






Texto de la homilía pronunciada por el Pontífice, después de la proclamación del santo evangelio:
CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA CON LOS MISIONEROS DE LA MISERICORDIA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Basílica Vaticana, Altar de la Cátedra
Martes de la II semana de Pascua, 10 de abril de 2018
Martes de la II semana de Pascua, 10 de abril de 2018
Hemos escuchado en el Libro de los Hechos: "Los apóstoles con gran poder, daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús" (Hechos 4:33).
Todo comienza desde la Resurrección de Jesús: de allí viene el
testimonio de los apóstoles y, a través de él, se generan la fe y la
vida nueva de los miembros de la comunidad, con su franco estilo
evangélico.
Las lecturas de la misa de hoy ponen de manifiesto estos dos aspectos inseparables: el renacimiento personal y la vida de la comunidad.
Y ahora, dirigiéndome a vosotros, queridos hermanos, pienso en vuestro
ministerio que lleváis cabo desde el Jubileo de la Misericordia. Un
ministerio que se mueve en ambas direcciones: al servicio de las
personas, para que "renazcan desde lo alto" y al servicio de la
comunidad, para que puedan vivir el mandamiento del amor con alegría y
coherencia.
Hoy la Palabra de Dios ofrece dos indicaciones que me gustaría brindaros, pensando precisamente en vuestra misión.
El Evangelio recuerda que aquel que está llamado a dar testimonio de la Resurrección de Cristo debe, en primera persona, "nacer de lo alto" (Jn
3, 7). De lo contrario, se termina como Nicodemo que, a pesar de ser un
maestro en Israel, no entendía las palabras de Jesús cuando decía que
para "ver el reino de Dios" hay que "nacer de lo alto", nacer "del
agua y del Espíritu" (cf. 3-5). Nicodemo no entendía la lógica de Dios,
que es la lógica de la gracia, de la misericordia, por la cual el que
se hace pequeño se vuelve grande, el que se hace último pasa a ser el
primero, el que se reconoce enfermo se cura. Esto significa dejar
realmente la primacía al Padre, a Jesús y al Espíritu Santo en nuestra
vida. Atención: no se trata de convertirse en sacerdotes "poseídos",
casi como si se fuera depositario de un carisma extraordinario. No.
Sacerdotes ordinarios, simples, humildes, equilibrados, pero capaces de
dejarse regenerar constantemente por el Espíritu, dóciles a su fuerza,
interiormente libres,- sobre todo de sí mismos- porque les mueve el
"viento" del Espíritu que sopla donde quiere (Jn 3, 8).
La segunda indicación se refiere al servicio a la comunidad: ser sacerdotes capaces de "levantar" en el "desierto" del mundo el signo de la salvación, es decir, la Cruz de Cristo, como fuente de conversión y renovación para toda la comunidad y para el mundo mismo ( ver Jn
3: 14-15). En particular, me gustaría hacer hincapié en que el Señor
muerto y resucitado es la fuerza que crea la comunión en la Iglesia y, a
través de la Iglesia, en toda la humanidad. Jesús lo dijo antes de la
Pasión: "Cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí" (Jn
12, 32). Esta fuerza de comunión se manifestó desde el principio en la
comunidad de Jerusalén donde, -como atestigua el Libro de los Hechos,-
"La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola
alma" (4,32). Era una comunión que compartía los bienes de forma
concreta, de modo que "todo era en común entre ellos" (v. Ibíd.) Y "no
había entre ellos ningún necesitado" (v. 34). Pero este estilo de vida
de la comunidad también era "contagioso" para el exterior: la presencia
viva del Señor resucitado produce una fuerza de atracción que, a través
del testimonio de la Iglesia y de las diversas formas de proclamación de
la Buena Nueva, tiende a alcanzar a todos, ninguno excluido. Vosotros,
queridos hermanos, poned al servicio de este dinamismo vuestro
ministerio específico de Misioneros de la Misericordia. En efecto, tanto
la Iglesia como el mundo de hoy tienen una necesidad particular de
Misericordia para que la unidad deseada por Dios en Cristo prevalezca
sobre la acción negativa del maligno que aprovecha muchos medios
actuales, en sí mismos buenos, pero que, mal utilizados, en lugar de
unir, dividen. Estamos convencidos de que "la unidad es superior al
conflicto" (Evangelii gaudium, 228), pero también sabemos que sin
la Misericordia este principio no tiene fuerza para actuarse en lo
concreto de la vida y de la historia.
Queridos hermanos, salid de este encuentro con la alegría de ser
confirmados en el ministerio de la Misericordia. Antes que nada
confirmados en la grata confianza de ser vosotros los primeros llamados a
renacer siempre de nuevo "desde lo alto", desde el amor de Dios. Y al
mismo tiempo confirmados en la misión de ofrecer a todos el signo de
Jesús "levantado" de la tierra, para que la comunidad sea signo e
instrumento de unidad en medio del mundo.
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