolos que solo prometen tristeza, esclavitud, miedo.
Y fue precisamente ahí donde comenzó el camino más largo que tuvieron
que andar esos hombres venidos de lejos. Ahí comenzó la osadía más
difícil y complicada. Descubrir que lo que ellos buscaban no estaba en
el palacio sino que se encontraba en otro lugar, no sólo geográfico sino
existencial. Allí no veían la estrella que los conducía a descubrir un
Dios que quiere ser amado, y eso sólo es posible bajo el signo de la
libertad y no de la tiranía; descubrir que la mirada de este Rey
desconocido ―pero deseado― no humilla, no esclaviza, no encierra.
Descubrir que la mirada de Dios levanta, perdona, sana. Descubrir que
Dios ha querido nacer allí donde no lo esperamos, donde quizá no lo
queremos. O donde tantas veces lo negamos. Descubrir que en la mirada de
Dios hay espacio para los heridos, los cansados, los maltratados,
abandonados: que su fuerza y su poder se llama misericordia. Qué lejos
se encuentra, para algunos, Jerusalén de Belén.
Herodes no puede adorar porque no quiso y no pudo cambiar su mirada.
No quiso dejar de rendirse culto a sí mismo creyendo que todo comenzaba y
terminaba con él. No pudo adorar porque buscaba que lo adorasen. Los
sacerdotes tampoco pudieron adorar porque sabían mucho, conocían las
profecías, pero no estaban dispuestos ni a caminar ni a cambiar.
Los magos sintieron nostalgia, no querían más de lo mismo. Estaban
acostumbrados, habituados y cansados de los Herodes de su tiempo. Pero
allí, en Belén, había promesa de novedad, había promesa de gratuidad.
Allí estaba sucediendo algo nuevo. Los magos pudieron adorar porque se
animaron a caminar y postrándose ante el pequeño, postrándose ante el
pobre, postrándose ante el indefenso, postrándose ante el extraño y
desconocido Niño de Belén, allí descubrieron la Gloria de Dios.
L JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
CAPILLA PAPAL
Basílica Vaticana
Domingo 1° de enero de 2017
Domingo 1° de enero de 2017
En los evangelios María aparece como mujer de pocas palabras, sin grandes discursos ni protagonismos pero con una mirada atenta que sabe custodiar la vida y la misión de su Hijo y, por tanto, de todo lo amado por Él. Ha sabido custodiar los albores de la primera comunidad cristiana, y así aprendió a ser madre de una multitud. Ella se ha acercado en las situaciones más diversas para sembrar esperanza. Acompañó las cruces cargadas en el silencio del corazón de sus hijos. Tantas devociones, tantos santuarios y capillas en los lugares más recónditos, tantas imágenes esparcidas por las casas, nos recuerdan esta gran verdad. María, nos dio el calor materno, ese que nos cobija en medio de la dificultad; el calor materno que permite que nada ni nadie apague en el seno de la Iglesia la revolución de la ternura inaugurada por su Hijo. Donde hay madre, hay ternura. Y María con su maternidad nos muestra que la humildad y la ternura no son virtudes de los débiles sino de los fuertes, nos enseña que no es necesario maltratar a otros para sentirse importantes (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 288). Y desde siempre el santo Pueblo fiel de Dios la ha reconocido y saludado como la Santa Madre de Dios.
Celebrar la maternidad de María como Madre de Dios y madre nuestra, al comenzar un nuevo año, significa recordar una certeza que acompañará nuestros días: somos un pueblo con Madre, no somos huérfanos.
Las madres son el antídoto más fuerte ante nuestras tendencias individualistas y egoístas, ante nuestros encierros y apatías. Una sociedad sin madres no sería solamente una sociedad fría sino una sociedad que ha perdido el corazón, que ha perdido el «sabor a hogar». Una sociedad sin madres sería una sociedad sin piedad que ha dejado lugar sólo al cálculo y a la especulación. Porque las madres, incluso en los peores momentos, saben dar testimonio de la ternura, de la entrega incondicional, de la fuerza de la esperanza. He aprendido mucho de esas madres que teniendo a sus hijos presos, o postrados en la cama de un hospital, o sometidos por la esclavitud de la droga, con frio o calor, lluvia o sequía, no se dan por vencidas y siguen peleando para darles a ellos lo mejor. O esas madres que en los campos de refugiados, o incluso en medio de la guerra, logran abrazar y sostener sin desfallecer el sufrimiento de sus hijos. Madres que dejan literalmente la vida para que ninguno de sus hijos se pierda. Donde está la madre hay unidad, hay pertenencia, pertenencia de hijos.
Comenzar el año haciendo memoria de la bondad de Dios en el rostro maternal de María, en el rostro maternal de la Iglesia, en los rostros de nuestras madres, nos protege de la corrosiva enfermedad de «la orfandad espiritual», esa orfandad que vive el alma cuando se siente sin madre y le falta la ternura de Dios. Esa orfandad que vivimos cuando se nos va apagando el sentido de pertenencia a una familia, a un pueblo, a una tierra, a nuestro Dios. Esa orfandad que gana espacio en el corazón narcisista que sólo sabe mirarse a sí mismo y a los propios intereses y que crece cuando nos olvidamos que la vida ha sido un regalo —que se la debemos a otros— y que estamos invitados a compartirla en esta casa común.
Tal orfandad autorreferencial fue la que llevó a Caín a decir: «¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?» (Gn 4,9), como afirmando: él no me pertenece, no lo reconozco. Tal actitud de orfandad espiritual es un cáncer que silenciosamente corroe y degrada el alma. Y así nos vamos degradando ya que, entonces, nadie nos pertenece y no pertenecemos a nadie: degrado la tierra, porque no me pertenece, degrado a los otros, porque no me pertenecen, degrado a Dios porque no le pertenezco, y finalmente termina degradándonos a nosotros mismos porque nos olvidamos quiénes somos, qué «apellido» divino tenemos. La pérdida de los lazos que nos unen, típica de nuestra cultura fragmentada y dividida, hace que crezca ese sentimiento de orfandad y, por tanto, de gran vacío y soledad. La falta de contacto físico (y no virtual) va cauterizando nuestros corazones (cf. Carta enc. Laudato si’, 49) haciéndolos perder la capacidad de la ternura y del asombro, de la piedad y de la compasión. La orfandad espiritual nos hace perder la memoria de lo que significa ser hijos, ser nietos, ser padres, ser abuelos, ser amigos, ser creyentes. Nos hace perder la memoria del valor del juego, del canto, de la risa, del descanso, de la gratuidad.
Celebrar la fiesta de la Santa Madre de Dios nos vuelve a dibujar en el rostro la sonrisa de sentirnos pueblo, de sentir que nos pertenecemos; de saber que solamente dentro de una comunidad, de una familia, las personas podemos encontrar «el clima», «el calor» que nos permita aprender a crecer humanamente y no como meros objetos invitados a «consumir y ser consumidos». Celebrar la fiesta de la Santa Madre de Dios nos recuerda que no somos mercancía intercambiable o terminales receptoras de información. Somos hijos, somos familia, somos Pueblo de Dios.
Celebrar a la Santa Madre de Dios nos impulsa a generar y cuidar lugares comunes que nos den sentido de pertenencia, de arraigo, de hacernos sentir en casa dentro de nuestras ciudades, en comunidades que nos unan y nos ayudan (cf. Carta enc. Laudato si’, 151).
Jesucristo en el momento de mayor entrega de su vida, en la cruz, no quiso guardarse nada para sí y entregando su vida nos entregó también a su Madre. Le dijo a María: aquí está tu Hijo, aquí están tus hijos. Y nosotros queremos recibirla en nuestras casas, en nuestras familias, en nuestras comunidades, en nuestros pueblos. Queremos encontrarnos con su mirada maternal. Esa mirada que nos libra de la orfandad; esa mirada que nos recuerda que somos hermanos: que yo te pertenezco, que tú me perteneces, que somos de la misma carne. Esa mirada que nos enseña que tenemos que aprender a cuidar la vida de la misma manera y con la misma ternura con la que ella la ha cuidado: sembrando esperanza, sembrando pertenencia, sembrando fraternidad.
Celebrar a la Santa Madre de Dios nos recuerda que tenemos Madre; no somos huérfanos, tenemos una Madre. Confesemos juntos esta verdad. Y los invito a aclamarla de pie (todos se alzan) tres veces como lo hicieron los fieles de Éfeso: Santa Madre de Dios, Santa Madre de Dios, Santa Madre de Dios.
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